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La muerte es algo de lo que nadie puede escapar. La muerte sigue a la vida con tanta seguridad
como la noche sigue al día, el invierno sigue al otoño o la vejez sigue a la juventud. Las
personas se preparan para no sufrir cuando les llegue el invierno; se preparan para no tener
que sufrir en la vejez. ¡Pero pocos se preparan para la certeza aún mayor de la muerte!
La sociedad moderna ha alejado su mirada de este
problema tan fundamental. Para la mayoría de las
personas, la muerte es algo a temer, algo terrible
o si no, sólo la ausencia de vida, algo hueco y
vacío. Y la muerte ha llegado a ser considerada
incluso como algo "antinatural."
¿Qué es, entonces, la muerte? ¿Es sólo extinción, un retroceso hacia la nada? ¿O es la puerta
hacia una nueva vida, una transformación en lugar de un fin? ¿Acaso es que la vida no es más
que una fase fugaz de actividad precedida y seguida por la quietud y la no-existencia? ¿O será
que tiene una continuidad más profunda, que persiste más allá de la muerte en alguna forma u
otra?
Según el punto de vista budista, la idea de que nuestras vidas acaban con la muerte, es
interpretada como una captación muy equivocada de la realidad. El budismo ve que todo en el
universo, todo lo que ocurre en él, es parte de un inmenso tejido viviente de interconexiones. La
energía vibrante que nosotros llamamos vida y que fluye a lo largo y ancho del universo no
tiene principio ni final. La vida es un proceso continuo y dinámico de cambio. ¿Por qué,
entonces, ha de ser la vida humana la única excepción? ¿Por qué ha de ser nuestra existencia
algo arbitrario, aislado y desconectado del ritmo universal de la vida?
Nosotros sabemos ahora que las estrellas y las galaxias nacen, viven lo
que les corresponde por naturaleza vivir, y mueren. Lo que es aplicable a
las inmensas realidades del universo es igualmente aplicable al reino en
miniatura de nuestros cuerpos. Desde una perspectiva totalmente física,
nuestros cuerpos están constituidos por los mismos materiales y
compuestos químicos que constituyen a las galaxias más distantes. En
este sentido nosotros somos, literalmente, hijos de las estrellas.
En términos muy prácticos, la muerte es necesaria. Si las personas vivieran para siempre, tarde
o temprano empezarían a anhelar la muerte. Sin la muerte, enfrentaríamos gran cantidad de
nuevos problemas, desde la superpoblación hasta el hecho de que las personas tuvieran que
vivir para siempre en cuerpos avejentados. La muerte hace espacio para la renovación y la
regeneración.
La muerte debe, por consiguiente, agradecerse tanto como se agradece la vida, como una
bendición. El budismo ve la muerte como un período de descanso, como un sueño a partir del
cual la vida recobra energía y se prepara para nuevos ciclos de existencia. No hay ninguna
razón para temerle a la muerte, para odiarla o para buscar desterrarla de nuestras mentes.
La muerte no discrimina, nos despoja de todo. La fama, la riqueza y el poder son todos inútiles
en los solemnes momentos finales de la vida. Cuando el momento llega, en lo único que
podemos confiar es en nosotros mismos. Ésta es una confrontación imponente ante la cual nos
presentamos con la sola armadura de nuestra cruda humanidad, del registro real de lo que
hemos hecho, de cómo hemos escogido vivir nuestras vidas. "¿He sido fiel a mí mismo? ¿Qué
contribución he aportado yo al mundo? ¿Cuáles son mis satisfacciones o pesares?"
Para morir bien, uno tiene que haber vivido bien. Para quienes han vivido fieles a sus
convicciones, para quienes han trabajado por llevar felicidad a los demás, la muerte puede venir
como un placentero descanso, como un sueño bien ganado después de un día de agradable
ejercicio.
Yo me sentí muy impresionado cuando supe sobre la actitud que asumió mi amigo David
Norton, al confrontar su propia muerte, hace algunos años.
Cuando sólo tenía diecisiete años, el joven David era un bombero paracaidista voluntario que se
lanzaba en las áreas inaccesibles con el fin de cortar árboles y excavar trincheras para impedir
que los fuegos se extendieran. Él hacía esto, decía él, para aprender a enfrentar sus propios
miedos.
Cuando tenía alrededor de sesenta y cinco años, le fue diagnosticado un cáncer avanzado y
enfrentó la muerte con actitud de avance hasta encontrar que el dolor no lo derrotaría. Tampoco
encontró él que la muerte fuese una experiencia solitaria. Según su esposa, Mary, rodeado por
todos sus amigos, su marido enfrentó la muerte sin miedo, y se refería a ella como: "otra
aventura; el mismo tipo de prueba que se
enfrentan ante un fuego en el bosque."