Вы находитесь на странице: 1из 222

G ram ática

de los sentimientos
Lo emocional como fundamento
de la ética

Max Scheler

Selección, edición y prólogo de


P au l Good

Traducción castellana de
D aniel G am per

CRÍTICA
Barcelona
Título original: Grammatik der Gefiihle
Das Emotionale ais Grundlage der Ethik
Cubierta: Joan Batallé
Fotocomposición: Fotocomp/4, S. A.

© 2000: Deutscher Taschenbuch Verlag GmbH & Co. KG,


Munich/Germany
© 2003 de la traducción castellana para España y América:
C r ít ic a , S. L., Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
e-mail: editorial@ed-critica.es
http://www.ed-critica.es
ISBN: 84-8432-415-X
Depósito legal: B. 48.506-2002
Impreso en España
2003. - A&M, S. L., Santa Perpetua de la Mogoda (Barcelona)
LEER A MAX SCHELER SIGNIFICA
I)ESPERTAR EL SENTIDO PARA LOS VALORES

I ,A l'KRSONA Y EL C O N JU N TO DE LA OBRA

Max Scheler, nacido el 22 de agosto de 1874 en M unich y falle-


i ido el 19 de mayo de 1928, es en la filosofía alemana un fenómeno
h¡talmente inusual, gigantesco. Su estilo de pensar, de escribir y de
vivir no se corresponde en m odo alguno con la imagen del filósofo
académico que está al servicio de un sistema conceptual. Se com ­
porta, más bien, com o el artista, el genio, el visionario del espíritu.
Se esforzó por devolverle un terreno a la vida em ocional. Y es al
terreno de la vida emocional al que libera del prejuicio de lo desor­
denado, de lo caótico, de lo m eram ente empírico-psíquico, ponien­
do al descubierto, m ediante análisis fenoménicos detallados de la
simpatía, del amor, del odio, de la vergüenza, de la alegría, del resen­
tim iento, las regularidades de sentido de la vida em ocional com o
algo genuinam ente espiritual. En la distinción procedente de la anti­
güedad griega de los actos espirituales entre sentir, conocer y querer,
restituye al sentir, tras haber sido excluido por el racionalismo y la
Ilustración de la actividad del conocim iento, su estatuto espiritual.
Sí, Scheler considera el ánim o la «madre de la razón». Y com o con­
tenido o correlato de los actos espirituales del sentir, rehabilita los va­
lores en función de los cuales nolens volens nos orientam os. Lo
inusual de este filósofo es que traslada al ám bito de lo espiritual,
con m edios del análisis fenomenológico, lo que en la psicología y el
psicoanálisis a principios del siglo XX había sido expresado y expli­
cado en conceptos de la vida instintiva.
El éxito de sus escritos durante su vida fue enorm e. En los años
veinte Scheler era considerado un intelectual de prim er orden, cuya
influencia se extendió m ucho más allá de la Universidad de C olo­
nia, en la que fue profesor de filosofía desde 1919 hasta 1928. Ya
en 1921 escribió en una carta que recibía unos considerables ingre­
sos anuales de sus libros, lo que no podían afirmar de sí otros filó­
sofos. El m otivo de esto no era acaso una escritura popular sobre
filosofía. El éxito se debía más bien a la actualidad de los temas, a
la am plitud de los puntos de vista, que Scheler introducía desde
todas las culturas y ám bitos de conocim iento pensables; a la pro­
fu n didad y claridad de las relaciones esenciales, que presentaba
ofreciendo una orientación; a la fuerza de la evidencia, que Scheler
realizaba dentro del grupo de los fenomenólogos; a la dim ensión
cósmica que su filosofar siempre ha adoptado.
De los m uchos testim onios de la época sólo basta con señalar el
de M artin Heidegger, que en u n artículo necrológico1 habla de
Scheler com o la fuerza filosófica más vigorosa de Alemania, y de la
filosofía a nivel m undial de la época. Elogia la totalidad de su cues­
tionar, su inusual olfato para nuevas posibilidades del pensam iento,
la obsesión por la filosofía así com o la fidelidad de la orientación
interna de su pensam iento, a pesar de la capacidad de transform a­
ción y de los siempre renovados impulsos, en los que debe encon­
trarse la fuente de la bondad infantil de su personalidad.
Las grandes obras com o E l formalismo en la ética y la ética m a­
terial de los valores (G W 2), De la subversión de los valores (G W 3),
De lo eterno en el hombre (G W 5), Esencia y formas de la simpatía
(G W 7), son las que encontraron una difusión más amplia. A estos
hay que añadir los dos volúm enes de estudios sociológicos, los Es­
critos sobre sociología y teoría de la concepción del mundo (G W 6) y
Las formas de saber y la sociedad (G W 8). El volum en Escritos tar­
díos (G W 9) contiene el m uy notable estudio antropológico «El
lugar del hom bre en el cosmos», im portantes conferencias sobre
form ación política, así com o un análisis de la antigua controversia

1. «Andenken an Max Scheler» («Recuerdo de Max Scheler») en P. Good


(ed.), M ax Scheler im Gegenwartsgeschehen der Philosophie (M . S. en el acontecer
actual de la filosofía), Berna, Munich, 1975 (ahora: Bonn), p. 9-
«Idealismo-Realismo». C ontribuyeron a su buena y m ala fam a los
tem pranos libros de guerra sobre el Genio de la guerra, sobre la
Guerra como vivencia total, sobre las Causas del odio a lo alemán,
que se presentan bajo el título Escritos pedagógico-políticos (G W 4).
La mala fama no se refiere tal vez a extravíos racistas. Desde el p rin ­
cipio Scheler introdujo una dim ensión cosm opolita en sus refle­
xiones políticas. Esta debe de ser una de las razones por la que más
tarde los nacionalsocialistas m inim izaron su obra y tras la tem prana
m uerte del filósofo im pidieron su publicación. La m ala fama se re­
fiere más bien a la euforia, que Scheler com partió con la totalidad
de la intelectualidad alem ana de entonces, de esperar de la guerra
la liberación y renovación de las fuerzas espirituales de Europa. Se
ha ridiculizado a Scheler, no sin razón, por haber entendido por
«guerra» las guerras persas y no la prim era guerra m undial. Sus
ideas al respecto estaban probablem ente influenciadas por el h im ­
no de Friedrich Nietzsche a la lucha com o elixir espiritual de los
griegos, como endurecim iento espiritual y artístico. En 1927 Scheler
presentó en Berlín una defensa no m enos fulm inante, La idea de la
p a z y del pacifismo, en la que confrontó la vida instintiva con la idea
de la paz, pero tam bién rechazó críticam ente formas erróneas del
pacifismo.
Finalm ente, Scheler falleció en las primeras semanas tras su tras­
lado a la Universidad de Frankfurt a la edad de 54 años, cuando se
hallaba en m edio de grandes planes de trabajo sobre una metafísica
de las metaciencias y de la m etahistoria que debía incluir los nue­
vos m odelos científicos del m undo, y que ha sido finalm ente p u ­
blicada en cinco volúm enes con amplias notas y esbozos. Escritos
postumos (G W 10-14). Si se quiere hacer una com paración con
otros filósofos de su tiem po, los paralelismos con el filósofo francés
H enri Bergson son más fuertes si prestamos atención a estas m eta-
ciencias, que si prestam os atención al papel desem peñado por la
intuición com o m étodo verdadero del filosofar en ambos, o a la fi­
losofía de la vida de cada uno, o a la teoría de los instintos y el con­
cepto personal de espíritu. Pero el com prom iso con la educación
de su época era m ucho más acentuado en Scheler, y más inusual
para un alemán.
M ax Scheler, de quien actualm ente la opinión pública aun sabe
que perteneció a la tríada estelar de la fenomenología alemana ju n ­
to con E d m und Husserl y M artin Heidegger, trasladó todos los te­
mas que trató partiendo de los datos descriptivos y empíricos, hacia
lo esencial, lo «a priori», y espiritual. Así, en prim er lugar, estableció
un concepto propio de fenomenología, en el que la intuición espiri­
tual (Anschauung, contemplación de las esencias) es más im portante
tanto en la vertiente de los actos del sentir, conocer, querer, com o en
la de los correlatos objetivos de los mismos, que el constante afilar
m etódico de los cuchillos sin llegar nunca a la com ida que hay que
cortar. En segundo lugar, logró así un concepto de valor libre de bie­
nes y de finalidades, de placer y de validez m eram ente formal, cuya
conexión esencial a priori, por ejemplo, según la superioridad o infe­
rioridad, era contem plada por él com o dote material del espíritu y la
empleó com o nueva fundam entación del com portam iento moral de
las personas. En tercer lugar, Scheler am plió el concepto filosófico
de espíritu limitado al conocim iento racional, después de que Scho-
penhauer y Nietzsche ya hubieran reconquistado la voluntad, hasta
abarcar el sentir (valorar) com o actividad espiritual intencional or­
denada (pero en todo m om ento tam bién susceptible de desorden),
que ofrece una fundam entación filosófica de la psicología y de la
ética. En cuarto lugar, fundam entó una filosofía de la religión que
culm ina en un fundam ento personal del ser, sobre una base feno­
menológica, al mostrar algo eterno (espiritual) en el ser hum ano. N o
obstante, más tarde corrigió esta filosofía de la religión en favor de
un fundam ento panteísta anónim o de la vida, que com o Ens a se,
unifica en sí el deseo y el espíritu, a partir de cuya lucha y disputa en
el m undo sólo se realiza a sí mismo. En quinto lugar, se consagró a
estudios de filosofía de la ciencia y sociología de la ciencia, en los
que relacionaba el papel desem peñado por la vida instintiva y su
correspondiente valoración en la educación, el saber y el poder. Si­
guió con m ucha atención las transformaciones de la política educa­
tiva de los años veinte y form uló una ley de las consecuencias de
la actividad de factores reales e ideales en la sociedad. Finalm ente
logró, en sexto lugar, un proyecto de filosofía antropológica que de­
bía integrar los resultados de las ciencias de la naturaleza y las cien­
cias sociales, que, com o A rnold G ehlen y H elm u th Plessner2 re-
i rospectivamente confirman, ha ofrecido una guía para todo subsi-
guiente tratam iento de este tem a en la filosofía. Estos seis puntos
mencionan únicam ente acentos im portantes de la posición de Sche­
ler y de las transformaciones de su filosofar. Para una presentación
más detallada se puede consultar la bibliografía más reciente.3
Para m edir hasta cierto p u n to la actualidad y la riqueza de la fi­
losofía de Scheler hoy en día, hay que echar una ojeada, ju n to con
las grandes cuestiones, a los pequeños y sorprendentes temas que los
filósofos de su tiem po apenas trataron. Esto ya se inicia con un títu ­
lo com o Trabajo y ética de 1899 (G W 1), que delata una percepción
de cuestiones sociales. M ás tarde, Scheler ofreció con su estudio
Conocimiento y trabajo (G W 8) la prim era gran crítica alem ana al
pragm atism o am ericano. H ay que pensar que Scheler ya había p u ­
blicado en 1913 un texto sobre «El sentido del m ovim iento de m u­
jeres», otro sobre «La psicología de la así llam ada histeria de la ter­
cera edad y la correcta lucha contra el mal» (ambos G W 3). En 1921
dio u n a conferencia en C olonia sobre «Problemas de población
com o una cuestión de visión del m undo» (G W 6). A unque sus in­
tuiciones de entonces no se puedan trasladar a situaciones actuales,
nos pueden dar sin duda im portantes impulsos para la reflexión y
puntos de crítica. Los m enciono para dem ostrar gran sensibilidad
hacia cuestiones actuales de su m odo de pensar orientado a partir
del sentir espiritual. Scheler criticó la burguesía y el capitalismo, de
la m ism a form a que desarm ó el socialismo profético y marxista, y

2. Véase A. Gehlen, «Rückblick auf die Anthropologie Max Schelers»


(«Mirada retrospectiva a la antropología de Max Scheler), H. Plessner «Erin-
nerungen an Max Scheler» (Recuerdo de M ax Scheler), ambos en P. Good, ed.,
Max Scheler im Gegenwartsgeschehen der Philosophie (M. S. en el acontecer actual
de la filosofía), op. cit., pp. 179 ss. y pp. 19 ss.
3. En 1998 se publicaron dos libros introductorios a la vida y obra de Max
Scheler: P. Good, Max Scheler. Eine Einfiihrung (M . S. Una introducción), Dussel­
dorf, Bonn 1998, y W. Henckmann, M ax Scheler, Munich, 1998. Es muy infor­
mativo a nivel biográfico y por lo que se refiere a la obra la monografía fotográfi­
ca de W! Mader, Max Scheler in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten (M. S.: sus
propios testimonios y documentos fotográficos), Reinbek b., Hamburgo, 1980.
defendió la renovación religiosa y la reconstrucción cultural de
Europa. Hizo gala de una atención inusual y de un distanciam iento
crítico frente a la filosofía y a la práctica vital indias y del Lejano
O riente, de m odo especialmente detallado en «Del sentido del su­
frim iento» (G W 6), aunque se encuentran esparcidas en m uchas
alusiones en la totalidad de su obra. Frente a una cultura positivis­
ta del progreso y de la unidad, defendió el derecho a las diferentes
formas de conocim iento: m ito, religión, cosmovisión natural, filo­
sofía, ciencia, arte. Y se im plicó con fogoso fervor a favor de la im ­
portancia de la educación, que para él abarca igualm ente la educa­
ción del saber, de la persona y del corazón. Y el m odo com o él al
fin penetra filosóficamente con ininterrum pidas embestidas en los
nuevos resultados de la imagen científica del m undo (biología, cos­
mología) y considera sus consecuencias metafísicas, no tuvo igual
en la filosofía alemana de su tiem po.
E n todo esto se m anifiesta la apertura y am plitud de una perso­
nalidad, que el historiador del arte H einrich Lützeler, prom inente
discípulo de Scheler, no se avergonzaba de denom inar com o ge­
nio.'1Yo prefiero la expresión de Scheler del filósofo com o persona­
lidad genial, porque personalidad genial es el tipo de persona que
rastrea en todas las cosas una dim ensión espiritual, con hum ildad
y devoción, com o señalaba Scheler, esto es, sin el delirio del genio.
Pero tam bién la filósofa E dith Stein escribió que nunca le había
sido dado contem plar el fenóm eno de la genialidad con tanta p u ­
reza com o en Max Scheler. Igualm ente el filósofo francés Alexan-
dre Koyré adm iraba la «fecundidad y destreza del genio de M ax
Scheler».5
H ay aún que añadir a su biografía de Scheler, que perdió en 1910
la autorización docente com o profesor asociado en la U niversidad
de M unich a causa de una bagatela, cuando todavía vivía separado de
su prim era esposa Amélie, nacida W ollm ann, con la que se había
casado en 1899 y con la que tam bién tenía un hijo. En 1912 se

4. «Ein Genie: Max Scheler (1874-1928)», en H. Lützeler, Personlichkeiten


(Personalidades), Friburgo en Br. 1978, pp. 82-128.
5. Ambos testimonios en W. Mader, op. cit., p. 47.
t asó con M árit Furtwángler, la hija del director W ilhelm Furtw án-
gler. Tuvo éxito principalm ente en Berlín com o pensador free lan­
ce con publicaciones, pero durante la guerra se encargó de tareas
de la Cancillería de A suntos Exteriores. Era la época de m áxim a
productividad filosóficopublicista. N aturalm ente tuvo tam bién cri­
sis y críticas, las últim as sobre todo tras su renuncia a u n funda­
m ento personal y espiritual del ser. En 1924 Scheler se casó por
lercera vez, esta vez con M aria Scheu, de Colonia. Tras la tem pra­
na m uerte del filósofo, M aria Scheu inició la edición de las Obras
completas, pero no la pudo llevar a la práctica hasta después de 1945-
Después de que M anfred S. Frings, actualm ente en C hicago, casi
haya finalizado esta empresa, todos los escritos son accesibles a la
discusión filosófica de corte académ ico, pero siguen sin abrirse a
un am plio público interesado. A este público las pequeñas edicio­
nes concretas y las recopilaciones com o la presente selección de
textos le pueden ser útil.

C oncepto y selección d e tex to s

Para proporcionar u n a nueva experiencia de lectura de Max


Scheler, hay que presentar en prim er lugar el eje del ím petu de su
pensam iento, que radica en una escrupulosa rehabilitación espiri­
tual de la vida aním ica y en la tarea respectiva de despertar el sen­
tido para los valores. A esto hay que añadir que a los escritos de
Scheler les corresponde hoy en día u n a especial actualidad, la
de prom over en general el sentido y yo diría que incluso el gusto
espiritual por las cualidades y los valores. A mi parecer su aporta­
ción a la actual renovación de los valores está presente en esta p ro ­
m oción de los valores espirituales más elevados frente a la im po­
sición desenfrenada de meros valores utilitarios. C on lo que Scheler
no estaría en absoluto de acuerdo es con la concepción de Kant, de
que los sentim ientos siempre son sensibles, siempre son m eram en­
te empíricos, y por consiguiente deben ser descartados para funda­
m entar la ética. El logro filosófico básico de Scheler es dem ostrar
que el sentir tiene una im portancia espiritual, un orden apriorís-
tico y u na lógica, tanto por lo que se refiere a los actos com o a los
contenidos.
Por ello la entrada a esta selección de textos será el análisis del
sentir, acreditado como acto espiritual autónom o e intencional, fren­
te a todos los estados del sentim iento m eram ente empíricos. El texto
procede de su obra central tem prana E l formalismo en la ética y la
ética material de los valores (G W 2). En él Scheler hace referencia
a la conocida frase de Pascal, que el corazón tiene razones que el
entendim iento no conoce. Scheler se abre camino en esta logique du
cceur con m edios fenomenológicos.
El segundo texto procede de la obra Esencia y form as de la sim ­
patía (G W 7) y ofrece im portantes pasos para una fenom enología
del amor, del acto em ocional m áxim o y de sus correlatos espiritua­
les. N adie discutirá que el am or está relacionado con actos de las
tendencias, pero el am or m ism o consiste en su dim ensión espiri­
tual no en actos de las tendencias. M ax Scheler se m uestra incan­
sable com o refinado psicólogo que sabe distinguir m u y bien los
matices de las tendencias psíquicas. Tam bién se m uestra constante­
m ente com o noólogo y fenomenólogo, al destilar en todo m om en­
to la dim ensión espiritual de las tendencias instintivas y psíquicas.
Sobre todo se pone de relieve cóm o am ar se vincula a valores y
cóm o consiste en la dirección hacia la superioridad de estos valores.
Sólo a través del amar, lo am ado (ya sea cosa o persona) recibe su
determ inación ideal, «deviene» lo que «es». Este acto intencional se
distingue de los meros actos de la tendencia, del preferir, del elegir
algo valioso, p o r el hecho de que no busca dom inar en la m enor
m edida posible el contenido intencional, el valor, librándolo, por
el contrario, de su propia lim itación histórica. En este proceso se
discuten naturalm ente las ilusiones y los encapricham ientos.
U na vez se ha determ inado fenom enológicam ente la estructura
y la dinám ica de los actos emocionales del amor, sigue un texto pos­
tum o de la época tem prana titulado «Ordo Amoris» (G W 10), de­
dicado a las reglas de preferencia del am or y del odio de una per­
sona, porque sólo se conoce a una persona si se han reconocido las
reglas emocionales de preferencia de la misma. N o es en absoluto el
caso que M ax Scheler sólo haya reconocido las relaciones esencia­
les a priori de los actos emocionales y sus correlatos de valor y haya
descubierto jerarquías de valor, de m odo que, por ejemplo, un sen­
tir m eram ente sensible de útil/perjudicial o agradable/desagradable
esté situado inferiorm ente al sentir vital de noble/com ún o al sen­
tir más espiritual de bello/feo, de justo/injusto, de verdadero/falso.
Antes bien, Scheler com o psicólogo, sociólogo de la ciencia y críti­
co del conocim iento se ha preocupado tam bién siem pre de las ex­
presiones de los mismos en la historia, en el presente, en el indivi­
duo, en la sociedad, en el Estado. En este texto que no ha pasado
de fragm ento, el lector se familiarizará, al hilo del análisis de actos
y correlatos em ocionales, con toda la am plitud de la m irada de
Scheler. Además, a esto hay que añadir que al final Scheler com ­
prueba la interpretación naturalista de las ideas innatas de los obje­
tos del amor, que surge de la herencia de determ inadas direcciones
del am or y del odio. Scheler reconoce con todo «que ciertos espacios
de elección son heredados de modo innato para el Eros», sin embargo,
lechaza la teoría de las ideas innatas del amor. N o obstante, aquí
no se ofrece más que una indicación de las posteriores investiga­
ciones antropológicas continuadas.
D e este m odo se ha preparado el fundam ento para profundizar
en el concepto de un espíritu determ inado m aterialm ente por el
sentir de valores, por las intuiciones de valores. En el cuarto texto,
un fragm ento clave de E l formalismo en la ética y la ética material de
los valores, Scheler lleva a cabo en ocho pasos una crítica al concep­
to formal de la razón «apriorística» de Kant. A quí la alternativa de
Scheler al rigorismo kantiano de una razón vacía, universal y legis­
ladora para la fundam entación de éticas de ámbitos concretos com o
por ejemplo la bioética, la ética médica, la ética de la investigación,
la ética del comercio, logra la relevancia de una oferta de reflexión
altam ente digna de tom ar en consideración acerca de los valores es­
pirituales, personales, com unitarios, históricos, culturales y naturales
que no se pueden abandonar sin consecuencias negativas, sin recaer
en la barbarie espiritual. Estos impulsos para la reflexión metafísica
que surgen de la totalidad de la obra de Scheler se basan en su con­
cepto del valor material a priori del espíritu. H ay ciertos contenidos
espirituales a los que no se puede renunciar, a no ser que ya se haya
renunciado al propio espíritu. La cuestión central reza siempre:
¿qué es lo dado de lo espiritual? Cuáles son estos contenidos sobre
los que hay que reflexionar en un situación y en un peligro histó­
ricos, es algo que se da en cada época concreta. El reciente y agita­
do debate sobre las posibilidades de la antropotécnica m uestra en
cualquier caso de m anera suficiente qué fácilmente el discurso m e­
tafísico de la fundam entación de los valores es abandonado en favor
de lo técnicam ente realizable y de lo útil a corto plazo. Lo más ur­
gente en la actualidad es desarrollar un sentim iento para los valo­
res, en especial, para los valores más elevados. Esta prom oción del
sentir del valor es la aportación central de Scheler a la filosofía.
A esto se le añade com o q uinto texto una determ inación de la
esencia de la filosofía que ofrece sobre todo una presentación del
ethos y el tipo del filósofo. ¿Q ué im pulso se necesita para ser des­
pués de todo un filósofo? Es cierto que no es suficiente con saber
enjuiciar y sacar conclusiones correctas sobre las cosas. D e lo que
se trata es, com o dice el título «Sobre la esencia de la filosofía y de
la condición moral dél conocim iento filosófico» (G W 5), de que el
filosofar no pueda reducirse a m era teoría del conocim iento, cuya
im portancia no es discutida p o r Scheler más allá de afirm ar que es
preciso algo más para que sea filosofía, a saber, cierta actitud m o­
ral de la totalidad de la persona para alcanzar la dim ensión más
elevada de una visión filosófica. Im pulso espiritual es el térm ino ele­
gido por Scheler. La condición m oral aquí exigida es el específico
ethos del conocim iento que ha de distinguir a un filósofo de, di­
gamos, un científico. U n ethos del conocim iento que le im pulsa a
llevar hasta la últim a dim ensión metafísica las cuestiones empíricas
surgidas. Scheler opera term inológicam ente con las diferencias fi­
losóficas clásicas entre esfera relativa y esfera absoluta, entre apa­
riencia (Exemplum) y esencia, entre existencia y esencia. El m odo
de relación m oral del m undo sentiente de valores, en el caso de la
filosofía entendido com o amor, hum ildad y autocontrol, está u n i­
do de tal m odo al m undo teórico, que sólo m ediante una deter­
m inada actitud del conocim iento el «objeto de la filosofía» (al cual
pertenece tam bién la evidencia de un ser absoluto) puede ser en
general alcanzado. Scheler lucha con todos los medios para que la
filosofía com o actitud autónom a de conocim iento frente a la reli­
gión, la cosmovisión, la ciencia, la técnica, el arte, sea recuperada,
para que el tipo del filósofo frente al del santo, el político, el in­
vestigador, el artista, sea m antenido. Si esta actitud del conoci­
m iento desaparece de las instituciones educativas, porque las acti­
tudes de valor del conocim iento científico y técnico determ inan
todos los intereses de la educación, esto puede tener com o conse­
cuencia para Scheler grandes pérdidas educativas. Su esfuerzo va
destinado a am pliar el espectro educativo y del saber lo m áxim o
posible, a conceder a toda actitud de conocim iento u n derecho re­
lativo, para perm itir así que entren en juego m últiples perspectivas
críticas. C on esto he esbozado un panoram a de sus grandes análi­
sis de política educativa y de sociología del conocim iento, que en
este texto ejemplar, concentrado en una presentación de la actitud
filosófica, sólo se ap u n tan a grandes rasgos.
El final lo constituye la tem prana consideración de Scheler con
el título «Sobre el fenóm eno de lo trágico» (G W 3). Su determ ina­
ción de lo trágico se opone en bloque de m odo vehem ente a cual­
quier filosofía del destino del ser trágico, que se ilum ina y se oculta
fatalm ente y que degrada a los seres hum anos a meras m arionetas
de este destino. N o, el fenóm eno de lo trágico surge por un declive
tem poral, necesario e inherente al dinam ism o m ism o de los valo­
res. Trágico es el crepúsculo de los valores y del genio m oralm ente
elevados, a los que la historia retrospectivam ente les h a de dar la
razón, aunque ha sido justam ente la ceguera para los valores propia
del acontecer histórico la que ha causado su ocaso. El fenóm eno
de lo trágico está representado por las figuras individuales que han
luchado y que, a causa del desarrollo m oral de los valores y a pesar
de sus elevadas actitudes valorativas, han perecido; aunque poste­
riorm ente son desagraviadas por el juicio de la historia m ediante el
sentim iento trágico. Q ue ahí donde los valores luchan histórica­
m ente entre ellos, ahí donde los valores elevados son som etidos y
destruidos por valores inferiores, es lo trágico inm anente al reino
de los valores lo que se realiza tem poralm ente. Incluye en sí la cul­
pa y la responsabilidad. Se trata tam bién de la específica tristeza
que se da en contacto con lo trágico. Se critican tam bién las opi­
niones de Aristóteles y Schopenhauer. En todos los textos de Sche-
ler resplandece una cercanía a la literatura y al arte. Así, por ejem­
plo, aquí contem pla la figura de Otelo. Y en el estilo y en la elección
de las palabras se aprecia u n halo artístico, cuando, en tanto que
filósofo, no se avergüenza de utilizar en diversas ocasiones la ex­
presión «color de lo trágico». Lo trágico, inm anente al dinam ism o
de los valores, es tam bién un fenóm eno cósmico y universal, y no
uno específicamente hum ano. Si es cierto que cuanto más elevado
es un valor de m enos poder dispone para im ponerse, y es más im ­
potente, entonces la constante am enaza y derrota de lo elevado
frente a lo inferior form a parte de la ley del transcurso de la his­
toria. Estas ideas están conectadas con los estudios antropológicos
y socioculturales de Scheler, en los que se trata de la lucha entre
los im pulsos de los instintos, de los valores y del intelecto, y se pre­
senta la urgencia de poner de nuevo en juego una vez tras otra lo
superior, tanto a nivel social com o individual.
Por lo que se refiere a la concepción form al de la selección de
textos, m e he dejado llevar por la idea de presentar diversas unida­
des textuales sin recortes ni interrupciones. Los textos 1, 2 y 4 son
capítulos com pletos extraídos del libro sobre el form alism o y del
libro sobre la simpatía, de m odo que para am pliar la lectura habría
que consultar ambos libros. Sobre todo la extensa fundam entación
de la ética en el sentir sentim ental y en el concepto personal del
espíritu, debe ser perseguida en estos dos libros, para familiarizarse
plenam ente con el debate actual en torno a los valores. Los tex­
tos 3, 5 y 6 son estudios autónom os que nos han sido transm itidos
com o tales unidades textuales, si bien en el caso de 3 se trata de un
texto inacabado del autor. Las anotaciones en el texto redactadas
p o r el autor están reproducidas sin alterar, no he transcrito todas
las notas de los editores de las Gesammelte Werke (Obras completas)
indicadas con un asterisco (*) y escritas entre paréntesis cuadrados,
y algunas las he am pliado considerablem ente. H e considerado que
no tenía sentido en una selección de textos de Scheler frenar la in­
mediatez del efecto de lectura m ediante demasiadas referencias cru­
zadas. En especial he renunciado a dejar constancia de las ab u n ­
dantes confrontaciones y cam biantes valoraciones que Scheler hizo
de autores com o Spinoza o Freud, cuyas teorías del am or y de los
afectos en un principio rechazó, pero que con el tiem po pasó a va­
lorar m uy positivamente. La presente selección debe despertar, en
un prim er m om ento, el apetito por la lectura de este filósofo.

' I ÍTULO Y ACTUALIDAD

El título Gramática de los sentimientos hace referencia a la alusión


repetida de una «gramática universal de la expresión» en el libro
sobre la sim patía.6 Scheler parte de u n a relación específicam ente
sim bólica entre la vida (vivencia) y la expresión de la vida. Tom e­
mos, p o r ejem plo, la com pasión ante el sufrim iento o la alegría
com partida ante la alegría del otro. ¿Q ué debe estar dado en m í
para que surja la com pasión o la alegría com partida? La sim ple
im itación no lo explica sino que presupone justam ente algo dado,
pues la im itación copia la pena o la alegría. M i com pasión no es
la que me presenta com o dado el sufrim iento del otro. Pero tam ­
poco es que yo m eram ente tenga la vivencia del dolor del otro. La
em patia, argum enta Scheler, es ya una respuesta a un dato oculto
de la vivencia del otro. E n m í hay u n sentim iento de esta vivencia,
que aún no contiene u n juicio sobre el sentim iento del otro,
y que, no obstante, «sabe» algo de él, aunque yo no experim ento
el sentim iento em pírico del otro. C o n base en u n a corresponden­
cia que se supone universal entre la vivencia y la expresión de la
misma, existe un sentir-con-posterioridad la cualidad del senti­
m iento del otro, sin que se provoque en m í su sentim iento real.
Scheler com para este darse la cualidad del sentim iento del otro,
con el darse de un paisaje o de una m elodía al recuerdo, que no
es ciertam ente un ver o u n oír reales, pero sí que representa el
darse verdadero de una cualidad en el recuerdo que «siente-con-
posterioridad».
E n el fenóm eno de la expresión, las cualidades de la vivencia se
dan de m odo inm ediato: como, por ejemplo, en el enrojecer de las

6. Véase GW 7, pp. 22, 92 y 112.


mejillas se da la cualidad «vergüenza», en la risa la cualidad «ale­
gría». El otro no me es dado nunca com o un m ero cuerpo, sino
siempre com o expresión de una vivencia, com o «organismo», como
aquello que el francés M aurice M erleau-Ponty ha señalado más tar­
de en m uchos análisis de la percepción de la expresión con el con­
cepto de «existencia».7 N aturalm ente, Scheler conoce m uy bien la
dependencia cultural de los gestos de la expresión. Sin em bargo,
afirm a que esta dependencia se basa en un nexo esencial entre la
cualidad de las vivencias y la cualidad de los fenóm enos expresivos
que debe estar presente en todo lo vivo. Por eso no debo com parar
el fenóm eno expresivo del otro con las propias vivencias reales, de
m odo que una tendencia a im itar los ademanes del otro provocara
en m í una com prensión de los mismos. La imagen óptica de un
adem án de m iedo, p o r ejem plo, no ocasiona aún com o tal una
im itación, antes bien el im pulso im itativo en m í sólo puede ser
ocasionado si ya he com prendido de algún m odo el adem án com o
expresión de miedo. C uando veo un perro que agita la cola, puedo
ver en ello la expresión de alegría. Estos ejemplos dem uestran que
la percepción de cualidades expresivas de lo vivo no está lim itada
a la especie. Antes bien, una gram ática universal entre la vivencia y
la expresión debe estar repartida entre todo lo vivo.
C o n este supuesto de una gram ática expresiva universal de la
vivencia, que está fundam entada en una relación específicamente
simbólica con lo vivo, va ligada la idea de que todos los fenómenos
de la naturaleza son un cam biante cam po expresivo de un organis­
m o m undial y de la vida toda. Scheler asocia esta gram ática u n i­
versal de la expresión con una m ím ica y una pantom im a cósm i­
cas, cuyas leyes actúan secretam ente sobre nuestra constitución de
la naturaleza. Desde este sentido expresivo, el ser vivo que siente y
que anhela, se sitúa inm ediatam ente en el centro vivo de las cosas
y experim enta su forma, sus atributos (color, sonido, olores...) sólo
com o fenóm enos periféricos y com o límites de la vida interior de
las mismas. C om o dijo el escultor Auguste Rodin: «Todas las cosas

7. Véase P. Good, Maurice Merleau-Ponty, Eine Einfuhrung (Maurice Mer­


leau-Ponty, Una introducción), Dusseldorf, Bonn, 1998.
><it ndIo el límite externo de la llam a que las m antiene en la exis-
ii m 1 . 1 ».

Scheler, la ciencia no presta atención a esta em patia uni-


■ ii 11 cosmovital, no porque esta em patia no sea una fuente de par-
iii ¡|i,idón cognitiva con el ser y el devenir de la naturaleza, sino
porque el principio selectivo de la ciencia contiene tam bién el
prini ipio teleológico de la técnica: hay que extraer una im agen
himbólica de la naturaleza, que debe hacer de la naturaleza algo go-
I» n u b le y dom inable. Para esta teleología esto es un com porta-
iiiit nio necesario, aunque tam bién artificial, de la naturaleza. C on
i lln se m enciona tam bién un esencial p u n to de actualidad de la
Mln.sofía de Scheler. C uando las actuales ciencias bioquím icas y
urinológicas describen toda la vida sim iente y espiritual de los hu-
i i i . i d o s únicam ente m ediante la constitución quím ica del cerebro, se
m ulia com pletam ente esta faceta expresiva de todo lo vivo. H enri
Urigson en su conferencia ginebrina de 1904, «Cerebro y pensa­
miento: una ilusión filosófica»,8 presentó dos sistemas de anotación
que no se dejan unificar. U no es el sistema realista de la represen-
i.uión cuantitativo-m atem ática de procesos materiales, el otro es
r I m antenim iento idealista de los fenóm enos expresivos de lo vivo.
I .i gramática expresiva de la vida de Scheler es actual en la m edida
< i i que siente que el hecho de retrotraer sentim ientos, pensamientos

v voluntades al funcionam iento de procesos atóm ico-neuronales y


.i reacciones en el cerebro, es una representación parcial, aunque
necesaria, e insuficiente de estos fenóm enos. E n la actualidad, las
i icncias cognitivas y neuronales no pueden renunciar com pleta­
mente a una gramática de la vivencia o de la expresión: tanto la m o-
nvación (investigar en las perturbaciones psíquicas e intelectuales la
.terividad del cerebro hasta las últim as reacciones de las células),
t omo tam bién el enjuiciam iento de los resultados de intervencio­
nes, presuponen siempre las imágenes expresivas, la percepción de
la expresión de la perturbación, el enjuiciam iento de un com porta­
miento o de un fenóm eno com o enferm edad y de otro com o cura.

8. Véase H. Bergson, Die seelische Energie, Aufiütze und Vortrage (La energía
anímica, Ensayos y conferencias), Jena, 1928, pp. 171-188.
Pues, a diferencia del m odo com o se da la naturaleza para las
ciencias, la naturaleza para el «modo plenam ente fenomenológico de
darse las cosas» scheleriano es algo que está m ucho más allá de los
datos de la investigación em pírico-psicológica, y que es «un todo
enorm e de campos expresivos de actos cosmovitales, en cuyo inte­
rior todos los fenóm enos poseen un nexo de sentido supram ecánico
y am ecánico com prensible m ediante la mímica, la pantom im a y la
gram ática universales de la expresión, un nexo de sentido que re­
fleja las estimulaciones internas de la vida toda». (G W 7.112). Esta
es u n a concepción «emocional», esto es, sentiente de la naturaleza,
que Scheler considera que está dotada de nexos esenciales a priori y
de un derecho de representación propio, en la m ism a m edida que
la concepción y la representación racional y calculadora de la m is­
ma. Es más, la prim era fundam enta a la segunda, porque la segun­
da sólo es posible porque la prim era ya funciona de m odo sublimi-
nal. Además, la idea de dom inio es un axioma del ethos universal
específicamente occidental, que parte de la absolutización material
del m ecanism o natural. Scheler esperaba un ajuste entre este ethos
occidental y el asiático. En este contexto tam bién hay que rem itir
explícitam ente a las obras com pletas de Max Scheler. Los textos
aquí antologados no pueden docum entar suficientem ente la am pli­
tu d y apertura de su m odo visionario de pensam iento.
Por otra parte, el título Gramática de los sentimientos, entronca
con el garante más im portante de Scheler, Blaise Pascal, que en su
m om ento ya señaló las dos sendas y anotaciones (esprit de géometrie
y esprit de finesse), atribuyendo a la vida aním ica sus propios orden,
lógica y razonabilidad (logique du coeur, ordre du cceur, des raisons que
la raison ne connaitpas), y que Scheler expuso en la form a del aprio­
rismo material en el ám bito del sentir valorativo. El concepto «gra­
mática» hace referencia en el lenguaje a estructuras previam ente
dadas de la conexión de las partes del habla en la frase comprensible
y con sentido. Existe ahora en la teoría de la gramática desde N oam
Chomsky, la tesis del carácter innato de las leyes según las cuales se
conectan las partes constitutivas de las proposiciones, el supuesto de
una gram ática profunda universal, que está en la base biológico-
m ental de las gramáticas históricas de los lenguajes naturales, para
las complejas operaciones lingüísticas puedan ocurrir autom áti-
i ámente, sin tener que ser adquiridas una a una em píricamente. La
l'i.im;kica expresiva universal de Scheler postula para la actividad
del sentir una correspondencia sem ejante, aunque m aterialm ente
innata dentro de todo lo vivo. Esta tesis supone una am pliación y
i ni iquecim iento considerables del concepto filosófico de espíritu.
I tasca la actualidad ha sido sobre todo continuada, y tam bién cri-
iii ,<da y corregida, aunque siem pre confirm ada, por las teorías psi-
<o.malíticas, a diferencia de la filosofía alem ana (no así la francesa)
que- ha desatendido la oportunidad de recuperarla y de integrarla en
m i concepto de espíritu. En este sentido, lo que debe ser som etido a
una nueva consideración no son tanto los contenidos concretos
1 0 1 1 1 0 el eje general del filosofar de Scheler.

Hinalmente, el subtítulo «Lo em ocional com o fundam ento de


la ética» hace referencia a la contribución específica de Scheler a
los discursos éticos actuales. Scheler no se dedica tan to a ofrecer
una ética detallada de los valores, cuanto a poner una nueva base
lilosófica de ésta, en tanto que antepone a la ética com o teoría un
cihos com o actitud. En la actualidad no se carece en m odo alguno
de discursos y de teorías éticas, sólo que ninguna de éstas, com o
lambién afirma Scheler, han hecho m ejor a nadie. Para que el com ­
portam iento se m odifique efectivamente se precisa la incentivación
de un ethos. Esto tiene que ver con un sentir los valores, con un ex­
perim entar los valores, con una percepción para los valores, con
una sensibilización general para los valores y las cualidades. En un
m undo unívoco y orientado en función de los valores utilitarios, en
el que el progreso de la investigación técnica m anipula los códigos
genéticos de la naturaleza, en el que el comercio explota los últi­
mos recursos de la tierra, en el que la industria alim entaria conta­
mina toda la cadena nutritiva con conservantes y otros productos,
y en el que la m entalidad del tránsito destruye el m edio am biente,
todo el m u n d o tiene en una sociedad globalizada de la inform a­
ción el m ism o saber, las mismas metas, pero, sin em bargo, todo el
m undo renuncia a reflexionar sobre los grandes contextos de valor
y de cualidades entre lo superior y lo inferior, a no ser que se vuel­
va a agudizar el sentido para ello. El ético siempre llega tarde a las
cuestiones acerca de si algo se debe hacer, cuando se puede hacer
técnicam ente. No puede im ponerle a la ciencia, sobre cuestiones
concretas, ninguna prohibición. Pero, si en un determ inado lugar
debe realizarse la solución factible científicam ente, porque junto a
los intereses inmediatos y subjetivos están en juego otros intereses
objetivos y superiores, esto depende de cóm o experim enta los va­
lores y las cualidades el investigador individual afectado. En la m e­
dida en que se despierte el sentido para contextos de sentido y de
esencia mayores, se plantearán de otro m odo ciertos problem as y se
introducirán otras soluciones.9
Al liberar lo emocional del prejuicio de lo m eram ente sensible,
subjetivo, pasional y caótico, M ax Scheler introdujo de nuevo el
sentim iento de valores com o actividad espiritual en la filosofía. Si
se logra encontrar una regularidad de sentido de la vida em ocio­
nal, y justam ente esto es lo que dem uestra Scheler en el análisis
preciso de los actos del am or y del odio, de la sim patía y del sen­
tim iento de la vergüenza, de la alegría, del respeto, del arrepenti­
m iento, del resentim iento, entonces esta com prensión del orden
del sentir será fundam entalm ente relevante para mi co m porta­
m iento moral. El desarrollo de un gusto espiritual, com o tam bién
se podría designar al ethos, ya no puede ser recluido por la filosofía
y la ética en la psicología. E n adelante form a parte de la m isión
educativa de toda la cultura del saber. Nos engañam os tan fácil­
m ente a nosotros mismos sobre los contextos de los actos y de los
objetos, que ahí donde am am os o creemos amar, de hecho sólo es­
tamos llevando a cabo un acto de la tendencia hacia la propia segu­
ridad, hacia la protección y el recogim iento, o deseamos poseer,
d om inar al otro. El acto superior espiritualm ente precisa siempre,
frente a los actos vitales relativos, una disposición em ocional supe­
rior a retraer ciertas preferencias y fuerzas instintivas en favor de la
realización de otro valor. En algunos pasajes de su obra, M ax Sche­
ler ha reflexionado porm enorizadam ente sobre este intercam bio
central entre espíritu e im pulso en el sentim iento de valores.

9. Véase sobre el ethos del saber P. Good, ed., Von der Verantwortung des
Wissens (Sobre la responsabilidad del saber), Frankfurt a. M., 1982.
Ahí donde se lleva a cabo la tarea del análisis fenom énico de los
actos y de sus correlatos, aparece u n ethos del sentim iento de valo­
res, un ethos del sentido para algo superior a los meros valores de lo
agradable, lo útil, lo vital, justam ente del sentido para valores per­
sonales y espirituales, com o presupuesto eminente de todo com por­
tam iento ético extensivo. Prom over el ethos es previo a toda ética
reglamentaria, porque dispone y moviliza las potencias que discri­
m inan entre lo que debe ser captado, com prendido y concebido
como bueno y com o malo. Esto no significa un apartam iento de lo
que en la actualidad sucede en el nivel del juicio, del concepto, del
discurso, de la teoría del deber m oral com o clarificación necesaria
de los conceptos, de los juicios y de las argum entaciones. Sólo
muestra el sentim iento de los valores com o una actividad espiritual
tam bién im portante. La simple ética de la sim patía así com o la éti­
ca del m érito y de la felicidad son excluidas de esto. Si en la actua­
lidad la teoría aristotélica de las virtudes recibe más crédito frente a
la kantiana ética norm ativa de la razón, se debe10 a que la prim era
sitúa el kairós histórico en el centro de la decisión ética, consisten­
te en descubrir en la situación histórica el m edio exacto entre los
extremos (la valentía com o la form a de com portam iento exigida en
cada caso entre la tem eridad y la cobardía), que incluye en sí la eva­
luación correcta de la totalidad de la situación así com o la em patia
en los contextos superiores de valores. Pienso que la psicología y la
fenom enología de Scheler contienen en este respecto sobre todo
una continuación, conceptualización y crítica irrenunciables para
reconocer los ídolos, las ilusiones y los errores en el com porta­
m iento de valores y de virtudes.
Así, esta antología de textos pone de nuevo a la filosofía y a un
público que busca orientación frente a una dim ensión del sentir es­

10. En esto hizo hincapié en muchas ocasiones mi maestro filosófico Max


Müller. Al imperativo categórico universal de Kant, le contraponía un imperativo
individual histórico, que, en la misma medida que el sentimiento de los valores de
Scheler, no puede ser simplemente subjetivo. Que la personalidad histórica actúe
en la responsabilidad, la grandeza y la sabiduría, presupone que ha desarrollado
una sensibilidad despierta para todos los contextos de valor y de esencias.
piritual que M ax Scheler, pronto hará cien años, conquistó para el
pensam iento. Es deseable que el filósofo que una vez fue tan leído,
encuentre de nuevo un gran núm ero de lectores en una época que
ha cam biado y para una conciencia que ha pasado a ser más sensi­
ble para la im portancia del valor.*

Pa ul G o o d

* Para facilitar la lectura seguida del texto que ahora se presenta se traducen
al castellano los títulos de las obras de Scheler, si bien el lector debe entender que
éstos remiten a las obras completas del filósofo publicadas recientemente en su
lengua original (véase la p. 13). A esas Gesammelte Werke (Obras completas) hace
referencia la sigla GW, así como las páginas citadas. De otra parte, la informa­
ción completa sobre los textos originales que constituyen los capítulos de esta
selección puede hallarse en la sección final correspondiente. (N. del t.)
SENTIR Y SENTIMIENTOS

Hasta el presente la filosofía tiende a un prejuicio que tiene su


m igen histórico en el m odo antiguo de pensam iento. C onsiste en
una división, com pletam ente inadecuada a la estructura del espíri-
Hi, entre «razón» y «sensibilidad». Esta separación exige, en cierto
modo, que se atribuya todo aquello que no es razón (orden, ley y
semejantes) a la sensibilidad. La totalidad de nuestra vida emocional
(y para la m ayoría de los filósofos de la m odernidad tam bién nues­
tras tendencias) debe form ar parte de la «sensibilidad», tam bién el
amor y el odio. Al m ism o tiem po, según esta separación todo lo
¡ilógico en el espíritu: intuir, sentir, tender, am ar y odiar, depende
de la «organización psicofisica» del ser hum ano; y su form ación pasa
a ser una función de la transform ación real de la organización en la
evolución de la vida y de la historia, y depende de la singularidad
ilel entorno y de sus efectos. La cuestión acerca de si a partir de lo
alógico de nuestra vida espiritual podrían darse diferencias jerár­
quicas originarias y esenciales en el conjunto de los actos o de las
funciones (y tam bién la jerarquía de una «originariedad» equiva­
lente a la de los actos, m ediante los que concebim os los objetos
vinculados por la lógica pura), a saber, si hay un intuir puro, un sen­
tir, un puro amar y odiar, un puro tender y querer, que en su totalidad
son tan independientes de la organización psicofisica del género
hum ano com o el pensam iento puro, y que participan sim ultánea­
m ente de u na regularidad originaria que no puede ser retrotraída
a las reglas de la vida espiritual empírica, esta cuestión no es ni si­
quiera planteada a causa de ese prejuicio. O bviam ente, tam poco se
pregunta si existen nexos y contradicciones a priori entre los obje­
tos y las cualidades hacia los que se dirigen los actos alógicos, y las
regularidades a priori de estos mismos actos que se corresponden
con ellos.
La consecuencia que esto ha tenido para la ética es que en su
historia ha adoptado o bien la forma de una ética absoluta a priori,
y después, racional, o bien una ética relativa em pírica y emocional.
Apenas se cuestionó si podría y debería haber una ética absoluta y
emocional.
Sólo unos pocos pensadores se han sacudido este prejuicio, pero
no han pasado de esto, ya que no han alcanzado la configuración
de u na teoría propia. Entre ellos nom bro a san A gustín1 y a Blaise
Pascal. En los escritos de Pascal encontram os un hilo conductor,
la idea que denom ina en algunas ocasiones «ordre du cceur» y en
otras ocasiones «logique du coeur». Pascal escribe: «Le coeur a ses
raisons». C o n esto entiende u n a regularidad eterna y absoluta del
sentir, del am ar y del odiar, tan absoluta com o la de la lógica pura,
pero absolutam ente irreductible a una regularidad existencial. Pas­
cal habla en grandes y sublimes térm inos de los hom bres que fue­
ron partícipes intuitivos de este orden, que lo expresaron en su vida
y en sus enseñanzas. Dice que fueron m ucho más raros que los ge­
nios del conocim iento científico, y sostiene que su rango m antie­
ne con estos genios una relación análoga a la que éstos m antienen
con el hom bre medio. La persona que concibió y vivió más y de
m odo más com pleto según este «ordre du coeur» es, para él, Jesu­
cristo.
¡C uriosam ente estas palabras de Pascal fueron m alentendidas
p or m uchos de sus intérpretes! Se le entendió com o si dijera: «¡El
corazón tam bién tiene algo que decir cuando ha hablado el enten­
dimiento!». Ésta es una opinión conocida que aparece tam bién en­
tre los filósofos: así, por ejem plo, cuando se dice que «la filosofía
tiene la tarea de ofrecer una concepción del m undo que satisfaga
en igual m edida al entendim iento y al ánimo». A saber, se entendió
el térm ino «razón» (raisons) en una especie de sentido irónico. Se
cree que Pascal no quiere decir que el corazón tenga «razones», que

1. Sobre san Agustín véase La historia de los dogmas de A. von Harnack y


Die Ethik des hl. Augustinus (La ética de san Agustín) de J. Mausbach.
haya algo que sea verdaderamente equivalente a las «razones» en ran­
go y sentido, justam ente «ses raisons», sus propias razones, que no
pueden ser rescatadas p or el entendim iento; sino que lo que quiere
decir es: no hay que buscar en todos los lugares «razones» o «equi­
valentes» de éstas, a veces tam bién hay que dejar hablar «al cora­
zón», ¡al sentim iento ciego! Pero esto es justam ente lo contrario de
lo que quiere decir Pascal. El acento de su frase cae sobre ses raisons
y ses raisons. N o es una complacencia de la escrupulosidad del pen­
sam iento frente a las así llamadas «necesidades del corazón y del
ánimo», o un «suplemento» posterior de la así llamada «concepción
del m undo» m ediante suposiciones que nos son sugeridas por los
sentim ientos y los «postulados» (aunque sean «postulados de la ra­
zón») cuando la razón no posee más respuestas. ¡En verdad que éste
no es el sentido de su sentencia! Sino que el sentido es: hay un tipo
de experiencia cuyos objetos se cierran com pletam ente al «enten­
dim iento»; para los que éste es tan ciego com o lo son las orejas y
el oído para los colores. U n tipo de experiencia, no obstante, que
nos proporciona objetos auténticamente objetivos y un orden eterno
entre ellos, a saber, los valores y un orden jerárquico entre ellos. Y este
orden y las leyes de esta experiencia son tan determ inados, exactos
y razonables com o los de la lógica y la m atem ática, es decir, hay
nexos y oposiciones evidentes entre, de una parte, los valores y las
actitudes valorativas, y, de la otra, los actos de preferencia, etcétera,
que se siguen de ellos y en virtud de los cuales es posible y nece­
saria u na verdadera fundam entación de las decisiones y sus leyes
morales.2*
A quí retom am os esta idea de Pascal.
E n prim er lugar separamos el «sentir algo» intencional de todos
los m eros estados del sentimiento. Esta separación no guarda aún
ninguna relación con lo que significan los sentim ientos intencio­
nales para los valores, esto es, en qué m edida son órganos de la com ­
prensión de los mismos. En prim er lugar: hay un sentir originario
intencional. Tal vez esto se m uestre m ejor cuando los sentim ientos
y el sentir son sim ultáneos, cuando el sentim iento es el lugar hacia

2* [Véase más adelante «Ordo Amoris» y «Formalismo y Apriorismo».]


el que se dirige el sentir. Percibo un estado del sentim iento induda­
blem ente sensible, algo como un dolor sensible, un estado de pla­
cer sensible, el estado que se corresponde con lo agradable de un
manjar, de un olor, de un leve roce, etcétera. C on este hecho, esto
es, el estado del sentim iento, no se ha determ inado en absoluto el
tipo y el m odo del sentir de ese sentim iento. Son más bien hechos
cambiantes, cuando «sufro ese dolor», lo «soporto», lo «aguanto», o
en algunos casos lo «disfruto». Lo que varía aquí en la cualidad
funcional del sentir (lo que también puede variar, por ejem plo, gra­
dualm ente) no es con toda seguridad el estado de dolor. Pero tam ­
poco no es algo com o la atención general con sus grados de «darse
cuenta», «prestar atención», «atender», «observar» o «comprender».
U n dolor observado es casi lo contrario de un dolor sufrido. Ade­
más todos estos tipos y grados de la atención y de la com prensión
pueden variar tam bién librem ente en cada una de estas cualidades
del sentir, tanto com o absolutam ente puedan, sin afectar al senti­
m iento. En estos casos, el um bral de las variaciones perceptibles de
los datos del dolor se encuentra en un lugar com pletam ente distin­
to al um bral y las condiciones de aum ento del estado de dolor en
relación con el estím ulo. Por ello la capacidad de sufrir y de gozar
no tiene nada que ver con la sensibilidad para el placer y el dolor
sensibles. U n individuo puede sufrir más o menos que otro indivi­
duo ante el mismo grado de dolor.
Por tanto, los estados del sentim iento y el sentir son fundam en­
talm ente distintos: aquéllos form an parte de los contenidos y de
los fenóm enos, éstos form an parte de las funciones de recepción
de contenidos y fenómenos. Esto es tam bién claro a la vista de las
diferencias que obviam ente existen aquí.
Todos los sentim ientos específicamente sensibles tienen la n atu ­
raleza de estado. D e ahí que puedan estar de algún m odo «rela­
cionados» m ediante contenidos simples de la sensación, o de la re­
presentación o de la percepción con objetos, o pueden ser más o
m enos «carentes de objetos». Esta relación siempre es, ahí donde
ocurre, de naturaleza mediada. Los sentim ientos se relacionan con
el objeto siem pre m ediante actos de relación posteriores a lo que le
es dado al sentim iento. Así, cuando por ejemplo me pregunto: ¿Por
ipir1 tengo hoy este o aquel estado de ánimo? ¿Q ué ha causado en
mí es la tristeza o esta alegría? El objeto causante y el estado pueden
rn prim er lugar acceder a la percepción o al recuerdo m ediante
.ti ios com pletam ente distintos. En este caso los relaciono con pos-
li nulidad m ediante el «pensamiento». Pero en este caso el senti­
miento no se halla vinculado de suyo con algo objetivo, com o cuan­
do por ejemplo, «siento la belleza de las m ontañas nevadas a la luz
del crepúsculo». O tam bién: u n sentim iento se encuentra vincu­
lado con un objeto a través de la asociación, a través de una per-
i rpción o de una representación. C o n seguridad hay estados del
•.enri m iento que en un principio no parecen estar vinculados a nin ­
gún objeto, entonces debo prim ero encontrar la causa que los ha
producido. Pero en ninguno de estos casos el sentim iento se rela­
ciona inherentemente con el objeto. El sentim iento no «recibe» nada,
nada se «mueve» hacia él y nada en él se dirige «hacia mí». En él no
liay ningún «opinar» ni ninguna direccionalidad inm anentes. Fi­
nalm ente, u n sentim iento puede pasar a ser u n «indicio» de este
cambio que yo reconstruyo con posterioridad, tras haber aparecido
ion frecuencia ju n to con objetos y situaciones exteriores, con expe­
riencias de cam bio en m i cuerpo. Así, por ejemplo, cuando se me
anuncia el inicio de una enferm edad m ediante ciertos dolores, los
i nales anteriorm ente m e habían hecho experim entar que estaban
relacionados con esa enferm edad incipiente. Tam bién aquí la rela-
i ión sim bólica viene m ediada en prim er lugar por la experiencia y
el pensamiento.
C om pletam ente distinta a éstas es la relación del sentir intencio­
nal con lo que en él es sentido. Esta relación está presente en todo
sentir de valores.3 A quí existe u n referirse, un dirigirse originario

3. Distinguimos por lo tanto entre: 1. El sentir del sentimiento en el sentido


ilc estados, y sus modos, por ejemplo, sufrir, gozar. Hago notar que, con inde­
pendencia del cambio de los modos en estados idénticos del sentimiento, el sen-
lir de sentimientos se puede acercar al punto 0. Afectos de espanto muy intensos
(por ejemplo, en los terremotos) provocan usualmente una ausencia casi total
ilel sentimiento. (Jaspers ofrece algunas buenas ilustraciones de ello en su In­
troducción a la psicopatología.) La sensibilidad en estos casos está plenamente
intacta. No hay ninguna razón para suponer en estos casos que el estado del senti­
del sentir hacia algo objetivo, hacia valores. Este sentir no es un
estado m uerto o un hecho que pueda iniciar o entablar vinculacio­
nes asociativas, o que pueda ser «indicio», sino que es m ovim iento
con una finalidad determ inada, si bien no es en absoluto una acti­
vidad que proceda del centro (y ningún m ovim iento que se extien­
da en el tiem po). Se trata de un m ovim iento puntual que, depen­
diendo del caso, está dirigido hacia los objetos partiendo del yo, o
se dirige hacia el yo, m ovim iento en el que me es dado algo y es lle­
vado «a la aparición». Por ello este sentir guarda la m ism a relación
con su correlato de valor que la «representación» guarda con su
«objeto», a saber, la relación intencional. A quí el sentir no se halla
reunido exteriormente ya sea de m odo inm ediato con un objeto o
con un objeto a través de una representación (que se vinculó m e­
cánicam ente con el sentim iento de m odo casual o por un m ero re­
lacionar del pensam iento), sino que el sentir está originariamente
unido con un tipo propio de objetos, a saber, los «valores». El «sen­
tir» es así un acontecer con sentido y por ello susceptible de ser

miento no está presente. Aquí sólo hay un caso aumentado de esos fenómenos en
los que la magnitud de un sentimiento y su plena saturación nos hacen momen­
táneamente «insensibles» frente al mismo, y nos transponen en un estado de «in­
diferencia» rígida y penosa frente a él. Sólo después, cuando el sentimiento se ha
calmado, cuando lentamente desaparece nuestra plena saturación por el mismo,
el sentimiento pasa a ser el objeto de un verdadero sentir. La rígida «indiferencia»
se «disuelve» y sentimos el sentimiento. En este sentido, el sentir un sentimien­
to «alivia» y hace desaparecer el estado de presión. En otro lugar [véase Wesen
und Formen der Sympathie (Esencia y formas de la simpatía), GW 7, A II 3, «Die
Gefiihlsansteckung» («El contagio de los sentimientos»)] había llamado la aten­
ción sobre el hecho de que, de modo semejante, la verdadera empatia con el su­
frimiento de otra persona nos libra del contagio por dolor. 2. Distinguimos,
en segundo lugar, el sentir de los carácteres de ánimo objetivos y emocionales
(la calma de un río, la serenidad del cielo, la tristeza de un paisaje), en los que
hay presentes caracteres cualitativos emocionales, que también pueden venir da­
dos como cualidades del sentimiento, pero que nunca pueden venir dados
como «sentimientos», esto es, son vividos por referencia al yo. 3. El sentir valo­
res, como agradable, bello, bueno; sólo en este caso el sentir obtiene junto a su na­
turaleza intencional también una función cognitiva, que no posee en los dos
primeros casos.
«satisfecho» o «insatisfecho».4 Piénsese en cam bio en un afecto. U n
afecto de ira «surge en mí» y «transcurre luego en mí». A quí la re­
lación entre la ira y aquello «a causa de lo cual» siento ira no es ni
intencional ni originaria. La representación, la idea, o, mejor, los
objetos que aquí se dan, que yo prim ero «percibí», «me representé»,
«pensé», «provocan m i ira», y sólo después (si bien en casos nor­
males de m odo m uy rápido) relaciono mi ira con estos objetos,
siempre a través de la representación. Seguram ente no «concibo»
nada con esta ira. Más bien deben ser «concebidos» sintiendo previa­
mente cierto mal, para que provoquen ira. Es m uy distinto cuando
«me alegro p o r algo y de algo, o m e apena algo». O cuando «estoy
entusiasm ado con algo», o m e alegra o me desespera. Las palabras
«de» y «por» m uestran ya aquí lingüísticam ente que en este ale­
grarse y apenarse los objetos, «sobre» los que me alegro, etcétera, no
son prim ero concebidos, sino que más bien se encuentran previa­
mente ante mí, no sólo los he percibido, sino que ya están presen­
tes en los predicados de valor que se dan al sentir. Las cualidades de
valor que se encuentran en las respectivas relaciones de valor, exigen
inherentem ente ciertas cualidades de semejantes «reacciones de res­
puesta» emocionales (al igual que, por otra parte, en cierto sentido
tam bién en ellas «alcanzan su finalidad»). C onstruyen nexos de
com prensión y de sentido, nexos de una índole propia, que no son
puram ente causales em píricam ente, y que son independientes de
la causalidad aním ica individual de los individuos.5 Si parece que
no se satisfacen las exigencias de los valores, entonces sufrim os por

4. Por ello todo «sentir de» es también por principio «comprensible», mien­
tras que en cambio los estados de sentimiento puro sólo son constatables y ex­
plicables de modo causal.
5. Estos nexos de sentido de relaciones de valor y de reacciones emocionales
ele respuesta son presupuestos de todo comprender empírico (también comprender
social e histórico), tanto en el comprender de los otros seres humanos como
también en el comprender de nuestras propias vivencias empíricas. Son, pues, al
mismo tiempo leyes de comprensión de la vida anímica de los otros seres, que se
hacen presentes en las «leyes de la gramática universal de la expresión» (véase
«sentimiento de simpatía», 1913, p. 7) [véase Wesen und Formen der Sympathie
(Esencia y formas de la simpatía), GW 7, A II]) para posibilitar la comprensión.
ello, es decir, estamos, por ejemplo, tristes, de no poder alegrarnos
de un acontecim iento, tal y com o se lo merece su valor sentido; o
no podem os apenarnos, tal y com o por ejemplo lo «exige» el falleci­
m iento de una persona querida. Estos extraños «modos de com ­
portam iento» (no los queremos llamar ni actos ni funciones) poseen
en com ún con el sentir intencional la «dirección». Pero no son in­
tencionales en sentido estricto, si por ello entendem os sólo las vi­
vencias que pueden significar un objeto y en cuya ejecución puede
aparecer algo objetivo. Esto sólo tiene lugar en las vivencias emocio­
nales, que justam ente constituyen el sentir de valores en sentido es­
tricto. A quí no sentimos «sobre algo», sino que sentim os inm edia­
tam ente algo, una determ inada cualidad de valor. En este caso, es
decir, en la ejecución del sentir no somos conscientes objetivam en­
te del sentir: tan sólo nos vemos «confrontados» desde el exterior o
desde el interior con una cualidad de valor. Es preciso u n nuevo
acto de reflexión, para que el «sentir de» nos parezca objetivo, y para
que con ello podam os ver posteriorm ente y reflexionando sobre
ello, qué «sentimos» en el valor que nos es dado objetivamente.
D enom inam os este sentir receptor de valores a la clase de las
funciones intencionales del sentir. Luego para estas funciones no es vá­
lido en m odo alguno que sólo entren en relación con la esfera obje­
tiva a través de la m ediación de los así llam ados «actos objetiva-
dores» de la representación, del juicio, etcétera. Una m ediación tal
precisa únicamente del estado de sentim iento, y no del sentir autén­
ticam ente intencional. C on el transcurrir del sentir intencional se
nos «abre» más bien el m undo de los propios objetos, sólo que jus­
tam ente desde su vertiente de valor. Justo la frecuente carencia de
objetos-im agen en el sentir intencional dem uestra que el sentir es
inherentem ente un «acto objetivador», que no precisa de ninguna
representación com o m ediadora. U na investigación, que aquí no
se puede llevar a cabo, sobre la disposición de la percepción y con­
cepción del m undo naturales, sobre las leyes generales del devenir
de las unidades de significación del lenguaje infantil, sobre la varie­
dad de las articulaciones de sentido de los grandes grupos lingüísticos
y sobre el devenir de los desplazam ientos de significado de las pala­
bras y su articulación sintáctica en las lenguas positivas, nos ense-
lliii in que las unidades de sentir y las unidades de valor desem peñan
un papel conductor y fundam entador de las concepciones del m undo
ijiic se expresan en cada lenguaje. C iertam ente hay que pasar de
Irti'l'd por principio ante estos hechos y, com o no, ante la tarea
■lf demostrarlos si se atribuye la totalidad de la esfera de los senti­
mientos de buen principio sólo a la psicología. N unca se logrará
vtr qué mundo y qué contenido de valor del mundo se nos abre en el
«‘iitir, en el preferir, en el am ar y el odiar, sino que únicam ente se
i filtrará la visión en lo que previamente ya hem os encontrado en la
|incepción interna, es decir, en el relacionarnos «de m odo represen-
Itii ional», cuando sentim os, cuando preferim os, cuando am am os,
mundo gozamos de una obra de arte, cuando rezamos a Dios.
Hay que separar de las funciones emocionales las vivencias que
«c constituyen sobre el funcionam iento de éstas com o un escalón
iuperior de la vida em ocional e intencional: son el «preferir» y el
«detestar» en los que concebim os los estadios jerárquicos de los va­
lores, su ser superiores o inferiores. «Preferir» y «detestar» no son
di tividades conativas com o por ejem plo «elegir», que siem pre se
basa ya en actos de preferencia, pero tam poco son com portam ien­
tos puram ente del sentir, sino una clase especial de vivencias-acto
emocionales. Esto se sigue ya del hecho de que sólo podem os «ele­
gir» entre acciones en sentido estricto, en cam bio «preferimos» un
liien a otro, el buen tiem po al m al tiem po, una com ida a otra, et­
cétera. Además el «preferir» tiene lugar de m odo inm ediato en el
material de valor sentido, independientem ente de sus portadores
cíectivos, y no presupone ni contenidos finales plásticos, ni conte­
nidos de finalidad, com o sucede con el elegir. M ás bien se form an
contenidos finales de la tendencia (que no son a su vez contenidos
ile finalidad que, com o ya vim os,6* presuponen una reflexión sobre
contenidos finales previos, y que sólo son característicos del querer
dentro de la tendencia) bajo la condición concom itante del pre­
ferir. El «preferir» aún pertenece, pues, a la esfera del conocimiento
del valor, no a la esfera de la tendencia. Estas clases, la experiencia

6* [Véase Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, GW2,
I, 3, «Zweck und Werte» («Finalidad y valores»).]
de la preferencia, son a su vez intencionales en sentido estricto, po­
seen una «dirección» y conceden sentido; pero las reunim os con la
clase del am ar y del odiar com o «actos emocionales» en contraposi­
ción con las funciones intencionales del sentir.
A m a r y odiar, finalm ente, constituyen el estadio superior de
nuestra vida intencional em ocional. A quí nos encontram os lo más
lejos posible de todo lo que tiene condición de estado. El lenguaje
ya lo expresa (separándolo de las reacciones de respuesta), al no de­
cir que am am os y odiam os «sobre algo» o «de algo» sino que am a­
mos y odiam os algo. El hecho de que oigamos con frecuencia que el
am or y el odio form an parte, junto con la ira, la cólera y el enfado,
de los «afectos» o tam bién de los «estados de sentim iento», sólo
puede ser explicado a causa de la característica deform ación de
n uestra época y la absoluta inexistencia de investigaciones fenom e-
nológicas sobre estos asuntos. Se podría creer que am or y odio son
ellos mismos un preferir o detestar. N o es así. En el preferir siem­
pre se tiende a una mayoría de valores sentidos. N o es así con el
am or y el odio. A quí puede darse tam bién u n valor. Sobre cóm o
deben ser ulteriorm ente caracterizados el am or y el odio, sobre
cóm o se relacionan con el preferir y el detestar, de una parte, y con
el anhelar y sus modos, de la otra, he tratado am pliam ente en otro
lugar. Baste aquí con rechazar que am or y odio sean una especie de
«reacción de respuesta» a la superioridad o inferioridad de valores
sentidos dados en el preferir. Frente a las reacciones de respuesta
(por ejemplo, venganza) designam os el am or y el odio com o actos
«espontáneos». En el am or y el odio nuestro espíritu hace algo m a­
yor que «responder» a valores ya sentidos y eventualm ente preferi­
dos. El am or y el odio son más bien actos en los que el reino de
los valores (a cuya existencia se halla ligado tam bién el preferir), que
en cada caso es accesible al sentir de un ser, sufre una ampliación o
un estrechamiento (y esto obviam ente de m odo totalm ente indepen­
diente del m undo de bienes existente, de las cosas reales valiosas,

7. Véase Zur Phánomenologie und Theorie der Sympathiegefuhle und von Liebe
und HaJS (Sobre la fenomenología y teoría de los sentimientos de simpatía, y del amor
y del odio) (1913). [Versión ampliada: Wesen und Formen der Sympathie, GW 7.]
que no son presupuestas para la m ultiplicidad, plenitud y diferen­
ciación de los valores sentidos). C u an d o hablo de «ampliación»
y «estrechamiento» del reino del valor, que es ofrecido a u n ser, ob­
viamente no quiero decir en m odo alguno crear, hacer, o aniquilar
los valores m ediante el am or y el odio. Los valores no pueden ser
creados y aniquilados. Existen con independencia de la organiza­
ción de determ inados seres espirituales. Lo que quiero decir es que
no es consustancial al acto del am or que se oriente hacia este valor
«respondiendo» en función del valor sentido o en función del va­
lor preferido, sino que este acto desem peña el papel verdadera­
m ente descubridor en nuestro percibir los valores, y que sólo él lo
desempeña, que es com o si representara u n movim iento, en el
transcurso del cual relam paguean y resplandecen valores nuevos y
superiores, es decir, com pletam ente desconocidos para el ser del que
se trata. Este acto no sigue al sentir de los valores y al preferir, sino
que los precede com o su zapador y conductor. Por ello le corres­
ponde una función «creadora», no respecto a los valores en general
existentes, sino para el ám bito y el conjunto de los valores sensibles
y preferibles, en cada caso, p o r un ser. Toda ética, por ello, se per­
feccionaría en el descubrim iento de las leyes del am or y del odio,
que aun superan, p or lo que se refiere a los estadios de lo absoluto,
lo a priori y lo originario,8 a las leyes del preferir y a las leyes de las
cualidades de los valores correspondientes.
Pero volvamos al sentir intencional. Perm ítansem e aquí algunas
observaciones históricas. Por lo que se refiere a nuestra cuestión
hay dos grandes períodos en la historia de la filosofía en los que, se­
gún nuestra opinión, se sentaron teorías erróneas,9 aunque erróneas
por m otivos m uy distintos. U n período abarca hasta el inicio del
siglo XIX. H asta ese m om ento encontram os universalm ente exten­

8. Sobre el concepto de a priori absoluto y relativo véase mi escrito sobre


Phdnomenologie und Erkenntnistheorie (Fenomenología y epistemología). [En:
Schrijten aus dem NachlaJ? (Escritospostumos), vol. I, GW 10, pp. 377-430.]
9. Puesto que Dietrich von Hildebrand en su escrito: Die Idee der sittlichen
Handlung (La idea de la acción moral) (véase Jahrbuch fiir Philosophie undpbano-
menologische Forschung, vol. III) describe en detalle el despliegue histórico de la
teoría del sentimiento y el valor; tan sólo hago alusión aquí al estado de cosas.
dida la teoría de los sentim ientos intencionales. Spinoza, Descartes,
Leibniz la com parten con distintas m odificaciones. N inguno de es­
tos pensadores o de sus discípulos h a puesto a un m ism o nivel el
m odo com o nos es dada la totalidad d e la vida em ocional y, per­
m ítasem e la expresión, la pesadez de estóm ago. Si se hace esto, es
seguro que no se encontrará valor alguno. N o se habría ejercido ja
más la astronom ía, si se hubieran to m ad o al sol, la luna y las estre­
llas tal y com o aparecen en el cielo n o ctu rn o com o «complejos de
estados sensoriales», es decir, com o fenóm enos que se encuentran
p or principio en una línea de lo que nos es dado ju n to con la pe­
sadez de estóm ago, y que son «dependientes» de la aparición de la
pesadez de estómago sólo que de otra m anera a com o son interde-
pendientes recíprocamente. Tom ar la totalidad de la vida em ocio­
nal com o una sucesión de estados en m ovim iento causal, que se
desarrollan sin sentido y sin m eta en nosotros; extraerle a la totali­
dad de la vida emociona! todo «sentido» y «contenido» intencional,
esto sólo lo podía realizar una época en la que la confusión de los
corazones, el désordre du cceur, había alcanzado un grado com o el
de nuestra época. El error de estos grandes pensadores era la supo­
sición de que el sentir en general, igualm ente el amar, odiar, etcéte­
ra, no son ítlgo final, originario, en el espíritu, y que los valores, por
su parte, no son fenóm enos finales e indivisibles. C reían, com o
por ejemplo, Leibniz, que el sentir intencional es un mero concebir
y pensar «oscuro», «embrollado», aunque el objeto de este pensar
oscuro, em brollado, consistía para ellos en relaciones razonables,
racionales. Según Leibniz, por ejem plo, el am or m aterno es la con­
cepción em brollada, que es bueno am ar al niño. Pero explicaban el
«bien» y el «mal» por referencia a grados de la perfección del ser. D e
m odo totalm ente análogo los m ism os pensadores concibieron los
ám bitos de cualidades intuitivas, p o r ejem plo, los colores o los to­
nos. Para los filósofos de esa época son, concebido metafísicamen-
te, efectos de las cosas sobre la así llam ada «alma», que sobre la base
de «capacidades» com pletam ente incom prensibles (cualidades ver­
daderam ente «ocultistas») a partir de determ inados procesos repre­
senta estos contenidos, para luego («falsamente») proyectarlos al
exterior. Esta teoría, especialmente remarcable en el pensam iento de
I ni Ur, sólo es una posterior construcción metafísica. Para estos pen-
Milnirs estas cualidades son, epistemológicamente, un saber «embro-
lltiilim y «oscuro» (poco claro) sobre estos mismos procesos. Así, no
siilii existe una relación causal, sino tam bién una relación cognitiva
■ u n f cualidad y m ovim iento. A esto se corresponde justam ente en
ti mu) ámbito fundamental de los problemas filosóficos, las cuestiones
,h t'itlor, el intento de disolver los valores de algún m odo en meros
■piados del ser», m ostrándose el concepto de «perfección» com o el
medio. El «mejor» m undo es para Spinoza aquel en el que hay un
máximo de ser: Dios, dice, ha perm itido que surjan de él el mal y
1.1 desgracia porque un m undo sin ellos habría sido un m undo m e­
nos «perfecto» y no habría contenido «todo lo posible». Leibniz, que
en esto se enfrenta a Spinoza, no retrotrae la perfección a una idea de
l'iilor considerada fundam ental, sino que la explica, de m odo indi-
in io , por referencia de nuevo al concepto de ser. Lo que para «Dios»
«un necesidades del ser, son para nosotros necesidades sentim enta­
les del valor (de m odo análogo a com o lo que para Dios son vérités
tlt raison, son para nosotros vérités de fait). C iertam ente Dios no
luí hecho que «todo lo posible» esté presente en el ser, com o había
¡il limado Spinoza, sino sólo ha elegido en esta esfera aquello que apar­
te de su «posibilidad en sí» tam bién sea «composible» con las otras
tosas posibles. Pues no sólo la posibilidad es para Leibniz una con­
dición del ser, sino tam bién la «composibilidad». Pero cuando Leib­
niz dice que Dios ha creado entre los «m undos posibles» según un
«principe du meilleur» el «mejor» (es decir, el más perfecto), lo expli­
ca más adelante de nuevo así: El más perfecto es aquel entre los m u n ­
dos posibles en el que «un máximo de cosas es composible». Siguiendo
una serie de rodeos se alcanza de nuevo la reducción del valor al ser.
Esta teoría se corresponde exactamente con esa teoría del sentir,
según la cual el sentir sólo es un conocer em brollado en el sentido
de conocim iento racional.
A principios del siglo XIX (desde Tetens y K ant)10 se hizo lenta­

10. Véase los lugares señalados por Hildebrand (op. cit.) de las obras de
uventud de Kant, según las cuales se encuentran rasgos de la suposición de un
;entir intencional en Kant.
m ente m anifiesta la irreductibilidad de la vida em ocional. Pero al
m antenerse con todo la disposición intelectualista del siglo XVIII,
todo lo em ocional fue reducido a estados.
Si se com paran estas dos concepciones fundam entales con las
desarrolladas m ás arriba, se hace p aten te que am bas contienen
algo correcto y algo falso: la prim era concepción contiene la idea
correcta de que existe un «sentir de» intencional en general, de que
junto con el sentim iento com o estado tam bién hay funciones y actos
emocionales en los que algo viene dado y que se hallan som etidos
a leyes autónom as del sentido y del com prender. Y es errónea, de
m odo análogo a la interpretación de la percepción de las cualidades
del color y del tono, la idea de la reductibilidad del sentir al «en­
tendim iento», y la suposición de una diferencia sólo gradual entre
ambos. Lo correcto en la segunda concepción era la suposición de
la irreductibilidad del ser y de la vida em ocional al «entendim ien­
to», siendo lo erróneo la negación inm ediatam ente im plícita de los
sentim ientos intencionales y el abandono de la totalidad de la vida
aním ica a una psicología descriptiva que procede en térm inos cau­
sales. Ya que apenas es necesario decir que la confesión, presente
tam bién en algunos psicólogos m odernos, de que los sentim ientos
tienen un carácter finalista para la actividad de la vida y para la di­
rección de ésta (por ejemplo, los distintos tipos de dolor, el senti­
m iento de cansancio, el sentim iento de apetito, el miedo, etcétera) y
de que funcionan com o indicios de determ inados estados presentes
y futuros y de que deben ser estimulados o evitados, no tiene nada que
ver en absoluto con su naturaleza intencional y con su función cog-
nitiva. Desde luego, en u n a m era señal no hay nada «dado». En es­
pecial los m odos del sentim iento de la vida deben ser investigados
de nuevo a partir de nuestra tesis fundam ental.11 Se m ostrará aquí
que estados m eram ente emocionales en sentido estricto sólo son los

11. Me he dedicado a esta tarea en Beitragen zum Sinn und den Sinngesetzen
des emotionalen Lebens (Contribuciones al sentido y a las leyes del sentido de la vida
emocional) [I. Parte «Das Schamgefühl» («El sentimiento de vergüenza»)]. [Bajo
el título «Über Scham und Schamgefühl», en GW 10, pp. 65-154.] Véase tam­
bién el trabajo sobre los sentimientos de simpatía.
ti mimientos sensibles, pero que tanto los sentim ientos vitales cuan-
ih los sentim ientos puram ente intelectuales y espirituales tam bién
fmrtlcn manifestar un carácter intencional, manifestándolo de modo
rurncialm ente necesario los sentim ientos puram ente intelectuales.
I .1 lim cionalidad de un estado del sentim iento com o «indicio de
¡iI(jio» (por ejemplo, en los tipos de dolor) tam bién es aquí siempre
ya mediada por un sentir verdaderam ente intencional, por tanto, no
m l>usa en un vínculo m eram ente asociativo, que sólo sería objetivo
i on arreglo a un fin. Puesto que sólo los sentim ientos espirituales,
intelectuales y vitales tienen un carácter intencional claram ente pro­
minente, el m ism o error debería ignorar plenam ente su esencia, y
por ello se le trató en gran m edida según la analogía de los sen-
lim ientos sensibles, cuya naturaleza de estado está probada. Por
rjcm plo, fue com pletam ente ignorado que en el sutil juego de los
«micimientos del valor propio intelectual y sus m últiples m odos se
nos puede m anifestar el valor de nuestra persona. Lo m ism o ocurre
con la totalidad de la esfera de las ilusiones del valor y del sentimien­
to que, según esa teoría falsa, se disuelven en apariciones de desecho
o en perversiones, o pueden ser confundidas con el error.
SOBRE LA FENOMENOLOGÍA
DEL AMOR Y DEL ODIO

Nl'l ÍATIVO

Si de lo dicho anteriorm ente1* se excluye la posibilidad de expli-


6 11 el am or y el odio haciendo referencia a la simpatía, no está menos
rxi luida la posibilidad de explicarlos haciendo referencia a hechos
simples o de verlos com o un «complejo» de éstos. Todo intento de
re i retraerlos a un complejo de sentim ientos y tendencias, no tendrá
éxito. Véase p or ejemplo la com pleta absurdidad de la definición
ile Spinoza que el am or es «quaedam laetitita concom itante causa
externa».2* M alebranche ya se preguntó correctam ente, a propósito
<lc esta definición, si am am os una fruta que consum im os y que sa­
ltemos que es la causa del placer que sentim os.3 En el am or entre
personas (y en el odio) estos actos ya m uestran su com pleta inde­
pendencia respecto de la transform ación de los estados em ociona­
les, puesto que en esta transform ación de los estados estos actos
persisten, com o rayos serenos y firmes, sobre sus objetos. El am or
i|ue sentim os hacia la persona am ada nunca se transform ará a causa
ilel dolor y de las penas que nos produzca esta persona; ni el odio
que sentim os hacia una persona nunca se transform ará a causa de

1* [Véase Esencia y formas de la simpatía. A. «La simpatía», en GW 7, pp. 17-


149.]
2* [La definición completa de Spinoza reza: Amor est laetitia, concomitante
idea causae extemae. El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa
exterior. Véase, Spinoza, Ética III, Def. 6, Madrid, 1987. Sobre la cambiante
imagen spinoziana de Scheler véase «Spinoza» en GW 9, pp. 171-182.]
3. Véase N. Malebranche: Recherche de la Verité.
la alegría y el placer que nos produzca la persona odiada. Y en las
m últiples transformaciones de la alegría y de la pena que ocurren
día tras día entre las personas, persisten com pletam ente inm utables
las relaciones de am or y de odio entre ellas. Lo único que aquí se
puede decir es que el objeto am ado es una fuente más rica tanto
de posibles alegrías cuanto de posibles penas. Pero lo m ismo es vá­
lido para el objeto odiado: cuanto más odiado es, más nos duele su
felicidad y su buena condición y más nos alegra su infelicidad,
su nulidad, y representa fuentes más ricas de posibles penas y de
posibles alegrías.
U na serie de hechos de tipo com pletam ente distinto viene al
caso cuando se trata de la relación del am or y del odio com o cau­
sas (no com o efectos) de estados emocionales. Lo que en cualquier
caso cuenta aquí es que la m ism a ejecución de estos actos es la
«fuente» más profunda de la alegría y de la pena, de la «dicha» y de
la «desesperación». Así, tam bién cuando el am or es «infeliz», al no
ser correspondido, va acom pañado, no obstante, en cuanto acto, de
un gran sentim iento de felicidad; lo m ismo sucede cuando el obje­
to de) am or causa pena y dolor. Y al contrario, cuando, por ejem ­
plo el dolor de la persona odiada nos produce alegría (com o en la
envidia, la alegría del mal ajeno, la malicia, etcétera), la ejecución
dei acto de odio se caracteriza por ser «sombría» e «infeliz».
Tam bién cuando prescindim os de considerar el am or y el odio
com o estados emocionales y cuestionam os si son un sentir in ten ­
cional «de algo», debemos negar esta cuestión. Pues es seguro que
puede haber un valor positivo en el sentir, sin que se despierte am or
p or el objeto que lo provoca. A Franz Brentano le corresponde el
m érito de haber reconocido la naturaleza de los actos del am or
y del odio, así com o la naturaleza elem ental de estos actos. Incluso
los considera aún más originarios que el «juicio». Subrayamos aquí
la im portancia de estas afirmaciones, porque estamos convencidos
de que este sim ple conocim iento de B rentano eleva su idea acer­
ca de este tem a m uy por encim a de los acostum brados errores psi­
cológicos, según los cuales el am or y el odio tan p ro n to son atri­
buidos a la esfera de los sentim ientos o de las tendencias com o a la
de los afectos, o son considerados com o un m ixtum compositum de
estos hechos. Pero no podem os seguir a Bren taño cuando equipara
en el Origen del conocimiento moral al am or y al odio con el «pre-
Icrir» y el «detestar». La relación del am or y el odio con estos actos
l;i he presentado en otro lugar.4 Tan sólo quiero señalar aquí que
preferir y detestar pertenecen a la esfera del conocimiento del valor
(y ciertam ente del conocim iento de los grados supremos del valor),
mientras que en cam bio el am or y el odio no son considerados
netos cognoscitivos. Representan una peculiar actitud respecto a los
objetos de valor, que no es con seguridad una función cognoscitiva.
Aunque es posible que fundam enten el conocimiento del valor (como
se mostrará más adelante), no son este conocimiento. Además, aque­
llo hacia lo que se dirigen estas intenciones no es un valor o un «má­
ximo» valor sin más, como cuando «preferimos» un valor a otro, sino
que son objetos valiosos y en la medida en que son valiosos. N o «amo»
un valor, sino siempre algo que es valioso.
En sus bellas investigaciones sobre el am or y el odio,5 M ale-
branche opina que éstos consisten ciertam ente en sentim ientos,
pero sentim ientos tales que presuponen un juicio sobre el valor, o
sobre la dignidad de un objeto para despertar una determ inada ale­
gría. E n este sentido critica la tesis de Spinoza. Sin embargo, es m a­
nifiesto que esta afirmación es una racionalización fa b a del am or y
el odio.6 Puede ser que haya actos emocionales para los que la eje­
cución de u n juicio (o m ejor de una estimación) sea el presupues­
to. U n acto tal m e parece que podría ser, por ejemplo, el «respeto».
El respeto presupone u n a distancia originaria respecto al objeto,

4. Véase El formalismo en la ética, pp. 63 ss., pp. 260 ss. [GW 2, pp. 86 ss.
y 259 ss.]
5. Véase N. Malebranche: Recherche de la verité, II vol.
6. Si H. Blüher con su sentencia, presente en casi todos sus escritos, «el
amor se dirige al ser humano con independencia de los valores» sólo quiere re­
futar esta racionalización falsa, tiene razón. Pero no la tiene en modo alguno si
quiere decir que el acto del amor en su propia ejecución no se refiere al valor.
Baader es mucho más profundo cuando señala que la belleza como «amabilidad»
(Lieblichkeit) procede del amor (Liebe), y la fealdad (Háfílichkeit) del odio (HaJ?),
y la charis o gracia es idéntica con la chantas (misericordia o simpatía). (Erótica
religiosa, p. 15.)
distancia que posibilita una estimación de valor antes de la apari­
ción del acto em ocional. Igualm ente, debe tener presente en una
especial intención el valor del objeto que lo m otiva. Justam ente
esta distancia no se encuentra en el am or y en el odio. Am bos son
m odos com pletam ente originarios e inmediatos de la actitud em o­
cional respecto al contenido m ism o del valor, de m anera que ni si­
quiera se da fenom enológicam ente una función de percepción del
valor (por ejemplo, del sentir, preferir), y m ucho m enos una esti­
m ación de valor. Y, en especial, en este caso, a diferencia del respeto,
el valor del que se trata no es dado previam ente en u n a especial in­
tención. N ada atestigua m ejor este hecho que el inusual desam pa­
ro en el que vemos recaer a los hom bres cuando exigimos que
«fundamenten» su am or y su odio. Justo entonces se m uestra cómo
estos «fundamentos» son siem pre buscados con posterioridad y
cóm o en su totalidad nunca cubren exactam ente el m odo y la m e­
dida de lo que debe ser «fundamentado». Tam bién se m uestra que
los objetos a los que en cada caso les corresponderían las mismas
cualidades de valor com o fundam entos del am or y del odio, no
provocan nunca estos actos. El am or y el odio se dirigen justam en­
te de m odo necesario a un núcleo individual de las cosas, a un n ú ­
cleo de valor (si se m e perm ite la expresión) que no se deja diluir
com pletam ente en valores de apreciación, ni siquiera en valores
perceptibles separadamente. La m edida de la apreciación de atri­
butos de valor se orienta, a la inversa, en función de si los valores
están depositados en cosas amadas u odiadas. Lo que no es cierto
es que el am or y el odio se orienten en función de esta apreciación.
Es un fenóm eno singular que a nosotros m ism os nos parece una
especie de «falta» o «culpa», que nos parece una «ofensa» al am or
(y al odio), cuando nosotros m ism os desplazam os o vemos que
otro desplaza los valores de los objetos am ados (y odiados) bajo ca­
tegorías conceptuales de valor. Es im posible leer la carta de una
persona am ada según «normas», sean las de la gram ática, sean las
de la estética o del estilo; nos parece que es una «mengua» hacerlo.
Todas las propiedades, actividades y obras del objeto am ado poseen
su pleno valor a través del objeto que los soporta o del sujeto que
las ejecuta.
Sólo por este motivo nos parece que la disposición racionalista es
»i icga» para el am or y el odio. Pero esto apenas dice algo. Pues del
hecho de que con los «ojos interiores del espíritu» del am or y del odio
ir vea de m odo distinto (los valores) y se vean valores superiores
ii inferiores, a lo que se ve con el «ojo» de la razón, no prueba que se
m i «peor» lo mismo que con el ojo de la razón se ve «mejor». En el
a m o r y en el odio hay una evidencia propia, que no se debe m edir
«egiín las evidencias de la «razón». Sólo aquel que carece de esta
pvidencia y que a causa de su constitución está condenado aquí
ii vacilar, deberá atribuir este hecho a una «ceguera» general fren­
te a funciones y actos, que debía so p o rtar su ejecución individual
((eficiente.
Ya se ha señalado que el am or y el odio no son actos de la «ten­
dencia». Justam ente la «inquietud» de la tendencia está extinguida
en el am or y el odio en la m edida en que éstos son más puros y
más diáfanos. A quí tam poco no hay nunca nada que deba «ser rea­
lizado». Pero sobre esto se tratará más tarde.
H ay que destacar sobre todo que el am or y el odio como actos se
distinguen de todos los otros actos y entre sí, esto es, no devienen lo
i|ue son en relación bien con sus portadores, bien con sus objetos,
liten con sus posibles efectos y logros. C o n tra nada atentan más los
usos dom inantes del pensam iento com o contra esta sentencia. En
lo dicho se encuentra en prim er lugar que am or y odio no son rela­
tivos a los puntos relaciónales «yo» y el «otro». Es decir, am or y odio
no son m odos de com portam iento esencialmente sociales, com o es
el caso, p o r ejemplo, con las funciones de la sim -patía.7 Es posible
|)or ejem plo «amarse y odiarse a sí mismo», pero no es posible sim ­
patizar con uno mismo. Pues cuando se dice que «una persona se
compadece de sí misma» o, por ejem plo, que «se alegra de que hoy
está tan alegre» (afirmaciones en las que sin duda se tienen presen­
te fenóm enos m uy determ inados), un análisis detallado m ostrará
siempre que aquí se encuentra un contenido fantasioso en el que la

7. Otros actos esencialmente sociales son por ejemplo: prometer, obedecer,


ordenar, comprometerse, etcétera. Véase el minucioso análisis de los actos «so-
ciopsíquicos» en H. L. Stoltenberg: Soziopsychologie, Berlín, 1914.
persona de la que se trata se observa a sí misma, por decirlo así, y
«como este otro (ficticio)» sim patiza con sus propios sentimientos.
Así, puedo im aginarm e con la fantasía que yo m ism o asisto a mi
propio cortejo fúnebre, etcétera. Pero desde la perspectiva fenome­
nológica la sim patía no deja de ser un acto social. Este tipo de ilu­
sión no es necesaria en el am or y en el odio a uno mismo. Para que
se dé el am or y el odio no es en m odo alguno requisito necesario la
dirección del acto hacia «otro», ni cualquier vinculación consciente
entre las personas. Si llamamos «actos altruistas» a los actos que van
dirigidos hacia otros en tanto que otros, entonces el am or y el odio
no son en m odo alguno actos esencialmente altruistas. Pues el am or
está orientado prim ariam ente hacia valores y objetos (a través de
ios valores de los que son portadores de m odo transparente), de ma­
nera que es en principio indiferente si «yo» u «otro» tiene los valo­
res de los que se trata. Así, el am or a los otros es igual de originario
que el am or de uno m ism o, y el odio a los otros es igual de origi­
nario que el odio de uno m ismo. Por otra parte, los actos que van
dirigidos hacia los otros en tanto que otros no son en m odo algu­
no necesariamente «amor». Tam bién la envidia, la malicia, la ale­
gría del mal ajeno, van dirigidos hacia otros en tanto que otros. Si
llam am os «altruismo» a una disposición de una persona hacia otra
persona, a u n a fuerte tendencia a distanciarse de sí m ism o y de la
propia vivencia, entonces esta disposición «social» no tiene nada que
ver en sí con una disposición «bondadosa» o «amable». Si el am or
a los otros se fundam enta en un acto sem ejante de distanciam ien-
to de uno mismo, entonces tam bién está fundado al m ism o tiem po
en un odio más originario, a saber, el odio a uno mismo. Distanciar­
se de uno m ismo, no poder quedarse con «uno mismo» (una tipolo­
gía es por ejemplo el m aniático de las «asociaciones») no tiene nada
que ver con el am or.8

8. En mi trabajo Ressentiment im Aujbau der Moral (El resentimiento en la


construcción de la moral) he demostrado qué error sin fundamento está presente
en !a equiparación positivista de amor y «altruismo». Por otra parte muchos de
los argumentos que Nietzsche dirige contra el amor en Así habló Zaratustra en el
capítulo «Amor al prójimo» sólo son pertinentes para esa concepción positivista
errónea del amor = altruismo. [GW 3, pp. 33-169.]
Del m ism o m odo que la dirección hacia el otro no es caracte-
i(M¡ca esencial del amor, tam poco lo es la dirección hacia la comu­
nidad. Existe un am or a la com unidad, en el sentido doble de un
iimor a la totalidad de la «comunidad» y a cada individuo com o
m iem bro de la comunidad», pero sim ultáneam ente existe un am or
.il otro com pletam ente independiente del am or a la com unidad
i|tie va dirigido hacia el individuo m ism o, entendido aquí sin hacer
icferencia alguna a una posible com unidad o que puede ser enten­
dido en contraposición con u n a com unidad (am or al individuo
íntimo). La com unidad, bajo todo pu n to de vista, es, así pues, sólo
un objeto del amor, entre otros objetos. Si se entiende la «convic­
ción social» com o una especial tendencia a implicarse en los «asun­
tos de la com unidad», entonces esta «convicción social» no tiene lo
más m ínim o que ver con el amor. Sí que es posible que m ediante
la «convicción social» se haga realidad cierto tipo de amor. Así, yo
podría querer prom over la totalidad de un pueblo, de una profe­
sión, de una condición social o de una raza, «por am or hacia ellos»
(nunca por am or a una «clase», puesto que ésta es un cam po de in­
tereses carente de valores), pero debo ser consciente de que en estos
casos estoy excluyendo com pletam ente el am or a los individuos y
una voluntad de prom overlos. T am bién aquí es usual que se odie
a una com unidad a cuyos m iem bros (no com o m iem bros de esta
com unidad sino com o individuos) uno ama. Así, el «antisemitismo»
o la «germanofobia», la «francofobia», etcétera, pueden m uy bien
ser com patibles con el am or al individuo.
Así pues, existe un «am or de uno mismo» y un «odio de uno
mismo» que son tan originarios com o un «amor a los otros» y un
«odio a los otros». El «egoísmo» no es «amor a sí m ism o».9 Pues en
el «egoísmo» mi propio yo individual no me es dado com o objeto
del amor, desprendido de todos los vínculos sociales y sólo conce­
bido com o p o rtador de todos los tipos de valores superiores, que,

9. Véanse las refinadas observaciones de Aristóteles en la Etica a Nicómaco


en el capítulo sobre el «amor a sí mismo». ¡Cuán superior es Aristóteles en este
aspecto frente a todos los que quieren comprender «sociológicamente» el amor y
el odio!
por ejemplo, son expresados en el concepto de «bienaventuranza»,
sino que siempre m e soy dado a m í m ism o en la cendencia como
«uno entre otros», que sim plem ente «no tom a en consideración»
los valores de los otros. Justam ente el egoísmo precisa que veamos
a los otros y que veamos tam bién sus valores y sus bienes, y consis­
te justam ente entonces en que «no tomamos en consideración» las
exigencias de estos valores (que ya es un acto positivo y no algo así
como la ausencia del m ism o). El «egoísmo» no es un com porta
m iento «como si uno estuviera solo en el m undo», a! contrario,
presupone la existencia del individuo com o m iem bro de la socie­
dad. Justam ente el egoísta está poseído por su «yo social», ¡el cual le
oculta su yo íntim o individual! Y no tiene este yo social com o ob­
jeto de un acto de amor, sino que está sim plem ente «poseído» por
él, es decir, vive en él. Tam poco está orientado hacia sus valores en
tanto que valores (justam ente sólo los encuentra de m odo casual),
sino hacia todos los valores, tam bién hacia todos los valores de las
cosas y hacia todos los valores de los otros \en tanto en cuanto sean
suyos o vayan a serlo o puedan serln, y estén relacionados con éa
¡Todo esto es justam ente lo contrario del am or de uno mismo!

D e t e r m in a c io n e s f e n o m e n o l ó g ic a s po sit iv a s 10

En tanto que últimas esencias de los actos, el am or y e! odio


sólo pueden ser hechos intuibles, no definibles.
E n prim er lugar el am or y el odio no son acaso tan distintos
com o para que el odio sea sólo el am or a la no-existencia de una
cosa. El odio es más bien un acto positivo, puesto que en él se da
inm ediatam ente un no-valor del m ismo m odo que en el acto del
am or se da un valor positivo. Pero m ientras que el am or es un mo-

10. La esencia de los análisis presentes en este capítulo se adhiere a Karl


Jaspers en su Psychologie der Weltanschauungen {Psicología de las concepciones del
mundo) (Berlín, 1919) en e! capítulo «Die enthusiastische Einstellung ist Liebe»
(«La disposición entusiasta es amor»), pp. 107-119. Sobre el mismo problema
véase también A. Pfánder: Über Gesinnungen (Sobre los caracteres) (Niemeyer,
Halle).
Imirnto que va del valor inferior al superior, y en el cual en cada
•un fl valor superior de un objeto o de una persona es ilum inado
m u i ve/. primera, el odio es un m ovim iento en la dirección contraria.

I if i'Mo se sigue sin más que el odio está orientado hacia la posible
■«mrucia del valor inferior (que en cuanto tal es él m ismo un valor
iip(iiiiivo) y hacia la supresión de la posible existencia de valor supe-
iíoi (i|ue a su vez es un valor negativo). El amor, empero, persigue el
•mdMccimiento del posible valor suprem o (que a su vez es un valor
(iiixiiivo), persigue el m antenim iento del valor superior y la supre-
ihln del valor inferior posible (que a su vez es un valor moral positi­
vo). Así, el odio no es en m odo alguno un m ero «aislarse» frente a la
loiülidad del reino de los valores en general; sino que está vinculado
lints bien con una m irada hacia los posibles valores inferiores.
I ,a «superioridad» o «inferioridad» de los valores viene dada de
principio sin un acto de com paración de los valores, com o, por
r|rm plo, se da en el «preferir». «Preferir» no es un elegir, no es en
motlo alguno un acto de la tendencia, sino un acto cognoscitivo
n n o cional.11 Podemos preferir, por ejemplo, Beethoven a Brahms,
fin por ello elegir algo. El elegir siem pre hace referencia a u n a
voluntad de actividad, nunca a los objetos en cuanto tales. Sin em -
Imigo, el preferir presupone siempre el hecho de dos valores A y B,
i-ntre los que debe darse la preferencia. Este no es el caso con el
inior y el odio. El am or es más bien el movimiento intencional en
rl que a p artir de un valor dado A de u n objeto se realiza la apari-
i ión de su valor superior. Y justam ente este aparecer del valor su­
perior está vinculado esencialm ente con el amor. El am or no es
según su últim a esencia ni u n a m era «reacción» frente a u n valor
ya sentido, com o, p or ejemplo, «alegrarse» o «entristecerse», ni una
Iunción determ inada modalmente, como «disfrutar», ni una relación
filtre dos valores dados previam ente com o el «preferir». N o obs­
tante, todo preferir está «fundamentado» en el amor, en la m edida
en que es, en el amor, en el que se ilum ina el valor superior, el cual
puede ser entonces acaso preferido.

11. Sobre esto véase Elformalismo en la ética, pp. 63 ss., pp. 260 ss. [GW 2,
pp. 86 ss. y 259 ss.]
Aquel que dijera a esto que el am or es sólo una reacción poste­
rior a un valor sentido, desconoce su naturaleza de movimiento ¡que
ya Platón había concebido con agudeza!12 El am or no es por decir­
lo así u n afirm ativo contem plar em ocional de algo así com o un
valor, que se encuentra ante nosotros y que viene dado. Tam poco
tiende hacia cosas dadas (o personas reales) en virtud de los valores
positivos que estas cosas tienen en sí y que ya estaban «dadas» con
anterioridad a la aparición del amor. En esta idea encontram os de
nuevo este «contemplar» del hecho m eram ente empírico que está
en tanta oposición con el amor. Es cierto que en el am or sentim os
el valor positivo de la cosa am ada, por ejemplo, la belleza, gracia y
bo ndad de una persona, pero esto tam bién es posible sin que sin­
tam os am or por ella. El am or está presente sólo cuando además de
los valores dados «como reales» tam bién se presenta el movimiento, la
intención hacia valores «superiores» aún posibles, com o son los que ya
están ahí y han sido probados, pero que aún no han sido dados
com o cualidades positivas. Sólo com o posibles «fundamentos» de
una estructura y de una form a total, estos valores son tam bién ob­
jetos de u n a intención. En esta m edida el am or a la persona dada
em píricam ente dibuja previam ente, por decirlo así, una idea va-
lorativa «ideal», que con todo es concebida sim ultáneam ente com o
la «verdadera» y «real» existencia y ser valorativo de ella, sólo que
aún no ha sido dada en el sentir. Esta «imagen valorativa» está «ra­
dicada» en los valores ya dados em píricam ente en el sentir, y sólo
en la m edida en que están radicados en ella no tiene lugar ningún
«proyectar», ninguna «empatia» proyectiva, etcétera, y por lo tanto,
ninguna ilusión; pero al m ism o tiem po no está «contenida» em pí­
ricam ente en ellos, a no ser com o «determinación» y exigencia ide­
al objetiva de devenir una totalidad más bella y mejor.
Justo en el hecho de que el am or es u n m ovim iento en direc­
ción hacia el «ser-más-elevado de los valores» estriba su significa­
ción creadora (que tam bién ya había sido reconocida por Platón).
Esto no significa que el am or sea el que crea los valores m ism os

12. En su definición en el Banquete, según la cual el amor es un «movi­


miento del no-ser al ser».
o el ser-más-elevado de los valores. ¡En m odo alguno! Pero en rela­
ción con todo posible sentir valores y percibir valores, incluso en
relación con todo preferir, es decir, en relación con la esfera de los
sentim ientos y de las preferencias, o sea, en relación con la totali­
dad de la esfera del querer, elegir y actuar basada en el preferir,
el am or perm ite que surjan a la existencia valores com pletam ente
nuevos y más elevados para esta esfera de lo dado. Es decir, el am or
es «creador» para una «existencia» relativa a esta esfera. Por el con­
trario, el odio es «destructor» en el sentido más estricto de la pala­
bra, puesto que destruye (para esta esfera) efectivamente los valores
más elevados y puesto que tiene com o consecuencia que la m irada
del preferir cognitivo y del sentir sean obtusos y ciegos para estos
valores. ¡Porque los destruye (para esta esfera), por eso se hacen im ­
posibles de ser sentidos!13
Procedam os a una fundam entación más detallada de estas sen­
tencias.
1. El am or y el odio com o referidos al valor en general.
C uando en los actos del am or y del odio vemos unos actos que
por sus leyes esenciales los conducen en general (prescindimos ahora
de ver cóm o y de qué m odo) a través de los valores hacia los obje­
tos, rechazamos sobre todo la teoría que afirma que en los actos del
am or y del odio se trata de hechos específicamente «humanos», es
decir, propios de la especie hum ana, y vinculados a su especial natu­
raleza psicológica, y que además sólo el «ser hum ano» es prim aria­
mente tam bién el objeto del am or y del odio. Éste es por lo pronto
el hecho central del gran m ovimiento de la m oderna «filantropía»: el
am or es experim entado partiendo del ser hum ano qua ser hum ano
y dirigido de nuevo hacia él. Las diversas teorías positivistas son
sólo u na consecuencia de este m ovim iento historicosocial de los
ánim os y no hacen más que form ular lo que tiene lugar histórica­
m ente.14 Pero el amor, en efecto, está orientado originariam ente

13. Sobre esto dice acertadamente K. Jaspers, op. c i t «no son valores descu­
biertos en el amor, sino que en el amor todo se hace más valioso.»
14. Véase también mi exposición en el artículo: El resentimiento en la cons­
trucción de la moral, op. cit.-, véase también lo anterior.
hacia los objetos de valor, y tam bién hacia los seres hum anos sólo en
tanto en cuanto y en la m edida en que son portadores de valores
y en tanto son capaces de increm entar el valor. Podemos investigar
estos actos y sus reglas, sin prestar en lo más m ínim o atención a la
existencia de los seres hum anos com o sujetos del am or y del odio
(es decir, con la reducción fenom enológica), y sin prestar en abso­
lu to atención a los hechos em píricos en que m uchos de los actos
realizados por seres hum anos se refieren tam bién a seres hum anos.
Existe un hecho que la teoría de la «moderna filantropía» no puede
hacer desaparecer del m undo, a saber, que nosotros (y ciertam en­
te de m odo plenam ente originario) am am os m uchas cosas que no
tienen nada que ver con los seres hum anos y cuyo valor y conoci­
m iento del valor son com pletam ente independientes de los «seres
hum anos» y de sus valores, así com o tam bién de su conocim iento
de los valores.
Tam bién la esencia de estos actos no es apreciada en lo justo
cuando, en contraposición con los hechos del pensam iento, por
ejem plo, y tanto por lo que respecta a sus sujetos com o a sus obje­
tos, es atribuida específicamente a los seres hum anos, o sea, cuando
(ya con vistas a la teoría naturalista del am or y del odio que será
presentada posteriorm ente) se dice que sólo el ser hum ano es el ob­
jeto originario del am or de los seres hum anos y todos los otros
objetos sólo lo son en cuanto que procesos vitales hum anos son
«proyectados» antropopáticamente en las cosas. A saber, p o r ejemplo,
el am or a la naturaleza, la viva y la m uerta, está fundam entado úni­
cam ente en que dotam os antropopáticam ente los objetos de la na­
turaleza con nuestros sentim ientos hum anos, o los contem plam os
desde imágenes y analogías de la vida hum ana. Según esta teoría, lo
m ismo es válido para la «obra de arte», para el -conocimiento», etcé­
tera, que igualm ente sólo provocan am or com o «formas de expre­
sión» o com o «medio de activación» de la vida hum ana. Lo m ism o
es aplicable a Dios, cuya idea sólo representa una consecuencia de
la proyección de una vivencia hum ana en la totalidad del cosmos
o del fundam ento del m undo (L. Feuerbach), etcétera. Ahora bien,
está claro que con estos supuestos se explican hechos, pero estos
hechos no representan el auténtico am or a la naturaleza, al arte, al
■uiiocimiento, a Dios, sino sólo una form a (específicamente «sentí-
mental») ilusoria y fantasm agórica de este amor. El genuino am or
i la naturaleza, por ejemplo, se m anifiesta justam ente en que la na-
imalezapor mor de sí misma, y por tanto por m or de su índole aje-
11.1 a lo hum ano, deviene objeto del amor. Justam ente aquí se sepa-

iiin la form a auténtica de las form as ilusoria y «sentimental» del


imor a la naturaleza.15 D e ahí que, por ejemplo, la brutalidad con-
11 .i seres de la naturaleza orgánica, animales o plantas, no es mala

porque es concebida com o un indicio de la «posible» brutalidad


contra seres hum anos, sino que es más bien mala en sí misma. Así,
i.nnbién el falso «sentimentalismo» ante las obras de arte, es decir,
1.1 atención reflexiva de los propios sentim ientos en lugar de estar
atento a los valores presentes en la propia obra de arte (con la si­
multánea ilusión de creer que estos «sentimientos» son sus valores)
conducen a este tipo de «amor al arte», mientras que en el auténtico
amor al arte nos encontram os en cambio com pletam ente orientados
hacia algo ¿xírahum ano, hacia algo que eleva a los seres hum anos
ijua seres hum anos por encim a de sí mismos y de sus experiencias,
listo es válido de m odo más em inente para el am or a Dios: este
amor no se dirige hacia la «sombra del ser hum ano» en el cosmos,
sino hacia lo que por su esencia es trascendente al ser hum ano, in­
cluso a todos los seres finitos, lo que es en sí «sagrado», «infinito»,
«bueno».16Al igual que en la teoría tratada previamente, la sim patía
se basa sólo en la ilusión de creer que uno «mismo» experim enta el
dolor o la alegría que otro experim enta, siguiendo esta idea, todo
am or a algo extrahum ano o sobrehum ano se basa en que el ser hu­
m ano vive en la ilusión de creer que concibe de m odo am oroso un
«otro», m ientras que en realidad sólo se abraza am orosam ente una
vez tras otra a sí m ismo, a su m era imagen reflejada. L. Feuerbach

15. Como se expresa, por ejemplo, del modo más penoso posible en las des­
cripciones a cargo de W. Bólsche en Liebesleben der Tiere {Vida amorosa de los
animales).
16. Véase aquí el texto mu y pertinente de R. Otto: Lo sagrado, 2.a ed., 1922.
También nuestro análisis del «acto religioso» en Vom Ewigen im Menschen {De lo
eterno en el hombre). [GW 5, pp. 240-264.]
desarrolló su «teoría» acerca del am or a Dios, al igual que Auguste
C om te.
2. El m odo de darse objetos de valor en el am or y en el odio.
H em os dicho que el am or es el m ovim iento en la dirección «va­
lor inferior -> valor superior», sin que por ello nos deban ser dados
ambos valores. Por regla general, el valor inferior nos viene dado ya
sea en el sentir del valor que provoca el amor, com o en los casos en
los que el am or ocurre de m anera repentina, o bien cuando tiene
lugar u n acto de preferencia entre varios objetos dados. Pero sea
com o sea: el «amor» empieza con el objeto o el portador del valor
en cuestión, cuando se da el m ovim iento hacia un posible valor su­
perior del objeto am ado, estando todavía com pletam ente sin deci­
dir si este «valor elevado» ya existe (sólo que, por ejem plo, aún no
ha sido «percibido» o «descubierto») o si aún no existe y sólo (en el
sentido ideal e individual, no universal, del térm ino) «debe» existir
en él.17Justo en la indiferencia frenre a ambos casos radica un rasgo
esencial del amor. Por ello sería falso decir que el am or es la actitud
en la que siempre, por decirlo así, buscamos valores nuevos y supe­
riores en nuestro objeto (una búsqueda tal es sólo una consecuen­
cia posible del am or zrrealizado), pero tam bién sería falso decir que
es una tendencia a «elevar» su valor fáctico, ya sea a «desearle» un
bien, a ambicionarlo o a «quererlo»; por ejemplo, intentar «mejorar»
a una persona o ayudarla de algún m odo para que sea portadora de
valores superiores. Es cierto que esto puede ser una consecuencia
del amor. C uando he dicho que en el caso del am or a una persona,
en el m ovim iento del am or m ism o, «está por decirlo así prefigura­
da u n a im agen ideal del valor de ella» que no ha sido «extraída» de
sus valores empíricos, los cuales son sentidos, pero que sí que se ha
construido sobre estos valores sentidos, no quiero decir que esto
tenga el m ism o significado que una tendencia hacia el increm ento
del valor del objeto am ado, que un querer m ejorarlo, etcétera. Un
tal querer m ejorar supone 1) u n a disposición «pedagógica» que

17. Sobre la diferencia entre el «deber ser ideal» y la conciencia del deber,
véase en mi libro El formalismo en la ética y ética material de los valores el ca­
pítulo «Valor y deber», pp. 206 ss. [GW 2, pp. 211 ss.].
Itiicc desaparecer de m odo repentino y necesario el am or existente,
’) tina separación entre lo que es la persona en cuestión y lo que
.iilii no es y que justam ente «debe» llegar a ser. Pero el am or es in­
diferente justam ente frente a esta separación. Precisamente esta se­
paración es lo que no se halla en m odo alguno presente en el amor,
liimpoco existe ninguna separación entre lo que denom iné, en el
i tiso anterior, el «factum em pírico del valor» y la im agen «ideal»
del valor.
Aquí encontram os por vez prim era el punto más com plejo de la
t uestión. N o se da una finalidad puesta para la tendencia ni un fin
puesto para la voluntad, que ap u n ta hacia el valor superior y su
realización, sino que es el amor mismo el que en el objeto hace apare­
cer en cada caso de m odo com pletam ente continuado y además a
¡o largo de su movimiento el valor superior, com o si emergiera «de
modo espontáneo» del objeto am ado m ism o sin que hubiera acti­
vidad de la tendencia del am ante (ya sea sólo un «deseo» de su p ar­
le). Todos los intentos de explicar este fenóm eno fundam ental a
partir de la disyuntiva: o bien sólo es visto aquí un valor ya pre­
sente (com o si el am or sólo abriera los ojos para los valores supe­
riores presentes, m ientras que el odio los cerrara), o bien el am or
sólo es el «pretexto» para crear y para producir volitivam ente estos
valores m ediante la educación por ejem plo, o bien crea a partir de
sí (sin esfuerzo de la tendencia) los nuevos valores; todo esto son
determ inaciones m uy bastas e insuficientes que justam ente ocul­
tan el fenómeno fundam ental. Pues en ninguno de estos casos está
dado el amor. Es cierto que se puede decir que el verdadero am or
ibre los ojos del espíritu para valores siem pre superiores del obje­
to am ado, hace verlos, pero no los hace algo así com o «ciegos»
¡como dice el m uy absurdo proverbio, que evidentem ente conci-
3e al am or com o una pasión sensual de los instintos). Lo que pro-
zoca «ceguera» no es nunca el amor en la em oción em pírica, sino
os instintos sensuales que siem pre lo acom pañan y que efectiva-
n e n te im piden y lim itan el amor. Pero este «abrir los ojos» es jus-
am ente sólo u n a consecuencia del amor, que se da con respecto
i la gradación de «interés», «atención», «percatarse de», «prestar
itención a», etcétera. Pero él m ism o no es un «com portam iento a
la búsqueda» de nuevos valores en el objeto am ado. ¡Todo lo con*
trario! U na búsqueda semejante de valores «superiores» sería sin dudii
un signo de una efectiva carencia de amor. Sería asim ismo un inte­
rés creciente en los «méritos» y un interés decreciente en los «defec­
tos» del objeto, esto significa que este com portam iento se encon^
traría cuando m enos en el cam ino de la ilusión. La autenticidac
del am or se m anifiesta enteram ente en que sí que vem os los «de­
fectos» del objeto concreto, pero lo am am os con estos defectos.
¿Y en qué situación nos encontraríam os si el am or fuera una ta
«búsqueda» y los valores superiores buscados no existieran? E n­
tonces aparecería en cualquier caso la desilusión y la «búsqueda»
cesaría. Pero lo que ahí cesaría no podría ser con seguridad e
am or al objeto. Pues éste justam ente no cesa p orque no se en­
cuentren los valores buscados. Así, este abrir los ojos para los va­
lores superiores dados no es lo que hace que el am or sea amor,
sino que es a lo sum o su consecuencia, y esto sin esta específica
«búsqueda». El am or abre los ojos para valores superiores a los que
le son dados al «interés», es m ucho más que una m era «atención
intensificada», de becho es lo que tiene com o consecuencia esta in­
tensificación.
Pero, tam bién en otro aspecto im portante, esta concepción pa­
saría por alto el fenóm eno del que se trata. Hem os dicho: el am or
está dirigido hacia el «ser superior de un valot'>; pero esto es algo
distinto que dirigido «hacia un valor superior». Si busco en un o b J
jeto «un» valor superior al valor dado, entonces este «buscar» deter­
m ina ya una form a cualquiera de la concepción del valor superior
en función de su cualidad ideal. C on todo, el valor superior mismo,
del que se trata en el amor, no está en m odo alguno previam ente
«dado», sino que sólo se abre en el movimiento del amor, por decir­
lo así, a su térm ino. En este m ovim iento sólo se encuentra necesa­
riam ente la dirección hacia un ser superior (determ inado de m odo
cualitativam ente cambiante) del valor.
Ya he rechazado la segunda interpretación, según la cual, el am or
es esencialm ente y no es otra cosa que la ocasión para crear el valor
superior m ediante la educación, etcétera. Y añado que querer m o­
dificar en general al objeto am ado no se da en m odo alguno en el
dium cu cuanto tal.18 Es com pletam ente correcto decir: am am os
I|
iim ley esencial) los objetos, por ejem plo, a u n ser hum ano, com o
m i I ,imbien se dice que es incluso ley esencial del amor, que ame-
mi i* rl objeto com o «es», con los valores que «tiene», y se niega que
Hi rl ,imor está dado u n valor que solo «debe» ser en el objeto,
lililí) «deber ser así», tom ado com o si fuera «condición» del amor,
ilt .) i nyc su esencia fundam ental. Esto es, por ejem plo, de sum a
importancia para concebir correctam ente la idea evangélica del
amor, com o he m ostrado en detalle en otro lugar.19Jesús no le dice
María Magdalena: «No debes seguir pecando; si me lo prom etes
ii .miaré y te perdonaré tus pecados» (como, por ejem plo, lo inter­
p e ló en una ocasión Paulsen).20 Sino que le ofrece los signos de su
amor y el perdón de sus pecados y al final dice: «Vete y no vuelvas
ti pecar». Incluso estas palabras de Jesús sólo van destinadas a ha-
■ n le ver a M aría que está profundam ente vinculada de un m odo
mievo a Jesús, y a dejarle ver que ya no puede seguir pecando; no
nene en m odo alguno el sentido de un im perativo con carácter de
ubiigación. D e m odo semejante, en la historia del hijo pródigo el
tii repentim iento consum ado del hijo no es razón y condición del
perdón y de la acogida am orosa por parte del padre, sino que es en
la contem plación asombrosa del am or paterno que surge poderosa­
mente el arrepentim iento. Así pues, la sentencia: «El am or se diri­
ge hacia los objetos tal com o son» es sin duda alguna correcta. D e
allí que si se espera amor y se encuentra el gesto educativo, un «tú
debes», entonces la consecuencia es obstinación y orgullo herido.
I ,sto es perfectamente normal. Sólo que este «tal com o son» no debe
ser entendido erróneam ente, no debe ser entendido en pie de igual­

18. J. Cohn en su libro Geist der Erziehung [El espíritu de la educación)


( leubner, 1919), p. 221, me ha atribuido la opinión de que es «irreconciliable»
.imar a un niño y ver en él el germen de valores que deben ser desarrollados. Sin
embargo, lo que yo afirmaba era únicamente que el amor y la disposición peda­
gógica en tanto que fenómenos igualmente actuales y simultáneos se excluyen
mutuamente. También lo siguiente se basa en un malentendido.
19. Véase, El formalismo en la ética etcétera. [GW 2, pp. 227-233.]
20. Véase la crítica de Paulsen a la novela sobre Jesús de G. Frenssen: Hilli-
genlei.
dad con: «amamos las cosas con los valores que sentimos en ellas»,
o «a través de estos valores amamos los objetos». Pues justo esta inter*
pretación le sustrae al am or el carácter de movimiento que le es con­
sustancial. El «ser» del que se trata aquí es justam ente ese «ser ideal*',
que no es ni un ser existencial-empírico, ni un «deber ser», sino una
tercera cosa indiferente frente a a ta distinción: el m ism o «ser», por
ejem plo, que se encuentra en la frase: «llega a ser quien eres», q ia
justam ente dice algo distinto de «debes ser así y asá», y tam bién algo
distinto del «ser existencial empírico». Puesto lo que se «es» en este
últim o sentido, no es necesario que uno «llegue a serlo».21
Sería com pletam ente errónea la tercera interpretación, que el
am or «crea» los valores superiores en el otro, y que sea en este sen­
tido un m ovim iento hacia el valor superior. Pues esto sólo podría
significar, que el am ante extrae de sí m ismo los valores y los pro­
yecta en el amado, esto es, lo rellena de valores más o m enos ima­
ginarios, que el am ado en realidad no posee en absoluto. O «pro­
yecta afectivamente sus propios valores en el objeto». Esto sería una
ilusión. N aturalm ente hay «ilusiones» tales. Pero es seguro que no
están condicionadas por el am or a las cosas; sino justam ente son
provocadas por su contrario, p o r el no-poder-deshacerse de la ten­
dencia a las ideas, sentim ientos e intereses propios. La tendencia fre­
cuentem ente m encionada del am ante (sobre todo en el caso del
am or sexual), de «sobrevalorar», de «elevar», de «idealizar», etcéte­
ra el objeto del amor, no existe en m odo alguno justam ente en los
casos en los que acostum bra a ser aducida. C on frecuencia sólo los
«fríos espectadores» llegan a esta opinión, porque no ven los valores
particulares individuales, que están presentes en el objeto, pero que
sólo son vistos por los ojos agudizados por el amor. La «ceguera»
está pues de parte de los «fríos espectadores». ¡Aún más, la esencia
de una individualidad extraña, que es indescriptible y que nunca

21. Lo iquí presentado queda más claro con ayuda de mi teoría sobre la
persona de valor individual e ideal y su «determinación», como la he desarrolla­
do en el libro El formalismo etcétera pp. 508 ss. Lo que en el devenir empírico
del ser humano es «desarrollo», es, en relación con su ser y su existencia absolu­
tos, sólo «desvelamiento». [GW 2, pp. 481 ss. y «Ordo Amoris».]
puede ser reducida a conceptos («individuum ineffabile»), sólo apare­
ce en su totalidad y puramente en el am or o en la m irada a través del
iimor! C uando no hay amor, el lugar del «individuo» es ocupado por
l<i «persona social», esa m era X de relaciones diversas (por ejem ­
plo, «ser tío de», «ser tía de»), la X de u n a determ inada actividad
Micial (profesión), etcétera. En este caso es justam ente el am ante
i|iiien ve más cosas que los otros, y es el y no los «otros» quien ve lo
objetivo y lo real. Sólo la falsa degradación subjetivista de lo real
y objetivo en una mera «valuabilidad y validez universales» — uno
de los errores más grandes de la filosofía subjetivista de Kant— 22 nos
conduciría necesariamente a una conclusión distinta. Sin embargo:
en m uchos casos existe realm ente una tal tendencia a la «idealiza­
ción». Pero en tanto en cuanto existe, no es verdaderam ente a cuen­
ta del amor a otros, sino a cuenta del im pedim ento, que sufre el
amor cuando está encerrado en sus propios intereses, tendencias,
ideas, valoraciones; pero esto es precisam ente una consecuencia del
«egoísmo» parcial, del no salir de uno m ism o y de los propios pro­
cesos psíquicos hacia el objeto y su contenido de valor, procesos
i]ue están permeados por las sensaciones corporales e im pulsos ins­
tintivos. N o obstante, no se debe valorar el caso puro y genuino
Jel am or en función de las posibles ilusiones aquí presentes.2' Por
ejemplo, hay tam bién un «presunto am or», que sólo es cariño
morque «hemos hecho tantas cosas» p o r alguien, porque «hemos
juesto tantas energías y preocupaciones, etcétera, en él», a la m a­
lera de u na valoración resentida: «Es bueno lo que cuesta m ucho».
D «presunto amor» por costum bre: u n elem ento del así llam ado
<cariño»; o presunto am or por «huida de uno mismo» («no poder
:star solo») o p o r «com unidad de intereses» — que tam bién p u e­
den llevar a los correspondientes portadores del acto incluso hacia
a ilusión de que «aman» un objeto; o un estar poseído patológica­

22. Véase al respecto mi tratado El resentimiento en la construcción de la mo­


ni, op cit., y El formalismo en la ética y la ética material de los valores.
23. Véase al respecto lo que he escrito en mi tratado Uber Idole der Selbst-
ujahrnehmung (Sobre ídolos de la autopercepción), op. cit. [Die Idole der Selbster-
kenntnis. GW 3, pp. 213-292], acerca del método erróneo consistente en enjui­
ciar el caso normal en función de las ilusiones.
m ente por u n rasgo del objeto am ado sem ejante a un rasgo de *.!!i
objeto am ado con anterioridad; o «com unidad de caracteres», qu¿
no incluye necesariamente ei amor, sino sólo que descansa sobre i)
«respeto»; o «com unidad de destino»— com o, p o r ejem plo, «cu*
maradería», que es m uy distinta del am or basado en la amistad. 11
esencia del am or no debe ser juzgada en función de ninguna de ci­
tas ilusiones.
C on este rechazo de las tres interpretaciones falsas del fenóme*
no que representa el am or (como m ovim iento en la dirección del
«ser superior del amor»), creo haber hecho más com prensible el fe
nóm eno. Si liberamos este fenóm eno de todos los aditam entos env
píricos y de otro tipo, entonces podem os decir: el amor es el movi­
miento en el que todo objeto individual concreto, que es portador de
valores, alcanza el valor posible superior para él en función de su deten*
minación ideal; o en el que alcanza su esencia valorativa ideal, que le
es propia (siendo el odio el m ovim iento opuesto). N o queda deci­
dido aquí el hecho de si se trata de am or a uno m ism o o de amor
a los otros, así com o todas las otras posibles diferenciaciones.
ORDO AMORIS

S ig n ific a d o n o r m a t i v o y d e s c r i p t i v o d e l o r d o a m o r is

Me encuentro en un m undo enorm e de objetos sensibles y espi-


iIInales que ponen en perpetuo m ovim iento mi corazón y mis pa­
ilones. Sé que tan to los objetos que conozco p o r la percepción
n por el pensam iento, com o todo lo que quiero, elijo, hago, con lo
i|iie actúo o lo que llevo a cabo, dependen del juego de este m ovi­
miento de mi corazón. D e esto se sigue para m í que toda corrección
n alsedad y equivocación de mi vida y de mis ocupaciones serán
determinadas por la existencia o no de un orden objetivo justo de es-
las emociones de mi am or y mi odio, de mis inclinaciones y aversio­
nes, de mis múltiples intereses por las cosas de este m undo, y de que
me sea posible o no inculcar a m i ánim o este «ordo amoris».
Si investigo la esencia más interior ya sea de un individuo, de
una época histórica, de una familia, un pueblo, una nación u otras
unidades sociohistóricas al azar, lo reconoceré y com prenderé más
a fondo si he reconocido el sistem a siem pre articulado en algún
m odo de sus valoraciones fácticas y de sus preferencias de valor.
D enom ino a este sistema el ethos'* de este sujeto. Pero el núcleo
más fundam ental de este ethos es el orden del amor y del odio, la for­
ma constructiva de estas pasiones dom inantes y predom inantes,
encontrándose además en prim er lugar esta form a constructiva en
un estrato que haya llegado a ser ejemplar. La concepción del m u n ­
do así com o los hechos y las acciones del sujeto están siem pre co-
dirigidas p o r este sistema.

1* [Véase sobre «Ethos» en el libro sobre el formalismo GW 2, V, 6.]


Así, el concepto de un ordo amoris tiene un significado doble:
un significado normativo y uno únicam ente fáctico, descriptivo. El
significado es norm ativo no en el sentido de que este orden es un
com pendio de norm as. Ya que entonces podría ser puesto por
cualquier voluntad — ya sea el querer de un ser hum ano o de un
dios— , pero no sería reconocido de m odo evidente. Justam ente lo
que hay es este conocimiento de la jerarquía de todas las posibles
disponibilidades que tienen las cosas para ser amadas en función del
valor interno que les corresponde. Éste es el problem a central de
toda la ética. Pero am ar las cosas si es posible com o las ama D ios,2
y experim entar juiciosam ente en el acto propio del am or la super­
posición del acto divino y del hum ano en uno y el m ism o p u n to
del m u n d o de los valores, sería lo m áxim o de lo que sería capaz el
ser hum ano. Así, el ordo amoris objetivo pasa a ser norm a sólo
cuando en tanto que conocido se vincula al querer del ser hum ano
y le es ofrecido por un querer.3* Pero tam bién descriptivam ente el
concepto de ordo amoris tiene un valor fundam ental. Puesto que es
el m edio para encontrar tras los hechos inicialm ente confusos de
las acciones, los fenóm enos expresivos, las voliciones, las costum ­
bres, los usos, las obras del espíritu, hum anos y moral m ente relevan­
tes, la estructura más sim ple de los fines más elem entales a que
apunta, al actuar, el núcleo de las personas; digam os, la fórm ula
m oral básica según la cual este sujeto existe m oralm ente y vive.
O sea, todo lo que reconocem os com o relevante m oralm ente en
un ser h um ano o en u n grupo, debe ser reducido— en lo m ediato
— al m odo específico de la construcción de sus actos de am or y de
odio, de sus capacidades de am or y de odio: al ordo amoris que las
do m in a y que se manifiesta en todas las emociones.

2. Con todo, la idea del ordo amoris objetivo no depende de la sentencia so­
bre la existencia de Dios.
3* [Sobre valor y norma véase GW 2, IV, 2.]
M u ndo entorno , d e s t in o ,
"D ETERM INACIÓ N INDIVIDUAL» Y ORDO AMORIS

Quien posee el ordo amoris de una persona, tiene a la persona. Posee


tic esta persona, como sujeto moral, lo que las formas del cristal son
.il cristal. Com prende tan com pletam ente a la persona com o esta
pueda ser comprendida. Tiene ante sí, presentes tras toda la variedad
y la complejidad empírica, las líneas básicas de su ánimo, un ánim o
i|iie merece ser considerado el núcleo del ser hum ano com o ser es­
piritual, m ucho más que el conocer y el querer. Posee en u n esque­
ma espiritual la fuente prim igenia que provee secretam ente todo
lo que surge de este ser hum ano; y aún más: lo que determ ina de
m odo prim igenio a aquello que constantem ente hace el adem án
ile situarse alrededor de este ser hum ano; en el espacio es su entorno
moral, en el tiem po su destino, esto es, el m odelo de lo posible, de lo
que le puede pasar a él y solamente a él. Puesto que ya la im presión
del valor del estímulo, en función de su m odo y de su m agnitud,
sobre una actividad cualquiera de la naturaleza e independiente del
ser hum ano, no sucede sin la cooperación de su ordo amoris.
En cada jerarquía específica de los valores y de las cualidades de
valor aún no «cosificadas» y conformadas en bienes, que representan
la cara objetiva de su ordo amoris, el ser hum ano avanza a grandes pa­
sos com o en un recipiente que lleva a todas partes consigo; de la que
no es capaz de escapar por m uy rápido que corra. A través de la ven­
tana de este recipiente contem pla el m undo y a sí mismo; nada más
del m undo y de sí mismo, ninguna otra cosa que lo que esta ventana
le m uestra según su situación, m agnitud y color. Pues la estructura
del m undo entorno de cada persona — articulada finalm ente en su
contenido total según su estructura de valores— no se desplaza y no
se transform a cuando el ser hum ano se desplaza constantem ente en
el espacio. Tan sólo se llena cada vez de nuevo con determ inadas co­
sas individuales; pero de m odo tal que tam bién este llenarse sigue la
ley formativa que prescribe la estructura de valores del am biente.4*

4* [Sobre la estructura del mundo entorno = estructura de valores véase


GW 2, III, pp. 148 ss.]
Los bienes al hilo de los cuales el ser hum ano conduce su vida, las
cosas prácticas: las resistencias al querer y a la acción a las que apli­
ca su voluntad; tam bién éstas han sido siempre ya penetradas y en
cierto m odo clasificadas por el especial mecanismo de selección de
su ordo amoris. Lo que le atrae no son las mismas cosas y personas,
sino en cierto m odo el m ism o tipo de hombres y de cosas: y estos
«tipos», que son en todos los casos tipos de valor, le atraen en todas
partes o le repelen, según determ inadas reglas constantes del prefe­
rir (y del detestar) lo uno a lo otro, donde sea que vaya. Este atraer
y repeler (que son sentidos com o em puje y choque procedentes de
las cosas — y no del yo, com o la así llamada atención activa— y
que a la vez están regulados y circunscritos por disposiciones po­
tencialm ente activas del interés vividas com o disponibilidad a en­
trar en contacto) no determ ina únicam ente lo que observa, en lo
que repara y en lo que no fija su atención y en lo que no repara,
sino que determ ina ya todo lo posible por observar y en lo que re­
parar. C o n un, digamos, sonido de trom peta, totalm ente prim ario
y que se adelanta a la unidad de percepción, una señal de valor,
que anuncia «¡aquí sucede algo!» — una señal que surge de las co­
sas, no de nosotros en la vivencia— acostum bran a anunciarse las
cosas reales en el um bral de nuestro m undo entorno y en transcur­
sos posteriores procedentes de la lejanía del m undo penetran en el
m undo entorno com o m iem bros suyos. Justo ahí donde por ejem ­
plo no seguimos el im pulso de las cosas, donde no alcanzamos una
percepción cualquiera del pu n to de partida de este im pulso, pues­
to que en este estadio de su actividad nos resistimos a él volunta­
riam ente, o donde un im pulso más fuerte ahoga al más débil ya en
su estado em brionario, se manifiesta claram ente este fenóm eno del
«anunciarse».
Pero en este atraer y repeler se oculta en cada caso el ordo amo­
ris del ser humano y su especial relieve. Y al igual que la estructura
dei m u n d o entorno apenas se transform a con el entorno fáctico,
tam poco se transform a la estructura del destino hu m an o por las
novedades que proyecta, ya sea en form a de vivencias, de voluntad,
de actividad o de creación, en su futuro, o por lo novedoso que le
viene al encuentro: destino y m undo entorno descansan sobre los
mismos factores del ordo amoris del ser hum ano y sólo se diferen­
cian por la dim ensión tem poral y espacial. Su m odo de form ación
regular, cuyo estudio form a parte de los problem as más im portan­
tes de un estudio en profundidad de la esencia moral del «ser hu­
mano», derivan en todo m om ento y lugar del ordo amoris.
Lo que la teoría, justam ente, de las confusiones del ordo amoris
consigue para la com prensión de los destinos hum anos, se m ostrará
posteriormente. A quí se adelanta únicam ente lo único que nos está
permitido denom inar com o nuestro «destino». Es seguro que no es
todo lo que sabemos del acontecer a nuestro alrededor y en noso-
«ros, de lo que ha sido querido librem ente por nosotros o ha sido
producido por nosotros; es seguro que tam poco es todo lo que nos
encontram os procedente de m odo puro del exterior. Puesto que en­
tre estas cosas hay muchas que sentim os como demasiado casuales
para que las podam os incluir en nuestro destino. Exigimos del des­
tino que sea ciertam ente no deseado y m ayorm ente im previsto,
pero que tam bién represente algo distinto que una serie de hechos y
de acciones que siguen la obligación causal: a saber, la unidad de un
sentido ininterrumpido, que se nos representa com o una unidad esen­
cial individual del carácter hum ano y del acontecer a su alrededor
y en su interior. O sea, justam ente esto: que nosotros, al contem plar
la totalidad de una vida o una gran serie de años y acontecimientos,
ciertam ente tal vez veamos todos los casos concretos de este aconte­
cer com o si fueran com pletam ente casuales, pero su conjunto — por
muy imprevisible que haya sido cada parte del todo antes de que
sucediera— refleja justam ente lo mismo que aquello que debemos
considerar com o el núcleo de la persona de la que se trate; esto es lo
que constituye lo específico del destino. Es una concordancia de m un­
do y ser humano, com pletam ente independiente del querer, la inten­
ción, el deseo, pero tam bién del casual acontecer objetivo y real y de
la vinculación e interacción entre ambos, la que se nos revela en esta
unidad de sentido en el transcurso de una vida. Pues es tan evidente
que el destino abarca el contenido de lo que le «pasa» al ser hu m a­
no, de lo que por tanto está más allá de la voluntad y de la inten­
ción; com o tam bién es evidente que sólo puede pasarle a este sujeto
moral lo que le «pasa». Por tanto, sólo lo que está en el espacio de
ciertas posibilidades caracteriológicas sólidam ente circunscritas de lt
vivencia del m undo — espacios que tam bién cambian en los cons­
tantes acontecim ientos exteriores entre persona y persona, entre
pueblo y pueblo— y los acontecim ientos reales que parecen cum­
plir estos espacios, pueden ser denom inados «el destino» de una per­
sona. Y justam ente en este sentido m ás ajustado de la palabra, el
m odo de formación del ordo amoris fáctico de un ser hum ano — y
precisamente su m odo de form ación según reglas determ inadas
com pletam ente por la paulatina funcionalización de objetos prim a­
rios de valor en su tierna infancia— es lo que dom ina el transcurso
del contenido del destino.
Tras la alcanzada aclaración provisional de lo que entendem os
por ordo amoris en sentido p onderado, norm ativo y m eram ente
descriptivo, debe tam bién ahora decirse lo que debe concebirse
bajo un desorden dado del recto ordo amoris, qué tipos de desórdenes
hay («désordre du coeur», com o dice plásticam ente Pascal), y lo
que debe entenderse p o r el proceso que lleva de un estado total
ordenado a uno desordenado, es decir, p o r el concepto de una
confusión de! ordo amoris. Finalm ente hay que plantear la pregunta
acerca de cóm o está constituida la dinám ica de estas confusiones,
y de qué m odo debe efectuarse la solución de las form as básicas y
de los m odos de confusión que deben ser descritos, o sea, cóm o po­
dría lograrse una restauración (a ser posible) del recto ordo amoris
en un sujeto. N aturalm ente la respuesta a esta últim a cuestión, que
en su singularidad pertenece a los ám bitos conocidos aún de m odo
poco claro y sólidam ente circunscritos de la pedagogía y de la téc­
nica terapéutica de la curación de personas, depende, en prim er
lugar, del ideal de curación del sujeto específico del que se trata,
un ideal de curación que surge sim ultáneam ente del ordo amoris
ponderado y válido universalm ente y de la determ inación indivi­
dual de la curación, y, en segundo lugar, d e la ya conocida psico-
dinám ica de las confusiones.
Pero no queremos separar las cuestiones de la aclaración de con­
ceptos y la investigación objetiva, y, antes de que iniciemos ésta,
hay que decir únicam ente, qué significa «determinación individual»
en relación con el medio y el destino.
I >cl mismo m odo que para nosotros la idea de u n ordo amoris
ru lo y verdadero es la idea de un reino, sólidam ente objetivo e
independiente de los seres hum anos, de las disponibilidades, orde­
nólas, de ser amadas todas las cosas — o sea, de algo que sólo po­
damos conocer, no «poner», crear, hacer— , así tam bién la «deter­
minación individual» de un sujeto espiritual singular o colectivo es
ílgo que apunta, gracias a su específico contenido de valor, a este
*iijeto — y sólo a él— , pero, con todo, es algo no m enos objetivo:
lio algo susceptible de ser puesto, sino algo susceptible exclusiva­
mente de ser conocido. Esta «determinación» expresa el lugar que le
corresponde justam ente a este sujeto en el plan de salvación del
mundo, con ello expresa tam bién su tarea específica, su «vocación»
en el antiguo sentido etim ológico del término.* El sujeto puede en­
cañarse acerca de su vocación, puede así no acertarla (libremente)
y puede reconocerla y convertirla en realidad. Si intentam os de
ulgún m odo enjuiciar y m edir m oral y com pletam ente a u n sujeto,
tenemos que tener constantem ente en m ientes ju n to a los parám e-
i ros universales, la idea que le corresponde a él de su determ inación
individual, y no la nuestra o la de otro sujeto cualquiera. En otro
lugar5* he intentado m ostrar de qué m odo y con qué m edios p o ­
demos com prender la determ inación individual, contem plando sus
expresiones vitales y conform ando una imagen total con las inten­
ciones más centrales de sus convicciones, digamos, por encim a de
su realización em pírica (que siem pre es sólo fragm entaria).
Puesto que form a parte de la esencia del cosmos moral, presen­
tarse, justo en el caso de la m ayor perfección pensable, en el marco
del bien universal objetivo, pero tam bién presentarse en una pleni­
tud nunca definitiva de valoraciones individuales únicas, formacio­
nes de personas y de bienes, pero tam bién lo es presentarse en una
serie de m om entos del ser, de la acción y de la obra, m om entos his­
tóricos y cada uno de ellos únicos, poseyendo cada uno de estos
m om entos su «exigencia de cada día», su «exigencia de cada hora»;

* En alemán Beruf(oficio, vocación) recoge también el sentido de «misión»,


«apostolado». (N. del t.)
5* [Véase GW 2, VI, B.]
así, esta irregularidad no es un no-tener-que-ser moral, sino que se­
ría, por el contrario, la regularidad de los parám etros com pletos
para seres hum anos, pueblos, naciones y asociaciones de todos los
tipos. Sólo en el marco de la determ inación universal del ser hum a­
no en general (y sobre todo de los seres espirituales racionales) de­
ben encontrar su lugar todas las determinaciones individuales. La
determ inación individual no es «subjetiva» en la m edida en que sólo
puede ser conocida por aquel para quien ella existe, y puede ser lle­
vada a la realidad exclusivamente por él. Antes bien, podría m uy
bien ser que otra persona pudiera por ejemplo conocer más adecua­
dam ente m i determ inación individual de lo que yo m ism o la co­
nozco; y tam bién puede ser que otra persona me ayude resuelta­
m ente a llevarla a cabo, para alcanzarla. Estar presente en la forma
de un mutuo convivir, actuar, creer, esperar, formar, y ser el uno para
el otro y valorarse; esto mismo es una parte de la determ inación ge­
neral de todo ser espiritual finito, o sea, en la esencia natural tam ­
bién de la determ inación individual (que todas las personas tienen
u na determ inación individual lo reconoce todo aquel en el caso es­
pecial de sí mismo) ser tam bién corresponsable de que cada persona
com prenda su determ inación individual y la lleve a la realidad. La
idea de la determ inación individual no excluye así pues, por ejem­
plo, la solidaridad, m utua en la responsabilidad de la culpa y del m e­
recim iento por parte del sujeto moral, sino que la incluye.
N o es necesario decir que del m ism o m odo que toda vida real
de un ser hum ano puede apartarse de las norm as universales, tam ­
bién puede apartarse considerablem ente de su determ inación indi­
vidual. Lo que aquí nos im porta es que su determ inación indivi­
dual se adecúe a su estructura del entorno y a su destino, en parte
en una relación de armonía y en parte de antagonismo y esto en to­
dos los grados; aunque el propio m undo entorno y el destino son
algo com pletam ente distinto de lo m eram ente fáctico que le afecta
y actúa sobre él desde el exterior. Así, la determ inación individual
de un ser hum ano no es sobre todo algo así com o su destino. Sólo
este supuesto mereció ser denom inado fatalism o, y no el reconoci­
m iento del hecho del propio destino. Esto sólo tuvo validez única­
m ente m ientras se cosificó el destino, com o hicieron los griegos con
nu heimarmene, o m ientras se explicó el destino, así com o la deter­
m inación, p o r referencia a u n a elección prem undana de Dios,
i oiuo la predestinación de san A gustín y de Calvino. Pero ahora la
estructura del entorno y el destino (en el sentido determ inado an­
teriorm ente) son asim ism o algo que h a devenido naturalm ente y
que es en principio inteligible; no es, por tanto, lo m eram ente real
y activo de m odo casual en cada caso. El destino no puede cierta­
mente ser elegido en libertad, com o algunos indeterm inistas extre­
mos lo han tom ado, equivocándose así acerca de su esencia, y acer­
ca de las capas de libertad y de no libertad en nosotros. Las esferas
de elección — o las opciones de que dispone el acto de elección—
son ya determinadas por el destino, no es el destino el que está deter­
m inado p or la elección.6* Así m ism o el destino crece aún él mismo
a partir de la vida de los seres hum anos y del pueblo, que se nutre
cada vez más de contenido concreto y de contenido tem poralm en­
te previo; se conform a en su m ayor parte en la vida de los indivi­
duos, en todos los casos en la vida de la especie. Y lo m ism o es
tam bién válido para las estructuras del entorno.
A pesar de que el destino, com o la estructura del entorno, no ha
sido elegido librem ente, el ser hum ano, com o persona libre, puede
muy bien relacionarse con él de m odos m uy distintos. Así, puede en­
contrarse bajo su hechizo, de m odo que ni siquiera lo reconoce
com o destino (como el pez en el acuario), pero tam bién puede en­
contrarse por encima de él, en tanto que lo conoce. Tam bién puede
ofrecerse a él u oponerle resistencia. M ás aún, en todos los grados
de la perfección es capaz — com o se verá más adelante— en p rin ­
cipio de deshacerse o bien de transform ar tanto su estructura del
en to rn o (no sólo su contenido que en cada caso es arbitrario)
com o su destino. C iertam ente, es capaz de ello, a diferencia de los
actos libres de elección que se encuentran dentro de los límites de
su estructura del entorno y de su destino y que no pueden escapar
de sus espacios de actuación, sólo m ediante actos y m odos de com-

6* [Acerca de la esfera de elección y el destino véase «Sobre la fenomenolo­


gía y la metafísica de la libertad», en GW 10, pp. 155-177; y también en este
libro «Sobre la fenomenología de lo trágico».]
po rtam iento que son esencialm ente diferentes de aquellos m edian­
te los que lleva a cabo la así llam ada «elección libre», y lo que es
aún más im portante: nunca es capaz de ello solo, sino únicam ente
con la ayuda necesaria y constitutiva de seres que se encuentran en
el exterior de su destino y de su estructura del entorno. Pero la h u ­
m anidad com o totalidad y el hom bre individual, el colectivo, en
tan to en cuanto tienen un destino, deben tam bién ofrecer resisten­
cia a la determ inación general del ser hum ano in genere, de lo que
sólo son capaces a través de Dios.
El destino así com o la estructura del entorno no surgen (como
se m ostrará todavía en más detalle) de actos no activos y librem en­
te conscientes del enjuiciar, elegir, preferir, sino de acontecim ientos
psicovitales con una finalidad activa del sujeto, de actos autom áti­
cos, pero modificables con ayuda externa. Por el contrario, la deter­
minación individual es una esencia de valor atemporal en sí, bajo la
form a de la personalidad. Y así, al igual que no es form ada ni puesta
por el espíritu en el ser hum ano, sino que sólo es conocida en las
propias experiencias de la vida y de la acción, y, por decirlo así, des­
velada sucesivamente en toda su plenitud, así tam bién existe ú n i­
cam ente para nuestra personalidad espiritual.
La determ inación individual es así asunto de la evidencia m ien­
tras que el destino es sólo algo que debe ser constatado: un hecho
en sí m ism o ciego para los valores.
Es él m ism o de nuevo una cierta variedad del amor, por la que
debe transitar previam ente el conocim iento de la determ inación in­
dividual: es el verdadero amor propio o el am or a la propia salvación
que es fundam entalm ente diferente de todo el denom inado am or
de sí mismo. En el am or de sí m ismo lo vemos todo, y tam bién a
nosotros mismos a través del ojo «propio» sólo en la intención y re­
ferim os al m ism o tiem po todo lo dado, o sea, tam bién nosotros
mismos, a nuestros estados sentimentales sensibles, de m odo que no
somos conscientes de m odo claro y distinto, de esta referencia en
tanto que referencia. Así, m ovidos por él, podem os esclavizar nues­
tras propias potencias, talentos y fuerzas espirituales máximas, e in ­
cluso al m ism o sujeto superior de nuestra determ inación, bajo el
dom inio de nuestro cuerpo y sus estados. N o «usamos sabiam ente
nuestras capacidades»; sino que las derrochamos. Cubiertos por una
urdimbre de llamativos fenóm enos engañosos y entretejidos en ella,
una urdim bre tejida de estupidez, vanidad, am bición y orgullo, lo
«seguramos todo en el am or a nosotros mismos; y por tanto nos ase­
guramos a nosotros mismos. M uy distinto es el caso en el verdade­
ro am or propio. A quí nuestro ojo espiritual y su rayo intencional
están dispuestos en un centro espiritual supram undano. Nos vemos
,i nosotros mismos «como» a través del propio ojo de Dios y esto
significa en prim er lugar: de m odo com pletam ente objetivo; en se­
cundo lugar: com pletam ente com o un m iem bro de todo el univer­
so. C iertam ente aún nos amamos, pero siempre únicam ente com o
aquellos que seríamos ante u n ojo que todo lo viera, y sólo en la
m edida en que y en tanto que pudiéram os existir ante este ojo.
( Miamos todas las otras cosas en nosotros; y con más fuerza cuan-
1 0 más penetra nuestro espíritu en esta imagen divina de noso-
l ros, cuanto más espléndidamente florece esta imagen ante nosotros,
y cuanto más fuertem ente se aleje, por otra parte, de la imagen que
leñemos en nosotros fuera de Dios. Los martillos autoform adores y
esculpidores de la autocorrección, de la autoenseñanza, del arrepen­
timiento, de la destrucción, golpean todas las partes de nosotros que
destacan p o r encim a de esa figura que nos transm ite esta imagen
nuestra ante D ios y en Dios.
C iertam ente el modo de darse de cada m ateria específica, del pe­
culiar contenido de la determ inación individual, que sólo se nos
manifiesta gracias al acto del autoconocimiento en sentido socrático,
es un asunto singular. N o hay una imagen positiva y delim itada de
este m odo de darse, ni aún m enos una ley formulable. La imagen
de nuestra determ inación sólo surge en los trazos que se repiten
constantem ente, donde y cuando nos desviamos de él, cuando y
donde, en el sentido de G oethe, perseguimos «tendencias falsas»,7*
y, p o r decirlo así, en las líneas que envuelven estos trazos que con
posterioridad se relacionan hasta form ar una totalidad, la form a de
una persona. Pero justam ente este hecho (que, es cierto, es una ca-

7* [Véase I. P. Eckermann Conversaciones con Goethe, la conversación del


12 de abril de 1828.]
rencia para la form ulación y la expresión de la imagen) constituye
la fuerza im pulsora em inentem ente positiva de esta imagen sobre
nosotros. Es evidente que lo que siem pre está presente en nosotros
y que actúa secretamente sobre nosotros, que lo que siempre diri­
ge y conduce sin tener que imponerse jamás, no puede ser percibido
com o contenido separado de la conciencia (que constantem ente
es sólo «proceso», que transcurre y surge en nosotros); y es evidente
que la sabiduría eterna que habla en nosotros y que nos conduce,
no es una sabiduría que se haga oír, que ordene, sino una sabiduría
com pletam ente silenciosa y que sólo advierte; pero que suena más
alto cuanto más se actúa en su contra. El autoconocim iento de
nuestra determ inación individual opera del m ism o m odo que el
llam ado m étodo de la teología negativa (entendida de m odo que
las negaciones no determ inan el «qué» de la cosa buscada o que ex­
plican su significado hasta agotarlo, sino que tras sucesivas reduc­
ciones deben hacer visible com pletam ente y en toda su plenitud
dicho objeto). Y precisam ente por este m otivo no es técnicam en­
te u n dar form a positivo, sino más bien un (claro es, m ediado) se­
parar, un matar, un «sanar» las «tendencias falsas» (o de todo lo
que, por decirlo así, se opone a los puntos de intersección que se
h an in tu ido entre la imagen de la determ inación y nuestro yo ob­
servable em píricam ente, o sea, los puntos intuidos de conflicto) lo
que transm ite el m ayor logro práctico. Más tarde ahondaré sobre
esta técnica.
La gran diferencia entre destino y am biente, de una parte, y la
determ inación individual, de la otra, tam bién se pone de m an i­
fiesto en el hecho de que es posible una relación trágica de u n con­
flicto entre ellos, de u n lado, y la m arcada conciencia del sujeto,
del otro. Pues este conflicto no es trágico en sentido em inente cuan­
do sólo la realidad casual de u n a persona, de u n pueblo, etcétera,
se opone a la determ inación, sino cuando la determ inación y el
destino m ism o se enfrentan y luchan entre sí, cuando el espacio de
las lejanas posibilidades de vida fracasa, por decirlo así, en la de­
term inación conocida. C uando vemos personas o pueblos a quienes
su propio destino los obliga a ir contra su determ inación, cuando
vemos personas que no se «adecúan» no sólo a su contenido m o­
m entáneo y casual del entorno, sino tam poco a la estructura del
rntorno; lo cual en principio los obliga a seleccionar nuevos en­
tornos con estructuras análogas; en estos casos se da esa relación
i rágica. En qué m edida estas disarm onías son capaces de ser solu-
i ionadas, es un asunto que tratarem os más tarde, cuando nos ocu­
ltemos de la disolución de los poderes específicam ente determ ina-
ilores del destino.
Pero dirijám onos ahora a una investigación más detallada de la
forma del recto ordo amoris, y del m odo en que el espíritu hum ano
se apodera de él, y en que éste se encuentra referido a él. Puesto
(|ue sólo cuando nos hayamos hecho una idea concreta y clara so­
bre ello será posible (y éste es el tem a central de este tratado) orde­
nar las confusiones del ordo amoris según determ inados tipos cen­
trales y explicar sus porm enores.8*

1.A FORM A DEL ORDO AMORIS

E n otro lugar9 hemos tratado en profundidad sobre la esencia


del amor en el sentido más formal del térm ino. Entonces no pres­
tamos atención a las particularidades y fenóm enos adyacentes psi­
cológicos y organizatorios que o bien elevan o bien rebajan al
amor, cuyo portador es el ser hum ano. Así, nos quedó la determ i­
nación esencial de que el am or es la tendencia o, dependiendo de
cada caso, es el acto, que intenta dirigir todas las cosas en la direc­
ción de su perfección de valor que le es propia y las dirige cuando
no aparecen im pedim entos. D eterm inam os, así pues, que la acción
edificante y constructiva en el m undo y sobre el m undo es la esencia
del amor. «Q uien contem pla en silencio a su alrededor, aprende
cóm o edifica el amor» (Goethe). El am or de los seres hum anos es
únicam ente una determ inada variedad, u n a función parcial de esta
fuerza universal, que está activa en todo. Para nosotros el am or ha
sido siem pre un devenir, u n crecer, u n brotar dinám icos de las co-

8* [Max Scheler no desarrolló este asumo.]


9* [Véase «Amor y odio» en el libro de la simpatía GW 7, B.]
sas en la dirección de la im agen prim igenia que se encuentra en
Dios. Así, todas las fases de este crecimiento interno del valor de las
cosas que han sido creadas por el amor, son siempre u n a estación,
una estación que por m uy lejana que esté, está en el cam ino del
m u n d o hacia Dios. Todo am or es un am or a Dios, u n am or aún in­
com pleto, a m enudo adorm ecido o enam oradizo, en cierto m odo,
anhelante en su cam ino hacia Dios. C uando el ser hum ano am a a
una persona, una cosa, un valor, com o el valor del conocim iento,
cuando am a la naturaleza en una u otra imagen, cuando am a a los
seres hum anos com o amigos o com o cualquier otra cosa: siempre
quiere decir que en su centro personal sale de sí com o unidad cor­
poral, y que es copartícipe a través de su acción y en ella, para afir­
mar, contribuir, prom over y bendecir esta tendencia en los objetos
a su alrededor hacia una perfección peculiar.
Por ello el am or había sido considerado siempre el acto prim i­
genio, m ediante el cual un ente — sin dejar de ser el ente lim itado
que es— se abandona a sí m ism o, para form ar parte y participar
en otro ser com o ens intentionale, sin que se convierta cada uno en
u na parte real del otro.10* Lo que llamamos «conocer» — esta rela­
ción del ser— siempre presupone este acto prim igenio: un aban­
dono de sí m ismo y de los propios estados, un abandonar los pro­
pios «contenidos de la conciencia», un trascenderlos, para entrar en
u n contacto vivencial, en la m edida de lo posible, con el m undo.
Y lo que denom inam os «real», presupone inm ediatam ente un acto
del querer realizador de un sujeto cualquiera, y este acto del querer
presupone un am or que sea solícito con él, que le dé u n a dirección
y u n contenido. Así, el amor es siem pre el despertador del conoci­
miento y del querer, la m adre del espíritu y de la razón m ism a.11
Pero este uno que participa en todo, sin cuyo querer nada real pue­
de ser real y a través del cual todas las cosas en algún m odo parti­
cipan (espiritualm ente) m utuam ente y son solidarias m utuam ente;
el un o que las creó y hacia el que juntas se elevan en sus límites
adecuados y a ellas adjudicados: este uno es com o el Dios que todo

10* [Véase en este libro «De la esencia de la filosofía...».]


11* [Véase «Amor y conocimiento», en GW 6, pp. 77-98.]
lo ¡una, y tam bién por ello, el Dios om nisciente y que todo lo quie­
te : el centro personal del m undo com o un cosmos y com o todo.
I ,is metas y las ideas esenciales de todas las cosas han sido previa­
mente amadas y pensadas en él desde la eternidad.
Por tanto, el ordo amoris es el núcleo del orden del m undo com o
un orden divino. E n este orden del m undo se encuentra tam bién el
»cr hum ano. Se encuentra en él com o el servidor, más digno de ser­
vil y más libre, de Dios, y sólo en cuanto tal le está perm itido lla­
marse am o de la creación. A quí se tratará únicam ente de la parte
del ordo amoris que le pertenece, que le es propia.
El ser hum ano es, antes de ser un ens cogitans o un ens volens, un
tus amans. La plenitud, el escalonam iento, la diferenciación, el p o ­
der de su amor, envuelven la plenitud, la especificación funcional,
el poder de su posible espíritu y la envergadura que le es posible en
contacto con el universo. D e todas las cosas existentes que pueden
ser amadas, cuyas esencias delim itan a priori los bienes fácticos que
son accesibles a su capacidad intelectual, sólo le es accesible, según
su esencia, una parte. Esta parte es determ inada por las cualidades
y las modalidades de valor que puede concebir el ser hum ano en ge­
neral y, p o r tanto, en cualquier cosa. Los que determ inan y lim itan
su m u n d o de valores no son las cosas que puede conocer y sus ca­
racterísticas, sino que es su mundo de valores esenciales, el que deli­
mita y determ ina el ser por él cognoscible, haciéndolo destacar en
el m ar del ser com o una isla. A hí donde su ánim o se engancha, ahí
se encuentra para él el «núcleo» de la llamada «esencia» de las cosas.
Y le parecerá «aparente» y «derivado» todo lo que se aleje de este
objeto. Su ethos fáctico, es decir, las reglas de su preferir o detestar,
determ ina tam bién la estructura y el contenido de su concepción
del m undo, de su conocim iento del m undo, de sus ideas del m u n ­
do, y además su voluntad de ofrecerse o de dom inar a las cosas
y sobre las cosas. Esto es válido tanto para individuos com o para
razas, naciones, círculos culturales, pueblos y familias, partidos, cla­
ses, castas, clases sociales. D entro del orden de valores válido en ge­
neral para los seres hum anos, se le atribuyen a cada form a particu­
lar de lo h um ano determ inados círculos cualitativos de los valores,
y únicam ente su arm onía, su vincularse en la construcción de un
m u n d o cultural com ún es capaz de representar toda la grandeza y
am plitud del ánim o h u m an o .12*
Si las cosas que pueden ser amadas son vistas desde el am or to­
tal de Dios, están marcadas y creadas por el acto de este amor: el
am or hum ano no las m arca ni las crea. El am or hum ano debe ex­
clusivamente reconocer su exigencia objetiva y debe someterse a la
jerarquía de las cosas que pueden ser amadas en sí (pero existentes en
sí «para» el ser hum ano) ordenadas en función de su esencia especí­
fica. Sólo por eso existe un am or caracterizable com o correcto o
falso, ya que las tendencias y los actos de am or hum ano pueden
concordar con la jerarquía de las cosas que pueden ser amadas y
oponerse a ellas; tam bién podem os decir: pueden sentirse y saberse
un o o separado, y en oposición con el am or con el que Dios am a­
ba ya la idea del m undo y su contenido, antes de crearlos, y con el
am or con que lo sigue m anteniendo a cada segundo. Si el ser h u ­
m ano subvierte en su am or fáctico o en el orden de construcción
de sus actos de amor, en el preferir y detestar, este orden existente
en sí, entonces subvierte él (lo que en él es) al m ism o tiem po el or­
den del m undo en función de la intención. Y sea com o sea que lo
subvierta, subvierte necesariamente tam bién su m undo com o posi­
ble objeto de conocim iento y su m undo com o ám bito de la volun­
tad, de la acción y de la actividad.
N o es este lugar para hablar del contenido de la jerarquía del
reino de las cosas que pueden ser amadas. Es suficiente aquí con
decir algo sobre la form a y el contenido de este reino.
Desde el átom o prim igenio y el grano de arena hasta Dios este
reino es un reino. Esta «unidad» no significa algo concluido. So­
mos conscientes de que ninguna de las partes finitas, que nos han
sido dadas, puede agotar su plenitud y extensión. Si hiciéram os la
experiencia, aunque sólo fuera una vez, de cóm o ju n to a una cosa
que puede ser am ada surge otra, en el m ism o objeto o en otro, o

12* [Sobre el ethos, el perspectivismo de los valores y la solidaridad véase en


el libro sobre el formalismo GW 2. V. 6- «Historische Relativitat der ethischen
Wertschatzungen und ihre Dimensionen» («Relatividad histórica de las valora­
ciones éticas y sus dimensiones».]
u')ino sobre una que hasta entonces nos había parecido la «máxima»
rn una determ inada región del valor, surge otra aún superior, en-
ionces habríam os trabado conocim iento con la esencia del progreso
n con una penetración en este reino, del que nos damos cuenta que
no puede tener un lím ite determ inado. Sólo por ello es tam bién
comprensible que nunca pueda ser definitiva la satisfacción de un
deseo am oroso cualquiera que se cum pla en su objeto adecuado.
I¡>ual que en el ser de determ inadas operaciones del pensam iento
t|ue crean sus objetos m ediante reglas propias (por ejemplo, la de­
ducción desde n a n + 1) se fundam enta el hecho de que no se le
puedan poner límites a su aplicación, tam bién en el ser del acto de
amor que se cum ple en las cosas que pueden ser amadas, radica que
este acto pueda progresar de valor en valor, de lo superior a algo aún
más superior. «Nuestro corazón es demasiado vasto», dijo Pascal.
Aunque nuestra capacidad fáctica de am or esté lim itada en algún
modo y aunque nosotros tam bién lo sepamos; sabemos y sentimos
al m ismo tiem po que este límite no se encuentra ya sea en los obje­
tos finitos que pueden ser amados, ya sea en la esencia del acto de
amor com o tal, sino que sólo puede encontrarse en nuestra organi­
zación y en sus condiciones para que ocurra y para que se cumpla el
acto de amor. Pues este cum plirse va ligado a nuestra vida corporal
instintiva y a su estimulación debida a un objeto. Pero no va a ello
ligado lo que concebimos en esto com o el valor que puede ser am a­
do, y tam poco \&form a y estructura del reino, en el cual se nos pre­
senta este valor que puede ser am ado com o un m iem bro suyo.
El am or am a y ve en el am ar siempre más allá de lo que tiene y
posee en las m anos. El im pulso instintivo que lo provoca puede
cansar; el m ism o am or no cansa. Este «sursum corda» que es su
esencia, puede adoptar formas fundam entalm ente diferentes en las
distintas latitudes de las regiones del valor. Al m ero libertino le im ­
pulsa la satisfacción del placer, que m engua cada vez más rápido,
de m odo que esta m engua del placer le lleva cada vez más rápido, de
objeto a objeto. Ya que esta agua aum enta la sed cuanto más se
bebe. Al contrario, la satisfacción, que (en función de su natura­
leza) crece cada vez más rápido y que sacia cada vez más profunda­
m ente, del am ante de objetos espirituales, ya sean cosas ya sean
personas amadas, en cierto m odo, hace siempre nuevas promesas,
bajo un im pulso instintivo, igual o m enguante, prim igenio y que
va dirigido a ellas; perm ite que la m irada del m ovim iento amoroso
atisbe siempre un poco más allá sobre lo dado. El m ovim iento des­
pliega — en el caso m áxim o del amor a personas— justam ente de
este m odo a la persona principalm ente hacia lo ilim itado en la
dirección de su específica idealidad y perfección.
Pero en ambos casos, en la m era satisfacción del placer así como
en el máximo am or a personas, aparece el mismo proceso esencialmen­
te infinito, en ambos casos im pide el carácter de lo definitivo, si bien
por m otivos opuestos; en un caso a causa de una satisfacción que
mengua, en el otro a causa de una que crece. N inguna objeción pue­
de hacer tanto daño y ser sentida como un aguijón sobre el núcleo de
la persona para progresar en la dirección de una perfección dispues­
ta, com o no satisfacer o satisfacer sólo parcialmente la conciencia del
am ado, la imagen ideal del am or que el am ante trae al am ado y que,
sin embargo, había tom ado de él. D e inm ediato surge en el núcleo
del alma un violento impulso de crecer en adecuación a esta imagen:
«Déjame brillar hasta que me convierta al ser». Lo que en el prim er
caso es la creciente transformación de los objetos como expresión de
esta infinitud esencial del proceso, es, aquí, la creciente profundiza-
ción en la plenitud ascendente de uno. Y si en el prim er caso se pue­
de sentir esta infinitud com o u n a intranquilidad creciente, com o in­
quietud, prisa y torm ento, esto es, com o un m odo de tendencia en el
que cada nueva repulsa pasa a ser fuente de una inclinación siempre
renovada, aunque impotente; así, aquí el feliz m ovim iento progresi­
vo de valor a valor en los objetos va acom pañado de una calma y de
una plenitud crecientes, y tiene lugar en esa form a positiva de la
tendencia, pues la siempre presente atracción de un valor intuido
tiene com o consecuencia el abandono continuado de u n valor ya
dado. U na esperanza y un anhelo siem pre renovados siem pre le
acom pañan. Así, hay una ilimitación del amor de valor positivo y
de valor negativo, que es experim entada por nosotros com o poten­
cia, y p o r tanto tam bién com o una tendencia que se sostiene sobre
el acto del amor. Por lo que se refiere a la tendencia, se trata de la
inm ensa diferencia entre la «voluntad» precipitada y atorm entada
ilc Schopenhauer y la feliz «tendencia eterna» hacia lo divino de
l.ribniz, del Fausto d e Goethe y de J. G. Fichte.
I’or tanto, un a m o r que es esencialmente infinito (aunque esté
quebrado, ligado y particularizado por las organizaciones especí­
ficas de su portador) exige para su satisfacción un bien infinito. Por
lauro el objeto de la idea de Dios (visto desde la cara formal de los
dos predicados del bien y de la forma infinita del ser) es el funda­
mento de la idea de u n ordo amoris en función de este carácter esen-
i ¡al de todo amor. «Inquietum cor nostrum doñee requiescat in te.»
I )ios y sólo Dios puede ser la cima de la construcción escalonada
V piramidal del reino de las cosas que pueden ser amadas: fuente y
lin al m ismo tiem po de todo.
Siempre que el ser hum ano com o individuo o com o grupo cree
liaber logrado u n a plenitud y una satisfacción absolutas y finales
ile su ansia amorosa en un bien finito, se trata de un delirio, de un
estancam iento de su despliegue espiritual y ético, de un encadena­
miento por un im pulso instintivo, o, mejor, de una inversión de
la función propia de los im pulsos instintivos (función que provoca
el am or y que lim ita los objetos del amor) en una función enca-
tlenadora y reprimidora. Designaremos a esta form a general de la
destrucción y de la confusión del ordo amoris, a la que pueden re­
trotraerse las formas más especiales de la confusión en cierto senti­
do, con la antigua expresión de encaprichamiento-, un térm ino que
designa más plásticam ente tanto la seducción que un ser hum ano
experimenta hacia un objeto finito cualquiera por encima del centro
que dirige su persona, com o el carácter ofuscado de este com por­
tam iento. Y hablarem os de encapricham iento absoluto ahí donde el
ser hum ano encuentra ocupado el lugar absoluto, siempre necesario
y presente en todos (lo que no significa que sea necesariamente jui­
cioso o reflexivo), de su conciencia fáctica de valor, por los valores
de un bien finito, por un tipo de bienes; y denom inarem os como
ídolo (formal) un bien tal que ha sido elevado a absoluto por el
ofuscam iento. (El proceso de la conversión en ídolo lo trataremos
más tarde, así com o el proceso de la salvación m ediante la destruc­
ción de los ídolos y la disolución del encapricham iento.) Por el
contrario, hablaremos de encapricham iento relativo en los casos en
los que el ser hum ano, siguiendo la propia estructura fáctica de su
amor, así com o la de su m odo de preferir unos valores a otros o de
detestarlos, se conduce contra la jerarquía objetiva de los valores
del am or.13*
Pero no se debe denom inar encapricham iento y (la consiguien­
te) confusión a la m era limitación de las partes y provincias del rei­
no de los valores que son accesibles a un sujeto (a causa de las p o ­
tencias amorosas que condicionan su ser); y m enos aún a la mera
lim itación (más o m enos grande) de las cosas buenas fácticas que
ejem plifican el ám bito de valores que le es accesible. Pues esta
m era lim itación del m undo de los valores y del amor, que va dism i­
nuyendo en la jerarquía de los entes que pueden percibir valores,
desde el gusano hasta Dios, es conform e a los seres finitos, y sólo
para el m ism o Dios ya no existe. Form a parte de la esencia del m is­
m o reino objetivo de los valores, el que el reino de las cosas que
pueden ser amadas se pueda representar en el espíritu (y con ello
tam bién la cognoscibilidad y eficiencia de las cosas y de los acon­
tecim ientos en tanto que portadores de las cosas que pueden ser
am adas), y que con ello se pueda representar tam bién en una ple­
n itu d ilim itada de los individuos y los espíritus más diversos, y
dentro de los espíritus hum anos, por los distintos e incluso dispa­
res individuos individuales y colectivos, por las familias, pueblos,
naciones, círculos culturales; así com o la m ism a form a del trans­
curso tem poral de esta representación en la historia única del ethos
form a parte de esta esencia. Y viene dado de suyo que de esta esen­
cia form e parte tam bién la coexistencia de amores hacia las diversas
regiones de valores ordenadas según el ordo amoris, am ores que se
co m p lem entan adoptando form as sim ultáneas (com unitarias) y
sucesivas (históricas), u n a coexistencia que puede llenar plena­
m ente la única determinación total del individuo «hum anidad».
Sólo la lim itación subconstitutiva del am or a una parte de lo que
es accesible por el sujeto en virtud de su esencia representa ella mis­
ma una confusión, que tiene a su vez en los m odos del encapri-

13* [Véase «Absolutspháre und Realsetzung der Gottesidee» («Esfera abso­


luta y posición real de la idea de Dios»), en GW 10, pp. 179-253.]
i li.imiento su últim a causa. En esta m edida existe tam bién sin duda
un vacío culpable del am or en el corazón hum ano, y asimismo un
vm cío amoroso culpable por lo que se refiere al individuo, a lo heredi-

iiii'io, a las colectividades, y uno trágico y fatal, al igual que una culpa
«libre» en el sentido usual del térm ino. La ilim itación constitutiva
ilrl am or no quiebra la limitación esencial del amor. Pues justo en la
iirnservación más o menos consciente de un campo ilim itado aun-
ijiic «vacío» de cosas que pueden ser amadas (como si se hallara de-
iiíís de lo que está dado al sujeto o es accesible a él) es experim entada
esta ilim itación esencial. E n cam bio el encaprichamiento sólo está
presente ahí donde falta la vivencia de este campo vacío, de este «por­
venir» previo a la esperanza, al anhelo, a la creencia, cuando fa lta la
perspectiva amorosa metafísica-, y en contraposición con esto, es jus­
tamente la disolución incipiente de u n encapricham iento la que se
anuncia en la creciente tom a de conciencia del vacío.
La un id ad del reino del que hem os hablado se encuentra, así
pues, en otro plano. Consiste objetivam ente en la unidad de la ley
ile su construcción escalonada según la doble dirección de las cosas
superiores e inferiores que pueden ser amadas; consiste en su estric­
ta gradación (determ inada por la esencia de sus valores) regulada
por leyes que se m antiene constante en todas las fases de este proce­
so infinito. Y, por lo que se refiere a la personalidad hum ana, con­
siste en las leyes del preferir evidente y del detestar los valores y los
caracteres, leyes propias de los actos y de las potencias am orosos, a
través de los cuales el acto am oroso se dirige hacia las cosas en las
que aparecen los valores y caracteres ante nuestro ánim o.
Pues lo que denom inam os «ánimo» o de m odo más gráfico el
«corazón» del ser hum ano, no es u n caos de estados sentim entales
ciegos, que se asociarían o separarían con otros así llam ados datos
psíquicos siguiendo reglas causales cualesquiera. Es, en cam bio, el
reverso articulado del cosm os de todas las cosas que pu ed en ser
amadas; es p or tanto un microcosmos del mundo de los valores. «Le
cceur a ses raisons.»
H an surgido escuelas enteras que pusieron a la filosofía la tarea
de «unir las pretensiones del entendim iento con las del corazón y
del ánim o en una concepción d^l m undo unitaria» o que querían
fu n d am en tar ilusoriam ente toda la religión en «deseos del cora­
zón», «postulados», «sentim ientos de dependencia o estados seme­
jantes. Estos tipos de ideas ilusorias aun en sus formas más sutiles
han sido rechazadas con justificada insistencia por todos los valien­
tes pensadores y por todos los racionalistas auténticos. «¡Al infierno
con el corazón y con el ánimo» — dijeron— «cuando se trata de
realidad y de verdad!» ¿Pero acaso es éste el sentido de la sentencia
pascaliana? No. Justo lo contrario es su sentido:
El corazón posee u n análogo estricto de la lógica en su propio
dom inio, que, con todo, no se adecúa a la lógica del entendim ien­
to. E n él hay leyes — com o ya enseña la doctrina del nomos agraphos
de los antiguos— inscritas que se corresponden con el plan según el
cual ha sido dispuesto el m u n d o y el m undo de los valores. Es ca­
paz de am ar y de odiar ciega y evidentemente; no es una cosa dis­
tin ta al hecho de que podem os juzgar ciega y evidentem ente.14*
El corazón tiene aún sus razones no después de que el entendi­
m iento se haya expresado sobre el m ismo asunto: «razones» que no
son razones, es decir, determ inaciones objetivas, «necesidades» au­
ténticas, sino solo así llamadas razones, a saber, motivos, ¡deseos!
Pero el acento en la frase de Pascal recae sobre «ses» y «raisons». El
corazón tiene sus razones: «sus», de las que el entendim iento no
sabe nada y nunca podrá saber nada; y tiene «razones», es decir, evi­
dencias objetivas y evidentes sobre hechos para los que todo el en­
tendim iento está ciego; tan «ciego» com o los ciegos para el color,
com o el sordo para el sonido.
Una evidencia de la más profunda significación está expresada en
esta frase de Pascal; una evidencia que sólo actualmente vuelve a ele­
varse de entre los escombros de malentendidos: H ay un ordre du
cceur, una logique du cwur, una mathématique du coeur, que es tan
estricto, tan objetivo, tan absoluto e inquebrantable com o las sen­
tencias y las consecuencias de la lógica deductiva. Lo que la gráfica
expresión «corazón» designa no es — com o ustedes, filisteos, y uste­
des, románticos, se im aginan— el lugar de los estados confusos, de

14” [Sobre la fundamentación del apriorismo emocional véase en esta anto­


logía «Formalismo y apriorismo».]
los arrebatos poco claros e indeterminados, o de intensas fuerzas, que
llevan al ser hum ano de un lugar al otro siguiendo una causalidad
(o no). N o son estados de hecho ligados al yo hum ano, sino que es
un conjunto de actos y funciones bien dirigidos, que llevan consigo
una ley autónoma independiente de la organización psicológica h u ­
mana, que trabajan de m odo preciso y exacto, y en cuyas funciones
se nos aparece una estricta esfera objetiva de los hechos, que es de to­
das las esferas de hechos posibles la más objetiva y fundam ental; que
incluso tras la desaparición del homo sapiens seguirá existiendo así
como la verdad de la proposición 2 x 2 = 4; ¡más aún, que es más
independiente del ser hum ano que la validez de esta proposición!
C uando esto ha sido olvidado no sólo por este o aquel ser h u ­
mano, sino p o r épocas enteras, que han concebido la totalidad de
la vida emocional como un hecho subjetivo bruto, sin ninguna nece­
sidad objetiva y sin significado fundam entador, sin sentido ni di­
rección, entonces esto no es la consecuencia de una disposición na­
tural, sino la culpa de los seres hum anos y de las épocas; la dejadez
general en cuestiones del sentimiento, en cuestiones de am or y odio,
la carente seriedad para toda la profundidad de las cosas y de la
vida, y la, por contraste, ridicula seriedad excesiva y la ocupación
cóm ica para con las cosas que se pueden dom inar técnicam ente
con nuestro ingenio. Si hubierais m irado al cielo y hubierais dicho:
¡ay! son estas chispas lum inosas sólo sensaciones nuestras, semejan­
tes al dolor de vientre o el cansancio, ¿creéis que así hubiera jam ás
existido para vosotros ese grandioso orden dentro de estos hechos
que inventó el entendim iento astronóm ico? ¿Q uién lo habría bus­
cado? ¿Q uién os dice que ahí donde sólo veis un caos de estados
confusos, no existe tam bién u n orden de hechos accesible al descu­
brim iento aunque en prim era instancia oculto: <d'ordre du cceur»?
U n m u n d o tan am plio, tan im ponente, tan rico y arm ónico, tan
ofuscante com o el de la astronom ía m atem ática sólo que accesible
a m uy pocos hom bres; ¡y de un interés utilitario m ucho m enor que
el m u n d o de los cuerpos astronómicos!
Q u e en el ám bito de la vida de los sentim ientos y de la esfera
del am or y del odio no se buscara ninguna evidencia ni ninguna ley
(que se diferencia de la conexión causal de ciertos sentim ientos de
estado) y que se haya negado a los sentim ientos toda relación con
la aprehensión de objetos, esto se fundam enta en general en la incer-
tidum bre y en la imprecisión con la que se acostum bran a tratar
por principio todas las cuestiones que no son accesibles a una deci­
sión de carácter racional. Se considera que todas las distinciones en
este cam po son «vagas» o que sólo tienen una validez «subjetiva».
T odo lo que tiene que ver con el «gusto» en cuestiones estéticas,
todo lo que de algún m odo tiene que ver con juicios de valor, todo
lo referente al «instinto», a la «conciencia», a evidencias no funda­
das en el entendim iento, que esto y aquello sea justo, bueno, bello,
que esto y aquello sea falso, malo, feo, todo esto es considerado
«subjetivo», se sustrae radicalm ente a toda conexión rigurosa. Un
retorno a estas fuerzas espirituales es considerado «acientífico», y
p o r ello los fetichistas de la ciencia m oderna le reprochan poca
«objetividad». D entro del ám bito artístico y estético la opinión ge­
neralm ente dom inante — a pesar de un par de estéticos que pien­
san distinto— es la siguiente: lo que sea bello y feo, lo que posea o
carezca de valor artístico, se trata de una «cuestión del gusto» de
cada cual. Los juristas y los econom istas in ten tan evitar «juicios
de valor», pues son por naturaleza acientíficos. D entro de la moral
d o m in a el principio de la «libertad de conciencia», u n principio
que no solam ente fue ignorado por toda época positiva consciente
de sus valores, sino que además — com o dijo Auguste C om te con
razón— en el fondo no representa nada más que el abandono del
juicio m oral en m anos de la pura arbitrariedad: un principio pura­
m ente negativo, crítico y disolvente, en el que se niegan de u n a vez
todos los valores objetivos, m orales.15* ¿Qué se diría de alguien en
cualquiera de las ciencias que apelara a la libertad de opinión? ¿Hay
algo análogo a la libertad de conciencia en la m atem ática, en la fí­
sica, en la astronom ía, o incluso en la biología y la historia? ;N o
significa esto sim plem ente una negación de todo enjuiciam iento
m orai rigurosam ente válido?

15* [Sobre el problema de la libertad de conciencia véase «Die sog. Gewis-


sensubjektivitát der sittlichen Werte» («La así llamada subjetividad de la ciencia
de los valores morales») en el libro Formalismo. G W 2, V, 7.]
El hom bre m oderno piensa que no hay nada fijo, determ inado,
vinculante, ahí donde no se tom a la m olestia y la seriedad de buscar
algo así. La Edad M edia aún conocía una cultura del corazón co m o
un asunto autónom o y totalm ente independiente de la cultura del
entendim iento. En los tiem pos m odernos se carece para ello d e los
requisitos previos más prim itivos. La totalidad de la vida em ocional
ya no es concebida com o u n lenguaje de signos con sentido, en el
<¡ne se descubren relaciones objetivas que rigen el sentido y la signi­
ficación de nuestra vida, sino com o acontecim ientos absolutam ente
ciegos que transcurren en nosotros com o fenómenos arbitrarios de
la naturaleza; que en ocasiones se tendrán que dom inar técnica­
mente de m odo que se logre un beneficio y se evite un prejuicio; a
los que sin em bargo no hay que obedecer m irando a lo que «dicen»,
a lo que nos quieren decir, a lo que nos aconsejan y desaconsejan, a
lo que tienden y a lo que indican. Existe un escuchar lo que n o s dice
un sentim iento de la belleza de un paisaje, de una obra de arre, o un
sentir las propiedades de la persona que está ante nosotros; m e re­
fiero a u n sumiso dejarse llevar por este sentim iento, y un sosegado
aceptar el lugar donde desemboca: una finura de oído para lo que
entonces está ante nosotros, y una prueba estricta de si es ciaro, un í­
voco, determ inado lo que así experimentamos; una cultura de la crí­
tica para lo que es «auténtico» o «inauténtico», para lo que se en­
cuentra en la línea del simple y puro sentir, y para lo que solam ente
decide el deseo de la voluntad o de la reflexión y del juicio dirigidos
hacia determ inados fines. Todo esto ha desaparecido de la constitu­
ción del hom bre m oderno. Para lo que aquí debería oír carece de
buen principio de confianza y de seriedad.
U na consecuencia únicam ente debida a este com portam iento es
que todo el reino de la vida em ocional se deja en manos de la in­
vestigación psicológica. Pero los objetos de la psicología se encuen­
tran en la dirección de la percepción interna, que es siempre una
dirección hacia el yo. Todo lo que de este m odo hallemos en el ser
em ocional son estados del yo fijos y quietos. Todo lo que es acto y
fu n ció n del sentimiento no se halla jam ás en esta dirección d:e la
consideración. D oy ejemplos para m ostrar lo que quiero decir: si
una persona que se encuentra ante un bello paisaje o ante un lienzo
m ira a su yo, para com probar cóm o éste es afectado por estos ob­
jetos, com o es conm ovido, si m ira a su sentim iento ante este lienzo;
o si un am ante en lugar de captar su objeto en el am or y dirigirse
en este m ovim iento al objeto am ado, m ira todos los estados sensi­
bles y los sentim ientos, anhelos, etcétera, que son provocados en él
por el objeto amado; o si una persona en oración se desvía de su
orientación hacia Dios, que dom ina todas las ideas, sentim ientos,
m ovim ientos de las m anos, el arrodillarse, com o una intención
unitaria, y que convierte este m usitar palabras, estos sentim ientos,
estos pensam ientos, en una unidad, y m ira a sus propios sentim ien­
tos; en todos los casos se com porta del mismo m odo, que justa­
m ente hem os designado con la expresión «percepción interna». Un
com portam iento tal es siempre, digamos, una respuesta a la pre­
gunta: ¿qué ocurre en la conciencia cuando percibo un objeto bello,
cuando amo, cuando rezo, etcétera? Si lo que así ha sido encontra­
do tuviera alguna relación con el objeto externo, éste ha sido con­
cebido por dos actos separados, a saber, los estados y procesos en el
yo y los que se refieren a objetos externos producidos por un acto
m ental de juicio o de razonam iento, que se basa en dos actos de la
percepción, uno de la percepción interna, en el que se me da, por
ejem plo, el placer ante el bello lienzo, y uno de la percepción ex­
terna. Y ciertam ente se trata siem pre de una relación causal cual­
quiera; com o por ejem plo el efecto del bello lienzo o del objeto
am ado, bien sea real o im aginario, sobre m i estado anímico.
Los filósofos han visto con claridad que el espíritu precisa otra
consideración distinta de la aquí presentada. Pero tal y com o quiere
el racionalismo tradicional (que llevamos en la sangre más profunda­
m ente de lo que creemos), esta consideración sólo la puede realizar el
pensamiento. La lógica investiga las leyes que tienen lugar en la susti­
tución recíproca de objetos en general y de las relaciones entre ellos;
y los actos del pensam iento en los que los objetos y sus relaciones
son aprehendidos, deben ser sometidos a una investigación que no
los conciba com o objetos de la percepción interna, sino que los toma
en su realización viva, de m odo que dirigimos nuestra atención a
aquello que mencionan y a que van dirigidos intencionalm ente. En
esto debemos, no obstante, prescindir de su conexión concreta con la
Individualidad pensante y sólo observar la diversidad de sus esencias,
ru lauto en cuanto son lo opuesto de la diversidad de las cosas y de
l.ts conexiones objetivas. En las estructuras de las conexiones objeti­
vas, en las proposiciones, en las relaciones de proposiciones deducti­
vas. en las teorías deductivas, tiene la lógica su tarea, o sea, en los ac­
ias a través de los que estas conexiones lógicas son aprehendibles.
t s una arbitrariedad sin igual consum ar esta consideración ún i­
camente en el pensam iento y dejar la totalidad restante del espíritu
en manos de la psicología. Se supone de este m odo que toda relación
///mediata con los objetos es algo que atañe sólo al acto del pensa­
miento, y que toda otra relación con los objetos a través de las in­
tuiciones y sus modos, a través de las tendencias, del sentimiento, del
iirnor-odio sólo es posible gracias a la m ediación del acto del pensa­
miento, que pone en relación un contenido dado en la percepción
interna (en el ám bito em ocional de un estado afectivo) con los ob­
jetos. Pero de hecho vivimos con toda la plenitud de nuestro espíritu
en prim er lugar en las cosas, en el mundo, y en todas estas clases de
ictos, incluso en los no lógicos, realizamos experiencias que no tie­
nen nada que ver con la experiencia de lo que en nosotros ocurre
durante la realización de estas clases de actos. La experiencia que
sólo es accesible en los esfuerzos morales contra la resistencia del
m undo y de nuestra naturaleza, que se nos manifiesta en la reali­
zación de actos religiosos, actos de fe, de oración, de idolatría, de
amor, que nos apropiam os en la conciencia de las imágenes artísti­
cas y del placer estético, nos ofrece de m odo inm ediato contenidos
y conexiones de contenido, que no están en modo algu?io presentes
para una actitud puram ente pensante — por m ucho que lo descu­
bierto en tales experiencias vuelva a convertirse de nuevo en objeto
del pensam iento— y que aún m enos se encontrarán en nosotros, es
decir, en la dirección de la percepción interna. U na filosofía que
desconozca y que niegue a priori de tal m odo la pretensión de tras­
cendencia, que tam bién tienen todos los actos no-lógicos, o que ia
lim ita a los actos no pensantes del conocim iento intuitivo que en el
ám bito de la teoría y de la ciencia nos sum inistran el material para
el pensam iento, se condena a sí m ism a a la ceguera ante todo el rei­
no de las conexiones objetivas, cuyo acceso no está vinculado esen­
cialm ente a los actos intelectuales del espíritu; se parece a u n hom ­
bre con ojos sanos que cerrara los ojos y que quisiera percibir los
colores únicam ente a través del oído o de la nariz.
Ciertam ente, el orden del corazón no contiene una ordenación
de todos los bienes y de todos los males fácticos que podem os amar
y odiar. Antes bien, dentro del m undo de los valores y los bienes y
de los actos del am or relativos a ellos, existe una diferencia básica
entre leyes casuales y, por ello, variables, y leyes esenciales y constan­
tes de la jerarquía y del preferir. Solamente existen jerarquías y leyes
de preferencia esenciales y constantes en referencia a las cualidades de
valor y sus círculos de modalidades, que están disociadas de sus por­
tadores casuales y reales; en contraposición con esto, la com bina­
ción de estas cualidades, en la form a que adoptan en los bienes fác­
ticos, su existencia o no existencia en el sistema fáctico de bienes de
un hom bre o de una asociación, su perceptibilidad para el círculo
de personas del que se trate, su m odo de distribución en la existen­
cia real de las cosas existentes, que se conviertan o no en norm as de
la voluntad y en fines de la voluntad, puede cam biar arbitrariam en­
te de sujeto a sujeto, de época a época, de agrupación a agrupación.
Este tipo de modificación ya no es evidente; tan sólo es accesible a
la descripción y a la explicación causal basada en la inducción, de
un m odo siempre probable e hipotético. Éste es, así pues, el prodigio
de nuestro m undo, tam bién aquí: gracias al conocimiento de las esen­
cias y al conocim iento de la estructura de las esencias ejemplificado
en las imágenes de este m undo fáctico y real, conocemos la consti­
tución no sólo de este m undo real, sino la constitución esencial de
todo m u n d o posible, y por tanto tam bién del m undo no accesible a
causa de la lim itada organización de nuestra vida, de una realidad
que nos trasciende. D e m odo que somos capaces de, digamos, con­
tem plar en el ám bito del ánim o y sus bienes, a través de los casuales
movimientos reales del ánim o y a través de nuestros reinos de bienes
casuales y reales, conocidos por nosotros, y lo que vemos a través
de ellos es una ley y un andamiaje constructivos y eternos, que abar­
ca a todos los ánim os posibles y a todos los posibles m undos de bie­
nes; que se reflejan y manifiestan en nuestro m undo, solam ente aquí
y allá, sin que deban su sentido a abstracciones inductivas o induc-
i iones, o a una m era deducción de proposiciones generales, válidas
rn sí o por inducción. En las vivencias de la unidad de la vida psi-
i nfísica «ser humano» encontramos, por tanto, la idea de un espíritu,
t|iie no contiene en sí ninguna de las limitaciones de la organización
humana; y en los bienes fácticos encontram os relaciones de rango
vülorativo, válidas con independencia de la particularidad de estos
bienes, del m aterial que las constituye, de las leyes causales según
las cuales devienen y perecen.
Esta im portante diferencia entre lo esencial y lo casual, lo cons-
lante y lo variable, entre lo válido tras o por encim a de nuestra po­
sible existencia fáctica y lo que está lim itado a este círculo experi­
mental, no tiene nada que ver con una oposición com pletam ente
distinta entre lo singular y lo general, por ejemplo, entre los juicios
ile hechos y los de relaciones singulares o generales, y, en este últi­
mo caso, las llamadas leyes de la naturaleza. Tam bién todas las leyes
de la naturaleza, por ejem plo, form an parte de la esfera de las «ver­
dades arbitrarias» y sólo poseen una certeza probable. Y por otra
parte, u n conocim iento evidente de las esencias puede m uy bien,
en función del ám bito del ser y de los valores de las cosas, reducirse
a una existencia o a u n valor único e individual. Por ello la escala
de las cosas que pueden ser amadas, tanto en su consistencia gene­
ral com o en su existencia para u n individuo particular, han de ser
pensadas, articuladas de form a que todo objeto, prescindiendo de
su arbitrariedad y contem plado en función de su esencia, ocupa un
lugar único y determ inado en esta escala: u n lugar al cual le corres­
ponde u n m ovim iento, m uy determ inado y m atizado, del espíritu
hacia él. Si «damos con» el lugar, am am os correctamente y de m odo
ordenado; si se equivocan los lugares, si, bajo la influencia de las
pasiones y de los im pulsos se destruye la jerarquía escalonada, en­
tonces nuestro am or es incorrecto y desordenado.
Esta «corrección» se encuentra som etida a diversos parám etros.
Sólo m enciono aquí algunos. N uestro ánim o se halla en u n error
metafísico cuando am a un objeto, que pertenece de algún m odo y
en cierto grado a un valor relativo, del m ism o m odo en que debe­
ría am ar un objeto de valor absoluto, es decir, cuando el ser hu m a­
no identifica valorativam ente su núcleo personal espiritual con este
objeto, de m odo que tiene una relación fundam ental con él de fe J(
de adoración, que lo diviniza falsamente o mejor, lo idolatra. Puedl
tam bién, no obstante, dentro de una escala de valores relativos (qu|
com o tal es sentida y juzgada correctam ente), rebajarse el valor
un objeto. U n objeto puede, ciertam ente, ser am ado con el modfl
correcto de amor, pero de m odo tal que la plenitud de su valor no
se consum e o se consum e no com pletam ente, desde el cero hasta su
plenitud máxima, ante los ojos del espíritu. Entonces el am or al ob­
jeto no es adecuado; y estos grados de adecuación abarcan desde e
am or ciego hasta el am or com pletam ente adecuado o el am or de evi«
dente claridad.
Pero siempre es válido que el acto contrario al del amor, el odia
o la negación em ocional del valor y por tanto, tam bién de la exis­
tencia, sólo es de algún m odo la consecuencia del amor incorrecto o
erróneo-, por m uy ricos y diversos que sean los m otivos en que se
funda el odio, o las relaciones de desvaloración que prom ueven el
odio: un ley penetra siempre todo odio. Consiste en que todo acto
de odio está fundado en un acto de amor, sin el cual carecería de sen­
tido. Tam bién podem os decir: puesto que el am or y el odio tienen
en com ún el hecho de ser m om entos de un fuerte interés por los
objetos en tanto que portadores de valor, en contraposición con la
zona de indiferencia,16 todo interés — siem pre y cuando no existan
fundam entos para lo contrario, basados en alguna falsa graduación
de los intereses— es originariamente un interés o am or positivo.
Es cierto que esta sentencia del prim ado del amor sobre el odio
y la negación de una «originariedad» igual de am bos actos básicos
emocionales ha sido usual m ente interpretada falsamente y aún más
usualm ente ha sido falsamente fundam entada. N o quiere decir, por
ejemplo, que toda cosa que odiam os deba haber sido previam ente
amada, de m odo que el odio sea siempre un am or vuelto al revés.
Por m uy frecuentem ente que hagamos esta observación en el am or
a los seres hum anos, en todos los casos estará contrapuesta a la ob­
servación de que una cosa despierta el odio a prim era vista, una

16. La zona de indiferencia sólo es un corte ideal que nunca puede ser alcan
zado completamente por nuestro cambiante comportamiento anímico.
persona es odiada desde el m ism o instante en que se nos aparece,
lid cierto que se da la ley según la cual el contenido positivo de va­
lor de una constitución especial, en relación con el cual este h o m ­
bre es p o rtad o r de un contenido correspondiente de disvalor, es
llrcir, de valor contrario, tiene que haber constituido el contenido
ilc un acto de amor, para que sea posible el correspondiente acto de
odio. En este sentido hay que entender la sentencia que escribe
Housset en su conocido capítulo sobre el am or: «El odio que se
siente ante una cosa cualquiera, sólo proviene del am or que se sien­
te por otra cosa: odio la enferm edad únicam ente porque am o la sa­
lud».17 En este sentido el odio descansa siem pre sobre una decepción
unte la presencia o no presencia de un contenido de valor, que se
portaba intencionalm ente (por ello aún no en la form a de u n acto
de expectación) en el espíritu. (Y el m otivo de este odio puede ser
tanto la existencia de un contenido de «disvalor» com o la ausencia
o la carencia de un contenido positivo de valor. Por tanto, con esta
sentencia no se quiere decir que el contenido de «disvalor» no sea po­
sitivo ni que los contenidos de valor [positivos] sólo sean algo así
como una carencia de estos «disvalores». Ésta es una afirmación com ­
pletam ente arbitraria del optimismo metafísico análoga al hecho de
que la afirm ación según la cual todos los contenidos de valor se
fundam entan sólo sobre la desaparición de la existencia de los con­
tenidos de «disvalor», es una afirmación igual de arbitraria de pesi­
mismo metafísico.) Sólo habría contradicción si toda noticia de un
mal (positivo) tam bién tuviera que despertar odio; lo cual, sin em ­
bargo, no es el caso. Pues el m al puede ser constatado, e incluso
puede ser en determ inadas circunstancias am ado, si un mal inferior
representa, no sólo casualmente, sino esencialmente, por ejem plo,
la condición desencadenadora de la existencia de un bien de rango
más elevado o de un bien moral.
Por tanto el am or y el odio son ciertam ente m odos de com por­
tam iento emocional opuestos — de m odo que es im posible am ar y
odiar lo mismo respecto al m ism o valor en un acto— , pero no son
modos de com portam iento igual de originarios. Nuestro corazón está

17. Véase Traite de la Connaissance de Dieu et de Soi-méme, cap. I.


primariamente determinado para amar, no para odiar: El odio es sólfl
una reacción contra una forma cualquiera de am or falso. N o es cici
to lo que tan frecuentemente se afirma a m odo de refrán: quien mi
puede odiar tam poco puede amar. Lo que es m ucho más corred n
es: quien no puede am ar tam poco puede odiar. Por esto, esta ley ¡>r
cum ple en el origen del amor del resentimiento, que consiste en que
todo lo que es «amado» de esta forma, sólo es am ado com o oposi'
ción a otra cosa previamente odiada, es sólo un am or aparente no
un am or real. Tam bién el hombre del resentimiento sólo am aba ori­
ginariam ente las cosas que, en el estado en que se encuentra, odia; y
sólo el odio a la no posesión de estas cosas o a su im potencia de al<
canzarlas, ilum ina secundariam ente estas cosas.18*
Tam poco debe deducirse de esto que el odio sea necesariamen
te u na culpa personal en el sentido de una culpa del que odia. La
confusión del orden amoroso en virtud de la cual A odia, no es ne
cesario que haya sido puesta ni producida por A. Puede haberlo
sido por B, C, D, etcétera, o por las agrupaciones a las que A per
tenece. Puesto que el amor, ceteris p a r i bus, determ ina esencial y ne­
cesariamente el am or m utuo y el am or com ún, y el odio determi
na necesariamente el odio m u tu o y el odio com ún, el odio en un
lugar en principio arbitrario de toda la com unidad hum ana puede
tener su p u n to de partida en una confusión del ordo amoris, de
suerte tal que está separado de A por eslabones causales arbitraria­
m ente largos. Por tanto, no todo odio está determ inado por una
«confusión» del que odia. N uestra sentencia sólo afirma que si exis­
te odio en el m undo, tiene que existir tam bién una confusión del
orden am oroso en el m undo.
Así pues, el odio es siem pre y en todas partes u n a rebelión de
nuestro corazón y de nuestro ánim o contra una vulneración del ordo
amoris-, es indiferente si se trata de u n a débil excitación del odio
de un corazón individual o si el odio asóla la tierra en revoluciones
enorm es de masas y se dirige hacia los estratos gobernantes. El ser
hum ano no puede odiar sin ocupar o sin pretender ocupar el lugar

18* [Véase «El resentimiento en la construcción de la moral», en GW 3,


pp. 33-147.]
li I portador de un «disvalor», estimado generalmente. Un lugar que,
• mm el orden objetivo que asigna a las cosas el orden de las cosas
i|iit pueden ser amadas, le correspondería al portador del valor. O el
i luí m ano no puede odiar sin que u n bien de rango m enor ocu-
Iti rl lugar de un bien de rango m ayor (y recíprocam ente).
I .n otro lu g ar19* hem os tratado de la relación de los actos de
¿mor y odio con los actos cognoscitivos y con los actos de la esfera
* Ir l.i tendencia y de la voluntad, y hem os establecido su doble pree­
minencia respecto de estos tipos de actos. Q ue en am bos actos, el
ilf I am or y el del odio, se dé u n idéntico «interesarse por» — que
gobierna y dirige tam bién en últim a instancia los ciegos actos de
iitrnción valorativos— se m ostró com o una condición fundam ental
tic la existencia de ese acto cognoscitivo, sea de la esfera im aginati­
va, sea de la esfera pensante, y sólo en tanto que el interés m ism o
r# originariam ente más propio del am or que del odio, estábamos
tiuiorizados a hablar tam bién de un prim ado del amor respecto del
conocimiento. M ientras que los actos de deseo y de aversión, así
tom o los verdaderos actos volitivos se m ostraron fundados respec-
livamente en actos cognoscitivos (del representar y del enjuiciar),
(‘sros por su parte estaban condicionados, por lo que respecta a la
dirección hacia un valor que les corresponde, de nuevo por actos
del interés, y, con ello, del am or o del odio, y además aún indepen­
dientem ente de todo conocim iento diferenciador. En ninguno de
ambos casos se debía cuestionar la naturaleza propia de los actos
cognoscitivos y de deseo, así com o las leyes específicas que les co­
rresponden a cada uno, ni tam poco se trataba de suponer que esta­
ban compuestos de actos de am or y de odio o de pretender, de algún
modo, derivarlos de éstos. Sólo se trataba de determ inar un orden de
fündamentación en el origen de los actos a partir de la totalidad de la
personalidad y sus potencias.
Pero junto a estas clases fundamentales psico-espirituales de actos
se encuentran las series de los sentimientos de estado y los afectos y
pasiones de naturaleza com puesta. Acerca de su relación con el
am or y el odio, debe decirse algo.

19* [Véase Liebe undErkenntnis (Amor y conocimiento), op. cit.]


Los sentimientos de estado (ciegos para el valor)20* — los más básicos
de estos fenómenos— dependen en su surgim iento y desaparición
tanto de los actos de am or y de odio, com o sobre todo tam bién de
los actos de la tendencia y de la voluntad, pero no de un m odo tan
inm ediato y directo de las representaciones y sus objetos. C onstante­
m ente m uestran qué relación existe entre las cualidades de valor y de
«disvalor» a que tienden las actos de am or y de odio, y la realización
(sólo en el interior del intelecto o real) de estos valores por la ten­
dencia y sus especies. Así, por ejemplo, no nos alegramos simple­
m ente por la satisfacción o por la existencia de la satisfacción de un
deseo o de una aversión, sino que sólo por o «gracias a» esta satisfac­
ción, en tanto que «la tendencia hacia algo» es la tendencia hacia
algo amado, o la aversión de algo que odiamos. La mera satisfacción
de una tendencia hacia algo odiado puede ir también unida a un dis­
placer profundo y a la tristeza, así com o la insatisfacción de una ten­
dencia puede provocar placer, cuando aquello hacia lo que se tendía
era algo odiado. Los sentim ientos de estado son así pues signo de la
disarmonía o de la armonía de nuestro mundo del amor y del odio con
el transcurso y los resultados de nuestros deseos y actos volitivos.
Por tanto, nunca es posible, com o tan frecuentem ente se ha in­
tentado, retrotraer el am or y el odio a procesos sentim entales de
estado frente a los objetos im aginados o pensados. Más bien, estos
procesos sentim entales mismos están com pletam ente condiciona­
dos p o r la dirección, la finalidad y los valores del am or y del odio
y los m undos de objetos que se nos dan en ellos. Nos alegramos de
que exista una cosa am ada o que esté presente o que pase a nuestra
posesión, según sea su naturaleza, por nuestra voluntad o acción,
tam bién nos alegramos de que una cosa odiada deje de existir o
que se aleje de nosotros o que sea destruida por nuestra voluntad y
nuestra acción. Y esto es válido tanto para el am or ordenado com o
para el am or desordenado y confuso. Los sentim ientos de estado
son, en prim er lugar, sólo el eco de la experiencia del m undo que
hacem os con nuestro am or y odio a las cosas. Y, en segundo lugar,
son los fenóm enos variables dependientes del éxito o fracaso de

20* [Véase en esta antología «Sentir y sentimientos».]


nuestra vida volitiva y activa que, a partir de nuestras direcciones
• l< am or y de odio en el m undo, llevamos a cabo en el m undo; y, es
verdad, tam bién nuestro cuerpo y nuestro m undo aním ico interno
perceptible internam ente forma parte del m undo. Sobre todo, son
l.i arm onía y la lucha de los deseos fácticos en u n a dirección del
unor o del odio, lo que constituye la fuente más inm ediata de los
sentim ientos de estado. Ciertam ente, los sentim ientos no «son» ac­
tos de tendencia, pero descansan sobre las condiciones cambiantes
ile los actos de tendencia entre ellos (y no sobre las representaciones,
i:omo dice H erbart erróneamente), y además siempre en relación te-
teológica con lo amado y con lo odiado. Así pues, no se trata ni de
un «dirigirse» de los actos de am or y de odio p o r los sentim ientos
de estado, ni de un «dirigirse» estos tipos de actos por los actos del
deseo y de la voluntad. El am or y el odio son más originarios que
ambas cosas, aún cuando los actos de am or y de odio dom inan so­
bre la vida «deseante» de m odo más inm ediato que los sentimientos
de estado, que son variables dependientes de nuestras experiencias
tendenciales.
Por tanto, la vida de los sentim ientos de estado no depende de
los contenidos representados, percibidos o pensados de objetos. Se­
gún que estos mismos contenidos, que son representados (en el sen­
tido más amplio de la palabra), sean anhelados o despreciados por A>
y según este anhelar y despreciar arm oniza o disarm oniza con su
dirección del am or o del odio, despiertan estos contenidos, así como
sus condiciones, estados sentimentales fundam entalm ente distintos;
y puede ser que, por ejemplo, un agrado (hum ano) regular, com o la
división de la sección áurea, se pueda explicar haciendo tam bién refe­
rencia a un am or regular por este objeto. También la existencia indu­
dable de sentimientos de estado, que carecen de objeto o que tienen
un objeto indeterm inado y confuso en una m edida casual, el usual
preguntarse a uno m ismo a qué se debe la ocurrencia de un estado
sentim ental dado, finalm ente, las «sensaciones afectivas» subrayadas
recientem ente por Nahlowsky (en especial, el dolor), que están
com pletam ente aisladas de fundam entos de sensación y de percep­
ción, que en ocasiones están dadas antes de que tenga lugar la sen­
sación norm alm ente agregada, y que en ocasiones están dadas tras la
desaparición de los persistentes fenóm enos del sentim iento, todo
ello m uestra la gran independencia de los hechos del sentimiento
respecto del ser y la textura de las representaciones.
Q u e h ay a sentim ientos de estado producidos directam ente poi
los objetos, sin que los preceda la tendencia o la resistencia, que
pueden representar la satisfacción o la insatisfacción de estos senti
m ientos, n o es más que una objeción contundente contra la cono­
cida teoría volitiva de los sentim ientos. Pero no lo es para nosotros,
pues tam bién en estos casos están presentes el am or y el odio y el
interés q u e siem pre se da en ellos, esto es, la atención general que
percibe valores. Pero, entonces, el interés codeterm ina siem pre los
hechos de las representaciones del objeto, m ientras que en cambio
los sentim ientos de placer o displacer, que son suscitados por el ob­
jeto, d ependen de la cualidad de este interés, de su naturaleza de
am or o de odio. Tam bién en estos casos el estado del sentim iento
no depende de la tendencia y de la resistencia, y sí de las excitacio­
nes del am o r y del odio, depende de que lo am ado nos provoca
placer y lo odiado displacer, y de que las variaciones de nuestro
am or y de nuestro odio conllevan variaciones de la cualidad de los
sentim ientos de estado. Así, por ejem plo, el am or al dolor sublim a
la hipersensibilidad en la sensación afectiva de dolor, sublim a lo
que está p o r encim a de todo perforar, cortar, quem ar o pinchar del
dolor (incluso su propio «doler») y lo convierte en el carácter de lo
agradable.
Sólo a p artir de estas relaciones de condicionalidad que son
propias de los sentim ientos de estado frente al am or y al odio y en
función de los cuales son signos ya sea de la relación entre los ob­
jetos percibidos, im aginados y pensados con la dirección existente
del am or y del odio hum anos, ya sea del éxito o fracaso en la rea­
lización de los valores dados (que se dan en los objetos de la im a­
ginación o de la percepción) en el am or y en el odio, se puede com ­
prender plenam ente la diversidad poco com ún de form as de estos
estados bajo las mismas condiciones circundantes sobre distintos
individuos, pueblos y razas. La disposición fáctica de las gradacio­
nes de interés y de las direcciones del am or y del odio en u n sujeto
vivencial, establece por adelantado los ám bitos de acción de sus
posibles estados afectivos. C o n ellos se m odifican tam bién estos
■iinhitos de acción.
No solam ente los sentim ientos de estado, tam bién los afectos
y las pasiones están dom inados p o r el am or y el odio, que a su vez
no pueden ser considerados m iem bros del género de aquellos. En-
licndo p or «afectos» los procesos agudos de intensos sentim ientos
de estado, de com posición variada, que adoptan expresiones típi­
cas, y que tienen una procedencia sensible y vital, que van acompa-
fiados de fuertes im pulsos instintivos y de sensaciones orgánicas.
I'oseen una peculiar ceguera para los valores frente a los objetos que
los excitan, y no tienen n in g u n a relación intencional con éstos
que les sea propia. Por el contrario, las «pasiones» son algo m uy
distinto. En prim er lugar son ligaduras perm anentes de la tenden­
cia y de la resistencia involuntarias (y están situadas bajo la esfera
de la voluntad electiva) de u n ser hu m an o en determ inados ám ­
bitos de funciones, de actividades, y de acciones, que se distinguen
por una determ inada categoría de valor, a través de la cual el ser
hum ano contem pla el m undo. El afecto es agudo y esencialm ente
pasivo — la pasión es potencia duradera y por naturaleza es activa
y agresiva. El afecto es esencialm ente ciego y es u n estado— la
pasión, aunque unívoca y aisladora, ve los valores y es un m ovi­
m iento vigoroso y constante de la vida instintiva en esta dirección
especializada en el valor. N o hay nada grande sin grandes pasio­
nes; todo lo grande es seguram ente sin afecto. El afecto es sobre
todo u n proceso en la esfera del cuerpo-yo, m ientras que en cam ­
bio la pasión tiene su punto de partida en el profundo centro vital
del «alma».
Para las finalidades de este tratado los afectos se retraen fuerte­
mente, m ientras que las pasiones son de gran significación. Por ello
sólo se destacarán aspectos de estas últimas.
«Si quitáis el am or ya no habrá más pasión; y si ponéis el am or
haréis que surjan todas», así Bossuet. *

21* [Aquí se interrumpe el manuscrito.]


LOS TIPOS DE AMOR Y SU EXIGENCIA DE CUMPLIMIENTO

Para caracterizar los trastornos del ordo amoris en el ser real y en


el com portam iento del ser hum ano, y para com prender sus causas
y sus medios de resolución, aún debem os poner a prueba los tipos
del m odo específico de relación del ánim o hum ano con el ordo
amoris objetivo.
Para esto hay que evitar, sobre todo, tres errores básicos y cen­
trales, que han trastornado largam ente esta cuestión. El prim ero
consiste en lo que se puede denom inar (en sentido lato) la concep­
ción platónica del amor: la doctrina de las ideas innatas de los ob­
jetos del amor. El segundo es la concepción empirista, según la cual
toda constitución especial de las direcciones del am or y del odio, y
con ello tam bién la m ism a constitución del ser hum ano «normal»,
sólo surge a través de la experiencia fáctica de su m undo entorno,
en especial, de los efectos de placer y displacer que éste provoca. El
tercero es la teoría, que últim am ente se ha divulgado con intensi­
dad, de que todos los tipos de am or y de odio no son otra cosa que
modificaciones de un fuerza am orosa única y originaria que dom i­
na en solitario al ser hum ano. C uál sea esta fuerza am orosa es, en
principio, algo indiferente para esta teoría del monismo del amor,
pues justo el m ism o m onism o es aquí lo falso. Ya se considere, por
ejem plo, desde u n tipo de m etafísica am orosa m onista, que esta
fuerza am orosa es el am or divino, y que todo am or a los objetos
finitos no está determ inado p o r las lim itaciones im puestas por los
instintos a este am or,22 o ya se designe, por contraposición, esta
fuerza única com o libido, que se «sublima» y se esclarece a tra­
vés de todo tipo de retenciones y represiones hacia formas más ele­
vadas y más espirituales del amor; siem pre se niegan los modos esen­
ciales originariamente distintos del amor. Por m ucho que en el ser
hum ano y en su desarrollo estos tipos se diferencien enérgicam en-

22. El acosmismo de Spinoza es muy cercano a esta concepción; véase espe­


cialmente sus digresiones en la introducción a su obra: De intellectus emendatione.
ir unos de otros, y que sólo en determ inadas épocas se actualicen
(ti causa de ciertos eventos desencadenantes), nunca se confunden
m utuam ente.
La prim era de estas opiniones, la doctrina de las ideas innatas de
los objetos del amor, apenas precisa ser refutada en la actualidad.
Más bien lo que se necesita es una protección y una salvación de
los elementos de verdad que hay en ella. N o poseemos ninguna idea
ile algún m odo innata, consciente o inconsciente de las cosas que
;imamos y odiamos: ni una idea innata, por ejem plo, de Dios, ni la
idea de un tipo h um ano cuyo portador nos provocara un especial
¡imor, ni tam poco la idea innata de una cosa que nos suscitara incli­
nación y aversión, m iedo y esperanza, confianza y desconfianza.
Incluso los tipos denom inados «instintivos» de inclinación y aver­
sión en los animales y en los seres hum anos, por ejemplo, la aversión
hum ana a la oscuridad, a determ inados olores, a lo asqueroso, las
inclinaciones y aversiones entre las razas, el m iedo de la gallina
ante los azores, etcétera, no se fundam entan — tan indudablem en­
te com o el hecho de que son innatos— con seguridad en ideas inna­
tas de estas cosas. Todas las representaciones objetivas de lo am ado
y de lo odiado surgen de, o se rem ontan a, la experiencia de los ob­
jetos procedentes de los sentidos, de la com unicación, de la tradi­
ción o de otros caminos. D e ahí que si poseemos ideas generales de
lo que am am os y odiam os, se trata de ideas que han sido confor­
madas con posterioridad m ediante la com paración y m ediante la
reflexión, por ejemplo, las ideas sobre las cosas y los sucesos natura­
les que am am os especialmente, o los tipos sexuales que nos atraen
o nos repelen en especial.
D e ahí que tam bién sea indiferente, cuál de las incontables con­
cepciones de esta doctrina de las ideas amorosas innatas existen: si
se considera que fueron adquiridas en una preexistencia del alma,
si han sido dadas originariam ente al alm a por una dote divina, o si
se supone — de m odo puram ente naturalista— que han sido trans­
mitidas hereditariam ente al organism o por condiciones materiales,
que dan form a a estas ideas innatas bajo la acción de excitaciones
desencadenantes.
La prim era concepción es dem asiado misteriosa com o para que
necesite u n a refutación. Por ello cae, justam ente en un pu n to dcci
sivo, en el m ism o error del em pirism o, esto es, la segunda de luí
teorías m encionadas sobre el m odo de relación del ser hum ano con
el ordo amoris, que tam bién quiere retrotraer las direcciones origi­
narias y espontáneas del am or y del odio a la reproducción de im
presiones previas de la experiencia.
La segunda concepción sería ya religiosam ente chocante, pues
im posible que se puedan retrotraer las ideas cosas de valor fre­
cuentem ente tan bajo, cosas tan necias y estúpidas, de las que de­
pende el corazón del ser hum ano, a Dios: tesoro de toda sabiduría
y bondad.
La tercera concepción naturalista de esta doctrina de las ideas
innatas del amor, precisa m ucho más ser puesta a prueba. Lo que
habla contra ella no es la acentuación del carácter hereditario de
ciertas direcciones del am or y del odio en general, que está fuera
de toda duda. Ya está com probada por todo el m aterial de hechos
sobre el carácter hereditario de los instintos en los animales y en
los hom bres, y la atracción y repulsión indudablem ente hereditaria
de las especies entre ellas. Las preferencias de determ inados tipos
en la elección sexual abarcan con frecuencia cadenas enorm es de
generaciones, de familias y tribus. Es posible que sea difícil distin­
guir en los casos concretos lo que se debe a la tradición y lo que se
debe a la herencia: en todos los casos hay hechos que son incom ­
prensibles sin el supuesto de la herencia. Una antigua idea japonesa,
cercana a la creencia y al culto antiguos, afirma que la elección sexual
de los jóvenes, condicionada por el amor, está exclusivamente de­
term inada por las inclinaciones y aversiones, por los deseos y las
repugnancias, por las ansias y los anhelos de los antepasados del
am ante. C uando rasgos individuales de propiedades exteriores y
interiores, com o una form a de andar, una sonrisa, una mirada, un
rasgo del carácter, que han sido amados, deseados, anhelados por los
antepasados, se encuentran en un individuo, entonces surge el am or
hacia el individuo del otro sexo, en la m edida en que aum enta la
cantidad de estos rasgos y el anhelo es más fuerte y unívoco. Por
m uy característico que sea del m odo de pensam iento japonés, la
desaparición, en esta doctrina, de una verdadera individualidad y
i un ello tam bién de un am or individual, y por m uy unida que esté
r*ta desaparición y la constitución a la m anera de u n mosaico de
|i»s seres hum anos a partir de la m era sum a de rasgos individuales,
ti la carencia de un superior am or espiritual cristiano y rom ántico,
In único falso en ella es la opinión acerca de la exclusividad de estas
tundiciones.
Pero lo correcto es que ciertos ámbitos de acción para el eros son
hereditariamente innatos. La denom inada copia de la estructura pa­
terna en las niñas y de la estructura m aterna en los niños en la elec­
ción sexual, que los psicoanalistas han destacado tan vigorosamente,
no tiene que ser necesariamente explicada retrospectivamente a par­
tir de experiencias eróticas tem pranas de la infancia del sujeto. A mi
parecer es la transferencia hereditaria del tipo preferido por parte de
la m adre o p o r parte del padre la que tiene com o consecuencia este
copiar p or parte de las niñas y de los niños respectivamente. Esta
explicación de la copia es más recomendable especialmente ahí don­
de vuelve una vez tras otra un tipo que ha sido preferido a través de
varias generaciones y bajo experiencias infantiles distintas. Los niños
eligen o encuentran agrado en mujeres semejantes a la madre, pues
la m ism a dirección erótica del am or que condujo al padre tam bién
ceterisparibus le conduce a él. Si poseyéramos más y mejor estudia­
das experiencias sobre este hecho hereditario, podríamos tam bién de­
m ostrar lo que aquí sólo somos capaces de intuir en casos señalados:
que incluso la totalidad de determinados esquemas de destinos eróticos
y colocaciones recíprocas de individuos fem eninos y m asculinos,
vuelven una vez tras otra en la form a de ritm os procesuales, trans­
m itidos hereditariam ente, de impulsos eróticos; esquemas que bus­
can en los individuos, digamos, únicam ente un material indiferente
para su realización. El dram a o, cuando menos, su estructura y com ­
posición interna, es justam ente y con tan ta frecuencia sólo para
aquellos que no sólo tienen que representarlo sino que han de in­
ventarlo con la sangre de sus vidas.23*

23* [Aquí se interrumpe el manuscrito,]


FORMALISMO Y APRIORISMO

D el m ism o m o d o que K ant rechaza con pleno derecho toda


ética de los bienes y toda ética de los fines, rechaza tam bién con
pleno derecho toda ética que pretenda edificar sus resultados sobre
la experiencia inductiva, ya sea histórica, psicológica o biológica.
Toda experiencia del bien y del m al en este sentido presupone el co­
nocimiento esencial de lo que son el bien y el mal. Tam bién cuando
pregunto qué consideraban bueno y malo los hom bres aquí y allá,
cóm o surgieron estas opiniones, cóm o se despierta la concepción
moral, y m ediante qué sistem a de m edios se m anifiestan com o
efectivas la buena y la m ala voluntad, todas estas cuestiones que
sólo pueden ser decididas m ediante la experiencia en el sentido de
la «inducción», sólo tienen, en general, sentido en la m edida en que
exista un conocim iento ético esencial. Tam bién el hedonism o y el
utilitarism o no han extraído de la «experiencia» su sentencia de que
el bien es la m ayor sum a del placer o de la utilidad com ún, sino
que deben apoyarse en la evidencia intuitiva para com prenderse
correctam ente a sí mismos. Es posible que puedan probar m edian­
te la inducción que los juicios hum anos fácticos de valor sobre el
bien y el mal, coinciden con lo que es útil y perjudicial (según la
escala del conocim iento causal); en la m edida en que llevan esto
a cabo, pueden in tentar ofrecer una teoría de la «m oralidad válida»
en cada caso. Pero no es ésta la tarea de la ética. Pues la ética no
p reten d e hacer com prensible la «validez social» del bien y del
mal, sino lo que el bien y el m al son. La ética no trata de los juicios
sociales de valor con respecto al bien y al mal, sino de la m ism a
materia de valor «bien» y «mal»; no trata de los juicios, sino de
lo que significan y de hacia dónde apuntan. La pregunta sobre si
los juicios sociales de valor en general poseen una intención moral,
presupone el conocim iento esencial de esta intención. Q ue los ju i­
cios sociales de valor m oral, por ejem plo, «indiquen» lo útil y lo
perjudicial, no lo podría afirmar ningún utilitarismo. Pero si el uti­
litarism o va más allá y som ete a crítica la m oral del «sano enten­
d im iento hum ano», entonces no le queda otra alternativa que apo­
yarse en un conocim iento intuitivo, p o r ejemplo, que la utilidad
es el valor máximo.
La independencia de la com prehensión ética respecto de la ex­
periencia en el sentido de «inducción» no se enraíza sim plem ente
en que, com o dice Kant, «el bien debe ser», independientem ente de
si en alguna ocasión se ha actuado bien o no. A un cuando esta sen­
tencia sea correcta, no indica K ant el motivo por el cual aquí la
experiencia es la «madre de la apariencia». Pues que en este senti­
do la «experiencia», a saber, la experiencia de las acciones reales
(como las presenta la historia de las costum bres) nunca pueda de­
term inar lo que «debe» ser, es lo m ism o que si la investigación
de lo que «debe» ser fuera el resultado de la experiencia (inducti­
va), lo m ism o que si fuera lograda a p artir de lo «que vale» com o
bueno (o «debido») y m alo, esto es, a p artir de los juicios de valor
o los juicios del deber experimentados. Pero precisam ente en este
sentido, encontrar lo que es bueno y m alo no descansa en la expe­
riencia. A un cuando nunca se hubiera juzgado que el asesinato es
malo, seguiría siéndolo. Aun cuando el bien nunca hubiera «valido»
com o «bueno», sería, con todo, bueno.1 El em pirism o está aquí en
el error no porque (como K ant piensa) el deber nunca puede «ex­
traerse» del ser, sino porque el ser de los valores nunca puede
extraerse de cualquier form a del ser real (ya sean acciones, juicios
o vivencias del deber reales) y sus cualidades y conexiones no de­
penden de ese ser real.
Pero tan correcta com o es esta afirmación de K ant de que las
proposiciones éticas deben ser a priori, tanto más vacilantes e inde­

1. Justamente sobre esto Kant realiza concesiones más bien grandes que
pequeñas al empirismo. Como cuando presenta su ley moral como mera «for­
mulación» de lo que siempre ha «valido» como moral.
term inadas son sus afirmaciones sobre cóm o ha de m ostrarse este
;i priori. El camino que K ant abre de este m odo eíi la filosofía teó­
rica, es decir, el p artir de los hechos de la ciencia m atem ática o de
la «experiencia» en el sentido de la «ciencia de la experiencia» es
explícitamente rechazado.2 Este cam ino ha de representar tan pron­
to el análisis de ejemplos concretos del juicio m oral propio del
sano entendim iento hum ano, que K ant ensalza a la vez que recha­
za en. la teoría del conocim iento,3 tan pronto la afirm ación de que
la ley moral es un «factum de la razón pura» que debe ser sencilla­
m ente m ostrado, sin apoyarse en nada más. Pero p o r m ucho que
esta últim a afirmación sea correcta, K ant no es capaz de m ostrar­
nos en m odo alguno cóm o los «hechos», sobre los que u n a ética
a priori debe sostenerse si no quiere convertirse en una construc­
ción vacua, se distinguen de los hechos de la observación y de la in ­
ducción, y cóm o su com probación se distingue de los tipos de
com probación que han sido justam ente rechazados com o funda­
m ento. ¿Cuál es la diferencia entre un «faktum de la razón pura» y
un fa k tu m m eram ente psicológico? Y ¿cómo puede una «ley» com o
la «ley moral» — pues una «ley» debe ser el hecho fundam ental m o­
ral según Kant— denom inarse un «fd ktu m »? D ado que K ant des­
conoce una «experiencia fenomenológica» en la que se m uestra como
hecho de la intuición lo que radica ya en la experiencia natural y
científica com o «forma» o «presupuesto», no tiene ninguna res­
puesta a esta pregunta. C on ello su procedim iento en ética adquie­
re un carácter puram ente constructivo que no puede achacarse en
el m ism o sentido a su apriorism o teórico. Esto se expresa frecuen­
tem ente en giros como: la ley m oral surge de una «autolegislación
de la razón», o: la persona racional es la «legisladora» de la «ley m o­
ral», a diferencia de «la ley m oral es la ley funcional interna de la
voluntad pura» o de la «razón com o práctica», en los que no está
presente el m om ento de la arbitrariedad constructiva. Es m anifies­

2. Crítica de la razón práctica, primera parte, libro I, cap. 1: «La ley moral
no puede ser demostrada por ninguna deducción».
3. Véase especialmente la Fundamentación de la metafisica de las cos­
tumbres.
to que K ant no ve el círculo de hechos sobre el que debe sostenerse
— como todo conocimiento— una ética apriorística.4
Pero ¿cómo habría podido Kant buscar cabalmente tales «hechos»,
si consideraba que hay una conexión esencial en el hecho de que
sólo una ética form al puede satisfacer la exigencia correcta de que la
ética no puede ser inductiva? Está claro: sólo una ética material pue­
de apoyarse — seriamente— sobre hechos, a diferencia de las cons­
trucciones arbitrarias.
Se trata, por tanto, de la pregunta: ¿Hay una ética material que
al mismo tiem po sea apriori en el sentido de que sus proposiciones
sean evidentes y que no sean ni demostrables ni refutables p o r la
observación y la inducción? ¿Hay intuiciones éticas materiales?

Lo A PRIORI Y LO FORMAL EN GENERAL

N o es posible plantear esta pregunta para la ética, si no se ha


alcanzado un entendim iento de principio acerca de cóm o un ele­
m ento apriorístico del ser y del conocim iento se relaciona con el
concepto de «forma» y de lo «formal» en general.
Veamos en prim er lugar, así pues, qué puede significar y qué
tiene que significar a priori.
1. Designamos com o a priori todas las unidades ideales de sig­
nificado y las proposiciones que, prescindiendo de todo tipo de p o ­
sición de los sujetos que las piensan y de su configuración natural,
y prescindiendo de todo tipo de posición de un objeto sobre el cual
podrían ser aplicadas, llegan a ser dadas por sí mismas m ediante el

4. Básicamente, la filosofía teórica no se encuentra en mejor situación que la


aquí presentada. Pues tampoco podemos partir de la «ciencia» para determinar el
a priori, ni siquiera para determinar la esencia del conocimiento y de la verdad.
Aquí la primera pregunta también es: ¿qué es dado? Y la segunda: ¿para qué ele­
mentos de lo dado en la intuición tiene justamente interés la ciencia, a diferen­
cia, por ejemplo, de la «concepción natural del mundo», de la «filosofía», del
arte, y por qué? Aquí tampoco puede contemplarse el a priori como «presupues­
to de la ciencia», sino que debe ser mostrado en sus fundamentos fenomeno-
lógicos.
u m tenido de una intuición inmediata. Esto es, hay que prescindir
tic cualquier tipo de posición (Setzung). T anto de la posición: «real»,
cnanto «no real», «apariencia o «real», etcétera. También cuando, por
ejemplo, nos engañamos en la suposición de que algo está vivo, tiene
que venirnos dado en el contenido del engaño la esencia intuitiva
ile la «vida». Si denom inam os el contenido de sem ejante «intui­
ción» un «fenómeno», entonces el «fenómeno» no tiene en absoluto
nada que ver con la «aparición» (de algo real) o con la «aparien­
cia». Pero la intuición de esta suerte es «intuición esencial» o tam ­
bién — com o deseamos llam arla— «intuición fenomenológica» o
«experiencia fenomeno lógica». El «qué» que ofrece ya no puede estar
más o menos dado — del m ism o m odo que podem os acaso «obser­
var» u n objeto con m ayor o m enor exactitud, o ya sea uno u otro
de sus rasgos— , sino que o bien es «intuido» y con ello «él mismo»
dado (sin dejar escapar nada, ni reducirlo; ni m ediante u n a «ima­
gen» ni m ediante un «símbolo») o bien no es «intuido» y p o r tanto
no es dado.5*
D e ahí que una esencialidad o quiddidad en cuanto tal no es ni
algo general ni algo individual. La esencia rojo, por ejem plo, es
dada tanto en el concepto general rojo, com o en todo m atiz per­
ceptible de este color. Sólo la relación con los objetos en los que
esta esencialidad aparece, pone de m anifiesto la diferencia de su
sentido general o individual. Así, una esencialidad pasa a ser gene­
ral cuando aparece idénticam ente en una mayoría de objetos que
en sí son diversos en la forma: todo lo que «tiene» o «lleva» esta
esencia. Pero tam bién puede constituir la esencia de u n individuo,
sin p o r ello dejar de ser una esencialidad.
Siempre que tenem os estas esencialidades y las conexiones entre
ellas (que pueden ser de las más diversas índoles, p o r ejem plo,
opuestas, unívocas, contrapuestas, órdenes en función de lo supe­
rior y lo inferior, com o en los valores), entonces la verdad de las

5* [Véase Vom Umsturz der Werte {De la subversión de los valores), GW 3,


«Los ídolos del autoconocimiento», pp. 213-292. Sobre esto: «Phánomenologie
und Erkenntnistheorie» («Fenomenología y epistemología») y «Lehre von den
Drei Tatsachen» («Teoría de los tres hechos») en GW 10.]
proposiciones que son satisfechas en ellas es completamente inde'
pendiente de toda la esfera de lo que puede ser observado, descrito,
de lo que puede ser establecido mediante la experiencia inductiva
y, naturalm ente, de lo que puede participar de una posible explica­
ción causal, y esta verdad no puede ser ni verificada ni refutada por
esta suerte de «experiencia». O también: las esencialidades y sus
conexiones son "dadas» «previamente» a toda experiencia (de esta
suerte), son «dadas» a priori, pero las proposiciones que son satisfe­
chas en ellas son «verdaderas» a priori,6 Por tanto, lo a priori no
está vinculado a las sentencias (o en general a los actos de juicio que
les corresponden), com o si fueran h. forma de estas proposiciones y
estos actos (es decir, a las «formas del juicio» a partir de las cuales
K ant desarrolla sus «categorías» como «leyes funcionales» del «pen­
sam iento»), sino que forma plenamente parte de lo *dado», de la
esfera de los hechos, y una proposición sólo es verdadera a priori
(o falsa), en tanto que es satisfecha en tales «hechos». H ay que dis­
tinguir radicalm ente el «concepto» cosa y la «coseidad» intuitiva, el
concepto igualdad y la igualdad intuitiva o el ser igual (a diferencia
del ser sem ejante).7
Lo que es intuido com o esencialidad o com o conexión entre
esencialidades nunca puede ser, por tanto, suprim ido p o r la o b ­
servación y la inducción, nunca puede ser m ejorado o perfeccio­
nado. Pero sí que tiene que ser satisfecho y respetado en la totali­
d ad de la esfera de la experiencia extra-fenom enológica — de la
concepción natural del m u n d o y de la ciencia— , en tan to que su
con ten ido es analizado correctam ente. Y no puede ser suprim ido
o m odificado por ninguna «organización» de los ejecutores de los
actos.
A ún más, se debe ver justam ente como uno de los criterios para

6. También aquí verdad e:; «correspondencia con los hechos», sólo con hechos
que ellos mismos son «a priori». Y las proposiciones son «verdaderas» a priori,
porque los hechos en los que son satisfechas son dados «a priori».
7. La categoría como concepto y como contenido de la «intuición catego-
rial» ha sido distinguida por vez primera con radicalidad por E. Husserl (Investi­
gaciones lógicas, II, 6).
Id naturaleza esencial de un contenido previam ente dado, el hecho
i le que en los intentos de «contemplarlo» se m uestra que siempre ya
debemos haberlo intuido, para conceder a la observación la direc­
ción deseada y requerida; uno de los criterios para las «conexiones
esenciales», em pero, es que al suprimirlas tentativam ente m ediante
otros resultados posibles de la observación (representables en la
imaginación) frente a las relaciones reales, no som os capaces de ha-
re rio partiendo de la naturaleza de la cosa; o que en nuestro inten­
to de encontrarlas m ediante la acum ulación de observaciones,
siempre ya las presuponem os — en el m odo en que ordenam os las
observaciones entre ellas— . E n estas tentativas nos es claram ente
dada la independencia del contenido de la intuición de las esencias
respecto de toda observación e inducción posibles. Pero, para los
conceptos que son a priori porque se satisfacen en la intuición de
las esencias, es un criterio el que, en nuestra tentativa de definirlos,
caigamos irremisiblemente en u n circulus in definiendo-, para las sen­
tencias es u n criterio que en nuestra tentativa de fundam entarlas
caigamos irremisiblemente en el circulus in demostrando.8
Por tanto, los contenidos apriorísticos sólo pueden ser mostrados
(por m edio de un procedim iento que aplique estos criterios). Pues
tanto este procedim iento com o el procedim iento de «delimitación»
—en el que se m uestra lo que aún no es esencia— nunca pueden
«demostrarlos» o de algún m odo «deducirlos», sino que sólo son
un m edio de hacerlos ver o de «manifestarlos» a ellos mismos, sepa­
rados de todos los otros.
E n este sentido, dos rasgos diferencian radicalm ente a la expe­
riencia fenom enológica de toda experiencia de otra suerte, por
ejemplo, de la experiencia de la concepción natural del m undo y
de la ciencia. Sólo ella ofrece los hechos «mismos» y, por ello, de
m odo inm ediato, es decir, no m ediado por símbolos, signos o in­

8. Así se puede mostrar, por ejemplo, que todos los principios mecánicos
ya radican en el fenómeno de un movimiento de un punto de masa — cuando el
fenómeno es aislado estrictamente— y que por ello se encuentren en la base de
todos los posibles movimientos observables; o sea, que se mantengan en todas las
posibles variaciones observables del movimiento.
dicaciones de cualquier tipo. Así, p o r ejem plo, u n determ inado
rojo puede ser determinado de los m odos más diversos. Por ejem­
plo, com o el color que es designado por la palabra «rojo»; com o el
color de esta cosa o de esta determ inada superficie; determ inado
com o un cierto orden, por ejem plo, del cono de los colores; como
el color que «yo veo justo ahora»; com o el color de este núm ero y
form a de vibración, etcétera. E n todos estos casos aparece, diga­
m os, com o la X de u n a ecuación o com o la X que satisface un
con ju n to de condiciones. La experiencia fenomeno lógica, em pero,
es en la que cada totalidad de estos signos, indicaciones, m odos de
determ inación encuentra su últim a satisfacción. Sólo ella ofrece
lo rojo «mismo». H ace de la X u n hecho de la intuición. Es algo así
com o el canje de to d o cam bio que el resto de experiencias reinte­
gra. T am bién podem os decir: toda experiencia no fenom enológica
es p o r principio experiencia m ediante o gracias a sím bolos cuales­
quiera, y por tanto experiencia mediada, que nunca ofrece las cosas
«mismas». Sólo la experiencia fenom enológica es por principio
asimbólica y justo por ello capaz de satisfacer todos los sím bolos
posibles.
Sim ultáneam ente, sólo ella es una experiencia puram ente «in­
manente)», es decir, sólo form a parte de ella lo que en cada acto de la
experiencia m ism a es intuitivo — ya sea a su vez algo que consiste
en u n desplazar un contenido sobre sí m ism o— , nunca algo que es
imaginado m ediante un contenido externo y separado de ella. Toda
experiencia no-fenom enológica «trasciende» principalm ente su con­
tenido intuitivo, por ejem plo, la percepción natural de una cosa
real. E n ella se «imagina» lo que no está «dado». La experiencia fe­
nom enológica, em pero, es en la que ya no hay ninguna separación
entre lo «imaginado» y lo «dado», de m odo que — com o quien dice,
procediendo desde la experiencia no-fenom enológica— tam bién p o ­
dem os decir: en la que nada es significado que no haya sido dado, y
nada es dado con excepción de lo significado. Sólo a l cubrirse lo
«significado» y lo «dado» se manifiesta el contenido de la experiencia
fenomenológica. En este cubrirse, en el punto en que coinciden la
satisfacción de lo significado y lo dado aparece el «fenómeno». Ahí
do n d e lo dado sobrepasa lo significado o lo significado «mismo»
—y por tanto tam bién perfecto— es dado, no existe aún ninguna
|)ura experiencia fenom enológica.9
2. A partir de lo dicho queda claro que lo que siempre está dado
a priori, descansa tan to en la «experiencia» com o todo lo que nos
es dado p o r «experiencia» en el sentido de la observación y la in­
ducción. Así pues, todo lo dado y cada cosa dada descansa en la
«experiencia». Q uien aún quiera llam ar a esto «empirismo» puede
hacerlo. En este sentido, la filosofía basada en la fenom enología es
«empirismo». Los hechos y sólo los hechos, no las construcciones
de un «entendim iento» arbitrario, son sus fundam entos. Todos los
juicios deben orientarse según hechos, y los «métodos» son adecua­
dos en la m edida en que conducen a proposiciones y teorías con­
formes a los hechos. Pero un hecho — cuando m enos el hecho
«puro» o el fenom enológico— no recibe su «determinación» a par­
tir de una «proposición» o de un «juicio» correspondiente, lo que le
llevaría a estar disociado de un, así llam ado, «caos» de lo dado. Lo
a priori dado tam bién es u n contenido intuitivo, no «prediseñado»
por el pensam iento para los hechos, ni «construido» por él, etcéte­
ra. Pero sí que los hechos «_puros» (o, tam bién, «absolutos») de la in­
tuición están radicalm ente separados de los hechos que para ser
conocidos tienen que recorrer una serie (en principio interm inable)
de observaciones. Sólo ellos son — en la m edida en que ellos mismos
son dados— con sus conexiones, «evidentes» o «intuitivos». En la
oposición entre a priori y a posteriori no se trata, por tanto, de
la experiencia o no-experiencia o de los así llamados «prerrequisitos
de toda experiencia posible» (que serían inexperim entables en todos
los respectos), sino que se trata de dos tipos de experiencia: de la
experiencia pura e inm ediata y de la posición de una experiencia
condicionada y m ediada por una organización natural del ejecutor

9. Está claro que la «experiencia fenomenológica» no tiene nada que ver con
la experiencia mediante la «percepción interna». También lo que sean la percep­
ción «interna» y «externa», debe ser aclarado de nuevo fenomenológicamente. Sólo
el hecho de «estar dada en sí misma» unifica la experiencia fenomenológica; pero
que para que algo se dé en sí mismo debe estar dada la percepción interna es sólo
un prejuicio psicologista. [Véase «Phánomenologie und Erkenntnistheorie» («Fe­
nomenología y epistemología») en GW 10.]
real del acto. En toda experiencia no-fenom enológica, los hechos
puros de la intuición y sus conexiones funcionan, p o r supuesto,
com o — podem os decir— «estructuras» y com o «leyes formales» de
la experiencia en el sentido de que nunca son «dados» en ella, aun­
que sí que la experiencia se consum a según o conform e a ellas. Pero
justam ente todo lo que en la experiencia natural y en la científica
funciona com o «forma» y, aún más, lo que funciona com o «méto­
do» de la experiencia, debe pasar a ser, dentro de la experiencia
fenomenológica, la «materia» y el «objeto» de la intuición.
Rechazam os explícitam ente todo «concepto» o «proposición»
a priori previam ente dada, que no pueda alcanzar m ediante un
hecho de la intuición una satisfacción com pleta. Pues lo que con
ello se diría sería el sinsentido de un «objeto por esencia absoluta­
m ente incognoscible», o un m ero signo o una convención, en la que
los signos están relacionado? arbitrariam ente. En ambos casos no
nos encontraríam os ante la «comprehensión», sino ante posiciones
ciegas, que están dispuestas de modo que, por ejemplo, ei contenido
de la experiencia científica «se sigue» de ellas o se sigue del m odo
«más simple». Igualm ente im posible es el intento de com prender
com o a priori una «función» o «fuerza» sólo accesible gracias a la
observación — sea interna o externa— , cuyo efecto se encontraría
sólo en el contenido de la experiencia. Sólo la suposición com ple­
tam ente m itológica de que lo dado es un «caos de sensaciones» que
debe ser «conformado» por m edio de las «funciones sintéticas» y las
«fuerzas», conduce a estas extrañas opiniones. Y tam bién ahí donde
falta toda interpretación m itológica de lo a priori com o u n a «ac­
tividad conform adora» o «fuerza sintetizadora», y se quiere tener
bastante con buscar m ediante un procedim iento de reducción los
«presupuestos» lógicos puram ente objetivos de la experiencia cientí­
fica concretada en proposiciones, y luego se denom ina a estos «pre­
supuestos» lo a priori, ahí lo a priori sería sólo accesible y no esta­
ría evidentemente fundam entado en u n contenido intuitivo. Pero la
naturaleza apriorística de una proposición no tiene nada que ver con
su dem ostrabilidad o indem ostrabilidad. Para la naturaleza aprio­
rística es com pletam ente indiferente si las proposiciones aritméticas
funcionan com o axiomas o com o consecuencias dem ostrables de
(•«tos.10 Pues en el contenido de la intuición que satisface las senten-
i ¡as de esta índole radica la «aprioridad» y no en su valor según la
miruación que ocupan en las relaciones de fundam ento y de conse­
cuencia entre los com ponentes de teorías y sistemas.11
3. En lo dicho queda claro que el ám bito de lo «evidente a prio­
ri» no tiene nada que ver con lo «form al», así com o tam poco es el
cuso entre la contraposición «a priori»-«a posteriori» y la contrapo­
sición «formal»-«material». M ientras que la prim era diferencia es
¡disoluta y se basa en la diversidad de los contenidos que satisfacen
los conceptos y las proposiciones, la segunda es com pletam ente re­
lativa y al m ism o tiem po sólo está relacionada con los conceptos y
las proposiciones en función de su generalidad. Así, por ejem plo, las
proposiciones de la lógica pura y las proposiciones aritm éticas son
igualmente a priori (tanto los axiomas com o las consecuencias de
éstos). Pero esto no im pide que las prim eras sean «formales» en re­
lación con las segundas, y que las segundas sean materiales en rela­
ción con las primeras. Pues es necesario para las segundas un plus
de m ateria intuitiva para satisfacerlas. Por otra parte, el principio
que sostiene que entre las sentencias A es B y A es no B, una de
ambas debe ser falsa, sólo es verdadero sobre la base de la com ­
prehensión fenom enológica objetiva de que el ser y el no ser de
algo (en la intuición) son incom patibles. En este sentido, tam bién
esta proposición tiene u n a materia de la intuición com o funda­
m ento, que no lo es m enos porque se atribuya a todo objeto arbi­
trariamente. Esa proposición sólo es «formal» en el sentido toto coelo
diferente, de que en el lugar de A y B pueden ponerse objetos
com pletam ente arbitrarios; es formal con respecto a dos objetos cua­
lesquiera determ inados. Igualm ente 2 x 2 = 4 es «formal» para cirue­
las y para peras.
Dentro de la totalidad de la esfera de lo com prehensible a prio­
ri hay, p o r tanto, las diferencias más amplias entre lo «formal» y lo

10. Es sabido que todas estas malinterpretaciones de lo a apriori se encuen­


tran en la literatura especializada.
11. En este sentido, por ejemplo, toda proposición geométrica es a priori
con independencia de si se trata de un axioma o de un teorema.
«material». Y tam bién en la teoría de los valores encontrarem os luí
mismas diferencias m uy significativas de lo a priori formal (relativo)
y m aterial. Pero las proposiciones m enos formales de un ámbito
apriorístico, que, por decirlo así, sólo son satisfechas por el máximo
de contenido intuitivo m aterial (en relación con otras proposicio­
nes), no son por ello com prehensibles a priori con m enor rigor. Lo
a priori m aterial es el conjunto de todas las proposiciones que en
relación con otras proposiciones aprióricas, por ejem plo, las de la
lógica pura, son válidas para u n ám bito de objetos más especial.
Pero tam bién son pensables conexiones a priori entre esencias que
sólo ocurren en un objeto individual y que no están presentes en
todos los otros objetos.
Por otra parte, en toda proposición que sólo es válida aposterio-
ri, esto es, que sólo se puede satisfacer m ediante hechos de la ob­
servación, se puede distinguir su «forma lógica» y su «contenido
material», por ejemplo, posee la constitución de una proposición,
un sujeto, predicado y cópula, y lo que está conform ado en estas
«formas». M as esto significa: «formal-material» corta la contraposi­
ción «apriori-a posteriori», por tanto, no coincide en ningún sentido
con ella.
La identificación de lo apriorístico con lo «formal» es un error
básico de la teoría kantiana. Tam bién se encuentra en la base del
«formalismo» ético y aún más del «idealismo formal» en general,
com o K ant m ism o denom ina a su teoría.
4. Este error está íntim am ente un id o a otro. M e refiero a la
equiparación de lo «material» (tanto en la teoría del conocim iento
com o en la ética) con el contenido «sensible», de lo «a priori» con
lo «pensado», o de algún m odo añadido m ediante la «razón» a este
«contenido sensible». D entro de la ética se corresponde con lo «dado
de la sensación», que debe ser producido por un «efecto de las cosas
sobre la receptividad», el estado sensible del sentimiento específico de
placer y displacer con que «las cosas afectan al sujeto».
Pero esta equiparación según la cual al pensam iento le es «dado»
un contenido sensible, tam bién es com pletam ente errónea en el ám ­
bito teórico. Lo es porque el concepto de «contenido sensible» o de
«sensación» en general no designa nada que en u n contenido sea
i|i iluminación del contenido, sino únicam ente determ ina el m odo
i ilmo tiene lugar un contenido (por ejemplo, un sonido, un color con
•tu usgos fenoménicos). Lo «sensible» no es nada que radique en el
miIdi, en el sonido. Justam ente estos conceptos son los que precisan
fu mayor grado una aclaración fenom enológica, es decir, se precisa
mui investigación del estado de cosas en el que se satisface el con-
i rpio de «contenido sensible».
A mi parecer el jtoíótov ipeíjóoc de esta equiparación consiste
i n plantear en lugar de la sencilla pregunta: ; Qué es lo dado?, la
pregunta: «¿Qué puede ser lo dado?» Y entonces se cree que aquello
para lo que no hay funciones sensibles, donde ni siquiera hay ó r­
ganos y estímulos, no nos «puede» ser dado. U na vez se ha entrado
rn este m odo fundam entalm ente erróneo de preguntar, hay que
toncluir que todo contenido dado en la experiencia, que sobrepasa
m is elem entos determ inables com o «contenido sensible», o queda

cubierto por éstos, es algo que de algún m odo nosotros hem os «apor­
tado», un resultado de nuestra «actuación», un «conformar», u n a
«elaboración» o algo semejante. Relaciones, formas, figuras, valores,
espacio, tiem po, m ovim iento, objetividad, ser y no-ser, «coseidad»,
unidad, pluralidad, verdad, actuar, físico, psíquico, etcétera, deben
ser en conjunto e individualm ente retrotraídos ya sea a una «for­
mación», ya sea a una «empatia», ya sea a cualquier otro m odo de
la «actividad» subjetiva; pues no se encuentran en el «contenido
sensible» que es el único que nos «puede» ser dado, y que, por tan­
to, com o se cree, «es» dado.
El error es que, en lugar de preguntar sim plemente qué está dado
en la intención opinante misma, se mezclan en la pregunta sin dila­
ción puntos de vista y teorías ¿>xíraimenciónales, objetivos e, inclu­
so, causales (aunque sean sólo teorías naturales cotidianas). E n la
simple pregunta acerca de qué es dado (en un acto), hay que pres­
tar atención únicam ente a este qué\ todas las condiciones objetivas
pensables y extraintencionales del acaecer del acto, por ejemplo,
que un «yo» o «sujeto» es quien lo ejecuta, que este yo tiene «fun­
ciones sensibles», «órganos sensibles», que tiene un cuerpo, etcéte­
ra, tienen tan poca im portancia en la pregunta acerca de qué es lo
«dado» en la tenencia de un sonido o de un color rojo, y en la pre­
g u n ta acerca de qué aspecto tiene lo dado, com ó la constatación
de que el ser hum ano que ve el color, tiene un pulm ón y dos piel ■
ñas. Sólo hem os de m irar en la dirección de la intención del acto,
escindida de la persona, del yo y de la conexión m undana, y vemo»
qué aparece ahí y cóm o aparece; sin que nos incum ba la pregunta
sobre cóm o puede aparecer, cóm o nos afecta en función de cuales
quiera presupuestos reales de las cosas, estímulos, hom bres, etcéte­
ra, existentes.
Si pregunto, por ejemplo: ¿Qué es dado cuando percibo un cubo
m aterial y corpóreo?, entonces la respuesta que dice que es dada «la
visión lateral perspectivista» o incluso «las sensaciones» de ésta, es
fundam entalm ente errónea. Lo «dado» es el cubo com o u n a totali­
d a d — no dividido en «caras» o «perspectivas»— de una cOsa mate­
rial de una determ inada unidad formal espacial. Q u e efectivamente
el cubo es dado sólo visualmente, que el resto de elem entos visuales
en el contenido de la percepción sólo se corresponden con los pun­
tos de la cosa vista que form an parte de su visión lateral perspecti­
vista, de todo ello no es «dado» ningún rastro; de igual m odo que
tam poco es «dada» la com posición quím ica del interior del cubo.
Es necesaria, antes bien, u n a serie m uy rica y com pleja de nuevos y
nuevos actos (a saber, del m ism o tipo que los de la «percepción na­
tural»), así com o una conexión de éstos, si tiene que ser experi­
m entada la «visión lateral perspectivista del cubo». A continuación
se m encionan algunos actos en su estructura más básica.
T iene que ocurrir, en prim er lugar, u n acto de concepción del
yo, del yo que es el consum ador del acto, y con respecto a lo que le
es dado a él del cubo. Entonces, el cubo es dado, al igual que antes;
pero con una nota individual que perm ea todo lo dado. En un se­
gundo acto habría que com prender que el acto de la percepción re­
sultó de un acto de visión en el que no aparece en m odo alguno lo
que había en prim er lugar, por ejem plo, no aparece la «materiali­
dad», ni tam poco «que tiene u n interior»; antes bien es «dado» un
envoltorio del todo, con una determ inada form a y color, bajo cier­
ta luz y som bra, es decir, el objeto visto que no ha dejado de tener
el carácter de cosa (sólo que inm aterial).
Pero ahora no es llevado a lo dado ni m ucho m enos la «visión
litiri.il perspectivista del cubo», ni m ucho m enos aún el así llama-
iln «contenido de la sensación». Lo que ahora es «dado» es la cosa
:huill del cubo, es decir, algo que ciertam ente ya no contiene «cor-
nniridad», pero que aún contiene com pletam ente la coseidad com o
¡mino de apoyo de la forma, el color, la luz y las sombras; y sigue
«li iulo dado el todo de la form a espacial, en el que los colores, la luz
y l,i oscuridad son apariciones dependientes y fundadas en la for-
ttiii espacial, y con cuya m odificación (es decir, la de la «forma es-
|Mc iul») tam bién se m odificarían estas apariciones parciales. Por
. (cmplo, veo «sombras» bajo cierta cualidad de las tonalidades del
uiis, si concibo estas cualidades com o propiedades de una cosa vi-
tiial\ y los m om entos del color variarían en límites m uy tenues en
función de sus contenidos de apariencia, si las distancias y las si-
ituiciones de los elem entos espaciales de la form a vista se m odificá­
is n m ediante un cam bio de la unidad form al, p o r ejem plo, del
i libo en una proyección en dos dim ensiones. C on una localización
en profundidad de u n color se m odifica tam bién la claridad. Ade­
más podem os constatar el hecho de un «ver» sin saber nada de ór­
ganos sensibles m ediante percepciones y sensaciones de los órga­
nos. Y «ver» es tam bién algo com pletam ente diferente que la mera
pertenencia de lo colorido, por ejem plo, a u n yo que percibe,
como si «ver» y «tener color», u «oír» y «tener sonido» significaran
lo m ismo. Y «ver» es tam bién algo distinto que la m era atención
,i un color. Es u na función que ha de llevarse a la intuición, una
Iunción de tipo estrictam ente cualificado con leyes especiales de
actuación com pletam ente independientes de la organización de los
órganos sensibles periféricos. Al «ver» una superficie siem pre es
tam bién dado, p o r ejemplo, el hecho de que tiene otra cara, au n ­
que nosotros no «tenemos la sensación» de ella. Y así, tam bién la
«cosa vista» del cubo no es en m odo alguno algo así com o la visión
lateral perspectivista de su form a espacial de cubo; en la cosa vista
las líneas de «que tenem os sensación» en los límites de esta «visión
lateral» se encam inan más allá en las direcciones que les prescribe la
forma cúbica, que es «dada» com o un todo, y que en m odo alguno
se conform a a partir de una «síntesis de visiones laterales» ni tam ­
poco «consiste» en una «síntesis» tal. Las relaciones de los elementos
espaciales de que tenemos sensación en función d e su situación, di»
tancia, dirección de los elementos lineales, disposición de profundi­
dad, están subordinadas a esta form a vista y varían en dependencia
con ella. Las mismas situación, distancia, dirección de las líneas,
serían otras y otras, si fueran partes de una cosa visual de la forma
«cubo». D e ahí que se distinga radicalm ente el espacio de las cosai
visuales respecto del espacio de la geom etría, q u e es un espacio ar
tificialm ente deformado.
Se precisa ahora un nuevo acto de la experiencia para recortar
de la cosa vista dada hasta ahora el dato de la «visión lateral pers
pectivista». Este corte es sólo posible por el hecho de que la existen­
cia y la determinación local del organismo corpóreo (que es concebido
com o perteneciente al «yo» que percibe) que consum a el acto de vi­
sión y las partes del m ismo, a las que está vinculada la actuación de
la función visual, pasan a ser el objeto de un acto especial de la per­
cepción. El hecho de que yo, por ejem plo, vea m ediante una acti­
vidad cualquiera de mis ojos y no de mis oídos, esto no se debe ni
a la intuición de la función visual ni a la de la cosa visual. Es sólo el
resultado del «experimento», ciertam ente del experim ento natural
(que todos nosotros hacem os m uy tem prano), que cuando cierro
los ojos cesa m i visión de la cosa vista; que las propiedades de la
cosa vista se transform an de m odos diversos cuando muevo los ojos
(y las sensaciones de los órganos y de los m úsculos que están aso­
ciadas a ellos) o cuando se aleja el cuerpo portador de los ojos. Una
cosa visual, en el sentido especificado anteriorm ente, tiene que es­
tar siem pre ya «dada» y, además, en una determ inada cualidad de
m agnitud, para que destaquen en ella las posibles direcciones de la
variación, por ejemplo, la dirección de la variación según lo m ayor
o lo menor, en tanto que las variaciones que tienen lugar en ella es­
tén condicionadas por el m ero hecho de la perspectiva, el alejamien­
to, la situación y el alejam iento naturales del órgano o, respectiva­
m ente, de sus estratos perceptores. (Esta cualidad de m agnitud no
es naturalm ente una m agnitud mesurable, ni com pletam ente inde­
pendiente de la m edida en la que la cosa visual de que se trata par­
ticipa de la ocupación espacial de todo el espacio visual, o sea, siem­
pre en relación con la participación del resto de cosas visuales que
hallan en el espacio visual.) Se alcanza a destacar la dirección de
variación de la cosa vista según la «visión lateral perspectivista» sólo
,i i ravés de u na percepción relacional del acto de la cosa visual que
da en actos separados de experiencia y de mi cuerpo y mis ojos
además del «experimento» m encionado. Y sólo cuando esta direc-
t i(')i) de variación está dada, cuando sé lo que es en general la visión
lateral perspectivista de un cuerpo, entonces puede estar «dado» en
un acto especial aquello de lo que parte tan ingenuam ente el epis-
icmólogo sensualista: la «visión lateral perspectivista de este cubo».
I’cro desde aquí queda aún un gran trecho hasta el «contenido de la
ncnsación».
«Contenido de la sensación» en sentido fenomenológico, es decir,
lo que está dado in m ediatam ente com o co ntenido de un «sentir»,
v que no es «abierto» en cuanto tal m ediante la analogía hacia
«contenidos dados de la sensación» auténticos e inm ediatos, ni es
deducido dando un rodeo por el concepto causal del estím ulo y el
consiguiente m odo m odificado de relación de u n organism o; así
pues, «contenido de la sensación» en sentido fenom enológico son,
en sentido estricto, sólo los contenidos cuya aparición o desapari­
ción suponen una variación cualquiera vivida de nuestro estado
corporal-, en prim er lugar, por tanto, en modo alguno no se trata de
cualidades de sonidos, colores, olores y sabores, sino de ham bre,
sed, dolor, placer, cansancio, así com o todas las así llamadas «sensa­
ciones orgánicas» que están vagam ente localizadas en determ inados
órganos. Estas son las formaciones paradigmáticas de las «sensacio­
nes», p or decirlo así, sensaciones que son «sentidas». D e ellas for­
man parte naturalm ente todas las sensaciones que ocurren cuando
hay una actividad de los órganos sensoriales, y que se m odifican en
Función de las modificaciones de la actividad.
Por m or de la comodidad del lenguaje se pueden designar tam ­
bién com o «contenido de la sensación» todos los elem entos del
m undo intuitivo exterior en general, que aún pueden participar
(con su aparición o desaparición) de una transform ación del estado
corporal. N o porque ellos m ism os son sensaciones, sino porque su
realización para u n individuo psicofísico va acom pañada regular­
m ente de auténticas sensaciones (en el oído, en los ojos, etcétera),
y porque toda modificación de los contenidos simples de la intil
ción, de un color y una superficie, por ejemplo, según el sonido, la
saturación, la claridad, la figura, va acom pañada unívocam ente de
u na modificación del estado sensorial del cuerpo, incluso del órganol
«Sensación», en este sentido ampliado, no es, em pero, u n objeto
determ inado, ni tam poco un contenido de la intuición com o «rojo»,
«verde», «duro», ni tam poco un «elemento» de un hecho com pues­
to en form a de mosaico, sino que lo que m encionam os con el tér­
m ino «sensación» es sólo esa dirección de la variación del m undo
externo (e interno) de las apariencias, cuando es experim entado
com o dependiente de la corporeidad actual de un individuo. Ésta
sería la esencia de la «sensación»; e in concreto es «sensación» todo
lo que es aún capaz de variar en esta dirección.12*
En este último sentido él «contenido de la sensación» no está nun­
ca «dado» en ninguna acepción de la palabra. Siempre es aquello
definido por un acto de com paración entre una m ultitu d de fené
m enos ya dados con una m ultitu d de estados corporales, es lo que
puede ser m odificado en los fenóm enos com o resultado de la va­
riación de los estados corporales. En sentido estricto, la «sensación»
en sentido am pliado sólo es el nom bre de una «relación variable»
existente entre un estado corporal y los fenóm enos del m undo ex­
terno (o del m undo interno); su contenido no es otra cosa que el
punto fin a l en cada caso de esta relación previamente definida entre
el cuerpo y los fenóm enos eh los fenómenos. Se «tiene sensación»
de los elem entos de un fenóm eno por cuya variación se modifica
todo el fenóm eno, cuando los estados corporales o los estados de
los órganos de la sensación en los órganos de los sentidos, son con­
cebidos en un cambio determ inado.
Por eso, una sensación «pura» jam ás está dada. Siempre es úni­
cam ente una X que debe ser determ inada, o, mejor, un símbolo m e­
diante el cual describimos esta dependencia. La pura sensación de

12* [Sobre órganismo-estímulo-sensación véase en el libro del Formalismo


GW 2, pp. 153 ss., así como «Erkenntnis und Arbeit» («Conocimiento y traba­
jo»), en especial el cap. 5: «Zur Philosophie der Wahrnehmung» («Filosofía de la
percepción»).]
un color rojo, que está determ inado según la cualidad, la saturación,
lii claridad (por ejemplo, geom étricam ente coloreado), nunca está
«iluda», pues «dado» sólo puede ser siem pre el color de un objeto
ti (determinado por la así llam ada m em oria de los sentidos, y a su
ve/, éste está ya determ inado por las visiones previas de este objeto
i|ite han tenido lugar.
Así pues, la tarea en cada caso de la filosofía no puede ser una
hipotética construcción de los contenidos de la intuición a partir de
«sensaciones», sino más bien, al contrario, Uña purificación en los
mismos de las sensaciones orgánicas que siem pre acom pañan a es­
tos contenidos, que son las únicas «auténticas» sensaciones; y al
mismo tiem po una eliminación de las determ inaciones de los con­
tenidos de la intuición, que no son en m odo alguno contenidos de
una intuición «más pura», sino que éstos las m antienen en tanto
i|iie han establecido un fuerte vínculo con las sensaciones orgánicas
y con ello tam bién han adoptado al m ism o tiem po un sentido
como «símbolos» de una transform ación esperada del estado cor­
poral.
Pero lo que es válido en el ám bito teórico, tam bién vaie am ­
pliando la analogía para los valores y el querer.
En la disposición natural, nos están «dados» en un caso las co­
sas, en el presente caso, los bienes. Sólo en segundo lugar nos están
dados los valores que sentimos en los bienes, y este «sentir los bie­
nes» mismos; pero totalm ente independiente y sólo en tercer lugar
nos son dados los respectivos estados sentimentales de placer y dis­
placer, que retrotraem os al efecto de los bienes sobre nosotros (ya
se entienda este efecto com o estím ulo vivido, o causalmente); en
último lugar están dados los estados -—entretejidos en estos esta­
dos— del sentim iento específicamente sensible (o, las «sensaciones
sentimentales», com o acertadam ente las denom ina S trum pf). Estas
últimas son concebibles separadamente gracias a que m iram os a las
distintas partes del cuerpo (como se nos presentan en la percepción
interna) que posee extensión y articulaciones, y luego vinculamos en
el pensamiento (más o menos consciente) los estados sentim entales
periféricos dados con las cualidades de lo agradable o con cualida­
des que están entrelazadas en los bienes. Pues tam bién los valores
de lo agradable son distintos de los estados sentim entales sensililr»
concom itantes (por ejem plo, lo agradable del azúcar es distinto dfl
sentim iento de placer sensible en la lengua). Así pues, lo que en la
«materia» del sentir se corresponde con los estados sentimental»**
del sentir com o tal objeto de referencia, pues estos estados varían con
independencia de él, y que, por tanto, es en este sentido el «conir
nido sensible» de la m ateria del valor (o que, im propiam ente, pite
de llamarse así), esto no es dado nunca inm ediatam ente en esta ma
teria, y m ucho m enos prim ariam ente, de m odo que los bienes sólo
estuvieran ante nosotros com o «causas» de estos estados. El estad» i
de sentim iento sensible está fundido en nuestra vida en y con el
m u n do de los valores y los bienes, en nuestra actividad y acción en
este reino el estado de sentim iento sensible está fundido a nuestro
cuerpo com o u n fenóm eno concom itante com pletam ente secunda
rio-, esto incluso en el placer sensible, y m ucho más aún ah í donde
se trata de esferas de valor por encim a de lo agradable, cuando se
trata de valores espirituales o vitales. El hecho de que una especial
intención se dirija a estos estados, que sean, por decirlo así, extraídos
de los movimientos aním icos objetivos, este hecho no sólo es extre­
m adam ente raro, sino al m ism o tiem po u n com portam iento que
raya en lo enferm izo.13
Algo análogo se puede decir de la tendencia y del querer. N o tie­
ne fu n d a m e n tad o n alguna en los hechos la afirm ación de K ant de
que todo querer que está determ inado por una materia — en lugar
de p or una «ley de la razón»— sólo por ello no está determ inado a
priori, pues si fuera así estaría determ inado por la reacción corres­
pondiente sobre nuestro estado sentim ental sensible del contenido
que se realiza en el querer.
C u an to más vigoroso y enérgico es un querer, más tiene lugar
u n perderse en los valores y en los contenidos figurados dados en el
querer — com o aquello que ha de ser realizado— , de m odo que
justam ente en el querer más fuerte, nos está dado cuando m enos el

13. Véase sobre esto lo que he escrito en mi trabajo «Über Selbsttauschun-


gen» («Sobre los autoengaños»), op. cit. [Versión ampliada «Die Idole der Selbs-
terkenntnis» («Los ídolos del autoconocimiento») en GW 3.]
^/mT-5<°r-mecliante-nosotros del contenido. Justo con la voluntad
iMhil aparece más claram ente con el «esfuerzo» tam bién el querer
•M contenido mismo. La actitud específica del audaz hom bre de
ilición, p or ejemplo, el em presario de gran estilo, es el «perderse»
m m pleto en sus proyectos y en el proceso de realización de los
mismos; es la actitud específica en su form a m áxim a del carácter
licroico.14 Pero el fenóm eno que aquí aparece, digamos, macroscó-
|)ícamente, se m uestra m icroscópicam ente en todo acto enérgico
(Ir la voluntad. Siempre está caracterizado por el hecho de que en él
r.sramos sustraídos más allá de la representación de la reacción sobre
nuestro estado, en especial, nuestro estado sensible. Así, no nos aper­
cibimos en un trabajo peligroso de que nos hem os herido, ni de

14. Es fácil confundir esto, aunque en realidad es exactamente lo contrario,


con la tendencia, propia del «soñador» sin energía, a tener en la conciencia
como realmente dados meros contenidos de deseo de la fantasía, del sueño diur­
no — en ocasiones también en una amplitud anormal de la ilusión y de la aluci­
nación— , es decir, anticipar en su existencia lo meramente deseado o anhelado
en la práctica, así como paladear y gozar por adelantado. Como cuando vivimos
en la realidad del contenido final de un plan para cuya ejecución llevamos a cabo
;<lgunos pasos, pero que cuesta mucho más trabajo, para el que nos sentimos de­
masiado débiles o incapaces. Por el contrario, la inclinación a anticipar «como
real» lo meramente deseado o logrado a medias y a paladearlo previamente en el
sentimiento, perjudican la energía necesaria para su realización. Esto hace su
aparición en menor medida en la persona que hace proyectos incesantemente.
También se encuentra la «realización de los deseos» referida al contenido de los
sueños propuesta primeramente por Freud y sus discípulos, así como también
cabe mencionar la reacción del deseo sobre el contenido del recuerdo y el efecto
previo sobre el contenido de las expectativas. Por el contrario, la persona de vo­
luntad fuerte «vive» en sus proyectos como proyectos, como contenidos «que de­
ben ser realizados», sin que alcancen esa apariencia de realidad; y tiene al mismo
tiempo la fría mirada para lo real, que le es dada en intenciones claramente se­
paradas en su nexo causal. Mientras que en un caso el proyecto anticipado
«como real» es ya disfrutado y paladeado, el proyecto despliega en el otro caso
el efecto dinámico, consistente en hacerlo presente, mediante el ejército de me­
dios en el marco de la posible dominación, de golpe en un entramado (que pos­
teriormente deberá ser analizado por la reflexión). La simultánea división estricta
de lo real y lo no-real y la vida plena en los proyectos es una propiedad distin­
guida de las naturalezas de voluntad fuerte.
que protesta contra este trabajo un sentim iento de cansancio o in­
cluso u n dolor. Todo querer apasionado — y sobre todo las formas
más elevadas de la voluntad— alejan com pletam ente de lo que está
dado a los estados sensibles del sentim iento sim ultáneos o espera­
dos. Estos hechos hacen tam bién com prensible que justam ente en
las personas de voluntad m ás poderosa en la historia o en grupos
especialmente enérgicos, la conciencia de que la voluntad procede de
un «yo» (y sobre todo la reacción sobre el yo) estaba desarrollada en
grado m ínim o. O bien experim entaban su actividad de la voluntad
com o «gracia» (por ejem plo, los enérgicos puritanos ingleses como
Crom well y su círculo) o se sentían plenam ente com o instrum en­
tos divinos (como Calvino), o sentían los estadios de su vida como
destino (por ejem plo, los enérgicos árabes y turcos, W allenstein,
N apoleón); o pensaban que sólo habían prom ovido o desencade­
nado «tendencias de desarrollo» (como Bismarck). La teoría de los
«grandes hombres» no es nunca el resultado de grandes hombres,
sino de los que los han observado.15
La materia que en cada caso está dada en prim er lugar no es la
posible reacción de lo querido sobre el estado sensible (o incluso vi­
tal o espiritual) del sentimiento, sino que antes bien, se presenta en la
misma m edida com o su expectativa o representación, o com o im pe­
dim ento o limitación, y eventualmente tam bién com o un «abando­
no» del querer del contenido del que se trata, de m odo que este con­
tenido pasa a ser o bien un m ero contenido del deseo, o bien es algo
hacia lo que ya no se tiende en m odo alguno. Esto es, el efecto de los
estados del sentim iento sobre la m ateria del querer es esencialmente

15. Sería un gran error equiparar este fenómeno de una voluntad fortísima
(por así decir, extática), con los hechos del simple «aspirar», de la tendencia ins­
tintiva, sólo porque ambas vivencias no son experimentadas como si surgieran
del yo. Son, antes bien, la contraposición más radical de los hechos de la ten­
dencia, cuyo medio es representado por el «yo quiero» (como vivencia). Ese pri­
mer hecho es completamente el querer más central, más aún, el querer más
auténtico de la «persona» misma, que es totalmente distinta, en tanto que pun­
to de partida de todos los actos, de todos los actos del objeto de la percepción
interna o del «yo». Véase la segunda parte de este tratado, sección VI A. [Elfor­
malismo..., GW 2, pp. 370 ss.]
negativo y selectivo. Lo que es determ inado por el estado del senti­
miento en primer lugar, no es lo que queremos, sino lo que «ya no»
ijiieremos del contenido que queríamos en prim era instancia.16
Se trata, así pues, justam ente de una inversión del hecho real
(|ue K ant presupone cuando determina toda m ateria del querer por
la experiencia de placer y displacer. Más aún, tam bién ahí donde la
idea de la «ley» es determ inante para el querer, la «ley» es aún ma­
teria del querer (cuando m enos del querer puro), pero no es deter­
m inante com o una ley que sería la ley del puro querer, es decir, una
ley en función de la cual se consum a el querer. Lo que aquí se quie­
re es precisam ente la realización de la «ley», com o una de las posi­
bles m aterias del querer. Y justam ente por ello todo querer tiene
un fundam ento en materias', que pueden m uy bien ser a priori, en
la m edida en que consisten en cualidades de valor, sólo en función
de las cuales se determ inan los contenidos representativos del querer.
Por esto el querer no está determ inado en lo más m ínim o p o r «es­
tados sensibles del sentim iento».
N o es m enos errónea la segunda equiparación de lo «a priori»
con lo «racional» (o «pensado»), que se corresponde con la equipa­
ración entre lo «material» y lo «sensible» (o tam bién a posterior!). Ya
habíamos visto que lo a priori es en prim er lugar algo «dado» en una
intuición y que las proposiciones «pensadas» en juicios solam ente
pueden ser llamadas a priori en la m edida en que encuentran su
cum plim iento m ediante los hechos de la experiencia fenom enoló-
gica. Así pues, no es en m odo alguno lo a priori del conocim iento
teórico algo m eram ente «pensado» o que deba ser pensado con an­
terioridad. M ás aún, no hay ninguna doctrina que haya obstaculi­
zado du ran te tanto tiem po la teoría del conocim iento com o la que
parte del presupuesto que un factor del conocim iento debe ser o bien
un «contenido sensible» o bien algo «pensado». ¿Cóm o se podrían
llevar a su cum plim iento, bajo este presupuesto, los conceptos de
cosa, real, fuerza, igualdad, semejanza, efecto (en el concepto causal),
m ovim iento, y más aún los de espacio, tiem po, cantidad, núm ero

16. Véase la siguiente sección III. [Elformalismo..., GW 2, «Materiale Ethik


und Erfolgsethik» («Ética material y ética del éxito»), pp. 127-172.]
o los conceptos de valor (que son los que nos interesan especialmen­
te)? Para que no deban ser directam ente «ideados», es decir, puesto»
desde la «nada» por el «pensamiento» — junto con las conexionen
esenciales que existen entre ellos, por ejem plo, los principios de l.i
mecánica— , es evidente que debe de estar dado para ellos previamen­
te un dato de la intuición, que al m ism o tiem po no es con toda se­
gu rid ad u n contenido «sensible». Ya únicam ente ese presupuesto
él solo im plica una solución siempre insuficiente al problem a del
conocim iento, que, sea cual sea la form a que adopte (más racional
o más sensual), condena en todo caso al conocim iento a ser «subje­
tivo» y a ser «relativo» a la especial organización del ser hum ano, en
la m edida en que ese conocim iento posee un contenido, es decir,
contiene datos «sensibles» o se apoya en ellos; y le condena a estar
vacio de todo contenido — finalm ente a meras relaciones que son
relaciones entre nada— , en la m ism a m edida en que es retrotraído
a factores puram ente lógicos.
Pero, la equiparación de lo «a priori» y lo «pensado», del «aprio-
rismo» con el «racionalismo», com o es defendida por K ant — en es­
pecial, en detrim ento de la ética— , incurre en otro error, no menos
profundo.
A saber, es justam ente la totalidad de nuestra vida espiritual — y
no m eram ente el conocer objetivo y el pensar en el sentido del co­
nocim iento del ser— , el que posee actos y leyes de los actos «puros»
— independientes del hecho de la organización hum ana en función
de su esencia y contenido— . Lo emocional del espíritu, el sentir,
preferir, amar, odiar y el querer, tam bién tiene contenido originario
a priori que no le es prestado p o r el «pensamiento», y que la ética
ha de m ostrar independientem ente de la lógica. H ay u n «ordre du
cceun o «logique du coeun a priori, com o dice acertadam ente Blaise
Pascal. Pero la palabra «razón» o «ratio» — y en especial cuando
es contrapuesta a la así llam ada «sensibilidad»— siem pre designa,
desde la acuñación de esta term inología p o r los griegos, ú nica­

17. N o es este el lugar para analizar completamente el sentido de esta


gran idea. Véase Parte II, sección V bajo «El sentir y el sentimiento». [Véase
«Ordo Amoris».]
mente la cara lógica, y no la ilógica-apriórica del espíritu. Así, Kant
irirotrae, por ejemplo, el «querer puro» a la «razón práctica» o a «la
iti/.ón», en la m edida en que es prácticam ente efectiva, y con ello
no desconoce la originariedad del acto de la voluntad. El querer
lince su aparición aquí com o u n m ero cam po de aplicación para la
lógica y no dotado de una legalidad igualmente originaria que la del
pensamiento. A unque es posible que, por ejemplo, en el m ism o úl­
timo contenido fenom énico hallen su cum plim iento tanto el prin-
i ipio de no contradicción com o la proposición según la cual es im ­
posible «querer y no querer la m ism a cosa», o desear y detestar la
misma cosa. Esta últim a proposición no es en m odo alguno una
mera «aplicación del principio de no contradicción» a los concep-
los de deseo y repulsión. Es un axiom a com pletam ente indepen­
diente que com parte con el prim ero sólo una base fenom enológica
idéntica (en parte). Así, tam bién los axiomas de valor son com ple­
tam ente independientes de los axiomas lógicos y no representan
una m era «aplicación» de éstos a los valores. A l lado de la lógica
pura hay una teoría pura de los valores. D e una parte, K ant aún va­
cila frente a estas cuestiones, pero se im plica en ellas con más deci­
sión aún, al incluir el últim o fundam ento de todo sentir, e incluso
del am or y del odio — ya que no los puede adscribir a la «razón»—
en la esfera «sensible» y al excluirlos, con ello, de la ética.18
Este estrecham iento y esta lim itación com pletam ente infunda­
das del «a priori» tiene una de sus raíces, em pero, en su equipara­
ción con lo «formal».
U nicam ente una elim inación definitiva del antiguo prejuicio,
según el cual el espíritu hum ano se agota en la contraposición en­
tre «razón» y «sensibilidad» o que todo podría colocarse bajo la una
o la otra, es lo que posibilita la construcción de una ética material
a priori. Este dualismo, erróneo en su base, que justam ente obliga a
obviar o a m alinterpretar el carácter específico de ám bitos enteros de
actos, debe desaparecer bajo cualquier p u n to de vista del um bral
de la filosofía. La fenomenología de los valores y la fenomenología de

18. Sólo con base en este prejuicio llegó Kant a la monstruosidad de consi­
derar el amor y el odio como «estados sensibles del sentimiento».
la vida emocional deben ser consideradas com o un ám bito de oh je
tos y de investigaciones com pletam ente autónom o, e independien
te de la lógica.19
Por ello, es una suposición com pletam ente sin fundam ento la cjur
lleva a K ant a ver en toda referencia al «sentir», al «amor», al «odio»,
etcétera, com o a actos morales fundamentales, una desviación de l.i
ética hacia el «empirismo» o hacia el ám bito de lo «sensible», o un.i
fundam entación falsa de la «naturaleza del ser hum ano» para el co­
nocim iento del bien y del mal. Pues, sentir, amar, odiar, y las leyes
que los rigen m utuam ente y con respecto a sus materias, no son
«específicamente humanos», al igual que los actos del pensamiento,
com o quiera que se estudien en el ser hum ano. Su análisis fenome
nológico, cuya esencia, prescindiendo en las organizaciones específi­
cas de los portadores del acto y de las posiciones de realidad de los
objetos, consiste en establecer lo que se fundam enta en la esencia de
estos tipos de actos y sus materias, es tan distinto de la psicología y
de la antropología com o lo es el análisis fenomenológico del pensa­
m iento respecto de la psicología del pensamiento hum ano. También
existe para este análisis un estadio espiritual, que no tiene nada que
ver con la totalidad de la esfera de lo sensible, ni siquiera con la es­
fera, estrictam ente separada de ésta, de los actos vitales o corporales,
y cuyas leyes internas son tan independientes de estas esferas de ac­
tos y sus leyes, como las leyes del pensam iento lo son del mecanismo
de ías sensaciones.
Lo que aquí, en contraposición con Kant, decididam ente exigi­
m os es u n aprionsmo de lo emocional, y una separación de la falsa
um d a d que existía hasta ahora entre apriorism o y racionalismo. La

19. Más aún, en última instancia — lo cual no puede ser demostrado aquí—
el apriorismo del amor y del odio es incluso el último fundamento de todo el
otro apriorismo, y por consiguiente también el fundamento común tanto del
conocimiento a priori del ser cuanto del querer a priori de contenidos. Las es­
feras de la teoría y de la práctica hallan su última conexión y unidad fenomeno-
lógicas en este aprionsmo (y no en un «primado») ya sea de la «razón teórica»
o de la «práctica». Franz Brentano ya señaló una idea semejante. Pero no es este
el lugar de proseguir su investigación. [Véase «Liebe und Erkenntnis» («Amor y
conocimiento») en GW 6, pp. 77-98.]
■nica emocional», a diferencia de la «ética racional», no es necesa-
i Límente «empirismo» en el sentido de un intento de alcanzar los
va lores morales a partir de la observación y la inducción. El sentir,
el preferir, el detestar, el am or y el odio del espíritu tienen su pro­
lijo contenido a priori, que es tan independiente de la experiencia
inductiva com o las leyes puras del pensamiento. Y tanto en un caso
como en el otro, hay una intuición de las esencias de los actos y de
mis materias, de sus fundam entaciones y sus conexiones. Y tanto
rn un caso com o en el otro hay «evidencia» y la exactitud más es-
u icta de la com probación fenomenológica.
5. Q uerem os distinguir estrictam ente — lo cual afecta en gene­
ral al concepto de «a priori»— el hecho de lo a priori, es decir, de
las esencias y sus conexiones independientes de la inducción, de una
parte, de todos los intentos de hacer más comprensible lo «a priori»
o de explicarlo, de la otra. En Kant, la teoría del a priori en todos
los ám bitos de la filosofía está estrecham ente vinculada a dos axio­
mas y a las correspondientes intuiciones y posiciones fundam enta­
les del filósofo respecto del m undo, los cuales rechazamos pues no
hay nada que los demuestre.
D e un lado, con su teoría de la «espontaneidad» del pensam ien­
to, según la cual las «relaciones» en las apariencias deben haber sido
creadas p or el en ten d im iento (o por la razón práctica). Así, el a
priori de la conexión entre objetos y estados de cosas, es retrotraído
a una «producción» de una «actividad espontánea relacional» o a
lina «síntesis pura», que es activa en el «caos de lo dado». La «forma»
a la que falsamente es reducido el a priori, es o debe ser el resulta­
do de la «actividadformadora» de un «formar» y de un «conectar».
Más aún, para Kant, esta teoría está tan estrecham ente ligada a la
teoría del apriorism o, que para m uchos que no contem plan con
una m irada autónom a la teoría de K ant, parece que es un todo
aparentem ente inseparable. Pero, todo y con eso, esta m itología de
la actividad creadora del entendim iento no tiene nada que ver con
el apriorism o. N o se basa en la intuición, sino que es una explica­
ción puram ente constructiva del contenido a priori en los objetos de
la experiencia, una explicación que es efectiva sólo bajo el presu­
puesto de que en todas partes sólo es «dado» un «caos desordenado»
(en un caso, un caos de así llamadas «sensaciones» y, en otro, de
«impulsos» o «inclinaciones»). Pero este presupuesto es el error fun­
dam ental común del sensualismo, tal y com o éste fue desarrollado
rigurosam ente por H um e, y por K ant, que lo asum ió ciegamente
de los ingleses.20 Si en todas partes lo «dado» fuera un «caos» de las
impresiones (o, respectivamente, de los impulsos del instinto), y, no
obstante esto, se encontraran igualmente en el contenido de la expe­
riencia, una conexión, orden y forma, una determ inada articula­
ción y estructura, que, com o K ant vio correctamente, es imposible
que puedan proceder de la unión asociativa de las im presiones y
sus correlatos internos, entonces sería cuando m enos recomendable
la hipótesis de tales «funciones sintéticas», de tales «fuerzas vincu-
ladoras» (cuyas leyes serían entonces el «a priori» fáctico com pleta­
m ente independiente). U na vez se ha pulverizado el m undo en una
m u ltitud de sensaciones, y el ser hum ano en un caos de excitacio­
nes instintivas (que deben estar, incom prensiblem ente por cierto, al
servicio del desnudo mantenimiento de la existencia), entonces se
necesita ciertam ente un principio activo de organización, el cual
se reduce al contenido de la experiencia natural. En breve: la na­
turaleza humeana necesitaba u n entendimiento kantiano para exis­
tir, y el hombre hobbesiano necesitaba u n a razón práctica kantiana,
si es que am bos tenían que aproxim arse de nuevo al hecho de la
experiencia natural. Pero sin este presupuesto fundam entalm ente
erróneo de una naturaleza hum eana y de un hom bre hobbesiano
no era necesaria aquella hipótesis; y p or consiguiente tam poco la in­
terpretación de lo apriorístico com o «leyes funcionales» de estas ac­
tividades organizativas. Así pues, es a priori la estructura objetiva de
las cosas en los mismos grandes dom inios de la experiencia, una
estructura que se corresponde a determ inados actos y a relaciones
funcionales entre éstos, sin que estén de algún m odo «introduci­
das» en ella por los actos, ni tam poco «añadidas» a ella p o r estos
actos.
Pero es justam ente la ética la que, más que la filosofía teórica, ha

20. Así lo ha señalado acertadamente también Henri Bergson en su libro


Matiere et Mémoire.
Miírido bajo este presupuesto. Todos los presupuestos de Kant, que
apenas pueden ser m encionados, según los cuales el ser hum ano es,
prescindiendo de la «razón práctica», un m ero «ser natural» (para
Kant = un amasijo de instintos mecánicos), según los cuales todo
amor al prójim o se reduce a am or propio, y el am or en general al
egoísmo,21 y éste a su vez a la tendencia hacia el placer sensible:
presupuestos, que tam bién (por ejemplo, en la antropología) son
expresados usualm ente en la terminología de H obbes, tienen este
origen. Pero sin ellos desaparece la necesidad de adm itir una «razón
práctica» conform adora de este caos.22
Nos hallamos aquí en un pu n to en el que el apriorism o ha esta­
blecido u na relación tan íntim a con lo más recóndito y apenas ex-
presable en la actitud total de Kant respecto del m undo, de m odo
que la teoría filosófica ha establecido una relación m uy peligrosa
con una inclinación profundam ente individual de Kant. Tan sólo
puedo denom inar esta «actitud» con los térm inos de u n a «hostili­
dad» totalm ente originaria o tam bién una «desconfianza» frente a
todo lo «dado» en cuanto tal, com o m iedo y angustia ante lo dado
com o ante el «caos» — «el m undo ahí fuera y la naturaleza ahí den­
tro»— ; ésta es la expresión de la actitud de Kant frente al m undo,
y la «naturaleza» es lo que debe ser formado, organizado, «dom ina­
do», es lo «hostil», el «caos», etcétera. Esto es, lo contrario del amor
al m undo, de la confianza, de la entrega contem plativa y am orosa ai
m undo; es decir, lo que ha conducido psicológicamente a la unión
del apriorism o con la teoría del entendim iento «conform ador» y

21. Para Kant el amor a sí mismo y el egoísmo son sinónimos.


22. Históricamente, la actitud puritana protestante de la desconfianza de
principio en la propia «naturaleza» y de todos sus movimientos no penetrada
por el autocontrol sistemático relacional (que también se refleja en la teoría kan­
tiana del «mal radical»), y simultáneamente la actitud de la desconfianza de prin­
cipio entre los seres humanos — siempre y cuando no ha adoptado la relación de
una forma legal contractual (que es igualmente una tradición del protestantismo
puritano)— se encuentran en la base de todas las «actitudes», que también han
conformado una gran parte de las teorías de la filosofía moral inglesa. Véase tam­
bién mi tratado sobre el resentimiento (op. cit.) y las acertadas explicaciones de
Max Weber en sus ensayos sobre el capitalismo y la ética calvinista.
«legislador», o respectivamente, de la «voluntad racional» que con­
duce al «orden» a los instintos, es en el fondo el m odo de pensa­
m iento del m undo m oderno que se concreta en u n vigoroso odio al
m undo, en la hostilidad frente al m undo, en la desconfianza de
principio frente al m undo y sus consecuencias, la necesidad de ac­
ción ilim itada que conduce a la «organización» y «dominación» del
m u n d o , culm inando en una cabeza filosófica genial.
H ay que liberar al apriorism o de su vinculación con estos afec­
tos más que cuestionables en función de su origen histórico y de su
valor, y con las hipótesis que ha m otivado. Al igual que las esencias,
las conexiones entre esencias están «dadas» y no son producidas o
«creadas» por el «entendim iento». Son intuidas y no «hechas». Son
conexiones objetivas originarias, y no leyes de los objetos, por el
único m otivo de que son leyes de los actos que conciben. Son
«a priori» porque están basadas en las esencias — y no en las cosas
y en los bienes— , pero no porque son «creadas» p o r el «entendi­
m iento» o la «razón». Lo que sea el lagos que penetra el universo,
sólo es concebible m ediante ellas.
Pero, nuestra concepción del apriorism o es m uy im portante para
la ética, porque nos enseña a separar estrictamente la confusión exis­
tente, según K a rt, entre el conocimiento moral, el comportamiento
moral y la ética filosófica.
El lugar auténtico de todo valor a priori (y tam bién del valor
moral) es el conocimiento de valores o la intuición de valores que se
construyen sobre el sentir, el preferir, y en últim a instancia sobre el
am or y el odio, así com o el «conocimiento moral», es decir, las co­
nexiones de los valores en función de su «superioridad» o «inferio­
ridad». Así, este conocim iento procede en funciones y actos especí­
ficos, que son toto coelo distintos de todo percibir y pensar, y que
constituyen el único acceso posible al m undo de los valores. Los valo­
res y sus jerarquías no resplandecen únicam ente en la «percepción
interna» o en la observación (en la que sólo está dado lo psíquico),
sino en el trato sentiente y vivo con el mundo (bien sea psíquico
o físico o cualquier otro), en el preferir y detestar, en el am ar y
odiar m ism os, es decir, en la línea de la consum ación de esas fu n ­
ciones intencionales y esos actos. Y en lo que está dado de esta
lorm a radica tam bién el contenido a p riori.23 U n espíritu redu­
cido a la percepción y al pensam iento sería sim ultáneam ente ciego
para los valores, p o r m ucho que poseyera la capacidad de la «per­
cepción interna», es decir, por m ucho que fuera capaz de percibir
lo psíquico.
Este conocim iento de valor (o en casos especiales conocim iento
de valor m oral) ju nto con su propio contenido a priori y su pro­
pia evidencia, es el fundam ento del querer m oral, y aún más, del
comportamiento moral en general, de m odo que todo querer (y, aún
más, toda tendencia en general) se encuentra prim ariam ente diri­
gido a la realización de un valor dado en estos actos. Y sólo en la
m edida en que este valor está dado tam bién fácticam ente en la es­
fera del conocim iento moral, es el querer un querer m oralm ente
intuitivo, a diferencia del querer «ciego» o, mejor, de los impulsos
ciegos.24 D e ahí que un valor (o su rango) pueda estar dado en el
sentir y en el preferir en los más diversos grados de adecuación has­
ta llegar al «estado de dado en sí mismo» (que coincide con la «evi­
dencia absoluta»). Si el valor m ism o está dado, entonces el querer
(o el elegir en el caso del preferir) pasa a ser necesario en el ser se­
gún una ley esencial. Y en este sentido — pero tam bién sólo en este
sentido— recobra sentido la sentencia de Sócrates,35 que toda «vo­

23. Naturalmente, también respecto a lo psíquico y a lo, digamos, psíquico


propio. Entonces, nos relacionamos con nosotros mismos (en la forma de la
intuición interna) sintiendo, amando, odiando, etcétera, pero no percibiendo y
observando.
24. Ciertamente, este querer implica también una tendencia hacia el valor,
pero no de modo que sea, en primera instancia, perceptible sentimentalmente.
25. En cambio, todo «saber» meramente juicioso sobre lo que es «bueno» no
halla su cumplimiento en el valor sentido mismo, de ahí que este mero conoci­
miento de las normas morales no sea determinante para el querer. También el
sentimiento de lo que es bueno sólo determina el querer en b medida en que el
valor está dado en él de forma adecuada y evidente, es decir, eStá dado él mismo.
Lo falso de la formulación socrática (no de su saber de lo bueno, cuya fuerza
sobre su voluntad quedó claramente demostrada con su muerte), es su raciona­
lismo, en virtud del cual ya el mero concepto de que lo que es «bueno» debería
tener la fuerza de determinar la voluntad. D e este modo se resuelven las conoci­
das objeciones contra la gran sentencia de Sócrates.
lu n tad buena» está fundada en el «conocim iento del bien», y res­
pectivam ente toda m ala voluntad radica en la ilusión y el extravío
morales. " Toda esta esfera del conocim iento m oral es com pleta­
m ente independiente de la esfera de los juicios y de las proposicio­
nes (tam bién es independiente de la esfera en la que concebimos
contenidos de valor en «apreciaciones» o actitudes valorativas). La
apreciación y la actitud de valor se cum plen en el valor dado en el
sentir y sólo así son evidentes. Es, por tanto, com pletam ente evi­
dente que la proposición socrática no es válida para todo saber de
los valores o de los valores morales, m eram ente adecuado a los con­
ceptos y a los juicios.
Si todo com portam iento m oral se eleva de este m odo sobre la
intuición m oral toda ética debe tam bién, por otra parte, rem ontar­
se a los hechos que se encuentran en el conocim iento moral, y a sus
relaciones a priori. Digo: rem ontarse. Pues, la «ética» no es el co­
nocim iento y la intuición morales mismos. La ética es antes bien la
form ulación, adecuada a los juicios, de lo que está dado en la esfe­
ra del conocim iento moral. Y es ética filosófica cuando se lim ita al
contenido a priori de lo que está dado de m odo evidente en el co­
nocim iento moral. El querer m oral no debe abrirse paso en m odo
alguno a través de la ética — la cual, es evidente, no hace «buenos»
a los seres hum anos— , sino más bien a través del conocimiento y la
intuición morales.
La existencia de estas relaciones fundam entales es, empero, com ­
pletam ente desconocida por Kant. Pues está claro que tanto el querer
de lo bueno, com o la apreciación de «lo» que es bueno, sólo puede
ser denom inado (por derivación) a priori en cuanto se dirige al hecho
a priori que se encuentra en el contenido de valor del conocim ien­
to m oral, o respectivamente es satisfecho p o r éste. Por el contrario,
K ant — puesto que retrotrae todo lo a priori a un «formar» y «ha-

26. No se basa en un «error» sino en una ilusión en el sentir mismo, o, res­


pectivamente, en el preferir. Sólo en el caso de que tenga lugar una apreciación
de la actitud valorativa. Sólo se basará en un «extravío» en el caso que tenga lu­
gar una apreciación de la actitud valorativa, un extravío que se distingue del
«error» teórico y que sólo es una subespecie de éste.
ccr»— o bien hace del querer m ism o algo que tiene una «legalidad
,i priori», de m odo que sólo el p roducto de su actividad lleva a la
apreciación y al conocim iento m oral, o bien la representación de
la «ley» o respectivamente de la «apreciación» determ ina que un tal
querer sea «recto». Pero en am bos casos no se percata en m odo al­
guno de la totalidad de la esfera del conocim iento m oral y con ello
tam poco del auténtico lugar del a priori ético. D el mismo m odo
que en la filosofía teórica deriva erróneam ente el a priori de la fun­
ción del juicio, en lugar de ser extraído del contenido de la intuición
que se encuentra en la base de todos los juicios, en este caso extrae
el a priori de la función de la voluntad, en lugar de derivarlo a par­
tir del contenido del conocimiento moral, tal y com o éste se consum a
necesariamente en el sentir, el preferir, el am ar y el odiar. Por este
motivo desconoce com pletam ente el hecho de la «intuición moral».
En lugar de ésta K ant sitúa la «conciencia del deben, la cual no es
de ninguna m anera la intuición moral misma (aunque sí que puede
ser una de las posibles formas de la realización autom ática y subjeti­
va de un contenido de una tal intuición posible), y aún más, que
sólo puede hacer su aparición ahí donde falta la intuición m oral en
su pleno sentido.27
Pero para K ant tam bién está com pletam ente excluido que po­
dam os saber, ni por nosotros ni por los demás, si nos hem os com ­
portado bien o mal. Según Kant, lo único que nos es dado en la
experiencia, son siempre ya «intenciones» condicionadas material,
empírica, sensiblemente, que com o tales son m oralm ente indiferen­
tes, pero no la form a volitiva de su posición. Esto es tam bién evi­
dente si el a priori se encuentra no en la materia sensible del querer
sino en la función de la voluntad.28 Por ello, para K ant sólo existe el
criterio negativo del bien moral, de que desear un bien siem pre tie­

27. Véase al respecto la segunda parce de este tratado, sección IV 1, p. 200.


[GW 2.]
28. De un modo completamente análogo, Kant tampoco logra mostrar
cómo el a priori del entendimiento — si existe, como Kant afirma— debería
ser conocido y descubierto, esto es, o bien a priori o bien de modo empírico-
inductivo.
ne lugar contra todas las «inclinaciones» que son tom adas en con­
sideración; y nunca ofrece K ant una intuición positiva de que la vo­
lu n tad sea buena. Pero, dado que, com o él m ism o dice, siempre
puede entrar en juego secretam ente u n a «inclinación», no hay nin­
guna evidencia en absoluto al respecto. N o se le puede reprochar a la
teoría k antiana29 el haber hecho del ir «contra la inclinación» un
constituyente de la buena voluntad, pero sí se le puede reprochar
que haya hecho de este ir «contra la inclinación» un constituyente
del conocimiento acerca de si la voluntad o el querer es bueno, lo­
grando con ello sólo un conocim iento aproxim ativo y de verosimi­
litud. Tam bién en este respecto K ant es — desde el p u n to de vista
histórico— un heredero de las tradiciones puritanas según las cua­
les la cuestión sobre la «predestinación» o la «condena» no tienen
criterio alguno, del mismo m odo que tam poco lo tiene para Kant la
cuestión sobre el «bien» o el «mal». D e este m odo le corresponde
al espíritu de cavilación del individuo una, por decirlo así, tarea
infinita.
Finalm ente, a la ética, puesto que no posee una fuente inde­
pendiente de conocim iento, le corresponde tam bién un lugar im ­
posible. K ant no ha m ostrado cóm o es posible conocer y form ular
éticam ente una ley sem ejante de la función de la voluntad, del
«querer puro», en caso de que exista tal cosa. ¡En unas ocasiones se
apoya en el análisis de la apreciación m oral com ún (lo cual no es
posible para la ética filosófica de otro m odo que no sea heurístico,
según su propio conocim iento), en otras afirm a que no es posible
apoyarse en él! Pero, ¿dónde le queda aún una fuente del conoci­
m iento para lo a priori del querer? O ¿debe ser la ética m ism a un
com portam iento moral? Sus presupuestos no ofrecen claridad al­
guna sobre esto.
6. Estrecham ente vinculada con la explicación kantiana de lo a
priori a partir de una «actividad sintética» del espíritu, explicación
que nosotros rechazamos, se encuentra, de una parte, la concep-

29. Aunque sí se le pueda reprochar su disposición, que es plenamente «ri­


gorista» en el sentido del epigrama de Schiller.
i ión «trascendental» de lo a priori, y de otra parte, la «subjetivista»
que ha de ser bien distinguida de la prim era.30
Según la prim era interpretación, es válida en general la ley de
que «las leyes de los objetos de la experiencia y del conocim iento
(así com o las del querer) se rigen según las leyes de la experiencia y
ild conocim iento (y del querer) de los objetos».
Siendo así, la fenom enología distingue, en todos los ám bitos a
los que som ete su investigación, tres m odos de conexiones esencia­
les: 1) las esencias (y sus conexiones) de las cualidades que se dan
en los actos, y otros contenidos de las cosas (fenom enología de las
cosas); 2) las esencias de los actos mismos y las conexiones y funda-
mentaciones que existen entre ellos (fenom enología del acto o del
origen); 3) las conexiones esenciales entre esencias de actos y de cosas
(por ejemplo, que los valores sólo están dados en el sentir; los co­
lores sólo en el ver; los sonidos sólo en el oír,31 etcétera). Los actos

30. Kant nunca cayó en una interpretación «psicologista» del a priori, es


decir, una concepción según la cual serían «hechos de la percepción interna» los
c|ue estarían necesariamente «desplazados» o «sentidos empáticamente» en la es­
fera de la experiencia interna, porque sólo la «percepción interna» es inmediata
y evidente, mientras que la externa es mediada y no evidente. Tampoco ha caí­
do Kant en una identificación de los «actos de la razón» con las vivencias psíqui­
cas, aun cuando éstas sean vivencias de una así llamada «conciencia de la espe­
cie». Más aún, uno de sus méritos históricos consiste en haber rechazado estos
errores psicologistas, que han vuelto a ganar terreno en la filosofía del presente,
y que se han difundido en parte en las propuestas fichteanas y en parte en las
humeanas. Tampoco cayó en una interpretación antropológica del a priori — que
es completamente independiente de la primera— cuando menos en la ética y
aún menos en la filosofía teórica.
31. Es evidente que no habría aquí «conexiones esenciales» si el «oír» y el
«ver» no fueran a su vez funciones del percibir sensorial (unitario) captables en la
reflexión, sino que estas palabras (prescindiendo de la conciencia de colabora­
ción entre el ojo y el oído en el ver y el oír) sólo significarían la «conciencia de
colores y, respectivamente, de sonidos». Pero, como opina Natorp en su Intro­
ducción a la psicología, esto no es en modo alguno el caso. Antes bien hay que
mostrar que, prescindiendo de que las funciones estén dadas en la reflexión, po­
seen una regularidad en la variación independiente de sus contenidos (colores y
sonidos) e independientes unas de otras, por ejemplo, del campo abarcado (la así
llamada «atención sensible»), de la perspectiva (en el «ver»), de los contenidos
mismos no pueden ser nunca ni en ningún sentido objetivados,
pues su ser descansa únicam ente en la ejecución; pero sí que es po­
sible que sus esencias diferenciadas alcancen, en la ejecución de
diversos actos, la intuición reflexiva.32 Pero no hay el m enor m oti­
vo para separar de estos tres tipos de conexiones esenciales el tercer
nivel y suponer en él además y en general — con K ant— sólo la
conexión esencial unívoca, según la cual las leyes a priori del ob­
jeto deben «regirse» según las leyes de los actos. Antes bien, (junto
a los otros tres tipos de conexión esencial) existen, entre tipos de
actos específicos y actos de cosas, conexiones esenciales principal­
m ente contrapuestas (como, por ejemplo, entre la «percepción in­
terna» y lo «psíquico», pero tam bién entre lo «psíquico» y la «per­
cepción interna», entre la «percepción interna» y lo «físico», entre
lo «físico» y la «percepción interna»). El im portante y gran proble­
m a del «origen» del conocim iento (de todo tipo) es él m ism o sólo
una parte del problem a total de las relaciones esenciales a priori,
a saber, la parte correspondiente a las relaciones de fundam enta-
ción entre los actos (como esencias de actos). Pero esta cuestión no
es en m odo alguno «el» problem a del apriorism o, en función de
cuya solución deberían ajustarse los otros grandes problem as cen­
trales. N o existe un «entendim iento que prescriba a la naturaleza
sus leyes» (leyes que no radicarían en la misma naturaleza), o una
«razón práctica» que debiera im poner su «forma» al m anojo de ins­

«abarcables con la mirada» que son completamente independientes de los cono­


cidos como agudeza visual y auditiva. Lo mismo es válido para determinadas po­
sibilidades de perturbación, etcétera, de las variaciones, que son independientes
de los contenidos y sensaciones, así como de los órganos de la vista y del oído,
y de las variaciones en general de la atención (que afectan por igual a todos los
contenidos de la conciencia), e incluso son independientes de si los sonidos y
colores son realmente «oídos» o «vistos» o sólo son producto de la fantasía y del
recuerdo.
32. La «reflexión» es posible respecto de las esencias específicas de actos;
pero, por supuesto, no tiene nada que ver con la percepción interna, ni tampoco
con la observación, por no hablar de la observación interna. Toda «observación»
elimina los actos. [Véase en el libro del formalismo GW 2, VI A, 3, «Person und
Akt» («Persona y acto»), pp. 382 ss.]
tintos.33 Sólo podem os «prescribir» (ya sea «de m odo general», ya
sea «de m odo individual», diferencia que no afecta al caso) los sig­
nos y las uniones entre signos (convenciones) que utilizamos (bajo
el presupuesto de la función de significación en general) para de­
signar cualesquiera cosas.34 U n apriorism o en el sentido de K ant
debe conducir necesariamente a confundir las sentencias y concep­
tos a priori con los meros signos de ellas. ¿Y si estas proposiciones
no encontraran su cum plim iento por m edio de ningún contenido
de la intuición? ¿Qué otra cosa deben ser entonces que meras con­
venciones á partir de las cuales tal vez se puedan derivar los «resul­
tados de la ciencia» del m odo más sencillo posible? Sólo en la m e­
dida en que el contenido esencial a priori se encuentre en prim er
térm ino en las cosas mismas y todas las proposiciones y conceptos
del entendim iento encuentren su cum plim iento en él, no caeremos
en esa consecuencia que hace de la filosofía una «sabiduría de las
palabras».
Lejos, pues, de que el contenido esencial a priori nos oculte las
cosas y su ser (igual que según la sentencia de K ant tam bién debe
rechazarse la idea de los objetos que no se rigen según las leyes fun­
cionales a priori del entendim iento, es decir, la idea de la «cosa en
sí», debiendo lim itarse esta sentencia de K ant a los «objetos de la
experiencia posible» o al así llam ado «m undo de las apariencias»),
más bien se abre en él el contenido absoluto del ser y del valor del
m undo, y cae la diferencia entre la «cosa en sí» y la «apariencia».35
Pues esta división sólo es una consecuencia del «trascendentalismo»,
aquí rechazado, de la interpretación de lo a priori.

33. Evidentemente el problema del «origen» del conocimiento también es


completamente independiente de toda génesis del conocimiento que un sujeto
real tiene de determinados objetos reales en el tiempo objetivo. Más aún, la
«fundamentación» consiste únicamente en el orden de la construcción de los
actos, no en su sucesión temporal real.
34. De ahí que lo que el «entendimiento pueda prescribir a la naturaleza»
sean únicamente (y con menos patetismo) las convenciones de los eruditos.
35. La relatividad del «ser» de la intuición natural del mundo, así como (en
otro sentido) la relatividad del «ser» de la ciencia y su «naturaleza de aparien­
cia», resulta así incontrovertida, pero no adquiere su sentido en una presunta
Pero ciertam ente existe una regularidad del «regirse» en u n sen­
tido com pletam ente distinto y del todo divergente del apriorismo
de Kant: a saber, en el sentido de que en toda «experiencia» como
«observación e inducción», así com o en toda «experiencia de la in­
tuición natural» y del «entendim iento natural», así com o en toda
«experiencia de la ciencia», las relaciones esenciales hallan su cumpli­
miento; es decir, las cosas reales, los bienes, los actos y las conexio­
nes naturales son lo que se «rige» según el contenido a priori de la
experiencia (en el sentido anteriorm ente indicado). Esta ley básica
existente entre la esencia y la realidad no tiene nada que ver con el
erróneo «giro copernicano» de Kant.
7. La profunda (aunque falsa) interpretación trascendental kan­
tiana de lo a p rio n no equivale a la interpretación subjetivista que
según K ant es propia de lo a priori, y que se aparece con mayor
o m enor asiduidad en los más variados pensadores. A quí se trata
únicam ente de señalar rigurosam ente los lím ites que separan lo
verdadero del «apriorismo» respecto de todo «subjetivismo».
E n prim er lugar, se cuestiona el intento de K ant de o bien re­
ducir lo intuitivo a priori a las así llamadas «necesidad» y «validez
universal» del juicio (o de la «apreciación» en el ám bito de los va­
lores) o, respectivam ente, del querer (en la ética), o bien ver en
ellos cuando m enos un criterio de la existencia de u n a intuición
a priori.
Por m uy «objetivamente» que se tom e el concepto de «necesidad»
y se le distinga (con Kant) de toda «sugestión subjetiva del pensa­
miento», de la «costumbre», etcétera; dos cosas siguen siendo esen­
ciales para toda «necesidad». D e una parte, el hecho de que lo que
se quiere decir originalm ente con el térm ino existe sólo entre propo­
siciones (por ejemplo, en la relación entre fundam ento y consecuen­
cia), y por tanto, no entre hechos de la intuición (o entre los que
son sólo derivados, cuando dan cum plim iento a proposiciones de
este tipo). En segundo lugar, la necesidad es un concepto negativo,

«relatividad del conocimiento» en general, sino en las metas y finalidades especí­


ficas que poseen estos dos tipos de conocimiento, y que actúan en lo dado como
factores de selección.
en la m edida en que es «necesario aquello cuyo contrario es im posi­
ble». Pero la com prensión a priori es en prim er lugar com prensión
de hechos y nunca está dada originalmente en el «juicio», sino en la
intuición, com o ya he mostrado. Y en segundo lugar es com pren­
sión puram ente positiva en la permanencia de una conexión esen­
cial. Am bos elementos separan como un abismo la com prensión
a priori de toda y de cada «necesidad». Siempre que «hablamos de
necesidad» debemos suponer las proposiciones como proposiciones
verdaderas, según las cuales las conexiones entre proposiciones son
necesarias; por ejemplo, el principio que de dos proposiciones de la
forma A es B y A no es B una debe ser falsa; o los conocidos princi­
pios sobre el fundam ento y la consecuencia. Estos principios deben
ser verdaderos-, es erróneo decir que definen la «verdad», de m odo
que serían proposiciones «verdaderas» las que fueran resultado de
ellas. Pero está claro que estos principios y su verdad no pueden re­
ducirse de nuevo a una «necesidad» cualquiera, que fuera distinta
de la m era «sugestión del pensamiento». Son verdaderas, porque son
comprensibles o intuibles a priori. Porque el ser de algo se contradi­
ce con su no ser en la intuición, por este m otivo es verdadero el
principio m encionado arriba. Y «A es B» es falsa, y además «nece­
sariamente» falsa, cuando «A es no B» es verdadera porque el prin­
cipio m encionado anteriorm ente es verdadero, es decir, com prensi­
ble e intuitivo a priori. Reducir la intuición misma a una «necesidad»
no tiene ningún sentido.
Si se trata de concebir que el contrario de un principio es im ­
posible, icómo debem os concebir que su contrario es imposible?
Si no nos apoyamos en principios que se refieren a uniones entre
proposiciones, sólo hay un camino: su contrario será im posible,
cuando el principio sea verdadero. Esta prueba es tam bién el único
cam ino para todas las proposiciones que a su vez se refieren a co­
nexiones esenciales, es decir, tam bién para proposiciones puram en­
te lógicas. Tales proposiciones son «evidentem ente verdaderas»;
pero «necesarias» son sólo las proposiciones cuyos contrarios se
contradicen con proposiciones evidentem ente verdaderas (que con­
tradicen tam bién el principio de no contradicción, que no es nece­
sario, sino «evidentemente verdadero»).
Por ello hemos de considerar com pletam ente erróneo el hecho
de querer reducir bien sea la esencia de la «verdad», bien sea la esen­
cia del «objeto», a una «necesidad» del juicio o de las proposicio­
nes, o a la «necesidad de una conexión de representaciones». Si se
dice que nosotros no nos referimos a la «necesidad subjetiva del
pensam iento» sino a la «necesidad objetiva», entonces se presupone
siem pre ya justam ente con el adjetivo «objetivo» el objeto o la ver­
dad objetiva. «Objetiva» es justam ente la necesidad de una p ropo­
sición sólo cuando esta proposición se basa en la com prensión ob­
jetiva de u n hecho a priori, en v irtud del cual la proposición tiene
una validez «necesaria» para todos los «casos» que incluyen ese hecho.
Esto es válido en especial para lo a priori en el ám bito del valor
y en el de la ética. Toda «necesidad del deber ser» se rem onta a la
comprensión de conexiones a priori entre valores; ¡pero en m odo
alguno tiene su origen en una necesidad del deber ser! Así, sólo
puede ser una «obligación» lo que es bueno, o lo que, porque es bue­
no (en sentido ideal), «debe» ser necesariamente. Tam bién aquí, la
com prensión de la estructura a priori del reino de los valores in­
dependiente de toda experiencia de los bienes y de toda posición de
fines, es la que implica, en la esfera del «deber ser» y de la aprecia­
ción, la «necesidad» del deber ser y de la apreciación. Por el con­
trario, la anteposición de esta necesidad del deber ser (o de la «obli­
gación») a la com prensión de lo que es bueno, es tan falsa com o lo
es ia idea que sostiene que el objeto (y, en otro sentido, la idea de
la «verdad») se deja reducir a la «necesidad de una conexión de re­
presentación» (o a la necesidad del pensam iento).
La «necesidad más objetiva» tam bién oculta en sí el elem ento
«subjetivo», pues sólo se constituye m ediante el in ten to de negar
una proposición fundam entada en una conexión de esencias. Sólo
surge en este intento. Lo que aún contiene, prescindiendo de este
«intento», es justam ente lo que más arriba se ha m encionado, a sa­
ber, que las relaciones entre esencias deben mantenerse en toda expe­
riencia no-fenom enológica, que, por tanto, las proposiciones que
se fundam entan en estas relaciones son indem ostrables e indestruc­
tibles por la experiencia inductiva. Valen para todos los objetos de esta
esencia, porque valen para la esencia de estos objetos.
Apenas se precisa decir que la «validez universal» no tiene nada
que ver con lo apriorístico. N o es necesario sim plem ente porque la
«universalidad» no form a parte en ningún sentido de la esenciali-
dad. H ay tam bién esencias y conexiones esenciales entre lo indivi­
dual. Ya he señalado en otro lugar36* que la validez universal en el
sentido de validez «para» todos los sujetos que poseen cierto «en­
tendimiento» o aunque sólo sea para la especie hum ana, no tiene
nada que ver con lo apriorístico. N o hay duda de que puede darse
un a priori que sólo sea intuido por una persona, más aún, que sólo
pueda ser intuido por una persona. Es «válida universalmente» una
proposición que se basa en u n contenido a priori, sólo para los
sujetos (toda validez universal es esencialm ente «para» alguien,
mientras que la aprioridad no incluye en m odo alguno u n a tal re-
lación-«para» alguien) que pueden tener la m ism a intuición.
Pero el subjetivismo es tam bién erróneam ente vinculado al aprio­
rismo, cuando lo a priori no sólo es interpretado com o «ley» (exclu­
sivamente) prim aria de actos, sino además com o la ley de los actos
de un «yo» o de un «sujeto», por ejemplo, como forma de actividad de
un «yo trascendental» o de una, así llam ada, «conciencia en gene­
ral» o, incluso, de u na «conciencia de especie». Pues, en todos los
sentidos, el «yo» (tam bién la «yoidad» presente en todos los yoes
individuales) representa sólo un «objeto» para los actos en general, y
en especial para los actos de la esencia de la «percepción interna».
Sólo en esta percepción interna y no en los actos, por ejemplo, de la
percepción externa, podem os dar con el yo. En tanto que «yoidad»
se halla tam bién conectado esencialmente con la esencia de la forma
específica de acto de la «percepción interna». Tam bién cuando con­
tem plam os la yoidad en cuanto tal (prescindiendo de todos los yoes
individuales y sus «contenidos de conciencia»), ésta es aú n u n
contenido positivo de la intuición, y no es en m odo alguno sólo el
«correlato» de u n «sujeto lógico» dotado de vivencias em píricas
com o si fueran sus predicados. El yo, com o tal, es un m iem bro po-

36* [Véase en «Das Ressentiment ¡m Aufbau der Moral» («El resentimiento


en la construcción de la moral»), V, 2, «Die Subjektivierung der Werte» («La
subjetivación de los valores»), GW 3, pp. 122-126.]
sible de conexiones esenciales, por ejemplo, que de todo «ser yo»
form a parte un «ser naturaleza», de toda «percepción interna» for­
m a parte el acto de la «percepción externa», etcétera. Pero no es el
p u n to de partida de la captación o de la producción de esencias.'
Tam poco se trata de una esencia que «fundamente» — unívoca
m ente— todas las otras esencias o que fundam ente todas las esen­
cias de actos. En la realización viva de la percepción externa nos
está dada la naturaleza «misma» e inmediata (pero no com o «repre­
sentación» o «sensación» de u n yo). En la «reflexión» está dada la
dirección de los actos de la percepción externa, pero no está dado en
m odo alguno un yo partiendo del cual se pudiera experim entar esta
dirección.38 Sólo cuando somos conscientes en cada acto de la per
cepción in tern a en el que aparece nuestro yo, y en u n acto de
percepción externa en el que nos es dada la naturaleza con tanta
inm ediatez com o en el prim er caso nos era dado el «yo», cuando
som os conscientes de nosotros com o la misma persona que lleva
a cabo este tipo de actos, sólo entonces podem os decir: «yo percibo
el árbol (por ejemplo)», en donde «yo» no significa ni «el» «yo», ni
el «yo» individual del hablante (en contraposición con la n atura­
leza), sino únicam ente «yo» en contraposición con «tú», es decir, la
persona individual del hablante en contraposición con otra persona.
N o se trata de que «un yo perciba el árbol», sino de un ser hum ano,
que posee un yo, y que es consciente de sí com o la m ism a persona
en la ejecución de sus percepciones externas e internas.39

37. También la «materialidad» nos es dada en todos los actos de la percep­


ción externa y como tal no está ni «deducida» ni «introducida por el pensa­
miento», ni es meramente «creída»; por mucho que cambien las hipótesis sobre
la materia.
38. La así llamada «independencia» de los objetos externos respecto del yo
es una consecuencia de que nos están dados los objetos físicos «mismos», y no es
el caso de que la esencia de estos objetos consista en una «independencia del yo»
dada en primer lugar.
39. Esta «identidad», que es una «persona» fundamentalmente distinta del
«yo», es una ¡dea que no está en modo alguno basada en el «yo, sino que repre­
senta la forma concreta en la que exclusivamente pueden existir los actos. Sobre
este aspecto véase la parte II, sección VI A: «Zur theoretischen Auffassung der
Para lo ético a priori es tam bién de m áxim a im p o rtan cia el
hecho de que no representa la forma de actividad de un «yo», de
una «conciencia en general», etcétera. Tam bién aquí el yo (en to­
llos los sentidos) es sólo portador de valores, no es presupuesto de los
valores o un sujeto «valorador» sólo m ediante el cual haya valores
o m ediante el cual los valores sean captables. Es bastante destacable
i|ue justam ente el «subjetivismo» en la teoría del apriorism o, que
es rechazado aquí (como se mostrará), desautoriza al m áxim o el va­
lor moral del yo individual, más aún, hace de él una contradictio in
ndjecto.40 Pues, justam ente, según esta interpretación, debe aparecer
de este m odo, com o si no pudieran darse de antem ano valores
esenciales de yoes individuales, como si no pudiera darse «concien­
cia individual» ni bien para un individuo y sólo para un individuo.
El yo individual (si es la «forma de actividad de una conciencia en
general» a priori o de un «yo trascendental») debe ser considerado
necesariamente y de antem ano sólo com o una obnubilación em píri­
ca de un yo trascendental, com o un ser fundam entado en la expe­
riencia (en el sentido de la observación o de la experiencia sensi­
ble).41 El valor m oral es tam bién absorbido por el a p rio n form al y
por su portador, el yo trascendental.42

Person iiberhaupt» («Sobre la concepción teórica de la persona en general»),


|GW 2, pp. 370 ss.]
40. Dado que aquí el «yo individual» coincide con la totalidad de las viven­
cias empíricas (que son las que deben distinguir al yo individual de los otros) y el
valor moral del yo sólo puede consistir en que es determinado por un yo tras­
cendental, entonces el yo individual como individual también debe encontrarse
principalmente en una senda perdida, es decir, es lo mismo que para Averroes
y Spinoza: el «individuo» peca necesariamente porque es un individuo. Pero, efec­
tivamente, las llamadas vivencias empíricas de un yo son dadas de modo abs­
tracto e inadecuado en la medida en que no se ve de qué yo individual son las
vivencias. «El» yo tampoco es un yo individual en tanto que motor de un deter­
minado cuerpo.
41. Véanse al respecto mis observaciones al final de mi trabajo: «Uber
Selbsttauschungen» («Sobre los autoengaños»), op. cit. [Versión ampliada «Die
Idole der Selbsterkenntnis» («Los ídolos del autoconocimiento»), en GW 3.J
42. Hay que distinguir completamente de este giro subjetivista erróneo de
lo a priori dos conexiones esenciales (también para la ética), que por sí solas
8. A ún debe rechazarse u n últim o m alentendido en el concepto
de a priori, que se refiere a su relación con los conceptos de lo «/’«<
nato» y lo «adquirido». D ado que ya se ha destacado (casi más de lo
necesario) que la diferencia entre lo a priori y lo a posteriori no tiene
lo más m ínim o que ver con la cuestión acerca de lo «innato» y lo
«adquirido», no es por tanto necesario mencionarlo de nuevo. Los
conceptos de «innato» o «adquirido» son conceptos genético-causales
y p or ello no tienen lugar cuando se trata del modo de la intuición.
Para todo el que haya com prendido en general la diferencia en­
tre lo a priori y los datos inductivos de la experiencia es evidente el
fracaso de los intentos de reducir lo a priori m ismo a «disposiciones
heredadas» para experiencias que realizaron nuestros «antepasados»
filogenéticos (véase, por ejem plo, Spencer), o a la presión tradicio­
nal de m odos de vinculación entre las representaciones, que se han
fijado paulatinam ente a lo largo del desarrollo histórico y que se
han m antenido gracias a su finalidad, consistente en determ inar
la acción en la dirección de lo «provechoso» (como fantasea el así
llam ado «pragmatismo»).
Pero justam ente porque el problem a de lo «innato» y lo «adqui­
rido» no es en absoluto afectado por esa cuestión, sino que conti­
núa con todo su ím petu hacia la realización de un conocim iento
(ya sea a priori o a posteriori) p o r parte de un individuo real d o ­
tado de u n a determ inada organización natural, tam poco debe
excluirse que las intuiciones a priori sean realizadas efectivamente
p o r los seres hum anos pasando por todos estos cam inos (herencia,
tradición, adquisición). Sería hacer un mal uso de la idea finalm en­
te alcanzada en la filosofía, de que lo a priori es fundam entalm ente
d istin to de todo lo «innato», si se sostuviera que «a priori» es sólo

merecen el lugar otorgado por Kant a la percepción trascendental. La primera


tiene lugar entre la esencta del acto y la esencia del objeto en general. Se trata tam­
bién aquí de una conexión esencial recíproca, que excluye que en función de su
esencia puedan darse objetos «irreconocibles», «valores no sensibles», etcétera. La
segunda es la conexión esencial entre el acto y la «persona» y el objeto y el «.mun­
do». Pero éste no es lugar para tratar de ello con más detenimiento. [Véase el
libro del formalismo, GW 2, VI A, 3, «Person und Akt» («Persona y acto»).]
una intuición «adquirida» o «adquirida por uno mismo». Pues, cier-
lamente, la realización de una intuición a priori puede descansar
también en disposiciones innatas, al igual que el sentido para los co­
lores es una «disposición» (en amplias fluctuaciones), sin que por
ello sea afectada en lo más m ínim o el apriorism o de la geom etría de
colores. Igualm ente, tam poco puede excluirse en m odo alguno que
la capacidad de una in tu ició n a priori tam bién sea «innata», es
decir, heredada.’3 En principio, esta capacidad puede tam bién ser
heredada de un m odo lim itado, por ejem plo, sólo en el interior de
cierta raza, de m odo que otras razas no puedan tener las «intuicio­
nes a priori» de que se trata. Pues, el hecho de que para lograr in­
tuiciones a priori exista una «disposición general-hum ana», no se
encuentra de ninguna m anera en la naturaleza de lo a priori, así
como tam poco una determ inación concreta de cóm o debe ser efec­
tivamente lograda. Lo verdaderam ente «a priori» no tiene nada que
ver con u na así llam ada «disposición universal de la razón hum ana»
(este ídolo de la filosofía ilustrada), que representara un conjunto
fijo de «formas» o «ideas», y tam poco tiene nada que ver con un
modo de la intuición en el sentido de un tipo de esencias con la
efectiva difusión de la capacidad de esta intuición en el interior de
una especie sistem ático-natural. Del m ism o m odo, una intuición
a priori tam poco pierde su carácter a priori por el hecho de brotar,
por ejem plo, de la «tradición». N aturalm ente, algo que surge de la
tradición o de la herencia no deviene por ello una intuición a priori.
Pero tam poco pierde a causa de esto su carácter. Lo que es intuitivo
a priori puede alcanzar al individuo tam bién m ediante estos m odos
de transferencia. Por ello, no forma parte en m odo alguno de la in­
tuición a priori el hecho de ser «adquirida por uno mismo» o «en­
contrada por uno mismo».
C uando K ant equipara frecuentem ente el «conocim iento a prio­
ri» con lo «adquirido p o r uno mismo», se debe a que para él lo
a priori en los objetos procede de una form a de actividad del espí­
ritu y representa en prim er lugar una ley de la «síntesis». Si lo a prio-

43- Actualmente ya no se puede hablar de algo «innato», en el sentido de los


racionalistas, que reduce la intuición a priori a una dote divina al alma.
ri no es originariam ente un contenido de la intuición (y de m o d o
derivado, una proposición que halla su cum plim iento por m edio d f
tal contenido), sino una forma de actividad (por ejemplo, una formt
de juicio), entonces es sin duda una consecuencia necesaria que cm«
«actividad» sólo la puede ejecutar cada individuo mismo, y que pu¡*
ello, es necesariamente algo «adquirido por uno mismo». Pero previa»
m ente ya hemos rechazado esta interpretación de lo a priori. De ahí
que carezca de validez para nosotros esta consecuencia.
Se nos presenta aquí u n a serie de problem as com pletam ente
nueva que podem os resum ir en el problem a de la economización
fáctica y teleológica de las actividades que conducen a la «intuición
a priori». D e entre estas actividades, la «adquisición p o r uno mis­
mo» constituye solam ente un único modo. Lo que, por ejemplo,
conduce a la adquisición de tales intuiciones es la acción simultánea
de la herencia, la tradición, la educación, la autoridad, la propia
experiencia vital y la consiguiente form ación de la conciencia m o­
ral, lo que en sentido económ ico-técnico es lo más adecuado para
proveer efectivam ente a los seres hum anos de la «intuición moral
a priori», es un círculo de cuestiones enorm e y de m áxima im por­
tancia que no tiene nada que ver con la cuestión acerca de qué es
intuitivo, que por lo tanto no debe ser definido m ediante esa iden­
tificación falsa, ni debe ser decidido en favor únicam ente de lo «ad­
quirido por uno mismo».
Todo lo dicho tiene un significado m uy especial para la ética.
Los teóricos de la ética cercanos a la filosofía kantiana presuponen
com o algo evidente que la intuición moral auténtica debe ser tam ­
bién una intuición adquirida por uno mismo\ com o si cada cual tu ­
viera que ser «capaz» en igual m edida de com prender lo «intuitivo»
m oral. En tanto en cuanto estos investigadores rechazan que en el
lugar de la intuición de lo que es bueno se pueda poner la «voluntad
divina», o los «instintos heredados de una especie» o de una «raza»,
o la «tradición» m oral, o las órdenes de una «autoridad», están del
todo en lo cierto. Pero la proposición que sostiene que únicam ente
la intuición de lo bueno puede determ inar originariam ente lo que
es bueno (y, com o consecuencia de esto, tam bién todas las norm as
de la voluntad y de la acción), tam poco tiene nada que ver con la
t ucstión de cuáles han de ser los factores de actividad que, con su
u (operación, han de alcanzar del m odo más adaptado a las finali­
dades lo bueno intuitivo, y de qué m odo la tradición, la herencia, la
Minoridad, la educación, la experiencia adquirida p o r uno m ism o
(Hieden contribuir.44 Sólo en el caso en que se hayan presupuesto
las interpretaciones anteriorm ente rechazadas del apriorismo, las in­
terpretaciones formalista, subjetivista, trascendental y espontánea,
se puede lograr la opinión contraria.
C iertam ente, lo dicho hasta aquí presupone que (como hem os
dicho más arriba) hay en general un conocimiento moral que es fun­
dam entalm ente diferente del querer m oral y en el cual se funda el
querer lo bueno, y que el lugar del a priori ético radica en la esfera
del conocimiento moral y no en la del querer. Si lo bueno moral fuera
un «concepto» (no un valor m aterial) que recibiera su existencia de
la reflexión sobre un acto del querer o m ediante una determ inada
forma de un acto tal, entonces ciertam ente no sería en m odo algu­
no posible el conocim iento ético independiente del querer moral.
Y puesto que cada cual sólo puede «querer» su propia voluntad (a
una voluntad ajena — a no ser que haya una sugestión— sólo se la
puede «obedecer»), entonces en este caso el conocim iento m oral
debería ser o bien adquirido por uno m ism o (es decir, adquirido
por la propia voluntad), o debería tener lugar una obediencia no
intuitiva a las órdenes, acerca de las cuales no se podría saber si, a su
vez, están basadas (com o actos de la voluntad) en una intuición
moral. Pero u na alternativa tal se basa en el presupuesto erróneo
m encionado.45

44. Al respecto véase sobre heteronomía y autonomía el apartado VI B,


cap. 3, en donde desarrollo el significado de la tradición y de la autoridad para
alcanzar la intuición moral. [GW 2, pp. 486 ss.j
45. De ahí que la autonomía del conocimiento moral y la autonomía de la
voluntad y de la acción moral sean cosas fundamentalmente diferentes. Así, el
acto de obediencia es un acto autónomo de la voluntad (a diferencia del hecho
de estar sometido a una sugestión, a un contagio o a una tendencia imitativa)
que, empero, es consecuencia al mismo tiempo de una intuición ajena. Pero es
también un acto intuitivo si nos apercibimos de que el que ordena posee un
mayor grado de intuición moral que nosotros mismos.
SOBRE LA ESENCIA DE LA FILOSOFÍA
Y DE LA CON D ICIÓ N MORAL
DEL CONOCIM IENTO FILOSÓFICO

La cuestión acerca de la esencia de la filosofía conlleva dificulta­


des que no son consecuencia de deficiencias hum anas, sino de la na­
turaleza del objeto mismo. Estas dificultades son incom parables a
las no pequeñas dificultades que acostum bran a surgir en los inten­
tos de delim itar rigurosam ente los objetos de las diversas ciencias
positivas. Pues, p or m uy difícil que pueda resultar distinguir estric­
tamente entre, p or ejemplo, la física y la quím ica (especialmente
desde que existe una quím ica fisicalista), o lo que sea la psicología,
cuando m enos es posible y exigible objetivamente en estos casos, re­
currir ante las dudas a conceptos fundam entales aclarados filosó­
ficamente com o m ateria, cuerpo, energía, o «conciencia», «vida»,
«alma», es decir, a conceptos cuyo contenido sólo puede ser aclara­
do sin duda alguna por la tarea filosófica. Por el contrario, la filoso­
fía, que, por decirlo así, se constituye a sí misma sólo m ediante la
cuestión acerca de su esencia, no es capaz de nada semejante, si no
está dispuesta a remontarse a un determ inado contenido doctrinal
de una determ inada m odalidad de la esencia de la filosofía que está
buscando, es decir, a una determ inada doctrina filosófica o a un así
llamado «sistema» filosófico, cayendo, em pero, con ello en una es­
pecie de círculo. Pues, saber si ese contenido doctrinal es u n conte­
nido filosófico (no sólo saber si es verdadero e inm une a la crítica),
esto presupone y ha decidido ya qué es la filosofía y cuál es su obje­
to. Asimismo, referirse a la historia de la filosofía, que sin recurrir
consciente o m edio conscientem ente a una idea previa de la esencia
de la filosofía sólo puede mostrar, en un principio, lo que diversos
autores y diversas épocas han denominado «filosofía» y qué rasgo»
com unes es posible atribuir a estos diversos productos intelectuales,
no libera a la filosofía de la tarea que he denom inado su autoconsU-
tución. Sólo una cierta verificación y ejemplificación del autoconoci-
m iento de su esencia peculiar encontrado m ediante esta autocons-
titución (una verificación y ejem plificación que se deberían revela i
en el hecho de que las empresas fundam entalm ente distintas deno­
minadas filosofía adoptan sólo bajo la luz del autoconocim iento lo­
grado un sentido unitario y un contexto objetivo e histórico con
sentido en el cual pueden desplegarse) puede razonablem ente espe­
rarse de semejante conocim iento histórico y sistemático de la filo­
sofía del pasado.
La tarea que he denom inado autoconocim iento de la esencia de
la filosofía m ediante la filosofía, pone de m anifiesto, en su idiosin­
crasia, que la filosofía, por lo que se refiere a su intención esencial,
debe producir en todos los casos el conocimiento carente de presu­
puestos, o, digamos, para no anticipar ninguna decisión filosófica
acerca de lo verdadero y lo falso, el conocim iento que carezca ob­
jetivam ente de presupuestos en la mayor medida posible. Todo ello
conlleva que esta tarea no debe presuponer com o verdaderos ni el
conocim iento histórico (o sea, tam poco el conocim iento de la his­
toria de la filosofía), ni u n conocim iento cualquiera de las así lla­
madas «ciencias» o de una de éstas, ni el m odo de conocim iento (y
de los contenidos concretos) de la concepción natural del m undo,
ni un conocim iento revelado, por m ucho que todos estos m odos y
materias del conocim iento desde cierta perspectiva (una perspecti­
va que la filosofía m ism a averigua sólo en su autoconstitución) cai­
gan en el ám bito de los objetos que debe captar (por ejem plo,
esencia del conocim iento histórico, esencia de la ciencia histórica
de la filosofía, esencia del conocim iento revelado, esencia de la
concepción natural del m undo). Las filosofías aparentes que ya es­
tablecen estos presupuestos en la intención de sus artífices, los «fi­
lósofos» de que se trata, atentan contra el prim er rasgo esencial de
la filosofía, a saber, que es el conocim iento más carente de presu­
puestos. A estos intentos filosóficos se les puede poner un nom bre.
Si presuponen com o verdadero el conocim iento histórico de un
■imito cualquiera se tratará de «tradicionalismo»; si presuponen el
lonocim iento científico, se tratará de «cientificismo»; si conocim ien­
to revelado, «fideísmo»; si los resultados de la concepción natural
del m undo, «dogmatismo del sano sentido com ún hum ano». Por el
contrario, una filosofía que se construya a sí m ism a verdaderam en­
te sin presupuestos y que evite estos errores, la denom inaré en lo
i|iie sigue la filosofía autónoma, es decir, la que busca y encuentra
su esencia y su legitim idad exclusivamente mediante sí misma y en
sí m ism a y en su existencia.

I .A A U TO N O M ÍA DE LA FILOSOFÍA

H ay un prejuicio epistemológico que en los últim os tiem pos se


lia generalizado tanto que apenas es ya sentido com o prejuicio.
Consiste en la opinión de que es más fácil delim itar u n ám bito de
objetos o u na «tarea» que ofrecer el tipo de persona o reconocer en
concreto este tipo, que posee la verdadera com petencia para este
ám bito de objetos y para esta tarea, y además no sólo para su elabo­
ración y solución, sino tam bién para su determ inación y delim ita­
ción. Si, p o r ejemplo, se quisiera decir que el arte es lo que produ­
ce el verdadero artista, la religión lo que experim enta, representa
y predica el verdadero santo, pero que la filosofía es la relación con
las cosas que posee el verdadero filósofo y en la cual él contem pla las
cosas, entonces se corre el riesgo de que se rían de uno. Y, con todo,
estoy convencido de que, cuando menos heurísticam ente (prescin­
diendo del orden objetivo de los problemas), este cam ino de deter­
m inación del ám bito de objetos pasando por el tipo de persona
ofrece resultados más seguros y term inantes que cualquier otro pro­
cedim iento. ¿No es m ucho más sencillo ponernos de acuerdo sobre
si esta o esa persona es un verdadero artista, o sobre si esta o esa perso­
na es un verdadero santo, que sobre lo que son el arte y la religión?
Pero si podem os llegar a un acuerdo con mayor sencillez y seguridad
sobre este particular, entonces cuando decidimos concretam ente so­
bre si éste o aquél, por ejemplo, Platón, Aristóteles, Descartes, es un
«verdadero filósofo», algo nos debe estar dirigiendo, algo que con
toda seguridad no es un concepto empírico, pues su am plitud poní
ble de validez y su esfera de posible deducción de rasgos comunes o»
justam ente lo que se está buscando. Y esto que nos dirige seguin
que no es un concepto cualquiera de este ám bito objetivo, sobre rl
cual la falta de acuerdo y la oscilación son enormes, y que asimismo
debe ser encontrado a partir del tipo de quien auténticam ente lo
desempeña. Pero este algo no puede ser otra cosa que la idea ocullit
para nosotros y para nuestra conciencia enjuiciadora y conceptual,
la idea de cierta actitud esencial— en prim era instancia, espiritual--,
propia de la totalidad de la hum anidad, respecto de las cosas, umi
actitud en la form a de una personalidad suspendida de tal modo
ante los ojos de nuestro espíritu que podem os constatar el cumpli
m iento y la desviación por parte de un objeto sin por ello contem ­
plarlo en su contenido positivo.
C iertam ente, nos apercibimos de inm ediato de los claros límites
que posee la aplicación de este procedim iento del pensam iento,
que, en prim era instancia, encuentra la naturaleza de un ám bito
objetivo o de una así llam ada tarea no a partir de sí m ism o, sino
m ediante una decisión previa sobre la constitución de una tal acti­
tu d básica personal, que no la extrae de las obras, sino que la encuen­
tra en las obras, por ejemplo, de los filósofos. Es com pletam ente
im posible que m ediante este procedim iento queram os descubrir,
por ejemplo, lo que es el ám bito de la física o de la zoología, etcé­
tera. Este procedim iento sólo es posible, tiene sentido y es heurísti­
cam ente necesario, para las regiones decididam ente autónom as del
ser y del valor que habrán de ser definidas, y no para las series de ob­
jetos que son delim itables em píricam ente, ni en función de deter­
m inada necesidad hu m an a que existiera antes de la adopción de
esta actitud y de la actividad que surge de ella y que exigiera ser rea­
lizada y com pletada. C onstituyen un reino que existe exclusiva­
m ente en sí mismo.
Y, por ello, la posibilidad dem ostrada de encontrar el ám bito ob­
jetivo de la filosofía a partir del descubrim iento de esta «idea», que
hace que denom inem os filósofos a determ inadas personas, debe su­
poner a su vez un afianzam iento retrospectivo de su autonom ía.
Pero guardém onos bien de u n m alentendido suscitado por costum -
I>tes perjudiciales del pensam iento actual. Este m alentendido con-
«iste en la opinión anticipada de que (si el procedim iento propues­
to es posible y necesario) la filosofía no podría tener en general un
ilinbito objetivo propio, un determ inado mundo de objetos, en la opi­
nión de que debería ser sólo un tipo especial de conocimiento de to­
dos los objetos posibles, esto es, de justam ente los mismos objetos
con los que tratan, por ejemplo, las ciencias, sólo que ahora desde
mi p u n to de vista subjetivo elegido de form a distinta; del mismo
modo que en la actualidad algunos investigadores opinan (a mi pa­
recer, erróneam ente) que la unidad de la psicología no es refrenda­
da por un m u n d o de objetos propio, sino por la unidad de un
«punto de vista de la contem plación» de todos los hechos posibles
(por ejemplo, B. W. W undt). ¡Ciertamente! Podría ser que éste fue­
ra el caso, podría tener lugar una posibilidad semejante, pero no tie­
ne que ser así en m odo alguno. En todo caso, el punto de partida
elegido para la investigación acerca de la esencia de la filosofía no
prejuzga al respecto nada en absoluto. Pues tam bién podría m uy
bien ser que la unidad ideal de la actitud espiritual que nos lleva en
cada caso a decidir qué es un filósofo, constituyera el acceso subjeti­
vo esencialmente necesario, pero sólo sería el acceso y el cam ino ha­
cia u n particular m undo de objetos y de hechos, es decir, hacia un
m undo de objetos que, por una vez, se perm ite presentarse ante el
hom bre cognoscente solamente cuando éste hace gala de esta acti­
tud de espíritu y en ningún otro caso, y que, aunque intentam os
heurísticam ente hacernos de su esencia y unidad m ediante la deli­
m itación de la citada actitud del espíritu, existe, igualmente, con in­
dependencia de esta actitud, al igual que la estrella que no percibi­
mos con la m irada desnuda es independiente del telescopio.
Así, sólo hay a priori una cosa fija: que no pueden ser grupos y
tipos de objetos em píricam ente delim itables y definibles per species
et genus proxim um , los que constituyan el peculiar «objeto» de la
filosofía, sino únicam ente todo un m undo de objetos cuya visión
va ligada esencialm ente a la actitud m encionada y a sus m odos in­
m anentes de conocim iento.
¿Cuál es la naturaleza de este «mundo»? ¿Cuáles son los m odos
de conocim iento que le corresponden? Para responder estas pre­
guntas hay que aclarar esa actitud filosófica del espíritu que intui­
m os oscuram ente cuando querem os decir si una persona X es un
filósofo.

La a c t it u d f il o s ó f ic a d e l e s p ír it u

(o LA IDEA DEL FILÓSOFO )

Los grandes hom bres de la A ntigüedad aún no poseían la pe­


dantería anteriorm ente reprobada de definir la filosofía, o bien como
satisfacción de una necesidad previam ente dada en u n a organiza­
ción social cualquiera, o bien com o algo fácilm ente dem ostrable
para todos en el contenido de la concepción natural del m undo y,
p or consiguiente, com o ám bito objetivo dado y presupuesto. En la
m edida en que, en contraposición con la m odernidad, descubrie­
ron el objeto de la filosofía en un determ inado reino del ser, y no
com o hizo la filosofía m oderna de inclinación esencialm ente «epis­
temológica» en el conocim iento del ser, sabían que el posible con­
tacto del espíritu con este reino del ser está ligado a un determ ina­
do acto de la personalidad total, a un acto que no está presente en
el interior de la disposición de la concepción natural del m undo
de los seres hum anos. Este acto, que debe ser investigado en deta­
lle a continuación, era para los antiguos en prim er lugar un acto
de naturaleza moral, pero no por ello u n acto unívoco y voluntario.
Para ellos no era un acto en el que por ejemplo un contenido de fi­
nalidad que ha sido concebido com o algo positivo no es alcanzado
o en el que u n así llam ado «fin» no es realizado en la práctica, sino
com o u n acto m ediante el cual debería previam ente elim inarse un
impedimento del espíritu, propio de toda concepción natural del
m undo, que im pide que se pueda entrar en contacto con el reino
del verdadero ser en tanto que ser de la filosofía: un acto m ediante
el cual se debería destruir una lim itación constitutiva de este esta­
dio, un velo que oculta el ser al ojo del espíritu.
C uando quiere conducir a sus discípulos hacia la esencia de la
filosofía, Platón no se cansa de ilum inar repetidam ente y con nue­
vos giros la esencia de este acto. Lo denom ina con una expresión
t|iie es tanto plástica com o profunda, «el m ovimiento de las alas del
i N|)íritu», en otras ocasiones lo denom ina un acto de im pulso de la
localidad y del núcleo de la personalidad hacia lo esencial, no com o
«i esto «esencial» fuera un objeto especial junto a los objetos em pí­
ricos, sino hacia lo esencial com o aquello que se encuentra en todas
las posibles cosas singulares en general. Y caracteriza la dynamis en el
núcleo de cada persona, los resortes, ese algo en la persona que con­
cuna el impulso hacia el m undo de las esencias, com o la form a m á­
xima y más pura de lo que denom ina veros», es decir, com o lo que
más tarde (presuponiendo ya aquí ciertam ente el resultado de su fi­
losofía) determ inará más exactam ente como la tendencia o movi­
miento presente en todos los seres imperfectos hacia el ser perfecto
o del |ií] óv hacia el óvxcog óv. Ya el nom bre de «filosofía» com o el
amor a lo esencial (siempre que esta X elevada por este m ovim iento
del eros hacia el ser perfecto no sea un ser cualquiera sino el caso es­
pecial de la m ente hum ana) porta aún hoy la im pronta fija e im bo­
rrable de esta determ inación fundam ental platónica. Si bien esta de­
terminación detallada de la forma m áxima del am or com o tendencia
del no ser hacia el ser está excesivamente cargada con el contenido
especial de la doctrina platónica com o para que la podam os usar
aquí de fundam ento, es tam bién la característica platónica del acto
constituido por el filósofo, un acto que es caracterizado com o mera
lucha, enfrentam iento, oposición contra el cuerpo y contra toda la
vida presente en el cuerpo y en los sentidos. Esta característica con­
duce finalmente a ver la finalidad del acto, a saber, el estado del alma,
únicam ente ante el cual se hace presente el objeto de la filosofía a
los ojos del espíritu, no en una vida eterna del espíritu en las «esen­
cias» de todas las cosas, sino en el extinguirse eterno. Pues estas de­
term inaciones posteriores presuponen ya la teoría racionalista pla­
tónica y la concepción de P latón (a nuestro parecer, falsa), según
las cuales: 1) todo conocim iento intuitivo, es decir, todo conoci­
m iento no conceptual, está condicionado necesariamente p o r los
sentidos y p o r la específica organización subjetiva de los sentidos
hum anos (subjetividad de todas las cualidades), 2) lo que debe ser
superado m ediante la «participación en las esencias» no es sólo esta
tendencia de nuestra naturaleza corporal, sino esta naturaleza m is­
m a en su tipología básica. Es decir, cuando Platón denom ina la viil.i
de los filósofos un «morir eterno», ya presupone el ascetismo cinr
resulta del racionalismo de su teoría del conocim iento. Más aún,
este ascetismo será para él la actitud de disposición hacia el conoci­
miento y la forma de vida propias de los filósofos; sin él no es posible'
ei conocim iento filosófico.
Por ello nos concentrarem os aquí, donde nos enfrentam os a In
cuestión acerca de la esencia de la filosofía (y no al contenido pro­
pio de la doctrina platónica), sólo en las dos determ inaciones bási
cas de Platón, m ediante las que ha abierto a todos los seres humanos
para todos los tiempos la puerta de la filosofía; se necesita: 1) para lie
var ante los ojos del espíritu el objeto de la filosofía, un acto total
dei núcleo de la persona que no se encuentra contenido en la con
cepción natural del m undo ni en todos los anhelos de saber funda­
dos en ella, y 2) este acto debe estar fundam entado en un acto de
la esencia de un amor caracterizado de m odo determ inado.
Entonces podem os (antes de caracterizar autónom am ente a este
acto) definir por lo pronto la esencia de la actitud espiritual que en
todo caso se encuentra form alm ente en todo filosofar, com o: un
acto, determinado por el amor, de participación del núcleo de una per­
sona hum ana en lo esencial de todas las cosas posibles. Y una persona
cuyo tipo esencial es el del «filósofo» es u n a persona que adopta
esta actitud frente al m undo y en la m edida en que la adopta.
¿Pero se ha determ inado suficientem ente con ello la actitud es­
p iritual filosófica en general? Yo digo que no. Pues falta aún un
m om ento que no puede ser negado a la filosofía ni a los filósofos.
C onsiste en que la filosofía es conocimiento y el filósofo un conoce­
dor. Es una cuestión secundaria preguntarse si este hecho funda­
m ental embellece al filósofo o no, si le otorga a él y a su actividad
el m áxim o rango esencial de las posibles existencias hum anas, o si
ie corresponde únicam ente un rango inferior en un estadio cual­
quiera. En todos los casos la filosofía es conocimiento. Si existiera,
por tanto, una participación del núcleo del ser de una persona h u ­
m ana finita en lo esencial, que fuera otra cosa que «conocim ien­
to», o una participación que fuera aún más allá del conocim iento
de los entes, no se seguiría de esto que el filósofo no es u n conoce-
íle>r, sino que la filosofía no es justam ente la participación más in­
mediata en lo esencial que le es concedida al ser hum ano. En este
initido m etódico, toda filosofía posible es «intelectualista», sea cual
*ca su resultado por lo que se refiere a los contenidos. C iertam ente
«• debe exclusivamente al contenido de las esencias objetivas y a su
tilden, en definitiva, al contenido de una esencia que nos perm iti­
mos denom inar aquí la anti-esencia de todas las esencias, el hecho
de que sea justam ente a la filosofía, y esto quiere decir, al conoci­
miento espontáneo que surge del sujeto hum ano, a la que le co­
rresponde p o r esencia esa «participación» íntim a y últim a. Pues, en
Iunción del contenido de la esencia prim igenia, se orienta natural­
mente tam bién la form a básica de la participación en ella. El órfi-
u>, para quien lo «dado» en el estado extático del alm a era una
amalgama total caótica, desestructurada y creadora, debía negar
evidentem ente que a la filosofía, com o arte apolíneo le correspon­
diera esta participación. Para el órfico, el m étodo para la participa­
ción últim a en la esencia prim igenia no era el conocim iento sino la
embriaguez dionisíaca. Si el contenido prim igenio es una amalga­
ma total, entonces el m étodo correcto para la participación más in­
mediata sólo puede ser justam ente un añadirse a esta amalgama, un
co-amalgamarse; si es un deber eterno (como dice Fichte), sólo
puede ser u n co-deber; si es un am or total (en el sentido, por ejem ­
plo, del velan vital» de Bergson), sólo puede ser un co-vivir em pá-
tico y sim pático o una vida del ser hum ano que escapa de esta vida
total y va hacia las cosas com o formas de transición de esta «vida».
Si la esencia prim igenia es, en el sentido de la antigüedad india, un
Brahm án om ni-soñador, entonces nuestro co-soñar será la partici­
pación más profunda y últim a; si es (en el sentido de Buddah) un
no ser o la nada, entonces sólo puede ser la propia auto-elim ina­
ción en u n a m uerte absoluta, la «entrada en el Nirvana». Pero in­
cluso si alguno de estos casos o un caso análogo fuera válido, nunca
se seguiría de esto que la filosofía sea algo distinto que conocim ien­
to, es decir, la tipología particular de participación en lo esencial
denom inada conocimiento. El filósofo qua filósofo podría (si llegara
a uno de estos resultados) dejar de ser filósofo sólo al final de su ca­
m ino, desde donde, por decirlo así, contem plaría lo esencial com o
si se encontrara en la otra orilla; pero no podría im poner a la filo
sofia otra tarea que el conocim iento. Y sólo después de que hay.i
tenido lugar una participación no cognoscitiva en lo esencial, el li
lósofo podría, reflexionando retrospectivam ente sobre el camino
que lo ha conducido a esta participación, describir este cam ino ul i
íizando una técnica interna de «participación». Q u ien quiera po-
nerse a salvo de este «intelectualismo» formal de la filosofía, no sabe
lo que quiere. Tan sólo cabe decirle que se ha equivocado de oficio;
no tiene ningún derecho a hacer de la filosofía y de los filósofos otra
cosa de lo que son. Pero tan absurdo com o negar el intelectualismo
fo rm a l de la filosofía, sería el procedim iento contrario que pretende
extraer o deducir del intelectualism o algo acerca del contenido ma
terial de lo esencial, con el que el filósofo busca originariam ente
un contacto. Pues, tan seguro com o que el filósofo está ligado m e­
diante el conocim iento (o en la medida en que es posible m ediante
el conocim iento) a una participación en lo esencial, lo es que la
esencia prim ordial no está obligada a priori a garantizar al cog
noscente qua cognoscente una últim a participación. Pues, el m odo
de ía participación se orienta exclusivamente en función del conte­
nido esencial de la esencia prim ordial, y no en función de la esen­
cialidad del contenido. Por ello es com pletam ente absurda la con­
clusión tan apreciada en la actualidad acerca del intelectualism o
m etódico de la filosofía, que afirm a que el objeto de la filosofía es
lo cognoscible o el «conocimiento» posib'e del m undo. Sería tam ­
bién com pletam ente falso pensar que hay algún fundam ento lógi­
co o teórico para la tesis según la cual la filosofía no se ocupa de
buen principio de lo esencial en las cosas, sino del conocim iento
de las cosas qua conocim iento, y todos los otros elem entos posi­
bles en las cosas son un m ero «resto» que «no interesa» a los filóso­
fos. La apariencia de que está excluido a priori que el desarrollo
m etódicam ente estricto de la filosofía intelectualista (tras la victoria
moral sobre el obstáculo al conocim iento) pueda conducir a un tal
m aterial de lo esencial, que p o r su naturaleza exigiría en general
com o últim o acto del filósofo una auto limitación filosóficamente
autónom a y «libre» de la filosofa como filosofía-, es decir, la apariencia
de que el contenido de la esencia prim igenia puede hacer final­
mente necesaria otra form a de participación, más adecuada, que la
actitud filosófica de conocim iento, no tiene una m otivación lógica,
sino una m otivación moral, a saber, el vicio m oral de la arrogancia
ile la persona de cultura filosófica. Así pues, puede m uy bien ser
que el filósofo, siendo estrictam ente consecuente con su filosofar, se
deba som eter libre y autónom am ente a otra form a de participación
inás elevada en lo esencial; más aún, que el filósofo m ism o como
filósofo, al igual que la razón filosófica en general, sacrifique libre­
mente el tipo de participación no filosófica exigida por el contenido
de la esencia prim igenia. C on ello el filósofo está lejos de abando­
nar su principio cognoscitivo m etódicam ente autónomo, o de capi­
tular ante algo extra-filosófico, más bien se trata — ante este resul­
tado de su filosofía— de la últim a consecuencia de este m ism o
principio cognoscitivo, consistente en someterse jun to con su p rin ­
cipio m etódico al contenido objetivo de lo esencial conocido p o r él
o de sacrificarlo librem ente frente a la form a de participación ade­
cuada a este contenido. Más aún, el reproche de heteronom ía filo­
sófica y de prejuicio o de la carente «ausencia de presupuestos», pa­
saría a ser la carga de los que de antem ano y por m edio de u n m ero
‘.fíat» de su voluntad se habrían decidido a no consum ar en todos
los casos este acto de sacrificio, independientemente del contenido
positivo de lo esencial y de la esencia prim igenia de todas las cosas.
Pues, presuponen, de m odo com pletam ente arbitrario, que la esen­
cia prim igenia posee un contenido que dado su posible ser-objeto
(a diferencia, por ejemplo, de su posible ser-acto) puede ser llevado
a la com pleta participación. El ser de los objetos (y de los no obje­
tos) y el ser-objeto del ser (los límites de posibilidad de este últim o
son tam bién los límites de posibilidad a priori del conocim iento)
deben ser diferenciados con absoluta claridad. El ser puede alcanzar
mucho más allá que el ser capaz de ser objeto. Sólo cuando el ser de
lo esencial (y sobre todo del ser prim igenio) es capaz de ser objeto
en función de su contenido, entonces el conocimiento será la form a
adecuada de participación posible en él; y en este caso la filosofía
no se deberá lim itar a sí m ism a en el sentido anteriorm ente señala­
do. Pero que esto debiera ser a priori sería un puro prejuicio, un
«presupuesto» justam ente alógico, y a toda filosofía que opera con
este presupuesto debemos denegarle radicalm ente los predicados de
autonom ía auténtica y de ausencia de presupuestos.
A quí ya se puede ofrecer un ejemplo que puede significar para
nosotros más que u n ejem plo. Los grandes padres de la filosofía
europea, Platón y Aristóteles, partieron con razón de la idea de que
la m eta de la filosofía era la participación del ser hu m an o en lo
esencial. Puesto que el resultado de su filosofía determ inaba la esen­
cia prim igenia com o u n posible ser-objeto y por ello com o un posi­
ble correlato del conocim iento, debían tam bién considerar el cono­
cimiento (o una determ inada form a de conocim iento) com o aquello
que hacía accesible a los seres hum anos la participación definitiva en
lo esencial. Y, ciertam ente, m ediante actos espontáneos del espíritu.
D e ahí que pudieran ver consecuentem ente en el «filósofo», en el
«sabio», la form a m áxim a y más perfecta del ser humano. Precisa­
m ente por ello no tenían ningún m otivo para llevar a cabo u n acto
esencialmente lim itador de la filosofía m ism a al final de su filosofar.
Incluso para ellos su idea de Dios se debía representar en la idea de
un sabio infinito o de un «saber infinito del saber» (Aristóteles).
D ebía resultar en todo p u n to diferente (precisam ente a partir
del principio filosófico de los grandes pensadores de la A ntigüedad
y en virtud justam ente de su consecuencia), cuando (justam ente o
no) a principios de la época cristiana el contenido de la esencia pri­
m igenia fue considerado y vivido com o un acto infinito de amor
creador y caritativo. Pues, bajo el m ism o presupuesto de que la fi­
losofía es en función de sus metas: 1) una participación en el ser de
la esencia prim igenia, y 2) conocim iento esencial, la filosofía y, pre­
cisamente, la filosofía en su propiedad de conocim iento, no podía,
atendiendo a este resultado m aterial, alcanzar su m eta puesta de
m odo autónom o a partir de la naturaleza del objeto. Pues la parti­
cipación del ser hum ano en un ser que no es un ser-objeto sino un
ser-acto sólo puede ser una coejecución de este acto y ya por ello no
puede ser conocim iento de objetos; y en segundo lugar esta parti­
cipación se debe haber ya consumado en un desplazam iento del
centro personal del acto del ser hum ano (en la m edida en que este
centro es prim ariam ente un centro am oroso y no un centro cog­
noscitivo) hacia ese ser prim igenio esencial com o un acto am oroso
infinito, si se quiere que la filosofía alcance su m o d o esencial de
participación, a saber, m ediante el conocim iento, m ás aún, si se
i]uiere que la filosofía inicie su form a de participación respecto de
la esencia primigenia. Se debería d ar p o r tanto la deducción estric­
tam ente lógica — bajo este presupuesto sobre el contenido (amor)
y sobre el m odo de ser de la esencia primigenia (acto)— de que la
filosofía en virtu d de su propio p rincipio se limite a sí m ism a de
inodo libre y autónom o, y que, si se da el caso, se sacrifique a sí
misma y a su fuente de conocim iento, la razón, de m odo libre y
autónom o en pro de otra form a esencial de participación en la esen­
cia prim igenia; es decir, la filosofía debe reconocerse a sí m ism a de
manera libre y autónom a com o «ancilla de la fe»,1 no de la fe com o
acto subjetivo, sino de la fe com o contenido objetivo, pues la fe en
las palabras de Cristo, en tanto que es la fe en las palabras de la
persona en la que se supone que se da la unión y la participación
últim a y más adecuada con la esencia prim igenia de este nuevo
contenido, debe ser contem plada com o una participación más in­
m ediata y más adecuada, tanto en el contenido com o en la form a
de ser de esta esencia prim igenia, que la participación m ediante
el conocimiento. La filosofía se podría contem plar a sí m ism a — si el
filósofo reconociera en general la verdad de esta determ inación
cristiana de la esencia prim igenia— sólo com o un camino provisio­
nal para un m odo com pletam ente distinto de participación, se p o ­
dría, más aún, se debería, contem plar a sí misma m etódicam ente
del m ism o m odo com o si la doctrina fichteana sobre el deber infi­
nito y la doctrina de Bergson sobre el élan vital fueran verdad. Y, de
acuerdo con esto, el rango del filósofo o del sabio quedaba en se­
gundo lugar ante el rango del santo, y el filósofo se debía som eter
conscientem ente al santo; nada distinto del filósofo que se debe
som eter siguiendo el presupuesto kantiano de u n así llam ado pri­
m ado de la razón práctica bajo el ejem plo moral del sabio práctico,
o bajo el presupuesto fichteano de un reform ador m oral-práctico, o

1. No necesariamente como «ancilla theologiae». Pues el teólogo se relacio­


na con el santo como el estudioso de la filosofía (el docto de la filosofía) se rela­
ciona con el filósofo.
bajo el presupuesto de Bergson de un espectador em pático y sim­
pático de los pasos universales de la vida, el filósofo debe ser su libre
servidor (ancilla), debe encontrar incluso su m áxim a fuente de da­
tos m ateriales para su pensam iento filosófico en estas tipologías:
datos que están «dados» a su «conocim iento» del m ism o m odo
que lo dado de la percepción de seres arbitrarios está «dado» al pen­
sam iento en la concepción natural del m undo. Evidentem ente (en
nuestro ejemplo) la filosofía ha mantenido, tam bién en este nuevo
estadio de ¡a época cristiana, esa antigua dignidad que posee para
Platón y Aristóteles, la dignidad de no ser «una ciencia», sino la rei­
na au tó n o m a de las ciencias. Pero a esta dignidad de ser regina
scientiarum se le añadió (bajo el presupuesto de la verdad de la nue­
va determ inación esencial de la esencia primigenia) aún otra, nueva
y evidentem ente m ucho más sublime, la dignidad real de ser tam ­
bién «ancUk», es decir, la servidora voluntaria y grado anterior (ob­
jetiva) de la fe (preambula fidei), según la sentencia bíblica «biena­
venturados los pobres (voluntarios) de espíritu» ((laxó.Qioi oí
j t t o j / o I TCp K V B Í ’ i i a T i ) . Este paso de autolim itación filosófica vo­

luntaria y necesariamente objetiva de la filosofía era la realización


últim a y m áxim a de su verdadera autonom ía, era, por tanto, justa­
m ente la oposición de la introducción del principio heterónom o
según el cual la filosofía debe ser lim itada desde el exterior, era tam ­
bién la oposición de esa otra lim itación que habría lim itado a la fi­
losofía en función de los posibles objetos de conocim iento (como
en el sentido kantiano frente al aspecto de cosa en sí en contrapo­
sición con el aspecto de las apariencias, o tam bién en sentido ag­
nóstico). Por el contrario, en toda la época de la filosofía europeo-
cristiana, la filosofía era considerada según el aspecto de los objetos
com o aquello en general ilimitado, en tanto que elevaba la preten­
sión de ser metafísica y de conocer todos los entes a p artir de sus
últim as razones y raíces.
C iertam ente, se sabe que el autodesplegam iento interno de la así
llam ada «filosofía moderna» hasta el presente (si bien en grandes
impulsos m uy distintos) ha conducido finalm ente a u n estado que
más o m enos representa la oposición perfecta de lo que se expresa­
ba en la doble pretensión de la antigua idea de la filosofía, la idea se­
gún la cual la filosofía es simultáneamente libre servidora de la fe
(como su m áxima dignidad) y reina de las ciencias (como su segun­
da m áxima dignidad). A grandes pasos, la filosofía pasó de ser «libre
criada» de la fe a usurpadora de la fe, pero sim ultáneam ente ancilla
scientiarum, esto últim o en sentido distinto, pues se le im puso la ta­
rea de o bien «unir» los resultados de las ciencias particulares en una
así llam ada concepción del m u n d o carente dé contradicciones (po­
sitivismo) o bien com o una especie de policía dé las ciencias consa­
grada a fijar sus presupuestos y m étodos con más exactitud que la
que ellas dem uestran (filosofía crítica o así llam ada «científica»).
Es fácil m ostrar “ -a causa del objeto del qué se trata— que la
nueva relación fundam ental de la filosofía con la fe y con las cien­
cias representa la perversión de la relación verdadera más profunda,
interventora y con mayores consecuencias que ha alcanzado nunca
la form ación espiritual europea, y que está perversión sólo es un
ejem plo especial para la aparición m ucho más «abarcante» de esa
subversión interna de todo el orden del mundo, ese désordre del éspí-
ritu y del corazón que constituye el alm a de la época burguesa-
capitalista. Es, en verdad, la rebelión de los esclavos en el mundo de los
intelectuales lo que contem plam os aquí y que constituye, ju n to con
la m ism a rebelión de lo bajo contra lo superior en el ethos (ascenso
del individualismo singularizador contra el principio de solidaridad,
el valor de utilidad sobre los valores de la vida y los valores del es­
píritu, y a su vez estos últim os valores contra los valores de salva­
ción), en las instituciones (ascenso en prim era instancia del Estado
contra la Iglesia, de la nación contra el Estado, de las instituciones
económicas contra la nación y el Estado), en estamentos (clase con­
tra estam ento), en la concepción de la historia (tecnicismo y teoría
económ ica de la historia), en el arte (el m ovim iento del pensam ien­
to teleológico contra el pensam iento de formas, la industria turís­
tica co n tra el arte elevado, del teatro de directores contra el teatro
de autores), etcétera, una sintomatología estrechamente vinculada de
justam ente esa subversión total de los valores.
Tam bién la simultaneidad del proceso que ha hecho de la filoso­
fía una «sabiduría m undana» (Renacim iento) enemiga de la fe e in*
cluso usurpadora de ella, y que la ha convertido más y más en una
esclava y prostituta indigna de una o de otra cualquiera ciencia par­
ticular (de la geom etría, de la mecánica, de la psicología, etcétera),
no nos debe extrañar. A m bos son esencialmente semejantes. Ambos
procesos siguen estrictam ente el principio según el cual la razón está
constituida de tal m odo que — correspondiéndole con derecho eter­
no su autonomía y su poder sobre lo inferior, tanto respecto de toda
la vida instintiva com o en todas las «aplicaciones» de sus leyes den­
tro de la variedad sensible de las series de apariencias, y, al mismo
tiem po, correspondiéndole un som etim iento libre e hum ilde, inclu­
so realizado de m odo autónom o bajo el orden de la revelación divi­
na— , debe estar determ inada de m odo heterónom o hacia lo inferior
en la m ism a m edida en que niega hacia abajo la condición del dere­
cho de plena autonom ía radicada en la esencia de las cosas: a saber,
su vínculo con Dios en tanto que luz primigenia, un vínculo vivo y
basado en la virtud de la hum ildad y de la disponibilidad al sacrificio,
Sólo com o «criada libre» de la fe, la filosofía es capaz de m antener la
dignidad de una reina de las ciencias, y tiene que convertirse necesa­
riam ente en criada, más aún en esclava y prostituta de las «ciencias»
si se atreve a com portarse com o señora de la fe.
Q uiero justificar ya aquí el uso lingüístico que m e lleva a utilizar
ias palabras «filosofía» y «las ciencias» en un sentido distinto y a ex­
cluir, así, estrictam ente, que la filosofía com o reina de las ciencias
caiga bajo el significado de las ciencias, o que deba ser «una cien­
cia» o así llam ada «filosofía científica». Este uso lingüístico es justi­
ficado en especial en contraposición con E d m u n d Husserl, cuya
idea objetiva de la filosofía es la más cercana a la desarrollada aquí,
pero que designa explícitam ente la filosofía com o «ciencia».
Pues aquí no se trata de una diferencia objetiva, sino de una di­
ferencia term inológica, cuando m enos por lo que se refiere al n ú ­
cleo de la cosa. H usserl distingue — en principio, exactam ente
igual a com o yo haré más tarde— entre el conocim iento esencial
objetivam ente evidente y el conocim iento real. El conocim iento
real se m antiene en virtud de su esencia en la esfera de la verosim i­
litud. Por su parte, la filosofía es en su disciplina básica conoci-
miento evidente de las esencias. Husserl distingue tam bién la filoso­
fía de las ciencias deductivas dedicadas a los «objetos ideales» (lógi­
ca, doctrina de la m ultiplicidad y m atem ática pura) com o él los
llama. D e este m odo parece conceder preferencia tanto a la feno­
menología de los actos en general com o a la fenom enología de lo
psíquico frente a la fenom enología objetiva y a la fenom enología
de otros ám bitos materiales del ser, por ejemplo, a la fenom enolo­
gía de los objetos naturales, preferencia que es injustificada. Pero,
dado que H usserl no sólo exige (exigencia a la que m e adhiero
com pletam ente) que la filosofía sea «estricta», sino que le otorga
tam bién el título de «ciencia», está en prim era instancia obligado a
utilizar el concepto de ciencia con u n significado fu n d am en tal­
mente diferente: por una parte, para la filosofía com o conocim iento
evidente de las esencias, de la otra, para las ciencias formales posi­
tivas de los objetos ideales y para toda ciencia inductiva experi­
m ental. Pero, dado que ya poseemos el antiguo y venerable n o m ­
bre de filosofía para la prim era acepción, no se com prende por qué
deberíam os utilizar de m anera com pletam ente innecesaria en un
doble sentido un térm ino. Sería totalm ente absurdo tener m iedo de
que si la filosofía no se subsum e a la «ciencia», se tendría que sub-
sumir, p or ejemplo, a cualquier otro supra-concepto análogo, com o
el del arte o algún otro, pues no todas las cosas tienen que «ser sub-
sumidas», antes bien, ciertas cosas com o ám bitos autónom os de
objetos y de actividades tienen derecho a rechazar una «subsunción»
semejante. D e entre estas cosas se encuentra en prim er lugar la fi­
losofía, que no es en realidad otra cosa que justam ente filosofía, que
posee su propia idea de lo «estricto», a saber, de lo estricto filosófi­
co, y que no tiene que orientarse en función del peculiar rigor de la
ciencia (denom inado «exactitud» en los procedim ientos de m edi­
ción y de cálculo), que tendría que tener presente com o si fuera un
ideal. Pero la cuestión tiene tam bién u n trasfondo histórico. Creo
que Husserl utiliza el concepto griego de ciencia para la filosofía
que coincide en cierto m odo con el cam po sem ántico de la
ém oxri|iri platónica, que Platón contrapone a la esfera de la 6 ó £ a
(es decir, todo tipo de conocim iento de probabilidades). C ierta­
m ente en este caso la filosofía no sólo sería «una» ciencia estricta,
sino incluso la única verdadera ciencia, y el resto sería en el fondo
no ciencia en el sentido más estricto del térm ino. Pero debe verse
que el uso lingüístico práctico no sólo se ha m odificado con el paso
de los siglos, sino que se ha invertido debido a profundos motivos
histórico-culturales. Justam ente lo que, con la excepción de las cien­
cias formales, Platón denom inaba esfera de la ó ó ^ a, se ha conver­
tido en la encarnación de lo que desde hace algunos siglos es deno­
m inado en casi todas las naciones «ciencia» y «la ciencia». C uando
m enos, yo nunca m e he encontrado a ninguna persona ni en el
contacto personal ni en los libros que ante la palabra «ciencia» no
pensara en prim er lugar en la así llam ada ciencia positiva, en vez
de pensar en la é j u G T r ||i í | de Platón o en la filosofía com o «ciencia
estricta» en el sentido de Husserl, que, sin embargo, no debe dar
cabida en sí a toda la m atem ática deductiva. ¿Es por lo tanto ade­
cuado y está justificado históricam ente querer volver a invertir este
uso lingüístico y reintroducir el uso griego? M e parece que no. Si
no se quiere sancionar una equivocación eterna, se tendría que de­
negar el derecho a denom inarse ciencia incluso a todas las ciencias
experimentales inductivas, lo cual ni siquiera habría sido deseado
por Husserl.
Pero el uso lingüístico de Husserl y el m ío no sólo discrepan en
las palabras ciencia y filosofía, sino que la discrepancia entre am ­
bos es m ucho m ayor p o r lo que se refiere a las palabras concepción
del mundo ( Weltanschauung) y filosofía de la concepción del m u n ­
do. La expresión plástica «concepción del m undo» fue introducida
en nuestro lenguaje p o r u n investigador de las ciencias del espíritu
de prim er rango, W ilhelm von H um b oldt, y significa, sobre todo,
las form as (no necesariam ente conscientes ni cognoscibles m e­
diante la reflexión) de «concebir el m undo» y de la articulación de
los datos de la intuición y de los valores que en cada caso aparecen
en totalidades sociales (pueblos, naciones, círculos culturales). Las
«concepciones del m undo» se encuentran y se pueden investigar
en las sintaxis de los lenguajes, pero tam bién en la religión, en la
ética, etcétera. Así, lo que yo denom ino la «metafísica natural» de
los pueblos form a parte tam bién de la esfera de lo que la palabra
concepción del m u n d o debe abarcar. La expresión «filosofía de las
concepciones del m undo» significa para m í tanto com o filosofía de
las «concepciones del m undo» que son constantes «naturalmente»
para la especie «homo» y de las que cam bian en cada caso concreto;
una disciplina m uy im portante que Dilthey, en especial, ha in ten ­
tado prom over con éxito recientem ente para fundam entar filosófi­
camente las ciencias del espíritu. Por el contrario, Husserl d enom i­
na filosofía de las concepciones del m u n d o justo lo que yo, con
m ucho más derecho histórico, denom ino «filosofía científica», es de­
cir, el intento, surgido a partir del espíritu del positivism o, de ha­
cer de cada un o de los «resultados de la ciencia» u n a m etafísica
«conclusiva» o u na así llam ada «concepción del m undo», o de que­
rer reducir la filosofía a teoría de la ciencia, es decir, a teoría de
los principios y de los m étodos de la ciencia. En térm inos n o ta­
bles, Husserl censura los intentos de fabricar una m etafísica a par­
tir de los conceptos fundam entales de una ciencia individual
(«energía», «sensación», «voluntad») o a partir de todos ellos, y
ofrece com o ejemplos los intentos de O stw ald, Verworn, Haeckel
y M ach, en los cuales se pone de m anifiesto cóm o a través de ellos
se im pide arbitrariamente la prosecución en algún lugar del p ro ­
greso esencialm ente infinito de toda percepción, observación e in­
vestigación científicas de las cosas. La «filosofía científica» es de
hecho un absurdo, pues la ciencia tiene tanto que poner ella misma
sus presupuestos, cuanto debe sacar ella misma sus consecuen­
cias y tam bién debe elim inar ella misma sus contradicciones, m ien­
tras que la filosofía m antiene con derecho la distancia respecto de
estos m ism os asuntos, cuando in ten ta entrom eterse en ellos. El
todo de las ciencias ju n to con sus presupuestos, p o r ejem plo, la
m atem ática ju n to con los axiomas en los que se sustenta que han
sido descubiertos por los m ism os m atem áticos, sólo se convierte
en un problem a para la fenom enología en el sentido en que este
todo es reducido fenom enológicam ente, es puesto, digam os, en
suspenso, y es investigado a partir de sus fundam entos intuitivos
esenciales. Pero no me parece correcto que H usserl atribuya el
buen térm ino filosofía de las concepciones del m undo a los deli­
rios de la fantasía de investigadores especializados que juegan a ser
filósofos (y todas las ciencias son ciencias especializadas), o sea, a la
así llam ada «filosofía científica». Las concepciones del m u n d o de­
vienen y crecen, pero no son inventadas por los eruditos. Y la filo­
sofía, com o señala acertadam ente Husserl, no puede ser nunca uini
concepción del m undo, sino com o m ucho teoría de las concepcio
nes del m undo. Pero si se opina que la teoría de las concepciones
del m u n d o es una tarea im portante, pero no propia de la filosofía,
sino únicam ente de las ciencias históricas y sistemáticas del espíri
tu, esto sería cierto para la teoría de las concepciones positivas in­
dividuales de las concepciones del m undo, por ejemplo, la india, l;i
cristiana, etcétera. Pero existe aún una filosofía, en prim er lugar,
de la «concepción natural del m undo», y, en segunda instancia, de
las «posibles» concepciones m ateriales del m undo en general, que
es el fundam ento histórico de los problem as propios de las ciencias
del espíritu y referidas a estos asuntos, problem as que lo son de
una teoría positiva de las concepciones del m undo.2*. Y esta teoría
de las concepciones del m undo, con ayuda de una fenom enología
filosófica pura, consum ada idealm ente, estaría tam bién en situa­
ción de m edir el valor cognoscitivo de las concepciones del m undo.
Podría tam bién m ostrar que las estructuras de las concepciones del
m undo fácticas, a diferencia de los productos periodísticos diarios
de la «filosofía científica», fundam entan y condicionan la estructu­
ra de los estadios y de los tipos fácticos de las ciencias de los pue­
blos y de las épocas — más aún, la existencia o no existencia de
u na «ciencia» en el sentido de la Europa O ccidental en general— ,
y que to da variación de una estructura científica es, por ley, previa
a u n a variación sem ejante de la concepción del m u n d o . Y aquí
aparece tal vez la prim era diferencia objetiva entre la opinión de
Husserl y la mía, en la m edida en que Husserl se inclina a adm itir
que las ciencias positivas poseen una independencia fáctica m ucho
m ayor de la que yo le otorgo respecto de las concepciones del
m undo, las cuales poseen otra dim ensión de duración com pleta­
m ente distinta, más lenta y que se m odifica con m ayor dificultad.
Pues me parece que las estructuras científicas, sus sistemas fácticos
de conceptos y principios fundam entales, se m odifican en la his-

2* [Véase «Weltanschauungslehre, Soziologie und Weltanschauungssetzung»


(«Teoría de las concepciones del mundo, sociología y posición de las concepcio­
nes del mundo»), en GW 6, pp. 13-26.]
loria a saltos, al ritm o de las concepciones del m undo, y creo que
sólo dentro de cada estructura dada de una concepción del m undo,
por ejem plo, la europea, radica la posibilidad de un progreso, en
principio ilim itado, de la ciencia.
A la vista de mi afirm ación de que el requisito esencial y nece­
sario para el tipo especial de conocim iento que se denom ina filo­
sófico es una actitud moral, algunos pueden pensar en las teorías
que especialm ente desde K ant y Fichte hasta la actualidad han te­
nido fuertes partidarios. Pienso en las teorías que se han denom i­
nado «prim ado de la razón práctica frente a la teórica» (el prim e­
ro, K ant). Efectivam ente, W indelband, por ejem plo, en su cono­
cido libro sobre P latón ha relacionado la reform a socrática y su
continuación platónica con esta teoría de Kant, lo cual no sólo no
es el caso, sino que incluso este presupuesto incluye u n descono­
cim iento radical de lo que Sócrates y Platón efectivam ente p en ­
saron y de lo que nosotros (en función de la idea fundam ental)
consideram os que es verdadero. Los antiguos padres de la filosofía
europea, no sólo no sabían nada de una teoría sobre el así llam ado
prim ado de la razón práctica frente a la teórica, sino que además
está clarísim o que le conceden un valor preferente e íncondicio-
nado a la vida teórica (Becrtoeiv) frente a la práctica (jtQ átxeiv).
Pero todas y cada una de las formas que ha adoptado este prim ado
de la razón práctica desde K ant, niegan justam ente este valor pre­
ferente. La verdadera relación entre ambas intuiciones consiste en
que la teoría antigua hace de una determ inada actitud m oral del
espíritu (el im pulso m encionado de la totalidad del ser hum ano
hacia lo esencial) un m ero requisito previo del conocimiento filo­
sófico, es decir, lo convierte en una condición para acceder al rei­
no de los objetos, o para acceder hasta el um bral del m ism o, un
reino del que se debe ocupar la filosofía; y consiste tam bién en
que ju stam en te la superación de todas las disposiciones única­
m ente prácticas respecto de la existencia es la tarea — entre otras—
y la finalidad de esta disposición moral del espíritu. Por el contra­
rio, K ant piensa que la filosofía teórica en general no posee n in ­
guna condición m oral previa específica en el filósofo, p ero que
incluso en el caso fingido de una consum ación m áxim a de la filo­
sofía, sólo la experiencia del deber y de la obligación es la que nos
garantiza la participación en el orden «metafíisico» en el cual, se
gún su opinión, la razón teórica in ten ta introducirse en vano y
m ediante sofismas. Fichte (y la escuela actual de H . R ickert que se
en cu en tra bajo su influencia), em pero, hizo de la razón teórica
una form ación de lo práctico, al equiparar el ser de las cosas con la
m era exigencia (el deber ser ideal) de su reconocim iento m edian­
te el acto del juicio; el reconocim iento bajo el m andato de la obli­
gación del así llamado valor de verdad fundam enta justam ente, por
tan to , el ser de las cosas, cuando no lo reduce a la «exigencia» de
este reconocim iento. Así, lo que para Platón es sólo un presupues­
to subjetivo, si bien com o tal necesario para la m eta de la filosofía,
para el conocim iento teórico del ser, es para estos pensadores un
prim ado de lo m oral en el m ism o orden objetivo, m ientras que,
casi justam ente de m odo contrario, los antiguos creían encontrar en
el bien sólo un grado más elevado del ser (óvriúg óv). Y, por ello, es
precisam ente esta teoría del prim ado de la razón piáctica la que
ha enterrado y apartado la idea de que para el conocim iento puro
de determ inados objetos se requiere cierta form a de vida moralmen­
te duradera, y de que justam ente las ilusiones metafísicas están ligadas
a la actitud «natural» y principalm ente «práctica» frente al m undo.
La tesis que se defiende aquí no coincide exactamente con n in ­
guno de am bos círculos de ideas, aunque se acerca de m odo más
considerable a la opinión antigua que a la m oderna. En prim era ins­
tancia, está claro que en todas las cuestiones especiales de la visión
de valores y del reconocim iento de valores (que a diferencia de los
antiguos, no puedo considerar com o m era función del conoci­
m iento del ser, al igual que no puedo considerar el valor positivo
m ism o com o un grado del ser que en cada caso es más elevado), la
voluntad y la acción previas a la visión de los valores son las que
constituyen los m otivos centrales de toda ilusión acerca de los valo­
res y, respectivamente, de toda ceguera frente a los valores. Precisa­
m ente p or ello el ser hum ano si debe alcanzar en general la visión
de los valores (y la voluntad y la acción posibles que se fundan en
ella), debe determ inar en prim era instancia la autoridad y la educa­
ción para querer y actuar de m odo que sean elim inados estos m o ti­
vos ilusorios de su visión de valores. El ser hum ano debe aprender
rn prim er lugar, más o menos ciegamente, a querer y a actuar de
modo objetivam ente recto y bueno, antes de que esté en condicio­
nes de considerar lo bueno como bueno y antes de querer y de rea­
lizar lo bueno de modo intuitivo. Pues, aunque la sentencia de Só­
crates según la cual aquel que conoce claram ente lo bueno tam bién
lo quiere y lo realiza (con las modificaciones que en otro lugar3 he
ilado), es correcta en la m edida en que una actitud perfectam ente
buena no sólo incluye el bien objetivo de lo deseado sino tam bién
la visión evidente en su preem inencia valorativa objetivam ente fun­
dam entada com o lo que en cada caso es «lo mejor», no es m enos
cierto que la adquisición de la capacidad subjetiva para esta visión
está ligada p o r su parte a la eliminación de sus motivos ilusorios — y
estos son, sobre todo, formas de vida que consisten en una voluntad
y en una acción objetivam ente malas y que se han consolidado con
la costum bre. Siempre son modos prácticos de vida erróneos, que de
algún m odo son previos, los que rebajan nuestra conciencia de va­
lores y del rango de los valores al nivel en el que se encuentran estos
mismos m odos de vida y que, por tanto, nos conducen principal­
m ente a la ceguera frente a los valores y a la ilusión de los valores.
U na vez aceptado esto, no hay en ello ciertam ente aún ningún m o­
tivo que nos lleve a suponer que al conocim iento teórico del ser — a
diferencia de to d a aprehensión de valores en la form a de actos
em ocionales (sentir algo, preferir, am ar)— le corresponde una
«condición moral práctica» análoga, a no ser que se le añada a lo ya
dicho otra cosa. Este «otro» se refiere a la relación esencial que exis­
te entre el conocer los valores y el conocim iento del ser en general.
Y m e parece que hay una ley estricta de la construcción esencial
tanto de los actos «espirituales» elevados com o de las «funciones»
inferiores de nuestro espíritu que ofrecen el material de los actos,
según la cual, en el orden de las cosas posibles dadas en la esfera
objetiva en general, las cualidades de valor y las unidades de valor
están previamente dadas, lo cual form a parte del estrato carente de

3. Véase al respecto mi libro Elformalismo en la ética y la ética material de los


valores, parte I.
valores del ser: de m odo que en general n in g ú n ente com pleta­
m ente carente de valores puede «convertirse originariamente» en
objeto de una percepción, recuerdo o expectativa, y, en segundo
lugar, del pensam iento y del juicio, ningún ente cuyas cualidades
de valor o cuya relación de valor respecto a otro (igualdad, diferen­
cia, etcétera) no nos hayan sido dadas de algún m odo previamente
(siendo este «previamente» no necesariamente tem poral, sino que
incluye en sí el orden de la sucesión de lo dado o de la duración).
Todo ser carente de valor o indiferente al valor es un ser sem ejan­
te, es decir, siem pre sobre la base de una abstracción más o menos
artificial, a través de la cual lo concebim os desde su valor que no
sólo está siem pre dado con él sino siem pre previamente dado; un
m odo de abstracción que es tan fruto de la costum bre entre los
«doctos» y que puede convertirse en u n a «segunda naturaleza», que
el docto tiende, por el contrario, a considerar que el ser carente de
valor de las cosas (de la naturaleza y del alma) es más originario, no
sólo en tanto que ser sino en tanto que dado, que las cualidades de
valor de las cosas; y que a causa de su presupuesto falso busca «pa­
rámetros», «normas», etcétera, cualesquiera m ediante los cuales su
ser carente de valores vuelva a ostentar diferencias de valor. Sólo a
causa de esto le es tan difícil al hom bre natural pensar «psicológi­
camente», es decir, sin valores. Ya el círculo de m odalidades exter­
nas del sentir y de las cualidades del sentir de que goza u n a especie
depende siempre — com o puede corroborar exactam ente la teoría
«comparativa» de los sentidos— de cuál es la porción de las cuali­
dades en general posibles que puede poseer la función simbólica para
las cosas y para las unidades de proceso vitales (vitales para la orga­
nización de la que se trata). Las cualidades están dadas originaria­
m ente sólo como signos para designar al «amigo y al enemigo».4 El

4. El significado de este principio para determinados grupos de hechos de la


fisiología y la psicología de los sentidos y, también, para la historia del desarro­
llo de la percepción sensible en el despliegue del mundo de la vida, es mostrado
en el tercer volumen de esta obra. [Los volúmenes segundo y tercero que Sche-
ler anunció como continuación de esta obra, De lo eterno en el ser humano, no
fueron nunca publicados. El volumen de escritos postumos, GW 10, contiene
algunos estudios preparatorios de estos volúmenes.]
niño conoce antes lo agradable del azúcar, que su dulzor (de ahí
que p o r un período de tiem po llam e azúcar a todo lo que le p ro ­
voca u n a sensación sem ejante de agradabilidad), y antes lo desa­
gradable de la m edicina («amarga» en el sentido valorativo de la
palabra), que su am argor (en el sentido cualitativo de la cualidad
sensible). E n otro lugar he m ostrado tan exhaustivam ente que lo
mismo es válido para todo lo dado en un determ inado am biente,
para el recuerdo, la expectativa y para todas las unidades concretas
de la percepción, que no quiero repetirm e.5
Tam bién es aplicable a la totalidad de concepciones del m undo
de círculos culturales y pueblos, el que las estructuras de la co n ­
ciencia del valor de la totalidad de su concepción del m u n d o pres­
criben la últim a ley de conformación (en la m edida en que se halla
referida al ente). Y es aplicable a todo progreso histórico del cono­
cim iento que los objetos que son captados por este progreso del
conocim iento, deben ser am ados u odiados en primera instancia,
antes de ser conocidos, analizados, y enjuiciados intelectualm ente.
En todas partes el «aficionado» es previo al «connaisseur», y no hay
ningún ám bito del ser (ya sean cifras, estrellas, plantas, contextos
históricos de la realidad, cosas divinas) cuya investigación no haya
sido som etida a una fase empática antes de penetrar en la fase libre
de valores; una fase que en la m ayoría de los casos ha coincidido
con u n a especie de progresiva influencia metafísica en el ám bito
(su falsa elevación en u n ám bito «absoluto»). Incluso las cifras eran
«dioses» para los pitagóricos, antes de que las investigaran. La geo­
m etría analítica tenía un significado com pletam ente metafísico, en
todo coincidente con la absoluta validez de la física, para su inven­
tor Descartes; el absoluto se le solidificó en materia. El cálculo di­
ferencial fue el resultado para Leibniz de un caso especial de su «lex
continui» de significado metafísico; para él (cuando m enos origi­
nariam ente) no era un artificio de nuestro entendim iento, sino una
expresión del devenir de las cosas mismas. A su vez, la incipiente
historia económ ica del siglo XIX creció a partir del cascarón de hue­
vo de la concepción m etafísico-económ ica de la historia, y gracias

5. Al respecto y sobre las siguientes páginas, véase E l formalismo...


al nuevo y m uy creciente interés en que la clase más desfavorecida
económ icam ente participara en los procesos económicos. La exal­
tada y fantástica especulación renacentista sobre la naturaleza que
resultó de u n a poderosa em briaguez natural y de tendencia pan-
teísta, fue previa a la nueva dirección del interés de los europeos
hacia la investigación de la naturaleza. Para G iordano B runo el cie­
lo visible era en prim era instancia un objeto de un nuevo entusias­
mo, antes de que fuera investigado realm ente m ediante la astrono­
m ía exacta. Bruno no saluda al copernicanism o en la negación de
que haya el «cielo» que se creía en la Edad M edia, es decir, el reino
de las esferas finitas de la astronom ía precopernicana con sus pecu­
liares m ateriales y sus formas de m ovim iento exclusivas de ellas,
con sus espíritus de las esferas, etcétera, sino desde la afirmación
de que C opérnico había descubierto una nueva estrella en el cielo
— ia Tierra— y de que nosotros estamos «ya en el cielo» y, por el
contrario, no existe lo exclusivamente «terrenal» de los hom bres
medievales. D e m odo análogo, la quím ica estricta fue precedida
por la alquim ia, y los inicios de la botánica y de la zoología estric­
tam ente científicas fueron precedidos por la consideración de los
jardines botánicos y zoológicos com o objetos de un nuevo placer
natural y u n a nueva valoración de la naturaleza. A nálogam ente, el
«amor» rom ántico a la E dad M edia fue previo a su rigurosa inves­
tigación histórica, y la congenialidad del aficionado a las diversas
partes de la cultura griega (por ejem plo, W inckelm ann a la plásti­
ca, la concepción de la lírica griega com o m odelo eterno en el
período «clásico» de la nueva filología) fue previa a la filología y a
ia arqueología de orientación exclusivamente histórico-científica.
Para investigar lo divino es casi u n a communis opinio de todos los
grandes teólogos que un contacto emocional con Dios en el amor
divino, u n sentir su presencia com o sum m um bonum — u n a excita­
ción del «sentido divino», com o dicen M alebranche y Thom assinus
bajo la influencia de los neoplatónicos y los padres griegos— , debe
preceder y debe haber precedido a cualquier prueba de su existen­
cia com o úítim a fuente de lo material.
Si, com o sólo he bosquejado aquí, se puede dem ostrar, según
los más diversos métodos m ediante los que podem os investigar el
conocim iento de valores y el conocim iento del ser, el prim ado de
lo dado en el valor sobre lo dado en el ser, entonces no se colige en
modo alguno de esto una prioridad de los valores existente en sí res­
pecto del ser. Tam bién en este caso lo que es «en sí posterior» es
«para nosotros anterior», siguiendo la afirmación de Aristóteles se­
gún la cual ésta es la regla que rige la relación entre conocer y ser.
Más aún, puesto que es evidente que a todas las cualidades — in­
d ependientem ente de cóm o puedan estar dadas cuando se las ha
separado de sus portadores, e independientem ente de si están sub-
sum idas a un orden esencialm ente propio fundam entado en su
contenido— les «pertenece» un ser que las subsiste, al cual son in­
herentes, la sentencia aristotélica no sólo es acertada en este con­
texto, sino que debe serlo.
Pero, asim ism o, de la prioridad de lo dado en el valor respec­
to de la p rioridad de lo dado en el ser, se sigue tam bién, en rela­
ción con la proposición anterior, según la cual lo dado evidente
en el valor — y más aún com o m enos relativos sean los valores—
presupone a su vez u na «condición moral», que el posible acceso al
ser absoluto está ligado a su vez indirectamente a esta «condición
moral».
La peculiar relación que de este m odo establecemos entre valor
y ser, entre teoría y m oral, consiste en que lo dado intuitivam ente
en los valores posee una prioridad objetiva respecto de toda buena
actitud, volu n tad y acción (pues sólo lo intuitivam ente querido
com o bueno es tam bién completamente bueno, si al m ism o tiem po
es objetivam ente bueno). Pero lo dado intuitivam ente en los valo­
res tiene al m ism o tiem po una «aposterioridad» subjetiva respecto
de la voluntad y de la actitud objetivam ente buenas. Lo dado in­
tuitivam ente en los valores está lejos del apriorism o subjetivo res­
pecto de todo lo dado en el ser. El valor m ism o, em pero, tiene
sólo u n significado atributivo respecto del ser subsistente. Y por
ello podem os dar p or sentado de inm ediato que los m odos especí­
ficam ente «emocionales» de acto de nuestro espíritu, sólo a través
de los cuales nos son dados los valores y que constituyen tam bién
la fuente m aterial de todos los enjuiciamientos secundarios de valor
así com o todas las norm as y todas las sentencias del deber, consti­
tuyen el miembro unificador común tanto de toda nuestra actinal
práctica, como de todo nuestro conocer y pensar. Pero, dado que el
amor y el odio son, en el grupo de los actos em ocionales, los m o ­
dos de actos más originarios y los que abarcan y fundam entan til
resto de tipos de actos (interesarse, sentir algo, preferir, etcétera),
constituyen tam bién las raíces comunes de nuestra actitud práctica
y de nuestra actitud teórica y son los actos fundamentales, los ú n i­
cos en los que nuestra vida teórica y práctica encuentra y conser­
va su últim a unidad.
C om o se puede ver, esta teoría es claramente distinta de todas
las teorías sobre un prim ado del entendim iento o un prim ado de la
voluntad en nuestro espíritu, porque afirma un primado del amor y
del odio tanto respecto de todos los tipos de «representación» y de
«juicio», com o respecto de todo «querer». Pues no se trata, como
ha sido m ostrado en otro lugar, de subsumir de algún m odo los ac­
tos del interés, de la atención y los actos del am or y del odio a una
tendencia y a una voluntad, y es asimismo im posible reducirlos a
meras m odificaciones del contenido de las representaciones.6

A n á l is is d e l im p u l s o m o r a l

D eben distinguirse diversos factores en la totalidad del acto de


ese im pulso m ediante el cual el núcleo de la persona intenta alcan­
zar la participación con lo esencial mediante el conocim iento. Pero
una vez han sido dem ostrados, entonces debe investigarse en deta­
lle, en p rim er lugar, el peculiar lugar cognoscitivo que se logra
com o m eta m ediante este im pulso de toda la persona, en segundo

6. Sobre las concretas relaciones esenciales del amor y del odio con los actos
cognoscitivos y volitivos véase en el tercer volumen de esta obra el tratado «Co­
nocimiento y amor» [véase la anterior nota del editor]; compárese también la ti­
pología histórica de este problema en los libros: Krieg undAufbau (Guerray cons­
trucción), Liebe und Erkenntms (Amor y conocimiento). Véase también mi libro
Z ur Phíinomenologie und Theorie der Sympathiegefiible und von Liebe und Haft
(Sobre la teoría y la fenomenología de los sentimientos de simpatía y del amor y del
odio) (Halle, 1913).
lugar, el principio cognoscitivo m ediante el cual y según el cual se
lleva a cabo el conocim iento en esta actitud, y, finalmente, en ter­
cer lugar — el más im p o rtan te— la naturaleza del mundo de los
objetos y de su conjunto, que en esta situación cognoscitiva ocupa
el lugar de lo dado en la «concepción natural del mundo».
Sólo cuando esto ha sucedido pueden desarrollarse las discipli­
nas filosóficas y la relación de la filosofía con todos los tipos de co­
nocim iento no filosófico: 1) respecto de la concepción natural del
m undo, 2) respecto de la ciencia, 3) respecto del arte, la religión y
el mito.

El acto del impulso como acto personal «del ser humano todo»

N o sólo el rasgo distintivo de una filosofía particular, sino la


esencia de la filosofía m ism a es aquello en lo que se encuentra el ser
hum ano todo con la totalidad concentrada de sus máximas fuerzas
espirituales en com pleta actividad. Esto se corresponde en la cara
subjetiva con el hecho fundam ental de que la filosofía es una, a
diferencia de las ciencias, que — por esencia— son muchas. Esta di­
ferencia de unidad y m ultiplicidad es tam bién un rasgo principal­
m ente diferenciador de la filosofía respecto de la esencia de la cien­
cia.7 Gracias a la naturaleza especial de sus objetos (cifras, formas
geométricas, animales, plantas, cosas vivas y m uertas), las ciencias
exigen la aplicación y el ejercicio en cada caso concreto de especia­
les funciones parciales del espíritu hum ano, por ejemplo, más p en ­
sam iento o arte de la observación, más pensam iento deductivo o
inductivo-descubridor; con tal objeto las formas centrales de las
ciencias exigen formas de intuición otorgadora de material que se
corresponden con las form as de existencia especiales, unívocas y
específicas de sus objetos, por ejem plo, la form a de la intuición
externa para las ciencias de la naturaleza, la de la interna para la
psicología. O las ciencias que se ocupan con m undos de bienes
(arte, derecho, Estado, etcétera) vinculados a ciertos tipos de valo­

7. «La» ciencia no existe, sólo existen las ciencias.


res, precisan de una aplicación y ejercicio especialm ente müvoetk
de las funciones emocionales, poi ejemplo, del sentim iento de cint<
lidad en el arte, del sentim iento de justicia y de equidad en I.h
ciencias jurídicas, para que a través de ellas los valores de este tipo
se manifiesten a la conciencia. Por el contrario, en la filosofía filo
sofá de origen el todo concreto del espíritu hum ano, y esto, además,
en un sentido que quiero denom inar «abarcador» del grupo de fun
ciones individual que está situado en la actividad. Incluso en el
problem a parcial filosófico más especializado filosofa el ser huma
no todo. Sólo cuando consigue reintegrar en el centro de su personn
las formas de intuición y las disposiciones de la conciencia esen
cialm ente separadas, que en las «ciencias» o en la religión y en el
arte y en sus gestores son adoptados en cada caso de m odo separa­
do y diferenciado y que están vinculados a las posibilidades de lo
dado de las regiones del ser y del valor de que se trata, sólo en to n ­
ces el filósofo es capaz de llevar a cabo en función, únicam ente, de
la posibilidad, aquello que todos los que viven y actúan de m odo
parcial en éstas no pueden llevar a cabo: dem ostrar las diferencias
esenciales de estas formas de la intuición y de la existencia y del ser
dado que se corresponden a ellas, y delim itarlas con claridad; si
además es capaz — lo cual es más im portante— de llevar ante la
indiferenciada y decididam ente simple mirada del espíritu, en tan­
to que especiales contenidos esenciales, las form as de la intuición,
del pensam iento y de la sensación, en las que viven el investigador,
el artista, el devoto — y lo logra sin tenerlos objetivam ente— , será
capaz de objetivarlos ante u n a intuición pura y carente de form a,
ante un «pensamiento» carente de forma.
La antigua exigencia platónica de que el ser hum ano todo — no
sólo su entendim iento tom ado aisladam ente o su ánim o tom ado
aisladamente— debería buscar en la filosofía la participación en lo
esencial, no es, por lo tam o, com o algunos infantilm ente supo­
nen, u n rasgo m eram ente psicológico del carácter de Platón: es una
exigencia radicada en la unidad esencial y en la problem ática obje­
tiva de la filosofía por parte de su propio objeto. Es una exigencia
fundam entada no psicológicamente, ni sólo filosófico-cognoscitiva-
teóricam ente, sino ónticamente. Pues las regiones esencialm ente di-
Icrentes del ser m ismo son sólo aprehensibles com o esencialm ente
diferentes en su tipología particular m ediante la reintegración pre­
via a un p u n to de partida unitario de las formas de la intuición, de
los tipos de actos, etcétera, que le son consustanciales y que están
situados en el centro de una persona. Esta proposición sobre el ser
hum ano todo que filosofa es objeto de un m alentendido funda­
mental cuando en el lugar del centro concreto del acto espiritual se
sitúa al «ser hum ano» com o objeto psicofísico, com o si este «ser h u ­
mano» pudiera introducir sus particularidades en la filosofía y hacer
de la filosofía una «novela» de su autor. Y tam bién se m alentendería
esta idea si, siguiendo el sentido de la sentencia de Fichte, com ple­
tamente distinto del de la sentencia platónica «la filosofía que se tie­
ne se orienta en función de qué tipo de persona se es», se hiciera
responsable al carácter m oral tam bién del contenido y del resultado
de la filosofía, en lugar de hacerlo responsable únicam ente del im ­
pulso, de la m oderación, de la pureza y de la fuerza del im pulso,
que es el que nos pone en una posible relación cognoscitiva con el
reino del ser autoexistente del que se ocupa la filosofía.
Y, finalm ente, sería tam bién un m alentendido de nuestra p ro ­
posición si no se apreciara en lo justo que todo acto conclusivo del
ser h um ano espiritual que filosofa com o un todo debe ser un acto
cognoscitivo — en la ética, por ejem plo, así com o en la ontología— ,
pero que esto no implica, sin em bargo, que lo dado particular que
está som etido a este conocim iento, no se puede deber a funciones
«cognoscitivas» del espíritu concreto. M e parece que, por ejemplo,
W ilhelm D ilthey no siempre ha diferenciado con exactitud en sus
escritos entre las funciones y los actos de lo dado, de una parte, y
los cognoscitivos y conclusivos, de la otra, en el filosofar, abriendo
así de par en par su teoría a críticas racionalistas com pletam ente
susceptibles a m alentendidos. Existe en la actualidad un esfuerzo
indudable de la así llam ada «filosofía de la vivencia», que rinde h o ­
m enaje al error fundam ental de que la filosofía puede ser otra cosa
que conocim iento, conocimiento estrictam ente objetivo determ ina­
do únicam ente p or el objeto, de que puede ser tam bién algo así
com o «vivencia» o de que puede establecer juicios sobre cada vi­
vencia casual que se da en un m om ento cualquiera, por ejemplo,
sobre el sentim iento de evidencia.8 Pero tam bién hay — extrn
ñám ente— filósofos que tom an como un mero «hecho casual psí­
quico de la vivencia» las formas emocionales esenciales de la apic
hensión de valores y la p lenitud que es variada en cada filósofo, esto
es, que son de la opinión sobremanera ingenua que para ser filósofo
es suficiente con poder enjuiciar y deducir rectam ente sobre cua­
lesquiera cosas.
C uando el centro concreto del acto del ser hum ano todo se inv
pulsa hacia la participación en lo esencial, su m eta es una unión in­
mediata entre su ser y el ser de lo esencial; es decir, aquí la m eta del
ser hum ano, el correlato central del acto de todas las posibilidades
de lo esencial, es «convertirse» en el orden inm anente a este reino.
Esto significa tanto que el centro del acto debe esencializarse y
eternizarse a sí m ismo, es decir, a su propio ser, m ediante esta par­
ticipación, cuanto que las esencias deben ser transferidas a la forma
del ser y al alcance de la personalidad. Pero en la m edida en que
— com o se m ostrará— la idea de u n centro (infinito) del acto
concreto y personal com o correlato de todas las posibles esencias
es id éntica a la idea de Din? (o con una determ inación fu n d a­
m ental de esta idea), este intento de im pulso del ser hum ano espi­
ritual todo es siem pre al m ism o tiem po u n intento del ser hum ano
de trascenderse a sí m ism o com o ser natural y lim itado, de divini­
zarse a sí m ism o o de asemejarse a Dios (Platón). «Intentar» desligar
efectivam ente el centro del acto del propio espíritu de su contex­
to psicofísico y biológico-hum ano m ediante un acto siem pre re­
novado de este centro9 — no sólo m ediante un «prescindir de» o

8. Que mi tratado «Versuche einer Philosophie des Lcbens» («Ensayos de


una filosofía de la vida») [véase los escritos y tratados Vom Umsturz der Werte
{De la subversión de los vedores) ] pueda ser también malentendido psicológica­
mente no es nada más que un signo dei bajo nivel de los críticos o de vasallaje
imaginario. [GW 3, pp. 311-339.]
9. Los procedimientos, que más tarde [«De la esencia de la filosofía...» fue
escrito originalmente como introducción a un libro El mundo y su conocimiento
que nunca se hizo realidad] analizaré, de la «reducción» de los modos de exis­
tencia de los objetos para llevar a la intuición su puro «qué», su «esencia» — pro­
cedimiento que E. Husserl ha denominado recientemente «reducción fenome-
un m ero «no tom ar en consideración» este contexto— y colocarlo
en un centro universal de acto que se corresponde con la idea de
Dios, para echar una m irada al ser de las cosas desde este centro del
acto y, digamos, en su fuerza, esto es, en cuanto intento siempre
renovado, un rasgo esencial del «impulso» estudiado. La cuestión
acerca de si es posible ónticam ente que este intento sea exitoso y en
qué m edida ha de serlo, es una cuestión completam ente distinta, que
se refiere al contenido de la filosofía y no al origen de la actitud fi­
losófica del espíritu y a su intención unitaria que le pertenece esen­
cialmente.

Punto de partida y elementos del impulso

H ay que distinguir dos cosas en el estudio del im pulso que con­


duce a la actitud espiritual filosófica (y sólo a partir de ella hacia
el objeto y el ser de la filosofía): su p u n to de partida y su meta. El
punto de partida común a todos los tipos de una actividad espiri­
tual elevada y orientada en función del grupo de valores que en mi
ética denom iné «valores espirituales» (sean éstos científicos, filosófi­
cos, estéticos, artísticos, religiosos, morales) es la concepción n atu ­
ral del m u n d o 10 de los seres hum anos, y el ser y lo valioso que se da
en ella. Pero, el comportamiento objetivo es el presupuesto idéntica­
mente común de todos los actos y de todas las disposiciones distintos
de base, que em anan de este p u n to de partida y que conducen en
la dirección de u n ám bito valorativo cualquiera de la esencia de los

nológica» y que describe únicamente como «prescindir de» o «poner entre pa­
réntesis» los modos de existencia (y no la existencia misma como él supone)—
presuponen este acto tentativo de desligar el ser del centro del acto respecto del
contexto psico-físico del ser, cuando menos según su función, es decir, un pro­
ceso del ser, un devenir otro del ser humano. Por tanto, la técnica cognoscitiva
intelectual de esta modificación de la persona debe ser previa al procedimiento
exclusivamente lógico del «prescindir de».
10. O la «conducta» natural (querer, actuar, etcétera), así como la «actitud
natural de valores».
valores supravitales. Es el com portam iento en general del espírlin
orientado en función de la esencia de valores con una constituí iriit
semejante. Si, así pues, se debe estudiar la superación del «impedí
m entó mora'» — esa superación que está radicada en el impulso y
que ;ie sigue de él— , entonces, en prim er lugar, debem os conoce i
la naturaleza general de la concepción natural del m undo, y el « t
y el com portam iento hum anos que le corresponden en tanto qiu1
son lo dado en ella. Y tam bién tenem os que buscar ese m om ento
idéntico en el acto, que, en prim er lugar, fundam enta el compoi
tam iento objetivo, y, en segundo lugar, fundam enta el com porta
m iento filosófico por parte de la persona. Y, con ello, se demostrnnl
la significación especial que tiene el que confiram os la correcta re
lación recíproca a los tres m odos esencialmente diferentes de com
po rtam iento cognoscitivo objetivador: 1. concepción natural del
m undo, 2. concepción filosófica del m undo, 3. aprehensión ciemi
fica del m u n d o .11*
U n prim er rasgo de toda concepción natural del mundo es que el
sujeto que se encuentra en ella tom a su respectivo ser-entorno o
todo posible ser-entorno en general por el ser del m undo — y esto
lo hace en todas las direcciones, espaciales y tem porales, así como
en la dirección del m undo interno y del m undo externo, en la di
rección hacia lo divino así com o en la dirección hacia los objetos
ideales. Pues en todas estas direcciones hay un «m undo entorno»
que, al igual que para cada sujeto distinto, bien individual o colec­
tivo (pueblos, razas, la especie hum ana natural), así com o para dis­
tintos niveles de organización de la vida posee un contenido espe­
cial distinto, tam bién participa de una estructura esencial que hace
de él u n «m undo entorno». Esta estructura del m undo entorno na­
tural es el sistema de las formas naturales de existencia (cosas, acón
tecim ientos, intuiciones espaciales y tem porales naturales) con el
sistema de las formas naturales de la percepción, del pensam iento y
del lenguaje (el sano sentido com ún y el lenguaje popular) que le

11 * [Véase «Philosophische Weltanschauung» («La concepción filosófica del


mundo») (1927) y «Die Formen des Wissens und die Bildung» («Las formas del sa­
ber y la formación») (1925), ambos en GW 9, pp. 75-84 y 85-119.J
corresponden. La teoría de la «fenomenología de la concepción na­
tural del m undo» debe estudiarse en detalle y debe distinguirse cla­
ramente tanto respecto de la teoría categorial de la ciencia cuanto de
la teoría de las formas del ser y del conocim iento, con las que la
filosofía como filosofía tiene que habérselas cuando ya ha alcanzado
nú objeto particular y se encuentra en una situación cognoscitiva
ton respecto de él.
Pero sea cual sea el aspecto de esta estructura del ser-entorno
para los seres hum anos, en todos los casos es propio del ser que le
corresponde que su estructura sea relativa respecto de la especial
organización biológica del ser hum ano com o una especie particular
de la vida universal. Y esta relatividad de la existencia o esta suje­
ción de la existencia a la «organización» está en vigor en la m ism a
medida para la estructura y el contenido de los contenidos de este
entorno (las esencias que se encuentran en él), así com o para su
existencia real y las formas de su existencia. Es el m undo de la doxa
según la división platónica entre doxa y episteme— en el que nos
encontram os. Y es indiferente si tom am os el entorno com o el en­
torno especial de un individuo, de una raza, de una casta o de un
pueblo, o com o el entorno general del ser hum ano natural com o
representante de esta especie vital. Pero, reconocer y pensar el ente
justam ente en la m ism a relatividad del ser respecto de la vida en
general, de m odo que, en la m ayor plenitud posible y bajo una es­
tricta separación de principio de toda relatividad del ser (relativi­
dad de la esencia y de la existencia) respecto del individuo, de la
raza, del pueblo, etcétera, sea relativo por lo que se refiere al ser sólo
en relación con la organización hum ana en general o con lo idén­
tico en cada persona; esto es la reducción que lleva a cabo el cono­
cer científico «válido universalmente» con el ser y con el contenido
del entorno. Pero el hecho fundam ental de que de la p len itu d del
ser del m u n d o en general, sólo ingresa en la esfera del m undo-en-
torno lo que para la estructura de los instintos y para la estructura
de los sentidos, que se corresponde con la estructura de los instintos
del ser hum ano, tiene un significado cum plidor o contradictor, y en
rodos los casos, un significado de respuesta; este hecho fundam en-
:al está vigente para el m u n d o -en to rn o perfecto, desprendido de
todas las referencias individuales y particulares al ser, es decir, un
m u n d o entorno relativo a un ser humano vivo en general, exacta­
mente del m ism o m odo com o para los m undos-entorno partícula
res del individuo, de la raza, etcétera.
La dirección del conocimiento filosófico, a diferencia del conod*
m iento «científico» que perm anece en las formas estructurales —-*¡
bien no necesariam ente en los contenidos estructurales— de Ki
«concepción natural del m undo», no radica en una am pliación (al
de la participación cognoscitiva en el ser del m undo-entorno o en
el logro de un mundo-entorno (hum ano) de «validez universal». A n­
tes bien, el conocim iento filosófico apunta a una esfera del ser conv
pletam ente otra, que se encuentra fuera y más allá de la m era esfera
del entorno del ser en general. Por ello se precisa justam ente del
especial impulso para arribar al ser del mundo mismo. Es decir, se
necesita una articulación especial, en prim er lugar, de los actos mo
rales, para elim inar en la m edida de lo posible al espíritu cognos-
cente de una especial atadura, u n a atadura que hace de su posible
objeto en el interior de la concepción natural del m undo en gene­
ral (tanto de la com ún com o de la «científica») algo relativo-al-ser
respecto de la vida, algo relativo-al-ser respecto de la vitalidad en
general, y, por ello, necesariamente respecto de un sistema especial
cualquiera de instintos corporales y sensibles. Son precisos estos ac­
tos para abandonar por principio del espíritu el ser relativo a la
vida, el ser para la vida (y en él para el ser hum ano com o ser vivo),
para hacer que el espíritu participe del ser, tal y com o es en sí m is­
m o y p or sí m ism o.12
E n la estructura de estos actos fundamentales, morales y que dis­
ponen de manera esencial para el conocimiento filosófico distinguim os
un tipo de acto fundam ental positivo y dos tipos de actos funda­

12, Puesto que estos actos, en principio, pueden ser llevados a cabo en todos
los grados posibles de seres humanos, también es posible la conquista del objeto
de la filosofía o del ser absoluto (la esencia o la existencia) de todos los obje­
tos en todos los grados de la adecuación y de la plenitud. Sólo a causa de esto no
se puede afirmar que todo el mundo puede conocer las cosas y los valores abso­
lutos o bien en su totalidad, o bien de ninguna manera. Más bien, lo que cada
cual puede conocer depende del grado del impulso.
mentales de orientación negativa, que sólo en su acción com binada
unitaria perm iten que el ser hum ano arribe al um bral en el que es
posible que se dé el objeto de la filosofía:

1. El am or de la persona espiritual toda por el valor y el ser ab­


solutos,
2. La hum ildad del yo y del yo m ism o naturales
3. La au todom inación y la objetivación posibilitada p o r ésta
de los im pulsos instintivos, que codeterm inan siem pre necesaria­
m ente la percepción sensible natural de la vida, que se da «cor­
poralmente» y que es vivida en tanto que fundam entada corporal­
mente.

En su acción com binada y ordenada, estos actos m orales — y


sólo ellos— conducen a la persona espiritual, com o sujeto de posi­
ble participación en el ser m ediante el conocim iento, fuera de la
esfera del m u n d o entorno del ser o fuera de la dirección de la rela­
tividad del ser en general y hacia la esfera del m undo del ser, es de­
cir, en la dirección del ser absoluto. D isuelven el egocentrismo, el
vitalismo y el antropomorfismo naturales del ser hum ano, que son
característicos de toda concepción natural del m undo, y la caracte­
rización objetiva de lo dado en el m undo entorno que les corres­
ponde, y esto lo llevan a cabo en diversas direcciones:
El amor hacia el valor y el ser absolutos quiebra la fuente, que se
encuentra en los seres hum anos, de la relatividad del ser de todo
ser-en-el-m undo-entorno.
La hum ildad quiebra la arrogancia natural y es el presupuesto
m oral del abandono, necesario para el conocim iento filosófico si­
m ultáneo de: 1) los modos arbitrarios de existencia de los contenidos
puros objetivos (condición de la intuición de la «esencia» pura) y
2) del entretejimiento fáctico del acto cognoscitivo en el hogar vital
de un organism o psicofísico. Pero la perm anencia de los m odos ar­
bitrarios de la existencia en los contenidos objetivos y este entre-
tejim iento del acto cognoscitivo en el hogar de una unidad vital
psicofísica se corresponden m utuam ente de manera esencial. Se m an­
tienen y desaparecen juntos.
El autodominio com o m edio de retención y com o m edio de ol>
jetivación de los im pulsos instintivos quiebra la concupiscentia tu
tural y es la condición m oral de una adecuación que empieza t l v
cero y que asciende hasta la perfección en la plenitud de lo dado dal
contenido del mundo.
Así, los tres parámetros del conocimiento variables e independien
tes entre ellos:

1. T ipo y grado de la relatividad respecto del ser de sus objeto»*


2. C onocim iento evidente de las esencias o conocim iento in­
ductivo de la existencia,
3- Adecuación del conocim iento,

se corresponden exactam ente con los m encionados actos moraltt


com o prerrequisitos de la ejecución del conocim iento.
El amor, que es, por decirlo así, el núcleo y el alm a de toda la
estructura del acto, nos conduce en la dirección del ser absoluto.
Nos conduce, así pues, afuera más allá de los objetos existentes que
son reUtivos sólo respecto de nuestro ser.
La hum ildad nos conduce desde el ser arbitrario de una cosa
cualquiera (y todas las formas del ser y conexiones del ser catego-
riales que pertenecen a esta esfera) en dirección hacia la esencia, ha­
cia el puro contenido objetivo del mundo.
La autodom inación nos conduce desde la opinión inadecuada,
desde la opinión, en el caso extrem o, unívoca y exclusivam ente
sim bólica sobre los objetos, desde la plenitud del cero, en la direc­
ción de la adecuación plena del conocim iento intuitivo.
E ntre estas actitudes morales y el progreso posible del conoci­
m iento en una de estas direcciones fundamentales (hacia el ser abso­
luto, hacia la intuición evidente, hacia la adecuación) no se da una
conexión arbitraria o una conexión empírico-psicológica, sino una co­
nexión esencial-, una conexión en la que el mundo moral y el teórico
están vinculados recíproca y eternam ente — como entre paréntesis— .
Pues, la actitud hum ilde nos libera justam ente de los factores en no­
sotros mismos que se corresponden, en el interior de la concepción
natural del m undo y en su ligazón con el m undo-entorno (lo mismo
también en la «ciencia»), con el tener primario de la existencia en
cada caso casual de las cosas (en contraposición con su esencia). La
humildad elimina de este m odo el sistemático im pedim ento m oral
que se opone, oscureciendo los ojos de nuestro espíritu, a los factores
mencionados del puro conocim iento de las esencias.
Sólo una de estas tres actitudes morales básicas se m ostrará aquí
no sólo com o condición moral del conocim iento filosófico, sino (a
diferencia de la concepción natural del m undo) también del cono­
cim iento científico: esta actitud es la del aum ento de la adecuación
del conocim iento, una actitud que se corresponde con la actitud bá­
sica de autodom inio de los impulsos instintivos m ediante la volun­
tad racional. Y esto se corresponde exactam ente con el hecho, en
prim er lugar, de que la ciencia, a diferencia de la filosofía, se mueve
(ya sea en un m étodo inductivo o deductivo) en la esfera del ser
arbitrario (ciertam ente presupone el conocim iento de las esencias,
pero no lo lleva a cabo), y esto tam bién es el caso cuando, por ejem­
plo, busca y encuentra leyes de la naturaleza, y, en segundo lugar,
con el hecho de que no elabora el ser absoluto, sino que sólo elabora
cognoscitivam ente la encarnación de todos los objetos entes, que
son relativos al ser por lo que se refiere a su susceptibilidad de ser do­
minados y de ser modificados por m edio de una voluntad racional di­
rigida en función de metas y valores vitales posibles, si bien se trata
de una voluntad racional sometida a sujeciones. Pues, por m ucho que
la ciencia supere toda relatividad — individual, popular o propia
de la raza— del ser de los objetos, más aún, incluso la relatividad
del ser que se refiere a la organización positiva y hum ana de la na­
turaleza y, con ello, tam bién la fase de la concepción natural del
m undo, y por m ucho que la desconecte tam bién de sus objetos, la
ciencia, así com o la totalidad de su m undo de objetos, se m antiene,
m ediante la relación fundam ental constitutiva de todo ser posible
con la posible dom inabilidad por una voluntad racional general en
función de metas posibles de la vida universal en general, necesaria­
mente ligada a los dos hechos fundam entales del ser hum ano 1) su
voluntad, 2) sus propiedades vitales universales. Justam ente estos he­
chos fundam entales, en tanto que centros selectos de relación de
todo ser, son los que se corresponden tan exactamente con el tener
prim ario del ser arbitrario así com o del ser relativo al ser en toda ac
titu d espiritual no filosófica, que sin ellos el prim ado de estos datoi
sería suprim ido. Y estos hechos fundamentales tam bién son los que
tienden a elim inar o a desconectar, en la m edida de lo posible, el
am or al ser absoluto y la hum ildad frente al puro qué del m undo y
de los contenidos del m undo (con independencia de cóm o este qué
y su conexión estén repartidos por el m undo en general en función
del espacio, el tiem po, la cantidad, la causalidad, etcétera, en la esfe
ra de la existencia de lo arbitrario).
Y por ello no es casual, sino que es u n hecho esencialm ente ne­
cesario, que tam bién la disposición m oral fundam ental del investi­
gador científico respecto del m u n d o y su tarea en él sea y deba ser
completamente distinta de la disposición filosófica fundam ental. El
investigador positivo está prim ariam ente inspirado en su voluntad
de conocim iento p o r una voluntad de dominación de toda la n atu­
raleza y por una voluntad de orden que se sigue de ésta: «leyes» en
función de las cuales se pueda dom inar la naturaleza son también
p o r ello su m áxim a meta. Lo que le interesa no es qué es el m undo,
sino cóm o puede ser pensado en tan to que producido, para poder
pensarlo, dentro de estos lím ites superiores, com o prácticamente
transformable en general. D e ahí que su ethos básico sea la auto-
dom inación por m or de la posible dom inación del m undo, no la
hu m ildad y el amor. N o hay duda de que el científico (del m ism o
m odo que la ciencia presupone en general a la filosofía, y el cono­
cim iento de lo casual presupone el conocim iento esencial) debe
estar m otivado por el am or hacia el conocimiento de las cosas en
general. Pero no está m otivado — com o el filósofo— por el am or
hacia el ser de las cosas mismas. Y, además, su am or por el conoci­
m iento sólo es am or por el conocim iento de un determ inado tipo:
el conocim iento que aparte de satisfacer todo lo que hace del co­
n ocim iento en general algo adecuado y lógicam ente correcto (dos
parám etros que valen para todo conocim iento), además, o mejor,
sólo, hace posible una dom inabilidad del m undo en general, no en
función de un determinado fin o utilidad. C iertam ente, el filósofo
debe estar tam bién guiado por la autodom inación, pero sólo lo di­
rige com o regla heurístico-pedagógica para — cuando se ha alean-
y.ado la m áxim a adecuación del conocim iento de los objetos con la
ayuda de que se dispone— , m ediante la com pleta hum ildad de su
ser volitivo, abandonar la «existencia arbitraria» en m anos del ser
ile los objetos, y tan exclusivamente com o sea posible contem plar
su qué, su esencia eterna. Llegado al um bral de su conocim iento, el
filósofo debe desconectar de nuevo su voluntad (el correlato esen­
cial del acto de toda existencia arbitraria en general) y «entregarse»
al puro qué de su objeto.

El o b je t o d e la f il o s o f ía

Y LA a c t it u d f il o s ó f ic a c o g n o s c it iv a

E n la cim a de la filosofía «clásica» se ha planteado con razón la


cuestión acerca de qué intuición es la prim era en evidencia, y, con
razón, se han diferenciado en prim er lugar las grandes fases de la fi­
losofía en función de qué intuición ocupaba el lugar de semejante
«punto de partida», intuitivo en grado m áxim o, de toda filosofía.
El corte más im portante en la historia del pensam iento europeo es
considerado con razón el hecho de que desde Descartes el proble­
ma del conocimiento de las cosas ha ganado preem inencia respecto
del problem a del ser de las cosas en sí m ism as.13* La filosofía anti­
gua, así com o la medieval, es de m odo predom inante filosofía del
ser; la m oderna, con pocas excepciones, es epistem ología o teoría
del conocim iento. El hecho de que la filosofía adopte la form a de
una de estas dos direcciones que divergen recíprocam ente de m odo
fundam ental, depende esencialm ente de cuál es considerada la in­
tuición más carente de presupuestos, más originaria y más irrefu­
table, y de en qué orden de origen, presupuesto y consecuencia se
siguen las ulteriores intuiciones. Por este m otivo toda elucidación
de la esencia de la filosofía debe iniciarse con este problem a del
«orden de las evidencias más fundamentales».
La evidencia primera y más inm ediata, y al m ism o tiem po la
que ya está presupuesta en la constitución de la expresión «dudar

13* [En el m an u scrito este a p artad o lleva p o r título: «El ser en sí m ism o».]
de algo» (del ser de algo, de la verdad de una proposición, etcétc
ra), es la evidencia que en la form a de juicio afirma que en general
hay algo, o dicho aún más radicalm ente, que «la nada no es» (no
siendo el significado de la palabra “nada” exclusivamente el no-altio
ni ia no-existencia de algo, sino esa nada absoluta, cuya negación
del ser aún no separa la esencia y la existencia). El hecho de que Id
nada no es, es al m ism o tiem po el objeto de la evidencia primera
y más inm ediata, así com o el objeto del asombro filosófico más in­
tenso y últim o, pudiendo aparecer evidentem ente en toda su ple­
n itu d este últim o m ovim iento em ocional frente al hecho, si ha ido
precedido de los actos del ánim o que predisponen a una actitud fi­
losófica, com o es una actitud de hum ildad que extingue el carácter
de autoevidencia (y justam ente con ello el carácter de intuición) del
hecho del ser. O sea: es indiferente a qué cosa dirijo mi atención o
qué cosa determ inada concretam ente en función de categorías su­
bordinadas del ser (como, por ejem plo, esencia — existencia; ser
consciente— ser natural; ser real o ser objetivo no-real; ser-objeto
— ser acto, o ser objeto— ser resistencia; ser valor o ser «existen-
cial» indiferente al valor; ser substancial, atributivo, accidental o ser
relaciona]; ser posible, ser necesario o ser real; ser atem poral, sim ­
plem ente durador o ser presente, pasado o futuro; el ser verdadero
(por ejem plo, de una proposición), ser válido o ser prelógico; ex­
clusivo ser m ental «ficticio» (por ejem plo, la «m ontaña dorada»
sólo im aginada o el sentim iento únicam ente im aginado) o ser ex-
tram ental o ser en am bos sentidos) contem plo: en cada uno de los
ejemplos que se entresacaran al azar dentro de una o de varias, así
llamadas, especies del ser, así com o a su vez en cada u n a de estas
especies entresacadas, esta intuición m e resulta clara de m odo irre­
futable; tan clara, que supera en claridad a todo lo que fuera pensa-
ble com parar con ello. C iertam ente: aquel que no haya contem ­
plado el abismo de la nada absoluta pasará com pletam ente por alto
tam bién la em inente positividad del contenido de la intuición de
que en general hay algo y no la nada. Em pezará por una evidencia
cualquiera, tal vez no menos evidente, pero en cualquier caso subor­
dinada a esta intuición, como, por ejemplo, la intuición presunta­
m ente radicada en cogito ergo sum, o en intuiciones com o que hay
verdad, que hay un valor absoluto, que hay juicios, que hay sensa­
ciones, o que hay una «representación» del m undo, etcétera.
La intuición de la que hablamos no sería siquiera evidente — por
no decir la más originaria y la presupuesta en toda tentativa de dudar
de alguna cosa— si tuviera que ser «fundamentada». Pero es bien
cierto que la afirmación de que ella y ninguna otra es la intuición
primera e irrefutable precisa de una fundamentación. Pues precisa­
mente esto es discutido por la mayoría de todos los filósofos, por
ejemplo, por todos los filósofos que sitúan el conocimiento— o, como
afirman otros, el ser verdadero, el ser valioso, el ser válido— en un
lugar previo, por lo que se refiere a la evidencia, a la intuición. D e
ahí que se deban encontrar m étodos especiales y universalm ente
reconocidos, para corroborar el prim ado de esta intuición respecto
de todas las otras, y se deberían refutar in extenso con ayuda de estos
métodos todos los intentos de situar otra intuición en el lugar de
ésta.14 Antes de que se desarrollen estos m étodos y se apliquen a
algunos ejemplos, debe m encionarse una segunda intuición que
existe sobre la base de la prim era y sobre la base de una división del
ser, que es superior a todas las clasificaciones según tipos del ser, for­
mas del ser, etcétera, que sólo puede ser un corte de todas las otras
divisiones del ser. El corte al que me refiero tiene que ver con la di­
ferencia que im pera entre dos no no-entes acerca de si existen con
dependencia unívoca o recíproca respecto de otro ente, o si existen
excluyendo toda posible dependencia respecto de otro ente, y esto
significa: es de modo «absoluto». Así, un ente que — cuando es— es
exclusivamente, tiene su ser en sí y sólo en sí, no posee nada en feu­
do, lo llamaremos el ente absoluto, esté determ inado del m odo que
sea en función de las restantes diferencias del ser. El ente absoluto
puede ser aprehendido y concebido en cada caso de m odo diferen­
te en relación con otras diferencias del ser, sin que estas diferencias
se hallen presentes en sí mismo. Puede ser designado, por ejemplo,
respecto de toda la esfera de los objetos (siempre relativos) posibles

14. Esto debe ocurrir detalladamente en los libros que se publicarán en bre­
ve El mundo y su conocimiento. Ensayo de una disolución del problema del conoci­
miento. [Como ya se ha mencionado, este libro nunca se hizo realidad.)
(para un posible acto de la opinión) com o lo que «es-para-sí» («mi
pro se»). Respecto de todo el ser que precisa de un posible reconocí*
m iento en form a de juicio o de una verificación proposicional de
su ser-verdadero «sobre» su ser, puede ser designado com o « ¿ t u a
respecto de todos los entes que sólo son «mediante» otro ser (ya sea
sólo lógico o sólo causal), puede ser designado com o «ens per se».
Respecto de todo ser absoluto que sólo es ser absoluto de una exis­
tencia supuesta, es decir, m ental o ficticia, puede ser denom inado el
ser absoluto que no depende de una opinión, sino que en relación
con toda opinión es el ser absolutam ente absoluto. Todo esto y todo
lo sem ejante son determ inaciones sólo relativamente significativas
del ser absoluto, que están justificadas, pero que no pueden ser tras­
ladadas a su propio ser.
Así pues, la intuición segunda en evidencia es la intuición según
la cual existe un ente absoluto o un ente a través del cual el resto
del ser no absoluto posee el ser que le corresponde. Pues, si hay en
absoluto algo (como reconocemos claram ente en todos los ejem­
plos de un ente cualquiera) y no la nada, entonces todo el no-ser
relativo (así com o el no-ser-algo y el no-existir) en nuestros arbi­
trarios «ejemplos» modélicos, puede ser desplazado a las posibles
dependencias y relaciones entre su ser y otro ser, pero nunca a su
ser mismo. Este ser mismo exige, no en virtud de una deducción,
sino en v irtud de una intuición inm ediata, una fuente en un sim ­
ple ser y sin ninguna determ inación lim itadora. A quien niegue
esta sentencia se le puede sim plem ente m ostrar que incluso el in­
tento de negarla a ella y a todos sus argum entos presupone que el ser
absoluto m ism o le es dado fácticam ente en su propia intención y
que ha sido reconocido fácticam ente por él. Lo aprehende fáctica­
m ente en cada una de sus intenciones «con» su ojo espiritual, com o
se ve diáfanam ente en el intento intelectual de hacerlo desaparecer,
a través del tejido de todo ser relativo, y por tanto tam bién de todo
no-ser relativo, ve el ser absoluto y ve en su dirección. Pero para ver
en su dirección debe ver tam bién la m eta en la m edida en que no
es otra cosa que el ser absoluto, sin otra determ inación.
Es cierto: el brillo de la luz de esta verdad no depende en prim er
lugar de la exactitud lógica. Así com o lo intuitivo de la prim era
sentencia depende de que uno no sólo sea juiciosam ente cons­
ciente de la indudable posibilidad objetiva de que en general haya
la nada, sino tam bién de que, en cierto m odo, se viva en ella de
modo que el ser de este ente está dado com o asom brosa anulación
de esta posibilidad — com o el eternam ente sorprendente cubri­
miento del abismo de la nada absoluta— , igualm ente el brillo de la
luz de esta segunda intuición depende de que con todo ser relativo
y dependiente se m antenga a la vista cooperativam ente no sólo el
ser, sino tam bién el no-ser relativo, o sea, que no se identifique se­
cretam ente — sin realm ente apercibirse o saberlo-— un ser relativo
cualquiera con el ser absoluto. D e ahí que ésta no sea una cuestión
relativa a si los seres hum anos deben co-percibir el ser del ser ab­
soluto en todo m om ento de su vida consciente, sino que ésta es
una cuestión acerca de si este ser absoluto está para ellos lo bas­
tante estricta y claram ente desprendido respecto del ser relativo, o
si para su conciencia está fundido secretam ente con u n a parte
cualquiera de este ser relativo de m odo que, sin co-percibir su no
ser relativo, lo equiparan y lo subsum en consciente o inconscien­
tem ente al ser absoluto. Aquel que siem pre absolutiza un ser rela­
tivo, debe ser necesariam ente lo que se llam a un relativista, pues­
to que de ahora en adelante ya no percibe el ser absoluto separado
del ser relativo. El relativista es siem pre — siem pre— el absolutis­
ta de lo relativo.
A quí ya es válido lo dicho anteriorm ente de que cierta actitud
m oral de la totalidad de la persona es el presupuesto de la claridad
de la luz de una intuición filosófica. Sólo podrá cum plir las condi­
ciones previam ente m encionadas, sin las cuales para él la luz de
ambas intuiciones no brilla, aquel que previam ente, en el aspecto
valorativo del m u n d o y de sí m ism o, ju n to a la «arrogancia» relati­
va del ser y del valor positivo de cada cosa, «copercibe» la m edida y
el tipo de la justa «humildad» para él de su no-ser relativo y de su
no valor, y aquel cuyo am or al m ism o tiem po se dirige claram ente
a lo absoluta y positivamente valioso (el sum m um bonum) com o un
bien distinguido respecto del resto de bienes relativos que se le apa­
recen a su conciencia. Pues, tanto la «autoevidencia» del ser, que es
justam ente lo que obstaculiza la visión clara de la inm ensa positivi­
dad del hecho de que en general haya algo y no la nada, así com o la
negación del no-ser relativo de las cosas, su relativa m adidad>>, que
tiene lugar en diversos sujetos de m odo diverso y en diversas zonas
del ser relativo, ambas son una función dependiente de esa «arro­
gancia natural», ese alto concepto de uno m ism o de origen natural
instintivo (con utilidad, ciertam ente, biológica) y la seguridad de la
existencia en sí misma, que se sigue de ello, las cuales, por ejemplo,
perm iten que ante la conciencia se pueda negar, de m odo digno de
ser m encionado, la m uerte y el tiem po inconm ensurable cuando
aún no existíamos y cuando ya no existiremos. Y sólo cuando he­
mos aprendido a maravillarnos de que nosotros mismos no no somos,
podrem os recibir com pletam ente toda la plena claridad de la luz
de las dos intuiciones m encionadas, así com o su evidencia prefe­
rente respecto a todas las otras intuiciones.
La tercera intuición, que sigue en el «orden de la evidencia», es
decir, «sigue» de m odo que entre los m iem bros de este orden ya
hem os intuido esencialmente lo que en caso les precede — si querer
in tu ir el m iem bro siguiente ha de poseer únicam ente un sentido
posible— , o, dicho de otro m odo, sigue de m odo que podem os
«dudar» del sentido posible de lo siguiente, m ientras que no somos
capaces de dudar de lo previo, esta tercera intuición se correspon­
de en form a proposicional con la sentencia de que todo ente posi­
ble posee una esencia y una existencia, y esto con independencia de
lo que sea y de la esfera del ser a la que pertenezca tras otras posi­
bles separaciones de los tipos y de las formas del ser. Aquí tam bién
es suficiente cualquier ejem plo de un ente (ya sea un ser-acto o un
ser-objeto, ya sea «un» ente o una form a especial del ser, com o, por
ejemplo, ser real y ser objetivo no real o ser subsistente e inherente),
para m ostrar la separabilidad, vigente para todo ser posible, entre
esencia y existencia, y al m ism o tiem po para alcanzar la com pren­
sión de que todo ente debe poseer necesariamente una esencia y una
existencia. Tam bién el ser real, por ejem plo, posee a su vez su esen­
cia especial. Así, de toda esencia de algo debe form ar parte tam ­
bién una existencia cualquiera, y de toda existencia una determ inada
esencia, aún cuando el conocimiento de las esencias es com pleta­
m ente distinto del conocim iento de la existencia, distinto tanto en
evidencia com o en ám bito de validez, así com o en susceptibilidad
de ser alcanzado. Pues nuestro conocim iento de la existencia y
nuestro conocim iento del contexto de la existencia es m ucho más
limitado que nuestro conocim iento de las esencias del m u n d o y
nuestro conocim iento del contexto de las esencias del m undo. M e
pregunto si podem os ahora ya form ular la proposición fundam en­
tal de que sea lo que sea lo que esté contenido en la esencia de o b ­
jetos cualesquiera o lo que sea considerado su esencia, a priori y
necesariamente la misma esencia debe estar contenida o debe ser
válida tam bién en todos los posibles objetos existentes — bien sean
estos objetos existentes o una parte de ellos cognoscible por noso­
tros, o no— ; m ientras que todo lo que es válido para los objetos
que h an sido reconocidos com o existentes o que se hallan conte­
nidos en ellos, en m odo alguno es válido para la esencia de estos
objetos o está contenido en ella.15
Si intuim os totalm ente el contenido esencial puro de un objeto
(o de un acto) o un determ inado orden o u n contexto de un con­
tenido semejante, esta intuición tiene propiedades que la diferen­
cian fundam entalm ente de todo conocim iento del reino de la exis­
tencia «casual» que se le contrapone: es cerrada, o sea, no puede ni
aum entar ni dism inuir, es decir, es estrictam ente evidente, m ientras
que, p o r el contrario, a todo conocim iento de una existencia ca­
sual (se haya logrado del m odo que sea, m ediante la percepción di­
recta o p o r deducción) no le corresponderá nunca más, com o evi­
dencia de una suposición o com o evidencia con reservas frente a

15. Dado que la esencia a priori formal y material no sólo es válida «para» el
existente en el que casualmente es encontrada y que se halla en los límites de
nuestra experiencia existencial, sino también para el existente de la misma esen­
cia que se halla más allá y en el exterior de la esfera de nuestra posible experiencia
existencial, poseemos con él en todos los casos un saber que -—sin tener que ago­
tar las esencias de la esfera que trasciende a la experiencia— es en todos los ca­
sos también válida para esta esfera y para lo existente en ella. Aquí no se puede
mostrar y queda reservado para un tratamiento sistemático del problema del co­
nocimiento, la cuestión acerca de cómo se puede lograr una solución positiva a
la pregunta sobre la posibilidad de una metafísica y cómo se puede refutar el ve­
redicto de Kant sobre la metafísica.
nuevas experiencias, un contexto am pliado de deducción (objetiva­
m ente, en form a preposicional, no es verdad, sino verosim ilitud),
Es evidencia y «vale» (en form a preposicional) a priori para todo
existente posible con la m ism a esencia, tam bién aquello que para
nosotros ahora no es conocido o es incognoscible en general. Toda
«aprioridad» verdadera es, p o r tanto, «aprioridad» de la esencia. En
tercer lugar, en tanto que m era intuición de la esencia, se puede
consum ar tanto en el sim ple pretender de los ficta de la esencia de
la que se trata, cuanto en los objetos realm ente existentes de esta
esencia. C uando, por ejem plo, tom o erróneam ente algo efectiva­
m ente inanim ado por anim ado, lo vivo del objeto pretendido en el
acto ilusorio es, por tanto, u n fic tu m , consecuentem ente la esencia
de lo vivo debe estar igualm ente contenida en el fictu m así com o
en la aprehensión perceptual de un ser vivo de hecho. Sólo en rela­
ción con el ser absoluto, cuya consistencia más intuible y aún más
inseparable en función de la esencia y la existencia es previa a esta
división de la esencia y la existencia y a las dos proposiciones ver­
daderas de que se trata, debe añadirse la observación de que, dado
que en función de sus conceptos su ser no depende en m odo alguno
de ningún otro ser posible, no puede ser arbitrario en función de su
existencia, más aún, su existencia debe estar tan cerrada que se co­
lija exclusiva y necesariamente de su propio ser (sea éste el que sea).
Así, m ientras que la separación de esencia y existencia entre todos
los entes relativos es una separación óntica, radicada en el ser de las
cosas mismas y no en nuestro entendim iento; respecto del ser abso­
luto — sea éste el que sea— es sólo relativa al conocim iento por
parte de un sujeto cognoscente. La existencia y la esencia coinciden
en el ser absoluto, de m odo que, bajo el presupuesto de la división
relativa al conocim iento, su existencia se sigue de su esencia, y no
al revés, o sea, su esencia de su conocim iento.
C o n esto ya hem os logrado no todos pero sí algunos materiales
esenciales para la determ inación del objeto de la filosofía. Podem os
decir: La filosofía es en función de su esencia intuición estrictamente
evidente, no incrementable ni destruible mediante la inducción, váli­
da para un existente cualquiera «a priori», en todas las esencias y con­
textos de esencias del ser a las que podemos acceder mediante ejemplos,
y, ciertamente, en el orden y en la jerarquía en la que se encuentran en
relación con el ser absoluto y su esencia.
La dirección del conocim iento hacia la esfera absoluta o la rela­
ción con la esfera absoluta de todo ser objetivo posible y la dirección
hacia la esfera esencial de todo ser posible objetivo, a diferencia de
su esfera casual de la existencia: esto y sólo esto constituye en pri­
mera instancia la naturaleza del conocim iento filosófico-, y esto en
distinción estricta respecto de las ciencias, que tratan asimismo de
forma necesaria con el ser relativo (respecto del ser, de la existencia
y de la esencia) en m últiples sentidos, y que consum an todo su Co­
nocim iento o bien (ciertam ente sobre la base de así llamados axio­
mas fundam entados en contextos esenciales) en el ser intram ental
de meros ficta (como la totalidad de las m atem áticas), o en la exis­
tencia casual y su contexto existencial.
Mas en esta incom pleta determ inación objetiva de la filosofía, así
como en todo lo dicho anteriorm ente, aparece ya un concepto que
hasta aquí no había sido probado, pero que, a la vista del rasgo más
predom inante de la filosofía m oderna desde Descartes, parece cues-
tionar todo lo dicho. Este concepto es el de conocim iento y todos los
conceptos relacionados con él. Debemos decir qué tipo de ser es el
ser del conocimiento, y estamos aún más obligados a hacerlo pues en
el orden de lo evidente o en los estadios de la posible puesta en duda
de las intuiciones no partimos, com o Descartes, Locke, Kant y otros,
del «conocimiento» o del «pensamiento» o de la «conciencia» o de un
tipo cualquiera de «yo» o del juicio, etcétera, para alcanzar sólo con
su ayuda los conceptos ónticos fundamentales. Más aún, sólo podre­
mos m antener erguido definitivamente el orden de las evidencias de
nuestras tres proposiciones, si no sólo refutamos el orden de eviden­
cias supuesto por estos pensadores sobre la base del nuestro, sino si
además m ostram os positivamente lo que es y significa el conocimiento
en general en un reino de meras cosas cualesquiera.
C o n la elucidación de esta cuestión, que va m ucho más allá de
la determ inación de la esencia de la filosofía y de la condición m o ­
ral del conocim iento filosófico, hem os iniciado las publicaciones
sobre «el m u n d o y su conocim iento», que pensam os presentar al
público próxim am ente.
SOBRE EL FENÓMENO DE LO TRÁGICO

Las siguientes páginas no se ocupan de cualesquiera formas ar­


tísticas en las q ue es representado lo trágico. Por m uy fértil que sea
el beneficio que nos pudiera aportar la contem plación de las formas
existentes de la tragedia para com prender lo trágico, el fenóm eno
de lo trágico no será en prim era instancia extraído de la represen­
tación artística. Lo trágico es, antes bien, un elemento esencial en el
universo mismo. Incluso el material que sirve de medio para la repre­
sentación artística y para el creador de tragedias, debe contener en sí
el oscuro m ineral de este elemento. Si hay que juzgar lo que es una
auténtica tragedia, hay que lograr previam ente una visión lo más
p u ra posible del propio fenóm eno. Asim ism o, es dudoso que ío
trágico sea un fenóm eno esencialmente «estético». Lo cierto es que,
en m edio de la vida y de la historia, sin que nos encontrem os en
una determ inada disposición estética, hablam os con una frecuencia
inusitada de sucesos trágicos y de destinos trágicos. Tam bién son
aquí excluidas todas las cuestiones acerca del mero efecto de lo trági­
co sobre nuestro sentim iento y cómo es posible que seamos capaces
de «disfrutar» ante lo trágico que nos es presentado en form a artís­
tica. Pues todo esto no nos puede decir qué es lo trágico. La visión
usual que parte de la investigación de las vivencias del espectador
o contem plador de un suceso trágico y que a partir de esto intenta
en contrar y describir las «condiciones objetivas», digam os, los es­
tím ulos de esas vivencias, se aparta del asunto, en lugar de ilum i­
narlo.' Sólo dice cóm o actúa lo trágico, no lo que es.

1. Como la conocida definición arisrnrélira rlp qiig.lajtracko.es-glo que-píe-


voca compasión y miedo».
Trágico es, en prim er lugar, un rasgo de acontecim ientos, desti
nos, personajes, etcétera, que percibim os y contem plam os en ellos
que se asienta en ellos. Es un hálito pesado y frío que surge de estas
mismas cosas, un oscuro resplandor que fluye en torno de ellas y en
las que nos parece ver el crepúsculo de cierta constitución del mun
do, y no de nuestro yo, de sus sentimientos, de sus vivencias de coni
pasión o de miedo. Lo que tiene lugar en el contem plador cuando ve
lo trágico, cuando contem pla este hálito pesado y frío que procede
de las cosas, cuando contem pla la brillante oscuridad que parece flo­
tar alrededor de la cabeza del «héroe trágico», es com pletam ente
independiente de su capacidad de com prender este fenóm eno con
su propio sentido simbólico para una determ inada constitución del
m undo. H ay naturalezas, entre las que incluso se cuentan grandes
espíritus, que son ciegas o m edio ciegas para lo trágico, por ejemplo,
Rafael, Goethe, M aeterlinck.2 Y en todos los casos es necesario saber
qué es lo trágico para describir estas vivencias. Además, estas viven­
cias son históricam ente m ucho más cambiantes que lo trágico. Una
tragedia de Esquilo provoca con toda seguridad hoy en día senti­
m ientos com pletam ente distintos que en la época de Esquilo, m ien­
tras que lo trágico en esas obras se puede captar en todas las épocas.
Estas vivencias del espectador ante lo trágico deben ser distin­
guidas, con todo, de ios actos espirituales en los que es concebido lo
trágico, de la dirección interna de la m irada y del sentim iento en
cuya línea se nos hace presente; éstos son objeto de la teoría viven-
cial de lo trágico. Ésta no tiene nada que ver con la descripción de
su efecto psíquico. La prim era cuestión está más cerca de la cuestión
sobre la esencia de lo trágico y sus condiciones esenciales de apari­
ción, y no puede ser separada de ella.
¿Cómo debemos, así pues, proceder? ¿Debemos reunir todo tipo
de ejemplos de lo trágico, esto es, todo tipo de acontecim ientos y
sucesos ante los que los hom bres expresan la im presión de lo trá­
gico, y después preguntar inductivam ente lo que tienen en «co­
mún»? Esto sería un tipo de m étodo inductivo que tendría un apoyo
experim ental. Pero, sin em bargo, no nos llevaría más lejos que la

2. Véase Maeterlinck, Weisheit und Schicksal {Sabiduríay destinó).


observación de nuestro yo cuando lo trágico nos afecta. Pues, ¿con
qué derecho podríam os confiarnos de las afirmaciones de la gente
de que es trágico lo que ellos denom inan así? El núm ero de votos no
nos da este derecho. ¿Y cóm o podem os decidir qué afirmaciones
son válidas y cuáles no, si no tenem os el saber acerca de qué es lo
trágico? Y, suponiendo que pudiéram os dar cuenta de ello, que tu ­
viéramos una variedad de afirm aciones dispares que pudieran jus­
tificadam ente denom inarse «trágico», ¿qué tendrían «en com ún»
estas afirmaciones que justificara este juicio? En verdad, únicam en­
te el hecho de que todo esto sería denom inado trágico.
Toda la inducción presupone, así, que ya se sepa y se sienta qué
es trágico; no qué cosas y qué eventos son trágicos, sino qué es «lo»
trágico mismo, cuál es su «esencia».
Q uerem os proceder de otro m odo. Los ejem plos eventuales (y
tam bién las afirmaciones de otros) no nos han de dar las bases de
un procedim iento inductivo para abstraer el concepto de lo trágico,
sino sólo nos ofrecen un dispositivo en el cual podem os intentar ver
qué se encuentra en la dirección del sentido y del significado de la
misma palabra «trágico», qué fenómeno satisface este significado, con
independencia de quién utiliza la palabra y con qué finalidades; y
bajo la experiencia de qué vivencias es dado el fenómeno. Los ejem­
plos no son hechos a los que lo trágico se halla pegado com o una
propiedad, sino sólo algo que contiene las condiciones constitutivas
de aparición de lo trágico; lo que nos da la ocasión de buscarlas y de
buscar en ellas lo trágico. D e lo que se trata aquí no es de un probar,
sino de un hacer ver, de u n mostrar.
Tam bién hay que guardarse de igualar lo trágico en tan to que
fenómeno con sus interpretaciones metafísicas, religiosas o especulati­
vas. Lo trágico no es obra o consecuencia de una «interpretación» del
m u n d o y de los datos del m undo: es una impresión fija y poderosa
que provocan ciertas cosas, y que, a su vez, puede someterse a dis­
tintas «interpretaciones». Teorías com o, por ejemplo, la de M aeter-
linck (en el fondo la teoría de todo decidido racionalism o y p an ­
teísm o), según la cual lo trágico es sólo una consecuencia de una
interpretació?i del mundo falsa y caduca, basada en consecuencias de
los m odos de sensación de épocas bárbaras y de sus pasiones desen­
frenadas, o una especie de consternación repentina ante las carencias
del m undo, contra la que «aún» no se conoce remedio o que — como
dice M aeterlinck— siempre es sólo la consecuencia de que «no había
ningún sabio cerca», ningún sabio que volviera a encajar las cosas, y
otras sem ejantes, son por ello com pletam ente erróneas. N o ilum i­
nan, sino que niegan la esencia de lo trágico en favor de su interpre­
tación del m undo y en favor de épocas que tal vez han desaprendido
a verlo. Nosotros, empero, concluimos que estas interpretaciones del
m u n d o son erróneas porque no dejan lugar para el indudable hecho
de lo trágico. Y que las épocas que no lo ven son pequeñas.
Las interpretaciones metafísicas de lo trágico son m uy interesan­
tes. Pero el fenóm eno m ism o es su presupuesto. Ciertos metafísicos
com o, p o r ejem plo, E duard V. H artm an n , hacen de D ios m ism o
un héroe trágico. O tros opinan que lo trágico es una cosa que se en­
cuentra sólo en la superficie de las cosas, y que tras todas las trage­
dias hay una arm onía invisible en la que se diluye todo lo trágico.
Pero saber de dónde brota la fuente de los destinos trágicos, si de los
últim os fundam entos del ser, o sólo de la pasión y de la inquietud
hum anas, saber esto presupone qué es lo trágico.
Todas las «interpretaciones» encallan en la dureza de los últim os
hechos — que, m udos, se burlan de ellas.
N o sólo en lo que toca a lo trágico es necesario contraponer
hechos a la m udable razón de la época.

LO TRÁGICO Y LOS VALORES

Todo lo que puede llamarse trágico se m ueve en la esfera de los


valores y las relaciones de valor.
En u n m undo carente de valores — com o el que, por ejemplo,
construye la física m ecánica estricta— no hay tragedias.
Sólo donde hay lo superior y lo inferior, lo noble y lo com ún,
hay algo así com o acontecim ientos trágicos.
Por eso lo «trágico» m ism o no es u n valor com o lo bello, lo feo,
lo bueno, lo malo. Antes bien, lo trágico aparece en cosas, seres h u ­
m anos, sólo por m ediación de los valores adheridos a ellos.
Está, así pues, fundam entado o acarreado por valores y p o r rela­
ciones de valor. A su vez, en esta esfera su lugar sólo se halla ahí
donde los portadores de valores se mueven y donde de algún m odo
interactúan mutuamente.
En el m undo de valores en quietud puede encontrarse la alegría,
la tristeza, lo sublime o lo serio; pero lo trágico debe necesariamen­
te estar ausente. Lo trágico aparece en la esfera del m ovim iento de
valores, y los acontecimientos, los sucesos deben estar presentes para
que aparezca lo trágico. Por ello, el tiem po, en el que algo sucede
y surge, en el que algo se pierde y se destruye, form a parte de las
condiciones de aparición de lo trágico.
En simples espacios habita — a pesar de Schiller— algo subli­
me; pero nada trágico. En un m undo sin espacio serían posibles las
tragedias; en uno sin tiem po no.
Por eso, lo «trágico» en el sentido originario es siem pre la deter­
m inación de una actividad en la acción y en la pasión. Asimismo, el
«carácter» trágico sólo existe porque en él radican las disposiciones
para una acción y u na pasión trágicas; y tam bién una «situación»,
una convivencia y contraposición de fuerzas, o actos contrapues­
tos que provocan «relaciones», sólo son trágicos porque están, diga­
mos, repletos y cargados de esta actividad. Pero esta actividad debe
tener una determ inada dirección para que aparezca lo trágico, una di­
rección que tiene que estar presente en lo percibido y en lo sentido:
la dirección hacia la destrucción de un valor positivo de cierta altura de
rango. Y la fuerza que destruye no puede carecer de valor; debe re­
presentar ella misma un valor positivo.
En todos los casos un valor tiene que ser destruido para que se dé
el fenóm eno de lo trágico. Pero — dentro de lo hum ano— no tiene
que ser necesariamente el ser hum ano en función de su existencia y
de su vida. Pero, cuando m enos, algo en él debe ser destruido: un
plan, una voluntad, una fuerza, u n bien, u n a creencia. Lo trágico,
em pero, no es esta destrucción en cuanto tal, sino la dirección de la
actividad sobre ella p o r portadores de cualesquiera valores inferiores
o valores igualm ente positivos — pero nunca valores superiores— .
C uando, por ejemplo, lo bueno supera a lo malo, lo noble a lo co­
m ún, entonces no resulta nunca una aparición trágica. La aprobación
m oral excluye aquí la im presión trágica. Pero tan seguro com o es
esto, tam bién lo es que lo que destruye no sólo está dado com o por­
tador de valores, sino tam bién com o portador en general de valores
positivos superiores. (Se denom inan aquí positivos los valores que,
o bien ellos o bien sus portadores, son lo bueno en contraposición
con lo malo, lo bello en contraposición con lo feo. Todos los valores
poseen — con independencia de su lugar en la jerarquía respecto
de lo «superior» y de lo «inferior»— esta peculiar contraposición
y dualidad.) Así pues, la aparición de lo trágico está determ inada por
el hecho de que las m ismas fuerzas destructoras de los valores p o ­
sitivos superiores surgen de portadores de valores positivos, y su
aparición es justam ente más pura y aguda ahí donde los portadores
de valores que se encuentran en el mismo nivel y que se aniquilan
y se enfrentan m utuam ente, aparecen com o «malditos». Las trage­
dias que com unican con m ayor efectividad el fenóm eno trágico son
aquellas en las que no sólo todos «tienen derecho», sino en las que
todas las personas y fuerzas que están en lucha parecen representar
un derecho igualm ente sublime o parecen tener y cum plir una obli­
gación igualm ente sublime. Ahí donde el portador del valor supe­
rior de naturaleza positiva, por ejemplo, de lo bueno o de lo justo,
derrota desde el exterior un m ero mal o un m ero perjuicio, ahí lo
trágico se convierte de inm ediato en lo m eram ente absurdo, irracio­
nal, y en lugar de la com pasión trágica — que por m uy profunda
que sea nunca debe alcanzar el dolor y la excitación, sino que debe
siempre conservar cierta frialdad y calma espirituales— aparece una
dolorosa excitación.
Por consiguiente: trágico es en prim er lugar el conflicto que se
despierta entre los portadores de valores positivos superiores (por
ejemplo, naturalezas morales elevadas en el todo de u n m atrim onio
o de una familia o en un Estado). Trágico es el «conflicto» que m ora
en el interior de los valores positivos y sus portadores. El arte ele­
vado del creador de tragedias consiste ante todo en m ostrar con toda
claridad los valores de todas las partes que entablan una lucha, y de­
sarrollar plena y claram ente el derecho interno de cada figura.
LO TRÁGICO Y LO TRISTE

Es seguro que todo lo trágico es de algún m odo tam bién triste,


y ciertam ente triste en un sentido señalado. Está él mismo, com o
destino, com o suceso, rodeado de la cualidad3 de lo triste; tal y
com o lo triste se encuentra, por ejemplo, en u n paisaje, en un ros­
tro; y por otra parte, despierta tristeza en el sentimiento de los seres
hum anos: entristece el alma.
Pero no es m enos cierto que no todo lo triste ni lo que provoca
tristeza posee un carácter trágico. Toda m uerte es ella m ism a triste
y a veces entristece a los deudos; pero ciertam ente no toda m uerte
es trágica.
Prescindam os un m om ento de toda tristeza que se form a en
nosotros independientem ente de percepciones de valor — todos los
m eros estados sentim entales— , ciñám onos al «entristecerse p o r
algo», que nos es dado en u n movimiento del ánim o, que es vivido
com o una «exigencia» del contenido del suceso, y que se nos aparece
al m ism o tiem po no en relación con nuestros deseos y fines indivi­
duales, sino com o exigencia del puro valor objetivo — así, para la
tristeza trágica se da una doble caracterización que radica en sí m is­
m a y en su objeto.
En prim er lugar, la tristeza está peculiarm ente lim pia de toda
«excitación», «indignación», «reprobación» y de todos los deseos
concom itantes, de que «podría haber sido de otro modo»: le es pro­
pia una grandeza serena y calmada, un tipo especial de paz y sereni­
dad. M ientras nuestra actividad volitiva esté excitada por el suceso,
m ientras el suceso — cuando éste se ha consum ado y ha conducido
a la catástrofe— m uestre en algún lugar aunque sólo sea la posibili­
dad de una intervención, de un desvío en la dirección que evite la ca­
tástrofe, no puede darse la coloración específica de la tristeza trágica.

3. Sobre el hecho de que la cualidad de lo triste no es sin más un «sentimien­


to» ni tampoco un, así llamado, sentimiento «empático», véase el artículo «Die
Idole der Selbsterkenntnis», «Los ídolos del autoconocimiento». [ Vom Umsturz
der Werte {De la subversión de los valores), GW 3, pp. 213-292.]
La tristeza trágica tiene por ello tam bién cierta frialdad, que l.i
distingue de toda tristeza específica del yo, es decir, de una triste/.»
que representa u n «entristecerse por» que m ana del yo. N os trans
form a el alm a desde el exterior, llevada por las formas y los sucesos
que son «trágicos». La tragedia de Esquilo sabe suscitar esta colora­
ción de la tristeza en una pureza casi única.
Ambas coloraciones de la tristeza trágica tienen su fundam ento
en un doble rasgo esencial de lo trágico, sobre el cual aún hay q u e
hablar: en el carácter ejemplar para un rasgo esencial de nuestro
m undo que lleva en sí el suceso triste lim itado al individuo, y en la
inevilabilidad, que surge inm ediatam ente en el fenóm eno, de la
destrucción de los valores, que form a parte de todo lo trágico.
A nte todo suceso verdaderam ente trágico m iram os más allá del
pro p io suceso, que se nos aparece com o trágico, hacia factores,
nexos, fuerzas perm anentes, que ya vienen dados con la esencia del
m undo, que han hecho posible «algo así».4 Así, en el suceso trágico
nos hace frente de m odo inm ediato — sin reflexión, sin «interpreta­
ción» conceptual o de otro tipo— una determ inada constitución del
mundo, que se nos hace presente en el propio suceso — no d ed u ­
ciendo a partir de él sus causas o razones— , ligado sólo m om entá­
neam ente a él y. con todo, independiente de sus partes reales indi­
viduales, de sus factores causales y de toda conjunción casual de las
cosas y de los datos, en la form a de una disposición presentida.
La tristeza — m e refiero a la tristeza objetiva que rodea al hecho
trágico— tiene p o r ello una profundidad peculiar («profundidad»
en sentido análogo a la profundidad en el espacio) y una imprevisi-
bilidad que la distingue radicalm ente de toda tristeza «ante» deter­
m inados sucesos limitados. Esta tristeza recibe esta «profundidad»
del hecho de que el «objeto» de lo trágico siem pre es doble: de una
parte, el acontecim iento que tenem os ante los ojos, y, de la otra, la
constitución esencial del m undo que se especifica en él, de la cual el
acontecim iento está ante nosotros com o un «ejemplo». Así, la tris­
teza fluye más allá del acontecim iento, en una lejanía indeterm ina­
da y carente de horizonte. N o es ésta u n a constitución del m undo

4. «Algo así» en el sentido de un contenido de valor con esta constitución.


general y determinable conceptualm ente, que sería la misma en rela­
ción con todos los sucesos trágicos, sino siem pre una especial, indi­
vidual, singular, pero asimismo una constitución del mundo mismo.
El objeto, digamos, alejado de lo trágico es siem pre el «mundo»
m ismo pensado com o unidad: el «m undo» en el que algo así es
posible. Y este mismo «mundo» aparece rodeado de ese oscuro res­
plandor, y sólo sobre el trasfondo de esta im previsible nocturnidad
de las cosas mismas, que nos hace frente en lo trágico, vemos cóm o
los lim itados sucesos y el destino resaltan más nítidam ente.
Puesto que el acontecimiento trágico se nos aparece siempre fun­
dado en una constitución del m undo y que, a pesar de toda la es­
pecialidad de las causas del acontecim iento y a pesar de todas las
series causales arbitrarias que se produjeron al entrecruzarse y que
— en cuanto tales— no radican en m odo alguno en la constitución,
siempre está com o «al acecho» de alum brar «tales» acontecim ientos,
y, de este m odo, se da, llena de presentim ientos, «al acecho» de la
intuición, así tam bién hay en ello ya su otro rasgo esencial: la úne-
vitabilidad».
Sobre el sentido de ésta ya se hablará. A quí nos interesa la co­
loración que presta a lo triste en lo trágico.
H ay toda una serie de sentim ientos y afectos, que sólo pueden ir
ligados a tales destrucciones de valores, que — independientem ente
de si estas destrucciones de valores en este caso concreto eran efec­
tivam ente inevitables o n o — por su esencia son «inevitables» y es­
tán dados «como» inevitables. Sean cuales sean estos sentim ientos
(horror, indignación, pánico, etcétera), siempre com parten el carác­
ter de la excitación, que se despierta con el pensam iento de que
hubiera sido posible que hubiera sucedido de otro m odo y m ejor
de com o ha sucedido, y — dentro de lo hum ano— tam bién con el
pensamiento: si esta persona o la otra hubiera actuado o querido ac­
tuar de otro m odo. El ser hum ano com o ser práctico, y aunque sólo
sea com o un agente posible, está incondicionalm ente som etido a esta
«excitación».
Sólo adopta otra senda ahí donde la inm utabilidad y la inevitabi-
lidad de la destrucción de valores — en tanto que una im posibilidad
esencial— es patente. Sin que la tristeza deje de ser tristeza, adopta
aquí el carácter de lo «insatisfactorio», de lo «excitante», de lo «do­
loroso», en el sentido estricto en que estas vivencias están funda­
m entadas en las impresiones concom itantes a la presión, al miedo,
al escalofrío, etcétera.
La tristeza trágica es, por decirlo así, pura, incapaz de im presio­
nar al cuerpo, carente de excitación, y en cierto sentido una tristeza
vinculada a la «satisfacción».
Todo desear, anhelar, ansiar, u n no ser del acontecim iento que
ha conducido a la destrucción del valor, es com o extinguido por esa
unívoca inevitabilidad esencial.
Y puesto que lo triste nos parece que tiene su últim o origen en
nexos esenciales del ser del m undo, y puesto que todo lo que podría
ser considerado «responsable» de la tristeza parece recaer en la mis­
m a esencia del m undo y en la constitución de todo «mundo» posible,
tiene lugar en la existencia y en el contenido del acontecim iento es­
pecial, en el que estos nexos del ser y de la esencia son concebibles
y visibles, una especie de reconciliación — una reconciliación que
nos llena de paz y de q uietud y de u n tipo de resignación en la
que se borran y se funden todas las debilidades posibles, así com o
todo lo que puede causar el dolor propio de una renuncia involun­
taria a u n «m undo fáctico mejor».
Así: la específica tristeza de lo trágico es un rasgo objetivo del
proceso m ismo — independiente del contexto individual de su ob­
servador— . Está limpio de todo lo que podría provocar excitación,
indignación o reprobación. Tiene profundidad e imprevisibilidad.
Está libre de las impresiones corporales concom itantes y de todo lo
que puede ser denom inado «doloroso», y contiene resignación, sa­
tisfacción y cierto cipo de reconciliación con todo lo casualm ente
existente en ella.

El n u d o t r á g ic o

Existe un caso en el que se cum ple hasta sus últim as consecuen­


cias nuestra condición de que tenga lugar un conflicto entre los por­
tadores de valores superiores y de que uno de los portadores fallezca
como resultado del conflicto. Se da cuando los portadores de valores
no son en modo alguno distintos sucesos, cosas o personas, sino que
coinciden en un suceso, una cosa o una persona, aún más: si cabe
en uno y el mismo rasgo, o en una y la m ism a fuerza, en una y la
m ism a capacidad.
Así pues, lo trágico se da en el sentido más señalado cuando una
y la m ism a fuerza, que es necesitada por una cosa para realizar su
valor superior positivo (de sí m ism a o de otra cosa) se convierte,
durante el proceso de esta actuación, en la causa de la destrucción
de justam ente esta cosa, de cuyo valor es el portador.
C uando contem plando una actividad, somos partícipes inm edia­
tam ente de que al realizar u n valor superior, al m ism o tiem po y en
el mismo acto de la actividad, se socava la condición de la existencia
de este valor o de otro em parentado con él esencialmente, entonces
la im presión de lo trágico es la más perfecta y la más pura.
Q u e el mismo valor y atrevim iento que le perm iten consum ar a
un hom bre un hecho glorioso, lo expongan a un peligro fácilmente
evitable para u n hom bre m edianam ente inteligente, por cuya causa
fallezca («Si yo fuera juicioso, no sería Guillerm o Tell»); que veamos
la valiosa dirección ideal del sentido de un hom bre hacia bienes es­
pirituales com o la razón de que en determ inadas circunstancias fra­
case y tenga que fracasar ante pequeñeces de la vida; que todos, según
las palabras de M adam e de Staél, «tengamos los errores de nuestras
virtudes», que los mismos rasgos esenciales de las disposiciones de
carácter hagan de una persona lo m ejor y al m ism o tiem po sean la
culpa de la «catástrofe» — esto es «trágico» en sentido em inente.
Es más, en estos casos no son precisas condiciones hum anas. Una
galería de cuadros es destrozada por el fuego provocado por la cale­
facción que estaba pensada justam ente para m antener estos cuadros:
el hecho tiene un ligero carácter trágico. «Trágico» es el vuelo de
Icaro, cuyas alas sujetas con cera, se desprenden de él en la m ism a
m edida en que se acerca al sol que funde la cera.
Se habla con una imagen acertada del «nudo» trágico. La imagen
pone de m anifiesto este vínculo esencial interno e inextricable que
com parten las series causales creadoras de valores y destructoras de
valores en la unidad dinámica de la actuación y del proceso trágico.
Pero de lo aquí dicho se colige aún otra cosa. El lugar de lo trá­
gico — su ám bito de aparición— no se encuentra ni únicam ente
en las relaciones de valor, ni en las relaciones de los sucesos causales
y ias fuerzas que los llevan, sino en una situación peculiar de rela­
ciones de valor y relaciones causales. Es u n rasgo esencial de nuestro
m u n d o — y, puesto que es un «rasgo esencial», lo es tam bién de
todos los m undos— que el transcurso causal de las cosas no tom a
en consideración los valores que aparecen en él, que visto desde
el transcurso causal es com o si no existieran las exigencias, que los
valores im ponen a partir de sí m ism os, de form aciones unitarias
o del m antenim iento de un despliegue o desarrollo del acontecer
en dirección hacia un «ideal». El sencillo hecho de que «el sol ilu­
m ina tanto lo bueno com o lo malo» es el que posibilita en prim era
instancia lo trágico. Si el despliegue causal de las cosas se disgrega,
d urante un tiem po, en la dirección de una elevación sim ultánea de
íos valores, entonces una nueva fase del transcurso le recuerda al
ho m b re que esto sólo era «causalidad», y que no descansaba sobre
u na arm onía interna, sobre u n respeto hacia las exigencias de cum ­
p lim iento presentes en los valores m ediante la causalidad de las
cosas.
Sin este hecho fundam ental no habría ni lo trágico ni la trage­
dia: Lo trágico no sería posible ni en un m undo que fuera partícipe,
en el sentido de u n «orden m oral del m undo», según el cual las
fuerzas y capacidades de las cosas fueran repartidas y tuvieran vigor
justam ente en función de la m edida de su valor, y su actividad se
orientara según las exigencias que surgen de los valores en pos de la
form ación de unidades, de despliegues, de concordancias; ni en un
m undo, en el que, dado que se sentiría que las fuerzas de estas exi­
gencias se oponían por ley, se enfrentara a ellas y las evitara. U n m u n ­
do «satánico» suspendería lo trágico del mismo modo que un m undo
plenam ente divino, u n hecho que Schopenhauer olvidó en su teoría
de lo trágico.
Así, lo trágico sólo nos es dado cuando nuestra disposición
en u n acto indiviso de la m irada espiritual, m ora tan to en esa
causalidad de las cosas com o en las exigencias inm anentes del
m undo.
Dado que en esta actitud total unitaria los actos parciales indivi­
duales de la actividad del espíritu tan pronto siguen la dirección de
las exigencias de valor e intentan sintetizar y consumar el hecho dado
en las unidades que se corresponden con ellos, com o siguen los pa­
sos de los sucesos de sucesión causal, se dispone u n a visión in tu i­
tiva de esta /«dependencia de las dos «regularidades» igualm ente
objetivas, en la que se concibe el últim o «trasfondo» formal de todas
las tragedias.
N aturalm ente, en el m ero saber de este hecho no está ya dado lo
trágico.
Sólo cuando en un acto concreto se hace visible esta indepen­
dencia consum ada, surge el fenóm eno trágico.
A p artir de lo dicho se ilum ina con nueva luz nuestra determ i­
nación. Pues en ningún otro lugar nos es dada esta visión intuitiva
e inm ediata de m odo más claro y, por decirlo así, concentrado que
justam ente ahí en donde vemos que la misma actividad en diversas
estaciones de su proceso produce un valor superior y en otras esta­
ciones vemos cóm o el mismo valor es destruido com o si fuera com ­
pletam ente «indiferente».
Aquí, en donde podem os abarcar con una m irada la unidad de
la actividad y no tenem os que am arrarla m iem bro a m iem bro m e­
diante un examen discursivo, podem os agarrar con las m anos y sen­
tir un hecho que norm alm ente sólo conocemos.

N e c e s id a d e in e s t a b il id a d d e la a n iq u il a c ió n d e v a l o r e s

¿Qué querem os decir cuando decimos de lo trágico que la ani­


quilación de valores que contiene es «necesaria»?
Es seguro que no querem os en m odo alguno decir el condicio­
nam iento causal.
¿Se trata aquí, así pues, de necesidad «causal», o, más bien, de una
necesidad de otro tipo?
Se podría pensar, en un principio, que es la necesidad causal, pero
un m odo específico de ésta, a saber, «necesidad interna», una nece­
sidad, por tanto, que no está basada en acontecim ientos que irru m ­
pen desde el exterior, sino que radica en la naturaleza perm anente de
las cosas, de los seres hum anos, etcétera, que experim entan el des­
tino trágico.
Sin embargo, los hechos no hacen justicia a esta concepción tan
oída: una persona que, por ejemplo, a causa de una enfermedad con-
génita o a causa de una disposición carencial por naturaleza, parece
predestinada a fallecer ante la prim era ocasión en que la enfermedad
se desencadena afectada por u n estím ulo externo, sólo nos parece
trágica si en esta persona se encuentran valores elevados y máximos
(independientes de esta disposición carencial por naturaleza).
D e ahí que, por ejemplo, O sw ald en los «Fantasmas» de Ibsen,
que a causa de la enferm edad heredada de su padre está corroído de
buen principio por el gusano de la destrucción, a pesar de su genio
artístico, no es una figura trágica.
Echam os en falta algo que form a parte de la esencia del héroe
trágico: que la m alignidad que lo lleva a la debacle sea de las que
exigen que se les contraponga una lucha, y que una lucha sem ejan­
te tenga efectivamente lugar.
N in g uno de am bos requisitos se cum ple. El que de buen p rin ­
cipio se entrega al enem igo, quien de inm ediato renuncia al valor
que amenaza con extinguirse y se resigna, seguro que no es un héroe
trágico.
La «necesidad» de la que se trata aquí debe ser tal que prosiga,
no obstante, su m archa aun cuando se la com bata con todos los ac­
tos «libres» de los que puede disponer una persona. Sólo cuando
vemos que se ha resistido a la catástrofe con todas las fuerzas libres
y que se ha luchado con todos los m edios de que se dispone, y, con
todo, intuim os que se desencadenará «necesariamente», más aún,
cuando justam ente en el ím petu y violencia de la lucha que se le
ofrece a la catástrofe y a su supervivencia, la intuim os com o una
necesidad sublime, entonces está presente la «necesidad» de lo trági­
co. La necesidad trágica no es, así pues, la necesidad del curso de la
naturaleza, que se encuentra debajo de la libertad y debajo del poder
de la voluntad m ediante las que los seres libres pueden intervenir
en el curso de la naturaleza para dirigirla con vistas a su provecho;
sino que es una necesidad que se encuentra, por decirlo así, por en­
cima de la libertad: que sigue existiendo aún cuando se adjuntan
los actos libres o las «causas libres» en la totalidad de la esfera cau­
sal, en la que tam bién se encuentran las causas no-libres; es decir,
que son a su vez efecto de una causa.
D e ahí que siem pre que los seres hum anos son representados
como m eram ente «condicionados por el entorno», com o com pleta­
m ente determ inados por las «condiciones», com o en el «drama» del
naturalismo agonizante, lo trágico encuentre tan poco su lugar, como
cuando tenem os la im presión de que actos conscientes y libres de
elección son definitiva y unívocam ente determ inantes de los actos
y de los hechos que conducen decididam ente a la catástrofe.
Por ello, n i el naturalism o y el determ inism o, ni la teoría racio­
nalista de una «libertad de la voluntad hum ana» no lim itada por los
hechos de la naturaleza, son concepciones ni siquiera posibilitadoras
de una aprehensión de lo trágico. E n am bos m undos de estas con­
cepciones no hay lugar para lo trágico, porque no dejan la posibi­
lidad de una necesidad esencial que vaya más allá de los factores na­
turales y de la libre elección.
Pero aún hay otro m otivo por el que la determ inación «interna»
del tipo de necesidad del que se trata aquí no es suficiente.
La causa inmanens es la «disposición», la «capacidad» o la «fuer­
za» radicadas en una cosa, en una persona, que se activa cuando
entran en juego ciertas relaciones con otras cosas, situaciones o seres
hum anos.
Siempre que una disposición natural tan rigurosam ente deter­
m inada se contrapone a la desaparición de un valor, fa lta el ver­
dadero desarrollo, la renovación real, la historicidad interna que se
en cu en tra necesariam ente en el hecho trágico: la catástrofe sería
predecible de antem ano, sólo con que tuviéramos una imagen fija y
exacta de los personajes.
Pero en lo trágico está presente la paradoja de que la aniquila­
ción de valores — cuando se da— se nos aparece com o com pleta­
m ente «necesaria», pero al m ism o tiem po aparece tam bién de m odo
com pletam ente «incalculable». Siempre que la catástrofe es, por de­
cirlo así, n u trid a por todos los factores (libres y no-libres) que par­
ticipan en el proceso y está preñada en los sucesos visibles, tiene que
haber un instante en que repose sobre los acontecim ientos como
una nube cargarla de rayos, pero en el que todo — tam bién según
cálculos ideales— aún podría ir de otra m anera: un instante en el
que un hecho la desencadena, resum iendo, de m odo racionalm en­
te im predecible, estos factores acechantes en la unidad de una acti­
vidad.
El aparente «giro feliz de las cosas» poco antes del final, que es
tan caro a m uchos trágicos, es un m edio especial para excluir cual­
quier atisbo de «predecibilidad» en el espectador. Tam bién esa me­
dida de «tensión» con respecto al desenlace que debe provocar toda
tragedia, no sería posible si la catástrofe nos pareciera basada com ­
pletam ente de antem ano en las disposiciones duraderas internas de
los personajes y de las situaciones. Es la causalidad concreta que nada
tiene que ver con la «regularidad de la naturaleza», la causalidad que
se consum a en constelaciones que jamás se repiten — la causalidad
que con razón se ha designado com o la auténticam ente histórica— ,
la que m ora tam bién en el acontecim iento trágico.5
Por ello debem os rechazar la afirm ación de S chopenhauer de
que en la tragedia no pueden ocurrir verdaderos «desarrollos de los
personajes», sino sólo «desvelamientos» de lo que de antem ano hay
en el ser hum ano de ánim o y de carácter
Justam ente la transform ación trágica de una persona, su cambio
de ánim o y de sentim iento, el desvío esencial y perm anente respec­
to de un cam ino vital previam ente establecido, es ella m ism a con
frecuencia, o bien una parte de la catástrofe, o la catástrofe misma.
Así, por ejemplo, el desm oronam iento de la estimación del valor de
una m eta vital perseguida hasta entonces — en m edio de la victoria
final— es un fenóm eno específicamente trágico.
La necesidad trágica es, así', sobre todo la inevitabilidad e inape-
labilidad basadas en la esencia y en el contexto esencial de los fac­
tores del m undo.
Y estas determ inaciones negativas m uestran justam ente que la
«necesidad» que aquí se cuestiona sólo se da y aparece, cuando han

5. Véase Heinrich Rickert: Grenzen der naturwissenschaftlichen Begriffibildung


(Limites de la formación científica de conceptos), 2.a edición, Friburgo, 1913.
entrado en juego todas las fuerzas pensables que podrían haber de­
tenido la aniquilación de valores y que habrían estado en situación
de salvar el valor del que se trata.
Por ello hay dos tipos de aniquilación de valores que son no-trági­
cos en función de su esencia: todos los que se deben a una determ ina­
da acción u om isión combativas a la que alguien estaba obligado, y
todas las que habrían sido evitables m ediante la utilización de las
técnicas y los medios adecuados.
Así, siem pre que la pregunta: «¿Quién tiene la culpa?» perm ite
una respuesta clara y determ inada, falta el carácter de lo trágico.
Sólo cuando no hay ninguna respuesta, em erge el color de lo
trágico.
Sólo cuando tenem os la im presión de que cualquiera en la m a­
yor m edida pensable habría prestado oídos a las exigencias de su
«deber» y con todo habría tenido que ver venir la calamidad, lo sen­
tim os com o trágico.
Existe — en lo trágico hum ano— , igualmente, no sólo una caren­
cia de «culpa», sino m eram ente una ilocalizabilidad de la «culpabi­
lidad». Siempre que podam os sustituir el «lugar» de un ser hum ano
que ha desem peñado un papel en el desencadenam iento de una ca­
tástrofe, p or otro ser hum ano, igual, pero m oralm ente mejor, o por
otro que hubiera tenido un oído más fino para las exigencias m ora­
les, así com o una mayor energía de la voluntad moral, el surgim ien­
to de la impresión de lo trágico es obstaculizado por el germ inar de la
crítica a este ser h um ano y por su «culpabilización».
A quí falta de inm ediato la «necesidad» del fenóm eno que apare­
ce com o trágico. Si, por ejem plo, ante la m uerte de C risto hubié­
ram os pensado que esta m uerte, en lugar de radicar en la relación
esencial de tal pureza divina con la vulgaridad y las resistencias de
un «mundo» constante, estuviera provocada únicam ente por el es­
pecial olvido m oral del deber de Poncio Pilato, o sólo a causa de
la m aldad del individuo Judas, o por los actos contrarios al deber
de los judíos; si hubiéram os pensado por el contrario que el mismo
Jesús de N azaret rodeado de personas m oralm ente «mejores» que
las que justam ente lo rodeaban, o situado en otro entorno históri­
co, h abría alcanzado u n m ayor reconocim iento y prestigio en el
m undo, entonces la im presión de lo trágico desaparecería inm edia­
tam ente.
La m uerte de Jesús sólo es trágica si tiene lugar — dondequiera
y siem pre— siendo el grado de la «fidelidad al deber» de los parti­
cipantes uno cualquiera.
Un asesinato legal, por ejemplo, nunca puede conducir a un ocaso
trágico. Sólo está presente la tragedia cuando es la misma idea del «de­
recho» la que conduce a la aniquilación de los valores máximos. Un
asesinato legal provoca — si era inevitable— profunda compasión, si
era evitable, profunda indignación; pero nunca com pasión trágica.*
Si es cierto que una calam idad sólo es trágica cuando todos han
cum plido con su «deber», y en el sentido usual del térm ino no recae
sobre nadie la «culpa», entonces form a parte tam bién de la esencia
del conflicto trágico el hecho de ser inzanjable e irreparable incluso
para los jueces idealmente más sabios y justos. E¡ crim en trágico es
incluso p o r definición aquel ante =1 que enmudece todo posible en­
juiciam iento moral y jurídico; y, por el contrario, todo conflicto
m oral y jurídico com prensible y zanjable es p o r esencia no-trágico.
Justam ente este imbricarse de los límites entre justicia e injusticia,
entre bien y mal, en la unidad de la acción, este interpenetrarse de
los hilos, de los motivos, de las intenciones, de los deberes, de m odo
que al perseguir cualquiera de todos estos hilos el observador llegue
con la misma evidencia tan p ro n to al juicio «justo» com o al juicio
«injusto»: esta absoluta confusión de nuestro juicio m oral y jurídi­
co exigida no por una carencia de sabiduría m oral y jurídica, sino
por el objeto mismo, forma parte de la esencia de la cara subjetiva
de la im presión trágica, y nos eleva más allá por encim a de toda la
esfera de la posible «justicia» e «injusticia», de la posible «culpabili­
dad» e «indignación».
La «culpa trágica» es una culpa por la que no se puede «culpabi-
lizar» a nadie, y para la que, por tanto, no existe ningún «juez» pen-
sable.

6. Por esto Esquilo en sus Euménidas hace que los jueces del aerópago entre­
guen un número igual de bolas blancas y negras para la culpabilidad o inocencia
de Orestes.
Precisamente es de esta confusión de nuestro juicio m oral, de la
búsqueda en vano de u n sujeto culpabilizable de una «culpa» que
vemos diáfanam ente como culpa, de donde sale esa específica tristeza
trágica y esa com pasión trágica con su específica calma y tranquili­
dad del ánim o a la que nos hem os referido; es de donde surge el re­
chazo de lo terrible en el cosmos, que reconcilia con la finitud de los
actos y de los procesos, con los seres hum anos y las voluntades in­
dividuales que están implicados.
Así, lo malo trágico se encuentra más allá de lo «justo» y lo «in­
justo» determ inables, de lo «conforme al deber» y de lo «contrario
al deber».
Pero los individuos tienen microcosmos de valores com pletam en­
te distintos, dependiendo de la plenitud de su conocim iento moral,
y, más exactam ente, del conocim iento moral que les es posible.
Y sus «deberes» y círculos de deberes posibles sólo se deben medir
en función de esto, con total independencia de todas las particulari­
dades de su situación vital empírica. Si cada individuo cum ple con
su «deber», entonces todos hacen moralmente lo m ism o en la m edi­
da en que lo hacen; pero no significa esto que hacen algo que tiene
el m ism o valor o que al hacerlo son, digamos, del m ism o valor. La
profundidad con la que contem plan el interior del macrocosmos de
los valores morales que contiene toda la extensión del reino del bien
y del m al posibles, qué sección perciben en el interior de este m a­
crocosmos, no está decidido en m odo alguno por el hecho de que
cada individuo ejecuta, dentro del ám bito de valores que le ha sido
asignado, lo «mejor» conform e al deber. Lo que «ennoblece» no es el
deber y su cum plim iento — com o opina la ética kantiana de miras
estrechas— , sino que «noblesse oblige»: es la nobleza originaria de los
seres hum anos la que les pone am plitudes distintas de deberes posi­
bles, m ediante los cuales los seres hum anos se vinculan al m u n d o
m oral en distintos grados.
Es distinto que un tendero de especias o un rey cum plan con su
«deber»; es distinto uno que, disponiendo apenas de unas pocas di­
ferencias de valores morales, cum ple con su «deber» con sus dos
pobres contenidos volitivos, de otro que, viviendo en una plenitud
de miles de relaciones hum anas m atizadas y otras relaciones m ora­
les y contem plando un reino delicadam ente articulado de diferen
cias morales de valor, y teniendo a la vista de antem ano valores rrnis
elevados que los otros, cum ple con su «deber» al preferir los valorea
que él considera que son los más elevados y los realiza en su voluntad
y en su acción. El m ism o acto que hará que el segundo se com por­
te de m odo contrario al deber, supondrá que el que está más ciego al
valor cum pla plenam ente con su deber.
Si dijéram os que en el suceso auténticam ente trágico todos de­
ben cum plir con su «deber», o que por lo m enos debe ser evideiv
te que — aun cuando todos hubieran cum plido con su deber— la
aniquilación de valores y, con ella, la dism inución del valor moral
total del m undo, tenía que haber ocurrido, entonces no querríamos
igualm ente que esta dimensión com pletam ente otra de la diferencia
moral de valor de los individuos que participan en la tragedia y de
su ser, estuviera excluida. Antes bien, justam ente algo especialmente
característico de lo trágico es que el individuo más «noble» en esta
dim ensión es pulverizado entre los «deberes» estrictam ente cum pli­
dos de los individuos innobles. Y parece uno de los encantos es­
pecialm ente m elancólico-irónicos de este tipo de tragedia el que
el individuo noble cargue tam bién con una culpa moral, que no
es cargada por sus oponentes; pero, en el cálculo absoluto, el valor
m oral realizado efectivamente por él supera con m ucho a sus opo­
nentes. Justo porque el individuo más noble deviene más fácilmen­
te «culpable» que el innoble — en virtud de su círculo de deberes
más rico y superior— , tiene de antem ano una «amenaza» moral, que
en cuanto tal conlleva algo potencialm ente trágico, pues el artífice
y el culpable de esta amenaza es su naturaleza noble. Figuras trágicas
son no sólo el Prom eteo de la técnica que le robó el fuego a Zeus,
sino aún más los Prom eteos morales, en cuyos ojos brilla un valor
m oral desconocido hasta entonces. En tanto que llevan a cabo valo­
res y tienen deberes que la masa aún no puede ni ver com o valores
ni sentir com o deberes, la masa no hace otra cosa que cum plir con
su «deber», cuando procesa al individuo, considerando que es «malo»
lo que para la masa aún no puede ser «bueno», y considerando que
es una usurpación arbitraria de una ley lo que la masa no sabe que es
su deber. Pero es trágico un «caso» semejante del «noble», justo p o r­
que la reprobación moral de la masa debe ser necesariamente silen­
ciada, u na reprobación que sólo hace que cum plir con su «deber»
sagrado en pro de la «buena conciencia».
A ún se puede penetrar más profundam ente en la «culpa trágica»
si nos apercibim os de lo que es, en casos semejantes, la ejecución
del deber del noble. Presupongo aquí — sin dem ostrarlo— que es
moralm ente «bueno» el com portam iento m ediante el cual realizamos
o intentam os realizar un valor considerado superior en el acto del
preferir.7 «Preferir» el valor superior es siem pre equivalente a detes­
tar el valor inferior o a abstenerse de realizarlo. Pero todas las «nor­
mas morales», es decir, todas las reglas existentes de tipo general, son
sólo indicaciones de lo que — en el nivel m edio de los valores dados
en u na época— debe ser deseado y hecho en «situaciones» típicas
y regularm ente recurrentes, cuando los valores «superiores» en este
nivel de valores tienen que ser realizados. Toda regla m oral material
contiene ya los presupuestos del particular m undo de bienes positi­
vo del grado de civilización del que se trata. ¿Qué sucede cuando el
«noble», en el sentido antes especificado, contem pla un valor que
es más elevado que los reconocidos por térm ino m edio en ese nivel
de valores, cuando ha consum ado un atentado que la m asa no es
capaz de com prender en el cosmos m oral de valores? Entonces está
claro que para él debe ser bueno y m alo — y, por consiguiente,
«conforme al deber»— lo que para la moral dom inante aparece com o
«bueno» y «conforme al deber». Y que esto sea así no es u n a apa­
riencia evitable, sino — para utilizar u n térm ino de K ant— una
«apariencia necesaria». Y, puesto que todo lo que puede ser «regla
moral» en general — tam bién cuando se da una codificación perfec­
ta y una disposición estrictam ente lógica de estas reglas— siempre
presupone ya el m u n d o positivo y cósico de bienes de la «época»,
que a su vez está codeterm inado en su constitución por el sistema
del nivel d o m in an te de valores, tiene que vulnerar la «ley moral»
o todo lo que puede ser en la m oral de la «ley vigente». Tiene que
— aunque es de hecho carente de culpa, incluso ante el juez más

7. Véase al respecto mi libro El formalismo en la ética y la ética material de los


valores. [GW 2.]
justo, con la excepción de D ios— aparecer necesariamente como
«culpable». Que esto sea así no radica en una irregularidad, sino en
ía esencia de todo «desarrollo» moral.
C reo descubrir aquí el núcleo de esa «culpa inocente» y nece­
saria, que hasta ahora, únicam ente con el sentim iento puro para lo
justo, se h a expresado en esta form a paradójica. Lo esencial es aquí
la necesidad de la ilusión en la que debe caer a la vista del «héroe
trágico» el m oralista más justo de todos. A unque el héroe trágico
del conocim iento m oral8 es evidentem ente y por esencia lo contra­
rio del crim inal, para su época no es distinguible del criminal. Sólo
en ía m edida en que sus valores que cobran nueva vida se im ponen
y se convierten en la «moral» vigente, puede — en la m irada históri­
ca retrospectiva— ser conocido y reconocido com o héroe moral. De
ahí que, estrictamente, no pueda haber tragedias presentes, sino sólo
pasadas. El ser hum ano trágico prosigue su m archa en su «presente»
necesariam ente callado y en silencio. Se arrastra desconocido entre
la masa, cuando no es considerado en ella com o u n criminal. La ca­
rencia de una instancia que separe el genio del crim inal no es aquí
una carencia arbitraria, sino necesaria.
Aquí, en este destino trágico del genio m oral9* aprehendem os
tal vez de m odo único el nervio del destino, de la com pleta im pre-
decibilidad del despliegue m oral de la hum anidad: en el «atrevi­
miento» sin posibilidad alguna de éxito y en la absoluta soledad a él
ligada del genio moral. U n m om ento del tipo trágico, com o el que
puede haber vivido Jesús en Getsemaní, contiene de m odo único esta
soledad. Parece com o si aquí apareciera la totalidad del destino del
m undo com o com prim ido en la vivencia de un ser hum ano, com o si
se encontrara en este m om ento solo y, con todo, en el «centro» de to­
das las fuerzas que mueven el universo. Experimenta, tal y com o de­
ciden ver en él épocas enteras de la historia, sin que nadie más
Ío sepa, cóm o todo se encuentra en su m ano com o en la del «único».
Y quizá aún otra cosa se com prenderá: el héroe trágico de este
tipo no es culpable de su culpa, sino que incurre o «cae» en ella. Esta

8. Se trata aquí únicamente de él, no del héroe trágico en general.


9* [Sobre Tipos del genio, véase GW 10, pp. 3 2 6 ss.]
expresión usada ajustadam ente reproduce un m om ento m uy carac­
terístico de la «culpa trágica»: ju stam en te éste, ¡que la «culpa» le
viene al encuentro y no es él quien va al encuentro de la culpa!
Este «caer» en la culpa no significa en m odo alguno que el héroe
trágico sea movido, por una pasión inm oderada o por una urgencia
y un estím ulo, en una dirección de m odo que esta urgencia ocupe
el lugar central de su yo y obligue de este modo su voluntad en esta
dirección. Éste es el caso en la culpa m oral usual — cuando menos
en alguna m edida— , y las cantidades no pueden decidir aquí nada.
Tam bién ante la urgencia más vigorosa la voluntad que «sigue» esta
dirección es nueva, no es un acto condicionado por esta urgencia.
La culpa trágica en la que «cae» el héroe está, antes bien, caracteri­
zada por el hecho de que a partir de los contenidos del espacio de su
elección posible en todas partes le ofusca un hacer o un om itir «cul­
pable», y él se hace culpable inevitablem ente de algún tipo de culpa
y cae en ella necesariamente cuando elige el contenido relativamente
«mejor».
La «culpa culpable» o moral se basa en el acto de elección; la «culpa
inocente» o trágica en la esfera de elección. El acto de elección es, por
parte del héroe trágico, libre de culpa, justam ente lo contrario que
en el caso de la culpa moral, en la que la esfera de elección contie­
ne posibilidades objetivam ente libres de culpa y la culpa es inheren­
te únicam ente al acto. Por el contrario, el héroe trágico «deviene»
«culpable» en el hacer inocente.
D e lo dicho se colige qué absurda es la teoría de los m aestros de
escuela que busca en las tragedias una culpabilidad m oral y que en
lugar de hacer del trágico un presentador honorable de un fenóm e­
no trágico, lo convierte en juez m oral de sus héroes, que los castiga
haciéndolos fenecer. Sólo u n a ceguera absoluta para el fenóm eno
trágico en general podría fraguar una teoría tan com pletam ente ne­
cia. Pero tam bién nos equivocaríamos si quisiéramos dilatar el recto
concepto de la culpa trágica hasta abarcar el fenóm eno trágico en
general. Puesto que según las previas disquisiciones, lo trágico no es
en m odo alguno algo específicam ente hum ano o lim itado a un
hecho volitivo, sino un fenóm eno universal, esta opinión se elim ina
p or sí misma.
Pero hay que hacer constar al respecto que ahí donde está presen­
te de hecho u n a «culpa trágica», el portador del fenóm eno trágico
no es la acción del héroe que le hace llevar la culpa o la «catástrofe»
que haya podido padecer, p o r ejem plo, su m uerte, sino el mismo
«caer en la cuipa>y, el hecho, por tanto, de que la persona pura de vo­
luntad caiga en la culpa — esto es aquí el portador y el núcleo de lo
trágico m ism o— . Así, para O telo es trágico caer en la culpa, tener
que m atar a la am ada, y para D esdém ona, ser asesinada, siendo
inocente, p o r su am ado. La m uerte de O telo, según sus propias
palabras: «Pues siento que la m uerte es felicidad», no es u n casti­
go p o r su acto, que en tanto que «castigo» debería contener una
sensación de disgusto, sino justam ente redención.
Por tanto, la culpa trágica no es condición del fenóm eno trágico
— lo cual sería un circulus in demostrando— , si la culpa no tiene que
ser una «culpa» cualquiera, sino precisam ente culpa «trágica», sino
que es u n a especie de lo trágico m ism o, y puesto que aquí se trata
de valores morales, o sea, de una especie de valores absolutos, es,
por decirlo así, el punto culminante de lo trágico. Lo que constituye
el destino trágico del héroe no es la m uerte u otro mal, sino su «caer
en la culpa».
PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

Sentir y sentimientos

Publicado originalm ente en 1916. Extraído de Der Formalismus


in der E tbik u n d die materiale Wertethik, G W 2, ed. M aria Scheler.
5.a edición, Berna, M unich, 1966 (nueva: Bonn), pp. 259-270 (se­
gunda parte, V 2).

Sobre la fenomenología del amor y del odio

Publicado originalm ente en 1913. Extraído de Wesen u n d For­


men der Sympathie, G W 7, ed. M . S. Frings. 6.a edición, Berna,
M unich, 1973 (nueva: B onn), pp. 150-164 (parte B 1).

Ordo amoris

M anuscrito de 1916. Extraído de Schriften aus dem N a ch la f,


vol. I: Z u r E thik un d Erkenntnislehre, G W 10, ed. M aria Scheler.
2.a edición, Berna, 1957 (nueva: B onn 1986), pp. 345-376 (refe­
rencias editoriales de la editora: p. 516).

Formalismo y apriorismo

Publicado originalm ente en 1913. Extraído de Der Formalismus


in der Ethik u n d die materiale Wertethik, G W 2, op. cit., pp. 65-99
(prim era parte, II A.)
Sobre la esencia de la filosofía y de la condición moral
del conocimiento filosófico

Publicado originalm ente en 1917. Extraído de Vom Ewigen tm


Menschen, G W 5, ed. M aria Scheler. 5.a edición, Berna, M unich.
1968 (nueva: Bonn), pp. 61-99 (referencias editoriales de la edito
ra: p. 453).

Sobre el fenómeno de lo trágico

Publicado originalm ente en 1914. Extraído de Vom Umsturz


der Wene - Abhandlungen und A u fa tze, G W 3, ed. M aria Scheler.
5.a edición, Berna, M unich, 1972 (nueva: Bonn), pp. 149-169 (re­
ferencias editoriales de la editora: pp. 400 ss.)
ÍNDICE

Leer a M a x Scheler significa despertar el sentido para los va­


lores ............................................................................................
La persona y el conjunto de la o b r a ...................................
C oncepto y selección de textos .......................................... 13
T ítu lo y a c tu a lid a d ................................................................. 19

Sentir y sentim ientos...................................................................... 27

Sobre la fenomenología del amor y del o d io .............................. 43


N e g a tiv o ..................................................................................... 43
D eterm inaciones fenomenológicas p o sitivas.................... 50

Ordo amoris .................................................................................. 63


Significado norm ativo y descriptivo del ordo amoris . . . 63
M undo entorno, destino, «determ inación individual» y
ordo a m o ris........................................................................... 65
La form a del ordo a m o ris ....................................................... 75
Los tipos de am or y su exigencia de cum plim iento . . . 100

Formalismo y apriorismo ............................................................ 105


Lo a priori y lo formal en general ..................................... 108

Sobre la esencia de la filosofía y de la condición moral del co­


nocimiento filosófico ................................................................. 153
La autonom ía de la filosofía ................................................ 155
La actitud filosófica del espíritu (o la idea delfilósofo) . 158
Análisis del impulso moral .................................................. 180
El acto del impulso como acto personal «del ser h u ­
m ano todo» ........................................................................ 181
Punto de partida y elementos del im p u ls o ................. 185
El objeto de la filosofía y la actitud filosófica cognos­
citiva ................................................................................... 193

Sobre el fenómeno de lo trágico ................................................. 203


Lo trágico y los v a lo r e s ........................................................ 206
Lo trágico y lo triste ............................................................. 209
El nudo trá g ic o ....................................................................... 212
Necesidad e inevitabilidad de la aniquilación de valores . 215

Procedencia de los textos 227

Вам также может понравиться