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Primera parte: Solo un mecanismo de sucesión.
Por: J.F. Madrigal.
Que la política es la continuación de la guerra por otros medios, es una manida frase con la
que todos podemos estar de acuerdo. Pero lo verdaderamente interesante es saber en dónde termina
la una y en dónde empieza la otra, es decir, cuándo se agota la política y cuándo empieza a verse la
guerra como una opción. La respuesta se halla, invariablemente, en la sucesión del poder: sin
importar cuál sea el sistema de gobierno, todo marcha dentro de relativa paz institucional si existe
tanto claridad como consenso sobre la manera en que los gobernantes, sean estos reyes,
emperadores, popes, imanes, presidentes o primeros ministros, entregan el poder. En contraste,
detrás de cada guerra siempre ha existido una ruptura de este orden (el asesinato de los legítimos
herederos, por ejemplo, al estilo Macbeth) o un serio cuestionamiento al mismo por parte de quienes
no están en la línea de sucesión (como hicieron, verbigracia, las burguesías americanas
independentistas un par de siglos atrás).
Eso fue cierto en la antigüedad, en la Edad Media y en la Ilustración, y es cierto hoy. ¿No fue
acaso la abrupta interrupción del mecanismo pactado de entrega de poder lo que ocasionó la guerra
civil española o el violento fin de las tres primeras repúblicas francesas? ¿Acaso en el conflicto
armado colombiano, el más largo de Latinoamérica en la democracia más antigua de la región, no
jugó un papel fundamental el centenario intercambio de poder entre solo dos partidos políticos?
Aunque nuestro ego ilustrado no siempre nos permite aceptarlo, la democracia no deja de
ser, perifollo aparte, simplemente otro mecanismo de sucesión, uno en el que el poder ya no se le
entrega al primogénito ante la muerte de su padre, sino a aquel que logre mayor cantidad de votos
cada tantos años. Que lo uno sea mejor o peor que lo otro, es una valoración moral que, aunque no
es menor, tampoco viene al caso. Lo que hay que entender es que cualquier sistema de gobierno sólo
es tan bueno como sea considerado legítimo por la sociedad, y que dicha legitimidad muta a la par
con la subjetividad —y capricho— de sus valores. En ese sentido, da igual si el poder se hereda, se
vota o se sortea como en la vieja Atenas: si la comunidad imaginada lo considera razonable, ese será
el mejor sistema político posible.
Y es en esta certeza de que como demócratas no somos particularmente especiales, en donde
radica una de sus principales paradojas: la democracia no puede garantizar, más que cualquier otro
sistema, que gobiernen los mejores. Al igual que monarcas y dictadores los hay eficientes e inútiles,
hacedores y destructores, amados y odiados, lo mismo puede decirse de nuestros líderes electos. No
es que los unos estén en el mismo nivel moral de los otros; es solo que resulta innegable que por
cada Roosevelt hay un Trumph, por cada Churchill un Berlusconi y por cada Bachelet un Maduro,
todos electos. Esto porque la democracia, como sus antecesoras, fue pensada como un mecanismo
para garantizar el traspaso pacífico del poder pero no para apartar a los extraordinarios de los
mediocres, no para conformar el platónico aristos - kratos, el gobierno de los mejores.
Esta limitación, insalvable quizás, no hace de la democracia un sistema indeseable pero si
uno mundano. Lo cual está bien. Una vez logramos quitarle el aura de invencibilidad que se ha
creado alrededor de ella, una vez aceptamos que es un mecanismo de sucesión legitimado en la
modernidad pero no un creador automático de buenos gobiernos, podemos empezar a evaluarla por
lo que realmente es y no por las falsas promesas que se han hecho en su nombre.
Resulta preocupante que en la actualidad, según recientes estudios de las universidades de
Harvard y de Melbourne, la mayoría de los jóvenes nacidos después de la Guerra Fría no confían en
la democracia y están dispuestos a renunciar a ella ¿Cómo van a confiar si crecieron bajo un
irresponsable discurso en el que la democracia se presentó como sinónimo de progreso, prosperidad,
pluralidad y paz, solo para notar que el mundo que les tocó, aunque democrático, no era nada de
eso? ¿Acaso eran promesas que se podían cumplir?, preguntó alguna vez el profesor Bobbio, solo
para contestar, categóricamente, ¡no! Quizás de haberlos educado con menos sentido de
autocomplacencia y sin la errada certeza de que con este sistema alcanzamos el pináculo de la
sociedad, los llamados millennials no estarían buscando la anhelada prosperidad en otros regímenes,
incluso en los más desalmados que ya habían caído derrotados por la fuerza de la historia.
El problema está en que el incumplimiento de estas promesas está contaminando,
injustamente, la verdadera utilidad de la democracia: entre más personas crean que esta fracasa en su
supuesta obligación de traer prosperidad, paralelamente se irán convenciendo de que también es
defectuosa como mecanismo para el traspaso del poder. Y eso será el fin de ella y, si algo nos ha
enseñado la historia, el comienzo de la guerra como continuación de la política por otros medios.