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El Estado debe además asegurar que hechos como los de este caso no vuelvan
a ocurrir, incluyendo la adopción de medidas para garantizar que toda instancia
de posible violación grave al derecho a la vida y la integridad de las personas
será investigada en forma pronta, diligente y efectiva y ante la justicia ordinaria,
brindando todas las garantías y la protección judicial que exigen los compromisos
internacionales y constitucionales en materia de derechos humanos.
Cabe recordar, en ese sentido, que no es esta la primera vez que el Estado
Peruano pierde un caso ante esta instancia. A decir verdad, tiende más bien a
perderlos todos, y por razones que un análisis desapasionado de los casos hace
difícil atribuir, al menos en gran número de ellos, a las supuestas inclinaciones
ideológicas de los miembros de la Corte IDH. Más parecen pesar en nuestras
sistemáticas derrotas en este tribunal dos razones no atribuibles a sus miembros.
La primera ha sido mencionada extensamente en los últimos días: la calidad de
nuestras estrategias de defensa ante la corte.
La segunda se menciona menos pero tiene un peso igualmente grande: nuestras
instituciones estatales de justicia suelen ser incapaces de llevar a cabo un trabajo
que se adecúe a los lineamientos suscritos en la convención. Hace 18 años, por
ejemplo, que nuestro Poder Judicial está procesando el caso de la muerte del
antes mencionado ‘Tito’ sin que haya podido llegar a una conclusión sobre qué
fue lo que sucedió con él ni quiénes fueron los responsables.
Las falencias de los procesos y el sistema judicial general son patentes. Así lo
confirman tanto el Índice de Estado de Derecho del Proyecto Mundial de Justicia
(que coloca a nuestro sistema legal en el puesto 67 de 99 países), como el World
Economic Forum (que ubica la eficiencia de nuestro marco legal en la resolución
de disputas en el puesto 122 de 144 países).
La reacción inmediata de los políticos a la sentencia –ya sea la de criticar la
instancia internacional, buscarle el lado ‘positivo’ al fallo (en este caso, el no pago
de reparaciones civiles) o ‘denunciar’ una supuesta persecución a los héroes de
Chavín de Huántar– solo obvia el gran problema subyacente: la absoluta
deficiencia de nuestro sistema de justicia.
Después de todo, para que un caso llegue a la Corte IDH es necesario, en primer
lugar, que haya agotado todas las instancias nacionales; y luego, que sea
aceptado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Esta
última, además, no deriva casos a la corte a menos que considere que existan
muy altas posibilidades de ganar.
La respuesta política sensata a este fallo, por lo tanto, debería empezar por
enfocarse en las cosas que se pueden mejorar en el Poder Judicial (PJ). De
acuerdo con los criterios del Proyecto Mundial de Justicia, por ejemplo,
alcanzamos solo un 23% en juzgamiento oportuno y efectivo en el sistema de
justicia criminal y un 43% de debido proceso. Una manera de romper esta
tendencia es contar con un Poder Judicial que sea capaz de determinar en un
período razonable lo ocurrido en cada caso.
Para ello es imprescindible que se implementen mecanismos de control e
incentivos a los jueces y a los procesos judiciales, sin que ello dé pie a una mayor
burocratización. También son necesarias la automatización de los sistemas y
sanciones para los jueces que no cumplan con los plazos y para los funcionarios
estatales que ralentizan los procesos. Y asimismo que dichos procesos estén
dotados de una mayor transparencia y sometidos a mecanismos de control civil.
2. Si el triunfo era sólo del líder, el triunfo debía ser perpetuamente inmaculado.
Cualquier pequeña duda, cualquier desviación, cualquier pensamiento crítico
merecería el mismo trato que recibió el General Victorioso. Por eso, jamás se
criticó una línea de la operación en los años siguientes. Sólo con la caída de
Fujimori y el testimonio del ex Primer Secretario de la Embajada de Japón que
describió haber visto con vida a 3 terroristas, luego de culminado el ataque, se
abrió el caso.
3. Sin embargo para el gobierno de Toledo el asunto era una papa caliente con
un Ejercito que ya detestaba al Presidente. Hizo bien, mediáticamente, el
entonces Ministro de Defensa Aurelio Loret de Mola en inventar y popularizar el
termino “los gallinazos” para referirse a terceros, fuera de los comandos
operativos, que fueron parte del aparato de SIN que entró a la residencia,
culminado el operativo, como parte del grupo Júpiter que trabajaba bajo las
ordenes de facto de Vladimiro Montesinos. Pero esos terceros también eran
parte del Ejercito. Lamentablemente, la estrategia del deslinde, que era la
correcta, no funcionó.
A partir de entonces, y hasta hoy, se une un concierto de intereses. Por un lado,
el fujimorismo, que no quería mancha alguna sobre lo que consideraba digno de
exhibirse como un gran éxito frente a tantas imputaciones delictivas. Con tan
pocos méritos, tampoco podían darse el lujo de perder uno más. De otro lado,
las Fuerzas Armadas, pero en particular el Ejercito, que estaba (y a veces creo
que aún lo está) aterrado por un develamiento total e identificación de todo el
personal militar que hubiera participado en la lucha contrasubversiva desde 1980
hasta el año 2000. Y en tercer lugar, algunos políticos de perfil autoritario, o que
pasaron por el Ministerio de Defensa en los gobiernos de Toledo y García, que
creen fervientemente que el encubrimiento es un deber patriótico.