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Los diferentes casos llevados a tribunales por el Ministerio Público desde 2015, con
el apoyo de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig),
ayudan a comprender la gran carretera por la que transitan los miembros del Pacto
de Corrupción: una vía sin ideología, en la que se corre muy rápido por el impulso
del dinero proveniente de negocios turbios. Una carretera en donde las únicas
reglas son no dejarse atrapar y enquistarse en el poder público. En ese sentido, la
consolidación de este modelo requiere tener a su servicio, o hacer socios, a aquellos
que toman decisiones o influyen significativamente en el imaginario social:
presidentes de los organismos del Estado, partidos políticos, representantes
sindicales, empresariales y religiosos, así como medios de comunicación.
De ahí que un primer paso para romper este Pacto de Corruptos sea fijar una
postura pública y tomar acciones consecuentes con esta. La Conferencia Episcopal
de Guatemala lo hizo la semana pasada con un mensaje contundente: «el sistema
político vive bajo la dictadura de la corrupción». Todavía falta ver una posición así
de tajante desde la academia —universidades y centros de pensamiento—, del
sector empresarial —cámaras y asociaciones—, del sector sindical —público y
privado—, de los medios de comunicación, de los movimientos sociales y de las
demás iglesias. El silencio ante la gravedad de esta crisis solo suena a complicidad.
Los comunicados son valiosos como punto de partida, pero una vez fijada la postura
pública toca que las personas y entidades contrarias al Pacto de Corruptos
promuevan una instancia para la búsqueda de acuerdos sociales que fortalezcan el
Estado democrático. Hay muchos temas, urgentes y estructurales, pero se debe dar
un sentido de proceso al blindaje de la democracia. Primero, vigilar y promover la
elección de un fiscal general probo, que dé certidumbre a la ciudadanía. El proceso
estará en manos de la comisión de postulación, y la decisión final la tomará el
presidente Morales.
El primer escollo en esta búsqueda de consenso reside en algo tan inicial como
determinar quién convoca: por influencia social, por credibilidad o por espacio
político. El reto bien puede recaer sobre la Conferencia Episcopal, el Consejo
Ecuménico, la Universidad de San Carlos, Naciones Unidas o los tradicionales
países amigos. Lo que sí está claro, es que salvo que seamos cómplices del Pacto
de Corruptos, no nos podemos quedar ni callados, ni quietos, ni separados.