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Feria de atracciones y otras historias

por Thomas Ligotti

Prólogo

En la época cuando conocí al hombre que es autor de las historias que siguen, yo había alcanzado un
punto de crisis en mi propio trabajo como escritor de ficción. Este caballero era considerablemente más
viejo que yo, y estaba varios pasos adelante mío en el mismo camino. “Siempre deseé escapar”, me
dijo, “del puño del mundo del espectáculo”. Me dijo estas palabras en la mesa de una cabina en el
rincón de la cafetería donde todas nuestras reuniones tenían lugar, en lo profundo de la noche.
Nos presentó una mesera que trabajaba el turno noche; notó que los dos éramos insomnes que
veníamos a la cafetería y nos quedábamos muchas horas fumando cigarrillos (de la misma marca),
tomando el terrible café descafeinado que servían en el lugar, y cada tanto garabateando algo en los
respectivos anotadores que manteníamos al alcance de la mano. “Todos los mitos de la humanidad no
son más que negocio del espectáculo”, me dijo el hombre durante nuestro primer encuentro.
“Todo por lo que supuestamente vivimos o supuestamente morimos –sean escrituras religiosas o
eslóganes improvisados--, todo es negocio del espectáculo. El auge y caída de imperios –negocio del
espectáculo--. Ciencia, filosofía, todas las disciplinas bajo el sol, y hasta el propio sol, así como todos
los aglomerados de materia bamboléandose en la negrura allá arriba”, me dijo, apuntando fuera de la
ventana al lado de la cabina de la cafetería donde estábamos sentados, “negocio del espectáculo,
negocio del espectáculo, negocio del espectáculo”. “¿Y qué sucede con los sueños” pregunté,
pensando que podría haber dado con una excepción a su visión dogmática, o al menos una que podría
aceptar como tal.
“¿Usted se refiere a lo sueños del tipo del que tenemos en este momento o a los que suceden
cuando tenemos la fortuna de dormir?”. Le dije que entendía su punto y retiré mi desafío, habiéndolo
presentado con poco entusiasmo en primer lugar. La conversación sin embargo prosiguió en el mismo
sentido –él presentando un ejemplo tras otro de fenómenos del mundo del espectáculo; yo intentando
proponer excepciones plausibles a su idiosincrática rutina con la que parecía obsesionado, sin
esperanzas--, hasta que nos separábamos y cada uno tomaba su camino justo antes del amanecer.
Esa primera reunión estableció el tono y fijó el tema de nuestros subsiguientes encuentros en la
cafetería con el caballero que yo consideraría como mi padre literario perdido. Debería decir que
deliberadamente alenté la manía del caballero e hice todo lo que pude para mantener nuestras
conversaciones enfocadas en ella, porque sentía que esta obsesión con el negocio del espectáculo se
relacionaba de una manera íntima con mi propio dilema o crisis como escritor de ficción. ¿Qué quería
decir exactamente con “negocio del espectáculo”? ¿Cómo coincidía su trabajo como autor, o quizá se
oponía, a lo que llamaba “el mundo del espectáculo”?
“No le pido nada a mi escritura ni tengo esperanzas de que sea un medio para escapar de la
trampa del negocio del espectáculo”, dijo. “Escribir es simplemente otra acción que represento en el
momento justo. Pido este café terrible porque estoy en una cafetería de segunda línea. Fumo otro
cigarrillo porque mi cuerpo me dice que es momento de hacerlo. De la misma manera, escribo porque
estoy motivado a escribir, nada más”. Viendo una entrada a una cuestión más cercana a mi interés
inmediato, o disyuntiva o crisis, le pregunté sobre su escritura y específicamente sobre el foco que
podría decirse tenía, cuál era su “centro de interés”, como lo llamé.
“Mi foco o centro de interés”, dijo, “siempre ha sido el desdichado negocio del espectáculo de
mi propia vida, una desdicha autobiográfica que ni siquiera es negocio del espectáculo de primera línea
sino más bien una serie de atracciones de feria, episodios sin sentido sin continuidad o coherencia
excepto aquella que, por la virtud de que soy el amo de este miserable circo, le asigno de la manera más
falaz y más estilo negocio del espectáculo, lo que por supuesto no logra mantener algún efecto genuino
o continuidad o coherencia, inevitablemente. Pero esto, me he dado cuenta, es la misma esencia del
negocio del espectáculo, que de hecho no es más que un negocio de variedades. Las mutaciones
inesperadas, la pura falta de base de los seres, la volatilidad de las cosas… Por necesidad todos vivimos
en un mundo, un mundo de atracciones de feria, donde todo es finalmente peculiar y ridículo”.
“¿Según qué estándares?”, interrumpí antes de que sus palabras –que habían llegado al corazón
de la crisis, disyuntiva y sofocante cul de sac de mi existencia como escritor de ficción-- se fueran por
las ramas. “Dije según qué estándares”, repetí, “usted considera a todo peculiar y ridículo”.
Después de mirarme fijo de una manera que sugería que no sólo estaba considerando mi pregunta, sino
también evaluándome a mi y a todo mi mundo, me respondió: “Según el estándar de ese orden
imposible de nombrar, imposible de conocer y sin duda inexistente que no es negocio del espectáculo”.
Sin decir otra palabra se deslizó fuera de la cabina del rincón, pagó su cheque en la caja
registradora del mostrador y salió de la cafetería.
Esa fue la última ocasión en la que hablé con este caballero y colega. La siguiente vez que visité
la cafetería y me senté en la cabina del rincón, la mesera que trabajaba el turno noche se me presentó
con un pequeño fajo de páginas. “Me dijo que se las diera y que no iba a volver a buscarlas”.
“¿Eso es todo lo que dijo?”, pregunté.
“Eso es todo”.
Le agradecí, ordené un descafeinado, encendí un cigarrillo y empecé a leer los relatos a
continuación.

I. La matriz maligna
Durante años tuve el privilegio de recibir frecuentes y detalladas comunicaciones acerca de los
más avanzados estudios científicos y metafísicos. Esta información era de una naturaleza altamente
especalizada que parecía ser desconocida para el común de los científicos y metafísicos, y sin embargo
era fácil de conseguir para un ávido no especialista como yo, siempre y cuando, por supuesto, uno
tuviera un temperamento receptivo y se abriera voluntariamente a ciertos canales de pensamiento y
experiencia.
Un día recibí una comunicación muy especial en la que supe que un asombroso y bastante
inesperado avance se había logrado –la culminación, aparentemente, de muchos años de intenso estudio
científico y metafísico--. Este avance, la comunicación me informó, concernía nada menos que al
descubrimiento de los verdaderos orígenes de todo los fenómenos existenciales, tanto físicos como
metafísicos –la propia esencia, según entendí las consideraciones que se hacían, de la existencia en el
más amplio sentido--.
Esta comunicación especial me dijo que había sido seleccionado entre aquellos a quienes se les
iba a permitir una mirada privilegiada a todo lo relacionado con este descubrimiento, y por lo tanto se
me garantizaría un raro conocimiento de los verdaderos orígenes de todos los fenómenos existenciales.
Como yo era un individuo con un temperamento altamente receptivo a estas cuestiones, sólo tenía que
presentarme en la locación particular donde este increíble avance en el conocimiento científico y
metafísico había ocurrido.
Seguí escrupulosamente las direcciones que se me comunicaron aunque, por razones que no
fueron explicadas, no fui completamente informado de las especificidades de mi verdadero destino. Sin
embargo, no podía dejar de imaginarme que finalmente me encontraría como el visitante de una
sofisticada instalación de investigaciones de algún tipo, un laberinto brillante con los más innovativos
artefactos y aparatos de extraordinaria complejidad. El lugar al que finalmente llegué, sin embargo, en
nada conformaba mis simplistas y deplorablemente convencionales expectativas.

Esta instalación científica y metafísica estaba localizada en un gran edificio, pero un edificio
muy viejo. Entré, de acuerdo a las instrucciones, por una pequeña puerta que encontré al final de un
pasillo oscuro y estrecho que recorría el costado del viejo edificio. Abrí la puerta e ingresé, apenas
capaz de ver dos pasos frente mío porque, ahora, era la mitad de la noche. Hubo un ligero clic cuando
la puerta se cerró a mis espaldas, y todo lo que podía hacer era esperar que mi visión se ajustara a la
oscuridad.
La luz de la luna brillaba a través de una ventana en algún lugar sobre mi cabeza y se extendía
débilmente sobre un sucio piso de concreto. Podía ver que estaba parado al final de una escalera vacía.
Escuché suaves sonidos de algo que se arrastraba directamente hacia mi. Después vi lo que emergía del
área en sombras de la escalera vacía. Era una cabeza soportada por un corto cuello, sobre el que se
arrastraba como un caracol, moviéndose de a centímetros sobre el piso de concreto. Sus rasgos eran
indistintos y sin embargo parecían deformes o mutilados, y estaba haciendo sonidos cuyo significado
yo no podía comprender; su mandíbula angulosa se abría y cerraba mecánicamente.
Antes de que la cabeza se me acercara demasiado noté que había algo más en otro rincón,
incluso más sombrío, de las escaleras iluminadas por la luna. No mucho más grande que la cabeza que
se me acercaba a través del piso, éste otro objeto era a mis ojos casi una masa sin forma, bastante
pálida, que fui capaz de identificar como “tejido animado” solo porque, a cada rato, se abría como un
molusco bivalbo gigante, encontrado en las grandes profundidades suboceánicas. Y hacía el mismo
sonido que la cabeza que se arrastraba, ambos gritando al final de esa oscura y vacía escalera, el lugar
donde, se me había informado, iba a confrontar la fuente de todo fenómeno existencial.
Pensé que podría haber sido engañado mientras estaba ahí de pie escuchando los gritos de estas
dos criaturas, al final de la escalera vacía, y me fui del lugar por la misma puerta por la que había
ingresado. Sin embargo, justo cuando la puerta se estaba cerrando detrás de mi, me di cuenta de cuánto
aquellos sonidos que había escuchado me recordaban a las pequeñas voces de las cosas que, no importa
cuán imperfecta sean en su forma, acaban de ser arrojadas al mundo de la existencia fenoménica.

II. Comunicación prematura

Temprano una mañana de invierno de mi infancia, cuando estaba en la cama del primer piso
viendo caer algunos copos de nieve por la ventana de mi habitación, escuché una voz que, desde la
planta baja decía estas palabras: “El hielo se está rompiendo en el río”. La voz era como ninguna otra
que me resultara familiar. Era muy dura y muy calma al mismo tiempo, como si una maquinaria
oxidada hubiese susurrado algo desde las sombras de una vieja fábrica. La voz no dijo nada más.
Cuando dejé mi habitación y fui a la planta baja, encontré a mis padres en la cocina, como estaban
usualmente por aquel entonces las mañanas de invierno, mi padre leyendo el diario y mi madre
preparando el desayuno mientras los mismos copos de nieve que flotaban fuera de la ventana de mi
habitación del primer piso ahora flotaban tan lentamente fuera de la ventana de la cocina. Antes de que
pudiera decir algo a alguno de mis padres, mi madre me dijo que debía quedarme en la casa por el resto
del día, ofreciendo ninguna razón para esta demanda.
Como reacción pregunté, con las palabras de un niño, si mi confinamiento a la casa ese día tenía
algo que ver con las palabras que había dicho la voz, eso de “el hielo se está rompiendo en el río”.
Desde el otro lado de la cocina mi padre miró a mi madre, ninguno de los dos dijo una palabra. En ese
momento me di cuenta por primera vez cuántas cosas en el mundo eran enteramente desconocidas para
mi, cuán reticentes, con frecuencia totalmente silenciosas, eran las personas y los lugares de mi
pequeño mundo infantil.

No tengo recuerdo de la explicación que mi madre o mi padre pudieron ofrecerme acerca de la


razón por la que debía quedarme en la casa el resto del día. En realidad, no tenía deseos de salir esa
mañana de invierno, no mientras la voz, cuyo misterio permaneció impronunciable para mi madre o mi
padre, continuara hablándome en su duro y calmo y distante tono desde todos los rincones de la casa,
mientras los copos de nieve flotaban fuera de cada ventana, repitiendo una y otra vez que el hielo se
estaba rompiendo sobre el río.
No fue muchos días después que mis padres me ingresaron a un hospital donde se me
administraron varias medicaciones potentes y otras formas de tratamiento. En el camino al hospital mi
padre me contuvo en el asiento de atrás del auto mientras mi madre conducía, y me calmé solo en esos
breves momentos cuando cruzamos el viejo puente que había sido construído sobre un río bastante
ancho que nunca antes había visto.
Durante mi estadía en el hospital supe que fue la medicación que me dieron, más que otros tipos
de tratamiento, lo que me permitió tener una idea de la naturaleza de la voz que había escuchado una
particular mañana de invierno. Sabía que mis padres cruzarían el viejo puente cada vez que me
visitaran en el hospital, así que el día que mi doctor y un pariente cercano aparecieron en mi habitación
para explicarme los detalles de cierto “evento trágico” fui el primero en hablar. Antes de que pudieron
contarme acerca del destino de mi madre y mi padre, y el modo en que había sucedido, les dije: “El
hielo se ha roto sobre el río”.
Y la voz que pronunciaba estas palabras no era la voz de un niño sino una voz dura pero
susurrante que emanaba de las profundidades de una gran y antigua maquinaria que encendía, de
acuerdo a sus fallados y desconocidos mecanismos, los más infinitesimales movimientos del mundo tal
como lo conocía. Así, mientras mi doctor y un pariente cercano me explicaban lo que les había ocurrido
a mis padres, yo solo miraba por la ventana, viendo la maquinaria, (a la que ahora había sido asimilado)
mientras producía cada copo de nieve que caía, uno por uno, fuera de la ventana de mi habitación de
hospital.

III. El borrón astronómico

En una calle de casas muy viejas había un edificio que no era para nada una casa sino un
pequeño comercio, y se mantenía abierto a toda hora del día o de la noche, cada día del año. Al
principio el negocio me parecía meramente primitivo, un anacronismo de un tiempo anterior, cuando a
un lugar de negocios se le permitía operar en un distrito residencial, aunque las casas del barrio
parecieran decadentes.
Pero era mucho más que primitivo en el sentido usual, porque el pequeño comercio no
declaraba ningún nombre, no ofrecía ninguna señal para dar una indicación de su lugar en el mundo.
Solo los residentes locales lo llamaban “el pequeño comercio” cuando lo nombraban.
Había una ventan chica al lado de la oscura puerta de madera del edificio, pero si uno quería
espiar por el vidrio turbio, nunca era posible ver algo reconocible –solo un borrón giratorio de formas
indefinidas--. Y aunque las luces internas del edificio siempre quedaban encendidas, incluso en el
medio de la noche, no era la brillante y continua iluminación de la electricidad la que parecía brillar a
través de la ventana del lugar sino un débil, parpadeante resplandor.
Tampoco se espiaba a alguien que pudiese ser considerado como el propietario del pequeño
negocio, y nunca nadie era visto entrando o saliendo de él, menos aún personas del barrio. Incluso si un
auto se detenía enfrente y alguien salía del vehículo y bajaba con la aparente intención de entrar al
negocio, nunca llegaban más lejos que a la vereda antes de dar media vuelta, reingresar al auto y
arrancar. Los niños del área siempre cruzaban la calle cuando pasaban por la vereda del pequeño
negocio.
Por supuesto tenía curiosidad sobre este edificio desde el momento en que me mudé a una de las
viejas casas del barrio. Inmediatamente noté lo que después consideré la naturaleza primitiva,
virtualmente primal, del pequeño negocio, y cuando salía a caminar, como hacía con frecuencia, a altas
horas de la noche, observaba durante largos ratos su oscura y luminiscente estructura. Seguí esta
práctica por algún tiempo, nunca notando algún cambio en el pequeño negocio, sin ver nunca algo que
no hubiese visto la primera noche que empecé a observar el lugar.
Entonces, una noche, algo cambió en el pequeño negocio y algo también cambió en el barrio
alrededor. Fue solo por un momento: el tenue fulgor que ardía dentro del pequeño negocio pareció
encenderse con fuerza antes de volver a su usual estado de un blando, lento parpadeo. Eso fue todo lo
que vi. Sin embargo, esa noche no volví a mi hogar, porque estaba brillando con esa misma luz
primordial que el pequeño negocio. Todas las viejas casas del barrio estaban iluminadas de la misma
manera, todas sus pequeñas ventanas brillando débilmente tarde esa noche. Nadie va a volver a salir de
esas casas, pensé mientras abandonaba las calles del barrio. Y nadie volverá a tener el deseo de entrar
en ellas.
Quizá había visto demasiado profundo en la naturaleza del pequeño negocio, y simplemente me
advertía de no seguir mirando. Por otro lado, quizá accidentalmente había presenciado algo
completamente distinto, algún plan o proceso cuyo último paso es difícil de predecir, aunque todavía
viene a mi, durante ciertas noches, el sueño o imagen mental de un cielo oscuro en donde las propias
estrellas brillan con un fulgor leve, una luz parpadeante que ilumina un borrón giratorio e indefinido
del que no es posible observar ninguna forma o signo definitivo.

IV. El abismo de las formas orgánicas

Durante años viví con mi medio hermano, que estaba confinado a una silla de ruedas desde la
infancia debido a una enfermedad congénita de la columna. Aunque plácido la mayor parte del tiempo,
mi hermano, o mejor dicho mi medio hermano, con frecuencia me observaba con una mirada amarga y
de alguna manera salvaje.
Sus ojos eran de un tan extraño tono de gris, tan pálido y sin embargo luminoso, que era lo
primero que uno notaba cuando se acercaba a él, y el hecho de que viviera en una silla de ruedas
siempre quedaba en segundo lugar al lado del inusual, verdaderamente demoníaco caracter de sus ojos,
en los que había algo que nunca pude atreverme a nombrar.
Era solo en raras ocasiones que mi medio hermano dejaba la casa en la que vivíamos juntos, y
estas eran casi exclusivamente aquellas veces que, porque insistía, lo llevaba al hipódromo local donde
los caballos corrían la mayoría de las tardes durante la temporada de carreras. Ahí veíamos desfilar a
los animales cuando salían a la pista y después veíamos cada carrera, de la primera a la última, sin
apostar jamás, aunque siempre traíamos a casa el programa que contenía los nombres y estadísticas de
perfomance de cada caballo que habíamos visto. Durante años observé a mi hermano, sentado en su
silla de ruedas detrás del vallado que bordeaba la pista, y notaba con cuánta intensidad miraba a
aquellos caballos, sus ojos grises exhibiendo un aspecto completamente diferente a la cualidad amarga
y bruta que siempre asumían cuando estábamos en casa.
En los días cuando no visitábamos el hipódromo, él se dedicaba a leer los viejos programas de
carreras que contenían los nombres de incontables caballos y las complejas estadísticas relacionadas a
sus perfomances competitivas, así como la información acerca de sus condiciones físicas, la edad de los
caballos y sus variados colores, si eran marrones o bayos, si eran roanos o grises.
Un día volví a la casa donde había vivido durante muchos años con mi medio hermano y
encontré su silla de ruedas vacía en el medio del living. La rodeaban, en un círculo, pedazos de papel
arrancados de los viejos programas de carreras que mi hermano coleccionaba. Un considerable
montículo de estos recortes se habían acumulado alrededor de la silla de ruedas de mi medio hermano y
en cada uno de ellos estaba impreso el nombre de uno de los muchos caballos que habíamos visto en
nuestras visitas al hipódromo.
Yo estaba bastante familiarizado con estos nombres: Avatara, Royal Troubador, Hallview Spirit,
Mechanichal Harry T y así sucesivamente. Después noté que había un rastro de estos pedazos de papel
que parecía alejarse de la silla de ruedas hacia la puerta principal. Lo seguí hasta fuera de la casa,
donde encontré más fragmentos de viejos programas de carreras en el porche. Pero el rastro terminaba
incluso antes de alcanzar la vereda, los pequeños fragmentos de papel habían sido dispersados por el
viento de un frío día de septiembre. Después de investigar un tiempo, no pude encontrar nada que
indicase qué podría haberle sucedido a mi hermano –quiero decir, mi medio hermano-- y nadie más
pudo descubrirlo. Ninguna explicación de ninguna agencia o persona iluminó suficientemente la razón
o el método de su desaparición.
Fue poco después de este incidente que, por primera vez en mi vida, fui solo a hipódromo que
mi hermano y yo habíamos visitado juntos en tantas ocasiones previas. Ahí miré a los caballos desfilar
en la pista y cada carrera de la primera a la última.
Después de la última carrera del día, mientras los caballos dejaban la pista para volver al área
donde eran guardados en establos, vi que uno de los animales, un semental roano, tenía ojos que eran
del más pálido y más peculiar tono de gris. Cuando este caballo en particular pasó junto al lugar donde
yo estaba parado, los ojos se posaron sobre mi, mirando directo a los míos de una manera que parecía
amarga y completamente brutal y que expresaba para mi la sensación de algo inusual, algo
verdaderamente demoníaco que nunca me atreví a nombrar.

V. El frenesí fenomenal

Por un tiempo estuve buscando comprar una casa en la que, sin tener en cuenta sucesos
imprevistos, planeaba vivir por el resto de mi vida. Durante este período de búsqueda de casa, me
encontré considerando propiedades que quedaban cada vez más distantes de otras cercanas, hasta que
finalmente mi búsqueda de una casa donde vivir por el resto de mi vida tuvo lugar enteramente en áreas
remotas, a kilómetros de pueblos aislados. Yo mismo me asombraba, a veces, de los paisajes rurales en
los que me aventuraba para investigar algún lugar viejo donde un agente inmobiliario me había
enviado, o en los que simplemente me encontraba durante el curso de mis vagabundeos cada vez más
lejos de cualquier región desarrollada, o incluso alguna que tuviera una proximidad remota con alguna
otra casa.
Fue cuando manejaba con mi auto por uno de esos paisajes de caminos alternativos, en una
tarde ventosa de noviembre, que descubrí el tipo de casa aislada que, en ese punto, era el único lugar
concebible en el que podía pensar vivir por el resto de mi vida con alguna chance de estar en paz.
Aunque esta estructura de dos pisos estaba en un relativamente parejo y austero paisaje rural, con unos
pocos árboles pelados y un tanque de agua arruinado interviniendo entre ella y el opaco paisaje otoñal,
no me di cuenta de su presencia hasta que casi la pasé de largo.
No había signos de jardinería en los alrededores inmediatos de la casa, solo el mismo pasto
agrisado que cubría el suelo en toda el área hasta donde el ojo podía ver. Sin embargo la propia casa
parecía relativamente nueva en su construcción, y no era exactamente el tipo de lugar en ruinas en el
que yo esperaba vivir el resto de mi vida, en decadente reclusión.
Ya mencioné que era un día ventoso y, mientras estaba contemplando esta casa
espectacularmente aislada, la atmósfera del vasto paisaje rural se volvió casi ciclónica. Aun más, el
cielo empezó a oscurecerse en los bordes del horizonte, aun cuando no se veían nubes y faltaban
muchas horas hasta la cercanía del crepúsculo. Mientras la fuerza de los vientos se hacía más fuerte, los
únicos otros protagonistas de ese paisaje –los pocos árboles desnudos y el tanque de agua arruinado--
parecían alejarse en la distancia, alejarse de mi, mientras la casa ante la que estaba parado parecía
acercarse cada vez más.
En un irreflexivo momento de pánico volví corriendo a mi auto, y luché para abrir la puerta
mientras el viento la golpeaba. Cuando estuve dentro del auto, encendí el motor y manejé tan rápido
como las condiciones lo permitieron. Aún asi no parecía hacer ningún progreso en la ruta por la que
había llegado a esa región: el horizonte seguía oscureciéndose y alejándose de mi mientras la casa, en
mi espejo retrovisor, permanecía constante en su perspectiva acechante.
Eventualmente, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar y ese paisaje, junto con la casa de
dos pisos, disminuyó detrás de mi.
Solo mas tarde me pregunté dónde viviría el resto de mi vida. Y solo sería posible en ese
paisaje, ese remoto paraíso en el que había sido erigida una casa que parecía perfectamente diseñada
para mi. Sin embargo este mismo lugar, un verdadero lugar de descanso en el que debería ser capaz de
vivir el resto de mi vida en alguna especie de paz, ahora era solo una cosa más a la que debía temerle.

Epílogo

Además de estas cinco historias presentadas aquí, también encontré notas, la mayoría en la
forma de frases inconexas, para una sexta historia con el aparente posible título de “Feria de
atracciones”. Siguiendo el estilo de las otras piezas, esta historia parecía destinada a no ser más que una
viñeta onírica, un episodio del “peculiar y ridículo negocio del espectáculo”, para citar las notas del
autor. Había otras frases o ideas únicas que aparecían en estas notas que también emergieron en mis
conversaciones con el autor cuando estábamos sentados en la cabina del rincón de la cafetería, durante
el curso de varias noches. Por ejemplo, frases como “la volatilidad de las cosas” y “mutaciones
inesperadas” aparecían a repetición, como si fuesen a servir de principios rectores para esta
presumiblemente abandonada narrativa.
Supongo que no debería haberme sorprendido encontrar que el autor de la narrativa abortada
había hecho referencias a mi persona, teniendo en cuenta que claramente había caracterizado su trabajo
como “desdicha autobiográfica”. En estas notas aparezco vagamente referido como “el otro hombre en
la cafetería” y como un “pobre insomne que manufactura enigmas artísticos para si mismo con el fin de
distraer su mente de este pueblo de feria en el que ha pasado su vida”. Las palabras “pueblo de feria”
aparecían antes en lo que parecía un intento de primera frase de la abortada, o quizá deliberadamente
abandonada, historia.
Esta oración en particular es interesante porque directamente sugiere una continuidad con una
de las otras historias, algo que, me di cuenta, está ausente entre estos febriles, aparentemente insanos,
fragmentos. “Después de fracasar en el intento de encontrar una casa en la que vivir en el resto de mi
vida”, empezaba la frase, “empecé a viajar frenéticamente de pueblo de feria en pueblo de feria, cada
uno descendiendo más que el anterior en las profundidades del mundo del negocio del espectáculo”.
Dada la naturaleza incompleta de las notas para el relato llamado “Atracción de feria”, sin mencionar la
cualidad altamente elíptica que era conspicua incluso en los trabajos completados del autor, no busqué
el mínimo de coherencia y continuidad que él le asignaba a los “episodios sin sentido” que formaban el
estrato principal de sus escritos y su experiencia del mundo. Y en un punto estas notas dejaban de
parecer un esquema para un work in progress y tomaban el tono de un diario o una confesión privada.
“Le dije a X (una referencia a mi, asumo) que escribía porque estaba motivado a hacerlo”, decía.
“No mencioné qué podía constituir esa motivación y él no preguntó. Muy extraño, porque parecía
desplegar todas las cualidades de un temperamento altamente receptivo, sin mencionar esos menos
sutiles rasgos que fueron evidentes desde nuestro primer encuentro. Como mirarse en un espejo de una
feria de atracciones: el parecido resplandeciente de nuestras búsquedas literarias, nuestro insomnio
compartido, incluso la marca de cigarrillos que ambos fumábamos, a veces encendiendo al mismo
tiempo. Yo no le iba a prestar atención a estos detalles, pero ¿por qué no lo hizo él?”
Recuerdo que una noche cuestioné el significado de la afirmación de mi compañero acerca de
que todo (en ese mundo “parque de atracciones” quiero decir) era últimamente peculiar y finalmente
ridículo. En sus notas o confesiones escribió: “No existe un estándar para la peculiaridad o ridiculez de
las cosas, ni siquiera uno que sea inexpresable o imposible de conocer, palabras que son sólo una
fachada o un subterfugio. Estas cualidades –lo peculiar y lo ridículo-- son inmanentes y absolutas en
toda existencia y lo serían en cualquier orden existente concebible...”
Esta última oración está transcripta de las notas del autor, truncada por la elipsis para que
pudiera saltar de inmediato al siguiente pensamiento, escrito en la misma línea: “¿Por qué X no desafió
esta afirmación? ¿Por qué dejó que quedaran en la superficie cosas que podrían haber ido mucho más
profundo?”. Y en la línea directamente debajo, escribió: “Alguna peculiar y ridícula fe en un pueblo de
feria”.
Después de que terminé de leer las cinco historias completas y las notas-diario o confesión
relacionadas con un sexto relato, me fui de la cafetería, ansioso por conseguir que ni un leve toque del
amanecer, que se aproximaba, me encontrara sentado en esa cabina del rincón, una circunstancia que
siempre encontré profundamente deprimente por alguna razón. Seguí mi curso habitual de calles
secundarias y callejones hasta mi casa, haciendo pausas cada tanto para admirar el sugestivo fulgor en
la ventana de un pequeño negocio o la red de cables flojos que estaba por todas partes: el poder que
surgía de ellos parecía tirar de mi y poner cada uno de mis pasos en su lugar.
Este era de hecho un pueblo de feria en todo sentido, peculiar y ridículo en su esencia, aunque
no más que cualquier otro lugar. Pienso que mi compañero de cafetería pudo en algún momento
encontrar una profunda apreciación por el estado de las cosas, pero de alguna manera lo había perdido.
Al final parecía que era incapaz de conseguir incluso una actitud de resignación y mucho menos la
fuerza para dejarse llevar por las realidades inmanentes y absolutas, las grandes cuestiones inescapables
que había tenido el privilegio de vislumbrar, digamos, al final de una oscura y vacía escalera.
Casi había llegado a casa cuando escuché una conmoción en una pila de escombros debajo de la
luminescencia azulada de una lámpara, en un callejón. Al mirar con detenimiento en la pila de latas de
pintura vacías, ruedas de bicicleta sin llantas, varas de cortina oxidadas y cosas por el estilo, vi a una
pequeña criatura. Era algo que podría haber salido de una jarra en una exhibición de un museo o de una
feria de atracciones. Lo que recuerdo con más claridad es la impresión que me causaron sus pálidos
ojos grises, que ya había adivinado eran un rasgo de familia y que me habían mirado muchas veces
desde el otro lado de la cabina en la esquina de la cafetería.
Estos ojos ahora me miraban acusándome sobre una pila anudada de viejos diarios, esos
montones de crónicas del mundo de las atracciones. Cuando empezaba a alejarme, la criatura reducida
trató de llamarme pero el único sonido que lograba hacer era una voz áspera que brevemente hizo ecos
en el callejón. “No”, había escrito en sus notas para la sexta historia sin terminar. “Me niego a suscribir
este fenómeno del negocio del espectáculo por más tiempo”. Yo, en cambio, había triunfado sobre mi
crisis literaria y sólo quería volver a mi escritorio, el cerebro prácticamente vibrando con una energía
insólita, a pesar de haber pasado otra noche sin dormir.

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