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L
ord Cyril Halbert Algernon Monk, el undécimo duque de
Montford, se emborrachó por primera y única vez en su vida a la
tierna edad de doce años. Su mejor amigo, Sebastian Sherbrook, se
las arregló para adquirir una botella de Blue Ruin de un mozo de cuadras por
una suma de dinero que más tarde se enteraron que era excesiva (¡una corona de
hecho!) y ellos dos, curiosos como sólo los muchachos de doce años pueden estar
respecto al tema de los vicios, se escondieron en una arboleda de arbustos de
saúco fuera de su dormitorio en Harrow durante las vacaciones de invierno (ya
que ninguno de ellos tenía familia por la que ir a casa), bebieron la botella entera
como si fuera agua y se burlaron el uno del otro sobre cuán poco efecto tenía en
ellos.
Cinco minutos más tarde, estaban dentro de los arbustos de saúco, no sólo
escondiéndose entre ellos. Y eventualmente su almuerzo y también el de
Sebastian estaban en los arbustos de saúco, y sobre sus botas nuevas. Pero para la
breve euforia previa a ese terrible y desagradable bajón, la experiencia fue un
completo desastre.
Sin embargo, por fin tenía una explicación a la única cosa en su vida que
su cerebro normalmente ágil no era capaz de asimilar. Concretamente, por qué
sus padres, que habían sido dos personas racionales y bastante perceptivas (o eso
le había sido dicho) le habían dado no uno, ni dos, sino tres nombres
perfectamente horrorosos. El tipo de nombres que hacían de un niño enviado a
Harrow a los ocho años de edad un blanco fácil para sus coetáneos. Porque, hasta
ese momento, había sido criado por un equipo de abogados, tutores y sirvientes
de la casa, y había sido obedecido como un ruin déspota desde que había
aprendido a hablar en oraciones.
Harrow efectivamente tuvo un duro despertar. En ese primer año le
hicieron zancadillas, fue molestado, pellizcado, golpeado a puñetazos y el blanco
de innumerables bromas en el patio de recreo, la mayoría de ellas tomando la
forma del siempre popular poema jocoso.
Sus padres, decidió, habían estado borrachos cuando había llegado el
momento de ponerle nombre. Era lo único que tenía sentido.
Esa revelación (y el triste estado de sus botas) fue suficiente para
convencerlo de los innumerables peligros del alcohol. Nunca se emborrachó de
nuevo. No era abstemio ni de casualidad, pero conocía su límite cuando salía con
sus compañeros más imprudentes. Sabía que había tenido suficiente cuando
alguno de sus nombres comenzaba a sonarle bien. Cuando eso sucedía, dejaba su
copa, se apartaba de la licorera y daba por terminada la noche.
Lo único bueno que había salido del hecho de que sus padres murieran
trágicamente cuando él tenía cuatro años fue heredar el título y valerse de un
nombre que benditamente no era ridículo. Al no quedarle familia cercana, no
había nadie que lo llamara por sus nombres de pila. Él era “su gracia” para
sirvientes y extraños, y simplemente Montford para su círculo de íntimos.
Nadie se había atrevido a decirle Cyril, Halbert, Algernon, o incluso
Monje, a la cara desde su segundo año en Harrow tras haberle dado a Evelyn
Leighton, vizconde de Marlowe, susodicho bravucón, una paliza tan feroz que
molares, saliva y sangre habían salido volando por el patio de recreo en un radio
de tres metros. Fue la única vez en su vida que no se había desmayado al ver la
sangre, de lo alterado que estaba.
No importó que Marlowe fuese el doble de su tamaño y un año mayor. No
importó que hubiese sido suspendido por el resto del término, desterrado a una
de las fincas de campo de su tutor, sin la compañía de nadie salvo el personal.
Algo dentro de él había estallado después de uno de los infames coscorrones de
Marlowe en su cuello y un poema jocoso sin inspiración que rimaba Algernon con
erección. Él había saltado encima de Marlowe en un frenético torbellino de brazos
y piernas, soltando una letanía de maldiciones tan groseras que incluso Sebastian,
ya cansado del mundo a los diez años, había jadeado en asombro. Había tenido
que ser arrancado de la aturdida forma casi inconsciente de Marlowe por los
esfuerzos combinados de dos instructores.
Nadie le había tomado el pelo después de eso.
Y esa paliza le había ganado el corazón de Marlowe, al parecer, porque
desde ese día en adelante, Marlowe había decidido ser su amigo del alma. El muy
bastardo enfermo.
En Cambridge, con Sherbrook y Marlowe a su lado (sin mencionar haber
crecido hasta un impresionante metro ochenta y siete de altura) él ya no era objeto
de burlas. Era Montford, uno de los aristócratas más ricos y más poderosos del
reino, incluso a los dieciocho años. Por supuesto, a sus espaldas, algunas almas
valientes (incluyendo a Sherbrook y a Marlowe) lo etiquetaban como El Monje,
gracias a algunos de sus hábitos personales más peculiares que no podían ser
escondidos detrás de ningún título.
Siempre había sido quisquilloso, ¿qué podía decir?
Por ejemplo, le gustaba que sus botas brillaran hasta que lucieran como
espejos. Y cuando sus botas no estaban en sus pies, le gustaba que estuvieran
ordenadas en el guardarropa, los talones precisamente alineados. Hacía que su
ayuda de cámara, Coombes, organizara sus chaquetas y chalecos por colores:
negro, gris, azul, verde, etc., y sus pantalones por categoría: un cajón para montar
a caballo, uno para los de la mañana, uno para los de la tarde y otro para los de
la noche. Y le gustaban sus corbatas almidonadas, planchadas y anudadas
impecablemente. Si veía, sentía o sospechaba de una arruga, hacía que Coombes
le trajera una nueva inmediatamente. Invariablemente pasaba por una media
docena al final del día… el doble si había estado fuera cabalgando por sus
propiedades o practicando esgrima en su club.
Había renunciado a que Coombes lo afeitara sólo para ahorrarse la
angustia de descubrir un vello perdido a media mañana y las inevitables lágrimas
de Coombes cuando su error le era señalado. Por lo tanto, se afeitaba él mismo.
Y después de que había terminado con sus abluciones matinales, se aseguraba
que todas sus brochas, hojas de afeitar, cueros de navajas y botellas (cuadradas,
no redondas) estuvieran alineadas sobre la mesa en un perfecto ángulo de
noventa grados.
Y luego estaba su escritorio. Su escritorio era su refugio. Un escritorio más
ordenado en Londres no se podía hallar. Sus tinteros, pisapapeles, papeles
secantes y sello ducal yacían en una pulcra fila uniforme en mitad de la parte
superior, precisamente a ocho centímetros del borde. Sus papeles para cartas
yacían directamente delante de su silla, tan meticulosamente apilados que
parecían un único y grueso rectángulo.
Permitía que su hombre de negocios, Stevenage, ordenara su
correspondencia en cuidadosas pilas, las esquinas inferiores derechas alineadas.
Cuando Stevenage se había encargado de su puesto tras la jubilación del viejo
Stevenage (dado que había heredado su trabajo casi de la misma manera en que
Montford había heredado el ducado) el hombre se había atrevido a alinear la
correspondencia impecablemente, revelando un amor por el detalle y el orden
que le habló directamente al corazón de Montford.
Stevenage, sufriendo de la misma enfermedad obsesiva que su empleador,
estaba más que feliz de poner la correspondencia del duque en pilas prístinas.
Una pila de negocios inmobiliarios. Una pila de recibos bancarios. Otra para
asuntos de la cámara de los lores. Otra para su correspondencia personal. Otra
para las invitaciones sociales que quería aceptar (una pila muy corta). Otra de las
invitaciones sociales que no quería, pero se veía obligado a aceptar (una pila más
bien grande). Y otra etiquetada “Varios”, correspondencia que, al igual que los
libros de gran tamaño en su biblioteca que había desterrado a un lejano rincón,
desafiaban la categorización y lo irritaban completamente.
La pila “Varios” (comúnmente denominada Esa Pila) también irritaba a
Stevenage. Montford a menudo atrapaba a su hombre de negocios mirándola tan
nerviosamente como él mismo lo hacía cuando pensaba que nadie estaba
mirando. Stevenage estaba, si era posible, aún más preocupado por el orden de
las cosas que el mismo Montford.
Y Stevenage estaba, en esta mañana en particular, luciendo extremadamente
preocupado cuando Montford entró en la biblioteca para emprender los asuntos
matutinos. Su hombre de los negocios estaba, como siempre, inmaculadamente
vestido en un extrafino1 negro, severo e implacable, de esos que sólo los abogados
y empresarios de pompas fúnebres parecían usar, la corbata sencilla pero
perfectamente atada, su cabello gris acerado peinado y engominado, y sus
espejuelos de oro tan libres de manchas como siempre. Pero los ojos marrones
detrás de los espejuelos lucían un poco… bueno, salvajes, y el hombre seguía
lanzándole miradas a Esa Pila sobre el escritorio.
Montford supo que algo estaba terriblemente mal cuando Stevenage se
tironeó la corbata, desordenándola muy ligeramente.
—¿Qué pasa? —exigió Montford.
—No sé cómo sucedió, su gracia… cómo esto fue pasado por alto.
Ciertamente no lo sé… —Stevenage se interrumpió en su incoherencia, la
primera vez para el generalmente perspicaz hombre.
Montford se sentó en su escritorio y se preparó, y luego notó una carta
abierta que se aferraba peligrosamente al borde del abismo de Esa Pila, como si
hubiese sido dejada caer allí, sin ceremonia alguna, por su hombre de negocios.
O hubiese saltado a la vida por su propia voluntad como un pernicioso percebe,
sin importarle el caos que causaba.
Montford tomó aire y se dijo que mantuviera la calma.
—Mantenga la calma, Stevenage, y dígame el problema.
—Alyosius Honeywell está muerto, su gracia.
Hmm.
Saludos, A. Honeywell
Su gracia, decía, he confirmado que Alyosius Honeywell está muerto. Pero es, por desgracia, la única cosa que puedo
decir con certeza en lo que respecta a la familia. Todos ellos están tan locos como liebres en marzo, lo admito, aunque la señorita
Honeywell sugiere que yo soy el loco. No he localizado a A. Honeywell todavía, ya que aquí hay demasiados de ellos, pero le ruego
que considere hacerme volver a Londres a toda prisa. Los Honeywell son, en efecto, bastante inquietantes.
Stevenage.
Montford de inmediato había escrito en respuesta para que Stevenage se
quedara y llegara al fondo de los planes de los Honeywell. No deseaba ningún
asunto poco placentero colgando sobre él cuando estuviera casado.
Pero Stevenage no envió respuesta, y una semana y media pasó sin que
Montford supiera nada de su hombre de los negocios. Montford envió un aluvión
de cartas, cada una más desconcertada que la anterior. La última enviada al norte
era apenas de una oración de largo:
Todos los que conocían y amaban al clan Honeywell, y sus números eran
legión en Rylestone Green, se lamentaban por el hecho de que Astrid Honeywell
no hubiera nacido hombre. Porque tan pronto como fue lo suficientemente mayor
como para caminar y hablar, todos estuvieron de acuerdo que habría sido un
espléndido hijo para Alyosius.
Todo el mundo, claro está, a excepción de la propia Astrid. Aparte de las
ventajas obvias que ser el heredero de Alyosius le habría dado a su familia (y el
hecho de que los Honeywell podrían, de ese modo, abatir a los Montford durante
al menos otra generación) Astrid se alegraba de no ser un hombre. Ya que había
descubierto a una temprana edad que los hombres eran idiotas. Incluso su padre,
a quien había adorado con todo su corazón, había sido un idiota de primera
categoría. Especialmente después de unas cuantas pintas de la Reserva
Honeywell.
Astrid a menudo se preguntaba cómo demonios las mujeres habían
permitido que los hombres gobernaran el mundo. Los hombres eran físicamente
más fuertes, es verdad, y eran, por lo tanto, bastante buenos en conseguir lo que
querían con sus puños. Pero las mujeres eran, en líneas generales, muchísimo más
inteligentes que los hombres. Parecía algo bastante fácil aventajar al sexo
masculino a pesar de su fuerza física. Astrid lo hacía todos los días.
Pero Astrid sabía que sus preguntas eran retóricas en el mejor de los casos.
Sabía exactamente por qué las mujeres eran propiedades y los hombres sus
guardianes.
Porque la mayoría de las mujeres llenaban sus cerebritos con tantas
tonterías que no podían conducir sus pensamientos a través de ellos; una
conspiración perpetrada por modistas, costureros, clérigos, la institución del
matrimonio y escritores de novelas. Era, más bien, como ser dueño de un gran
palacio, luego llenar sólo una pequeña sala del frente desde el suelo hasta el techo
con baratijas sin sentido, chucherías y frivolidades, con apenas una silla decente
para sentarse, y luego, dejar el resto de las habitaciones para descomponerse con
telarañas y humedad.
Las mujeres podían, Astrid tenía que reconocer de mala gana, ser tan
idiotas como los hombres.
Pero eso era sólo porque los hombres las habían hecho así con su
despotismo mezquino y las leyes de propiedad paternalistas.
Por fortuna, los defectos masculinos de Alyosius no se habían extendido a
la educación de sus hijas. Había sido lo suficientemente sabio (o lo
suficientemente imprudente, dependiendo de cómo se le mirara) en creer en la
educación igualitaria de los sexos. Había sido un autoproclamado progresista,
pero la mayoría de la gente sólo le había llamado cariñosamente excéntrico, como
lo hacían todos los Honeywell. Cualquiera que fuera el caso, debido a la
excentricidad del viejo Alyosius, las chicas Honeywell eran, con mucha
posibilidad, las mujeres mejor educadas en Yorkshire.
O las peores… de nuevo, dependiendo de cómo uno lo mirara.
Astrid y sus hermanas sabían muy poco del camino de las virtudes
femeninas, el tipo de asignaturas instruidas en las costosas escuelas de élite para
damas. Cosas como servir el té, emitir conversación inútil, bordado de almohadas
y pañuelos y dar toquecitos con acuarelas eran esfuerzos incomprensibles para
ellas. Las francas Honeywell nunca emitían conversación inútil y nunca daban
toquecitos en nada. ¿Y quién, Astrid siempre se había preguntado, necesitaba ser
instruido sobre cómo servir el té, por el amor de Dios? Lo hacía todo el tiempo
con bastante facilidad sin haberlo estudiado en la escuela.
Las chicas Honeywell sabían latín y griego, idiomas europeos e historia,
filosofía y economía, e incluso una noción superficial de biología (escandalosa,
de hecho). Alice, hermana menor de Astrid por tres años, se destacaba en
matemáticas, entre todas las cosas, y ayudaba a Astrid a mantener los libros
contables de la finca en orden. A Ardyce y a Antonia, las dos más jóvenes, les
gustaba charlar entre sí en griego antiguo y recrear escenas de las epopeyas
Homéricas en el patio del establo. Astrid, como era de esperarse, disfrutaba
parloteando de teoría política más que nada, y tenía firmes opiniones sobre la
importancia del lugar de la mujer en la sociedad. Era una literata y estaba
orgullosa de serlo.
Sí, estaba bastante contenta de no haber nacido hombre. Sin embargo,
pensaba que las leyes de primogenitura en este país, escritas por hombres para
beneficiar a los hombres, eran absurdas y francamente anticuadas. Dado que no
tenía una pieza más bien inconveniente de equipamiento colgando entre sus
piernas (ah, y las Honeywell no eran flores delicadas con respecto a anatomía), se
le negaba el legado de su padre; y debido a esto, a la familia Honeywell le iba a
ser negada la casa en que habían vivido por más de doscientos años.
Sin importar el hecho de que ella hubiera dirigido la cervecería, la granja
y la finca sin ayuda de nadie desde el primer ataque de apoplejía de su padre
cuando tenía catorce años de edad. Sin importar que su personal, empleados y
arrendatarios, con algunas excepciones notables, por supuesto, la respetaban y
obedecían tanto como si hubiera sido un hombre. Sin importar que Rylestone
Hall y todos sus arrendatarios prosperaban bajo su administración. Sólo había
que cruzar el límite de propiedad hacia el condado vecino para ver lo mal que le
iba a la mayoría de los aparceros en las manos de sus aristocráticos e
incompetentes señores feudales.
Y esa era otra cosa. Astrid pensaba que la aristocracia era igual de idiota
que la especie masculina. No era de extrañar que la mayoría de los habitantes del
país estuvieran muriéndose de hambre; porque los de la clase alta acumulaban
las ganancias de sus fincas para construir enormes casas, dar elaborados bailes y
comprar nuevos sombreros a la primera de… bueno, de cambio. Por no hablar
de los ridículos pagos de guerras con los países vecinos. Era una maravilla que
las clases bajas de Inglaterra no siguieran el ejemplo de los franceses, asaltando
Whitehall (o mejor aún, la sublime banalidad de Almack’s2) y sacaran a rastras al
príncipe Regente y sus compinches hacia madame la guillotine. Astrid estaba
bastante segura que el mundo sería un lugar mejor.
Sólo había que mirar a Rylestone como ejemplo. Era una verdadera
democracia, libre de la indeseada interferencia de cualquiera con título innato. O
al menos, ella se esforzaba para que lo fuera. Gran parte de los arrendatarios no
parecían poder comprender la idea de que la mayoría mandaba y terminaban
preguntándole a Astrid qué hacer de todos modos. El monarquismo se había
convertido en un mal hábito que no era fácil de romper. Pero lo intentaba. Y
distribuía las ganancias de la finca de un banco común, sin guardar más para su
familia que los demás.
Había sido de ese modo durante el periodo de su padre, y en el periodo
de su padre (los Honeywell siempre había sido radicalmente, sino exitosamente,
progresivos), y el sistema funcionaba. El único defecto era Montford.
Montford era una entidad, invisible e inaudible, pero que siempre estaba
allí, cerniéndose sobre ellos como el Dios del antiguo testamento. O una nube de
lluvia. De su conocimiento, ningún Honeywell había visto en realidad a un
Montford desde el siglo XVII. La enemistad de siglos de antigüedad conectando
a los Honeywell con el ducado de Montford era tan impenetrable como la historia
del Génesis, recontada y reelaborada tan a menudo a través de los años que nada
2 Almack's: uno de los primeros clubes en Londres que daba la bienvenida a hombres y
mujeres a la vez. Desde el principio fue presidido por un comité de las más influyentes
y exclusivas damas de la sociedad, conocidas como lady Patronas de Almack's, que
fueron seis o siete.
más que el hiperbólico mito permanecía, pero algunos hechos estaban claros: Los
Montford normandos habían robado Rylestone de los Honeywell sajones. Los
Honeywell inmediatamente lo habían robado de vuelta. Esto continuó durante
algunos años. De ida y vuelta, ida y vuelta. Luego otro Montford envió en medio
de los Honeywell un caballo de Troya en forma de una mujer Montford. El
ancestro de Astrid había firmado un contrato diabólico a fin de que se le
permitiera tomar a la mujer por esposa.
Al parecer, ella había sido un buen partido.
Y aquel matrimonio había marcado la ruina de los Honeywell. Por
supuesto, se las habían arreglado para posponerla durante doscientos años, pero,
aun así. Ella misma se había comprado un año simplemente al olvidar,
convenientemente, informarle a Montford de la muerte de su padre. La única
razón por la que su gracia lo sabía ahora era por ese maldito señor Lightfoot.
Pero algo se le ocurriría, estaba segura. Lo que necesitaba era tiempo.
Y postergar era uno de sus puntos fuertes.
El pobre señor Stevenage nunca había tenido una oportunidad en contra
de su familia.
Astrid entró sigilosamente en el vestíbulo del castillo a la temprana luz de
la mañana un par de semanas después de la llegada del pequeño hombre extraño
e interceptó la última carta de Stevenage proveniente de Londres, como lo hacía
con toda su correspondencia. Mirando a su alrededor para asegurarse que estaba
sola, abrió la nota apresuradamente y examinó su contenido.
S
e suponía que Montford debía haber ido a algún lado aquella tarde.
Un baile, creía que era, en la casa del duque de Bedford. Se había,
luego de su última tediosa llamada matutina a Araminta,
comprometido llevar a su prometida a su primer vals. La perspectiva no había
llenado ni a Araminta ni a Montford con nada parecido a anticipación. Él
simplemente estaba cumpliendo con su deber, y también lo estaba Araminta, con
su usual porte glacial. Pero ahora, parecía, él fallaría en aquel deber esta noche
en particular. Lo cual era realmente horroroso.
Nunca fallaba en sus deberes.
Nunca.
Pero este maldito asunto Honeywell estaba cercenando su paz.
Montford no podía explicar por qué le había desequilibrado tanto, o por
qué en este momento estaba sentado tras su escritorio en la biblioteca, mirando
ausentemente la chimenea a las diez en punto de la noche. Aun así, la verdad del
problema era que, reacio como estaba a admitirlo, se había sentido dispuesto al
borde de un abismo desde que había pedido formalmente la mano de lady
Araminta, y el asunto Honeywell le había dado el empujón final.
Montford no creía que hubiera cometido un error con respecto a su
elección de duquesa. Había seleccionado cuidadosamente a Araminta de entre
todas las mujeres elegibles en el reino. Ninguna tenía su linaje impecable, su
porte o su pulcritud. Parecía lo suficientemente inteligente, así que no tenía que
preocuparse por su descendencia careciendo de inteligencia. Y ella no parloteaba
como lo hacían la mayoría de las mujeres y no tenía malos hábitos, hasta donde
sabía, eso le molestaría demasiado. E incluso si lo hiciera, poseía diecisiete
residencias, todas ellas lo suficientemente grandes como para que nunca tuviera
siquiera que ver a su esposa si así lo elegía.
Oh, y se decía que Araminta era bastante hermosa. Suponía que la
encontraba lo suficientemente atractiva en una forma puramente teórica, más
bien en la forma en que encontraba atractivas las estatuas griegas de mármol.
Pero no encontraba gran placer en su belleza y no sentía indicios de lujuria
cuando la besaba.
Lo cual era precisamente por qué la había elegido, suponía. No funcionaría
para él sentir lujuria por su propia esposa. O, Dios lo prohíba, enamorarse de ella.
Tal cosa sería el colmo de un burgués. Sin mencionar que era completa y
absolutamente imposible para Montford. Él no amaba a nadie.
Había hecho exactamente lo que se suponía tenía que hacer al cortejar a
Araminta. Y era inexplicable para él por qué debería ahora estar hecho un lío. No,
no inexplicable. Inconveniente el ser incomodado en este momento de su vida
con este imposible desasosiego.
Era un hombre formal. Un hombre frío. No negaría eso. Era la viva
encarnación de un ducado de ochocientos años. Él era Montford. Pero algunas
veces, no a menudo, pero a veces (usualmente justo después de que se hubiera
bebido un oporto o dos y justo antes de que sus nombres dados empezaran a
sonar bien en su cabeza) anhelaba ser sólo un hombre con un nombre simple, no
un título que conjuraba fantasmas ancestrales, escudos de armas, grandes fincas
y deberes, deberes, deberes.
Pero entonces rápidamente regresaba a sus sentidos. No podía de buenas
a primeras eludir dichos deberes simplemente porque era asediado por
emociones y sentimientos en sus raros momentos de debilidad. Alguien tenía que
conducir el timón, pagar las cuentas y dirigir el país. ¿Quién más iba a hacerlo?
¿Sherbrook? ¿Marlowe?
Ahora, eso era risible.
Como si sus pensamientos hubieran convocado a los demonios en
cuestión, su mayordomo tocó la puerta y anunció dos visitantes. Montford no
tuvo dificultad en descubrir quiénes eran, ya que los dos hombres irrumpieron
en la habitación tras los talones de Stallings, como era su costumbre, antes que
Stallings fuera capaz de dejar salir sus nombres. Se había convertido en una
especie de broma corriente, si tal cosa existía bajo el techo de Montford. Stallings
siempre trataba de anunciarlos apropiadamente, y Sherbrook y Marlowe siempre
lo interrumpían antes de que pudiera, uno u otro palmeando al vejete
familiarmente en la espalda y enviándolo a seguir su camino.
Lo cual Marlowe hizo ahora con un fuerte porrazo que hizo a Stallings
saltar en su lugar y gritar involuntariamente.
—Manténgase firme, vieja cosa —dijo Marlowe arrastrando las palabras,
dejando caer su considerable figura en un chaise lounge cerca a la chimenea,
enviando su sombrero de noche volando sobre un lado—. Fue sólo una palmada
de afecto. Tráiganos algunos de esos pequeños emparedados, ¿podría, Stallings?
Y quizás aquellas galletas que su pequeño hombre rana prepara allá abajo, las
que tienen esos pequeños Nicknacks en ellas. Estoy famélico.
Marlowe siempre estaba famélico.
Y nunca pedía permiso para ordenar comida de las cocinas de Montford,
comida que el chef francés de Montford, Pierre, estaba siempre ofendido de tener
que preparar. Los favoritos de Marlowe, sándwiches rellenos de “Nicknacks” y
pasteles de carne, no calificaban como merecedores del talento de Pierre.
—Muy bien, su señoría —respondió Stallings, recuperando su seriedad e
inclinándose al salir por la puerta.
—¿Qué hogueras estás levantando, Montford? —demandó Sherbrook,
quitándose sus elegantes guantes antes de merodear por el aparador y servirles
una ronda de bebidas—. Te buscamos en White’s and Belmont.
Montford gruñó, sin humor para explicarse.
—Eso fue jodidamente aplastante —añadió Marlowe—. Y
aplastantemente aburrido. Mi hermana nos arrastró allí. Creo que está tratando
de volvernos respetables. —Marlowe eructó y se rascó el trasero, ilustrando cuán
onerosa tarea se había impuesto su hermana—. Danos una copa, Sherbrook.
Sherbrook fue obligado a poner una copa de oporto en la garra extendida
de Marlowe. Puso una frente a Montford también. Montford renuentemente
tomó un sorbo, un ojo pegado en el precario agarre de Marlowe sobre su copa.
Mientras Marlowe ponía su trasero más cómodamente en el chaise, el oporto se
derramó sobre sus dedos y bajó por su manga.
Montford rodó sus ojos y se preguntó no por primera vez cómo había
llegado a pasar que estos dos amigos fueran quizás el par más descuidado de
fingidores en el país.
Al menos Marlowe lo era, con su ropa arrugada, barriga ligeramente
abultada, melena negra y lanuda y permanente estado de embriaguez. Sherbrook
era un poco más difícil de categorizar. Siempre estaba, inteligentemente, lo
suficientemente cambiado…
Bien, entonces Sherbrook era un poco más de usar sombreros, como
evidencia de su vestimenta actual. Vestía en aquel momento, un chaleco color
rosa, bordado con hilos plateados y un abrigo a juego cortado a su elegante forma
como una segunda piel, encaje de Bruselas desbordando de sus mangas. Todos
sus dedos estaban rodeados de anillos enjoyados, y no uno, no dos, sino… ¿cinco?
Relojes de bolsillo y caderas de oro entrelazadas en su abdomen. Llevaba las
incrustaciones de encaje y oro, además de las joyas, con una elegancia displicente
que ningún otro caballero inglés había igualado aún, aunque lo habían intentado.
Y siempre se las arreglaba para dar la impresión por su corbata fuera de
lugar y su cuidadosamente despeinado cabello, de haber caído de la cama. Las
damas estaban locas por Sherbrook.
En menos medida por Marlowe, quien tenía la ruda complexión y
abdomen ligeramente hinchado de un dedicado borracho. No se preocupaba
nada de su guardarropa, y salía pronto (y frecuentemente lo hacía) en público,
en su bata y un par de sandalias que había adquirido en un viaje a Grecia, con los
dedos de sus pies mostrándose para que todo el mundo los vea. Marlowe prefería
el confort por encima de todo lo demás.
Pero era universalmente acordado por ambos sexos que los caballeros en
cuestión eran los peores libertinos en Inglaterra. Peor que Byron y sus
compinches, quienes eran meros pesos ligeros en comparación. Este par había
fracasado en Cambridge, y después de un incidente en particular que envolvía al
despreciable tío de Sherbrook y el puño de Marlowe (al cual se hacía referencia
entre los tres amigos como un hecho mejor dejado sin explicación), el par, con la
ayuda de Montford, pronto compraron comisiones en el ejército, y apostaron,
jugaron y pelearon su camino a través de España y Portugal.
Después de que fueron simultáneamente heridos en Badajoz y
decamparon a Londres como héroes de guerra, no hubo infierno de juego, pista,
burdel o cualquier otro antro de perdición que se haya salvado de sus atenciones.
Sólo ocasionalmente ponían sus poco dispuestas arpilleras en lugares
respetables, habiendo sido arrastrados allí por Montford o la sufrida hermana de
Marlowe, la condesa de Brinderley.
A pesar de su reputación, Marlowe y Sherbrook eran amados por
toneladas, lo cual no sorprendía a Montford, ya que sabía que eran la fuente de los
chismes más jugosos de la sociedad. Marlowe era seguido por su ingenio, su buen
humor ligeramente ebrio y su conocimiento de la carne de caballo. Y el conjunto
de damas caía a los pies de Sherbrook, como si hubiera sido galardonado como
el hombre soltero más hermoso en Londres.
Que lo fue, según el Times.
Esa misma publicación, a menudo se preguntaba sobre su certera
asociación con los dos pícaros, como su gracia era, también de acuerdo al Times,
un pilar de moral y rectitud en el vestir y una criatura, sin embargo, de carne y
sangre. Montford estaba igualmente desconcertado por su amistad, pero tenía
que ver con el caso de que siempre, desde sus días en Harrow, él, Sherbrook y
Marlowe habían sido inseparables. Suponía que estaba fundido en el lugar de
hermano mayor, sacándolos, a ambos, de varias raspadas, urgiéndoles
precaución en las mesas de juego y exhortándolos a que por el amor de Dios,
asegúrate de que la moza esté limpia antes de que te pegues allí. Esa clase de cosas.
Cuando había migrado a Londres después de Cambridge (él no había
suspendido), Marlowe y Sherbrook le habían dado la bienvenida con los brazos
abiertos, y lo habían urgido a “tener un papel destacado” con ellos. Lo cual
significaba jugar, vagar y apresurar su camino a través de la Temporada. Pero
mientras sus mejores amigos se habían vuelto los Peores Libertinos en Londres,
de alguna forma, él no había calificado para tal altanero apodo.
Después de todo, alguien tenía que mantener la cabeza a nivel para poder
rescatar a Marlowe y a Sherbrook de lo peor de sus excesos, ahuyentando a quien
sea que fuese a buscar pelea con ellos, y llevándolos a sus camas cuando habían
perdido la habilidad de estar de pie.
Montford era Montford, y ese era precisamente el problema de Montford
en aquel momento, mientras se sentaba detrás de su escritorio, probando su
oporto y mirando con nostalgia a sus amigos haraganear por la habitación,
sintiendo como si su cabeza pudiera explotar en cualquier momento.
Stallings regresó, llevando una bandeja cargada con té, bocadillos y
galletas. Marlowe fue levantado de su adormilamiento lo suficiente para
prestarle poca atención a los alimentos, entonces caer contra el chaise lounge,
cerrar sus ojos y tomar su oporto. En ese orden.
—Estás incluso menos divertido de lo usual —dijo Sebastian
afectuosamente, encaramándose en el borde del escritorio y fastidiando la caja
llena de plumas, sacándolas fuera de su alineación paralela al borde del
escritorio.
Montford molió sus dientes y trató de ignorar el deliberado acicateo.
Sebastian sabía precisamente cuánto lo estaba molestando. Habían compartido
habitación en Harrow, después de todo.
—Algunos de nosotros tenemos negocios importantes que atender,
Sherbrook —murmuró.
—La última vez que revisé, la casa de los lores estaba en receso.
—La última vez que revisé, tenía un ducado que manejar —respondió
Montford.
—Tienes al viejo Stevenage para eso. —Sebastian estiró su cuello por la
habitación—. ¿Dónde está tu sombra? No me digas que lo empacas en uno de tus
cajones al final del día.
Marlowe, quien había empezado a dormitar con su copa de oporto
balanceándose precariamente sobre su tripa creciente, despertó.
—¿Calzones? —bramó, buscando salvajemente alrededor de la habitación,
solo para atrapar su oporto antes de que se derramara sobre la tapicería—. Nunca
llevo esas malditas cosas. Irritan como el demonio, cielos —declaró antes de caer
de vuelta en su estupor.
Sebastian hizo una mueca.
—No necesitaba saber eso. —Se giró de vuelta a Montford, quien estaba
tratando fuertemente de no visualizar qué no estaba llevando Marlowe bajo sus
extremadamente ajustados pantalones—. Espero que dejes a Stevenage salir de
su habitación algunas veces —continuó Sebastian juguetonamente.
—Claramente lo hago, por lo cual no está aquí. —Aspiró.
—Estoy sin palabras. —Sebastian se detuvo, tomó una de las plumas, y
comenzó a girarla entre sus dedos—. Bueno, ¿qué has hecho con él?
—Está en Yorkshire por trabajo.
—No suenas muy seguro de ello.
—No he escuchado de él en dos semanas.
Debe haber sonado extraño, porque Sebastian dejó caer la pluma en su
regazo y pestañeó sorprendido.
—Estás realmente preocupado, ¿no?
—No es muy normal de su parte el mantenerme desinformado.
—Sí, uno podría esperar un recuento detallado de cada minuto de su viaje
—dijo secamente—. Es de Stevenage de quien hablamos. Un hombre incluso más
meticuloso que tú. ¿Y a dónde demonios lo has enviado? ¿Yorkshire? En
Yorkshire no hay nada más que unas malditas ovejas desde la última vez que
revisé.
—Lo envié a resolver algunos asuntos de una de mis propiedades.
—¿No estamos un poco vagos esta noche? Como tienes demasiadas
malditas propiedades, ayudaría que fueses más específico.
Montford no quería ser más específico. Él sabía exactamente cómo
reaccionaría Sebastian si traía Honeywell a mención. Dios sabía cómo Sebastian
había hurgado en la historia de los Montford y de los Honeywell. Dios sabía
cómo Sebastian vino a enterarse de las cosas que sabía. Uno no sospecharía por
mirar al modelo confeso de insolencia actualmente posado en la esquina de su
escritorio que detrás de ese rostro aburrido y cínico, residía un órgano pensador
muy agudo. Sebastian era rápido. Más rápido de lo que Montford había sido
nunca. Y tenía una memoria de elefante.
Especialmente en lo que respecta a asuntos pertinentes a la búsqueda del
placer.
Como la Cerveza Honeywell.
—¿Qué estás escondiendo? —preguntó Sebastian, con sus ojos
entrecerrados.
Maldición. Supuso que Sebastian se enteraría eventualmente.
—Alyosius Honeywell está muerto.
—Honeywell… no me importaría uno, si tienen a la mano —murmuró
Marlowe, despertado por la posibilidad de más bebidas.
—Por Dios, Marlowe, borrachón. ¡Él dijo que Honeywell está muerto! —
exclamó Sebastian, levantándose del escritorio.
El rostro lozano de Marlowe se volvió pálido como el papel. Saltó a sus
pies en un segundo, mucho más rápido de lo que Montford lo había visto
moverse en años, y en este momento estaba tan acongojado que se olvidó de su
vino tinto. La copa rodó por su estómago y cayó sobre el tapete persa.
El sonido que emergió de la garganta de Montford no fue un quejido, pero
estaba jodidamente cerca.
Marlowe secó rápidamente el frente de su manchado chaleco para un
efecto no real y se inclinó para recoger su copa.
—Por favor, discúlpame, Montford —murmuró.
—No te preocupes. Compraré uno nuevo —dijo a través de dientes
apretados, sintiendo un dolor de cabeza acercarse.
—Sí, bueno… —Marlowe se estaba durmiendo y frunció el ceño en un
obvio intento de recuperar su tren de pensamiento. Regresó con una rapidez
espantosa—. ¡Honeywell está muerto! —bramó con una pasión que Montford
hubiera apreciado en su disculpa con respecto al tapete—. ¡No me digas que la
cervecería ha quebrado! No creo poder soportarlo.
—Por supuesto que la cervecería no va a quebrar —se burló Sebastian. Se
volvió hacia Montford, luciendo un poco aprensivo—. No va a quebrar, ¿cierto?
Montford se encogió de hombros, y porque no pudo aguantarlo un
segundo más, marchó hacia la mancha, armado con un pañuelo, y comenzó a
frotarlo sobre el vino en el tapete.
—Honeywell no tenía heredero varón. La propiedad regresa al ducado —
dijo.
—Pero no lo vas a… seguramente no lo cerrarás —gritó Marlowe—.
¡Montford! ¡No serías tan cruel!
—Alyosius Honeywell murió hace un año. Claramente alguien todavía
sigue produciendo ese mejunje que llamas cerveza. No estás en peligro de morir
de sed.
—Oh —dijo Marlowe, quien, viendo que la crisis había sido evitada, se
encogió de hombros y regresó a su silla, después de servirse él mismo una nueva
copa de vino tinto.
—Oh —repitió Sherbrook, quien frunció su ceño—. Un año, dices. Cuán
peculiar. No es algo tuyo el dejar escapar un detalle como ese, Montford.
—No lo hice. No sabía que estaba muerto hasta hace dos semanas.
Sherbrook levantó una ceja.
—Por supuesto. Apuesto que eso lo has tenido metido entre ceja y ceja.
—No tienes ni idea.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—No lo he decidido.
—No vas a cerrar la cervecería, ¿no? —preguntó Sherbrook, bajando su
voz para no molestar al durmiente Marlowe otra vez.
—Apenas es rentable.
Sherbrook negó y lanzó sus manos hacia arriba en exasperación.
—Eso es todo lo que te interesa, ¿verdad? El dinero.
—No solamente eso. Pero condenadamente casi cerca. —Alguien tenía que
controlar a sus dos amigos en lo referente a las bebidas y a los pasteles de carne.
—Al menos eres honesto.
—Veamos, Sherbrook, tú sabes como los Montford desprecian a los
Honeywell.
—¿Puedo acotar que nunca has conocido a un Honeywell?
—Sí, bueno, puedes hacerlo, pero Rylestone es mi responsabilidad, y seré
un condenado antes que dejarlo continuar ser tan asquerosamente manejado. Los
arrendatarios deben estarse muriendo de hambre, considerando lo que he visto
de los retornos de la propiedad.
—¡Pero la cerveza! ¡Montford, es la mejor cerveza del reino! —sonsacó
Sherbrook, la situación difícil de los inquilinos completamente esquivada, hasta
donde tenía entendido.
Montford suspiró y frotó su frente.
—Honestamente no sé qué haré. Con Stevenage fuera de contacto, me
estoy sintiendo… desconcertado.
Sebastian asintió con decisión.
—Lo que necesitas es unas buenas vacaciones.
Montford resopló. Unas vacaciones, por supuesto.
—Los duques no tienen vacaciones.
Sebastian le dio una mirada maliciosa.
—En serio, Montford. Puedes ser tan cansino a veces. Eres un hombre
mortal, tal como el resto de nosotros. Y si me lo preguntas, necesitas aflojarte esa
corbata tuya un poco antes de que te estrangules en ella.
—Cierto, cierto —secundó Marlowe, aparentemente más alerta a lo que se
hablaba de lo que su postura indicaba.
—No te lo pregunté —gruñó—. O a ti —añadió hacia la dirección de
Marlowe.
Sebastian puso sus ojos en blanco.
—Además, no hay tiempo para… vacaciones, con lo de la boda en un mes
—finalizó Montford.
El rostro de Sherbrook se oscureció, como siempre sucedía cuando el
asunto de las nupcias venideras de Montford era mencionado.
—Esa es otra cosa, Monty. ¿Lady Araminta? ¿Estás lo bastante seguro?
—Por supuesto que estoy lo bastante seguro. Ella será la duquesa perfecta.
Sherbrook se encogió de hombros.
—Claro, si los duques fuesen tallados en piedra y encajados en hielo. Lady
Araminta es una mala dama de sangre fría, sin corazón y presumida.
Montford no se ofendió con las palabras de Sherbrook. Aceptó la opinión
de Sherbrook en el asunto concerniente a su prometida y familia, porque sucedía
ser la suya propia.
—Pensé que esa era su hermana —dijo secamente.
Los ojos de Sherbrook se entrecerraron.
—¿Qué? ¿Lady Katherine? ¿Mi amada tía? —Resopló—. Tienes razón. Diez
veces peor que su hermana. Nunca he conocido tal absoluta fatuidad, tal absoluta
frigidez…
—No estaba enterado de que habías conversado con ella —interrumpió
Montford.
Sherbrook se detuvo de inmediato, luciendo extremadamente
desperdigado.
—Bueno, no lo he hecho, pero sí la he conocido. Hemos sido presentados.
—Como si eso lo explicase.
Montford fue quien puso los ojos en blanco esta vez.
Sherbrook comenzó a caminar enfrente de la chimenea.
—Las hermanas Carlisle son las modelos de excelencia más bajas, insulsas,
insípidas, y frígidas que han existido nunca. —Se volvió hace Montford, con sus
puños apretados—. Me hace querer tomarla por los hombros y sacudir algo de
vida en ella. Y si no temiera que me convertiría en piedra simplemente por
tocarla, haría…
—¿Estamos hablando de lady Araminta o de su hermana? —intervino
Montford.
Sherbrook detuvo su caminar y parpadeó.
—¿Qué?
—Dijiste ella. Que querías tomarla por los hombros y…
—Sí, sí, sé lo que dije —espetó Sherbrook. Miró alrededor de la habitación
con una expresión embrujada, luego acechó hacia el escritorio y asió su vino tinto,
tomándoselo en un trago sediento.
Montford sospechaba que Sherbrook no tenía idea de lo que había dicho,
o lo que aquello significaba. Y sabía tan bien como Sherbrook que se estaba
refiriendo a lady Katherine, no a su hermana. Sherbrook había tenido un
inmediato desagrado hacia la marquesa de Manwaring, la extraña nueva esposa
de su tío, luego de su primer encuentro en un baile algunos años atrás. Y
Montford sabía que el sentimiento era mutuo.
—Oh, ya deja el fastidio —murmuró Sebastian después de tomarse su
trago—. Ya basta de las malditas mujeres.
—Cierto, cierto —intervino Marlowe.
Sebastian saludo a Marlowe con su copa vacía, luego se volvió hacia
Montford.
—Sé que odias viajar, Montford, pero tal vez debas ir a Yorkshire.
Montford odiaba a más no poder el viajar. Físicamente lo aborrecía.
—Nunca.
—Suena ideal.
Montford se puso receloso.
—¿Por qué no confío en ti en este momento?
Sebastian curvó sus labios.
—Bueno, me parece que necesitas aclarar tu cabeza. Y Yorkshire, con todo
el pasturaje y ovejas y cosas por el estilo, parece un buen lugar para hacerlo.
Escuché que el aire en Yorkshire es precioso en este momento del año.
—No tengo dudas de que huele a estiércol.
—Puedes volcar algo de esa ira reprimida hacia los Honeywell. Sacarlos
de su casa y hogar. Cerrar la cervecería.
—Nunca volveré a hablarle si lo hace —amenazó Marlowe desde el
sillón—. Díselo, Sherry. Si cierra la cervecería, dejaré de ser su amigo.
—Tal vez puede que al menos perdones la cervecería —dijo Sebastian con
un guiño—. A menos de que quieras molestar a la mitad masculina de todo el
país.
Montford resopló.
—¿Cómo alguien puede beber esa asquerosidad?
—¿Alguna vez has bebido una cerveza?
—Bueno, no, pero…
—No juzgues, entonces. Ahora, ¿en dónde estaba? Oh sí, arrojar tu ira a
los Honeywell. Perdonar la cervecería. Tomar el aire fresco. Y tal vez regresar a
tus sentidos acerca de esta atrocidad al final de mes…
—Te refieres a mi boda —dijo sin emoción alguna.
—¿Cuál otra atrocidad estabas planeando?
—Puedo pensar en varias cosas por el momento, involucrándote a ti y a
esa ballena varada por allá y el fin del asunto de mi b…
Sebastian se rio y movió sus cejas sugestivamente.
—Simplemente me encanta cuando coquetea, su gracia.
—Debería quemar hasta las cenizas a esa cervecería por ese solo
comentario. —Se dirigió hacia la puerta.
—¿A dónde vas? —gritó Marlowe, sentándose.
A golpear mi cabeza.
—A la cama.
—Eres un condenado estirado, Monty —replicó Marlowe secamente.
—Te lo he dicho, no me llames así.
—¿O qué? ¿Romperás mi nariz nuevamente?
—No me tientes.
—Que tengas sueños placenteros —gritó Sebastian, mucho después de
que Montford cerrara la puerta de un golpe detrás de sí.
Sus conversaciones a menudo terminaban de esta forma. Y él sabía que
cuando descendiera en la mañana, encontraría su despensa de bebidas vacía,
evidencia de la diversión que sus amigos habían tenido en su ausencia y a sus
expensas.
Generalmente, Montford nunca escatimaba la diversión de sus amigos.
Sabía como un hecho, que ambos bordeaban perpetuamente el territorio del
deudor y trastabillaba su camino a través de la vida cenando en las mesas de sus
amigos y bebiendo sus licores. No le importaba cuando tomaban ventaja de su
generosidad, ya que ellos nunca le pedían préstamos o le importunaban en
ninguna otra manera… bueno, aparte de conseguir emparedados de su cocinero
con zalamerías y bebiendo su vino tinto. Pero esta noche, realmente estaba
considerando ponerlos en su lugar.
Lo cual era una locura. Ellos eran sus mejores amigos, después de todo.
Sus únicos amigos, ahora que pensaba en ello.
Y esta comprensión sólo lo hizo sentirse peor. Sus únicos amigos en el
mundo eran un par de sanguijuelas quienes lo usaban por sus emparedados y
sus bebidas, y quienes no lo serían más si se atrevía a privarlos de sus malditas
cervezas.
Su vida, pensó sombríamente mientras avanzaba hacia la gran escalera de
mármol en el cavernoso vestíbulo dorado, era tan vacía como esta casa.
Tal vez sí necesitaba unas vacaciones.
TRES
Cuando El Duque Se Arriesga A Ir A Tierras
Salvajes
Traducido por Otravaga y Delilah1007
Corregido por Simoriah
A
demás de sus variadas y bien documentadas conductas
compulsivas, los demonios internos de Montford se
manifestaban en dos aversiones distintas: Montar en carruajes y
la vista de la sangre. No podía explicar estas fobias más de lo que podía explicar
por qué odiaba permitir que los diferentes alimentos se tocaran en el plato de la
cena. Pero se había convertido en un experto en ocultar sus temores, pues nunca
haría bien que la gente descubriera que el duque de Montford tendía a vomitar
en las carrozas y a desmayarse cuando se raspaba.
Evitaba viajes largos que requerirían de un carruaje y montaba su caballo
cuando le era posible. Cuando practicaba esgrima, un deporte en el que se
destacaba, se aseguraba de que su florete nunca se aflojara, evitando de ese modo
cortar a su oponente. Y si él resultaba cortado, que no era a menudo, y por lo
general sólo de la experta mano de Sebastian, nunca bajaba la vista a la herida.
Afortunadamente, sólo uno de los duelos en el que había sido el segundo de
Marlowe había terminado en un derramamiento de sangre, cuando su amigo
había recibido una bala en el hombro. Nadie notó su mareo, sin embargo, con el
drama que había seguido.
No obstante, tres días después de hablar con sus amigos, Montford llegó
a Rylestone Hall después de un terriblemente largo y desordenado viaje hacia el
norte. Su agitación por la situación había por fin superado su aversión a viajar, y
decidió soportar unos pocos y miserables días viajando en lugar de dejar que este
asunto de Honeywell quedara sin resolver.
Como no podía soportar hospedarse en una posada de carretera infestada
de alimañas, y como no poseía otras residencias entre Londres y Rylestone, había
hecho que su conductor se detuviera sólo el tiempo suficiente para que él
vomitara, para que Coombes le volviera a atar la corbata o para que los caballos
fuesen cambiados. El viaje, incluso a semejante ritmo, sólo debería haber durado
dos días, pero al segundo día, uno de los caballos quedó rengo, y había tomado
toda la tarde ubicar un reemplazo.
Al tercer día, según sus cálculos, que siempre eran precisos, debería haber
estado en la finca a media mañana. Pero Rylestone resultó tan esquivo como un
oasis en el desierto. Los valles de Yorkshire difícilmente estaban hechos de arena,
pero sin duda calificaban como un desierto para Montford, quien tenía poco
amor por la vida pastoral. Tenía que reprimir un escalofrío cada vez que miraba
por la ventana y veía más allá de él nada salvo interminables extensiones de
tierras de cultivo y bosques madereros, salpicados por la ocasional vaca u oveja.
Todo parecía insoportablemente rústico... y sucio.
Para el mediodía, estaba claro que estaban perdidos, y ordenó a su
conductor detenerse en la aldea más cercana para pedir direcciones. La aldea,
que parecía tener más ocupantes ovinos que humanos, demostró ser de poca
ayuda para ellos. Claramente, los ocupantes humanos de la aldea estaban tan
poco impresionados por el blasón ducal en su carruaje como el ganado, y poco
dispuestos a ofrecer mucha ayuda. Las direcciones que finalmente le sacaron a la
fuerza a un hombre, que acababa de salir dando tumbos de la taberna
tremendamente embriagado, fueron pronunciadas en un espeso acento del norte
que fue tan ininteligible como el chino a los oídos de Montford.
Newcomb, su conductor, más agotado por el viaje que Montford (ya que
los conductores no podían dormir) despidió al hombre con unos pocos chelines,
y se volteó hacia Montford, quien se asomaba por la ventanilla del carruaje, débil
por las náuseas del viaje.
Coombes se encogió medroso en su asiento, el pañuelo cubriendo su
sensible nariz, los ojos abiertos como platos por el fragante parche de barro en el
que estaba parado el conductor.
—¿Qué demonios dijo? —exigió Montford.
—Ni idea, su gracia. Pero hizo algunos gestos con las manos a los que creo
que puedo darle un poco de sentido. —La frente de Newcomb se frunció—. Eso
o me estaba insultando.
—Roguemos porque sea lo primero.
—Este, creo que quiso decir —dijo Newcomb, encogiéndose de hombros
de la manera de aquel que estaba simplemente demasiado cansado para
importarle mucho a dónde iban ya. Luego se volvió a subir al asiento y azotó al
tiro de caballos a un trote, poniéndolos en un fangoso camino que lucía como
cualquier otro fangoso camino que habían tomado en Yorkshire.
Unos minutos más tarde, Montford hizo que Newcomb se detuviera para
poder asomarse por la ventana y vomitar por quincuagésima primera vez en
cuarenta y ocho horas, a pesar de que no había nada en su estómago.
Cuando Montford logró meterse de nuevo en el carruaje, Coombes miró
la corbata menos que impecable de Montford con una expresión ligeramente
acusadora.
—No diga nada —gruñó Montford—. Podemos recuperarnos cuando
lleguemos.
Coombes parecía extremadamente dudoso acerca de eso.
—Pero, su gracia —dijo en un susurro, como si tuviera miedo de ser oído
por las paredes del carruaje—, no creo que se bañen tan al norte.
Montford reprimió una réplica a esta ridícula afirmación, pero era una
afirmación ridícula que reflejaba los propios miedos de Montford. ¿Quién sabía
qué terrible destino les esperaba en Rylestone Hall? ¿Retretes al aire libre?
¿Letrinas? Se estremeció.
Casi esperaba encontrar al pobre Stevenage acabado, o por lo menos,
sumido en el espeso barro de Yorkshire, puesto allí por un vengativo Honeywell.
Comenzaba a dudar de su propio juicio en someterse a este viaje a solas
con nadie más que Newcomb y Coombes, pero él siempre viajaba ligero cuando
tenía que hacerlo, pensando que entre menos estuvieran al tanto de su débil
estómago, mejor. Newcomb era un hombre lo suficientemente sólido: Un ex-
boxeador de Liverpool, y extremadamente leal a Montford. Montford tampoco
dudaba de la lealtad de Coombes, pero a menos que tuviera que ver con chalecos,
colonia o limpiabotas, el hombre estaba completamente perdido.
Montford había esperado hacer una entrada triunfal en Rylestone Hall y
tener a todos bajo su techo doblegándose a su voluntad. Incluso el príncipe
Regente tendía a seguir sus directivas. Pero en este caso no estaba tan seguro.
Cuanto más lejos viajaban, más apartado se sentía del mundo civilizado.
Rylestone Hall era más remota de lo que él había asumido, ciertamente más
remota que cualquiera de sus otras fincas… con excepción de aquella en la Isla
de Mull3 la cual no tenía intención de visitar jamás.
Tomaría días para llegar a algo siquiera semejante a una ciudad. Y si le era
tan difícil localizar el Hall, ¿cómo diablos iba a encontrarlo alguien más, si algo
le sucediera...?
Santo Dios, él no era paranoico, tuvo que recordarse. En realidad, no creía
que algo siniestro le hubiese ocurrido a Stevenage… bueno, no tenía mucho más
que la más pequeña de las persistentes sospechas. Pero a juzgar por la acogida
4 Constable: John Constable, pintor romántico inglés conocido por sus paisajes.
Coombes estudió el castillo, sacó su pañuelo y se secó la frente, que había
estallado en un sudor muy desaliñado.
—Creo que tiene razón, su gracia. Santo cielo. No vamos a hospedando
allí, ¿verdad? —prácticamente aulló el hombre.
—Cálmese, Coombes —dijo Montford, sintiéndose cualquier cosa menos
calmado. No podía apartar los ojos del castillo, sobre todo de la torre norte, que
se inclinaba peligrosamente hacia la torre sur, como la espalda de una anciana,
desafiando todas las leyes de la teoría newtoniana. Era como mirar un terrible
accidente de tráfico, o una horrible desfiguración facial. Uno simplemente no
podía apartar la vista.
Ahora realmente deseaba con todo su corazón que este fuese otro lugar
menos su destino final. Aunque en el fondo sabía que habían llegado a Rylestone
Hall. ¿Quiénes sino los Honeywell vivirían en un castillo torcido?
Se detuvieron en el torreón del castillo y esperaron durante varios minutos
a que alguien los recibiera, como era costumbre. Cuando eso no sucedió,
Montford le ordenó a Newcomb que llamara a la gran puerta de roble llena de
hoyos. Nadie respondió, excepto una ráfaga de cuervos graznando, que parecían
tener un nido en las almenas de arriba.
Newcomb se volteó hacia él y se encogió de hombros.
—Por el amor de… —murmuró Montford, abriendo la puerta del carruaje
y bajando los escalones, directo a un charco de barro que llegaba hasta los
tobillos. Se miró las botas, miró a Newcomb, quien muy sabiamente no sonreía,
y maldijo.
Subió los escalones de piedra a grandes pasos para pararse al lado de su
chofer y golpeó la puerta con fuerza. Y golpeó y golpeó hasta que el marco de
roble se estremeció y los cuervos graznaron otra protesta.
—¿Tal vez no hay nadie en casa? —sugirió Newcomb, el cual obviamente
no era el caso, por la cacofonía de sonidos que provenía de detrás de la puerta,
muchos de ellos humanos. Alguien estaba en casa. Alguien evitaba contestar.
Empezó a llamar de nuevo, desesperándose por las manchas en sus
guantes.
Finalmente, cuando estaba a punto de lanzar las manos al aire en señal de
derrota, la puerta gimió hacia adentro. Bajó la vista y se encontró mirando a un
pequeño niño. Siete u ocho como máximo, con enmarañado cabello color marrón,
un rostro sucio y un atuendo aún más sucio que parecía una toga romana. Era
imposible saber si el niño era varón o niña. Él, o ella, lo miraba con los ojos muy
abiertos.
—¿Ésta es Rylestone Hall? —preguntó con brusquedad.
El niño simplemente lo miró boquiabierto perplejamente.
—¿Dónde están tus padres, niño? —preguntó—. ¿O un sirviente?
El niño sacudió la cabeza.
—Un adulto, entonces. Busco a un señor Stevenage. O a un A. Honeywell.
¿Conoces a alguno de ellos?
El niño asintió un tanto cauteloso.
—Entonces ésta es Rylestone Hall —dijo él.
El niño parecía renuente, pero asintió.
Finalmente estaban llegando a alguna parte. Habría estado aliviado, de no
acabar de descubrir que poseía un castillo torcido.
Comenzó a preguntarle algo más al niño, pero cuando bajó la vista, el niño
había desaparecido. Maldijo de nuevo y se volteó hacia Newcomb.
Su conductor simplemente suspiró, se quitó el sombrero y se pasó las
manos por el cabello, el cual estaba tan polvoriento por la carretera que se paraba
en puntas.
—¿Qué hacemos ahora, su gracia?
—No tengo la menor idea —dijo con toda honestidad.
—¿Puedo sugerir que entre, su gracia? ¿Y tal vez yo... y el señor Coombes,
por supuesto... —puso los ojos en blanco—... podríamos intentar encontrar un
establo? El tiro de caballos está bastante cansado.
—Bien. Envíe a Coombes después. No tengo idea de lo que haya al otro
lado, pero me gustaría algo de tiempo. No quiero que Coombes se desmaye.
—Por supuesto, su gracia.
Montford suspiró y atravesó la puerta de roble hacia el oscuro pasillo.
Siguió el sendero del niño vestido con toga por otro pasillo a la derecha, luego se
encontró en una sala abarrotada de muebles en mal estado, libros, y el tipo de
parafernalia sin sentido (estatuas de porcelana, jarrones decorativos llenos de
flores y colecciones de baratijas esmaltadas esparcidas anárquicamente sobre las
mesas) que lo hacía querer volarse la cabeza.
Pasó junto a una mesa enormemente desordenada, se detuvo y retrocedió,
incapaz de soportarlo. Reorganizó una colección de pequeñas cajas de rapé de
modo que todas estuvieran precisamente alineadas con los bordes de la mesa,
equidistantes unas de otras. Su pulso se calmó, y siguió su camino, deteniéndose
en un escritorio y mirando el libro que yacía boca abajo en el centro, abierto a la
mitad. Su ceja se alzó ante el título del lomo.
Utopía, de Sir Tomas Moro. No el tipo de libro que hubiera esperado
encontrar en una habitación con una colección de cajas esmaltadas de rapé.
Levantó el libro y se sobresaltó cuando otro volumen más pequeño cayó de entre
sus páginas.
Con algo de culpa reconoció el volumen a la primera, habiendo recibido
una copia de Sherbrook apenas unos cuantos meses atrás. La última colección de
poseía de Christopher Essex, tan espantosamente escandalosa que hacía que las
de lord Byron parecieran canciones infantiles. Pero él no poseía ninguna de las
publicaciones prohibidas de Essex porque estuviera en lo más mínimo excitado
por su contenido. En lo absoluto. Sólo pensaba que el ingenio y la manera de
escribir de Essex eran considerablemente mejores que las de otros poetas de la
época.
Pero quien fuera que estuviera leyendo este volumen claramente lo hacía
a escondidas y por pura excitación. ¡Por supuesto que Tomas Moro!
Dejó los libros como los había encontrado, o mejor dicho los alineó
paralelamente al escritorio, y salió de la habitación. Casi se murió de un salto ante
la imagen que lo recibió. Porque ahí, parado en la entrada, estaba el fantasma de
María Antonieta. O lo que, a primera vista, parecía ser esa desafortunada dama,
ataviada con un vestido de fiesta adornado con elaborados trabajos en dorado,
pasado de moda y ligeramente andrajoso que podría haber sido usado en la corte
de Versalles, con una alta y empolvada peluca de casi la mitad de la altura de la
mujer, tachonada con lazos, fruta y aves falsas, apoyados en su cabeza. Pero la
mujer era muy real, y bastante anciana, las gruesas capas de pintura a base de
plomo y carmín agrietándose a lo largo de las profundas arrugas en su rostro.
Cuando ella lo vio, dejo salir un chillido, haciendo que su peluca se
inclinara ligeramente hacia la derecha, se tomó los costados del elaborado vestido
y huyó de la habitación.
Montford la siguió con la mirada, estupefacto.
Luego comenzó a seguirla.
—¡Madam! —llamó, regresando al corredor.
Pero la anciana había desaparecido tan completamente como lo había
hecho el niño.
Él vagó por el torreón buscando algún signo de humanidad, pero sin
encontrar ninguno. Finalmente, llegó a una especie de conservatorio, tan
desordenado como lo había estado el salón delantero, y atestado de plantas en
macetas y juguetes para niños. Se abrió camino entre el desastre hasta que estuvo
parado frente a un par de puertas corredizas que llevaban a un patio con la hierba
descuidada, con una fuente ubicada en el medio con una estatua de Poseidón.
La fuente no funcionaba. Sorprendente.
Pero parecía estar habitada. Por dos niños. Uno lo reconoció como el niño
de antes. El otro lucía mayor, pero igual de sucio y carente de género. Parecían
estar ocupados con algún tipo de actuación en juego y se golpeaban con palos
mientras corrían alrededor de la fuente.
Él salió y los llamó. Ellos se volvieron, dejaron caer sus palos al verlo y
corrieron hacia los rosales. Montford avanzó a grandes pasos para alcanzarlos, y
maldijo cuando rodeó los rosales y no encontró a nadie. Inclinó la cabeza hacia
los cielos con exasperación, lo cual resultó ser una mala idea, porque se encontró
mirando la torre norte.
Se tambaleó hacia atrás, de repente mareado, y bajó la vista.
Justo en ese momento, oyó un ruido en la distancia. Sonaba como una voz
humana. Su humor mejoró considerablemente, hasta que oyó el ruido que siguió,
el cual no sonaba humano en lo absoluto. Era más como un quejido, o como un
bufido. El sonido que sólo una criatura extremadamente sucia podría hacer.
Sin más opción, siguió la dirección de los sonidos alrededor del costado
del castillo, hasta llegar a lo que parecía ser el patio de los establos, con jardín de
vegetales bastante grande que se extendía hacia un lado. Los sonidos parecían
surgir del jardín, y finalmente vio una cabeza humana elevarse, luego volver a
desaparecer al otro lado de un muro, murmurando una maldición.
Montford miró desesperadamente la extensión de lodo que lo separaba
del jardín, luego bajó la mirada a sus botas, y comenzó a caminar. Con extremo
cuidado. A través del lodo.
Llegó al muro y espió por encima de éste. Sus ojos se agrandaron ante la
imagen. Era un muchacho con un sombrero de ala ancha, usando pantalones y
un jubón cubierto de barro, y tirando de una cuerda pegada el cerdo más enorme
que Montford hubiera visto jamás.
Por supuesto, él no creía haber visto alguna vez un cerdo, con excepción
del que agraciaba la mesa en el banquete de Navidad, pero estaba bastante seguro
que éste era el cerdo más grande del mundo. Era al menos cuatro veces más
grande que el muchacho que tiraba en vano de la cuerda envuelta alrededor de
su cuello, y probablemente crecería más dado el bocado de repollo que disfrutaba
de la generosidad del jardín.
El muchacho maldijo, tiró y no logró ningún avance con el animal, con la
excepción de un ocasional resoplido.
Montford decidió poner fin a la farsa y hacer que el muchacho hiciera algo
más útil.
—Tú ahí, muchacho —exclamó—. Detén esta tontería en este instante y ve
a buscar a alguien que esté a cargo.
El muchacho, sobresaltado por su voz, se resbaló en el lodo y cayó sobre
su trasero, el sombrero de ala ancha cayendo sobre las coles. Se volvió para
enfrentar a Montford y apartó el cabello de sus ojos, frunciendo el ceño de
manera belicosa.
Fue en ese momento en que Montford se dio cuenta que el muchacho no
era un muchacho en lo absoluto. El muchacho era… ¡era mujer! La luz oblicua de
la tarde cortó a través del jardín en ese momento, quedando atrapada en el
cabello de la mujer, haciéndolo arder con los tonos furiosos de naranja y rojo de
una hoguera. Él nunca había visto cabello de ese color, tan desconcertantemente
rojo, cayendo en una ondulada y desordenada abundancia desde inciertos
amarres en la parte trasera.
Sus cejas también eran desconcertantes, gruesas, lustrosas y casi negras,
comparadas con su cabello en llamas. También lo eran sus labios, demasiado
llenos y anchos para ser alguna vez considerados realmente bonitos, incluso si
ella no hubiera estado cubierta de pecas. Y lodo.
Él la miró, aún más mareado de lo que se había sentido mirando la torre.
Había algo en esta esta mujer, algo que no podía definir completamente,
que estaba completamente… bueno, mal. Ladeado. Sin contar que estuviera
vestida como un mozo de establo, o que tuviera el cabello del color del fuego o
que su piel estuviera plagada de pecas (¡asco!), o siquiera que estuviera cubierta
de lodo. Sentía el mismo impulso que había sentido al ser confrontado por la
colección de cajas esmaltadas de rapé: La necesidad de alinear algo antes de
ponerse a gritar.
Sus manos formaron puños a sus lados.
¿Qué era?
Los ojos de la mujer se abrieron ampliamente al verlo, y se puso de pie de
un salto, lodo volando. De alguna manera, él se las arregló para notar (aunque
no sabía por qué) que ella era una cabeza más baja que él, y que debajo de las
ropas de muchacho incrustadas en lodo ella era bastante (muchísimo) bueno,
curvilínea.
Tan curvilínea que se preguntó cómo alguna vez había confundido su
trasero con el de un muchacho.
Una punzada, caliente y destructora, atravesó su cuerpo, como si alguien
acabara de golpear un gong chino dentro de sus pantalones. Lo cual no tenía
ningún sentido. A él no le gustaban las pelirrojas bajitas. No le gustaban las
pelirrojas bajitas con curvas. Y más decididamente no le gustaban las pelirrojas
bajitas con curvas con pantalones.
Le gustaban rubias. Inmaculadas, con vestidos, rubias llenas de joyas y de
figura esbelta.
Santo Dios, ¿por qué de repente hacía tanto calor? Ya casi era octubre, por
el amor de Dios. Por la primera vez en su vida, quería aflojarse la corbata.
—Tú… em, muchacha —dijo él—. Busco al señor Stevenage.
La mirada de la pelirroja se entrecerró, y algo como una sagaz evaluación
remplazó su sorpresa inicial. Su ceja se inclinó hacia un lado, y cruzó los brazos
sobre el pecho, lo cual consecuentemente empujó sus pechos hacia arriba y hacia
afuera, enviando otra inconveniente sacudida a través de sus regiones inferiores.
Montford estaba tan completamente fuera de lugar que tuvo que agarrarse
de la pared para mantenerse derecho. Nadie jamás se había atrevido a tratarlo
con tan completa falta de consideración por su estatus. Obviamente, ella no sabía
quién era él, pero era obvio por su indumentaria que estaba montañas por encima
de su clase y estatus. Santo Dios, ¡ella estaba en un jardín con un cerdo gigante!
¿Cuánto más desagradablemente plebeyo podría volverse uno?
—Muy bien, deseo hablar con A. Honeywell.
Su ceja se elevó aún más.
—¿Lo desea, en verdad? Y cuál A. Honeywell sería ése, porque hay cinco
que responden a ese nombre.
Él iba a vomitar. De nuevo. ¿Cinco?
—Hablaré con quién sea que esté a cargo, mocosa insolente —respondió.
El rostro de la muchacha se volvió tan rojo como su cabello, y le dio una
venenosa mirada antes de darle la espalda para una vez más tomar la cuerda,
ignorándolo completamente.
—¡Usted ahí, muchacha! No seré ignorado —bramó él.
Ella resopló indelicadamente y tiró de su cuerda. Su rabia pareció darle
fuerza extra, porque finalmente logró algún avance con el cerdo, el cual trotó
algunos pasos hacia ella.
—Deseo hablar con Stevenage. Sé que le han hecho algo —insistió.
Ella pasó junto a él a la altura del muro, tirando del cerdo hacia la puerta
a unos pasos de distancia. Puso los ojos blancos al pasar, y el olor a sudor, heno
y lavanda la siguieron a su paso, sobresaltándolo.
La siguió, furioso, pero todavía un poco mareado de mirarla.
—Soy el duque de Montford. Resulto ser el sueño de esta torcida pila de
piedras, y todo dentro. Exijo ver a A. Honeywell.
La muchacha lo rodeó, claramente furiosa.
—¿Usted es el dueño de esta torcida pila? ¿Qué lo indica? ¿Un pedazo de
pergamino de doscientos años de antigüedad? —La chica resopló, destrabó la
puerta y comenzó a tirar del reacio cerdo a través de ella—. Los Honeywell
construyeron esta torcida pila de piedras con sus propias manos, en el año de
nuestro Señor de 996. Y los Montford han intentado robárnosla desde la invasión.
¡Mentirosos, malditos y arribistas normados! —se burló despectivamente,
pasando junto a él—. Sólo porque mi ancestro no pudo mantenerlo en sus
pantalones y tuvo que tener a su ancestro por esposa… manchando nuestra pura
sangre sajona, de paso… seré triplemente maldita si perdemos nuestro hogar a
manos por alguien como usted.
Montford quedó más desorientado por el arrebato de la pelirroja. Vestía
como un ayudante de establo, tenía la perfecta dicción de una persona de sangre
azul y maldecía como un marinero.
Ella era, por supuesto, una Honeywell.
—¿Es usted A. Honeywell, entonces?
—Soy una A. Honeywell —dijo ella crípticamente, deteniéndose frente a
él y mirando su rostro con desafío.
En ese momento, varias cosas sucedieron. Él se dio cuenta de porqué ella
lo hacía sentir mareado, encontró a Stevenage y el cerdo decidió comenzar a
moverse. Realmente a moverse.
Ella lo hacía sentir mareado porque, mientras la miraba a la cara desde
esta corta distancia, podía ver mejor sus ojos, los cuales eran grandes, rodeados
de pestañas del color del hollín y…
De dos colores diferentes. Uno era marrón, y el otro era azul, azul cielo.
Tuvo que apretar las manos a los costados para no estirarse e intentar
borrar tan flagrante imperfección. La lógica le decía que no podría hacerlo
meramente sacudiéndola por los hombros, pero estaba tentando de intentarlo.
Antes de que pudiera hacerlo, la puerta del establo al otro lado del jardín
se abrió de golpe, y una pareja salió disparada de ella, riéndose y tambaleándose
sobre el estiércol. Él no pudo lograr apartar la mirada del misterioso semblante
de la pelirroja, pero por el rabillo del ojo, notó a una mujer algo rolliza, pechos
derramándose por el escote de su vestido, el cabello color paja recogido de un
rostro de mediana edad pero agradable a la vista, riendo y tirando del brazo de
un hombre.
El hombre, vestido como un campesino, reía entre dientes, intentando
robarle un beso a la mujer, y zigzagueando ligeramente, hipando a cada paso.
Pero algo en el enjuto cuerpo del hombre, el cabello color plata y las gafas, las
cuales estaban ligeramente torcidas sobre su nariz semejante a un pico, distrajo a
Montford de los ojos sobrehumanos de la pelirroja.
Era…
No, no podía ser.
¿Podría?
—¿Stevenage? —exclamó, la voz reflejando su confusión interna.
El hombre se congeló, levantó la mirada del pecho de la mujer y se puso
blanco como una sábana.
—¿Su… hip… gracia… hip? —Stevenage intentó hacer una reverencia
cortés, pero se tambaleó hacia atrás y cayó sobre su trasero.
Montford se volvió hacia la pelirroja.
—¿Qué le han hecho a mi hombre de confianza? —rugió.
Pero antes de que ella pudiera contestar, el cerdo se puso impaciente y
comenzó a correr a través del jardín, arrancando la cuerda de las manos de la
pelirroja.
Y cuando el cerdo pasó junto a Montford, decidió estrellar su corva contra
sus piernas, haciéndolo tambalearse hacia atrás y aterrizar con un ruido sordo
sobre un charco de lodo que le llegaba hasta el ombligo.
Montford estaba demasiado impresionado para hacer otra cosa que no
fuera sentarse ahí, mirar alrededor del patio del establo y preguntándose si había
caído en su peor pesadilla.
O en el séptimo círculo del infierno.
Cuatro
Cuando El Duque Se Asienta En Un Castillo
Torcido
Traducido por Rihano y Giuu
Corregido por Simoriah
T
odo el infierno se había desatado en el patio. Petunia se marchó a
todo galope, derribando al duque de Montford dentro del más
grande charco en el condado, Art y Ant salieron de los arbustos,
cantando en griego y golpeándose una a la otra con sus improvisadas espadas,
Alice y tía Anabel aparecieron en la puerta a las cocinas, y dos hombres que
Astrid no reconocía (uno grande y musculoso y vestido con una librea manchada
de barro, el otro delgado, tísico y vestido como un pavo real) salieron disparados
de los establos, perseguidos por Charlie y Mick, los mozos de establo, quienes
esgrimían, respectivamente, una horquilla y un martillo.
Todos se detuvieron ante la imagen del duque de Montford sentado en el
barro, luciendo, prácticamente, listo para asesinar.
Listo para asesinarla a ella.
Ella dio un involuntario paso hacia atrás ante el helado brillo en sus ojos
plateados.
—¡COOMBES! —rugió Montford.
El tísico pavo real saltó, chillo y avanzó, moviéndose de puntillas a través
de la fangosa extensión. El duque se tambaleó hasta ponerse de pie. El pavo real
se estiró hacia su lado, sacó un pedazo de encaje de un bolsillo y comenzó a
pasarlo ineficazmente por los pantalones empapados de barro del duque.
El duque soltó un gemido de dolor.
—Por favor, se abstendrá de limpiar mi trasero, Coombes —soltó entre
dientes, apartando al hombre con un golpe.
Y porque ella no podría haberlo evitado de haber tenido una pistola
apuntándole la cabeza, Astrid dejó salir la risa que había estado intentando
sofocar desde que el duque, en todo su trajeado esplendor, había aterrizado sobre
el mencionado trasero en el barro.
El duque contuvo el aliento y la fulminó indignado con la mirada. Luego
miró a Stevenage sobre el hombro y gritó su nombre.
Ella siguió su mirada y descubrió que Stevenage ahora intentaba
esconderse detrás de Flora. Ante el sonido de su nombre, el coraje del pobre
Stevenage lo dejó completamente, y él se volteó y huyó de los establos como si
fuera perseguido por el diablo, hipando a lo largo del camino.
El duque pareció horrorizado ante la deserción de su secretario. Una vez
más volvió los acerados ojos hacia ella e intentó hablar, pero Petunia chilló y
comenzó a dirigirse hacia ellos de nuevo. El duque miró al cerdo, y algo parecido
al terror pasó por su rostro. Petunia pasó corriendo junto a ellos y regresó al
jardín.
Astrid gruñó. ¡Sus repollos! ¡Sus repollos premiados!
—¡Charlie! ¡Mick! Vigilen a Petunia —ordenó. Los dos mozos corrieron
hacia el jardín—. Flora, por qué no le muestras a nuestro invitado una habitación
para que pueda… —miró la parte más baja del duque, que goteaba con barro—
… arreglarse.
Flora asintió.
Astrid se volvió hacia el duque.
—Si eso le conviene a su gracia, por supuesto.
—Conviene —estalló, luego comenzó a caminar hacia el castillo, sus botas
chapoteando en el barro. Le dio a Art y Ant, quienes estaban dobladas por la risa,
una mirada represora al pasar, lo cual enseguida devolvió la seriedad a las chicas.
Corrieron al lado de Astrid e intentaron esconderse detrás de sus piernas.
Cuando el duque y el pavo real desparecieron dentro, Astrid dejo salir un
gemido y se volvió hacia Alice, quien había salido al patio, una mirada de puro
pánico contorsionando sus lindos rasgos.
—¡Oh, Astrid! ¿Qué vamos a hacer?
Astrid deseó saberlo. No había planeado este evento en particular.
Atrapó la mirada del fornido hombre en librea que la miraba
especulativamente. El conductor de Montford. Después de un momento, él solo
se encogió de hombros y desapareció dentro de los establos, como si nada de lo
que había ocurrido fuera en lo más mínimo preocupación para él.
Astrid suspiró.
Había sabido casi desde el primer momento en que lo vio parado al otro
lado del muro del jardín que el duque de Montford había venido de visita, como
un villano salido de un cuento de hadas. Era alto, delgado, pero aun así con un
poderoso cuerpo bajo su espléndida y principesca ropa, y parecía ocupar el
espacio alrededor de él como si lo poseyera. Como si, de hecho, poseyera el
mismo aire que respiraba, o si, como mínimo, el aire que respiraba debiera
sentirse humilde de que él le permitiera pasar dentro de sus eminentes pulmones.
Su oscuro cabello estaba cortado muy corto y domado hasta lograr una perfecta
sumisión, sus rasgos tan cegadoramente perfectos y completamente helados que
ellos podrían haber sido tallados en mármol, y sus ojos (plateados superpuestos
con hielo) la taladraban con una inteligencia y probidad que literalmente le
habían sacado el aliento del cuerpo.
Nunca antes había visto algo como él. Sólo su abrigo, de seda negra
cortada en austeras líneas que enfatizaban la fuerza del cuerpo debajo,
claramente había costado más que los guardarropas combinados de sus
hermanas y ella. Su corbata almidonada, con un solitario y gigante rubí
acomodado entre sus crujientes pliegues, era más blanca que la nieve. Su mano
perfectamente arreglada se apoyó sobre el muro, suave y sin maltratar por algo
tan plebeyo como trabajo manual, estaba adornada por un enorme anillo de sello
dorado en su largo dedo índice, coronado por un blasón decorado por otro
enorme rubí. La única señal de que él era de carne y hueso eran los oscuros
círculos bajo sus ojos y una ligera palidez en su complexión, sugiriendo un largo
y difícil viaje.
Él era ridículamente imponente. Arrogante. Tan hermoso como una
escultura de hielo. Y tan completamente arreglado, peinado y abotonado que
Astrid tuvo el sobrecogedor deseo de correr hacia él y arrancarle la corbata del
cuello.
Lo había odiado inmediatamente. Incluso antes de que él la llamara una
insolente muchacha.
Y sabía que él iba a probar ser un obstáculo casi insuperable.
Se volvió hacia Alice.
—Esconde el libro —dijo.
Alice, quien nunca había sido la persona más brillante cuando se trataba
de algo que no fuera su guardarropa, lució perpleja.
—¿Qué libro?
—El libro de la finca —dijo entre dientes.
Los ojos de Alice se agrandaron con comprensión.
—Oh, ese libro. ¿Dónde debo esconderlo?
Astrid suspiró.
—En el último lugar en que el duque de Montford lo encontraría,
obviamente.
Alice asintió y corrió hacia adentro, pasando junto a una tía Anabel de
aspecto confundido, cuya peluca estaba colocada ligeramente torcida sobre su
cabeza.
—Astrid —dijo Ant insegura, tirando de sus pantalones—. ¿Qué vamos a
hacer?
Ella bajó la mirada hacia sus hermanas menores.
—Pues, seguir como estaban, por supuesto. —Entonces una idea comenzó
a formarse en su cabeza. Le sonrió al par de rufianes—. De hecho, les doy permiso
para actuar tan traviesas como sea posible mientras nuestro huésped permanezca
aquí.
Ellas lucieran sorprendidas por un momento, luego la comprensión
floreció en sus pícaros rostros, y sonrieron astutamente. Corrieron hacia los
jardines, susurrándose la una a la otra, sin duda instigando algo muy travieso en
verdad.
Astrid asintió para sí.
—Bien, entonces —dijo, enderezándose la camisa—. A la palestra.
Si el duque sobrevivía la noche, sería un hombre muy afortunado en
verdad.
O más formidable que las fuerzas combinadas de las Honeywell. Y nadie
era más formidable que eso, incluso si él resultaba ser más poderoso que el
mismo príncipe Regente.
—Tía Anabel —dijo, tomándola por el brazo y guiándola dentro—. ¿Te
gustaría tomar el té con un duque?
—Pues, eso sería encantador, mi querida. —Ella miró alrededor,
perpleja—. ¿Qué duque?
Para cuando Montford se las arregló para lavarse, tener sus baúles sacados
del carruaje y procurar ropa fresca, el sol se ponía y cualquier vestigio de
paciencia que tenía se había perdido. El viaje había sido una pesadilla. Su llegada
había sido una pesadilla. A esta altura apenas sabía por qué había venido y
comenzaba a preguntarse cómo iba a regresar a Londres. No creía que pudiera
siquiera poner un pie en un carruaje de nuevo. Tomaría días, semanas, meses,
para que sus nervios y su estómago se recuperaran. Ahora estaba atascado aquí.
En un castillo torcido. Con cerdos. Y Honeywell.
Las manos de Coombes temblaban tan violentamente que tomó diez
intentos antes de que lograra anudar una corbata apropiada. Cuando Coombes
intentó cepillar la pelusa de su chaqueta, la paciencia de Montford se acabó.
—Déjalo.
—Pero señor, yo…
Interrumpió a Coombes con una mirada furiosa que una vez había
acobardado a todo el parlamento de aprobar una ley impopular (malditos esos
arrogantes y advenedizos reformistas) y Coombes retrocedió, el cepillo cayendo
de sus manos.
Un golpe sonó en la puerta, y la desaliñada mujer llamada Flora se asomó.
Parecía más sensata que el resto de la familia y le dio una insegura reverencia.
—Su gracia, la señorita Honeywell y… ah, la señorita Honeywell
amablemente solicitan su presencia en el salón. Em… su gracia. —Hizo una corta
y torpe reverencia de nuevo.
Él le obsequió una dura mirada. Ella se volvió y huyó.
Él rodeó a Coombes, quien todavía temblaba.
—Hazte útil e intenta encontrar a Stevenage.
Los ojos de Coombes se abrieron como platos.
—¡Su gracia! —gimió.
Montford arqueó una ceja. Coombes bajó la cabeza con desesperación.
—Sí, su gracia.
Con un gruñido, Montford salió del dormitorio a grandes pasos y caminó
por un corredor. Sólo cuando alcanzó una pared sin salida se dio cuenta que no
tenía una maldita idea de hacia dónde iba. Se volvió y tomó el camino opuesto.
Eventualmente llegó a una escalera que lucía algo familiar y descendió al piso
inferior.
Después de varios giros equivocados y una docena de murmuradas
maldiciones, finalmente alcanzó una puerta abierta con luz más allá de ésta. Miró
alrededor del borde de la puerta y se encontró mirando el desordenado salón al
que había entrado más temprano ese día. Un fuego estaba encendido en la
chimenea, y los anticuados candelabros de pared ardían con luz, lanzando
parpadeantes sombras alrededor del cuarto.
Dos mujeres se sentaban junto al fuego. Una era la anciana con el enorme
peinado Pompadour francés. La otra al principio no era familiar, vestida con un
vestido de apariencia andrajosa que alguna vez debió haber sido verde. Tenía un
escote modesto, pero parecía mal entallado, y con un talle demasiado pequeño
en el redondeado y voluptuoso cuerpo de la mujer. No tenía la más mínima idea
de por qué tan fea prenda debería hacerlo chisporrotear con calor y sólo pudo
asumir que se debía al hambre. No había comido desde el desayuno, y toda esa
comida estaba repartida por el lado del camino que iba al sur.
Pero luego la mujer se levantó, y el fuego quedó atrapado en su cabello
rojo sangre, el cual estaba recogido caóticamente y sujeto en un torcido moño en
la nuca. El reconocimiento lo inundó. La mujer del cerdo del jardín. Por supuesto.
Ella parecía estar a cargo de este lugar dejado de Dios.
Ella lo agració con una reverencia perfectamente ejecutada, lo cual lo
inquietó, porque de alguna forma sabía que se burlaba de él.
—Su gracia. Cuán encantador de su parte unirse a nosotras.
La anciana no se molestó en levantarse, sino que lo miró a través de un
monóculo.
—¿Es esto un duque, entonces, Astrid? —inquirió la mujer en un bajo
susurro.
—Sí, tía —respondió la mujer, jamás apartando la mirada de él, los labios
curvándose en una enigmática sonrisa, los ojos disparejos bailando con malicia,
retándolo a despreciar a una anciana.
La anciana rebotó en su asiento con delicia.
—Oh, ¡qué divertido! —exclamó. Hizo un gesto hacia el duque—. Bueno,
ven aquí, jovencito, y déjame echarte una mirada.
Montford encontró a sus piernas moviéndose hacia delante por su propia
voluntad. La anciana se inclinó hacia adelante en su asiento y le dio una mirada
por encima de su monóculo. Su mirada se detuvo justo en las cercanías de sus
regiones bajas. Entonces dejó caer su monóculo y se volvió hacia la otra mujer.
—A mí me parece que es un hombre, cariño.
—Mi buena mujer… —comenzó a decir él, apretando los puños.
—Su gracia, por favor tome asiento. Debe estar exhausto después de su…
terrible experiencia —interrumpió la joven, indicando un sofá bastante raído
cerca del fuego.
De repente, Montford estaba demasiado cansado para protestar, y cruzó
la habitación y se sentó rígidamente.
La pelirroja se acomodó en el asiento frente a él.
—Soy la señorita Honeywell. Y esta es mi tía, la señorita Honeywell —dijo
ella, inclinando la cabeza hacia la anciana—. Nos honra, por supuesto, que se
haya dignado a agraciarnos con su ilustre presencia. ¿Té? ¿Bizcocho? —Hizo un
gesto hacia la mesa frente a ellos.
Oh, Dios, se burlaba completamente de él. La pequeña…
—Señorita Honeywell… —comenzó a decir.
—Sin embargo —interrumpió ella, ignorándolo por completo y
estirándose para tomar la tetera—. Estoy segura, de que era completamente
innecesario que su gracia hiciera todo este recorrido por un malentendido que
fácilmente podría haber sido resuelto por correo.
Él observó con horror mientras ella comenzaba a servir el té sin la más
ligera delicadeza sobre la mesa, arreglándoselas para derramar más en los platos
circundantes y en la bandeja que en las verdaderas tazas.
Claramente ella no había ido a una escuela para señoritas donde se les
enseñaba a las damas la apropiada manera de manejar una tetera.
—¿Quiere azúcar, su gracia? ¿No? ¿Leche? Por supuesto que sí. —Levantó
una jarra de leche sobre el borde de la taza, hasta que el líquido se derramó por
el borde. Luego lo revolvió con pocas ganas, tiró la cuchara a un lado y se levantó
para entregarle la ofensiva taza.
Él la tomó en su mano porque estaba seguro que ella la dejaría caer en su
regazo si no lo hacía. Respiró hondo para calmarse y volvió al tema en cuestión.
—Señorita Honeywell, estoy seguro que no sé a qué se refiere, como estoy
bastante seguro que el correo no llega hasta aquí.
—Oh, pero sí llega —le aseguró ella.
—Puesto que he enviado casi dos docenas de cartas a esta dirección en la
última quincena sin una respuesta, estoy seguro que no es así.
Ella lo miró con inocencia y tomó un sorbo de su té.
—Pero yo no he recibido ninguna carta de su gracia. Tal vez estaban mal
dirigidas.
—No se las envié a usted. Las envié a Stevenage.
—Eso lo explicaría —dijo ella, aunque, en realidad, no explicaba nada en
su mente.
—Madam, el Royal Mail a un lado, no veo ningún malentendido entre
nosotros. Los términos del contrato son bastante claros, en mi opinión.
—¿Contrato? —preguntó ella, luciendo perpleja. Dejó caer cuatro cubos
de azúcar en otra taza y vertió leche hasta el borde. Lo revolvió cuidadosamente
y se la entregó a la anciana—. ¿Bizcocho, tía?
—Oh, sí. Dos. Joven, debe comer un bizcocho —declaró la anciana—.
Sencillamente son deliciosos. Astrid los hace ella misma. —Le sonrió
radiantemente a la mujer más joven.
—No, gracias. —Se rehusó a ser distraído, a pesar de estar muerto de
hambre—. Señorita Honeywell, sabe bastante bien de qué contrato hablo, como
usted misma hizo referencia a él más temprano en el día.
—No recuerdo haber hecho referencia a ningún contrato. ¿No le gustaría
un bizcocho? Debe estar famélico después del viaje. Su largo, innecesario viaje.
Son bastante buenos, y los hago yo misma. Una vieja receta de mi abuela
escocesa. —Le puso la bandeja de bizcochos bajo la nariz.
Él empezó a alejarla con un gesto de la mano, pero el olor a mantequilla,
azúcar y vainilla flotaron a sus fosas nasales, causando que su estómago vacío
protestara en agonía. Tomó uno con un gran espectáculo de renuencia y lo
mordió.
Y fue inmediatamente transportado al cielo.
Las migas se derritieron en su lengua en una sinfonía de dulce y mantecosa
perfección. Apenas reprimió un gemido, cerró los ojos y se recostó contra el
asiento, su cuerpo de repente sin huesos.
Olvidó todo, inclusive quién era, hasta que el bizcocho fue devorado.
Luego abrió los ojos y encontró a la pelirroja contemplándolo con una expresión
burlona. Se enderezó, la realidad estrellándose de nuevo sobre sus hombros.
Maldita sea. Ella era buena.
—Señorita Honeywell, no seré desviado. Estoy aquí para...
—¡Astrid! —llegó un estridente llamado desde el vestíbulo,
interrumpiéndolo. Otra mujer entró en la habitación apurada. Vagamente la
reconoció del patio y supo inmediatamente que era otra Honeywell.
Evidentemente una pariente cercana de la pelirroja, pero más joven, más alta, con
el cabello más castaño rojizo que rojo, y más bonita, vestida con un favorecedor
vestido de muselina. Sus ojos se agrandaron cuando lo noto a él, y derrapó para
detenerse.
La señorita Honeywell se puso de pie. La cortesía forzada a golpes en él
desde la cuna exigió que también se levantara.
—Su gracia, permítame presentarle a mi hermana, la señorita Alice
Honeywell —dijo la señorita Honeywell.
La señorita Alice hizo una bella y para nada burlona reverencia. Él la
aprobó inmediatamente.
—¿Qué sucede, Alice? —preguntó la señorita Honeywell.
—Es Petunia. Está en las coles de nuevo.
—Bueno, envía a Charlie, o a Mick.
—Lo haría, pero se han ido a la cervecería con... eh... —Alice le echó un
vistazo nervioso a él—. Roddy.
Como él no tenía idea de qué hablaban, se preguntó por qué Alice estaba
tan nerviosa.
La señorita Honeywell lucía perturbada.
—Bueno, malditos y condenados... quiero decir, cielos. Qué embrollo.
Encuentra a Ant y Art, entonces, y ponlas en ello.
Alice hizo una mueca.
—Si pudiera encontrarlas, lo haría.
La señorita Honeywell dejó su taza de té con consternación.
—No reñiré con ese cerdo otro momento. Sabes que él me odia y come mi
repollo para molestarme.
—Madam, ¿su cerdo se llama Petunia? —intervino él.
Todos los ojos se giraron a él.
—Sí —dijo ella.
—Y él es un cerdo... eh, ¿macho?
—Sí. —La señorita Honeywell parpadeó, como si él fuera tonto por
siquiera preguntar.
—Aterricé en Bedlam5 —murmuró él. Luego se estiró y tomó otro
bizcocho.
—Bien, sobre el cochero —dijo la señorita Honeywell, volteándose hacia
él—. Su chofer, o como sea que lo llame. ¿Creería que estaría dispuesto a
ayudarnos?
Él dejó salir una media risa histérica, y mordió su bizcocho. Estaba
mareado por el hambre, agotado de vomitar durante tres días completos y
rodeado de lunáticos, un bizcocho su único consuelo. Y estaba teniendo una
conversación acerca de ganado.
L
os residentes de Rylestone Hall estaban acostumbrados a despertar
al amanecer. Pero generalmente eran persuadidos de sus sueños
placenteros por las gimnasias vocales de Chanticleer IV, orgulloso
descendiente de Chanticleer I, el premiado imbécil de Alyosius Honeywell. No
estaban acostumbrados a despertar a causa de unos gritos sangrientos, sin
embargo.
Astrid, quien no había tenido sueños placenteros, y quien había, de hecho,
gastado la mayor parte de la noche soñando acerca de ser perseguida por un
monstruo de veinte metros de alto asemejándose al duque de Montford durante
la venidera carrera anual de pies y cervezas del Festival de la Cosecha, despertó
con un respingo, seguido por un golpe.
Le tomó un momento para darse cuenta que se había caído de la cama
directamente al piso. Se quedó mirando el techo, donde la temprana luz matutina
estaba comenzando a disipar las sombras, y trató de adivinar qué estaba pasando.
Aparte del hecho de que el duque de Montford había pasado la noche a dos
puertas de ella. Y apartando el hecho de que no lo había matado mientras dormía
como originalmente planeó hacer.
Luego el grito vino otra vez. Bien alto y muy humano. Astrid se apresuró
sobre sus pies y se colocó su bata, después voló hacia fuera de su habitación. Se
detuvo de inmediato ante la escena delante de ella. El pavo real, Coombes, estaba
de pie en el corredor dos puertas más abajo en un camisón y con una media para
dormir en su cabeza, cubierto en el contenido del mejunje destinado para
Petunia. Flora estaba intentando quitar una hortaliza con raíz de algún tipo de
detrás de su oreja mientras el hombre balbuceaba cosas ininteligibles, escupiendo
trozos del guiso de ayer noche.
Astrid supo inmediatamente, por la cubeta volteada rodando a sus pies y
las sonrisillas moviéndose desde la habitación al otro lado del pasillo, lo que
sucedió. Era una broma normal en el repertorio de Ant y Art, balancear una
cubeta en lo alto de la puerta como una marca inesperada.
—Presumo que fallaron su objetivo previsto. —Vino una seca voz de
detrás de Coombes.
El duque estaba de pie bajo el marco de la puerta de su habitación, vestido
en una rica bata aterciopelada del color del brandy, con sus brazos cruzados, una
ceja arqueada.
—Excelencia —farfulló Coombes, pestañeando unos pedazos de
zanahorias de sus ojos—, esto es insoportable. Profano.
—Absolutamente —acordó, su boca situada en una línea sombría.
Por supuesto que no era apropiado que Astrid riera. Cubrió su boca con
su puño para mantener la risita contenida.
—¡Antonia, Ardyce! —consiguió espetar detrás de su mano—. Vengan
aquí de inmediato.
—Pero dijiste…
—De inmediato —repitió, esperando sonar convincentemente severa.
Luego de un momento, las dos criminales obligatoriamente arrastraron
sus pies dentro del pasillo, cabizbajas.
Las enfrentó, manos en sus caderas.
—Ya escucharon al señor Coombes. Su pequeña broma es insoportable y
profana.
—No te olvides mal dirigida —añadió el duque secamente.
—Sí, eso también. Montford ni siquiera fue alcanzado por residuos… mm,
salpicado. Ahora vayan a la cocina y busquen algo para limpiar el desastre que
han causado.
—Pero Astrid, tú dijiste… —empezó Ardyce.
Levantó una ceja, silenciando a la chica.
—Vayan ahora mismo. Más tarde pueden disculparse ante nuestros
invitados.
—Sí, Astrid —dijeron al unísono, luciendo convenientemente
acobardadas.
Cuando pasaron por su lado, les guiñó un ojo. No podía resistirse. Sus
espíritus se levantaron considerablemente, y se apresuraron a irse.
Se volvió hacia Coombes, preguntándose qué hacer con el pobre hombre.
—Creo que lo mejor es que lo lleve al patio, señorita —dijo Flora—. Lanzar
algunas cubetas de agua del pozo sobre él.
Coombes lucía incluso más horrorizado.
—Sí, creo que eso es probablemente la única cosa por hacer —dijo Astrid—
. Lo siento, señor Coombes.
—No, no lo siente —observó casualmente el duque desde su lugar cerca
de la puerta.
—Bueno, vamos, señor Coombes. Tendremos todo arreglado lo más
pronto posible —dijo Flora, tomándolo por la manga y jalándolo pasillo abajo.
Coombes estaba demasiado sorprendido para hacer algo excepto seguirla,
lanzando miradas salvajes hacia su jefe.
Cuando se fueron, Astrid caminó alrededor del charco en la punta de sus
pies y levantó la cubeta vacía.
—¿Tendré que esperar esto todos los días? —Vino la voz del duque por
sobre su hombro.
Se enderezó y se volvió hacia él.
—Por supuesto que no. Como se estará yendo hoy de todos modos —dijo
con ligereza.
—No, no me iré hoy.
—Entonces no puedo decir con seguridad lo que podrá esperar en el
futuro.
—Esas malcriadas deberían recibir una paliza —entonó.
Su sangre comenzó a hervir. Colocó sus puños en sus caderas en orden
para enfatizar la retahíla que iba a emitir.
—¿Por qué, arrogante, insufrible…?
—Usted, señorita Honeywell —interrumpió—, debería ser vapuleada. —
Al final, sus palabras se volvieron lentas, su voz descendió, al igual que su
mirada—. Exhaustivamente —añadió en baja voz.
Algo cambió en su semblante de piedra, apenas perceptible. Una flexión
de su rígida mandíbula, un ligero oscurecimiento en sus ojos que se volvieron de
plateados a algo semejante a una nube tormentosa. Su mirada parecía congelada
en su cuerpo. Más precisamente, en su pecho. Miró hacia abajo y notó que su bata
se había abierto completamente, y que su camisón estaba desabotonado,
revelando una cantidad de escote que hubiera sido indecente incluso en un
burdel.
Había sido una inusual noche calurosa.
Sintió el rubor crepitar desde sus dedos de los pies y rápidamente alcanzar
la línea de su cabello.
Lentamente volvió su mirada hacia al duque, cuyos sombríos labios se
habían abierto ligeramente y cuyos parpados se habían vuelto pesados. Por
primera vez, con su cabello todavía revuelto por la cama, sus rasgos
imperceptiblemente suavizados, parecía casi humano. Y mucho más como un
hombre. Un hombre extremadamente apuesto, alto, poderoso y… atractivo.
Algo extraño y cálido y completamente ajeno al rubor se desplegó como
una floración de verano cercano a su abdomen, y su corazón comenzó a
martillear en contra de sus costillas. Comenzó a jadear como si hubiese corrido
un kilómetro.
Asió y junto su bata sobre su pecho y le miró con el ceño fruncido.
Pareció salir del hechizo que tejieron sus senos, y dio un paso atrás.
—Usted, señor, no es un caballero —dijo en una carrera sin aliento.
—Usted, madam, no es una dama —regresó sin miramientos. Cerró la
puerta de su habitación de un golpe en sus narices.
Astrid se quedó de pie por un momento mirándola.
Luego corrió a su dormitorio y cerró de un golpe su puerta. La abrió y la
cerró de nuevo, solo para enfatizar su punto.
M
ontford no podía creer lo que había sucedido hace unos
momentos. Nadie le había hecho nunca una cosa así. Era
indignante. Inexplicable.
La maldita mujer le había sacado la lengua.
Si pensaba que iba a ir tras ella, perdiendo así la poca dignidad que le
quedaba, estaba muy equivocada. No correría como un zagal común buscando a
esa pelirroja arpía.
Aunque eso era lo que sus piernas ansiaban hacer, independientemente de
su resolución.
Maldita esa mujer hasta el sangriento infierno, pero ella era una… una…
Muchacha problemática.
Una meretriz.
Peor. Sospechaba que era una intelectual. Horror. No podía pensar en
nada peor que una mujer que pretendía ser un hombre. Como si no pudiera ver
muy bien que ella era una mujer, con todo ese cabello. Y el vestido (ella había
renunciado a los pantalones hoy, gracias a Dios). Y los pechos.
Los muy llenos y muy redondos pechos que había tenido la desgracia de
vislumbrar más o menos en toda su gloria esta mañana. Sí, el camisón había
cubierto al menos la mitad de esos gloriosos montículos, pero no, el camisón no
había hecho su trabajo correctamente, debido a que el pasillo había estado frío, y
la luz de la mañana entrando a través de las ventanas había traslucido la fina tela,
era un asunto discutible en el mejor de los casos. Esos pechos eran… eran…
Problemáticos.
Y se había encontrado luchando con el recuerdo de ellos todo el tiempo
que había estado tratando de conversar con ella justo ahora. No había ayudado
cuando había chocado con ella y los mismos apéndices en los que estaba tratando
muy duro de no pensar se habían presionado contra su pecho. Ahora tenía no
sólo el recuerdo de cómo se veían, sino también de cómo se sentían (suaves y,
atractivos) para molestarle. Sin mencionar el olor de ella levantándose de su
cabello (heno, lavanda, mujer) y persistió en su nariz largo tiempo después del
hecho.
Su cuerpo, un traidor para todos los pasados Montford, se había acelerado
con una lujuria animal inconfundible.
La deseaba, se dio cuenta con alarma. Deseaba a esta mujer, lo que estaba
tan mal, tan completamente erróneo e incorrecto, más de lo que había querido a
una mujer antes. Por una fracción de segundo, cuando habían estado cuerpo a
cuerpo, se imaginó arrastrándola fuera del camino, sujetándola en el suelo y
tomándola allí mismo en los arbustos, como un animal. Había hecho más que
imaginarlo. Lo había considerado.
Claramente se había vuelto loco.
Tomando un firme control de su libido errante, Montford logró contenerse
de correr tras la señorita Honeywell. En cambio, caminó en la dirección de
Rylestone Green en un esfuerzo por despejar su cabeza. A pesar del barro y del
desorden general del mundo natural, el paseo hacia la aldea fue agradable. El
cielo era tan azul como el ojo derecho de la señorita Honeywell y suave para
principios de octubre en Yorkshire. Si hubiera sido menos mojigato, se habría
desabrochado la chaqueta y aflojado la corbata para acomodarse al calor. Pero no
lo era. Y no estaba menos preocupado por el barro en sus arpilleras de lo que
había estado ayer.
Pero no podía negar que el aire era fresco y limpio y de un ligero olor
dulce, muy lejos de la atmósfera contaminada de Londres. Era increíble lo bien
que se sentía simplemente respirar aire puro. Podría acostumbrarse a la vida
rural, si se hacía algo para eliminar la… bueno, ruralidad.
Pasó junto a un campo de pastorear ovejas, y dos de ellas paseaban en la
carretera justo delante de él. Montford saltó hacia atrás, tomando su sombrero
con la mano antes de que pudiera caerse de su cabeza.
—Buen Dios —murmuró. Se desvió alrededor de los intrusos, con cuidado
de que ninguna parte de su ropa rozara su hinchada y sucia lana blanca. Casi
saltó fuera de su piel cuando una de ellas hizo bee en la dirección general de sus
partes privadas.
Por fin, llegó a la aldea. La visión llenó a Montford con el mismo
sentimiento demasiado caliente que había tenido cuando había visto por primera
vez el castillo. Parecía demasiado perfecto, el largo y ancho verde que
proporcionaba al pueblo con la mitad de su nombre se conducía a las escaleras
de una antigua capilla normanda. El verde era bien cuidado y dominado por un
antiguo olmo, bajo el cual retozaban un puñado de niños pequeños que jugaban
a lanzar y perseguían sus mascotas. La calle principal estaba empedrada y
bulliciosa con el tráfico local, las fachadas de las tiendas recién pintadas e
impecablemente pulidas. Los ciudadanos de la aldea parecían tan prósperos y
pintorescos como el pueblo en sí. Un idilio pastoral auténtico.
Estaba muy lejos del mal estado de las otras ciudades más
aterradoramente incivilizadas que había encontrado en su viaje a través de
Yorkshire. Estaba muy lejos de lo que Montford esperaba encontrar, teniendo en
cuenta la rentabilidad de la finca.
Y sangrientamente nunca lo haría.
Rylestone Green se suponía que era una ruina.
Lo que hacía a alguien un mentiroso y un ladrón.
Sin entrar al pueblo, se dio la vuelta y se dirigió hacia el castillo, más
descontento que nunca. Desde el momento en que recibió la carta del señor
Lightfoot, se había sentido del mismo modo que hacía cuando encontraba un
libro dejado fuera de orden en su biblioteca, o cuando Coombes alineaba sus
botas con los bordes exteriores hacia adentro. Excepto que ahora el sentimiento
se había magnificado a cien veces más mientras los días pasaban y Stevenage
permanecía en silencio, sin duda por las maquinaciones de la señorita
Honeywell. Con el estrés añadido de sus próximas nupcias y la maldita inquietud
que lo había atormentado últimamente, Montford se había vuelto, en definitiva,
histérico. Era la única explicación que tenía para emprender un viaje que nunca
habría considerado de otro modo.
Y ahora que estaba aquí, ahora que había visto la prosperidad de
Rylestone, estaba más seguro que nunca de que los Honeywell le habían estado
engañando durante años. No tenía ni idea de qué hacer para arreglar las cosas.
Esta no era la situación fácil de resolver cambiando el orden de sus botas o
recolocando un libro en su correcta ubicación.
¿Cómo, se preguntó, podría uno recolocar una familia?
Bueno, al menos una cosa era clara para él. Hasta que no tuviera una
respuesta directa de la señorita Honeywell, no se iba a ir a ningún lugar. Ella
guardaba la clave de este embrollo. Si sólo ella no fuera tan… tan insufrible.
Insolente. Si sólo la mera visión de ella no le hiciera querer gritar de indignación.
Tendría más suerte capturando la luna y transportándola a la tierra que
teniendo una conversación racional con la señorita Honeywell. Pero mientras
más enfadado se ponía y más desesperado parecía todo, más quería hacer eso, no
necesariamente tener una conversación racional con la mujer. Eso nunca pasaría.
Pero quería derrotarla. No muy noble de su parte, pero así era.
En el momento que regresó al castillo, lo único que sabía con certeza era
que no iba a permitir que la señorita Honeywell lo embaucara.
Cómo hacer eso era harina de otro costal.
Mientras parecía que ella estaba determinada en evitar su compañía, sin
duda con el fin de tramar algún nefasto esquema contra él, supuso que iba a tener
que evitar su evasión.
En otras palabras, él iba a tener que atarse a su cadera.
Se estremeció de repulsión. O al menos un intento de repulsión. De otro
modo tendría que reconocer que su temblor tenía otra causa, lo que también le
inspiraba un endurecimiento de sus entrañas, y una imagen de los pechos
generosos destelló tras sus párpados. Nunca había estado impresionado por los
pechos de una mujer antes. Los senos eran brutos. Los senos eran ordinarios, tan
pueblerinos. ¿Por qué no podía sacar a la señorita Honeywell de su mente?
Negó y trató de respirar profundamente cuanto entró al torreón del
castillo.
Síguela, dijo para sus adentros. Pégate a ella. Pero no la toques de nuevo. Y no,
por el amor de Cristo, la mires por debajo de su cuello.
Había pasado demasiado tiempo desde que había renunciado a su última
amante y pedido la mano de Araminta, y eso debía ser la fuente de su problema
con la señorita Honeywell. Necesitaba a una mujer.
Sus ánimos cayeron al darse cuenta de la poca oportunidad que había de
eso en su futuro próximo. Supuso que la siguiente mujer en su cama sería su
esposa.
Una brisa ártica se deslizó pro su columna vertebral ante el pensamiento
de Araminta, y le dio la bienvenida, porque mientras la señorita Honeywell
descendía de la escalera del vestíbulo, no sintió a sus antiguos sentimientos
rebeldes sobre sus pechos volver, a pesar de que rebotaban con cada pequeño
paso que daba.
Por la velocidad con que se movía, estaba siendo obvio que trataba de
evitarlo. Pero él se paró en la parte inferior, cortando efectivamente su ruta de
escape. Ella se detuvo unos pasos atrás. Sostenía un sombrero y un par de
guantes en su mano como si se preparara para lanzarse fuera una vez más. Su
rostro estaba sonrojado por el esfuerzo y sus ojos brillaban con enojo.
Su ira le agradó. Estaba contento de saber que su compañía le molestaba
tanto como a él.
—Señorita Honeywell. ¿Iba a salir?
Ella lo miró con recelo.
—Sí, iba a salir.
—En ese caso, me gustaría echar un vistazo a los libros mientras está
realizando su negocio.
Un destello de exasperación atravesó sus facciones.
—Por supuesto, su gracia. Tenemos una excelente biblioteca.
—Los libros de cuentas, madam.
No creía que imaginara la manera en que ella empalideció ante su
declaración. Oh, la pequeña meretriz definitivamente tenía algo que esconder.
—No creo que eso vaya a ser necesario —dijo.
—Oh, pero yo sí, señorita Honeywell.
—No hay nada que le interese en este trimestre…
—Oh, lo dudo.
Ella cruzó el vestíbulo y miró hacia fuera. Su expresión cambió de
atrapada a tortuosa. Él siguió su mirada. Un carruaje se había detenido delante.
—Además de lo cual —dijo la señorita Honeywell—, no creo que sea
asunto suyo.
—¿Cómo sabe eso?
Ella le lanzó una mirada por encima del hombro que era de pura victoria
petulante.
—Debido a que mi hermano ha llegado.
SIETE
Cuando La Señorita Honeywell Intenta Cavar Un
Agujero Hacia China
Traducido por Gemma.Santolaria
Corregido por ErenaCullen
M
ontford vio a una distancia de unos pasos como la señorita
Honeywell y su hermana Alice saludaba al recién llegado. El
joven tenía una pelambrera6 y era de un estilo agradable e
insípido de paso, con los ojos grandes y marrones, y serio. Claramente estaba
relacionado con los Honeywell, como lo demostraba su cabello rojo, las pecas y
la nariz chata. Montford estaba bastante seguro, sin embargo, de que no era su
hermano. No sólo porque sus abogados le habían asegurado que Alyosius no
tenía herederos años antes, sino también por la forma en que el joven estaba
actualmente mirando a ambas señoritas Honeywell, como un ternero embobado
por la luna.
Montford resopló.
—¡Astrid! —gritó el hombre, saltando hacia la señorita Honeywell,
abrazándola impulsivamente—. Ha sido una tortura tal que… —Se sonrojó
cuando se dio cuenta de Alice de pie a un lado, también furiosamente
sonrojada—. ¡Alice! —exclamó el necio con cara de luna, saltando de la señorita
Honeywell y trotando hacia Alice. Parecía a punto de abrazarla, lo pensó mejor,
y en vez de eso le tomó la mano, besando la parte superior de esta con torpeza.
El rostro de Alice se volvió del color rosado a un carmesí. También lo hizo
el del visitante.
—Hola, Alice —murmuró.
Montford rodó sus ojos. Parecía que este caballero estaba enamorado de
las dos hermanas Honeywell. El pobre diablo.
—Hola, Wes… —comenzó Alice.
—¿Qué quieres decir con que tengo que fingir ser tu hermano? —silbó sir
Wesley mientras Astrid tiraba de él hacia el salón y le susurraba al oído—. Tú no
tienes un hermano.
—Por lo que precisamente estarás fingiendo —explicó Astrid entre
dientes. Su primo nunca había sido el estudiante más rápido, de verdad. ¿Tenía
que explicarle cada palabra?
—Pero Astrid, no puedo mentirle al duque de Montford —susurró
Wesley.
—No es una mentira. En realidad nunca dijiste que fueras mi hermano.
Wesley parecía poco convencido y muy confuso.
—Bueno, eso es porque no lo soy, ¿verdad?
Oh, por el amor de…
—Wesley, necesito que hagas esto.
La frente de Wesley se arrugó con disgusto.
—Mira, niña, no me quiero meter en esto… lo que sea que estés tratando
de lograr… ¿qué estás tratando de lograr?
—Estoy tratando de salvar Rylestone Hall. Por el amor de los cielos,
Wesley, trata de mantener el ritmo. El duque ha venido aquí porque sabe sobre
padre. Piensa que Rylestone Hall le pertenece a él ahora…
—¿Cierto?
Ella agitó su mano.
—Detalles.
Wesley suspiró.
—Ya te he dicho en el pasado que no tienes que preocuparte por tratar de
quedarte aquí cuando puedes venir a Benwick Grange. Madre…
—Tendría un ataque de vapores.
—Lo superará. —Wesley la tomó de la mano, una expresión seria cayó
sobre su rostro, recordándole a Astrid a la de un gatito asustado—. Sabe lo que
quiero, Astrid, y eso es que tú seas…
Astrid sacudió su mano libre y se anticipó a Wesley de su plana
declaración. Otra propuesta de matrimonio era la última cosa que necesitaba.
—Y tú sabes lo que quiero, Wesley. Creo que he sido clara en eso. Quiero
Rylestone Hall. Es mi hogar, y el hogar de Alice. No voy a dejar que duque de
Montford la tome sólo por un viejo trozo de pergamino de doscientos años.
Wesley le dirigió una mirada compasiva.
—¿Qué te pasó, Astrid?
Ella se puso rígida.
—¿De qué estás hablando? —preguntó.
—Recuerdo una época en la que soñabas un tipo diferente de vida. Nunca
quisiste cuidar de la finca. Ni siquiera querías quedarte aquí. No podías esperar
para salir de Rylestone.
Astrid se apartó de Wesley y miró por la ventana para ocultar su expresión
a su primo. Se vio sacudida por las palabras de Wesley, no había pensado que su
primo fuera capaz de tal cortante comprensión. Sí, una vez había soñado con algo
muy diferente. Viajar. Aventuras. Romance. Sueños tontos de una niña tonta.
Pero entonces su madre murió en el parto, y su padre se volvió… bueno,
loco, no había más remedio que tomar las riendas. Ardyce tenía dos años y
Antonia era una recién nacida, y tía Emily había amenazado con llevárselas a
ambas de Rylestone Hall para que recibieran una “educación adecuada”. Astrid
tenía catorce años, pero había luchado contra su tía y ganado. Su familia había
permanecido junta, y después de un tiempo la finca empezó a prosperar. No
podía ni imaginar cómo su vida podría haber sido diferente.
Oh, ¿a quién estaba engañando? Por supuesto que podía imaginarlo. Pero
solo eso.
No cambiaría lo que tenía ahora ni por todos los viajes y aventuras y
romance del mundo. Y no renunciaría a Rylestone Hall sin una lucha seria.
—Eso fue hace mucho tiempo —murmuró.
Wesley le tocó el hombro.
—No tanto.
Ella se alejó de su mano.
—No sabes de lo qué estás hablando.
—Sé que tratar de mantener esta finca a flote sin ayuda de nadie es
demasiado para ti.
Ella puso sus manos en sus caderas y lo miró
—Crees que soy incapaz.
—No, claro que no. Buen Dios, Astrid, tienes una manera de retorcer las
palabras de uno. Lo que quiero decir es que no es la vida que elegiste. No es la
vida que tendrías que haber vivido.
Ella se rio sin humor.
—¿Y piensa que tú es lo que tendría que necesitar? —preguntó con
amargura.
Wesley permaneció en silencio durante tanto tiempo que Astrid
finalmente se volvió hacia él. Estaba mirándola con una expresión de pánico, y
se sintió de inmediato culpable por su tono áspero.
—No sé si lo soy, ya no más —dijo Wesley en voz baja—. Pero necesitas
algo. Alguien. Antes de que te despiertes y se encuentres…
Se calló, incapaz de completar su pensamiento, sus mejillas inundadas de
color.
Al menos uno de ellos tenía filtro.
Aunque Astrid sabía exactamente lo que él habría dicho.
Antes de que te despiertes y te encuentres sola.
Lo cual era ridículo, porque tenía a Ardyce y Antonia y Alice. Y la tía
Anabel, quien no estaría por aquí mucho más tiempo, lo acepto, pero quien la
amaba. Tenía a Hiram y su familia y a Flora, y Charlie y Mick e incluso el mismo
sir Wesley. Tenía un sinnúmero de personas que la amaban y dependían de ella.
¿Cómo podría estar sola?
El duque decidió en ese momento entrar en la habitación con Alice en su
brazo. Astrid se alejó del lado de Wesley y trató de componer su rostro, aunque
sus emociones estaban en crisis. Cuando se volvió hacia los demás, el duque la
estaba estudiando interrogantemente, con ironía. Después de un momento,
volvió su atención hacia Wesley, quien se aclaró la garganta varias veces y evitó
el contacto visual con todos.
Astrid no podía leer nada en los rasgos impasibles del duque, pero había
el más suave interés ante la nueva llegada. Como si Astrid no sólo hubiera
lanzado un obstáculo de proporciones monumentales en su camino. No había
modo de que el duque le creyera, pero no la había puesto al descubierto.
Lo cual era interesante.
Y preocupante.
Astrid tenía una mente astuta, y sabiendo lo que ella misma era capaz de
hacer, temió que otros fueran igual de astutos y sin escrúpulos. Pero mientras
generalmente tenía a la mente masculina en baja estima, no se inclinaba a
subestimar a la perteneciente mente de su oponente actual. Si estaba conspirando
contra él, lo más probable era que, bueno, también estuviera conspirando en
contra de ella.
Astrid se sintió algo así como el zorro en la caza, lo que significaba que el
suque era sin duda la jauría de perros en sus talones. Pero, por su vida, no podía
pensar en una sola evasión para hacerle perder su aroma ahora mismo. Wesley
se había molestado con su sabiduría inesperada, al igual que Hiram lo había
hecho por la mañana.
¿Qué estaba mal con todo el mundo? ¿Querían que fracasara? ¿Querían que
ella y su familia perdieran su derecho por nacimiento?
El silencio en la sala se extendió hasta que fue tan tenso que Astrid temió
que Wesley dejara escapar la verdad. Él estaba, sin duda, empezando a retorcerse
bajo la mirada constante del duque.
—Así que, señor Honeywell —dijo el suque bruscamente, sorprendiendo a
todos en la sala—. ¿Por qué no nos cuenta de su viaje?
Los hombros de Wesley se relajaron visiblemente.
—Ah, sí. Mi… eh, viaje.
—Voy a ir a por té —dijo Alice, lanzándose de la habitación, como si se
escapara de una trampa.
El duque indicó una silla para Astrid, y después de un poco de vacilación,
se sentó en el borde de la misma, sintiéndose claramente nerviosa.
Wesley se sentó frente a ella después de que el duque reclamara una de
las sillas con alto respaldo, un trono como las sillas jacobitas favoritas de tía
Anabel. Cruzó una pierna encima de su rodilla y apoyó su barbilla en su mano,
arqueando una ceja, como si esperara a que la acción continuara, un rey a sus
anchas.
—Las máquinas de vapor —espetó finalmente Wesley después de un
intervalo interminablemente largo y torpe.
Astrid trató muy duro de no poner los ojos en blanco. Aquí vamos, pensó
con sombría satisfacción. Montford no sabría qué lo golpeó después de que
Wesley empezara su tema favorito.
La frente del duque se frunció con perplejidad.
—Le ruego me disculpe.
—El propósito de mi viaje. Estoy interesado en el vapor.
—Qué… fascinante —dijo el duque en un tono que delataba lo poco
fascinante que pensaba que era.
Wesley se inclinó hacia el duque de forma confidencial.
—No le diga a mi madr… —Wesley palideció y le dio a Astrid una mirada
de alarma—. Es decir, preferiría que no todo el mundo supiera dónde he estado.
Es más bien una cuestión sensible. No muchas personas entienden o aprecian mi
interés por el vapor.
Pocas personas entienden o aprecian los intereses de Wesley y punto. Él
estaba constantemente construyendo artilugios extraños y haciendo que las cosas
explotaran. El techo sobre el conservatorio de Benwick Grange había tenido que
ser reemplazado el año pasado a causa de uno de los experimentos “científicos”
de Wesley que había ido mal.
—Ya ve, he estado en el norte de la costa porque he oído de un hombre
que estaba trabajando en un motor impulsado por vapor. ¿Puede imaginárselo,
su gracia? ¿Un carruaje sin caballos? Más rápido que un grupo de veinte.
El duque hizo una mueca.
—Voy a tratar muy duro de no hacerlo —murmuró.
Wesley aparentemente se perdió el sarcasmo del duque, porque continuó
brillantemente:
—Algunos han llegado tan lejos como para sugerir equipar los barcos en
el mar con máquinas de vapor, pero no sé si estoy de acuerdo en la física de esa
idea.
—Suena extraño —estuvo de acuerdo el duque.
—Un día, el mundo va a ser movido por el vapor, recuerde mis palabras
—dijo Wesley, volando alto en su tribuna improvisada—. Es por eso por lo que
estoy invirtiendo en ello.
El corazón le dio un vuelco.
—Oh no, Wes… quiero decir Anthony. ¿De verdad crees que es prudente?
Wesley pareció molesto por su tono de voz superior, pero a ella no le
importaba. Alguien tenía que ser la voz de la razón. Él siempre estaba
profundizando en los pequeños fondos que tenían para cosas ridículas como esta.
Las máquinas de vapor de hecho.
—Por supuesto —resopló Wesley.
—Pero, ¿has visto un motor real que funcione? —presionó.
Wesley hizo una pausa, su expresión cayendo.
—Bueno, no, pero algunos han llegado terriblemente cerca. El problema
es la combustión, verás.
No, no lo veía.
Astrid suspiró y se hundió de nuevo en su silla mientras Wesley empezaba
a explicar en detalle la mecánica interna de la locomoción a vapor. No era por lo
general tan voluble, pero la presencia del duque le había puesto nervioso y estaba
poco dispuesto a hacer una pausa para recuperar el aliento, a no ser que el duque
le preguntara algo respecto a su identidad.
Afortunadamente, todos fueron salvados de morir de total aburrimiento
por un golpe seco seguido por un grito, sonaba fuera de la ventana.
El duque se vio dolido y apretó el puente de su nariz con los dedos.
—¿Y ahora qué?, me pregunto. —Le oyó murmurar.
Un momento después, Flora apareció en la puerta, agraciándoles con una
reverencia muy agitada. Evitó mirar al duque mientras decía:
—Señorita Astrid, creo que es posible que desee ir al patio conmigo.
Ella fue tras Flora por el pasillo, a través de la entrada de servicio, y hacia
el patio del establo. Wesley, Alicia y el duque caminaron detrás.
Petunia estaba suelta una vez más y enojadísima, chillando y corriendo
por el patio con Ant y Art siguiéndola, riendo y cantando en griego. El objeto de
búsqueda de Petunia parecía ser un insecto palo cubierto de barro, chillando de
la misma manera que el cerdo.
Era Coombes.
Por fin, el ayuda de cámara asediado logró izarse a sí mismo a un cañón y
espantar al cerdo con las manos.
Ella se rio y aventuró una mirada hacia el duque. Se sorprendió al
encontrar un atisbo de una sonrisa curvando la comisura de sus labios.
Rápidamente desapareció cuando descubrió su mirada fija en él. Se aclaró la
garganta y volvió a su habitual expresión severa.
—Coombes, ¿qué está pasando aquí? —gritó.
—¡Esa… esa bestia… esos… esos… niños paganos! —farfulló Coombes,
apuntando en dirección al cerdo y las niñas, que estaban desapareciendo
alrededor de los establos hacia el jardín—. No voy a tolerarlo, su gracia. Esto es…
esto está más allá de los límites —continuó Coombes—. Exijo que volvamos a
Londres de inmediato.
La mandíbula del duque se contrajo preocupantemente.
—¿Usted exige?
Coombes palideció bajo el lodo que teñía sus mejillas, su valor
menguando. Luego pareció recuperar un poco de los nervios, tomando una
profunda respiración e hinchando su pecho.
—Yo… yo no voy a permanecer ni un momento más en ese… este agujero.
—Difícilmente llamaría a Rylestone Hall un agujero, sirrah —replicó
Astrid.
—Tiene razón. Es una casa de locos —entonó Coombes. Bajó del barril,
perdió el equilibrio, y se metió en el barro. Se agitó alrededor durante varios
segundos, y finalmente se puso de pie. Su dignidad que ahora estaba
completamente en pedazos, se enfrentó a su patrón con una expresión furiosa—
. Voy a volver a Londres, su gracia.
—Maravilloso. El repartidor del correo sale del pueblo esta tarde —
respondió Astrid despreocupadamente.
El duque se acercó a Coombes, quién dio un paso hacia atrás al ver la
mirada helada del rostro de su empleador.
—Si se va, Coombes, estaré muy disgustado —le advirtió el duque.
Petunia eligió ese momento para volver a entrar al patio. Chillando con
todos sus pulmones, se lanzó directamente hacia Coombes, quien gritó y se
volvió a subir al barril.
—No me importa —gritó Coombes por encima de su hombro—. Nada
podría hacer que me quede otro segundo en este manicomio.
—Coombes, voy a tener su cabeza si me deja aquí —exclamó el duque,
levantando un puño, un toque de pánico se filtraba por las grietas de su helado
disgusto.
Coombes murmuró algo que sonó claramente cómo: “Me importa un culo
de rata”, mientras trataba de tirar su pierna lejos del hocico de Petunia.
Entonces el barril volcó, enviando a Coombes al suelo una vez más. Se
puso de pie y comenzó a correr hacia las cocinas, Petunia en sus talones.
El duque hizo un ademán de seguir a su ayuda de cámara, se detuvo en el
borde de una mancha de barro, y maldijo.
Astrid se rio tras su mano hasta que el duque se dio la vuelta y la fulminó
con la mirada. Ella paró y trató de fulminarlo con la mirada de vuelta.
—Su ayuda de cámara es de lo más sensato. Debería regresar con él, ya
sabe. ¿Cómo va a sobrevivir?
—Eso le gustaría, ¿no? —murmuró. Su mirada se movió de ella y clavó a
Wesley en su vista. Su primo se quedó inmóvil como un cervatillo asustado—.
Usted. Señor Honeywell. Le sugiero que trate de mantener a su familia bajo control.
Un hombre que permite a sus mujeres hacer un motín es una desgracia para su
sexo.
—Ahora mire aquí… —empezó Wesley.
—No he venido aquí para ser segado por cerdos y mujeres literatas —dijo
el duque, mostrando una significativa mirada en dirección a Astrid—. Quiero ver
los malditos libros de este condenado montón. Quiero respuestas claras a mis
preguntas. Si se producen estos benditos acontecimientos, voy a reconsiderar el
arrasar este montón de piedras y a todo el mundo aquí mismo.
—Ahora mire aquí… —intentó Wesley de nuevo.
El duque gruñó hacia Wesley y salió hacia el castillo sin decir nada más.
Un horrible, horrible hombre.
Wesley lo siguió con la mirada, luego se volvió hacia Astrid y Alice, con el
ceño fruncido.
—Diría que está bastante molesto, ¿verdad?
—Creo que nació de ese modo —dijo Astrid.
—Arrasar Rylestone —dijo Wesley especulativamente—. ¿Crees que es en
serio?
—Creo que él nunca es nada menos serio.
—Bueno, eso nunca lo hará. —Él levantó la mirada hacia la torre norte,
que se veía sospechosamente borracha—. No creo que Hall pueda sobrevivir a
un arrasamiento. Tal vez sólo deberías mostrarle los libros.
Astrid y Alice se miraron asustadas.
—Absolutamente no —dijeron al unísono.
—Miren —dijo Wesley petulantemente—, ¿qué está mal con ustedes?
¿Cómo esperan mantener esto? Cuanto más tiempo siga así, las cosas se van a
poner peor. ¿Dónde están los libros? ¿Y qué están escondiendo las dos?
—Nada. No estarás tratando de ponernos bajo control, ¿verdad? —
respondió Astrid.
Wesley resopló.
—Alguien tiene que hacerlo. —Al ver que no conseguiría nada de Astrid,
se giró hacia Alice—. Siempre has sido alguien constante, Alice. Un ladrillo real.
Tú debes ver que será imposible evadir a Montford. ¿Dónde están los libros?
El rostro de Alice se inundó de color al momento que Wesley la llamó
ladrillo. Entonces el color se intensificó hasta que su rostro estaba rojo, y no de
placer. Estaba lívida.
Astrid dio un paso involuntario hacia atrás. Nunca había visto a su
hermana viéndose tan… aterradora. Tan como… bueno, ella misma de mal genio.
Pero difícilmente culpaba a Alice. Si el hombre que amara la llamara un ladrillo,
habría puesto su puño a través de su boca.
—No sé dónde están los libros, sir Wesley —dijo Alice en una voz
demasiado tranquila.
Astrid quería animar a su hermana.
Wesley estudió el rostro de Alice desconcertado.
—Alice —empezó conciliador—. Sé una buena niña…
Alice lo perdió, pisoteando su bota en el suelo y apretando los puños.
—No me digas Alice a mí en ese tono condescendiente. Y ni se te ocurra
llamarme la-la-ladrillo de nuevo. Hombre idiota. ¡Hombre idiota y ciego! No sé
dónde están los libros, e incluso si lo hiciera, no te lo diría. No eres mejor que el
duque, pensando que sabe lo que es mejor, tratando de controlarnos. Bueno, te
voy a decir algo, sir Wesley Benwick. No necesitamos que nos controlen. Tú y
Montford nos controlarán de camino fuera de nuestro hogar. Astrid tiene razón.
¡Todos los hombres son unos im-imbéciles!
Con otro pisotón de su pie y moviendo arriba su barbilla, Alice se dirigió
de nuevo hacia el castillo.
Wesley la siguió con la mirada, los ojos muy abiertos.
—¿Qué he hecho? —murmuró—. ¿Qué dije? Dios, Astrid ¿qué se ha
metido en ella?
Astrid suspiró y palmeó el brazo de Wesley.
—Oh, Wesley, realmente eres un idiota.
A
strid estaba parada en una escalera en la biblioteca de su padre,
echándole un vistazo a los títulos en los estantes y sorbiendo por
la nariz. Le echaba la culpa de sus ojos aguados y su nariz
moqueando a la fina capa de polvo cubriendo los libros y las molduras, no a su
discusión con Alice antes en el henal.
Sus ojos pinchaban con lágrimas, e hizo una pausa en su búsqueda para
limpiar su rostro de manera poco elegante con el dorso de su manga.
Ella no quiso decir eso, trató de convencerse. Alice estaba molesta por
Wesley, y había descargado su enojo en ella. Pero estas garantías aterrizaron en
un lugar hueco en sus entrañas, porque en el fondo sabía que Alice había querido
decir cada palabra.
Alice estaba avergonzada de ella, y lo había estado durante años. De
alguna manera, Astrid había fallado en ver esto. Pensaba que conocía a su
hermana, pero parecía que no lo hacía en absoluto.
¿Entonces Alice estaba en lo cierto? ¿Había estado tan complicada con la
finca que había estado cegada a los verdaderos sentimientos de su hermana?
¿Alguna vez había visto realmente a Alice en absoluto? Pensaba que lo había
hecho. Se había hecho cargo de Alice y de sus hermanas menores desde la muerte
de su madre. Astrid nunca había envidiado la belleza y la gracia de Alice. De
hecho, Astrid había celebrado la apariencia de su hermana, renunciando ella
misma a nuevos vestidos para que Alice pudiera estar equipada con un armario
que pudiera hacer que su belleza se destacara. Alice era el galardón de los
Honeywell, y en opinión de Astrid, demasiado buena para cualquiera de los
jóvenes caballeros que habían venido oliendo sus talones. En su corazón, Astrid
mantenía las esperanzas de un partido fabuloso para Alice.
No es que personalmente depositara gran confianza en el matrimonio.
Pero había sido obvio para ella que eso era lo que Alice había deseado desde muy
temprana edad. Con esto en mente, Astrid incluso había comenzado a apartar
una libra aquí, una libra allá, para la dote de Alice. No era mucho, pero al menos
sería algo cuando llegara el momento.
Pero eso nunca llegaría, al parecer, ya que Astrid sospechaba que el único
hombre que su hermana quería nunca iba a proponerse. Cuando Alice comenzó
a soñar despierta con sir Wesley, Astrid había esperado que su primo (por muy
indigno que pudiera ser para la perfecta Alice) devolviera los afectos de su
hermana, pero eso no había sucedido. Wesley parecía perfectamente ajeno al
apego de Alice y, en su lugar, parecía decidido a cortejar a Astrid.
¿Cuán absurdo era eso?
Ella nunca, jamás, comprendería el funcionamiento de la mente
masculina. No podía tragarse la idea de que Wesley la encontrara deseable en lo
más mínimo. La afirmación de Alice de que Wesley quería salvarla de sí misma
parecía más probable. Lo cual era propio de un hombre. Incluso un hombre
inmensamente estúpido como Wesley.
No necesitaba salvación. No necesitaba rescate, especialmente a manos de
su incompetente primo.
Astrid sacó un libro al azar de la estantería. No era el libro de contabilidad
de la finca. Era, de hecho, un breve tratado de sermones bastante aburrido que
probablemente no había sido abierto en años, a juzgar por la gruesa capa de polvo
cubriendo su lomo. No podía leer las palabras de la página a través de la bruma
de humedad en sus ojos, pero sospechaba que había una razón para que el libro
estuviera en la esquina más alejada del estante superior.
Los Honeywell generalmente evitaban los tratados religiosos.
Cerró el libro de golpe y lo metió de nuevo en la esquina. El polvo salió
volando de su lomo, haciéndole cosquillas en la nariz.
Estornudó. Ruidosamente.
Luego volvió a estornudar.
Evidencia de que sus lágrimas eran causadas por el polvo, no por sus
emociones.
—Perdonada —dijo una voz detrás de ella.
Se dio la vuelta y vio al duque apoyado perezosamente contra el marco de
la puerta, sus brazos cruzados, una pierna apoyada contra la jamba. La estudiaba
con sus inescrutables ojos plateados, con una ceja arqueada en cínica apreciación.
Ella perdió el equilibrio y voló hacia adelante, agarrándose del borde de
la escalera. Logró enderezarse, apenas, y le frunció el ceño.
—¿Buscando algo? —dijo él, arrastrando las palabras.
Estornudó otra vez, luego se limpió la nariz con la manga.
Él se encogió muy ligeramente y se apartó de la puerta. Miró alrededor de
la habitación al revoltijo de libros y papeles, y una arruga se encajó en su frente.
Volvió su atención de nuevo a ella, luciendo ligeramente acusador, como
diciendo, ¿cómo es que vive en semejante suciedad?
Ella se volteó de nuevo hacia la estantería y empezó a sacar libros al azar
de los estantes, ignorándolo. O al menos intentándolo. Era consciente de cada
movimiento a su espalda mientras él merodeaba por la habitación, echándole un
vistazo a las filas de libros, levantándolos y clasificándolos a su paso.
Definitivamente fue consciente de él cuando llegó a la escalera. Miró hacia abajo a
la parte superior de su cabeza mientras estudiaba la estantería frente a él.
Para un ogro, él realmente tenía un cabello espléndido. Grueso y
ondulado, a pesar de sus intentos de domarlo hasta la sumisión, y tan
suntuosamente coloreado como los estantes de madera con patrones de nudos
llenando la habitación. Tuvo el impulso de agacharse y pasar los dedos a través
de esos bucles castaños ferozmente peinados, porque sospechaba que lucirían
aún mejor liberados del completo dominio de su pomada.
Como si sintiera su mirada, él miró hacia arriba, atrapándola en su intensa
mirada plateada.
Se volteó de nuevo hacia el estante, reprochándose a sí misma.
¡Tonta, tonta! ¡Pensando en el cabello de su archienemigo en un momento así!
¿Qué le pasaba?
—Todavía está aquí —dijo entre dientes, apretando los lados de la escalera
hasta que sus nudillos se pusieron blancos—. ¿Había algo que quisiera?
—Usted —dijo él.
Ella jadeó y miró involuntariamente hacia él una vez más.
Los ojos de él se ensancharon, y por un momento, algo semejante al pánico
flotó a través de esas profundidades plateadas.
—Es decir, quisiera hablar con usted, señorita Honeywell —continuó
rápidamente.
—¡Oh! —murmuró. Eso no era decepción cuajándole el estómago—.
Bueno, ¿qué cosa es? —continuó, volviendo su atención a los estantes.
—¿Voy a hablar con usted mientras permanece a tres metros en el aire?
—Estoy ocupada. Buscando algo.
—¿Los libros de la finca?
Ella resopló.
—Por supuesto que no.
—No, eso sería demasiado que esperar. ¿Es su copia de L'Chevalier
d'Amour?
Ella se paralizó. Entonces comenzó a balbucear mientras un furioso rubor
se elevaba en sus mejillas. Se alegraba de que estuviera a tres metros en el aire de
modo que él no pudiera verlo.
—Ciertamente no. Qué tontería. ¿Poesía? Buen Dios, Montford. ¿Parezco
de la clase de disfrutar versos escandalosos? —La mentira se asentó muy
fuertemente en su lengua.
—Entonces al menos está usted familiarizada con el título.
—Bueno, sí. ¿Quién no lo está? Pero sugerir que leería tales necedades… —
No tenía palabras para completar su oración, así que sólo resopló
desdeñosamente de nuevo.
—¿Entonces no lo aprueba? —preguntó con una voz engañosamente
perezosa—. Yo no la habría catalogado como una mojigata.
—¡Oh! ¡Oh! —exhaló, su furia elevándose ante su molestia.
—Alguien en su familia disfruta del señor Essex. He encontrado una copia
de L'Chevalier escondida entre Sir Tomas Moro. —Comenzó a estudiar sus
uñas—. Sorprendentemente inapropiado, ¿no le parece? Pensaba con certeza que
debía ser obra suya. Pero tal vez estoy equivocado. ¿Tal vez de la señorita Alice?
Debe tener una charla con su hermana, señorita Honeywell. Una cosa es leer
versos escandalosos, y otra muy distinta disimularlo tras una pretensión
idealista. Tomás Moro de hecho.
Casi podía escuchar su temperamento romperse en violenta respuesta a
su provocación.
—¿Pretensión? ¡Ja! ¡Usted llamándome a mí pretenciosa! Y le haré saber
que he leído Utopía varias veces. Tres veces, para ser exactos. Y en caso de que
esté usted rigiéndose bajo alguna falsa ilusión con respecto a mi inteligencia,
puedo informarle que entendí bastante bien cada palabra de ella.
Se interrumpió con disgusto, dándose cuenta que prácticamente acababa
de admitir que el Essex era suyo. Los ojos de él brillaron con triunfo, pero todo
lo que dijo a continuación fue:
—¿Tres veces? —respondió dubitativamente.
—¿No me cree usted?
—No creo ninguna palabra que pase de sus labios. Y no puedo imaginar
cómo es humanamente posible leer ese vaivén tres veces sin querer jalarse el
cabello.
Ella quería jalar el cabello de alguien.
—¿Vaivén? ¿Cree usted que Moro es un vaivén?
—Él es un aburrido a morir. Traté de leerle en la escuela y me quedé
dormido.
—Bueno, usted lo haría, ¿no es así? ¿Qué necesidad tiene de expandir su
mente con ideas revolucionarias? Estoy segura que está bastante satisfecho con la
situación como está.
—Yo soy Montford —dijo él, como si eso lo explicara todo. Pero su boca se
curvó en los bordes con sorna mientras decía las palabras, como si no estuviera
tan satisfecho con su lugar en el mundo como debería hacerla creer.
Trató de endurecer su corazón contra él, pero simplemente no se convertía
totalmente en piedra. Un pequeño y terco foco de lástima y algo más que no
quería examinar muy de cerca seguía latiendo en el centro del ladrillo en su
pecho. Por qué él inspiraba este conflicto de emociones dentro de ella nunca lo
entendería. Él era una bestia. Con lindo cabello, seguro. Pero una bestia, no
obstante.
Exasperada consigo misma y con él, murmuró unas cuantas maldiciones
muy necesarias mientras bajaba la escalera.
—¿Señorita Honeywell? —Su voz sonó peligrosamente cerca de su
persona.
Se paralizó en la parte inferior y miró a través de las tablillas de la escalera.
Montford estaba al otro lado, ahora a nivel de la vista con ella, sólo centímetros
separando sus rostros. Sus omnipotentes ojos examinaron su rostro, y el surco en
su frente se profundizó.
—Usted ha estado llorando.
Se apartó el cabello del rostro de un soplo.
—Absolutamente no. El polvo aquí ha hecho a mis ojos lagrimear.
—Usted está cubierta en polvo —acordó. Antes de que ella pudiera
reaccionar, uno de sus dedos índice tocó su mejilla y siguió su camino por su
rostro hacia su mandíbula, los ojos de él siguiendo sus movimientos.
Su toque la afectó como una tormenta eléctrica. Y no pudo moverse. Sabía
que debía terminar de bajar la escalera y alejarse del duque tanto como le fuese
posible, pero no podía hacer que sus piernas funcionaran, y sus manos parecían
decididas a aferrarse a la escalera, como si temiera hacer cualquier cosa para que
el dedo del duque cesara su movimiento a través de su rostro.
—Está inmunda, señorita Honeywell —dijo con una suave voz que
desmentía la acusación de sus palabras. Sus ojos se oscurecieron—. Está llena de
pecas.
Él la estaba insultando, lo que jamás permitiría, pero no era capaz de
encontrar su voz.
Su dedo llegó a su barbilla y se detuvo.
Ella olvidó cómo respirar.
Entonces empezó a inclinarse hacia ella, y ella comenzó a inclinarse hacia
él, sintiendo exactamente lo que sentía después de demasiados tragos de Cerveza
Honeywell. Y se dio cuenta en algún lugar en mitad de toda su inclinación mutua
que él iba a besarla. O que ella iba a besarle a él.
Infiernos y condenación. Iban a besarse el uno al otro.
El calor corrió por sus venas y se agrupó en lo bajo de su vientre,
sorprendiéndola. Ella nunca había sido besada. Oportunidades se habían
presentado en el pasado, y había evitado hábilmente cada una de ellas. Ninguno
de los hombres que habían intentado besarla jamás la había hecho a ella querer
besarlos. Nunca había sentido la menor agitación de pasión. Quizás leve
curiosidad, pero nada que la hiciera querer realmente satisfacer esa curiosidad.
Pero ahora, mirando fijamente a los labios de Montford (gruesos labios, más bien
sensuales cuando no estaban contraídos con su desaprobación de costumbre) se
sintió positivamente voraz.
Ella lamió sus labios con nerviosismo, y algo palpitó en la mandíbula de
Montford, su boca abriéndose con sorpresa, como si ella acabara de darle un
golpe.
Dios, ella quería esto. Lo quería a él, en ese momento, más de lo que
hubiera querido algo en toda su vida. Los labios de él sobre los suyos. Sus manos
en ese cabello maravilloso. Más que solo el dedo de él tocándole la mandíbula.
¿Cómo era esto posible, se preguntó? Este era Montford, el villano que había
aborrecido por años, su adversario más grande. ¿Por qué, entonces, él tenía que
ser tan apuesto? En ese momento él no se veía como un villano en lo absoluto, con
esos labios entreabiertos y esos intensos ojos grises.
Las manos de ella prácticamente temblaron con anticipación.
Luego su pie izquierdo decidió resbalarse de su posición, y sus costillas
golpearon la tablilla de la escalera, trayéndola de vuelta a sus sentidos.
Se sacudió de él, su anticipación reemplazada con pánico.
—¿Qué está haciendo? —siseó.
—¿Qué estoy…? ¿Qué está haciendo usted? —le respondió él, saltando
lejos de ella y luego golpeando la estantería detrás de él. Su hombro derribó un
libro, y rebotó hacia abajo por su cuerpo, el lomo pesado cayendo sobre sus pies.
Él gruñó de dolor y cojeó desde debajo de la escalera.
Ella terminó de bajar y retrocedió en la habitación, sin quitar sus ojos de
él, su corazón latiendo salvajemente.
Él gruñó con molestia, y se agachó para recuperar el tomo caído. Escaneó
su lomo, luego se giró para ponerlo de vuelta en la estantería. Su ceja se frunció
con aflicción mientras lo hacía.
—Sus estanterías están completamente desordenadas. —Les dio golpes,
tocando los lomos de los libros con la fuerza suficiente para doblarlos—. Donne
junto a Swift junto a… —Dejó salir un suspiro doloroso—. Anónimo. De verdad,
es insoportable. ¿Cómo pueden encontrar algo en este caos?
Él sacó un libro, y luego otro y otro, y Astrid se dio cuenta que él quería
ordenar las estanterías.
Se apresuró hacia adelante, su casi-beso de la escalera un recuerdo distante
en aras de su ultimo arrebato, y le quitó uno de los libros de la mano.
—Hay un orden —protestó ella, poniendo el libro de vuelta en la
estantería.
—La D junto a la S. No veo cómo.
—Ambos son británicos.
—Son de siglos diferentes.
—Ambos son poetas.
—Los viajes de Gulliver no es poesía —dejó salir entre dientes apretados.
Sacudió uno de los libros frente a su rostro—. Y este es Anónimo. —Le dio la
vuelta a la página del título entrecerró los ojos hacia abajo con disgusto—. Y una
novela. Orgullo y Prejuicio: Por El Autor de Sensatez y Sentimiento. Una novela de
señoritas. Sin duda escrita por una mujer.
—¿Qué se supone que significa eso?
Él sostuvo el libro entre las puntas de sus dedos como si estuviera lleno de
tierra.
—Sólo hay una cosa peor que un escritor de novelas Anónimo. Una
escritora femenina de novelas anónimas.
Ella le arrebató el libro de las manos y a duras penas se resistió de la
urgencia de golpearlo con él.
—Es usted un cretino.
El apretó sus manos a sus costados y la miró volver a poner el libro en la
estantería con algo parecido al dolor en sus ojos.
—¿Realmente no puede soportarlo, verdad? —preguntó ella, dándose la
vuelta hacia él, cruzando sus brazos sobre su pecho.
—¿Hmm? —masculló él, mirando desoladamente a las estanterías.
—El desorden. El caos. Donne junto a Swift. Realmente está molestando a
sus delicadas sensibilidades.
—Usted está molestando mis delicadas sensi… Oh, que me lleve el
demonio, ¿qué estoy diciendo? —Se sacudió lejos de ella. Levantó su mano para
pasar sus dedos a través de su cabello, luego se observó a sí mismo, murmuró un
juramento, y dejó caer su brazo a su costado. Flexionó sus dedos contra su cadera
como si estuviera intentando contenerse—. Señorita Honeywell.
—Sigue diciendo mi nombre, pero nunca logra acercarse a indicar su
punto.
—Sigue distrayéndome.
—Oh, bien. Parte exacta de mi plan maestro.
Se dio la vuelta hacia ella, sospecha aglomerándose en sus rasgos.
—¿Lo es?
Ella se rio.
—¿Cree que tengo un plan maestro?
—¿No lo tiene? ¿Alguna maquinación diabólica que termine conmigo
estando rostizado en un asador?
—Me da demasiado crédito.
—¿No cree que se lo merece, dado que profesa ser tan inteligente?
—Yo nunca he profesado…
—En caso de que esté usted rigiéndose bajo alguna falsa ilusión con
respecto a mi inteligencia… —dijo él agudizando su voz para imitar la de ella,
pero haciéndola sonar bastante pedante y presumida, ella no sonaba así,
¿cierto?—. Puedo informarle que he leído Utopía tres veces…
Ella terminó con su pequeña recreación al levantar un libro y lanzándoselo
al pecho.
Le pegó de lleno en la corbata y luego cayó a sus pies.
Él se interrumpió y la miró con incredulidad.
—Si no fuese un cabalero, señorita Honeywell, la tomaría sobre mis
rodillas y la azotaría.
—Creo que le gusta hacer ese tipo de amenazas. Ya había escuchado esa
misma, sólo que esta mañana se quedó mirando fijamente a mi pecho.
—Yo no hice tal…
—Por favor. Sería poco caballeroso de su parte convertirse en un mentiroso
de la misma manera en la que es un mirón.
—Un mirón. —Sus manos apretaron su corbata, arruinando los dobleces
por completo, y su rostro empezó a ponerse completamente rojo—. Eso ni
siquiera es una palabra.
—Debería serlo.
—Creo que voy a estrangularla.
—Me gustaría verlo intentarlo.
Él dio un paso hacia adelante como si su intención fuera hacer justo eso, y
ella retrocedió, de repente dándose cuenta que él estaba hablando muy en serio
y era bastante capaz de llevar a cabo su amenaza. Ella lo había empujado
demasiado lejos.
Pero luego la bota de Montford quedó atrapada en el libro más bien
grande que ella le había lanzado, y él se tropezó, aterrizando sobre sus manos y
rodillas con un gruñido de dolor. Ella contuvo el aliento, y cuando se dio cuenta
que él no estaba terriblemente herido, a juzgar por la corriente de juramentos que
salían de su boca, empezó a reír.
Él se sentó en cuclillas, sobresaltado y furioso. Le dio a ella una mirada
mordaz y empujó su cabello caído fuera de sus ojos.
La risa de ella se desvaneció. Justo como lo había sospechado, el cabello
de él se veía mucho mejor cuando estaba despeinado. Mucho mejor que el dolor
molesto que empezaba a machacar su estómago de nuevo.
Él levantó su puño en su dirección.
—No se reirá de mí cuando ponga mis manos sobre usted, pequeña… —
Él se interrumpió y alcanzó detrás de su cuerpo, sacando el libro que le había
lanzado antes. Estudió la cubierta, empezó a descartarlo a un lado para continuar
con su arrebato, y luego hizo una pausa y lo trajo de vuelta a sus ojos.
—Oh, infierno y demonios —murmuró ella, sus venas llenándose de hielo.
¡Los libros de contabilidad inmobiliarios! De todos los libros en el castillo, ella
tenía que llegar y lanzarle el que menos quería que él encontrara y ponerlo en sus
garras.
Bueno, en su pecho.
Pero igualmente, estaba en sus garras ahora, y él estaba hojeando su
contenido con una mirada presumida atravesando su rostro.
Sostuvo el libro sobre su cabeza y lo agitó burlonamente. Una sonrisa
victoriosa animaba sus labios, revelando una serie de dientes absurdamente
afilados y blancos.
—¿Qué tenemos aquí, señorita Honeywell?
Ella gimió, su corazón acelerándose en su pecho. No podía dejarlo ver las
cuentas. Debería haber quemado el libro ayer. ¿En que había estado pensando,
confiándoselo a Alice? Si él descubría su creatividad como contadora, iba a
azotarla de seguro. O a arrojarla a la prisión de Newgate.
Demonios. ¡Triplemente demonios! ¿Qué iba a hacer ahora?
Solo se le presentó una solución.
Sin dudarlo, se lanzó hacia delante, intentando agarrar el libro de su mano.
Los ojos de él se ampliaron ante su arremetida, y llevó el libro hacia atrás,
intentando levantarse antes de que ella pudiera alcanzarlo.
Se las arregló para quedar de rodillas cuando ella volvió a agarrar el libro,
sus piernas golpeando el hombro de él. Murmuró una maldición hacia la falda
de ella mientras ella se tambaleaba sobre su cabeza, tumbándolos a ambos sobre
la alfombra. El libro voló fuera de las manos de él, deslizándose sobre el piso, y
ella empezó a gatear hacia él, enterrando su rodilla derecha contra alguna parte
de su anatomía, con suerte contra su cerebrito, lo que hizo que él dejara salir un
juramento de cuatro letras tan inelegantemente vil (que empezaba con C y
terminaba con O) que incluso ella no usaba. Ella estiró su mano para recuperar el
libro cuando sintió algo duro envolverse alrededor de su tobillo y jalarla hacia
atrás. Sus manos le fallaron, mandando su estómago a golpearse contra el piso,
quitando todo el aliento de sus pulmones.
Ella miró hacia atrás y vio al duque sosteniendo su pie e intentando gatear
alrededor de ella. Lo pateó con su otro pie, aterrizando su tacón de lleno contra
el hombro de él.
Él jadeó de dolor y la liberó. Ella empezó a moverse hacia delante de
nuevo, pero también él lo hizo. Ambos agarraron el libro al mismo tiempo, ella
jalándolo hacia un lado, él hacia el otro. Él tenía una ventaja injusta, siendo
mucho más pesado que ella y estando cubierto de musculo, así que ella se sintió
más como un pajarraco intentando quitarle un gusano al pico de un águila. No
tenía ninguna opción aparte de igualar las posibilidades al agregarle su rodilla a
la ecuación. Salió disparada, golpeándolo en las costillas, y él cayó hacia atrás con
un gruñido. Rehusándose a soltar el libro, ella cayó sobre él.
Su frente lo golpeó en la barbilla tan violentamente que pudo ver estrellas
bailando detrás de sus ojos. Jadeó de dolor y él también lo hizo.
—¡Umph!
—¡Ouch!
Levantó su peso sobre él y él volvió a jadear, su agarre sobre el libro
aflojándose solo lo suficiente como para que ella pudiera arrebatárselo y rodar
hacia un costado, apretándolo con ambas manos, su pecho oprimiéndose con
esfuerzo.
Él se sentó junto a ella, jadeando, su cabello revuelto por todas partes, su
corbata colgando sueltamente desde el frente de su camisa, su chaqueta abierta y
con varios botones faltantes. Si las miradas pudieran matar, ella sería un pilar de
sal.
—¡Tú, engendro del demonio! —susurró—. ¿De verdad crees que vas a
ganar?
Ella abrazó el libro contra su pecho apretadamente y sacó su barbilla con
desafío.
—Podría aplastarte, lo sabes —entonó.
—No has hecho un buen trabajo hasta ahora —resopló.
La mandíbula de él se abrió con incredulidad, e hizo un movimiento como
si fuera a atacarla.
Astrid reaccionó por puro instinto. Nada sobre su lucha había sido en lo
más mínimo dignificante, pero ella tenía la esperanza de que al menos algunos
límites de la propiedad no se fueran a cruzar, incluso en este momento tan
avanzado, aunque no hubiera nada propio en lo que ella estaba a punto de hacer.
Pero tiempos desesperados requerían medidas desesperadas, y nunca había
estado tan desesperada como ahora. Montford seguramente la enviaría a prisión
si veía lo que ella había hecho.
Se sentó rápidamente, levantó su falda, y metió el libro entre la ropa
interior.
El duque se quedó inmóvil.
La miraba como si acabara de ser golpeado con un cargamento de ladrillos.
O con cada libro de la biblioteca. A la vez.
Finalmente, él pareció haber encontrado su voz.
—Usted no acaba de… —Titubeó un rato en la última palabra.
Ella cruzó sus manos sobre su regazo protectoramente.
—Oh, lo hice. —Arqueó una de sus cejas con desafío, porque no podía
evitarlo.
La mandíbula de él se cerró de golpe, sus labios se apretaron en una línea
dura, y sus ojos se estrecharon.
El corazón de ella saltó con terror ante la clara mirada de intención
marcada en sus frías facciones.
Él se movió hacia adelante.
Ella rápidamente se movió hacia atrás. Una estantería interrumpió su
progreso abruptamente. Ella apretó su estómago protectoramente, su pulso
ahora corriendo furiosamente.
—No lo haría…
Él arqueó una de sus cejas perfectas en una buena imitación de ella.
—¿No lo haría? —gruñó prácticamente él, merodeando hacia ella en
cuatro patas como un depredador acechando a su presa.
Ella pateó con sus piernas, pero él la asió del tobillo con un agarre fuerte
y continuó moviéndose hacia adelante. No se detuvo hasta que estuvo a horcadas
sobre ella y fijando los lados de su cabeza con ambas manos. Su rostro
revoloteaba a centímetros del de ella. Estaba respirando tan pesadamente como
ella, su rostro sonrojado.
No se había dado cuenta hasta este momento cuán enorme era él. Parecía
llenar todo el espacio alrededor de ella y todos sus sentidos con su imponente
presencia. Su olor (a hombre limpio y sándalo) invadía sus fosas nasales, su calor
se colaba en sus huesos. Y a pesar de que ninguna parte de ella lo tocaba, más
que los lados de sus piernas atrapados por sus rodillas, podía sentir su fuerza.
No era un peso pluma debajo de su guardarropa a la moda. No había relleno
falso formando su figura.
Tuvo el absurdo deseo de alcanzar esos anchos hombros y pasar sus
manos sobre su chaqueta, sentir las crestas del cuerpo debajo. Sabía que sería
duro y cincelado y…
Soltó una risa histérica. Estaba prácticamente sosteniéndola como rehén, y
ella estaba pensando acerca de sus hombros.
Mejor, pensó oscuramente, que pensar acerca de lo que pretendía hacer, lo que
ella todavía no podía creer. La idea de él alcanzando debajo de sus faldas hacía que
su cuerpo pulsara, que su pulso se acelerara, y su piel rompiera en un sudor frío
de pura…
¿Anticipación?
Ese golpe en la frente debía haber desorientado su mente.
—No puede hablar en serio —jadeó—. No… hará lo que creo que hará…
Él soltó una risa tan histérica como lo había sido la de ella. Un fino brillo
de sudor cubría su frente, y sus ojos se pusieron opacos.
—Si no quería que me metiera debajo de sus faldas, señorita Honeywell,
no debería haber puesto el libro allí.
—Es un caballero, señor, yo soy una dama.
Él soltó otra risa.
—¿Cuándo en los últimos dos días se ha comportado como una dama,
señorita Honeywell? ¿Persiguiendo un cerdo en pantalones? ¿Maldiciendo como
un carterista de Seven Dials? ¿Luchando conmigo como una común…? —Se
distrajo en su arengar, con sorpresa y molestia remplazando su enojo—. Señorita
Honeywell, no se atreva a llorar.
—No estoy llorando —resopló, con lágrimas cayendo por los lados de su
rostro. Giró su cabeza lejos de él y apretó sus ojos. Sus palabras golpearon muy
cercanas a las implicaciones anteriores de Alice. Se odiaba por deshacerse en
lágrimas, pero no podía evitarlo. Ella era una dama, ¡lo era!
No, no lo era. Alice tenía razón. Y también Montford. Era una común
meretriz que maldecía y luchaba. Y no podía evitarlo. Era la manera en que era,
la manera en la que tenía que ser para mantener a su familia junta. Si no luchaba
por los Honeywell, ¿quién más lo haría? ¿La tía Anabel?
—Está llorando, lo que es completamente injusto —gruñó.
—Adelante, tome el maldito libro —dijo, perdiendo las fuerzas debajo de
él.
—Oh, no, va a dármelo.
—Nunca. Tome el libro. Justo como se llevará todo lo demás.
Él suspiró y apoyó su frente en su cabello caído. El olor o tacto de él pareció
devolverlo a sus sentidos, porque inmediatamente levantó su cabeza.
—No creía que fuera una mujer que usaría sus lágrimas y culpa para tener
lo que quería.
—¿Tener lo que quiero? Cree que quiero que levante mis faldas y… —Se
detuvo, su rostro llenándose de calor, sus lágrimas secándose abruptamente. Él
la miró de esa sorprendida manera que había desarrollado desde el principio de
su pelea de lucha, y si no estaba equivocada, un poco de color se levantó sobre el
puente de su nariz.
—No por supuesto, no es eso a lo que me refería. Cree que puede salirse
con la suya con este acto suyo, jugar con mi simpatía —murmuró él.
—Estoy bien consciente de que no posee eso.
Gimió con frustración.
—¿Qué es tan jodidamente vital acerca de ese libro que lo metería en su
ropa interior?
—Sólo termine con esto —lo desafió—. Lo reto.
—¿Me reta? Pequeño terror. Debería. Debería solo hacerlo —dijo, sus
palabras más seguras que el quejumbroso y desconcertado tono que había
ocupado para decirlas. Su pecho se movía con esfuerzo mientras se movía sobre
ella, claramente indeciso.
Percepción fluyó por ella una vez más. Estaba tan cerca, tan cálido, con un
olor tan placentero, que podía atraerlo y perderse para siempre.
Lanzó su cabeza, intentando quitarse sus amotinados pensamientos, y se
movió debajo de él. Esto fue un error, porque la atrapó por las muñecas y aplastó
sus manos sobre su cabeza con una facilidad mínima. La sostuvo en el lugar con
una mano y bajó la otra.
—No va a…
—No me deja opción, señorita Honeywell —dijo con una voz
estrangulada.
Su mano tocó un tobillo, agarró el borde de sus faldas. Ella apretó sus ojos.
Esto no podía estar pasando.
—Montford —le advirtió, intentando recuperar sus sentidos—.
Montford… ¡Oh!
Sus dedos tocaron más allá de su media, la que había caído alrededor de
su bota, luego más arriba por su pierna. Sintió sus dedos tocar el dobladillo de
sus bombachos enrollados en su rodilla, y sólo se detuvo allí, vacilando.
Se atrevió a abrir un ojo. ¿Por qué se había detenido? ¿Qué estaba
haciendo?
Su cabeza estaba apoyada contra su pecho, sus ojos estaban cerrados con
más fuerza que los suyos. Parecía estar en algún tipo de dolor físico, a juzgar por
la expresión angustiada de su rostro.
Ninguno de los dos respiró por varios segundos.
Luego su mano comenzó a moverse, pasando por su rodilla, sus dedos
trazando caminos de delicioso fuego por sus muslos. Su tacto era lento, lánguido,
como una caricia. Abrasador. Su respiración se contuvo en su garganta. Cielos,
estaba en llamas.
Debió haber hecho algún tipo de sonido, porque los ojos de él se abrieron.
La miró con ojos que ardían tanto como sus dedos. La agonía contuvo sus
facciones, y algo más que hizo que su corazón latiera contra su esternón, mitad
con miedo y mitad con triunfo.
Él la deseaba.
Y que Dios la ayudara, ella lo deseaba a él.
De alguna manera, su otra mano bajó por su cuerpo y subió por su otra
pierna. Sintió un par de dedos subiendo por sus muslos, juntándose sobre sus
caderas, acariciando y apretando su piel con una impaciencia avariciosa que le
quitaba la respiración.
Su cuerpo bajó en el de ella, el duro y pesado largo de él aplastándola
contra el suelo. Sus manos subieron y bajaron por sus piernas, y un gemido se le
escapó de la garganta, reverberando a través de todo el cuerpo de ella.
Ella levantó una mano a su rostro sin pensar en lo que estaba haciendo,
sintió la suave y afeitada piel de su mejilla, el enredo de cabello cayendo sobre su
sien. Era suave como la seda.
—Montford —susurró ella.
Él apoyó su frente contra la de ella, sus labios a un solo cabello de los de
ella. Su respiración era cálida y agitada contra su piel.
—¿Por qué no está gritando? —susurró él—. ¿Acaso perdió el juicio? ¿Cree
que me detendré?
No había considerado tales importantes preguntas. No había considerado
nada desde el momento alrededor del cual su mano había tocado su pierna.
—Pequeña imprudente. Meter un libro en sus faldas… —Hizo un sonido
estrangulado—. ¡Como si eso me pudiera detener! No tiene idea de lo que quiero
hacerle ahora mismo.
Movió sus caderas contra las de ella, y no había forma de confundir la dura
cresta de su deseo sobresaliendo contra su suave carne a pesar de las capas de
tela entre ellos. Sabía lo suficiente del corral de animales para saber lo que eso
significaba. Pero no había sabido que se sentiría tan sorprendentemente
maravilloso.
Gimió y cerró sus ojos.
Él soltó una maldición. El movimiento de sus manos se detuvo
abruptamente, y se sentó hacia atrás, dejándola sintiéndose extrañamente
despojada de varias maneras. De una manera, su cuerpo amotinado no había
querido que él se fuera. De otra, él ahora sostenía el libro en sus manos.
No sabía qué la hacía enojar más.
Él sostuvo el libro en su pecho como lo había hecho ella antes y se sentó
con un ruido sordo en su trasero. Se veía como si hubiera atravesado un moledor,
el pañuelo torcido, su cabello volando en todas las direcciones, la chaqueta y
pantalones arrugados sin comparación. Su pecho estaba agitado y su rostro
sonrojado. Sus ojos la miraron como uno miraría algunas raras especies de flora
venenosa. Tragó varias veces sin hablar.
Luego pareció salir de su trance. Bajó la mirada al libro, luego la miró, miró
abajo, luego a ella de nuevo, y esa arrogante sonrisa que realmente estaba
empezando a odiar se abrió en sus labios.
Astrid, que había estado demasiado sorprendida para hacer algo más que
yacer allí, con sus faldas levantadas casi a sus rodillas, su cabeza demasiado
mareada para levantarse luego de sus furtivas caricias y palabras hambrientas,
fue golpeada por sus sentidos cuando vio la sonrisa de presunción en sus labios.
Se levantó de golpe, la humillación y vergüenza llenándola en una enorme
ola. Claramente había intentado seducirla para ganar el libro. Y había
funcionado. Tan bien que se había olvidado del libro en algún lugar en el medio
de todo el tocar y jadear.
¡Qué idiota premiada era! ¡Haber creído que la deseaba! ¡Haberlo dejado
tocarla! A pesar de lo que cualquiera podía acusarla, no era una mujerzuela
común, ser tocada y manoseada por este patán sobre educado. Ni siquiera había
sido besada en su vida.
Él ni siquiera la había besado durante los procedimientos del último
cuarto de hora.
No que ella hubiera querido que él lo hiciera.
Oh, ¿a quién estaba engañando? Por supuesto que había querido que lo
hiciera. Lo que era precisamente el problema. Había querido que la besara desde
ese asunto en la escalera. Y definitivamente había querido que hiciera más que
besarla cuando la tenía aplastada debajo de él. Lo que había hecho. La había
abusado. Totalmente.
¡Cómo se atrevía!
—¡Cómo se atreve! —chilló, lanzándose sobre él.
Se las arregló para agarrar un puñado de su cabello y tirar de él, y él se las
arregló para hacerle lo mismo a su cabello, todavía sosteniendo el libro.
—Auch, ¡bestia!
—¡Descarada!
—¡Mirón!
—¡Meretriz!
Estaban en el medio de una competencia de tirarse el cabello, cuando una
voz en la entrada atrajo su atención.
—¡Su excelencia!
Se congelaron y giraron hacia la puerta. Era el conductor de Montford, el
corpulento nativo de Liverpool, y detrás de él vacilaba un muy pálido Roddy.
Los dos tenían los ojos tan amplios como la entrada.
Ella y el duque simultáneamente saltaron a sus pies, soltaron el cabello del
otro, y luego se movieron tan lejos como lo permitía la habitación. Montford tiró
de su chaqueta y alisó su desordenado peinado, encuadrando los hombros.
Como si eso fuera a recuperar su dignidad perdida.
Aclaró su garganta.
—¿Qué pasa, Newcomb?
—Eh… podemos volver más tarde si está… ocupado —dijo el hombre,
serio, pero con travesura brillando profundamente en sus ojos.
—Estaba… solo concluyendo mis… negocios con la señorita Honeywell —
respondió Montford, metiendo el libro en su solapa.
Ella bufó y lanzó su cabello hacia atrás.
Los ojos de Newcomb se giraron especulativamente en su dirección, luego
de vuelta a su señor. Se encogió de hombros, como lo había hecho el día anterior,
como si el asunto no fuera de su incumbencia.
—¡Señorita Honeywell! —gritó Roddy mientras ella caminaba hacia la
puerta—. ¿Está…?
—Muy bien, muchas gracias, Roddy —dijo rápidamente—. El duque fue
tan amable de sacar un enorme…
—¡Insecto! —interrumpió el duque, viéndose con pánico ante lo que fuera
que ella había estado a punto de decir—. De su cabello. Había un insecto en su
cabello. Uno venenoso. Con colmillos.
Roddy y Newcomb entrecerraron sus ojos simultáneamente pero no
dijeron nada para contradecir la completa locura del duque.
—Lo escucharon. Un insecto venenoso con… colmillos. Creo que es una
especie nueva. Qué mal que lo hubiera aplastado con su bota. —Le lanzó una
furiosa mirada.
Él la fulminó con la mirada de vuelta.
—Sí. Qué mal.
Movió sus faldas de vuelta a su sitio y salió de la habitación.
—Señorita Honeywell —llamó el duque.
Miró sobre su hombro.
Palmeó su chaqueta, donde el libro sobresalía casualmente de un bolsillo
interior.
—Continuaremos nuestra discusión más tarde.
—¿Discusión? ¿Así la llamamos? Muy bien, hasta más tarde. Estaré
anticipándolo —gruñó.
—¿Realmente, señorita Honeywell?
Los otros ocupantes de la habitación movían sus cabezas al unísono entre
los dos, como siguiendo una pelota de tenis siendo lanzada en la cancha.
—Lo hago. Realmente.
—Realmente.
—Realmente —dijo entre dientes, y salió caminando de la habitación antes de que
pudiera decir la última palabra.
NUEVE
Cuando Otra Calamidad Golpea En Rylestone Hall
Traducido por Giuu, Rihano y Vanehz
Corregido por Beatrix85
—Q
ue el diablo lo lleve, me negaré a ir si insistes sobre esta
indecencia —siseó sir Wesley, agarrando la montura y
dando una sacudida como si la yegua de Astrid fuera
poco. Se tambaleó bajo el peso de la misma y se la dio afuera a un chico del
establo, luego ordenó la silla amazona montada en su lugar.
Astrid apretó su fusta hasta que sus nudillos estuvieron blancos y pensó
acerca de golpear con fuerza la parte trasera de Wesley con ella.
—No pienses que iras sin mí
Wesley estaba incrédulo.
—Dios, Astrid, ¿crees que quiero estar a solas con él? La mirada siniestra
en su ojo, ese ojo. No, vas a venir conmigo. Pero lo voy a considerar si montas a
horcajadas.
—Eres terriblemente tedioso cuando estás siendo un tipo raro —murmuró
Astrid.
Wesley la miró enormemente ofendido.
—Estoy siendo sensible. No sólo de tu reputación, sino de tus familiares.
Montford ya piensa muy mal de ti, supongo. No necesitas correr por el campo a
horcajadas como si fueras...
—¿Boadicea?7
Wesley asintió, rascándose el cuero cabelludo.
—Sí, algo. ¿O era lady Godiva?8
7 Boadicea: reina guerrera de los icenos, que acaudilló a varias tribus britanas,
durante el mayor levantamiento en Inglaterra contra la ocupación romana.
8 Lady Godiva: dama anglosajona, famosa por su bondad y belleza. Cuando la
ambición se apoderó de su esposo, ella le pidió que rebajara sus impuestos. El conde
accedió, pero con la condición de que recorriese Coventry a caballo, sin más vestidura
que sus largos cabellos.
—Ambas usaron sus monturas de una escandalosa manera. Más bien creo
que estoy en buena compañía.
—Si fueras un Huno —replicó Wesley.
Astrid exhaló un exagerado suspiro cuando Princesa Buttercup fue
ajustada con la temida silla amazona.
—Bien. Tú ganas. Pero si me caigo y me rompo el cuello, estará en tu
cabeza, Wesley Benwick —advirtió, empujándolo en las costillas con su fusta.
Wesley parecía satisfecho con su consentimiento y dio un paso fuera del
alcance de su fusta para saludar al duque, que entró en los establos, tirando de
sus guantes de montar impacientemente. Sus botas altas brillaban con el sol, el
sombrero sin arrugas e intachable. Llevaba una túnica de lana verde botella,
cortada para enfatizar cada plano duro de sus hombros y brazos, y pantalones de
montar de color pardo que ajustaban sus largas y poderosas piernas como una
segunda piel. La única evidencia de la deserción de su valet era un cierto aire de
descuido sobre los pliegues de su corbata. Astrid tuvo satisfacción de esta
imperfección y pudo solo desear que el resto de su rígidamente aseo sufriera el
mismo destino que tuvo los dos días anteriores.
El duque se detuvo cuando se dio cuenta que se posiciono junto a Wesley,
y un músculo trabajó en su mandíbula. Una señal de que encontró su compañía
tan molesta como ella lo hizo. Pero no parecía sorprendido de verla allí, aun
cuando no la había invitado a unirse a él y a Wesley en su recorrido por la finca
esta mañana. No había ninguna posibilidad de que Astrid permitiera que Wesley
fuera no acompañado a tal expedición, pudo imaginar todo tipo de errores que
su primo dejaría caer si se quedara solo con Montford.
Era claramente la intención de Montford para ver que eso ocurriera. O por
lo menos a incitar su pasado a toda medida. Ella conocía que él sabía
perfectamente bien que Wesley no tenía ninguna idea sobre la finca. Cuando él
le preguntó a Wesley, o a “Anthony Honeywell”, acerca de cabalgar con él para
reconocer el terreno de Rylestone, lo había hecho en el desayuno en su presencia,
nunca apartando su intensa mirada de encima de ella. Wesley había balbuceado,
evasivo, finalmente asintió al viaje porque no pudo hacer menos. Astrid le
empujo los huevos sobre su plato y se rehusó a reunirse con la mirada audaz del
Duque. Fue la primera vez que lo vio desde el incidente en la biblioteca del día
anterior, y cada vez que lo vislumbraba por el rabillo de su ojo, recordaba sus
manos sobre ella, el calor, el olor y la fuerza de él, y quería morir de la
mortificación.
Hombre horrible, él podrá ser un duque, pero no era un caballero a pesar
de sus ropas finas.
Ella reconoció su orden que mostró en la estancia por lo que era: Un guante
lanzado a sus pies. En lugar de exponer a Wesley por un fraude, el duque parecía
determinado a jugar una especie de juego con todos ellos. Ella no iba a dejarlo
ganar, incluso si no tenía ni la menor idea que el juego era algo más. Él tenía el
libro ahora. Debía haber visto cómo ella lo engañó, así que no había necesidad de
arrastrar las cosas fuera en el viaje. Estaba inclinado en torturar a todos. Incluso,
le parecía, él mismo, por restante un día más en Rylestone. Cualquier cosa que
estuviera planeando hacer para ellos, deseaba que solamente consiguiera seguir
adelante con ello.
Y alguna parte absurda de ella deseaba que pudiera convencerlo de que
su gerencia de la finca no fue una insensatez. Deseaba hacerle entender y,
esperaba atreverse, a apreciar sus métodos. Rylestone Green era próspero, su
gente gorda y satisfecha, y fue debido a sus reformas.
Él sería un tonto por interferir, en su humilde opinión.
—Señorita Honeywell. Qué sorpresa verla por aquí —murmuró el duque,
sonando ni un ápice sorprendido—. ¿Montando a la ciudad?
—Cosas. —Sorbió—. Sabe muy bien que lo estoy acompañando.
Él arqueó una ceja.
—¿Está usted de hecho?
—En efecto. —Ella hizo una mueca de dolor, recordando palabras
similares habladas la última tarde.
El duque la escaneó de arriba abajo de una manera impertinente, a
continuación, descartó su anuncio cuando Mick se presentó ante él con su
montura, Cyril, el caballo ruano capado de Astrid y el premio de los establos de
Honeywell. Astrid se sintió muy peculiar permitiendo al duque montar a su bebé,
pero no podía muy bien ponerlo en Twinkle, el viejo picazo pesado que tiraba de
su carreta, aun cuando ella habría amado hacer justamente eso.
El duque escaneó el caballo de la misma forma en que la había examinado.
Ella apretó los dientes mientras acariciaba la nariz del ruano con sus largos dedos
enguantados.
—Bien para un poco de carne de caballo, ¿verdad? —balbuceó
nerviosamente Wesley.
El duque asintió sin comprometerse.
—Espero que lo haga.
—De nombre Cyril —continuó Wesley.
El duque repentinamente dio un paso lejos del caballo.
—¿Cómo dice?
—Su nombre es Cyril.
El duque miró dolido y murmuró algo en voz baja. Aparentemente, él no
lo aprobaba.
¿Podría agradarle algo a este hombre?
—¿Qué está mal con Cyril? —exigió ella, caminando en zancadas hacia
adelante y acariciando la cabeza del ruano con dulzura, como si fuera a calmar
sus sentimientos heridos.
—¿Cómo dice? —repitió.
—Es un buen nombre.
Él le parpadeó varias veces.
—¿Le gusta el nombre, señorita Honeywell? —le preguntó como si no
pudiera creer bastante a sus oídos.
—Por supuesto que sí. Lo nombré yo misma. —Le lanzó una mirada
furiosa sobre la cabeza de Cyril—. No debería haberle dicho eso, pero ahora
estará seguro de detestarlo.
—No, yo... —El duque vaciló y buscó su rostro seriamente—. Yo nunca me
había encontrado alguien a quien en realidad le gustara el nombre Cyril.
—Bueno yo sí, ocurre que me gusta mucho —dijo.
—No soy terriblemente aficionado a ello —intervino Wesley—. Uno de
esos nombres como Nigel o Reginald hace que te preguntes lo que sus padres
estaban pensando.
Astrid le lanzó una mirada furiosa a su primo por desertar al lado del
duque. Él, sorprendentemente, miró a Wesley también.
—Piffle —declaró—. Cyril es el nombre de reyes y santos. En griego, es la
palabra de amo y señor. Es un buen y fuerte nombre. Al igual que Cyril aquí. Sin
duda usted tiene treinta y siete establos llenos de caballos finos, su excelencia,
pero eso no significa que Cyril no sea tan bueno como cualquiera de ellos.
Captó la mirada del duque mientras terminaba su conferencia y fue
completamente golpeada fuera de equilibrio por lo que encontró. Los tensos,
austeros planos de su rostro se habían suavizado, su boca se había aflojado, y sus
ojos brillaban vivos con desconcierto y algo que se parecía mucho al anhelo
Su cuerpo respondió a su expresión, una oleada de calor extendiéndose
desde su centro a sus extremidades. Ella sintió que su rostro ardía.
Como si hubiera despertado de un sueño, la frente del duque se frunció
con recelo.
—No se está quejando de mí, ¿verdad?
Sus palabras fueron tan eficaces como baldazo de agua fría. Ella se puso
rígida y le frunció el ceño.
—¿Quejándome acerca de qué?
—El nombre. Cyril.
—¿Por qué lo haría nunca? —Ella no esperó por una respuesta. Se dio la
vuelta y se marchó hacia Princesa Buttercup—. Iremos saliendo, o ¿vamos a
quedarnos todo el día aquí discutiendo etimologías de palabras?
Trepó hacia el bloque de montaje y se dejó caer sobre su asiento. Buttercup
salió hacia adelante nerviosamente, y ella casi se deslizó del lado opuesto, no
utilizando la pendiente precaria de la silla de montar.
Oyó una risa ahogada y se volvió a Wesley para regañarlo. Pero Wesley
estaba dirigiendo a su caballo negro hacia el patio del establo. Giró su atención
hacia el duque y descubrió que él era el único responsable de la risa.
Estaba realmente sonriéndole satisfecho a ella.
—Me gustaría verlo intentando montar una silla amazona —murmuró,
pinchando a Buttercup hacia adelante.
El duque montó a Cyril sin esfuerzo y pronto la alcanzó hasta afuera.
—Todas las damas de calidad montan amazonas como si hubieran nacido
para ello —dijo, inclinándose hacia ella confidencialmente.
—Usted está sin duda insultándome, pero no me importa —dijo,
retorciéndose en su asiento.
—¿No? ¿Por qué le iba a importar? —Sonaba ligeramente curioso y
totalmente pomposo, y solamente mirarlo hizo que quisiera golpearlo a través de
su mejilla con su látigo.
—Porque tengo satisfacción en saber que podría ganarle una carrera
cualquier día —aseveró.
—¿Qué le hace estar tan segura de eso? —Ahora sonaba divertido, lo que
la hacía aún más enojada.
—Llámelo intuición —espetó.
—Creo que es más un caso de arrogancia. No me podría igualar.
—¿Es eso lo que piensa?
—Es un hecho, madam.
Ella resopló.
—Un hecho, ¿verdad? Que interesante. Así que diría de manera
inequívoca que usted me podría preceder de aquí a la cervecería.
El considero el tramo del camino delante de ellos.
—Cuatrocientos metros por el sendero, buena carretera, ganado decente,
sí. Me atrevería a decir que podría.
—¿Desearía apostar sobre eso?
Sus ojos fueron del camino a su rostro, sorprendido por su pregunta.
—¿Perdone?
Ella apuntó su fusta hacia su rostro.
—Usted dice mucho eso, sabe. Escuchó lo que dije. ¿Desearía hacer una
apuesta?
Wesley, quien de lejos había permanecido en silencio, arrastrándose detrás
de Astrid para atraer tan poco la atención como fuera posible, espoleó a su
montura para llegar a unirse a ellos. Él miraba nerviosamente de uno al otro.
—Vamos, Astrid —comenzó, sonando condescendiente y temeroso a la
vez—, seguramente estás bromeando…
—No lo estoy. Apuesto a que puedo ganarle a su excelencia.
Wesley se volteó hacia el duque implorantemente.
—Su excelencia, usted comprende, por supuesto, que ella no es seria.
El duque regaló a Wesley con su mirada más seca.
—Ah, señor Honeywell, pero ella lo es.
—Lo soy —secundó ella, controlando a su caballo y lanzando una mirada
desafiante al duque.
Montford detuvo a Cyril y se volteó hacia ella, obligando a Wesley a hacer
lo mismo. La estudió con una intensidad que la hizo querer escurrirse.
Ahora que el desafío estaba declarado, ella deseaba que pudiera retirarlo.
Él la incitó a esto, y aunque estaba confiada de su habilidad para vencerlo a
horcajadas, ella estaba sobre una condenada silla de lado. Y la manera en que él
manejaba a Cyril la hacía detenerse. El por lo general enérgico castrado seguía la
dirección del duque con rara sumisión. Montford claramente era un jinete fuerte.
Él debía haber visto alguna grieta en su bravuconería, porque su boca se
curvó en una media sonrisa.
—¿Cuáles son sus términos? —preguntó.
Wesley se carcajeó audiblemente.
—¡Su excelencia! ¡Astrid! No pueden hablar en serio.
—Oh, lo estoy —soltó Astrid, su corazón hundiéndose en su pecho.
—Así como yo lo estoy. Completamente serio. Términos, madam.
—Debemos correr desde ese grupo de árboles de bayas por ahí hasta la
cervecería. Wes… Anthony debe cabalgar primero y marcar la llegada. Debe
decidir al ganador.
—¿Debo?
—Tú debes. Continua, hermano. Te daremos cinco minutos.
Wesley miró de ella al duque y de regreso otra vez con creciente
incredulidad.
—Astrid. ¡Sé razonable!
Ella gruñó.
—Odio cuando usas ese tono conmigo.
—Sugiero que haga como ella dice —dijo el duque—. Ella está
determinada a ser vencida por mí.
—¡Astrid!
Astrid se estiró hacia delante y aplastó su fusta en Wesley. Él solo se las
arregló para evitar ser golpeado. Después de un desesperado esfuerzo por
hacerla cambiar de opinión, se dirigió por el camino, lanzando miradas ansiosas
sobre su hombro mientras se alejaba.
Astrid mordió su labio inferior y observó a su primo irse desganadamente
a su tarea.
Era una idiota. Una impulsiva e imprudente idiota, quien una vez más
había, en el espacio de diez minutos en su compañía, permitido al duque llevarla
hacia el mismo comportamiento tonto. Había prometido tratar de ser más
recatada después del estallido de Alice, pero eso no había durado más de media
hora. Había permitido a un par del reino meter la mano en sus faldas después de
todo.
—¿Debo darle una ventaja, milady? —dijo arrastrando las palabras el
duque cuando estaban solos.
Ella necesitaba más que una ventaja. Necesitaba un milagro. Sería
afortunada de mantener su asiento por la duración de la carrera. Pero resopló
burlonamente a su oferta. Preferiría comer vidrio que dejarlo ver cuán indecisa
estaba.
—Usted necesitará la ventaja, Montford —dijo con suprema pomposidad.
Montford parecía divertido en esa remota, y condescendiente, manera
suya que la hacía rechinar sus dientes. Habría preferido que él perdiera su
temperamento, como había hecho ayer. Quería hacerlo sufrir, no divertirlo.
—No hemos discutido la apuesta —continuó él, estudiando el rumbo,
permitiéndole a Cyril bailar un poco hacia delante—. Tal vez deberíamos
hacerla… interesante.
A ella no le gustó el sonido de eso, pero se agarró de la idea como podía
haberlo hecho al casco de un barco hundiéndose.
—Sí. Cuán en lo correcto está. Cuando yo gane...
—¿Cuándo usted gane? —resopló él.
—Cuando gane, usted regresa a Londres y me deja manejar Rylestone
como yo vea conveniente.
Él le lanzó una mirada exasperada.
—Es como un perro con un hueso, señorita Honeywell.
—Debo tomar eso como un cumplido.
—No sé por qué debería, porque no lo fue —murmuró él.
—¿Así que acepta mi apuesta?
Él suspiró y volteó su atención de regreso al camino.
—¿Cree que eso es lo mejor, señorita Honeywell? ¿Qué me vaya de aquí y
que las cosas continúen como estaban?
Ella se quedó atónita por su súbita gravedad.
—Estábamos arreglándonosla bastante bien antes de que usted viniera.
—¿Lo estaban en verdad? —murmuró él en un tono dudoso.
Astrid se erizó.
—Este es difícilmente el momento o lugar para tan monumental discusión.
No obstante, ahora que usted lo trajo a colación, tendría que decir que sí,
Rylestone Green está floreciendo. Admito que el manejo es un tanto…
—¿Irregular? —sugirió él secamente—. ¿Ilegal?
Ella no empezaría una pelea con él.
—Irregular. Pero el sistema funciona.
—Para todos, parece, menos para usted. Y para mí, pero supongo que yo,
el dueño de la propiedad, soy irrelevante en su utópica visión.
—No tengo idea de lo que está hablando.
Él se volteó en su silla y señaló con su fusta hacia el castillo.
—Las torres, milady. ¡Están torcidas! —gritó, como si eso explicara todo—
. No tiene los fondos para arreglarlas porque insiste en devolverlos a la finca y
darles a los arrendatarios escandalosos salarios. He descifrado los libros, milady,
y estoy sobre usted. El castillo está pudriéndose. No puede mantener un equipo
apropiado. Dios sabe cómo se las ha arreglado para mantener estas monturas.
Sospecho que sus ayudas de campo viven mejor que usted.
—Nos las arreglamos bastante bien, gracias —dijo ella, levantando su
nariz en el aire.
—Nos las arreglamos. Sangriento sin sentido jacobino, es lo que es. Y mire
cuán bien eso se volvió para el francés.
—Esto no es Francia, señor.
Él solo rodó sus ojos y fijó esa intensa mirada sobre ella una vez más.
—¿Qué de su familia? ¿Ellos están de acuerdo en que están
arreglándoselas bastante bien?
Si él tuviera un bastón de pelea en sus manos y lo aplicara a sus entrañas,
no podría haber aplicado un golpe más directo.
—Mi familia no es de su incumbencia —soltó.
—Tal vez no. Pero está claro que ellos están lejos de ser felices.
—¡Felices! ¿Qué derecho tiene a hablar de la felicidad de mi familia? —
explotó ella—. ¿Qué sabría de la felicidad, de todos modos? No conocería lo que
era la felicidad si esta lo golpeaba en la cabeza y lo llamaba por el nombre.
Su expresión se endureció un poco más con cada palabra que ella decía.
Luego cuando ella había terminado, él se quedó en silencio un largo tiempo,
alejando su mirada de ella hacia la distancia, sus ojos distantes y fríos.
—Usted sin duda tiene razón —dijo él al final, en un tono frágil que hizo
que algo se desprendiera de su corazón y se pegara en su garganta.
¿Era eso culpa lo que sentía?
—Oh por el amor de… —gruñó—. ¿Vamos a correr o no?
Él la miró entonces, y el rígido control de su mandíbula se aflojó un poco.
—No he cambiado mi opinión.
—¿Así que acepta mi apuesta?
Sus ojos entrecerrados sospechosamente.
—No puedo creer que estoy accediendo a este sin sentido. Pero, sí, acepto
su apuesta, ya que voy a ganar de todas formas.
— Oh, ¿lo está ahora?
—Por supuesto. Y ya que su apuesta es bastante alta, supongo que la mía
debería tener que equipararse. ¿Qué debería ser, me pregunto?
Astrid no había pensado así de lejos en su plan, y sus palmas
inmediatamente comenzaron a sudar. ¡Oh, demonios! ¿Qué barbaridad iba a
pedir? No debería haber hecho la apuesta en absoluto.
¡Estúpida, estúpida chica!
Él podría ganar y hacerla renunciar a todo.
Lo cual sin duda iba a hacer de todos modos.
Pero, aun así.
Todavía…
¿A quién estaba engañando? No al duque. De seguro no a sí misma, ya no
más.
Astrid no se había sentido tan inútil como lo hacía en ese momento, y no
tenía a nadie a quien culpar sino a sí misma. Se había metido en esta insostenible
posición, cavando su propia tumba. Ahora no había nada que hacer excepto
acostarse en esta y observar a Montford lanzar tierra sobre ella.
Ella inclinó su barbilla hacia delante en un ángulo desafiante y aferró sus
riendas, preparándose para lo peor.
—Creo que cuando gane, me gustaría tener a Cyril como premio —dijo él.
Ella lo miró boquiabierta, totalmente desconcertada por su apuesta.
—¿Quiere mi caballo?
—Sí.
Esto podría haber sido mucho peor. Se dijo esto, pero de algún modo no
lo hacía más fácil de tragar. Ella amaba a Cyril tanto como a Princesa Buttercup.
Había estado presente en sus nacimientos y ayudado a entrenarlos. Casi deseaba
que él hubiera querido algo que tuviera que ver con la finca. Al menos entonces
tendría una clara idea de qué esperar de él.
¡Pero su caballo!
—¿Por qué lo querría?
—Debería divertirme tenerlo. Y creo que la pondría muy furiosa saber que
yo lo hacía. Y eso milady, me haría completamente feliz.
Ella continuó con la boca abierta.
—Es verdaderamente desagradable, Montford.
Él sonrió cínicamente.
—Usted saca lo peor de mí, señorita Honeywell. ¿Deberíamos terminar
con esto?
—¡Por supuesto!
Ellos trajeron sus monturas a la línea de árboles de bayas. Él le permitió
hacer el conteo, el cual ella hizo, con creciente anticipación y temor. Tal vez ella
ganaría, pensó cuando gritó “¡Cinco!”. A cuatro, pensó que tal vez lo mejor que
podría esperar era no romperse el cuello. Cuando llegó a tres, la problemática
imagen de sí misma yaciendo en una zanja con el cuello roto puso su anterior
teoría en duda. Pero cuando gritó dos, se imaginó la forma de Montford yaciendo
rota en una zanja en su lugar, lo cual levantó su espíritu inmensamente.
Finalmente, en uno, se imaginó la mirada en el rostro de Montford en el momento
de su victoria, y juró en el acto que daría todo en la carrera.
Impulsó hacia delante a Princesa Buttercup con todo el entusiasmo que
pudo reunir.
Se dio cuenta casi tres segundos después que Montford no la había
seguido. Se arriesgó a dar un vistazo por encima de su hombro y lo vio
rezagándose en su montura. Él levantó su sombrero de ala en reconocimiento de
su preocupación y lentamente llevó a Cyril a un galope.
Astrid se volteó de nuevo hacia el camino e impulsó a Buttercup incluso
más duro, un sonido que fue mitad grito, mitad juramento, escapando de su
garganta. Él se había quedado atrás a propósito, dándole una ventaja que ella no
había pedido. Solo para probar un punto.
Siendo el punto que él era el más odioso, y despreciable, hombre que había
conocido.
Bueno, malditos sus ojos, tomaría su jodida ventaja, y ganaría la
condenada carrera, y no tendría escrúpulos acerca de insistir en su premio.
Montford fuera de su vida para siempre.
Sin embargo, él había hecho un buen trabajo en quitarle mérito. Una
victoria de ese tipo no era una victoria en absoluto, en su opinión, y él sabía esto.
Se había rezagado precisamente porque sabía que esto la volvería loca.
Y justo cuando ella pensaba que no podía ponerse más molesta, escuchó a
Montford llegando tras ella. Trató de presionar a Princesa Buttercup hacia un
paso más largo, pero la yegua no estaba logrando nada de eso.
Por la esquina de su ojo, vio a Montford y Cyril acercarse hombro con
hombro, y escuchó la risa cínica de Montford flotando en sus oídos sobre el
estrépito de los cascos del caballo y el viento de otoño. Los cuatrocientos metros
fueron rápidamente superados, y ya podía ver la curva en el camino a la
cervecería, donde Wesley esperaba junto al borde del camino con un par de
curiosos ayudantes de campo. Montford pronto se adelantó a ella, sentado en
Cyril como si apenas estuviera esforzándose en absoluto, lo cual la enfurecía aún
más.
Ella iba a perder.
Montford y Cyril aceleraron adelantándose así que ni una, ni dos, sino tres
largos los separaban. Y no había ninguna maldita posibilidad de que ella pudiera
superar la distancia. Habría hecho cualquier cosa, en ese momento, para ser
liberada de la mirada satisfecha de sí mismo por la victoria que era seguro que
Montford le dirigiría.
O al menos ella pensaba que habría hecho cualquier cosa, o desearle que
mil enfermedades lo atacaran, hasta que en realidad consiguió su deseo.
El ruido vino de la izquierda, de algún lugar desde la densa extensión de
bosque antiguo que componía los límites norte de Rylestone. Astrid frenó a
Buttercup inmediatamente, sintiendo el peligro, la carrera olvidada. Habiendo
sido criada entre cazadores, reconoció la penetrante marca de un rifle dividiendo
el aire. Siguió el sonido y vio a través del follaje la elevación del humo del
fogonazo cerca de cincuenta pasos profundo en el bosque. Vio el resplandor de
un abrigo de caza verde, el brillo del arma y una figura retirándose hacia las
sombras.
Entonces su atención fue apartada al resultado del tiro, todavía haciendo
eco alrededor de ellos. No estaba segura de quien fue herido: Montford o Cyril.
Era difícil decir si Montford soltó las riendas o Cyril perdió su paso, pero cual
fuera la causa, ambos, caballo y jinete fueron inclinándose fuera del camino hacia
la derecha, abajo por el lado de un pequeño terraplén. Cyril relinchó en agonía y
Montford estaba siniestramente silencioso mientras tropezaban juntos por la
pendiente fuera de vista.
Entonces todo se quedó quieto, el sonido del disparo desvaneciéndose.
El corazón de Astrid se detuvo.
Entonces escuchó a alguien gritando de terror. Pensó al principio que eran
Montford o Wesley, o uno de los trabajadores del campo quienes se estaban
dirigiendo hacia la dirección del duque. Pero luego se dio cuenta que era ella la
que estaba gritando.
Volvió a sus sentidos el tiempo suficiente para instar a Buttercup a
acelerar. Alcanzó la cima del terraplén al mismo tiempo que Wesley y saltó al
suelo, rogando que encontrara algo de vida debajo de ellos.
Vio a Cyril sobre su costado, algo negro y mojado cubriendo su cuello. Él
estaba tan tieso como muerto, y los ojos de Astrid pincharon con lágrimas ante la
vista.
—¡No, no!
Bajó corriendo la colina hacia el caballo, y ahí fue cuando captó la visión
de Montford, quien había sido lanzado del ruano al menos a cuatro metros y
medio, yaciendo flácidamente sobre su espalda en un grupo de arbustos de bayas
de saúco, su chaqueta desgarrada abierta, su camisa y pañuelo manchados con
sangre.
Las piernas de Astrid casi cedieron debajo de ella cuando se alejó de Cyril
y se apresuró al lado de Montford. Se arrodilló a su lado y miró su rostro,
temerosa de tocarlo.
Él estaba del color de las cenizas viejas, y había un corte por encima de su
sien por su aterrizaje. Pero no estaba preocupada por eso tanto como por la
sangre en su pecho.
Oh, Dios, ¡él ha sido herido! pensó sombríamente.
Parecía muerto. Y cuando finalmente se armó de valor para tocarlo,
levantó su muñeca, y la dejó caer al suelo como un flácido fideo.
Su corazón gritó de desesperación. Él no podía morir. Era un hombre
horrible, lo odiaba, pero verdaderamente no quería que muriera.
—¡Montford! Usted idiota, no puede morir —dijo entre dientes, tocando
su rostro, limpiando la sangre. Se sentía muy frío. Inclinó su cabeza hacia sus
labios y sintió una ligera y débil respiración contra su mejilla.
Su corazón suspiró de alivio. Él no estaba muerto.
Aún.
—¡Montford! Vamos, Montford, despierte. —Palmeó su mejilla, luego
sacudió sus hombros, y cuando no consiguió respuesta, comenzó a quitar su
pañuelo y desabotonar su chaleco, buscando la herida. Sintió sus hombros, su
pecho, por un punto de entrada. Había una gran mancha de sangre sobre él, pero
no podía determinar de dónde estaba viniendo—. Sangriento dandi. Usando más
ropas que yo —murmuró entre sollozos.
Dobló sus ropas hasta su delgada camisa de puro algodón, también
empapada en sangre, y comenzó a desabotonarla también. Sus dedos temblaban
del miedo y algo más no completamente recomendable. Se rehusó a reconocer
cualquier deseo de ver su carne desnuda en tal momento de crisis, pero tendría
que haber sido inhumana para no apreciar el fino, y estupendo, torso masculino
debajo de sus dedos.
En verdad, ¿él tenía que ser atractivo incluso mientras estaba muriendo?
Entonces una mano se disparó, sujetando su muñeca en un duro agarre.
Ella chilló.
—Acabando conmigo, ¿verdad? —dijo una voz arrastrando las palabras.
Montford se sentó, empujándola, frunciendo el ceño. Su rostro había
recuperado algo de su color. Parecía desorientado y muy, muy disgustado.
Liberó su muñeca y comenzó a levantarse. Esto tomó algo de concentración de
su parte, pero él rehusó su ayuda.
Ella se paró y puso sus manos sobre sus caderas con algo de exasperación.
—Montford, está herido.
Él tocó su sien como si le doliera y negó.
—Estoy bien.
—¡No, no lo está! —gritó ella—. ¡Ha sido herido! —Apuntó hacia su torso.
Pareció sorprendido por su declaración y comenzó a palpar su cuerpo.
Entonces miró hacia abajo, lo cual fue claramente un error. Su rostro perdió todo
su color de nuevo cuando vio la sangre, y sus ojos se pusieron en blanco. Cayó
de nuevo al suelo desvanecido.
A
strid estaba preocupada por la extraña manera en la que se
comportó el duque en el camino. Aunque parecía no estar herido
por la caída que se llevó, tenía una gran herida sobre un ojo que
continuaba sangrando a pesar de sus intentos por detener la sangre, y continuó
mirándola en una forma peculiar que la hacía alternar de caliente a frío y
viceversa.
Después, comenzó a balbucear sobre su nombre. O nombres. Parecía tener
muchos de ellos, y parecía no gustarle ninguno. Excepto por su título.
Como Astrid no podía imaginárselo como un Cyril, tenía que estar de
acuerdo con él. Era Montford. Menos una persona real que un título.
Aunque en este momento, se veía muy humano, cubierto en sangre y
desarreglado sin posibilidad de recobro, su rostro pálido y sus ojos ligeramente
desenfocados. Sentía lástima por él, y un poco aprensiva sobre su capacidad
mental. Se había golpeado fuerte. La última cosa que necesitaba a estas alturas
era un duque con una conmoción cerebral tambaleándose alrededor y tratando
de ser amable con ella.
Qué era lo que había estado intentando cuando le había dicho su nombre.
Cyril. Había estado tratando de hacerla sentir mejor en su propia penosa manera.
Y se había sorprendido al encontrarse con que lo había conseguido. Sí se sintió
mejor después de su admisión. No porque le había dicho su nombre, sino al
contrario, porque había estado avergonzado de ello. Claramente pensaba que su
nombre era ridículo, y se había arrepentido por decírselo casi de inmediato. Ella
había encontrado esto adorable.
Pobre hombre. Sí que era un nombre ridículo.
Estaba totalmente preparada para restregárselo en su rostro en algún
momento, pero por ahora, estaba simpatizando con él. Había sido increíblemente
comprensivo acerca de todo el accidental disparo, y no quería empujar su suerte.
Después de todo, estaba avergonzada por haber mostrado tal dolor en su
presencia. La había visto llorar no una, ni dos, sino tres veces en el espacio de dos
días, y probablemente pensaba que era una tonta.
Pero tenía buenas causas para las tres ocasiones. Solo con pensar en su
pobre Cyril, tendido fracturado y sangrando en esa cuneta, la hacía llorar.
¿Quién podría haber hecho algo así?
No estaba mintiendo cuando le había dicho al duque que ninguna de su
gente le dispararía. Pero tenía enemigos. Y todo mundo sabía que si algo le
pasaba a Montford mientras estaba de visita, recaería sobre ella.
Solo había una persona en la cual podía pensar que tuviera dentro de sí el
arreglar tal cobarde complot. ¿Pero cómo podría saber el señor Lightfoot de la
visita inspectora del duque? ¿Y cómo podría el asesinato del duque ayudarle a
sus propósitos? No quería verla colgada de una horca, ¿no?
No, pensó sombríamente. La quería aplastada por su mano o peor.
Llegaron a los establos y le entregó las riendas de Princesa Buttercup a
Mick. Cuando relató las noticias del destino de Cyril, el rostro de Mick se puso
pálido, y se hizo la señal de la cruz. Era un católico romano, y muy religioso, y
Cyril había sido su encargo especial.
Habían alcanzado la mitad del patio y adentrado a los jardines, cuando un
vendaval de crinolina negra cautivó su mirada a través de las vallas.
Astrid reaccionó por instinto, sabiendo perfectamente qué estaba atado a la
crinolina. Arrastró a Montford por el brazo hacia una hilera de rosas.
—¿Hacia dónde vamos? —demandó.
—¡Shhh! —musitó, agachándose, indicándole que hiciera lo mismo.
Pero no le hizo caso, y se mantuvo por encima de ella, de pie, sus manos
en sus caderas.
—Señorita Honeywell, ¿qué está sucediendo? —entonó.
—Estoy intentando salvarte el pescuezo —murmuró.
Pero era muy tarde. Fueron descubiertos.
Una mujer alta y robusta apareció en la entrada de su escondite, vestida
en un traje ondulado y elaborado con volantes de crinolina negra con una década
atrasada de estilo. Su cuello estaba envuelto en un collar de oro ornamentado en
rubíes, y su cabello gris estaba cubierto por un turbante de seda. Era hermosa y
de mediana edad, con oscuros ojos azules que siempre estaban disgustados.
Estaban muy disgustados ahora mismo.
Detrás de su considerable estela la seguía Alice, quien se veía consternada,
y también una jovencita vestida impecablemente en tafetán de seda rosa con una
increíble variedad de lazos y flecos. Astrid pensó poco caritativamente que el
traje era de un color inadecuado e hizo que la pálida piel de su prima Davina se
viera cetrina. La exuberancia de lazos y flecos era absolutamente absurda y no
hacía nada para aplacar las facciones altivas y pinzadas de la joven. Davina era
solo un poco menos temible que lady Emily.
Sabía exactamente por qué este par se había dignado a visitarles, y la razón
estaba estoicamente de pie a su lado. Astrid suspiró y se levantó del suelo para
darles la bienvenido a su tía Emily y a su prima Davina, pero antes de que una
palabra pudiera salir de sus labios, su tía comenzó a hablar. Y a hablar.
—¡Astrid! ¿Qué en el nombre del cielo estás haciendo, merodeando cerca
de las rosas? Pareces una desgracia. Como siempre. Endereza tus hombros,
muchacha. —La tía Emily levantó sus espejuelos y miró a Astrid y a Montford
con un altivo ceño fruncido—. Mi hijo acaba de informarme que has estado
corriendo en los caminos de nuevo. Una desgracia, vergonzoso. Y que alguna
enfermedad te ha acontecido. Pero pareces estar en una pieza. —No parecía estar
aliviada por este descubrimiento. De hecho, parecía extremadamente
decepcionada—. ¡Corriendo como un rufián cualquiera! Si tu madre estuviera
viva… y para encontrarte en consecuencia, revolcándote en los jardines con
este… este… amante… —señaló al duque con un movimiento desdeñoso de su
mano enjoyada—. Es muy de ti el no tener respeto por tu reputación. —Se
detuvo, levanto los espejuelos otra vez, y observó el frente de la camisa del
duque—. Buen Dios, ¿es eso sangre?
—Lo es… —comenzó Astrid.
La tía Emily levantó dramáticamente su mano hacia su frente.
—Esto es algo más allá de los límites. Retozando en los rosales con esta…
esta persona en tal estado. Y con un duque debajo de tu techo. ¿No tienes sentido
de decencia? ¿Qué pensará de todos nosotros? Te lo juro, serás mi muerte. —Fijó
una mirada de helado descontento hacia el duque—. Ahora usted, lárguese,
jovencito, y arréglese. Voy a pasar por alto este… este contratiempo, desde que
estoy segura que no es su culpa que ella le haya llevado a cometer tal acto.
—Madam. —El duque comenzó en un tono glacial que no indicaba un
buen augurio.
—¡Te atreves a hablarme, muchacho! —La tía Emily jadeó, sumamente
sorprendida ante su audacia, como suponía estar bajo la impresión de que el
duque era un sirviente.
Podía sentir al duque convirtiéndose en piedra a su lado.
Astrid intercambio miradas con Alice, quien había colocado su mano
sobre su boca para esconder su sonrisa. Esto no iba a ser placentero para su tía, y
Astrid planeaba disfrutar cada minuto de ello. Dio unos pasos al lado para
permitirse una mejor vista de los acontecimientos.
Incluso desarreglado y sangriento, el duque lleno de ira era algo sublime
de ver. Sus plateados ojos refulgían con fuego, sus perfectas facciones convertidas
en piedra.
—¿Se atreve usted a dirigirme la palabra, madam? —dijo con una helada
voz despectiva—. ¿Puede decirme su nombre?
—Por todos los… —balbuceó su tía.
—Su nombre, madam —interrumpió el duque. Se volvió hacia Astrid—.
Señorita Honeywell, ¿quién es está persona?
Astrid detestó entrar en tal divertida escena, pero parecía no tener ninguna
otra opción.
—Ella es mi tía, lady Emily Benwick, y su hija, la señorita Davina. —Señaló
hacia la visión rosada que fruncía el ceño en su dirección. Se volvió hacia su tía—
. Tía, ¿puedo presentarle a su excelencia, el duque de Montford?
El rostro de la tía Emily se volvió blanco debajo de su pintura. Sus
facciones altivas se trastornaron primero en incredulidad, luego en alarma
cuando la verdad finalmente la abofeteó. Sus espejuelos se deslizaron de sus
manos y golpearon la tierra. La señorita Davina tuvo una reacción similar, pero
por no tener posesión de los huesos duros de su madre, se meció en sus pies y
parecía a segundos de desmayarse.
Alice tosió dentro de su mano. Astrid no se molestó en esconder su sonrisa
de satisfacción.
La tía Emily se recuperó rápidamente y procedió a agraciar a su excelencia
con una cortesía que hubiese rivalizado con cualquier corte. Tiró del brazo de su
hija, y la señorita Davina fue forzada a hacer lo mismo. Los dobladillos de sus
vestidos, pensó Astrid con poca amabilidad, se arruinarían en el fango.
—Su excelencia, es un honor. Por supuesto…
Montford miró a Astrid y puso los ojos en blanco. Era evidente que la tía
Emily y Davina no se levantarían sin una orden directa. Pero era igualmente
evidente que Montford no les iba a dar una.
Así que permanecieron con sus rostros hacia la tierra, con Montford
frunciéndoles el ceño por encima de ellas. Astrid no había atestiguado un
espectáculo tan placentero desde que Montford había caído en el fango dos días
antes, y no sentía ni una pequeña pizca de lástima por sus familiares. Eran
personas horribles, y estaba bastante feliz por verlas arrastrarse.
—Señorita Honeywell —dijo el duque—. Parece ser que tiene visitantes.
No deje que la demoren.
Le dio una dura reverencia y se fue, dejando a Astrid y Alice para que
sacaran a sus parientes de la tierra.
—Podrías haber tener el juicio, gel, de decirme quién era ese hombre antes
de permitirme hacer tan horrible papelón —dijo la tía Emily, aplicando las sales
aromáticas a la nariz de su hija.
Astrid y Alice se las habían arreglado para ayudar a levantar a la baronesa
e hija y las habían llevado a la recepción, donde la señorita Davina se desmayó
de inmediato, y de forma un poco elegante, en el diván. Astrid quería decirle a
su prima que el duque ya no estaba presente para presenciar tal encantadora
muestra de sensibilidad femenina, pero se mordió la lengua y pidió que trajeran
té mientras su tía intentaba revivir su hija.
—Pero supongo que eso sería pedir demasiado para ti —continuó la tía
Emily, frunciéndole el ceño a su sobrina—. Sin dudas disfrutaste verme
humillada.
Me deleité, quería responder, pero sostuvo su lengua y trató de lucir
contrita.
—Claramente es un error razonable de cometer —intervino Alice, siempre
la mediadora entre las dos mujeres—. Estaba cubierto de sangre y se veía
asustado.
—Ciertamente. —La tía Emily inclinó su cabeza, un poco apaciguada.
—Creo que fue el duque el que se revolcó hoy —continuó Alice. Miró a
Astrid con algo de preocupación—. ¿No se ha lastimado?
—Sí, pero Cyril no tuvo tanta suerte. Está muerto.
—¿Cyril? ¿Quién es Cyril? —demandó la baronesa.
Astrid suspiró y apretó los puños en su regazo.
—El caballo en el que su gracia estaba cabalgando.
—Lo siento mucho, Astrid. —Lloró Alice.
Astrid asintió y miró sus manos, alejando su mente del giro trágico de la
tarde. No podía pensar en su caballo ahora, o lloraría enfrente de su tía, algo que
juró nunca hacer.
—¿Era el duque con el que estabas haciendo una carrera en la pista? —
interpuso la tía Emily—. ¿A qué disparate has llevado al pobre hombre, gel?
Debería haber sabido que no tienes respeto por su posición. ¡Haciendo carreras!
Qué suerte para ti que fuera solo su montura la que sufrió las consecuencias de
tu impetuosa demostración.
Astrid apretó sus dientes. Encontró que la rabia era un asombroso remedio
para sus penas.
La tía Emily había perdido la paciencia con su hija, la que todavía se
negaba a ser levantada. La sacudió por el hombro.
—Recobra la compostura, Davina, y siéntate. No hay nadie aquí para
apreciar tu dramatismo.
Davina se sentó y arregló sus faldas meticulosamente. Le lanzó dagas con
los ojos a Astrid a través de ojos entrecerrados. Astrid, ya acostumbrada a los
insignificantes celos de su prima, levantó una ceja.
—Fue algo bueno que supiera por mi personal de la llegada del duque —
continuó la tía Emily, después de que Flora hubiera llegado con el té. Flora puso
sus ojos en blanco detrás de la espalda de la baronesa mientras se iba, lo que
levantó el espíritu de Astrid considerablemente—. Alguien debe estar aquí para
mostrarle a su gracia que no todos en este condado no tienen modales o juicio.
—Estoy segura de qué eso es lo que pretendías mostrarle en el jardín —
murmuró Astrid sin poder evitarlo.
—¿Qué dijiste, gel? Levanta la voz. No murmures como una tonta.
—Dije, que fue muy amable de su parte, tía, pensar en una cosa así —
mintió.
La puerta a la recepción se abrió, y Astrid vio a la tía Anabel meter la
cabeza en la habitación. Cuando vio a sus visitantes, sin embargo, cerró la puerta
sin entrar.
Astrid no la podía culpar.
La tía Emily despidió con un gesto a Alice y comenzó a servir el té para
todos, sin molestarse en preguntar cómo lo querían. En el mundo de la tía Emily,
a todos les gustaba el té precisamente como la tía Emily decía cómo les gustaba.
Sin azúcar, y nadando en crema.
—Me invitarás a mí y a Davina a cenar esta noche —dijo la tía Emily
después de unos minutos. Era una orden, no una sugerencia.
Astrid sostuvo fuertemente su taza de té hasta que estuvo segura que se
iba a romper.
—No había pensado en ser anfitriona de una cena formal esta noche, tía
—dijo entre dientes.
—Tonterías. Por supuesto que lo serás. Y me he encargado de invitar al
vicario. Para cerrar los números.
—Qué amable de su parte, tía Emily —dijo Alice con una remarcable
carencia de sarcasmo—. Ha pensado en todo.
—Le pedirás a las cocineras que preparen codorniz como plato principal.
Enviaré más tarde a monsieur Roualt para que vigile las preparaciones. No dejaré
que el duque de Montford crea que somos incapaces de tener una cocina decente
en Yorkshire —continuó tía Emily.
—No querríamos eso —murmuró Astrid.
—Y sentarás al duque junto a mi Davina —entonó tía Emily palmeando la
mano de su hija—. Ha tenido una temporada, y conoce justo el tipo de
conversación que complacerá a su gracia.
Davina inclinó su cabeza con coqueta timidez, a pesar de que su rostro se
veía engreído.
Astrid sintió una ola de rabia hacia su tía y prima. Sabía exactamente lo
que estaban planeando. No podía haber sido más claro, aunque lo gritaran desde
los techos. Tía Emily quería poner a Davina en el camino del duque. ¡Como si su
prima tuviera una oportunidad de conseguir la consideración de ese hombre! Por
qué, no se podía esperar que localizara el rostro de Davina entre todos esos
pliegues. Y en cuanto a su cerebro, su prima no tenía uno.
Bueno, sí tenía uno, pero estaba reservado únicamente para formular
comentarios maliciosos.
El duque nunca consentiría un intento tan desvergonzado de
emparejamiento. ¿Cierto?
El pensamiento de Montford siendo esclavo de Davina era completamente
inconcebible, pero, sin embargo, el corazón de Astrid se marchitó al solo
contemplarlo.
No le gustaba el duque, se recordó mientras bebía su té. Lo odiaba, ¿por qué
le importaría si su tía y prima lo importunaban? ¿Ciertamente? Sería
infinitamente entretenido ver cómo reaccionaba a Davina sobre una de las
creaciones de Monsieur Roualt.
Infinitamente. Entretenido.
Y aún si era absorbido por la atontada conversación poco ingeniosa de
Davina, no estaría molesta para nada. De hecho, no sería menos de lo que él
merecía por enamorarse de una tonta.
—Creo, tía, que eso es una idea maravillosa —dijo al fin.
Tía Emily y Davina, ambas, lucieron sorprendidas cuando estuvo de
acuerdo.
Davina hasta tuvo el sentido de verse un poco sospechosa, además,
haciendo que Astrid especulara si la chica no era tan hueca como parecía,
Astrid sonrió gentilmente y bajó su copa. Se levantó.
—Necesitarán volver a Benwick Grange para prepararse para la noche —
dijo.
Tía Emily y Davina, que no había terminado la mitad de su té, se
levantaron también.
—Por supuesto —dijo tía Emily.
—No las vamos a atrasar entonces.
Era una despedida.
Tía Emily frunció el ceño, pero no dijo nada, probablemente pensando que
era sabio irse mientras aparentemente tenía la mano más alta.
—Hasta esta noche, tía, Davina —dijo Astrid, todavía sonriendo de
manera tensa.
—Sí, bueno, deberíamos irnos de todas formas —dijo tía Emily, queriendo
decir la última palabra.
Astrid y Alice escoltaron sus parientes afuera hacia su carruaje que las
esperaba y las despidieron. La sonrisa de Astrid se desvaneció inmediatamente
cuando el carruaje estuvo fuera de la vista.
—Bueno, eso fue interesante —dijo Alice—. ¿Viste la mirada que puso
cuando se dio cuenta de quién era el duque?
—Fue un momento que atesoraré por el resto de mis días.
—Fuiste diabólicamente ingeniosa al deshacerte de ellas —continuó Alice.
—Tengo mis usos. Ahora si me disculpas, Alice, creo que me cambiaré.
Alice puso una mano en su brazo, luciendo preocupada.
—¿Estás bien?
Astrid no podía olvidar las duras palabras de Alice del día anterior. Se
estremeció por la preocupación de su hermana.
—Estaré bien. Siempre lo estoy —dijo, alejando su brazo.
—Astrid —comenzó Alice, luciendo afligida.
—Tenemos mucho que hacer —dijo Astrid, evadiendo otra discusión. O
una ronda de disculpas—. Escuchaste a nuestra señora tía. No podemos permitir
que el duque crea que todo Yorkshire no tiene modales o cerebro.
—¿Realmente vas a hacer la cena?
—¿Qué elección tengo? Y tal vez tía Emily pueda tener éxito en espantar
al duque. Dios sabe que he intentado y fallado.
—Tía Emily no lo hará, pero Davina puede que sí.
—Sí. Esperemos que uno de sus moños estrangule al duque sobre el plato
de sopa.
Alice rio, y se fueron hacia adentro en los brazos de la otra en un incómodo
silencio.
Las cosas no estaban reparadas entre ella y su hermana, pero Astrid no
tenía la fuerza para realizar tal esfuerzo, ni el deseo. No había perdonado a Alice
por sus duras palabras, a pesar de que probablemente se las merecía. Arreglaría
las cosas más tarde, se tranquilizó, mientras subía sola las escaleras a su
habitación, rechazando la oferta de Alice para ayudarla a quitarse su hábito.
Quería estar sola. Todavía no era mediodía, pero el día ya estaba tomando
una forma diez veces peor que el día anterior. Pobre Cyril.
Cuando llegó a su pieza, cerró la puerta y se lanzó en la cama.
Lloró hasta dormirse.
Once
Cuando Se Hacen Alianzas y Los Villanos Son
Revelados
Traducido por Giuu, Otravaga y âmenoire
Corregido por Bella’
E
l hombre escocés encontró a Montford en la biblioteca del castillo,
reordenando una de las estanterías por orden alfabético. Montford
había logrado reunir la mayor cantidad de volúmenes de poesía
como había podido encontrar esparcido por la habitación, y había dejado un
espacio en uno de los estantes para acomodar la colección. Decidió archivarlos
por autor, al igual que su propia biblioteca. La mayoría habría pensado que su
ocupación era bastante por debajo de su posición y un poco no peculiar, pero
Montford encontraba el trabajo calmante. No había nada como poner algo en su
lugar apropiado para calmar sus nervios deshilachados.
Y sus nervios estaban muy desgastados por el momento.
El señor McConnell debió haber permanecido detrás de él mirándolo
durante varios minutos, por lo que tuvo que aclararse la garganta antes de que
Montford notara que ya no estaba solo. Se dio vuelta e intentó ocultar el último
volumen de Essex de carbón detrás de su espalda.
El señor McConnell parecía desconcertado por su acción, y se sacó la pipa
de la boca.
—Duque.
—Señor McConnell.
Dejó el libro y le hizo un ademán a McConnell para que tomara asiento. El
escocés tomó su sugerencia y se acomodó en una silla cautelosamente,
suspirando de alivio mientras lo hacía. Parecía bastante desgastado.
—¿Encontró algo en el bosque?
—Si. Una caja de cascara, un poco de polvo. Sería un rifle lo que mató a la
pobre criatura.
—¿No hay señales del perpetrador?
—¿El perpe-qué?
—El tirador —aclaró Montford con los dientes apretados.
—Nay.
Montford esperó por una explicación, pero ninguna llegó. McConnell, al
parecer, no media las palabras
—¿Y no tiene ni idea de quién pudo haberlo hecho, señor McConnell?
Algo brilló en los ojos del hombre, pero él negó con la cabeza.
Montford se cruzó de brazos y le dio al escocés su mejor mirada ducal.
—Tienes una idea, ¿no?
—No.
—¿Vamos a llamar al alguacil? Tal vez tendría una opinión diferente sobre
el asunto. Alguien trató de matarme, McConnell. Es un delito colgando, ¿necesito
recordarle?
McConnell dio una calada a su pipa y parecía bastante indiferente a la
amenaza de Montford.
—Soy el alguacil que ronda estas partes, su gracia.
—Eso es apenas tranquilizador.
McConnell miró a Montford como si él no tuviera ningún problema
limpiando el suelo con su rostro, duque o no. Montford creía que el hombre
probablemente podría tener éxito. Él era un hombre grande, más de uno ochenta,
pero al lado de McConnell, se sentía algo pequeño. El escocés tenía los hombros
de un buey.
—Soy el alguacil, y el administrador de la finca, como cuestión de hecho.
He conocido a la señorita Astrid desde que era una pequeña cría, y si usted cree
que voy a ayudarlo a ponerla en peligro de un cuello estirado, tiene otra cosa
viniendo —dijo McConnell, puntualizando su discurso con un golpe de su pipa.
—¿Cree que la señorita Honeywell tuvo algo que ver con esto? —preguntó
Montford, incrédulo.
El señor McConnell pareció alarmado.
—No, no. Yo no creo eso. Pero usted sí.
—Yo ciertamente no lo hago. La señorita Honeywell es muchas cosas, pero
no es una asesina.
El señor McConnell pareció sorprendido.
—Oh. Bien entonces.
—Sí, bien entonces. No creo que la señorita Honeywell esté detrás de ello,
pero ella inspira una cierta cantidad de... devoción en sus seguidores. Tal vez uno
de ellos decidió hacerme eso.
—Nadie trabaja bajo ella o yo —dijo McConnell, ofendido por la grave
noción.
Montford suspiró, sintiendo como si estuviera empujando una roca a una
colina muy empinada.
—El disparo no venía de los cielos, señor McConnell. No creo que todavía
haya hecho algo tan malvado que los dioses desearían herirme de las alturas.
Los ojos de McConnell se estrecharon.
—Usted no es uno de esos papistas, ¿no?
Buen Dios, ¿de dónde había salido eso?
—No soy un católico romano. —Se encontró diciendo. No se dejó
intimidar exactamente por McConnell, pero estaba pisando con mucho cuidado.
—Charlataneando sobre dioses y golpear violentamente. Suena papista
para mí.
—Me gustaría señalar que los papistas son monoteístas.
El señor McConnell se veía como si Montford hubiera hablado en griego.
Montford suspiró. Suponía que tenía.
—No soy un papista —repitió.
—¿Qué es usted, entonces, C de E?
—Qué negocio es... Supongo que lo soy.
—¿Suponer? ¿Qué? ¿Usted va a rendir culto?
—No asisto a la iglesia...
McConnell se puso de pie, y la pipa casi se cayó de su boca. El movimiento
fue tan repentino que Montford involuntariamente se echó hacia atrás, por si
acaso McConnell decidió girar su enorme pierna de jamón como brazo en la
dirección de su rostro.
—Es peor, entonces. Usted es uno de los no creyentes.
Montford se erizó. Dejando de lado la fuerza muscular, esto era
simplemente demasiado.
—Señor McConnell, no es de su preocupación qué altar venero.
—Lo es cuando usted trajo sus rápidas, formas profanas a esta casa.
—Debería recordar a quién se está dirigiendo señor McConnell.
Él no parecía inclinado a hacerlo.
Montford se preguntó si alguien dentro de un radio de cincuenta
kilómetros tenía respeto por su título además de él. Montford no podía muy bien
lanzar al alguacil al hombre por su insolencia, ya que el señor McConnell era el
alguacil. Pero había hecho azotar hombres inferiores por semejante insolencia.
No, no lo había hecho. Pero lo había considerado en alguna ocasión.
Lo estaba considerando ahora, pero tenía la furtiva sospecha de que
McConnell haría girar el látigo sobre él.
Decidió intentar una táctica diferente. Apaciguación. Iba en contra de su
naturaleza, pero se había encontrado aplacándose varias veces durante el lapso
de las últimas cuarenta y ocho horas, hasta cierto efecto.
—Señor McConnell, fui criado en la iglesia, y asistí en alguna ocasión. —
Bodas (reaciamente), y funerales (reaciamente, a menos que no le hubiera
gustado el fallecido)—. Pero no le voy a mentir —sí, lo haría—, y decirle que soy
religioso, porque no lo soy. Soy indiferente.
El señor McConnell consideró la declaración de Montford y no la encontró
en totalidad carente.
—No puedo saber si es peor o no. No sé si creerle. Usted tiene un buen
trato o la ira en usted...
—¡Tengo ira! —estalló—. ¡Usted es el único que estaba gritándome!
—No estaba gritando —dijo McConnell, colocándose de nuevo la pipa en
la boca atreviéndose a contradecirlo.
Montford agarró su cabeza, lo cual fue un error, porque golpeó el vendaje
sobre su sien derecha. Hizo una mueca y trató de frenar a su temperamento.
—Señor McConnell —dijo uniformemente—. ¿Podemos volver de nuevo
al asunto en cuestión?
—Ciertamente, su gracia. ¿Cuál era el asunto en cuestión de nuevo?
—Por el amor de... ¿Hay algo en el agua de aquí que hace a todo el mundo
hablar en círculos?
McConnell sonrió y dio una calada a su pipa.
—¿Qué sugiere que hagamos acerca de este disparo?
El señor McConnell se rascó la nuca.
—No sé. No hay mucho que hacer. Resolvería un problema de todos, si
partiera.
—¿Lo haría efectivamente?
—Resolvería su problema, al menos —murmuró en su pipa.
—No interpretaré eso como una amenaza. Quiero al francotirador
encontrado y crucificado. No me importa si es disparado, señor McConnell.
—Claro que no.
—Habrá una minuciosa investigación.
—Sí, tendrá un rendimiento de cuentas —dijo McConnell sombríamente—
, no se preocupe acerca de eso. Cyril fue un asistente, él no merecía tal final.
Cogeré al cobarde con una cadena en sus testículos por impresionar a la pobre
señorita Astrid.
McConnell se fue sin duda metiendo dentro el espíritu de las cosas.
Montford aclaró su garganta, agradeciendo que no estaba en el extremo receptor
de justicia del antiguo testamento McConnell.
—Bien, entonces, ya que veo que está en el trabajo, lo dejaré en él. Estoy
partiendo a Londres mañana, y puede enviarme noticias allí si encuentra a
nuestro hombre.
McConnell asintió, como si hubiera esperado eso.
—Ella lo espantó, ¿no es así?
—¿Qué?
—La señorita Astrid. Lo asustó. Calculo que quiere ir de nuevo a Lunnon
y enviar algunas camisas de peluche en lugar de acabar con ella.
—No sé lo que quiere decir.
McConnell cruzó sus brazos fornidos sobre su pecho y lo estudió por un
largo, tenso momento.
—Voy a decir lo que pienso de usted, su gracia, y usted va a escuchar.
¿Entiende?
Montford parpadeó. Como si el hombre no estuviera listo.
—Por favor, por todos los medios. Proceda.
—No importa lo que un pedazo de papel dice, este es el lugar de los
Honeywell, usted podría ser malo por deshacerse de ellos como agua plato de
ayer.
—No voy a echarlos afuera —rechinó.
—¿No? —dijo McConnell, mirando sorprendido.
—No. Su gente tiene la idea equivocada de que soy una especie de ogro.
Es fácil ver que no puedo meramente preguntar a los Honeywell de desalojar a
los locales.
La expresión severa de McConnell se desvaneció como si nunca hubiera
estado. Él sonrió a Montford como si ahora fueran viejos amigos.
—Bueno, entonces, no sabía que tendría tal sentido, muchacho. Es decir,
su gracia.
Montford rodó los ojos.
—No hay necesidad de empezar a arrastrarse ahora, señor McConnell.
Siéntese, si es tan amable, y haga algo con su pipa antes de que tire de su boca y
la empuje hacia abajo en su garganta.
McConnell se rio e hizo lo que Montford ordenó.
—Está empezando a gustarme, muchacho.
—Qué estupendo —dijo secamente.
—A pesar de que usted sea indiferente.
Montford apretó los dientes y se obligó de nuevo a regresar al punto
principal de esta entrevista.
—No voy a echarlos, pero en mi opinión, hay algunas cuestiones que
necesitan ser dirigidas. Soy dueño de esta propiedad, en caso de que alguien lo
haya olvidado, y no puedo en buena conciencia dejar que siga siendo dirigida a
instancias de la señorita Honeywell.
Sorprendentemente, McConnell no protestó.
—Estoy dispuesto a dejar que los Honeywell permanezcan en Rylestone
Hall, pero la administración tendrá que cambiar.
Ante esto, McConnell abrió su boca para decir algo, pero Montford levantó
su mano.
—No quiero reemplazarlo, señor McConnell. Si usted es en efecto
administrador/alguacil, entonces tengo que felicitarlo por correr la finca tan
bien, a pesar de la interferencia de la señorita Honeywell.
—Ella no es una interferencia. Un par de nociones extrañas, aquí y allá,
pero nada que haga daño real.
—¿Además de engañarme?
McConnell parecía disgustado.
—No hace ninguna tontería, ¿verdad? Le gusta la fantasía se ve a sí misma
un poco Robin Hood, repartir la riqueza a los más... ah, necesitados que sí misma.
—Nadie es más merecedor que yo.
—Por supuesto que no —afirmó secamente McConnell—. ¿Usted sabe que
no debería enviarla a la cárcel por cocinar los libros?
—McConnell, arrojó los libros en una tina de grasa y los frio. Pero no voy
a enviarla a la cárcel. Buen Dios, ¿quién protegería a los otros presos?
—O los guardias —añadió McConnell en un tono cariñoso—. Ella es
astuta, eso.
—Es una amenaza. Un marimacho. Un peligro para sí misma y los demás.
La sonrisa de McConnell se atenuó.
—No vaya demasiado lejos, su gracia. Es una buena chica, y ha intentado
todo lo posible con lo que Dios le proporcionó.
—Sea como fuere, necesita ser refrenada.
McConnell se recostó en su asiento y lo contempló.
—Sí. ¿Y usted es el hombre que hará eso?
En algún punto, alrededor de la época en que la señorita Honeywell fue
criada, la conversación se había convertido en desquiciada. No estaba muy
seguro de lo que McConnell estaba preguntando, pero la forma en que lo hizo lo
estaba implicando. Era el tipo de pregunta que un padre podría hacer al intentar
intimidar el pretendiente de su hija.
Montford se alarmó ante la idea de que él parecía sostener que estaba
interesado en la señorita Honeywell. De esa manera.
Cosa que sin duda no era, a pesar de su encuentro el día anterior en esta
misma habitación. Sus ojos deambularon sobre la escalera, donde casi la besó,
luego el lugar en el suelo donde había dirigido sus manos encima de sus piernas
y…
Parejas habían sido casadas por menos que eso. Él se habría visto obligado
a casarse con ella, si hubiese sido una dama de Londres. Gracias al infierno que
no lo era. Y gracias al infierno que nadie los había visto juntos, porque, aunque
ella no era precisamente refinada, no veía cómo podía haberse zafado de un
compromiso y mantener su honor de caballero.
¿Pero casarse con la señorita Astrid Honeywell? ¿Ella?
Montford tiró de su corbata. De repente hacía mucho calor en la biblioteca.
Sofocante, de hecho.
—No estoy... es decir... no estamos...
McConnell arqueó la ceja y parecía satisfecho por la incoherencia de
Montford, como si no hubiera esperado menos.
—Señor McConnell —continuó él cuando había ordenado sus
pensamientos—, no estoy interesado en la señorita Honeywell.
McConnell pareció sorprendido por esta declaración.
—Nunca insinué que lo estuviera.
—¿No?
—No, no lo hice. —McConnell hizo una pausa, estudió a Montford de una
manera extremista que le hacía querer retorcerse—. Pero parecería muy extraño
de su parte el permitirle a cuatro mujeres permanecer aquí bajo un techo que no
es suyo. Por no hablar de cuán terriblemente difícil sería que la señorita Astrid
no se metiera en sus asuntos.
—Ya veo. ¿Y qué quiere usted que yo haga?
McConnell sonrió, como si finalmente hubiese sonsacado de los labios de
Montford la pregunta exacta que había querido escuchar toda la noche. Se inclinó
hacia adelante y reubicó la pipa en su boca.
—Le diré lo que puede hacer, y eso lo librará de gravámenes de las
muchachas Honeywell para siempre.
Ese era precisamente el tipo de cosas que Montford había querido
escuchar. Se inclinó hacia adelante, dispuesto a disfrutar de todos los consejos
que el escocés le pudiera dar.
—Soy todo oído, señor McConnell.
A
strid decidió usar su mejor vestido para el espectáculo de la
noche, no por alguna noción equivocada de complacer a su tía,
sino por no darle a la bruja la satisfacción de llamarle la atención
por no vestirse para la ocasión.
Siendo la ocasión una oportunidad para que tía Emily y Davina lamieran
las botas del duque.
Además, ella no quería que su tía pensara que no podía interpretar el papel
de una anfitriona refinada cuando se lo proponía. Iba a ser la dama perfecta esta
noche. Contrariamente a lo que tía Emily pudiera pensar, Astrid no había sido
criada en un granero.
En una cervecería, tal vez, pero no en un granero.
Y si deseaba verse lo mejor posible era en parte porque sabía que Davina
iba a verse de lo mejor, entonces ese era su derecho como mujer. No es como si
tuviera nada de qué preocuparse. Davina sin duda aparecería en alguna horrible
mezcolanza de lazos que tía Emily hubiera escogido para la pobre y mezquina
criatura.
Y no es que Astrid se preocupara por lo que ciertas personas de la
convicción masculina pudieran pensar, tampoco. Ese no era el porqué estaba
usando su mejor vestido.
El mejor vestido de Astrid era un sencillo traje redondo, hecho de tafetán
de seda verde de rayas. Uno de los que Alice había desechado, que había tenido
el dobladillo por los tobillos y estaba suelto en el busto. No era del último grito
de la moda, pero tampoco era demasiado viejo. Tenía mangas casquillo9 y un
pedazo de tela de paño sobresalía del corpiño. El color y el corte le sentaban a
9 Capped sleeves: también llamada manga japonesa; manga muy corta que sobresale
apenas un poco más allá del hombro y tiene una forma redondeada, como una
campana.
Astrid, todo combinado con las perlas de su madre y un par de guantes de Alice,
se veía de hecho muy elegante. Flora incluso se las había arreglado para dominar
el lío que era su cabello hasta lograr algo parecido al orden en la cima de su
cabeza, sólo unos pocos mechones escapándose de los broches y rizadas sobre su
cuello.
Nunca sería una belleza como Alice, con sus desafortunados ojos. Y su
cabello y sus pecas y su altura. Pero nunca había aspirado a la belleza.
Y a la luz de las velas, nadie podría notar sus ojos de cualquier manera.
Alice la acompañó escaleras abajo, y saludaron a su tía y primos en la
puerta, seguidos del vicario, quien casi se cae en su apuro por besar la mano de
Astrid y tartamudear su saludo.
—P-puedo decir, señorita H-H-Honeywell, q-que gran h-h-honor es el ser
invitado a la c-c-cena de esta noche. Simplemente un h-honor, y una d-d-delicia.
S-se ve majestuosa. ¿Oh, cielos, puedo decir eso?
El vicario era tartamudo. Hacía de los domingos en la mañana una
verdadera prueba de la fortaleza cristiana.
—Por supuesto que puede, señor Fawkes. Era mi intención verme
majestuosa —dijo, mientras guiaba al grupo al salón.
La tía Anabel, que estaba dormitando cerca del fuego, se animó un poco y
levantó su bastón. Cuando vio a lady Emily, sus ojos se agrandaron con alarma,
y rápidamente cayó de vuelta en un sospechoso sueño profundo.
Lady Emily se acomodó en la silla más grande de la habitación. Hizo que
Davina se sentara en el canapé junto a ella y no le permitió al señor Robert
Benwick, el hermano menor e insufrible de Wesley, sentarse junto a su hermana.
Robert murmuró algo en voz baja y se dirigió a la licorera. Se tomó su primer
oporto de la noche de un solo trago.
Astrid se sentó junto a Davina, solo para que su tía hiciera mala cara. Sabía
que su tía estaba tratando de manejar las cosas de modo que Montford tuviera
que tomar ese asiento cuando llegara, y aunque a ella no le gustaba el duque,
mucho menos quería darle a su tía algún tipo de satisfacción.
Sonrió a su tía desagradablemente y giró hacia su prima. Apenas se
abstuvo de proteger sus ojos del resplandor que desprendía el vestido de Davina.
Era espantoso, justo como lo había esperado, hecho en alguna especie de color
que estaba entre el verde y el purpura, y adornado con lazos de manera generosa.
Lazos sobre sus hombros, lazos en el pecho. Lazos rodeando su cintura y
dobladillo.
—Que encantadora te ves esta noche, Davina —dijo—. ¿Es ese un nuevo
vestido?
Davina alisó sus manos sobre uno de los lazos.
—Lo es. Lo mandé a hacer en Londres. Es la última moda.
Astrid estuvo otra vez agradecida por no tener nunca el honor de visitar
la ciudad.
—Ese color es muy… único.
—Es el color que debe usarse esta temporada. No es como si tú tuvieras
alguna idea.
—Por supuesto que no. Eres tan afortunada de poder usar lo que sea. Ese
vestido es bastante… singular. Solo tú podrías usar algo tan… absolutamente
único.
Los ojos de Davina se estrecharon, como si sospechara que la estaba
insultando de alguna forma, lo que estaba sucediendo, pero estaba insegura de
la manera exacta.
—¿Entonces, dónde está él? —demandó tía Emily.
—¿Dónde está quién, tía?
—Lo sabes bastante bien.
Los caballeros volaron “en masse”10 al aparador ante el tono de tía Emily.
—Te refieres a su gracia. No sé qué puede estar retrasándolo. ¿Debería
revisar en la habitación? —contestó despreocupadamente.
La tía Emily la fulminó con la mirada.
Ella le sonrió de vuelta.
—Él sin ninguna duda está deseando hacer una gran entrada. Ya sabes
cómo son los duques.
Davina suspiró soñadoramente junto a ella, como si deseara saber cómo
eran los duques.
Después de unos cuantos minutos sin ninguna señal del duque, la tía
Emily empezó a agitarse.
—Está perdido. Realmente deberías tener un mayordomo como
corresponde, Astrid. Su gracia no está acostumbrado a tener que entrar a una
habitación sin ser anunciado. Ni lo estoy yo —añadió ella.
12 Syllabub: postre tradicional de Inglaterra, popular entre los siglos XVI y XIX.
Suele hacerse con leche entera o nata condimentada con azúcar y ligeramente cortada
con vino.
Astrid puso sus ojos en blanco.
—… nunca te hubiera dejado atravesar el pueblo de esa manera.
—Ah, pero no lo está.
—Conducida a una muerte temprana por ese hombre.
Astrid se puso rígida por la alusión.
—Mi padre, que en paz descanse, estuvo en lo correcto al repudiarla
cuando desafió sus órdenes y se casó con alguien por debajo de su posición —
murmuró tía Emily.
Eso es todo, pensó Astrid sombríamente, dejando que su cuchara cayera
bruscamente contra su plato. Una cosa era que tía Emily fuera maliciosa con ella,
pero que calumniara a sus padres era otra muy distinta. Tía Emily había ido más
allá de todos los límites de la decencia al airear los trapos sucios de la familia
durante la cena de todos modos, por lo que Astrid no se sintió para nada
preocupada al soltar su lengua y contestarle a su tía del mismo modo.
—Mi padre fue un caballero, y de una familia mucho más antigua que la
del conde de Carlisle —replicó.
Alguien se atragantó en la mesa con la alusión del conde. Astrid miró y
vio al duque tosiendo en su servilleta, con una mirada de asombro claramente
escrita en su rostro.
Ella lo desechó —¿cuál era su problema?— y se giró hacia su tía.
—Fue solo después de la restauración que el condado fue siquiera creado.
Creo que el primer conde fue un sastre favorito del rey.
Lady Emily se puso tan roja como su postre.
Astrid se volvió hacia el Duque y sonrió.
—Charles II apreciaba los sombreros.
Él levantó una ceja.
—Ah, ciertamente.
—No insultes a tus antepasados, niña.
—Como su familia ha elegido no reconocernos, a excepción, por supuesto
de usted, tía, no veo muy bien cómo son mis antepasados. ¿Y es un insulto
simplemente contar la historia?
—Insolente. Descarada. No es de extrañar que jamás encuentres un
marido.
—Pero no quiero un marido, tía.
—Tonterías. Todo el mundo quiere un marido.
—Yo no —murmuró Robert a su lado.
Astrid rompió a reír. Era eso o gritar.
Tía Emily fulminó con la mirada a su hijo más joven, luego miró furiosa a
Astrid.
—¿Y qué hay de tus hermanas? ¿Qué va a pasar con ellas?
Alice se hundió en su asiento.
—Esa es una buena pregunta, milady —interrumpió el duque
jocosamente—. ¿Qué pasará ciertamente con las señoritas Honeywell?
Lady Emily inclinó su cabeza hacia el duque en un cortés reconocimiento.
—Es una lástima, madam —continuó el duque—, que estas pobres
criaturas huérfanas no tengan parientes compasivos dispuestos a cumplir con su
deber cristiano y ver que se establezcan adecuadamente. Las nietas de un
considerado par como el conde de Carlisle deberían haber tomado su lugar en la
sociedad, ¿no cree?
Los ojos de lady Emily se entrecerraron cuando se dio cuenta del sutil
reproche del duque.
Los ojos de Astrid se entrecerraron también. ¿De qué estaba hablando
Montford ahora?
El duque, que no se había dignado a tocar su syllabub, se recostó en su
silla y reposó una mirada glacial en lady Emily.
—Dígame, lady Emily, cuando la señorita Honeywell y su hermana
alcanzaron la mayoría de edad, ¿no deberían haber sido presentadas? ¿No es eso
lo que uno hace con las mujeres de una determinada clase? Me declaro ignorante
de tales asuntos, ya que no tengo una familia propia.
—En la mayoría de los casos, ese sería el curso de las cosas —respondió
cuidadosamente tía Emily.
—¿No estaba, quizás, en posición de ofrecer tal ayuda?
Lady Emily apretó los labios.
Tía Anabel, que había caído dormida en su postre, levantó su cabeza. Su
peluca estaba notablemente adornada con un grumo de syllabub.
—Yo le dije, pon a las chicas en una subasta, ve si hay postores. Seguro
sería algún joven macho el que vendría a picar por nuestra Alice. Cuando era una
jovencita, deambulando por Versalles, vi a la reina, pero no tenía una pizca de la
belleza de nuestra Alice. Yo le dije… —esto puntualizado por una sacudida de su
peluca en dirección a tía Emily—… una temporada, en nuestra capital, para cada
una de mis chicas, ya que ella ciertamente tenía la determinación para hacerlo.
Alice se sonrojó y se hundió aún más bajo en su asiento. Lady Emily se
veía como si quisiera hacer lo mismo.
—Gracias, señorita Honeywell —dijo el duque—. Has sido muy
esclarecedora, como de costumbre.
Tía Anabel asintió, y también lo hizo su peluca. Se quedó dormida una vez
más.
—Ya que Rylestone Hall es de mi propiedad, también, al parecer, las
señoritas Honeywell—continuó el duque.
—¿Qué? —soltó Astrid.
—¿Qué? —chilló tía Emily.
—Soy su primo, señorita Honeywell, ¿o debemos relatar de nuevo la
historia? —dijo con resolución—. Mi tátara-tátara-tátara tía se casó con su tátara-
tátara abuelo, o algo por el estilo, ¿no es así? Eso la hace posiblemente mi pariente
más cercana. Aparte, por supuesto, de mi odioso primo segundo Rupert, quien
parece creer que es mi heredero. Pero eso no tiene nada que ver. Estamos
hablando de usted y de su futuro.
—¿Lo estamos? —soltó.
El duque sonrió ligeramente.
—Es claro que usted y sus hermanas han sido tristemente descuidadas.
Sin otros parientes dispuestos a cumplir sus deberes con ustedes, cae en mis
hombros ver que tomen su lugar en la sociedad. El señor McConnell estuvo muy
ansioso de señalarme este hecho hace un rato.
—¡Hiram! —Astrid se medio levantó de su asiento.
—Parece creer que sería necesario para todos que usted tenga una
temporada.
—¿Una temporada? —chilló Astrid, incrédula.
—¡Una temporada! —soltaron tía Emily y Davina, igualmente incrédulas.
Alice se veía confundida, y sir Wesley y el vicario se veían como si fueran
a romper en lágrimas. Solo sir Robert, tía Anabel y las gemelas parecían
completamente inmunes al pronunciamiento.
La sonrisa del duque era crispada. Sus ojos brillaban de satisfacción.
—Ya que no tengo hermanas o primas para acompañarla, he decidido
escribirle a una buena amiga mía, la condesa de Brinderley, y pedirle que la
hospede durante su estadía en Londres. Es sin duda la mejor de la alta sociedad,
y les encontrará maridos.
—¡Maridos! —chilló Astrid.
—¡La condesa de Brinderley! —chillaron tía Emily y Davina.
El duque se giró hacia el par.
—¿Conocen a la condesa?
—Hemos… oído de ella —dijo tía Emily en una voz ahogada.
—Entonces estarán de acuerdo de que no hay mejor patrocinadora en
Londres.
—Ciertamente. —Lady Emily se veía como si se fuera a ahogar en celos.
El duque centró su atención en sir Wesley, cuya cabeza seguía girando
entre Astrid, el duque, y Alice en confusión.
—Y usted, señor Honeywell, ¿tiene objeciones de entregar a sus hermanas a
mi cuidado? Debe estar ansioso de sacárselas de sus manos como yo lo estoy.
Wesley balbuceó su respuesta.
—¿Señor Honeywell? ¿Hermanas? —gritó lady Emily—. Benwick, ¿por
qué está llamándote señor Honeywell? ¿Qué demonios está sucediendo aquí?
—Yo…yo no sabría qué decir, madr… lady Emily… dre, madre. Eso es…
puedo decir, con toda honestidad, que he perdido completamente el hilo de las
actuaciones —terminó Wesley con resignación.
—Por supuesto que sí —dijo el duque, indulgentemente. Se volvió hacia
lady Emily—. Gracias, madam, por brindarme tal detallado recuento del
comportamiento escandaloso de su sobrina. Estaba indeciso, antes de sentarme a
esta mesa, si continuar con mi curso de acción. Pero ha dejado muy en claro cuán
grave es la situación. Le agradezco por ayudarme a tomar una decisión.
—Sí, bueno… —Lady Emily se apagó, claramente derrotada.
Él dejó caer su servilleta y se levantó.
Todo el mundo en la mesa fue obligado a hacer lo mismo, a excepción de
tía Anabel, quien todavía seguía dormida en su pudin.
—Elogie a su cocinero de mi parte, madam. Ahora que todo está arreglado,
creo que tomaré esa copa de oporto, señor Honeywell.
—Desde luego —manifestó Wesley.
Lady Emily sabía cuándo había sido despachada. Con una exhalación, se
giró y salió del salón comedor caminando rígidamente, seguida por Davina. Alice
se arrastró detrás de ellas con desgana, lanzándole una mirada desesperada a
Astrid.
Astrid permaneció donde estaba, sus ojos fijos en los del duque. Él parecía
tan determinado como ella a no romper la mirada.
Sus labios se levantaron lentamente en los bordes. Estaba muy satisfecho
de sí mismo, después de haber conseguido degollar simultáneamente a dos
dragones esta noche. Había derrotado a la tía Emily, pero había aplastado a
Astrid en el proceso.
No sintió culpa alguna cuando tomó una cucharada llena de su syllabub y
la lanzó a través de la mesa directo hacia él. Aterrizó con un sonoro golpe en su
corbata.
Su sonrisa solo se agrandó mientras la sustancia viscosa se deslizaba por
su chaleco.
No había necesitado a Ant y a Art después de todo. Se volvió hacia sus
hermanas más jóvenes, quienes se veían muy confundidas al tener que dejar sus
pudines, los cuales habían revuelto para formar una figura de hombre de aspecto
redondeado, y las invitó a que la acompañaran a la sala de estar.
Dejaron a la tía Anabel a su suerte.
13 Town Bronce: en inglés; que quiere decir adquirir una fachada de sofisticación
y refinamiento donde solamente yendo a la ciudad se puede lograr.
—Eso parece.
Wesley parecía sorprendido, molesto.
—¿Cuándo ibas a decírmelo?
—No sabía que había algo que decir hasta esta noche.
Astrid se levantó y fue a rellenar su copa vacía. Dos jereces estaban cerca
de lo indecente, pero sintió que necesitaba un estímulo adicional.
Wesley caminaba enfrente de ella, jalándose el cabello.
—¡Pero esto es ridículo! ¡Una gran locura!
—¿Verdad que sí? —preguntó en medio de un buen sorbo.
—No tienes necesidad de una temporada, ni Alice.
Astrid gruñó conforme y decidió llenar su copa una vez más antes de
volver a su asiento.
—Si al duque le urge casarte, entonces tendremos que adelantar la fecha
de nuestras nupcias.
Astrid se ahogó con su bebida tan mal que el líquido subió y salió por su
nariz. Miró a Wesley sorprendida.
—¿Disculpa?
—Nuestra boda —dijo como si ella fuese tonta—. Solo tendremos que
hacerlo lo antes posible.
—Wesley, nunca acepté casarme contigo.
Wesley desestimó este hecho con un movimiento de su mano.
—Por supuesto que vas a casarte conmigo, Astrid. Hemos estado
comprometidos prácticamente desde la cuna.
—Yo no estaba al tanto de este compromiso.
Wesley la miró suplicante. Tomó su mano.
—Vamos, siempre hemos sabido que nos casaríamos. Nunca hice presión
en el pasado, porque sabía que no estabas lista, y también estaba mi madre…
—Wesley…
—Pero entonces el duque viene y amenaza con tan… absurda…
proposición de enviarte a Londres, que no puedo ver otra solución que nuestro
matrimonio. Es lógico, y es prudente.
Astrid no podía ver ni la lógica ni la prudencia en el plan. Amaba a su
primo, pero no se casaría con él. Ninguno se beneficiaría de tal arreglo.
Y no había manera alguna en esta tierra verde de Dios de que ella tuviera
a la tía Emily como suegra. Preferiría…
Preferiría tener una temporada en Londres antes que eso.
Así es que había algo peor que la proposición del duque, después de todo.
—Wesley, no voy a casarme contigo.
—Tonterías —dijo, tomando la copa de sus manos y colocándola en la
mesa. Después la tomó desprevenida al poner sus manos en su cintura y
acercándola.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Voy a besarte —dijo como si hablara con un niño—. Luego veremos si
cambia tu respuesta.
—No estaba al tanto de tu propuesta.
Wesley frunció el ceño.
—Por favor, Astrid. Verás que tengo razón en un momento.
—No voy a camb… oh, Dios —consiguió decir antes de que sus labios se
unieran a los suyos.
Sus labios estaban cálidos, suaves y húmedos. Podía saborear la dulzura
del vino y del pudin en ellos. La sensación de sus labios cubriendo los de ella no
era desagradable, pero tampoco era particularmente extraordinaria. Astrid había
leído mucho de poesía. Sabía lo que se decía del éxtasis físico que esos besos eran
capaces de producir, pero no sintió nada de eso. O cada poeta desde Homero
había sido culpable de burda tergiversación, o Wesley simplemente no era capaz
de provocar tal respuesta en ella.
Y después de un rato, el beso se volvió un poco incómodo, como si
estuviera besando a su hermano o a la tía Anabel. O a un pez.
Empujó contra su pecho, terminando el beso.
Él se detuvo sin una pelea y la observó, como desconcertado por algo. No
parecía como si hubiera disfrutado el beso tampoco y estaba perdido a la hora de
explicar el porqué.
Ella podría explicar la causa muy fácilmente.
No eran adecuados el uno para el otro.
—Eso no funcionó —dijo Wesley, estupefacto.
Ella rodó los ojos y comenzó a darle una disertación del porqué, cuando
una voz los interrumpió a través de la habitación.
—Pensaba que besar a un hermano era ilegal.
El corazón de Astrid se detuvo de golpe. Wesley se sonrojó hasta la raíz
de su cabello. Se alejaron el uno del otro y encararon al intruso.
Astrid se aclaró la garganta y se encontró con un par de ojos plateados
muy enfadados
¿Estaba enojado?
Qué interesante.
Recuperó la compostura y le sonrió con acritud.
—Montford.
TRECE
Cuando La Celebración Del Duque Se Empaña
Traducido por Xhex y Rihano
Corregido por Flochi
M
ontford había tenido muchos éxitos esa noche. Había puesto a
una autosatisfecha, mezquina baronesa en su lugar; se las había
arreglado para no desmayarse cuando un dulce de nata
imposiblemente rojo fue puesto frente a él, recordándole un coágulo de sangre
solidificada; había blasfemado no una, sino dos veces contra el Dios cristiano, y
una, pensó con aire de suficiencia, ¡fue en la mesa de la comida!; y dejó a la
señorita Honeywell sin palabras.
Este último fue, de lejos, el más dulce.
Pero su único fracaso fue costoso. Había fallado en conquistar la
inexplicable lujuria por la señorita Honeywell. De hecho, cuando la había visto
por primera vez en el salón esa noche, bien arreglada, atada y fijada dentro del
primer artículo de ropa atractivo que la había visto usar, su cabello medio
recogido en un tocado a la moda, su elegante cuello adornado con un sencillo
collar de perlas, había perdido la cabeza.
No había tenido la intensión de besarle la mano. Pero había pensado que
estallaría si no la tocaba.
Y después, para salvar las apariencias, tuvo que besar la mano de Alice
también. Hubiera hecho lo mismo con lady Emily y su hija, si hubiera podido
aguantarlo.
La señorita Honeywell no era bonita. Al lado de Alice, no tenía ni siquiera
una posibilidad. Ninguna mujer la tenía. Pero incluso al lado de Alice, ella era
difícil de ignorar. El cabello era antiestético. Los ojos monstruosos. Las pecas
escandalosas. Era demasiado rellenita. Y emanaba un espíritu inquieto e
ingobernable de cada célula de su cuerpo que a él le parecía físicamente palpable,
pulsando el aire que la rodeaba. ¿Acaso nadie más podía sentirlo? ¿Acaso nadie
más entendía el horrible poder que ejercía?
Lady Emily, quizá, si, y hacía lo posible para quebrar el espíritu de la
señorita Honeywell con cada palabra que decía. Montford difícilmente podría
culpar a lady Emily por perpetrar el imperdonable pecado de criticar
abiertamente a su pariente en la mesa de la comida. La señorita Honeywell tenía
el efecto de poner a uno de cabeza.
El mismo Montford ardía por vencerla.
A lo largo de toda la cena deseó cruzar la distancia de la mesa con su
cuchillo y serruchar los tres pequeños tirabuzones de su indomable cabello que
habían escapado de sus prendedores. Quería dar un tirón al lazo desigual de su
corpiño, cuya simetría hacía que las palmas le sudaran. Quería sacarle uno de sus
ojos con su cuchara para sopa y reemplazarlo con uno que combinara. Pero el
problema era que no sabía qué ojo conservar: El del color del trigo maduro en
otoño, o el del color de los cielos.
Y cuando ella cayó dulcemente sobre él, había estado tan duro como una
roca.
No era como si fuera a aguantarlo.
Ni siquiera dos desacostumbradas copas de oporto lo había calmado ni un
ápice.
Se alegró de irse en la mañana.
Sin embargo, tenía que enfrentar a la señorita Honeywell al menos una vez
más antes de que pudiera retirarse a su habitación y esconderse hasta el
amanecer. Y estaba determinado a ser el vencedor en su último enfrentamiento.
Podría informarle de sus planes para ella y su familia, y ella tendría que ver que
no tenía más remedio que obedecer.
Él tenía la mano ganadora.
O al menos pensaba que la tenía, hasta que entró a la sala y observó a la
señorita Honeywell encerrada en un beso apasionado con su primo/hermano.
Su visión se nubló, su cabeza vibró, y su corazón se detuvo durante varios
momentos de asombro.
Luchó por recuperar la compostura, pero tres días de tortura y dos copas
de oporto cobraron su parte.
Estaba fuera de sí con furia ciega.
Azotaría a sir Wesley. La azotaría a ella.
Él… él…
Se recompuso, aunque lo matara.
—Creí que besar el hermano de uno era ilegal.
Los dos culpables se apartaron de un salto y lo enfrentaron con alarma.
Sir Wesley parecía a punto de llorar.
La señorita Honeywell estaba con el rostro rojo y desafiante.
—¡Su gracia! Sé que esto podría parecer… —espetó sir Wesley.
—Por favor, no me permita interrumpir tan encantador momento familiar.
—Ya lo ha hecho —replicó la señorita Honeywell. Otro rizo se escapó de
su prendedor, haciendo que su pulso saltara.
—Su gracia, ha malentendido. No soy…
Él levantó una mano para detener a sir Wesley.
—Usted no es su hermano. Sí. Ya lo sé, sir Wesley. ¿Por qué clase de
imbécil me toma?
—¿Puedo responder a eso? —murmuró la señorita Honeywell.
Él le dirigió una sonrisa mortal.
Ella lo miró y apretó los puños.
—Wesley, creo que será mejor que te vayas. Su excelencia y yo tenemos
mucho que discutir.
Wesley miró inquieto entre ellos y decidió cortar por lo sano. Huyó de la
habitación.
Montford esperó a que ella hablara primero. Su diligencia había sido
recompensada, en lo que le tomó a ella darle la espalda y dirigirse a una mesa,
en la que sacó una copa de jerez y bebió su contenido de un trago.
—¿Y bien? —espetó, mientras volvía a llenar su vaso.
—¿Va a explicarse?
Sus ojos le lanzaron dagas por encima de la copa.
—No sé a qué se refiere.
—Permítame aclararme. ¿Tiene el hábito de besar a cada hombre que se
cruce en su camino?
Su rubor aumentó.
—No sea absurdo.
—Debo advertirle ahora que tal comportamiento indecente no será
tolerado en Londres.
Ella rio.
—En ese caso, quizá deba permanecer aquí.
—No. Ya está decidido. Irá a Londres con sus hermanas.
Ella dejó el vaso a un lado, y cerró los ojos. Varios chasquidos de silencio
se produjeron. Él estaba inquieto por lo que ella estaba pensando. Sintió el aire
cargado eléctricamente, y las siguientes palabras que saldrían de su boca serían
para incinerarlos a los dos.
Estaba casi decepcionado cuando ella simplemente suspiró con
resignación.
—Dígame lo que ha decidido.
Era la voz de la derrota. Debería haberse sentido victorioso. Todo lo que
sentía era desánimo.
Y la odió por hacerlo sentir en absoluto.
—Usted me ha engañado —comenzó él.
—Si es así como lo ve.
—Usted me ha engañado —empezó de nuevo, diciéndose a sí mismo que
mantuviera la calma—, y ha cometido fraude. Pero en lugar de beneficiarse de
ello, ha invertido de nuevo en la finca en un esfuerzo equivocado para
reestructurar el orden social.
Ella resopló.
—Podría enviarla a prisión por lo que ha hecho —continuó.
—Entonces hágalo. Termine con esto.
—Señorita Honeywell, no soy un maldito monstruo.
—¿No lo es?
La ignoró y apretó sus manos en la espalda para evitar la tentación de
estrangularla.
—Cuando decidí viajar hasta aquí, debo admitir que estaba listo para
enviar a la horca a varios de ustedes. Y usted me hizo muy, muy difícil el no
querer seguir adelante con ello. Nunca en mi vida había sido tratado tan
infamemente. Sin embargo, no soy irrazonable. Puedo entender por qué ha hecho
lo que hizo, y la situación no es, en absoluto, insalvable. Claramente, no puedo
hacerla renunciar a Rylestone Hall…
Ella lo miró, claramente sorprendida. Sus ojos estaban muy abiertos por la
sorpresa y algo parecido a la esperanza.
Él miró hacia otra parte.
—Por supuesto, es el hogar de su familia, y lo ha sido durante siglos, sin
importar lo que diga un contrato.
—¡Su gracia! —Exhaló, el alivio en su voz era inconfundible.
—Sin embargo —dijo él rápidamente—. Por ley es mía. Por extensión,
todos lo que viven bajo ella son míos también.
Su alivio se desvaneció abruptamente. La furia lo reemplazó.
—¡Yo no soy de su propiedad!
—Ustedes son cuatro mujeres solteras en una situación muy precaria.
Evidentemente, las cosas no pueden seguir como están. Usted no puede
continuar dirigiendo esta finca, por ejemplo, el señor McConnell asumirá toda la
responsabilidad a partir de ahora. Y él recibirá órdenes de mí.
—¿Ha sido mi gestión tan terrible? ¡Dígame!
—No, no lo ha sido —respondió honestamente—. Pero es ilegal. E
indecoroso. Usted es una mujer soltera sin derecho legal para administrar mis
tierras.
—Quizá no. Pero soy mejor en lo que hago que diez hombres.
—No discutiré con usted sobre esto. No puede ganar.
Ella gimió y se pasó las manos por el cabello en señal de frustración,
tirando de la mitad de sus horquillas.
—¡Qué injusto es que simplemente por no haber nacido hombre se me
pueda quitar todo!
Lo miró en la miseria más absoluta, y él sintió un pinchazo de culpa.
—No todo. En cuanto contraiga un matrimonio decente, Rylestone Hall y
una buena porción de su superficie le será dada, así como un ingreso. Para sus
hermanas, les voy a proporcionar dotes a cada una también.
—Usted quiere decir, que nuestros maridos serán recompensados por
quitarnos de sus manos. Rylestone Hall no me pertenecerá. Le pertenecerá a mi
marido.
—No puedo cambiar la ley inglesa.
—¡Maldición que sí puede! ¡Usted es Montford! Es más poderoso que el
príncipe regente. —Se alejó de él, sus hombros temblaban visiblemente—. Y
supongo que no tengo ninguna opción en la materia. Tiene pruebas
condenatorias contra mí con las que está más que dispuesto a chantajearme.
Ella estaba completamente en lo correcto. Era precisamente lo que estaba
haciendo. Pero una vez más, había succionado toda la felicidad de su victoria
ante ella.
—Creo que estoy siendo más que generoso, dadas las circunstancias. La
mayoría de las mujeres morirían por una temporada.
—No soy como la mayoría de las mujeres. ¡No tengo ningún deseo de ser
subastada como una maldita yegua de cría!
—Creo que es un poco más civilizado que eso —dijo él, haciendo una
mueca ante la mentira. Ella estaba en lo correcto. El torbellino social en Londres
era poco mejor que una subasta para que las familias intercambiaran a sus hijas
y hermanas al mejor postor. Él mismo acababa de comprar a una de ellas para
que fuera su duquesa.
Ella se giró hacia él, su rabia era tan palpable como el fuego que ardía junto
a él.
—Cree que ha elaborado un magnífico plan, ¿no es así? Lanzando un poco
de su pomposidad por ahí, embalándonos para el mercado matrimonial y
librándose de la más desagradable complicación de su pequeña vida perfecta.
¿Pero ha considerado que no funcionará? ¿Espera que consiga a un frívolo como
marido? ¿Yo? Su gracia, ¡míreme!
Extendió sus brazos haciendo que su vestido se apretara sobre su pecho.
Se obligó a no retorcerse y en mantener sus ojos fijos en su rostro. No podía
respirar por el peso de su lujuria.
—Tengo veintiséis años de edad. No soy bonita bajo ninguna extensión de
la imaginación. No puedo contener mi lengua, y usted mismo piensa que soy una
meretriz cualquiera. No creo que espere que encuentre a un esposo.
—Estoy seguro que puede intimidar a alguien para ello —dijo antes de
detenerse a sí mismo—. Y va acompañada de un castillo.
Ella estalló en una risa histérica.
—Un castillo encorvado. Sí, eso haría más atractiva la oferta. Estoy segura
que muchos se casarían con un castillo… y me tomarían a mí en la oferta.
Se miraron con fuerza el uno al otro.
—Estoy agradecida por su condescendencia, supongo —dijo después de
un momento, con la cabeza inclinada hacia un lado, estudiándolo intensamente.
Él se encogió de hombros.
—No me interesa el disimulo. Usted es libre de odiarme.
La sombra de una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Qué generoso es usted. —Hizo una pausa—. Sin embargo, no tengo la
necesidad de ir a Londres a comprar un marido. Ya tengo tres pedidas de mano.
Me limitaré a casarme con alguno de ellos y terminar con esto.
Algo dentro de él se marchitó. Una cosa era imaginarse a la señorita
Honeywell en un futuro distante en una ciudad lejana haciéndose camino entre
los caballeros de sociedad, y otra muy distinta enfrentarse con una posibilidad
inmediata. No le gustaba en lo absoluto, y debió de haberlo mostrado en su
rostro, porque ella se alejó de él con una sonrisa de satisfacción y comenzó a
barajar todo el contenido de una de las mesas que había reorganizado antes,
convirtiéndolo todo en un lío.
—¿Tiene tres ofertas? —preguntó.
—Es poco probable, ¿no le parece? —dijo suavemente, moviendo un
pequeño plato hacia el borde de la mesa.
Su pulso tronó en sus venas. No, no era poco probable, se dio cuenta. Con
todo y la belleza de Alice, la mitad del pueblo estaba enamorado de su hermana
antiestética.
—El señor Lightfoot me lo ha pedido dos veces…
—¡El señor Lightfoot! —bramó.
—Y Wesley lo ha pedido, oh, tres veces. Así que, incluida la propuesta del
vicario, supongo que eso hace, técnicamente, unas seis veces en las que se me ha
pedido que me encadene a mí misma con un tonto. —Suspiró—. Como dudo
encontrar algo mejor en Londres, supongo que me debo conformar con lo que
tengo. Pienso que el señor Lightfoot queda fuera de cuestión, creo que es tan
canalla como tonto. No, debe ser el vicario o mi primo.
Se tocó el labio inferior como si estuviera considerando sus opciones.
Dio un paso hacia ella, muy en contra de toda su razón.
—El vicario o sir Wesley. No puede estar hablando en serio. —Tuvo una
repentina sensación de nauseas en el estómago—. ¿Fue eso lo que pasó más
temprano? ¿Ese idiota se le propuso?
—Por supuesto. ¿Por qué otra razón cree que me estaba besando?
Su respiración se agitó cuando se acercó lo suficiente para olerla: Fuerte y
vibrante lavanda, el susurro de algo más bajo su perfume, terrenal, femenino y
distintivamente suyo. Ella lo miró de plano, poniendo su barbilla en un ángulo
desafiante. Sus ojos diferentes estaban llenos de rabia y de desprecio, pero su
expresión era de burla serena, como si supiera precisamente cómo le afectaba.
¿Lo sabía? ¿Sabía cómo lo atormentaba? Ella estaba terriblemente equivocada, sin
embargo, él ardía por poseerla.
—¿Aceptó usted? —Su voz sonó como gravilla.
Ella elevó los labios en una sonrisa que era casi salvaje.
—Estaba intentando convencerme cuando usted interrumpió.
—Me pregunto si lo hubiera conseguido. ¿Fueron sus besos suficientes
para que usted supere la aversión que le tiene a su madre?
Su sonrisa se atenuó. Sus ojos se apartaron de los de él muy ligeramente.
—Entonces, no —murmuró él, leyendo su expresión, triunfante con el
conocimiento de que el petimetre no la hubiera convencido.
—Como he dicho, fuimos interrumpidos. —Hizo una pausa, y sus ojos
regresaron de golpe hacia él—. Y fue un beso. Singular. Y fue mi primero, no
tengo ninguna base para comparar. Pero estoy segura que fue bastante
satisfactorio.
Él se sintió como si hubiera corrido un kilómetro. No podía tomar un
aliento decente. Ella lo había sorprendido.
—Su primer beso —repitió con voz extraña.
Ella le sostuvo la mirada.
—No me cree. Pero me lo esperaba, por supuesto. Sé lo que piensa de mí.
Ella debió haber visto algo en su rostro que no le gustó, porque se apartó
de él. Pero no podía dejarla ir. Sus manos estuvieron en sus hombros
instantáneamente, rodeándole los antebrazos y la acercó hacia sí. Ella se resistió,
por supuesto, levantando las manos hacia su pecho como si quisiera apartarlo,
pero él la envolvió con los brazos, aplastándola en su abrazo. Ella era cálida y
suave en todos los lugares correctos.
Él estaba intoxicado, enloquecido, por el toque de ella. Extendió las manos
sobre la parte baja de su espalda, sintiendo las crestas de su columna debajo del
vestido de satén, la curva de su trasero. Quería mover las manos más abajo y
agarrar esa deliciosa suavidad, pero se contuvo. Ella estaba temblando, y sus ojos
se habían vuelto inseguros, su expresión tan asustadiza como la de un animal
salvaje que había sido acorralado. Recordó esa mirada de cuando él la había
tocado en la biblioteca de manera inapropiada, y ahora sabía lo que era.
Ella era inocente.
—Le creo —murmuró él. Y así lo hizo. Había pensado en ella como una
meretriz, pero no lo era.
El deseo electrificaba cada molécula de su cuerpo. La deseaba incluso más
que antes, y estaba avergonzado y confundido a causa de eso. No era un
saqueador de vírgenes. No codiciaba inocentes.
Excepto que lo hacía. Quería consumirla.
Y sintió una furia primitiva de que sir Wesley la hubiera tocado primero.
Fue un beso, pero era el primero, y se había perdido para él por siempre.
Mía, una voz interior gritó dentro de él. ¡Mía, mía, mía!
—¿Qué está haciendo? —preguntó ella con voz temblorosa, empujando
contra su pecho.
Él respiró hondo y lo expulsó lentamente.
—Proporcionando una base para la comparación.
Su ceño se frunció. Un mechón de cabello le caía sobre la frente. Su control,
tal como era, se deslizó un poco más, y él levantó las manos hacia su cabeza,
alisando su cabello imposible. Sus dedos se enredaron en éste, y las horquillas
restantes se salieron, sonando contra el suelo de parqué. Observó su cabello
derramarse sobre sus hombros, bajar por su espalda, en una mezcla caótica de
espirales y rizos apretados. El fuego ardiendo en la chimenea junto a ellos parecía
incoloro junto a esta masa antinatural, viva con una luz interior. Estaba fuera de
orden, y cualquier intento de suavizarlo era infructuoso. Los rizos simplemente
saltaron de nuevo a la vida una vez que sus dedos los dejaron. Era una guerra
que él nunca podría ganar.
Con gran esfuerzo, sus manos cayeron de nuevo a sus hombros. Él clavó
sus dedos en su carne tierna, anclándose a sí mismo a ella, sus rodillas débiles.
—¿Él la abrazó de esta manera? —susurró.
Ella negó, mirando hacia él con temor, y un algo más no poco dispuesto
que calentó su sangre.
—¿No? Pero me pareció ver que fue así. —Él ajustó su abrazo para que sus
brazos rodearan su cintura, el susurro de la seda contra el satén—. ¿Así?
—Cerca —murmuró ella.
Él bajó su cabeza, ¿qué estaba haciendo?, y rozó sus labios sobre los de
ella. Ella sabía a jerez. Sus labios eran suaves, llenos. Lo afectaron como el opio.
Se echó hacia atrás antes de perder su mente.
—¿Así? —dijo con voz ronca.
—Fue… fue más tiempo. Más profundo —susurró ella. Luego se lamió los
labios con la lengua.
Infiernos. ¡Infiernos, Infiernos! Eso lo logró.
La besó de nuevo sin restricciones, apretándola contra su cuerpo, su boca
dura y castigadora. Ella gritó y trató de alejarse una vez más, pero él la siguió con
su cuerpo y levantó su mano a su nuca, así podía sostenerla en su lugar. La besó
y la besó hasta que toda la lucha se fue de ella, y se aferró a él tan
desesperadamente como él se aferraba a ella. Cuando su lengua exigió entrada,
sus labios se abrieron con entusiasmo, dándole la bienvenida en su interior. Ella
estaba caliente, húmeda y dulce, su boca para él la encarnación de todo el pecado,
la tentación y la gula que siempre había despreciado pero secretamente anhelaba.
Penetró en ella en una parodia de lo que quería hacer con otra parte de su
anatomía, la cual desde hacía mucho tiempo se había vuelto rígida e impaciente
por la necesidad.
Cuando ella comenzó a devolverle el beso, aprendiendo rápidamente bajo
su tutela, su lengua enredándose con la suya, sus dientes mordiendo su labio
inferior, burlándose de él, tentándolo, perdió el último vestigio de su cordura.
Gimió contra su dulce boca y agarró uno de sus pechos en su mano. Era
lleno y suave, y su pico se tensó debajo de su palma.
Tropezaron por la habitación. Él golpeó algo duro con su trasero, y algo se
estrelló contra el suelo. Ajeno a todo excepto ella, le dio la vuelta y la levantó
sobre el escritorio que había golpeado, nunca rompiendo su beso. Se movió entre
sus piernas, envuelto por su calor y suavidad, y metió la mano en la parte
delantera de su vestido torpemente, como un chaval inmaduro. No podía
detenerse. Tenía que saber lo que ella sentía.
Él gimió. Ella era suave como la seda, pesada y madura en su mano, su
pezón rígido con deseo. Ella hizo un sonido en el fondo de su garganta y se
arqueó contra él, llenando su mano aún más completamente con su carne.
Era casi demasiado. Él casi llegó justo entonces, sólo de la sensación de su
pecho, tan lleno, más completo de lo que nunca había conocido antes. Se apretó
contra la unión de sus muslos, deleitándose con su suave calor, la sensación de
sus manos sobre él, ligeras como una pluma, en busca de su torso, sus hombros.
Quería verla, no sólo sentirla. No podía pensar más allá de su necesidad.
Retiró la mano y comenzó a buscar a tientas los botones de la parte trasera de su
vestido. Arrancó su boca de la suya y se concentró en sus dedos temblorosos.
Maldijo. No podía hacerlos funcionar. Un botón se desprendió, y luego
otro, y luego en su torpeza el tejido se desgarró.
Maldijo de nuevo.
Entonces cometió el error de mirar su rostro. Estaba aturdida por los besos,
sus labios hinchados, sus ojos brillando. Ella lo miró con extrañeza, como si nunca
lo hubiera visto antes. Tenía miedo y un poco repelida por la intensidad de su
pasión, pero estaba excitada tanto como él. Sabía que, si tenía éxito en sacar el
vestido de ella, la tomaría, y ella se lo permitiría. Era incapaz de detener la fuerza
de su propio instinto, y mucho menos el de él.
Eran como animales.
Su estómago se agrió con disgusto.
Dios, él era como una maldita bestia en el campo. Ella lo hacía menos de
lo que era, y tan torcido con primigenias necesidades que su cerebro se volvía
una mermelada. Odiaba esta pérdida de la razón, odiaba esta desconcertante
vitalidad de emoción que ella engendraba. No tenía lugar en la ciudadela
cuidadosamente ordenada que había erigido con tanto esfuerzo del lodo de su
infancia. Ella era el exceso y el desorden, e insondable peligro para las bases de
su propia identidad. Ella exigía de él algo más allá de lo físico, su espíritu gritaba
al suyo como un canto de sirena, y si se permitía acercarse demasiado, sería
destruido. Retozar con ella en un escritorio satisfacería una necesidad inmediata,
pero sabía instintivamente que su sed de ella no sería apagada. Se volvería peor.
No podía hacer esto.
Sin embargo, aún con todas estas imprecaciones corriendo a través de su
cabeza, él todavía no podía quitar sus manos de ella, no podía evitar que su
cuerpo tratara de hacer todo lo posible para tomar su satisfacción animal, le
gustara o no.
Trató con sus botones de nuevo. Sus dedos aún no funcionaban.
—Montford.
Su nombre, susurrado contra su oreja, finalmente tuvo éxito donde su
voluntad había fracasado.
Sus manos cayeron, y él dio un paso atrás, fuera del círculo de sus faldas
y el calor de su cuerpo. Fue como salir de un encantamiento. Todavía estaba
dolorosamente excitado, y estaba alegre de que las sombras llenando la sala,
ocultaran su pérdida de control.
Ella pareció regresar de nuevo a sus sentidos, también. Sus ojos se
enfocaron, su cuerpo se tensó. Echó un vistazo a su canesú en ruinas, luego hacia
él, una mano se levantó a sus labios, y la otra cubriendo el desgarro en su seno.
Su rostro estaba caliente con la vergüenza.
Él se dio la vuelta y trató de tomar aire en sus pulmones.
—Debo partir con la primera luz.
—Sí.
Dudó.
—La condesa estará aquí dentro de una semana. Si decide que sus…
pretendientes aquí no… encajan, la acompañará a Londres. Tendré a mis
abogados transmitiendo los términos de nuestro acuerdo por escrito y
proporcionando los recursos económicos que necesitará para Londres. Puede
ponerse en contacto conmigo a través de él. No creo que sea necesario que nos
reunamos de nuevo, señorita Honeywell.
Ella no respondió.
Él no corrió fuera de la habitación. No podía con el maldito palo entre sus
piernas. Pero desearía poder. Deseó poder correr todo el camino de regreso a
Londres y olvidar que la señorita Astrid Honeywell hubiera existido nunca.
Thomas Newcomb era uno de los pocos sirvientes del duque a quien
realmente le gustaba su empleador, uno de los menos aún que no le tenía miedo.
Newcomb era un ex-boxeador que bien podría cuidar de sí mismo, si se trataba
de la caída en desgracia del favor del duque. Sin embargo, Newcomb sabía que
esto era muy poco probable por dos razones: a) al duque le gustaba él, y b) el
duque era, bajo su frío y remoto exterior, un poco suave de corazón. La propia
posición de Newcomb atestiguaba esto.
Después de un final precipitado de su carrera boxística, había caído en
tiempos difíciles y en malas compañías. El duque lo había atrapado en una estafa
en el Tattersall, donde Newcomb había estado vendiendo con éxito productos de
ron a los machos jóvenes. En lugar de entregarlo a la policía, el duque le había
ofrecido un trabajo. Dijo que le había gustado el ojo de Newcomb para la carne
de caballo, pero Newcomb sabía que el duque no necesitaba haber hecho lo que
hizo. La mayoría de su clase habría tenido a Newcomb arrastrado y
descuartizado, o transportado a alguna colonia tropical. El duque había visto
algo en Thomas Newcomb que ni siquiera Thomas Newcomb, que había
renunciado a sí mismo mucho antes, había visto en ese momento.
El duque lo había salvado.
Era hora de que él le devolviera el favor.
Había sido claro para Newcomb durante mucho tiempo que el duque
estaba un poco… eh, extraño. Aquellos del rango de su gracia lo llamaban
“distante” y “excéntrico”, pero por lo que Newcomb podía decir, esas eran
palabras elaboradas para “descontento” y “roto”. Por todo el poder y el dinero
del duque, Newcomb no envidiaba al hombre. El duque conducía su vida como
si caminara sobre una cuerda floja muy delgada por encima de un abismo muy
profundo. Newcomb nunca había encontrado tan pomposo, castigado,
completamente miserable excéntrico en todos sus años.
Sucedía que la opinión de Newcomb de su empleador coincidía con la
propia evaluación del vizconde Marlowe: Que lo que el duque necesitaba era un
buen revolcón en el heno. Y Newcomb, cuya aceptación del estado matrimonial
era bastante diferente que la del vizconde (Newcomb se había casado
recientemente con Nora, el amor de su vida), dio un paso más en sus opiniones.
El duque necesitaba una esposa.
No esa helada princesa de hielo que el duque había contratado para hacer
su duquesa. Sino una mujer de verdad, quien le concedería al duque una feliz
persecución y metería algo de vida en él. El duque era un hombre bien
establecido, resistente, e igualmente fogoso como la próxima compañera. Sólo
necesitaba el pedazo correcto de falda para que el duque se diera cuenta que no
estaba hecho de granito.
Esta era una opinión que Newcomb había albergado durante años. Había
observado y esperado a que el duque finalmente conociera a su pareja, pero había
visto y esperado en vano. Hasta ahora. Newcomb lo había sabido en el momento
en que había visto al duque mirar a la señorita Honeywell ese primer día, cuando
su gracia había estado con su culo en el barro. Su certeza había sido reforzada
cuando los había encontrado apartándose el cabello el uno del otro en la
biblioteca, sus ropas sospechosamente desordenadas.
La señorita Honeywell había tenido éxito donde todas las demás mujeres
en el reino habían fracasado. Había desarmado al duque. Lo había reducido a un
manojo de nervios en punta. Era como un charco a sus pies, y el pobre hombre ni
siquiera se dio cuenta.
Newcomb estaba emocionado. En su opinión, la señorita Honeywell era
lo mejor que le había ocurrido al duque.
Pero cuando el duque apareció en su puerta en el ala de los sirvientes del
castillo tarde en la noche, Newcomb sabía que el curso del verdadero amor no
estaba funcionando tan suavemente como esperaba. El duque nunca venía a su
habitación, y nunca se veía tan descompuesto como lo hacía ahora. Su fino traje
de noche estaba arrugado, la corbata manchada con algo rojo, y sus ojos eran
cualquier cosa menos tranquilos. Parecía… desgarrado, angustiado, y, para ser
franco, un poco asustado.
Newcomb supo de inmediato que la señorita Honeywell era la causa.
—La primera luz —fue todo lo que dijo el duque—. Quiero estar fuera con
la primera luz.
Newcomb estuvo de acuerdo y, haciendo caso omiso de todas las
convenciones sociales, le ofreció al duque algo de su whisky, ya que el pobre tipo
parecía como si lo necesitara. El duque rechazó la oferta y lo dejó abruptamente.
Newcomb lo vio caminar por el pasillo en la dirección equivocada, llegar al final,
maldecir, y volverse. Sabiamente cerró la puerta antes de que el duque la
alcanzara de nuevo, en caso de que viera su amplia sonrisa.
Newcomb esperó media hora antes de salir de su habitación hacia los
establos, su decisión tomada. No era una fácil, ya que no tenía ningún deseo de
prolongar su estancia en Yorkshire. Estaba ansioso por la lengua afilada de su
esposa Nora y su suave abrazo. Cuanto antes estuviera de vuelta en Londres, más
pronto podría seguir adelante con el negocio de la procreación. Él quería una hija.
Nora quería un hijo. Esperanzadamente ellos un día tendrían varios de cada uno.
Y no podía, jodidamente bien, comenzar con tales nobles esfuerzos con más de
ciento sesenta kilómetros separando las correspondientes partes del cuerpo.
Por otra parte, Newcomb se enorgullecía de su cargo como jefe de los
establos Montford. Vio que en esto Montford tenía la mejor caballería en Londres
y los últimos modelos de equipamiento como correspondía a su rango, a pesar
de que su gracia, debido a su peculiar aversión a los medios de transporte en
movimiento, rara vez se dignaba a viajar en ellos. Y Newcomb era muy
aficionado al nuevo carruaje de ciudad que él mismo había comprado hace un
mes. Era una máquina gallarda, sus herrajes de latón brillaban con un buen
pulido de su propia mano, el blasón ducal audazmente estampado en sus
puertas. Newcomb tenía el mismo afecto perdurable por el carruaje que los
capitanes tenían por sus naves. Incluso había nombrado a la maldita cosa como
su propia esposa. Él no tendría ningún placer, en verdad, estaría
extremadamente dolido, por lo que estaba a punto de hacer.
Cuando llegó a los establos y dejó a un lado su linterna, encontró una
pesada maza en el cuarto de herramientas y se acercó a su orgullo y alegría, con
rostro sombrío pero resuelto.
Iba a hacer esto por el bien del duque, se dijo mientras levantaba el mazo sobre
su cabeza.
Un día, en un futuro lejano, el duque le agradecería, se dijo mientras el
mazo bajó contra el eje delantero.
No se detuvo hasta que el eje se rompió sin posibilidad de reparación.
CATORCE
Cuando Las Vacaciones Del Duque Son Extendidas
Traducido por âmenoire, Otravaga y Delilah1007
Corregido por Beatrix85
M
ontford no durmió para nada esa noche, sumamente consciente
que a dos puertas de él una cierta hembra acechaba,
interrumpiendo su paz. Se revolvió, dio vueltas y fue incapaz
de pensar en otra cosa salvo lo que había sucedido entre ellos en la sala de estar.
Todavía podía saborearla en su boca, a pesar que se había frotado duramente.
Todavía podía olerla sobre él, a pesar que se había bañado y cambiado. Todavía
podía sentir el peso de su pecho en su mano y el calor de su cuerpo presionado
contra él. Y cada vez que recordaba los sonidos que ella hizo en lo profundo de
su garganta mientras la besaba, rompía en un sudor frío.
Su excitación no se calmaría. Estaba ahí, atormentándolo debajo de sus
sábanas, burlándose de él. Pensó en aliviarse a sí mismo, pero la idea lo llenó de
vergüenza y rabia. No se daría la satisfacción, no le daría a ella la satisfacción. No
se había complacido a sí mismo desde que era un verde chaval. No iba a caer tan
bajo como para comportarse como un adolescente cachondo simplemente porque
alguna impertinente jovencita se había metido en su sangre.
Tomaría una amante tan pronto como estuviera de vuelta en Londres. La
maldita Araminta Carlisle, su futura duquesa no iba a satisfacer este negro
anhelo. No, encontraría a alguna viuda rolliza o cortesana y se haría cargo de este
pequeño problema suyo.
Una pelirroja, decidió. Con generosos pechos. Nunca había tenido una de
esas y estaba seguro que era la novedad que lo tenía tan atraído por esta mujer
en particular.
Sí, eso era todo.
Pero esta solución no ofreció consuelo a su cuerpo dolorido. No quería una
mujer al azar. Quería a una mujer. Una mujer completamente inadecuada con
mirada temerosa quien lo enfurecía con su sola existencia.
La odiaba.
Odiaba este lugar y se maldijo por salir alguna vez de su palacio en
Londres.
Cayó en un exhausto estupor alrededor del amanecer, cuando supuso que
era la alta cola de regreso en Londres. Para el momento en que se arrastró fuera
de la cama, había pasado mucho más allá de media mañana y se aproximaba la
hora del mediodía. Se sentía como si hubiera sido atropellado por un coche del
correo.
Su único consuelo mientras bajaba era que su erección se calmó por puro
agotamiento y que el castillo parecía estar vacío. No podía enfrentar a cualquiera
del clan Honeywell, no podía enfrentarle a ella de nuevo. Probablemente perdería
su mente.
Newcomb lo estaba esperando por los establos. El rostro de su cochero era
sombrío y no podía mirar a los ojos del joven señor. Esto era inusual en su
normalmente franco y sensato sirviente. Montford sintió su primer pinchazo de
aprensión.
—Es una mala noticia la que tengo para usted, señor —dijo Newcomb,
llevándolo hacia los establos.
Montford se congeló en sus botas cuando Newcomb le indicó el carruaje y
la grieta inconfundible en su eje.
—¿Qué demonios?
Newcomb metió sus manos en sus bolsillos y se balanceó sobre sus
talones.
—Debe haber sucedido durante el viaje, solo que no cedió hasta hace poco.
No me di cuenta hasta esta mañana.
Montford estaba estupefacto. Se volvió hacia su cochero con incredulidad.
—¿No te diste cuenta? ¿Tú, Newcomb? Lo encuentro difícil de creer.
Newcomb frunció su ceño. Parecía ofendido porque su habilidad en su
trabajo había sido calumniada y justo el más mínimo de... ¿culpabilidad?
Pero seguramente no.
Seguramente los nervios de Montford estaban tan destrozados por los
últimos tres días que simplemente estaba viendo cosas que no se hallaban allí.
Newcomb era un alto purista cuando se trataba de su trabajo. Nunca habría
saboteado deliberadamente su precioso carruaje.
Pero alguien lo hizo. La idea que esto fuera el resultado de un accidente
en el viaje hacia el norte parecía poco sólida.
Alguien no quería que se fuera de Yorkshire.
Una idea absurda. Todos incluido él mismo querían al duque de Montford
en el camino real de vuelta a Londres. Eso fue perfectamente claro el día anterior
cuando casi fue asesinado.
A menos que quien le hubiera disparado ayer hubiera hecho esto por
alguna razón nefasta todavía no entendida.
Lo que no tenía sentido alguno.
Se pellizcó a sí mismo para asegurarse que no estaba teniendo un mal
sueño.
—Esto parece deliberado —dijo.
Las cejas de Newcomb se dispararon hacia arriba con sorpresa.
—¿Cree que alguien hizo esto a propósito? —Resopló con incredulidad.
—Es un poco conveniente, ¿no crees? Y tú mismo dijiste que no notaste
nada mal hasta esta mañana.
Newcomb sacudió su cabeza con determinación.
—Fue una fractura fina que no tronó durante algún tiempo. Recuerdo ese
pequeño tramo rudo que tuvimos fuera de Hebden. Debe de haber sucedido
entonces.
—Supongo que esto tomará algún tiempo para arreglarlo.
Newcomb asintió y fijó detenidamente sus ojos en el carruaje.
—Una semana por lo menos.
El corazón de Montford se hundió.
—¡Una semana! ¡Maldición! ¡No me quedaré aquí por otra semana! Me
voy hoy. Ensilla a uno de los grises.
Newcomb lució alarmado.
—Son caballos de carruaje, no para ensillar. No va a montar a uno de ellos
para regresar a Londres, su excelencia.
—Entonces compraré un caballo en el pueblo.
Newcomb sacudió su cabeza vehementemente.
—Es domingo. No hay lugares abiertos.
—Abrirán para mí —murmuró Montford.
—No lo creo, su excelencia. Hoy es el festival.
Montford gruñó y apretó sus manos. Oh, sí, el maldito festival. Allí era
donde estaban todos.
—Con su perdón, su excelencia, parece a punto de vomitar —dijo
Newcomb con cierta preocupación y una ligera diversión.
—¡Esto es una maldita pesadilla! —rugió Montford, señalando el carro
roto—. ¿Cómo se supone que voy a soportar otro día en este lugar olvidado de
Dios?
—Creo que sobrevivirá —murmuró Newcomb.
Montford fulminó con la mirada a su conductor. Newcomb se encogió de
hombros y miró al techo.
¿Por qué Montford tenía la sensación que Newcomb sabía más de lo que
estaba diciendo?
—¡Maldita sea! —explotó, girándose sobre sus talones y saliendo
rápidamente—. Me voy al pueblo. Voy a encontrar una maldita moltura y salir
hoy de este maldito remanso, ¡así sea lo último que haga!
Newcomb lo alcanzó para caminar a su lado.
—Esperemos que no se llegue a eso, señor —dijo, demasiado alegremente
para el gusto de Montford.
L
as apuestas comenzaron a volar tan pronto como corrió el rumor
de que el duque de Montford, el antiguo arrendatario de Rylestone,
iba a correr en la carrera de bebedores de cerveza. La multitud
zumbaba con excitación, chismorreando sobre el reto de la señorita Honeywell,
y gritando apuestas mientras los competidores se reunían en el borde del césped,
dando amplio espacio a su señoría, quien miraba la línea de salida, luciendo
como si le gustaría asesinarlos a todos.
O a uno en particular, y todos sabían quién era.
Fue porque la señorita Honeywell lo llamó un órgano rudimentario, le dijo
el carnicero al sombrerero, quien no había estado lo suficientemente cerca para
oír la ya legendaria conversación. Según lo que podía descifrar el carnicero, ser
llamado rudimentario era un terrible insulto, y él no tuvo más opción que
defender su honor. La señorita Honeywell, respondió el sombrerero sobre su
pinta de cerveza, podría haber sobrepasado sus límites esta vez, ya que uno no
iba simplemente por ahí llamando a un hombre un órgano rudimentario,
especialmente si los órganos pertenecían a un duque.
El carnicero estuvo de acuerdo con esta apreciación y miró
valorativamente al duque mientras el duque comenzaba a quitarse la chaqueta y
a aflojar su corbata. Tenía un cuerpo fuerte, bajo todas esas cosas mullidas que
vestía, y al carnicero le gustó la apariencia de sus largas piernas. El carnicero
también entendía que la señorita Honeywell había hecho hervir tan caliente la
sangre del duque (como solía hacerlo con la mayoría de los hombres) que el tipo
correría la carrera sólo con el poder del vapor. Prontamente presentó su apuesta
de un soberano por el duque. El sombrerero, quien disfrutaba de muchos
negocios con las chicas Honeywell, recordó dónde descansaban sus lealtades (y
el exacto tono de los ojos de Alice Honeywell) y apostó un soberano contra el
intruso.
Transacciones de esta clase eran hechas entre la multitud, y fue notorio
que incluso el vicario había lanzado un par de chelines por el duque, para la caja
de los pobres si ganaba, le aseguró a todos. Y mientras los hombres apostaban
sobre los resultados, las mujeres especulaban sobre qué haría el duque después
si ganaba. Furiosos arreglos y acicalamientos empezaron en cada mujer soltera
menor de cien años, excluyendo, por supuesto, a las señoritas Honeywell.
Sin embargo, un observador, quien deberá permanecer en el anonimato,
pero quien tenía un gran interés por la persona de la señorita Honeywell, y quien
acechaba en la parte trasera de la multitud en una forma particularmente
ominosa, notó que la señorita Honeywell metió su cabello no una, ni dos, sino
tres veces tras sus orejas, un acto de vanidad hasta entonces no registrado, y
nunca quitó los ojos del duque de Montford mientras él se despojaba de su
chaleco. Esos eran signos preocupantes para el observador, quien comenzó a
desear que el duque de hecho hubiera caído a su muerte junto con su montura el
día anterior.
Inconsciente de la conmoción que había causado en la multitud alrededor
y del enemigo que se había hecho, Montford fulminó con la mirada al pequeño
grupo de jóvenes que holgazaneaba alrededor de él, luciendo severamente
incómodos con su presencia. Sir Wesley estaba medio inclinado, intentando
sacarse las medias, sonrojándose furiosamente. Unos cuantos otros hombres
estiraban las piernas y contorsionaban sus cuerpos en una forma que lucía
extremadamente dolorosa a los ojos de Montford.
¿Qué demonios había hecho?
No se atrevió a volverse para encontrar a la señorita Honeywell. Temía
que el solo verla otra vez lo llevara a hacer algo incluso más escandaloso.
Aunque, ¿qué sería más escandaloso que lo que estaba a punto de hacer?
Nada.
Si cualquiera de sus conocidos en Londres alguna vez oía que había
participado en una carrera de borrachos, sería el hazme reír de la casa de los lores.
O encerrado en Bedlam bajo sospecha de demencia.
Sherbrook y Marlowe, por supuesto, pensarían que era divertidísimo. Si
lo creían siquiera. Después de todo, lo creían el Rey de las Camisas Almidonadas.
Al igual que la señorita Honeywell, aparentemente, a pesar de la tarde
anterior.
La tarde anterior…
Su sangre hirvió a fuego lento. Se inclinó para quitarse las botas. Eran altas
Hessians14 y no se desataban fácilmente. Necesitaba sentarse para quitárselas él
mismo y eso era algo que no iba a hacer. El suelo estaba bastante húmedo.
Miró la pista de carreras y su corazón se hundió. ¿Iba a correr descalzo en
el césped y el barro por tres kilómetros? Iba a estar más que húmedo al final de
ello.
Sir Wesley, viendo su aprieto, vino en su ayuda y ofreció sus servicios
como valet. El barón era tan incompetente en esto como lo era en todo lo demás
y terminó a horcajadas sobre la pierna estirada de Montford, su trasero lanzado
contra el rostro de Montford, mientras sacaba la primera bota. Finalmente se
deslizó con sorpresiva facilidad, haciendo que sir Wesley se tambaleara hacia
adelante y Montford se tambaleara hacia atrás.
Montford hizo lo mejor que pudo para ignorar la ola de diversión que
corrió a través de la multitud. Sir Wesley regresó para quitar la segunda bota,
pero Montford lo despidió con un movimiento de la mano y se sacó la maldita
cosa solo, la rabia dándole la fuerza extra requerida. Sus pies con calcetín
chapotearon en la tierra húmeda y rechinó los dientes.
Después de varios juramentos murmurados, se las arregló para arrancarse
sus medias y lanzarlas a un lado. Bajó la mirada, sus piernas desnudas desde las
rodillas hasta los dedos de los pies, y murmuró otra maldición. Echó un vistazo
a sus oponentes, quienes lo miraban como si tuviera cola.
―No deben dejarme ganar ―gruñó―. No permitiré que esto se convierta
en una farsa mayor de la que ya es.
Algunos de sus oponentes lucieron ofendidos de que él siquiera lo
sugiriera. Algunos parecieron muertos de miedo. Otras asintieron hacia él con un
nuevo respeto. Unos de los más valientes sugirieron que hiciera algo de ejercicio
de calentamiento para no acalambrarse. Le demostraron cómo, y Montford
observó aquellas contorsiones en una neblina de incredulidad.
Él no aceptó su consejo.
Se movió rígidamente hacia la línea de salida con los otros y vio a
Stevenage, igualmente descalzo, tomar su lugar a su lado. Él le dio a Montford
un incómodo saludo y comenzó a saltar en su lugar en una especie de intento de
aflojarse. Stevenage no parecía necesitarlo, ya que lucía, en opinión de Montford,
tan suelto como tres marineros después de pasar una noche en una taberna.
E
l duque de Montford se aclaró la garganta, se apoyó en el abrazo
de sir Wesley mientras avanzaban a tropezones por el camino, y
comenzó su undécima recitación de la noche:
―Había un joven de Kent ―comenzó en un susurro en voz alta que más
apropiadamente era casi un grito―. Cuya anatomía estaba muy torcida…
Roddy estalló en risitas detrás de ellos, junto con Flora. También lo hizo
Montford. Le tomó varios minutos recomponerse para poder proseguir.
―Cuando empujaba para entrar/Se atascaba con la espinilla de ella/ De regreso
con su esposa fue enviado.
A Wesley le tomó varios segundos comprender qué había dicho, y cuando
lo hizo, su rostro se volvió escarlata, y rio disimuladamente contra su andrajosa
manga.
―¡Oh, cielos! ―murmuró Alice junto a Astrid. Ella también estaba
notablemente tambaleante sobre sus pies, y seguía mirando en dirección a
Wesley de una manera tímida que tenía al pobre hombre tan desconcertado que
él no podía mirarla a los ojos. Definitivamente él no podía mirar a Alice a los ojos
después de esta última y encantadora obscenidad―. ¡Es lo peor que ha hecho
hasta el momento!
Astrid sólo pudo asentir, sus orejas ardiendo. No tenía palabras para
describir el viaje de la pasada media hora desde el pueblo de regreso al castillo.
Habían sido de los últimos en abandonar el festival. Wesley y Montford tuvieron
que ser recogidos del suelo por Newcomb, que ahora se arrastraba detrás de ellos
con Roddy y Flora. Los tres rezagados lucían tan borrachos como sir Wesley y
Montford.
De hecho, Astrid podía asegurar que ella era la única de su pequeño grupo
que estaba ligeramente sobria. Incluso Alice, al parecer, había bebido
considerablemente mucho. Tuvo que enderezar a su hermana. Se había alegrado
cuando Hiram, traidor como era, se había ofrecido a permitir que Antonia y
Ardyce se quedaran con sus chicas esta noche, ya que ella no creía haber podido
aguantar pelear con dos niñas de regreso al castillo. Ya tenía a cinco en sus manos.
Alguien había logrado reemplazar la descartada ropa de los caballeros,
con poco éxito. Por lo menos, se habían puesto las botas. Sus corbatas estaban en
ruinas, y la fina chaqueta gris de lana de Wesley estaba rasgada en la espalda.
Habían perdido sus sombreros por completo, y el alfiler de la corbata de
Montford estaba metido en un agujero de su solapa como si se tratara de un
clavel, y no de un rubí gigante.
La sorprendía que él hubiera logrado aferrarse a ese precioso producto.
Ella lo había visto caer en la tierra y al duque pasarle por encima al menos media
docena de veces desde que él había ganado la maldita carrera a pie.
Estaba igualmente sorprendida de saber que Montford, al parecer, era un
poeta. Desde que habían comenzado el largo trayecto a casa (el más largo trayecto
de su vida) él había recitado al menos diez de los fragmentos más vulgares y
estúpidos de rimas sin sentido que ella hubiera oído jamás.
Había luchado para no reírse.
Todos los demás reían. Wesley estaba con un ataque de risa sobre el brazo
de Montford. Montford también tenía un ataque de risa. Tenían las cabezas juntas
mientras daban tumbos por el camino, riéndose como niños.
Parecía que Montford y Wesley ahora eran amigos del alma. Él le susurró
otro verso al oído a Wesley, esta vez con demasiada suavidad como para que los
demás escucharan (aunque Astrid consiguió captar un par de palabras muy
obscenas) y Wesley se detuvo en seco y miró boquiabierto a Montford.
Luego se dobló por la cintura, aferrándose la parte media, riendo como un
lunático.
―Eres un diablo, viejo ―declaró Wesley―. Un diablo.
Montford parecía muy complacido consigo mismo.
Astrid se encontró deseando secretamente saber qué había dicho, incluso
si sorbió despectivamente al pasar junto a ellos.
¿Dónde había aprendido Montford todos esos desagradables poemas?
Nunca habría soñado que él pudiera ser tan… escandalosamente tonto.
―Cuéntanos otro ―rogó Wesley a medida que se aproximaban al jardín
trasero.
Montford miró vacilante hacia el castillo, ladeando la cabeza a la izquierda
y a la derecha como intentando descifrar algo.
―¿Otro? ―murmuró.
―Uno más, amigo.
―¡Sí, uno más! ―secundó Alice entusiasta. De alguna manera, logró
separarse del brazo de Astrid y unirse al que Wesley tenía libre. Wesley la miró
con una sorprendida expresión que pronto se relajó en algo parecido a una
sonrisa.
El duque lo pensó por un momento, tirando de un lado de su cabeza, luego
giró la mirada en dirección de Astrid.
Ella contuvo el aliento, pero consiguió fruncirle el ceño.
―Creo que ya hemos oído suficiente.
―¿He ofendido su delicada sensibilidad? ―le preguntó él. O al menos eso
fue lo que ella pensó que podría haberle preguntado. Él arrastraba las
consonantes y masacraba las vocales.
Ella hizo una expresión indignada y se cruzó de brazos.
―Se están comportando como imbéciles. Todos.
Alice y Wesley la ignoraron y fastidiaron al duque para que les diera otra
rima.
Sin jamás quitar los ojos de ella, él comenzó.
―Había una Joven cuyos ojos/Eran únicos en cuanto a color y tamaño/Cuando los
abría ampliamente/La gente apartaba la vista/Y se alejaban sorprendidos.
Wesley comenzó a reírse por lo bajo. Alice rio con inquietud. Astrid sintió
su corazón desplomarse hasta los pies. No permitiría que él la molestara, se
prometió, incluso mientras su respiración se volvía más y más superficial, y el
jardín se tornaba borroso. Sus ojos no se estaban llenando de lágrimas.
Simplemente sufría por las rosas que florecían rosas a su lado.
Wesley finalmente se dio cuenta que no debería estar riendo, ya que nadie
más lo hacía.
―Oye, eso no es sucio. ¿Verdad?
―No, no lo es. Es simplemente estúpido ―respondió Astrid.
―Oh, no creo que eso fuera muy agradable, Montford ―dijo Alice en voz
baja.
―¿Qué no fue muy agradable? ―preguntó Wesley, perdido.
Alice comenzó a explicárselo, pero Astrid había tenido suficiente. Los
abandonó a su suerte y avanzó a grandes pasos hacia los setos. Entraría a través
de la parte trasera de la casa y evitaría a cualquier ser humano por el resto de la
noche.
Había alcanzado el borde de su huerto cuando sintió la mano en su manga.
Supo quién era por su aroma; cerveza, sudor, tierra y cualquiera fuera el almizcle
que él exudaba que lo hacía oler maravillosamente a pensar de esas otras cosas.
Intentó liberar su brazo de un tirón. Él lo sostuvo con firmeza. Ella tropezó contra
la pared del jardín. Él tropezó con ella, contra ella, una pared de calor contra su
espalda.
Lo apartó de un empujón e intentó rodearlo. Él la atrapó por los hombros
y la volvió para mirarlo. Ahora la pared de calor se hallaba contra su parte
delantera. La fría pared del jardín estaba contra su espalda. El alfiler de la corbata
estaba a la altura de sus ojos. Nadaba frente a estos.
―Déjeme ir.
―Espere, ahora, quería diiisssculparme ―consiguió decir él.
―No quiero sus malditas disculpas. Salga de mi camino.
―E’ poema. No era con la intención de hacerle daño.
Ella se aferró a su ira, la cual era estupenda para deshacerla de su dolor.
―Por supuesto que fue con la intención de hacer daño.
―No… no sé por qué lo dije. Simplemente salió. Parece que no puedo
resistirme cuando usted está cerca, Astrid.
Ella quedó inmóvil. Él había usado su nombre. Nunca había usado su
primer nombre antes.
Pero no significaba nada. Al igual que la rima. Al igual que el beso de la
noche anterior.
Se hundió contra la pared.
―Se suponía que se marchaba. ¿Por qué no se marchó?
Él se quedó mirándole el rostro, el ceño fruncido, la mandíbula apretada.
―Parece que no puedo resistirme ―repitió―. Astrid.
Alzó una mano hacia su mejilla. Ella la apartó valientemente de un golpe.
―No me llame así. Déjeme en paz.
Intentó empujarlo, pero él sólo se balanceó un poco hacia atrás, luego se
balanceó hacia adelante, aplastando su trasero contra la fría cornisa de la pared.
―Astrid ―dijo él una vez más.
―Está borracho.
Él asintió.
―Muy. Muy borracho. ―Se detuvo―. Nunca me emborracho. ¿Sabe que se
siente bien? Diga mi nombre.
―¿Qué? ―chilló ella, empujando contra su pecho.
Él le sonrió.
―Diga mi nombre. Ya sabe cuál.
―Usted es ridículo.
―Vamos, Astrid. Diga mi nombre.
Ella puso los ojos en blanco.
―Cyril.
La sonrisa de él se amplió. Cerró los ojos como si ella hubiese cantado un
aria.
―Por mucho el nombre más ridículo, estúpido e idiota en el mundo
―continuó ella.
―Lo sé ―gimió él. Luego abrió los ojos y los entrecerró hacia ella―. Me
gusta cuando usted loooo dice. También me gustan sus ojos. No son iguales, ya
sabe.
―Sí, lo sé.
―También me gusta su cabello. Es rojo.
Afirmó este hecho como si fuera de importancia nacional.
―Sí, lo sé ―dijo, irritada y desarmada, y extraordinariamente consciente
del calor y la fuerza de él aplastado contra ella.
Él entrecerró los ojos hacia ella, como si intentara resolver una ecuación en
su cabeza.
―Está mal, Astrid.
Ella se erizó.
―¿Qué cosa?
―No ―dijo él, luciendo molesto―. Usted está mal. Usted.
Ella resopló. Él no tenía absolutamente ningún sentido, pero su pulso
corría, sus palmas sudaban, y sus piernas se sentían como gelatina.
―Astrid.
Eso era todo. Ya había tenido suficiente. Ella empujó su pecho.
―Por el amor de Dios, sólo déjeme ir.
―No puedo ―dijo él, la cabeza balanceándose hacia ella.
―Juro que si no lo hace... ―La boca de él cubrió la suya, previniendo más
palabras. Ella se convirtió en un charco en un instante. Sus labios eran cálidos,
tersos, suaves y él sabía a Cerveza Honeywell. Apestaba a ella, de hecho, pero a
ella no le importaba. Él aferró sus hombros, presionando contra ella, su boca
trabajando suavemente contra la suya, persuadiendo sus labios a separarse,
probando, lamiendo, mordiendo.
―Astrid ―murmuró él contra sus labios. Llevó el dorso de la mano contra
la mejilla de ella y la acarició con ternura―. Astrid ―repitió, como si no pudiera
evitar repetir su nombre una y otra vez, incluso mientras la besaba sin parar. No
era nada como la noche anterior. Sintió un calor similar levantarse dentro de ella,
pero el candente calor que había ardido tan fuera de control la noche anterior
estaba refractado, como la luz a través de un prisma, destilada y endulzada por
su toque suave, la casi reverencia de su boca mientras la saboreaba. La probaba.
Se deleitaba con ella.
Ahora, esto era un beso (o, más bien, besos) ya que su boca se apartaba,
murmuraba su nombre, y luego volvía por más. Y más.
Entonces sus besos se movieron más abajo, por su garganta, sobre su
clavícula, cada contacto de sus labios en su carne dejando una ardiente estela. Un
millón de mariposas comenzaron a revolotear en su estómago. Ella envolvió su
cuello con los brazos, acercando más su cabeza, ansiándolo, ardiendo por él.
Él llegó al borde de su pecho y enterró la cabeza allí. Su pulso saltó
mientras ella esperaba qué haría a continuación. Pero él no se movió por un largo
tiempo, todo su peso presionándola contra la pared. Sus brazos cayeron de sus
hombros, y él suspiró en su pecho. El jardín alrededor de ellos estaba en silencio,
inmóvil. Todo lo que ella podía oír era el constante sonido de la respiración de él
y su propio pulso atronando en sus oídos.
Después de que pasara aproximadamente un minuto, se puso cada vez
más incómoda y con un poco de frío, su calor interno desvaneciéndose.
¿Qué hacía él ahí abajo?
Un sonido salió arrancado de la parte posterior de la garganta de él. Le
tomó un momento comprender qué era. Cuando lo hizo, se quedó
completamente helada.
Un ronquido.
¡El canalla! ¡El absoluto canalla! ¡La había besado hasta dejarla sin sentido,
luego hundió la cabeza entre sus pechos y se quedó dormido!
―¡Oh, usted… bestia! ―gritó, apartándolo de un empujón.
Él no se despertó. Simplemente se desplomó lentamente sobre el suelo
como un acordeón que se plegaba y continuó roncando con la mejilla aplastada
contra la pared del jardín.
Lo miró con incredulidad. Le pateó las espinillas y pasó por encima de su
cuerpo, partiendo hecha furia hacia el castillo.
Esperaba que muriera congelado.
E
n el preciso momento en que Montford cayó sobre tía Anabel,
descolocando su peluca, lady Katherine, marquesa de Manwaring,
encontraba su propio pedazo de caos a muchos kilómetros de
distancia en Londres. Discretamente jaló el dobladillo de su falda fuera del
camino de los tres pares de piecitos mientras lady Victoria, de cinco años, era
perseguida por sus primas gemelos, lady Beatrice y lady Laura, de seis años, en
un vivo juego de persecución en el salón formal de dibujo en la residencia de
Londres del conde de Brinderley.
Katherine hizo una mueca de dolor cuando el juego terminó con una fuerte
colisión. Uno de los preciados floreros del conde estaba hecho trizas.
Como también lo estaba la paciencia de la condesa de Brinderley con su
primogénita y sus sobrinas. Una preocupada niñera fue convocada, y las niñas
fueron enviadas al cuarto de niños, un curso de acción que Katherine hubiera
prescrito quince minutos antes cuando el florero a juego fue sometido a un
destino similar al otro lado del salón.
Pero la condesa era una madre tolerante (esto es, inconsecuente), y dejaba
a sus hijos hacer desastres, especialmente cuando les visitaban sus primos. Los
sobrinos de la condesa eran famosamente incontrolables, y Elaine se profesaba a
sí misma incapaz de disciplinarlos. Tal deber era, ella clamaba, más agotador que
simplemente dejarlos hacer estragos.
Ese punto era debatible, pues la condesa se veía igual de exhausta en el
momento, reclinándose en el diván, ventilando su rostro sonrojado. Katherine
contuvo la urgencia de poner sus ojos en blanco. Elaine había sido poseída por
una cualidad dramática desde que estuvieron juntas de pequeñas en la escuela.
Si Katherine tuviera hijos, ella no los hubiera criado de una manera tan
descuidada.
Pero no tenía ningún hijo y nunca los tendría.
El dolor de este hecho siempre era significativamente reducido después
de una visita a la condesa. Sus hijos era una historia de advertencia.
Elaine suspiró de nuevo y dio una mordida a su galleta.
—Estoy bastante ofendida con Marlowe, engatusarme a los gemelos
mientras él está en Cornwall con “ya sabes quién” haciendo “sólo Dios sabe qué”.
Katherine sólo podía adivinar lo que el último eufemismo quería incluir,
sin duda beber, holgazanear y tontear con mujeres callejeras, el régimen usual
del vizconde cuando acudía al campo, incidentalmente, era el mismo régimen
que empleaba en la ciudad. El ya sabes quién era más fácil de identificar. El señor
Sherbrook, el entrañable amigo del vizconde, siempre era referido de tal manera
en su presencia. Debido al distanciamiento entre su marido y su sobrino, era
considerado de sobra pronunciar el nombre de Sherbrook en su cara. Como si
fuera a ofender sus sensibilidades, lo cual muy seguramente no sería así. El señor
Sherbrook la ofendía, no su nombre.
Elaine, bastante recuperada, ahora que los niños estaban encerrados, se
sentó con celeridad y rellenó su taza de té.
—Ahora, cuénteme, ¿cómo le va a su evento en Saint George?
Katherine se había estado preguntando cuánto le tomaría a Elaine
mencionar la boda de su hermana.
—Mi madre y hermana me aseguran que todo va estupendamente.
La boda iba a ser seguramente el evento social del año, si no de la década.
Todo el mundo, le había dicho su madre en ese tono desaprobatorio, algo ansioso
que usaba cuando le hablaba a su hija mayor, estaba complacido con cómo habían
resultado las cosas.
Todos excepto Araminta. Pero Katherine conocía bien a sus padres para
no confrontarlos sobre este pequeño obstáculo a sus grandes planes. Su propio
matrimonio era prueba de qué tan bien el desacuerdo le funcionaba a su padre.
No, un juego más sutil debía ser jugado en el caso de su hermana, si quería
escapar de este matrimonio y casarse con su señor Morton.
Katherine no retenía ninguna noción romántica de amor verdadero entre
Araminta y el señor Morton. Y no creía que el señor Morton, un hijo menor que
se creía un poeta, era el mejor hombre. De hecho, no le gustaba la elección de su
hermana más que lo que le gustaba la de sus padres. Katherine estaba
determinada a ayudar a su hermana por una sola razón, y esa era irritar a su
padre. No era muy noble o amable por parte de ella, pero esa era.
Ella odiaba a su padre.
Él odiaba a todo el mundo.
Y esta vez, lord Carlisle no la podía castigar a ella por frustrar su voluntad,
pues era una mujer casada.
Katherine sonrió en su taza de té. No podía esperar por el día que su padre
descubriera lo que ella había hecho.
—Debería ser una boda maravillosa, Elaine. Espero que se encuentre lo
suficientemente bien para asistir.
La mirada de Elaine se estrechó en lady Katherine.
—Está tramando algo, ¿no es así?
La sonrisa de lady Katherine se profundizó.
—Oh, siempre estoy tramando algo, Elaine. Es sólo que la mayor parte del
tiempo nadie se da cuenta.
Lady Elaine regresó la sonrisa de Katherine con una sonrisa socarrona y
dirigió su abanico en la dirección de ella.
—Ah, pero yo le he conocido por muchos años. Sus ojos siempre la
delatan. Brillan cuando está planeando algo.
—No estoy planeando —protestó.
—Ah, bueno, no deberé presionarle. Supongo que simplemente debo
sentarme y descubrir por mí misma qué significa todo el centelleo.
—Supongo que deberá hacerlo —murmuró Katherine en su té.
En ese momento, un sirviente entró, portando una carta en una bandeja de
plata. Hizo una reverencia hacia el asiento de Elaine.
—Una carta entregada por un mensajero, milady.
Elaine estaba inmediatamente entretenida.
—¿Quién podría enviar una nota por mensajero? A menos que sea
Marlowe diciéndome que no puede venir hoy. En tal caso deberé estar muy
molesta… —Miró fijamente hacia el sello y sus ojos se abrieron ampliamente—.
Pero qué raro, mi querida Katie, es de Montford.
Katherine rellenó su té y comió una galleta, tratando de parecer
discretamente desinteresada en la carta, mientras Elaine rompía la misiva al
abrirla y leía su contenido, haciendo sonidos de incredulidad ahora y entonces a
algo que había leído.
Al terminar, bajó el documento y le dio una mirada perpleja y considerada
a Katherine.
—¿Sabía que su gracia estaba en Yorkshire?
—Había escuchado que había hecho un viaje, pero asumí que había
regresado, ya que la boda es en quince días.
—No, está en Yorkshire. En un lugar llamado —se refirió a la carta—,
Rylestone Green. Nunca había escuchado de él. Algo muy extraño.
—Sí, suena muy extraño.
—Él me escribe que ha llegado a poseer cuatro primas.
Katherine levantó su ceja.
—Así es.
—Cuatro primas mujeres. Dos de ellas en edad para casarse. Me pide que
las patrocine por una temporada.
Qué interesante.
La condesa suspiró con exasperación.
—No puedo descifrar qué está pensando. La temporada ha terminado.
Deberíamos tener que esperar para el próximo año, a menos que quiera decir que
yo las presente durante la temporada pequeña. Lo que sería imposible de lograr
si necesitan vestuarios propios, lo que, juzgando por lo que dice de estas… ejem,
señoritas de campo… deberán hacer. Y luego están las cofias, sombreros, zapatos
y lecciones de comportamiento. ¿Lo puede imaginar? Los hombres nunca
piensan en tales detalles. Además de todo aquello, estoy en un estado delicado y
no puedo ser preocupada con tan monumental tarea —continuó lady Elaine,
golpeando significativamente su vientre, sonriendo con una sonrisa secreta y
engreída.
—No de nuevo, Elaine. ¿Tan rápido después del último? —La condesa
estaba siempre encinta, lo que nunca fallaba al sorprender a sus conocidos, los
que también eran conocidos con el introvertido conde. Brinderley estaba más
interesado en su colección de monedas que en su esposa. Excepto, parecía, en la
recámara.
—Brinderley quiere a su heredero, y estoy obligada a consentirle —dijo la
condesa, para nada viéndose molesta por su deber.
—Bueno, esas son maravillosas noticias.
La sonrisa de Elaine se perdió mientras miraba la carta.
—Cuatro damas de campo de alguna localidad desconocida, ¡parientes
que él ni siquiera sabía que tenía! Buen Dios, ¡todo esto es muy angustiante!
Katherine también estaba estupefacta, aunque su fachada externa no
revelaba esto. No conocía tan bien a Montford, nadie lo conocía, pero era lo
suficientemente familiar con él para encontrar este comportamiento un completo
cambio radical. Montford escribiendo a la condesa, intentando evadir a cuatro
pobres parientes, era un desarrollo impensable.
—Temo que algo horrible le haya sucedido —murmuró la condesa,
haciendo eco de las mismas derivaciones de los pensamientos de Katherine—.
No suena mucho a sí mismo. Y lo peor de todo es, que él espera que yo llegue
hasta este lugar Riverstone y recoja a estas chicas. —Lady Elaine resolló y puso a
un lado la carta—. Montford está muy acostumbrado a salirse con la suya. Pero
no lo haré, Katie. No puedo. Quiero decir, míreme.
Elaine indicó a su persona, quien lucía sana, rolliza, y vestida
impecablemente a la última moda, con ni una arruga o mancha a la vista.
Katherine, viendo una oportunidad para impulsar sus planes, vino
heroicamente a la ayuda de su amiga.
—Tal vez yo podría ir en su representación. Prontamente me convertiré en
la cuñada de Montford, después de todo.
Elaine acogió esta idea con entusiasmo.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Es sorprendente que no le haya pedido esto desde un inicio! —
Elaine hizo un mohín al final de ese estallido, sabiendo completamente bien por
qué Montford no le había escrito a lady Katherine.
Por ya-sabes-quién.
Ninguna de las damas mencionó esto, de cualquier manera, y Katherine
continuó.
—Puedo irme a primera luz, puesto que él ha indicado tanta urgencia.
—Sí, sí. Primera luz. Justo lo que necesitas. Su tono es muy extraño Katie.
Creo que sería mejor si lo fuera a buscar a él también.
—Deberé llevar a Araminta conmigo.
Los ojos de Elaine se abrieron.
—¿Cree que debería? Quiero decir, por supuesto que debería. La boda y
todo eso. Pero qué tal si…
—¿Qué tal si qué?
Elaine rechazó lo que fuera que había estado a punto de decir.
—Oh, nada. Sólo que su escritura era de lo más extraña. ¿Sabe, Katie, él
usó adjetivos? —preguntó en un tono bajo.
Lady Katherine no podía ver la importancia de este pronunciamiento,
pero claramente esto significaba algo monumental para su amiga.
—Él nunca usa adjetivos. Aquí, mire —dijo ella, clavando la carta en las
manos de lady Katherine y apuntando a una línea—. Mire cómo describe a la
señorita mayor.
Lady Katherine leyó obedientemente.
—“Atrevida, argumentativa, literata”. Jum. Ya sabe, Elaine, pero me
agrada cómo suena esta jovencita.
—Puede estar segura que a su gracia no le agrada. Él nunca describe las
cosas. Algo extraño sucede allá arriba, recuerde lo que le digo.
—Quiénes son estas criaturas, me pregunto.
—Su apellido es Honeywell.
Lady Katherine dobló la carta y la regresó a Elaine, con cuidado de no
mostrar su sorpresa. Sabía suficiente de la historia enterrada de su familia para
saber exactamente quiénes tenían que ser estas chicas Honeywell. Sus propias
primas distantes.
Las primas que su padre nunca le hubiera dejado saber que existían.
Pero qué muy, muy interesante. Estaba alegre de haberse detenido por té
hoy.
Sí, un viaje a Yorkshire sonaba en orden. Justo la cosa, tal vez, que
resolvería todos sus problemas.
Ella puso a un lado su té y se levantó.
—Deberé irme para prepararme para el viaje.
Elaine estaba sorprendida por su fácil acuerdo para el arreglo y se levantó
para verle salir.
—Es tan bueno de su parte el tomar esto para sí. No creo que el duque lo
desaprobaría. Ciertamente, ¿cómo no lo haría? Su prometida y su hermana
deberían ser las que se encarguen de hacerse cargo de estas chicas Honeywell, de
todas maneras. —Frunció los labios—. Además, no es como si Manwaring
estuviera en la zona. Ciertamente el duque no puede objetar su apoyo en ese
terreno particular.
Katherine inclinó su cabeza.
—Ya veremos.
Elaine frunció su ceño y cogió la mano de Katherine.
—Ten cuidado, querida. ¡Los caminos son peligrosos en esta época del
año, y Yorkshire, de todos los lugares!
—¿Yorkshire? ¿Yorkshire? ¿Qué es toda esta charla de Yorkshire? —
disparó una voz en la puerta.
Lady Katherine se volvió hacia el dueño de ese profundo bajo y se puso
rígida.
Era el vizconde Marlowe. Estaba arrugado más allá de la reparación con
barba de varios días creciendo en su barbilla. Parecía como si no hubiera dormido
en una semana, ni cambiado su ropa. Su corbata había desaparecido y su chaleco
colgaba abierto sobre el engrosamiento de su vientre. Parecía estar vistiendo
pantuflas de dormitorio.
Cuando la vio, pareció sorprendido y un poco disgustado y trató de meter
el borde de su camisa en la parte trasera de sus pantalones.
Lady Elaine sonrió a su hermano y se apresuró a saludarlo al estilo francés.
Sin importar sus diferencias, el vizconde era el hermano favorito de lady Elaine.
Nadie más en su familia podía soportarlo.
Marlowe fingió indignación ante este despliegue emocional y
bruscamente le dijo a su hermana que se quitara, limpiando los besos de sus
mejillas.
—¿Qué es eso de Yorkshire? —repitió. Lady Katherine se sorprendió que
hubiera mantenido su línea de pensamiento. Marlowe no era conocido por su
cerebro.
—Lady Katherine viajará hacia allá mañana, querido, a hacer un recado
para mí.
—Oh. —Su frente se arrugó como si luchara con un pensamiento real.
Sospecha apareció en sus floridos rasgos floridos y sus ojos se estrecharon en
Katherine.
Katherine no esperó explicaciones. Se movió hacia la puerta.
—Debo despedirme. Saldré por mí misma, Elaine. Quédate y habla con tu
hermano.
Cerró la puerta detrás de ella y sacudió su cabeza. El vizconde era más de
lo que a Katherine le importaba tratar en el momento. Insufrible, grosero, crudo.
Un bufón más descortés de los que hubiera encontrado. Peor, no podía tener un
pensamiento serio en su cabeza durante el tiempo que le llevaba tomar una
respiración. A pesar que pareciera serio acerca de querer saber por qué iba ella a
Yorkshire. Sin duda, sabía dónde estaba el duque y no quería que ella o su familia
lo supieran. El vizconde había dejado claro en varias ocasiones el poco
entusiasmo que tenía por el emparejamiento entre su mejor amigo y su hermana.
Si solo el vizconde supiera que estaban en completa simpatía en este
asunto. Pero no podía explicárselo y tener todos sus propios planes arruinados.
Dio las gracias al mayordomo por sus guantes y sombrero y se dirigió por
el pasillo largo para hacer su salida, preparando mentalmente una lista para el
viaje.
Un ruido en uno de los pasillos adyacentes detuvo su progreso. Era el
sonido de la risa de un niño, seguido por la baja risa fácil de un hombre.
Se dio la vuelta y su respiración se detuvo, como siempre lo hacía, ante la
vista de Sebastian Sherbrook. Debería haber sabido que habría acompañado al
vizconde en su misión, dado que eran notoriamente inseparables. Iba vestido
escandalosamente, como de costumbre, en una chaqueta de seda azul y chaleco
amarillo, sus manos casi ocultas por el encaje desbordándose de sus mangas, y
sus dedos incrustados en joyas. Una docena o más de adornados relojes surcando
su pecho. De hecho estaba inclinado hacia adelante y colgando uno de ellos justo
al alcance de una de las manos de las gemelas.
Lucía ridículo, pero lady Katherine sospechaba que él sabía esto muy bien.
Se vestía en exceso porque vivía en exceso. Su corbata estaba desarreglada, y su
excesivamente largo cabello de ébano estaba apartado rápidamente de su rostro,
que era ensombrecido por una barba y oscuros círculos cavernosos bajo sus ojos,
dándole una apariencia levemente amoratada. Si Marlowe lucía como si no
hubiera dormido en una semana, el señor Sherbrook parecía como si nunca
durmiera en absoluto.
Sin embargo, cuando la notó en el extremo opuesto del pasillo y volvió
esos sorprendentes pero cansados ojos zafiro hacia ella, su sonrisa se desvaneció
en blanca nada, lady Katherine no pudo respirar. No pudo moverse.
Era la criatura más hermosa que había visto alguna vez.
Ellos no se mezclaban socialmente, obviamente, y ella podía contar con
una mano el número de veces que en realidad lo había visto en compañía. Pero
recordaba todos esos momentos con toda claridad, recordaba cada detalle de esos
avistamientos, por razones que no se atrevía a examinar muy de cerca.
Ella estaba casada con su tío, y no era un secreto que los dos hombres eran
enemigos acérrimos. Ella era, por defecto, entonces, también enemiga del señor
Sherbrook. Y estaba claro que el señor Sherbrook sentía cierta animosidad
personal hacia ella por su matrimonio con Manwaring. Era evidente ahora en la
forma en que su boca descendió en los bordes y su expresión se endureció como
la piedra.
A ella tampoco le gustaba. Era aún más detestable que el vizconde
Marlowe y sin duda era la razón por la que el irresponsable vizconde siempre
estaba en problemas. Llevaba a su estúpido y gordo amigo de un acto indignante
a otro. Sherbrook era un libertino, el peor libertino en el país y aunque
ciertamente lord Manwaring había tenido pocas cualidades favorables, no era
difícil averiguar por qué el marqués no quería tener nada que ver con su sobrino.
Sin embargo, nadie podía negar que el señor Sherbrook era un hombre
guapo. Más que eso: Hermoso, como solo una mujer tenía derecho de ser. Clara
piel oliva, grandes ojos azules sin fondo, una figura alta y delgada pero poderosa
y una boca hecha para pecar. Al menos eso era lo que decían de su boca sus
conocidos más rápidos. Todo lo que ella podía determinar era que era grande,
llena, de color rojo oscuro y cuando la miraba sentía algo extraño en el fondo de
su estómago.
Nadie tenía derecho a tal belleza, especialmente un pícaro como él.
No, a ella no le gustaba en absoluto.
Se miraron el uno al otro sin moverse o hablar. La tensión entre ellos se
extendió muy tensa. Ningún intercambio, ni siquiera el más superficial de los
saludos. Ella le dio su expresión más altiva y arqueó una ceja.
Él dejó que su reloj cayera a su lado y la gemela lo cogió y empezó a tirar
de él, jalando la cadena y a él junto con ella. Como sacado de un trance, regresó
a su juego con la niña y le permitió llevarlo desde el pasillo por su reloj de bolsillo.
Le dijo algo a la niña, y ambos rompieron en carcajadas que sonaron muy
traviesas.
Lady Katherine sabía cuándo había sido despedida. No perdió tiempo en
salir de la residencia. Mientras se acomodaba en su landó y conducía hacia su
casa vacía, no podía decidir si la sorpresa de encontrase con él o la sorpresa de
verlo jugar con la niña como si fuera una persona normal fue la parte más
desconcertante de su reunión.
Ambas, decidió.
Pero archivó su encuentro con todos los demás, ciertos detalles: la caída
de su pelo de ébano, las hebillas de sus zapatos, el hoyuelo en su mejilla derecha
cuando él sonrió a la niña, y la mirada muerta en sus brillantes ojos, todo
debidamente apuntado.
A
l principio, él pensó que estaba en un viaje por el mar, la
habitación a su alrededor inclinándose y agitándose como un
barco en una tormenta. Había estado en el mar antes cuando
había sido obligado a cruzar el Canal para el congreso de Viena. Había tratado
de bloquear el recuerdo de esa experiencia, sin embargo, ya que había sido
bastante miserable. Nunca había encontrado su equilibrio en el barco. De hecho,
después de regresar de Calais hecho un agotado manojo de nervios, había jurado
nunca poner un pie en un barco de nuevo.
Entonces, ¿qué demonios estaba haciendo en uno en este momento?
Trató de levantar su cabeza, pero fue un grave error. Brillante luz solar
bombardeó su rostro a través de una abertura en una pared. Su cabeza se sentía
del peso aproximado de un yunque, sobre el que un herrero muy bien dotado
había martillado con alegría durante días y días.
Su litera se tambaleó hacia un lado y se agarró por debajo de él para
afianzarse, sus manos encontrando rugosos tablones de madera y un trozo de
tela de lona gruesa que sospechosamente tenía un fétido olor. Entonces el barco,
o lo que sea que fuera en lo que estaba, golpeó una gran roca o tal vez incluso
una ballena, lanzando todo su cuerpo un par de centímetros en el aire. Aterrizó
con un ruido sordo.
Le pareció oír la risa de una mujer, pero podría solo haber sido el graznido
de una gaviota.
El barco se encontró con otra ballena y de nuevo fue lanzado por el aire.
Cayó hacia atrás, cada centímetro de su cuerpo con dolor, su estómago
revolviéndose. Su boca se sentía como si estuviera llena de algodón, su cerebro
se sentía aplastado. Algo cayó pesadamente contra las tablas, las vibraciones
causaron que su cabeza palpitara luego rodó hacia su costado. Era pesado y
persistente. Se revolcó y trató de empujarlo, pero no se movió. Algo trataba de
aplastarlo.
Entreabrió un ojo en un esfuerzo para orientarse. Lentamente, en
incrementos, su ojo se ajustó a la cegadora luz vertiéndose sobre él. Había
esperado encontrar un techo, pero en lugar de eso estaba mirando a una raída y
curtida extensión de tela flotando a pocos metros por encima de él. Parte de la
tela se había desanudado, revelando una brillante mancha brillante del cielo gris
azulado.
Volvió su cabeza, que se mecía vertiginosamente y enfrentó a su atacante.
Era un gran barril de madera. Se debía haber aflojado de sus amarres por la
terrible tormenta. Aunque cómo había aterrizado un barril en su litera, y cómo
podría haber tormenta a pesar que el cielo era azul, eran un misterio para él.
Dolía pensar demasiado.
Cerró su ojo y trató de respirar de manera uniforme así no se pondría
enfermo. Esto era imposible, sin embargo. Era una cuestión de cuándo, no si,
perdería el contenido de su estómago. Aunque no podía perderlos en su
ubicación actual. Necesitaba encontrar un orinal o por lo menos un cubo. Se
obligó a enderezarse, su cabeza rozaba la tela por encima de él, su estómago en
su garganta. Logró llegar a la rendija que había visto en la tela a cuatro patas y
mientras lo hacía, se preguntó qué le había sucedido.
Sus manos estaban sucias y también lo estaban sus mangas. El encaje en
sus puños estaba roto y sucio y faltaba los botones en las muñecas de su chaqueta.
¿Había sido secuestrado por los piratas? ¿Era él mismo un pirata?
No, no, era el duque de Montford. El anillo grabado mirándolo desde
debajo de una capa de barro seco le recordó esto.
Buscó a tientas su camino hacia la rendija en el toldo y lo hizo hacia atrás.
Esperaba estar en la cubierta de un barco, pero lugar de eso se encontró empujado
contra un barandal de madera, mirando un polvoriento camino rural llegando a
él en reversa. Se inclinó y vio una gran rueda de madera girando y crujiendo, gira
y gira, en los surcos del camino. Se agarró la cabeza con una mano y su vientre
con la otra.
Estaba en una carreta.
Era incluso peor de lo que había pensado. Su estómago se reveló y arrojó
todas sus quejas sobre la rueda de madera.
Varios momentos después, se sentó contra el barandal, limpiando su boca
con la andrajosa manga, cerrando sus ojos y tratando de recordar qué lo había
llevado a este horrible destino.
Lo último que podía ver en su mente fue observar a la señorita Honeywell
dejar caer una bandera roja y sonreír hacia él. Después de eso, todo era un borrón.
Había corrido en ese maldito concurso. Podría haber ganado, no estaba seguro.
Y podría o no podría haber sido atacado por un caniche blanco. Había estado
muy, muy, muy borracho. De hecho, todavía podría estar borracho.
Y había sido secuestrado. Nunca habría subido voluntariamente en una
carreta, un medio de transporte incluso peor que una carreta bien amortiguada
para alguien en su condición, sin importar lo borracho que estuviera.
Su alegría injustificada tuvo una muerte rápida cuando su estómago se
sacudió de nuevo. Se dio la vuelta por la borda y arrojó el más vil brebaje de ácido
de estómago, cerveza Honeywell y cualquiera que fuera la repugnante comida
cruda que había devorado mientras estaba en su borracho estupor. Lo que sea
que fuera, era irreconocible mientras pintaba el borde del camino.
Entonces escuchó voces murmurando en la brisa, en algún lugar en la
parte delantera de la carreta. Una de las voces era femenina y familiar. Cortaba a
través de su palpitante cabeza como el impacto del choque del martillo del
herrero contra el hierro.
Se echó a reír con sombrío humor.
¿A quién más había esperado?
Empezó a arrastrarse hacia adelante, esperando tener la fuerza para
retorcerle el cuello a Astrid Honeywell cuando la encontrara. Por fin, se las
arregló para llegar a la parte delantera de la carreta y pudo distinguir los
contornos de la señorita Honeywell y de un conductor en el otro lado del toldo.
El conductor estaba riéndose de algo que la señorita Honeywell estaba diciendo
y le tomó un momento a Montford descifrar lo que era. Cuando lo hizo, comenzó
a volverse extremadamente preocupado.
—Jovencito de Kent/Cuya anatomía era bastante inclinada/Cuando se empujó
para entrar/Se quedó atascado en su espinilla/De vuelta a casa con su esposa se le envió.
—¡Ach, señorita Astrid! —gritó el conductor a través de la risa—. ¡Eso fue
demasiado travieso! ¡No debe decir esas cosas!
—Solo estaba citando. No fui yo quien lo dijo, sino el propio duque. Y
admítalo, se divirtió.
—Sí, pero no debería estarlo.
Montford logró abrir la tela. Se asomó al asiento del conductor, sobre el
cual la señorita Honeywell se sentaba con uno de los conductores de su establo.
Ella lucía espabilada y demasiado alegre para su gusto, girando su sombrero en
torno a una de sus manos, los tirabuzones de su cabello crujiendo en la brisa.
Llevaba un vestido de muselina blanca con ramilletes de flores anaranjadas y un
abrigo color naranja, que se enfrentaba dolorosamente con su cabello. Se sintió
enfermo con solo mirarla.
Se sintió enfermarse ante el pedazo de versos que acababa de compartir
con el conductor. Era irritantemente familiar. Del tipo que a Codswallop
Marlowe le gustaba cantar a todo pulmón cuando estaba en sus copas. Montford
tenía una horrible sospecha que la señorita Honeywell no mentía cuando dijo que
había estado citándolo. No recordaba recitar la quintilla, pero de nuevo, no
recordaba mucho del día anterior.
—Oh, Dios, oh, Dios —gimió, agarrando su cabeza dolorida. Debió de
haber hablado demasiado alto, porque oyó a la señorita Honeywell gritar y sintió
que la carreta se estremecía hasta pararse. No esperaba el movimiento, por lo que
no fue capaz de detenerse de volar hacia delante, fuera de la carreta y a través
del asiento del conductor. Su nariz se volvió íntimamente familiarizada con las
botas de la señorita Honeywell.
—¿Qué está haciendo aquí? —chilló la señorita Honeywell en algún lugar
por encima de él, el sonido rebotando a través de su cráneo como un disparo.
Gimió y trató de enderezarse, pero solo consiguió volver la cabeza lo suficiente
para vislumbrar el rostro de la señorita Honeywell mirando hacia él desde arriba.
Estaba al revés.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —dijo con voz áspera—. He sido
secuestrado, eso es lo que hago.
La señorita Honeywell lució horrorizada, sus mejillas bañadas en rojo, su
cabello saliéndose de sus prendedores.
Se revolvió a sus pies durante varios segundos, largos y doloridos, hasta
que finalmente el conductor tiró de él para levantarlo por los hombros. Se las
arregló para poner su culo, que había sido empujado de manera poco elegante en
el rostro de la señorita Honeywell durante algún tiempo, en el asiento donde
pertenecía. Aunque su victoria fue de corta duración. Su estómago dio un salto
mortal peligrosamente.
—¿Secuestrado? —La señorita Honeywell chillaba a su lado—. ¡Chisme!
¡Cómo se atreve a acusarme de... secuestro!
Él se encogió y cubrió sus oídos con sus manos.
—¡Maldición, mujer, no me grite! —susurró.
—¡No estoy gritando! —gritó.
Él apretó sus sienes y gimió.
—No lo secuestre, Montford —dijo ella, moderando ligeramente su tono—
. Esa es la cosa más ridícula que he escuchado nunca. ¡Usted es la última persona
en la tierra que alguna vez quisiera ver de nuevo! Se supone que debería estar en
el camino de regreso a Londres. O por lo menos, sufriendo vigorosamente en el
castillo.
—Estoy sufriendo vigorosamente —le informó.
—Bien. No se merece nada menos después del… espectáculo que hizo de
sí mismo el día de ayer.
Él gimió. No quería saber lo que había hecho. Fragmentos de memoria
aquí y allá estaban regresando a él. La quintilla había sacudido algo suelto en el
interior. Pareció recordar haber recitado un montón de ellas la noche anterior.
Miró a la señorita Honeywell por los bordes de sus dedos. Ella estaba
viendo el camino, con los brazos cruzados debajo de sus pechos. Lucía bastante
enojada. Arrugó su nariz.
—Y usted apesta a muerto, Montford. Huele como la cervecería. Y a
calcetas sucias.
—Gracias por su valiosa percepción. Ahora, si pudiera girar este medio de
transporte, me gustaría volver al castillo.
—No es jodidamente probable.
—¿Qué?
—Dije que no es jodidamente probable. El castillo está a treinta y dos
kilómetros de vuelta por ese camino —dijo, apuntando con su dedo detrás de
ellos.
—¿Treinta y dos kilómetros? ¿Treinta y dos kilómetros? —gritó, y luego hizo
una mueca, mientras su voz había partido su cabeza de nuevo.
—Tal vez deberíamos, señorita Astrid —el conductor interrumpió,
luciendo preocupado—. Si su gracia quiere volver.
Montford le dio al hombre un amable asentimiento, o lo más cerca a uno
que pudo manejar en su estado actual.
—Gracias…
—Tonterías —dijo la señorita Honeywell despectivamente—. No estamos
más que a dieciséis kilómetros de Hawes. No voy a postergar la conclusión de
nuestro negocio porque el duque decidió desmayarse en nuestra carreta.
—No decidí desmayarme en esto... nunca escogería desmayarme en un
medio de transporte en movimiento. ¡Alguien me puso aquí!
—¡Bueno, no fui yo! —exclamó la señorita Honeywell—. No después de la
forma en que se comportó anoche... —Retuvo cualquier otra cosa que había
estado a punto de revelar y su rostro pasó de ser simplemente rojo a algo más
cercano al púrpura.
Montford tenía un sospechoso presentimiento que debería recordar algo
muy importante ahora mismo. Pero su mente estaba en blanco. No quería
preguntar, pero tuvo que hacerlo.
—¿Que hice?
—¿Quiere decir que no se acuerda? —preguntó ella, con los ojos
saliéndose de su cabeza.
—No recuerdo una maldita cosa. Excepto ser atacado por un perro blanco.
¿Fui atacado por un perro blanco?
Ella lo miró como si hubiera perdido la cabeza, lo que no estaba lejos de la
verdad.
—Usted debe estar pensando en la peluca de tía Anabel. La tiró cuando la
besó.
Ahora sin duda iba a enfermarse.
—Yo… ¿qué?
La señorita Honeywell le sonrió, viendo su malestar.
—Besó a tía Anabel. En los labios. Delante de todo el pueblo.
El conductor tosió en su mano para ahogar su risa. Montford gimió.
—No lo hice.
—¡Sí lo hizo! —insistió ella, luciendo triunfante.
Sacudió su cabeza con miseria y trató de concentrarse. Su objetivo
inmediato era evitar ponerse enfermo sobre sus botas. Tuvo eso bajo control,
dado que la carreta estaba detenida momentáneamente. De importancia
secundaria era encontrar su camino de regreso al castillo y fuera de la vista de la
señorita Honeywell para siempre. Puede no haberlo puesto en la carreta, pero no
obstante ella tenía la culpa. No podía estar cerca de ella. Lo hacía hacer cosas
locas. Como correr en carreras de borrachos y besar ancianas. De hecho, estaba
empezando a preguntarse si Londres estaría lo suficientemente lejos de ella.
No iba a empezar a imaginar las noches en vela por delante cuando ella
invadiera Londres. Incluso si no la viera, sabría que estaría allí, en la casa de la
condesa, con sus ojos desiguales y su lengua provocadora, atormentándolo.
Como lo atormentaba ahora, sentada a su lado, sosteniendo su nariz como si la
hubiera ofendido.
No podría soportar los treinta y dos kilómetros. Sin mencionar su revuelto
estómago. La idea de soportar su compañía era suficiente para hacerlo querer
gritar. Lo que habría hecho, si no hubiera sospechado que tal acto haría que su
dolorida cabeza explotara.
No creía que pudiera siquiera soportar los dieciséis kilómetros a Hawes.
Lo que sea que eso fuera. Pero dieciséis era mejor que treinta y dos y tal vez podría
comprar un caballo allí. Necesitaba un caballo de todos modos, que era la razón
por la que había venido al maldito festival en primer lugar.
—Dieciséis kilómetros. Puedo hacer dieciséis kilómetros —murmuró para
sí mismo, agarrando el asiento.
La señorita Honeywell resopló.
—¿Escuchaste eso, Charlie? Su majestad puede soportar nuestra pobre
compañía durante dieciséis kilómetros. Aunque cómo se sentirá acerca de los
cuarenta y ocho kilómetros de regreso a Rylestone es otra historia.
—Compraré un caballo en Hawes. No volveré a montar en esto —dijo,
indicando la carreta con un pase impreciso de su mano—. Eso es jodidamente
seguro.
—Bueno, bien, porque no deseamos su compañía más de lo que usted
desea la nuestra. —La señorita Honeywell resopló con arrogancia, entonces le
hizo señas a Charlie para continuar, pero el conductor vaciló.
—Tal vez deberíamos dar la vuelta —sugirió Charlie nerviosamente,
luciendo un poco pálido.
—¡NO! —gritaron ambos simultáneamente.
Charlie hizo una mueca, luego a regañadientes azotó a los caballos para
que se movieran.
Montford sujetó el borde del asiento hasta que sus nudillos se pusieron
blancos, dispuesto a tranquilizar su estómago. Pero la combinación de sus
náuseas por el movimiento y la resaca fue bastante difícil de vencer. Pocos
minutos después, pudo sentir su rostro pasando del gris al verde. Saltó para
ponerse en movimiento, arañando su camino sobre el regazo de la señorita
Honeywell, aplastándola con su cuerpo. Ella se cayó de su asiento, insultándolo
y abofeteando su cabeza. Él estaba demasiado ocupado revolviéndose hacia el
barandal e inclinándose hacia el camino como para ponerle mucha atención. Sus
hombros se agitaban con las arcadas, su respiración se ahogaba y el más increíble
ruido seco era emitido por su garganta como si le pidiera cuentas.
Charlie tiró de las riendas y la carreta se detuvo. La señorita Honeywell
regresó a su asiento, acercándose a Charlie, dándole al duque la mayor cantidad
de espacio que fuera posible en la estrecha banca. Cuando terminó con las
arcadas, se dejó caer exhausto contra el barandal lateral, su cuerpo temblando.
Cuando levantó la vista hacia la señorita Honeywell, ella estaba mirándolo
fijamente con una mezcla de exasperación y preocupación.
—No tiene la peste, ¿cierto? —inquirió ella.
Eso fue todo. No podía aguantarlo más. Gruñó, se levantó y entonces
lentamente comenzó a bajarse de la carreta, cada músculo de su cuerpo
protestando.
La señorita Honeywell miró hacia él con alarma.
—¿Qué está haciendo? —demandó.
Él perdió su apoyo y cayó el resto del camino. Aterrizó con un golpe seco
sobre su parte trasera, polvo flotando a su alrededor. Se puso de pie.
—Regresaré caminando.
—¡No sea ridículo! ¡Son treinta y dos kilómetros!
—No me importa. Prefiero caminar ciento sesenta kilómetros que estar
otro segundo en su presencia —farfulló, lo cual era bastante cierto. No añadió
que un segundo más en esa carreta en movimiento muy seguramente lo haría
devolver hasta sus entrañas.
Ella puso sus puños sobre sus caderas y lo fulminó con la mirada.
—Eso no fue lo que estaba diciendo anoche —replicó finalmente.
¿Qué se supone que significaba eso? Un escalofrío bajó por su columna
vertebral. Oh Dios, ¿qué había hecho?
Viendo la expresión en su rostro, ella le dio una satisfecha sonrisa de
superioridad y llegó hasta una de las cestas detrás de ella. Le lanzó algo a él y
aterrizó contra su pecho y se deslizó hasta el suelo. Él gruñó y se frotó el
lastimado lugar donde lo había golpeado, entonces se inclinó y recuperó el objeto.
Era una bota de agua15.
—No quisiera que muriera de sed en el camino —explicó ella, instalándose
en su asiento.
—Qué considerado de su parte —dijo entre dientes.
—No, sería demasiado fácil dejarlo morir. Quiero que sienta cada paso de
los dieciséis kilómetros de regreso a Rylestone.
—¡Maldita sea, Astrid Honeywell! —rugió, mientras la carreta rodaba
siguiendo su curso y la señorita Honeywell y Charlie lo dejaban atrás. Levantó
su puño hacia la parte posterior de la carreta—. ¡Espero nunca volver a verla!
Mientras se giraba y empezaba a caminar arduamente por el camino,
pensó que escuchó la voz de ella yendo hacia él sobre el viento.
D
espués de un viaje de media hora subiendo la Carretera del Rey,
medio corriendo, medio saltando en un esfuerzo para aliviar un
maldito calambre que había tomado residencia en su pierna
izquierda, Montford estaba listo para rendirse. Casi había logrado convencerse
de que había imaginado toda la cosa (los gritos, el balazo) pero justo cuando
había decidido detenerse y darse la vuelta, el temor volvería, asentándose en su
estómago, peor que cualquier náusea o calambre que jamás hubiera conocido. No
lo entendía ni lo apreciaba, pero no le permitía volverse, tanto como su cuerpo lo
quisiera.
―Voy a matarla ―murmuró para sí, entre jadeos―. Esta vez, realmente voy
a matarla.
Aunque por qué, no estaba totalmente seguro.
Dios, casi esperaba encontrarla al costado desangrándose hasta morir.
Entonces estaría justificado por correr por la carretera como un maldito lunático.
Entonces sus entrañas se tensaban de nuevo ante la sola idea. No, no
quería encontrarla desangrándose hasta morir. La sola idea era…
Insoportable.
Preferiría estar loco, decidió. Preferiría correr todo el camino hasta Hawes
y descubrirla en una pieza gloriosamente sin heridas. Pero justo cuando decidió
que ése bien podría ser el resultado, dobló una curva en el camino y dejó salir un
grito involuntario. La carreta estaba recostada en un extraño ángulo hacia un lado
del camino, los dos caballos moviéndose nerviosamente en sus arneses. Una
figura yacía junto a la carreta, inmóvil. Era humana, pero podía decir por el
tamaño y el color de las ropas que no era Astrid. Era Charlie.
Alivio y preocupación se apoderaron de él en partes iguales. Corrió a toda
velocidad hacia Charlie. Miedo, el cual era teórico sólo momentos antes, ahora se
hizo claro de una forma aguda y conmovedora. No había estado imaginando
cosas después de todo.
Pero mientras se aproximaba a Charlie, sintió sus rodillas debilitarse, y
que su visión se oscurecía. El hombre sangraba profundamente de una herida en
el hombro.
¡No ahora!, gritó internamente. ¡No podía desmayarse ahora, de todos los
momentos!
Pero no tenía sentido.
Cayó hacia adelante, hacia el vacío.
A
pesar de todo, era lo peor en alguna vez sucederle, ser
secuestrada era un aburrimiento. Por supuesto que estaba
asustada. Uno tendría que ser muy obtuso o tonto para no estarlo.
Pero desde que había visto a Charlie caer de la carreta, sangrando, quizá ya
muerto, su mente pareció desalojar su cuerpo, flotando en algún lugar cerca del
techo del carruaje. Sabía lo que estaba pasando, y sabía que estaba en grave
peligro, sabía muy bien con una especie de claridad independiente que tenía
pocas esperanzas de un rescate, aun así se sentía entumecida.
Debía haber estado conmocionada.
Por supuesto, no era insensible, por lo menos físicamente hablando. Sus
manos estaban hormigueando por tener sus muñecas atadas con tanta fuerza.
Todo el lado derecho de su cuerpo, sobre el cual yacía en el piso del carruaje en
un ángulo supremamente incómodo, se sentía amoratado de haber estado
brincando por el camino irregular. Y sentía una necesidad muy urgente de hacer
sus necesidades… muy urgente. Acababa de terminar toda una botella de agua
justo antes de que fuera secuestrada.
Nunca había estado tan incómoda en toda su vida.
Ni tan aburrida. Uno podría pensar que cuando uno era secuestrado a
punta de pistola, se podría garantizar una progresión sostenida de
acontecimientos dramáticos y riesgos de infarto. Uno podría pensar, por lo
menos, que uno de los secuestradores podría tener la cortesía de explicarse más
a fondo, o hacer algunas coacciones amenazantes. Pero todo lo que Lightfoot
había hecho era reírse para sí, empujarla con su bota un par de veces, y luego
quedarse dormido. Era más bien decepcionante.
Habían estado viajando durante horas, y Lightfoot había roncado durante
la mayor parte de ello. Sus ronquidos eran el sonido más espantoso que había
oído nunca. Le recordaba cómo había sonado Montford cuando sumaba sus
cuentas. Seguía y seguía, tan inexorable como el chirrido de las ruedas del
carruaje dando vueltas debajo de ella. Si no hubiera estado atada más apretado
que un ganso de Navidad, lo habría golpeado en la cabeza.
Estaba irritada. Y aburrida. Y muy incómoda. Sabía que no estaba soñando
esto porque sentía estas cosas, y sabía muy bien que probablemente debería estar
más asustada de lo que estaba. Pero ¿para qué hacerlo?
Astrid era demasiado práctica para pasar su tiempo llorando de pena
hasta el sopor. Tenía que conservar su energía para luchar contra Lightfoot… y
planeaba poner una gran lucha. Jamás se casaría de buena gana con él, y si creía
obligarla a una unión al llevársela en contra de su voluntad, entonces iba a
llevarse una sorpresa terrible.
Estaba más convencida que nunca de la locura de Lightfoot a la luz de su
menos que brillante plan. ¿Sostendría una pistola en su cabeza y la haría jurar sus
votos matrimoniales? ¿Qué funcionario, incluso uno de los tan llamados
sacerdotes herreros en Gretna Green, aprobaría eso?
Además, si se reducía a eso, una elección entre casarse con él o morir,
elegiría la muerte. Obviamente, él no la conocía en absoluto si pensaba que caería
en su farol. Y sabía sin lugar a dudas que prefería morir antes que someterse a la
maldad de Lightfoot. Dejen que la mate, si pensaba que así conseguiría lo que él
quería.
Pensó en aquellos que había dejado atrás y fue lejanamente consciente del
dolor aplastante en su corazón. No volvería a verlos otra vez. Sin embargo, sabía
que no sufrirían; iban a llorarla y extrañarla, pero no la necesitaban para su
propia supervivencia. La semana pasada le había enseñado eso.
Yaciendo atada e indefensa a merced de un loco, de repente vio su vida
con verdadera claridad, y se dio cuenta de su propia locura. Había pasado todos
estos años pensando que ellos la necesitaban, cuando la verdad era que ella era
quien los necesitaba. Había pasado tiempo en el Hall, la fábrica de cerveza, y con
sus hermanas, no porque era en su beneficio, sino porque era lo que ella quería.
Estaba tan aterrorizada ante la idea del cambio, de renunciar al control de la finca,
que había perdido de vista su verdadero objetivo: Hacer lo que era mejor para su
familia.
En algún lugar del camino, también se había perdido de vista, y cegado a
ver realmente a otras personas. Había pensado que sabía mucho más que todos
los demás. Había pensado que podía controlar las acciones de los demás, incluso
a Montford. Claramente, su situación actual era un testimonio de lo equivocada
que había estado. Había sabido que Lightfoot era un villano y un poco loco, pero
nunca lo habría pensado capaz de un complot tan procaz.
Así no era cómo había esperado que terminara su vida.
Parecieron transcurrir muchas horas del día, y seguían avanzando. Era
consciente del sol moviéndose en el cielo, de este a oeste, y de las sombras
alargándose en el coche. Trató de cambiar de posición. Su lado derecho estaba
completamente entumecido, y ya no tenía el uso de sus manos, de todos modos,
mucho bien que harían inmovilizadas en la espalda. Se las arregló para sentarse
en el asiento. Dolorosos calambres recorrieron su costado al regresar la sensación.
La urgencia de hacer sus necesidades era bastante grave ahora. Ya no
podía posponerlo. Estiró las piernas y se las arregló para conectar con la bota de
Lightfoot.
Él se despertó agitado con un bufido. Bajó la mirada hacia ella, como si se
sorprendiera de encontrarla allí. Entonces sus labios se curvaron en una mueca
malvada. Se inclinó hacia delante, hasta que su rostro estaba a centímetros del
suyo, y bajó el pañuelo recubriendo su boca. Ella se echó hacia atrás y trató de no
respirar. Su aliento olía a cebolla.
—Hola, querida —dijo.
—Tengo que orinar —dijo ella sin rodeos.
Su ceño se arrugó, su mirada lasciva resbaló.
—Dije que tengo que orinar —repitió—. Es muy urgente. A menos que
usted desee que haga mis necesidades aquí en el carruaje.
Pareció disgustado. Era evidente que él no había pensado en tal
inevitabilidad. Después de un momento de vacilación, golpeó en el techo del
coche y gritó al conductor.
Se detuvieron y Lightfoot salió del carruaje. Ella se arrastró hacia la puerta.
Era de tarde, y una ligera lluvia estaba cayendo. Lightfoot y el secuaz gigante la
miraron fijamente, sin saber cómo proceder.
—Van a tener que desatar mis piernas —dijo con calma.
Lightfoot gruñó e hizo lo que ella sugirió. Salió del carruaje… o más bien
cayó. Sus piernas no parecían estar funcionando correctamente después de su
confinamiento. Lightfoot sujetó uno de sus brazos, el gigante el otro, y la llevaron
hacia los arbustos al lado de la carretera.
—¿Van a desatar mis manos, o se quedarán allí parados sobre mí todo el
tiempo? —preguntó.
Los dos hombres se miraron el uno al otro, totalmente perdidos, pero
entonces el gigante desató a regañadientes las cuerdas en sus muñecas.
Casi gritó cuando la sangre se precipitó de nuevo en sus manos con una
dolorosa ráfaga.
Ellos se retiraron unos pasos.
—¿Esperan que haga mientras me miran?
El rostro de Lightfoot se oscureció.
—No trates de huir —gruñó.
Después de unos segundos, los hombres se retiraron a la carretera.
Satisfecha, Astrid subió su falda y se puso en cuclillas.
Poco tiempo después, se sintió mucho mejor, al menos en un aspecto. Miró
a su alrededor, pero no pudo ver nada más que el camino con poca luz y la
oscuridad del bosque detrás de ella. Nada le era familiar. Consideró que estaban
cerca de Cumbria, si no ya en ese dominio. Pensó en huir simplemente, pero
estaban a kilómetros de cualquier lugar, y podía ver al gigante observándola en
los arbustos. No conseguiría ir lejos.
Lightfoot volvió a su lado y la arrastró de nuevo hacia el coche,
previniendo cualquier noción adicional de escape. Fue atada una vez más y
empujada hacia el interior del coche. Esta vez, se las arregló para enderezarse en
el asiento frente a Lightfoot cuando el carruaje reanudó su paso rápido por la
carretera.
Lightfoot la miró en silencio durante algún tiempo. Ella observó hacia
delante, negándose a mirarlo.
—Entonces, ¿vamos a viajar durante la noche? —preguntó.
—Vamos a detenernos pronto. No te preocupes. Tendremos una cama
para pasar la noche —dijo él.
Un cosquilleo de aprehensión se disparó a través de ella. La implicación
de sus palabras fue clara, y no era nada que no esperara. Sin embargo, aun así, su
perdición pendiente se sintió significativamente más real, ahora que las palabras
habían sido pronunciadas. Tal vez la ataría a la cama, y no habría ninguna
esperanza de luchar contra él. Había pensado que al menos tendría una
oportunidad como tal, pero tal vez eso había sido una locura de su parte.
Nunca había esperado estar arruinada, dispuesta o no. Ni siquiera había
pensado en casarse hasta la semana pasada, cuando le habían demostrado que
no tenía elección. Ciertamente, jamás pensó en acostarse con un hombre… hasta
que el duque había llegado y agitado toda una serie de nuevos e inquietantes
sentimientos dentro de ella.
Con una extraña sensación de desapego, como si viera la vida de otra
persona, pensó en esa noche en el salón, cuando Montford casi había logrado
seducirla. Había estado muy dispuesta, al menos su cuerpo lo había sido. Incluso
su mente había estado extrañamente empeñada. Recordó pensar que ella no
quería que se detuviera. Incluso cuando él se había detenido, no había querido
que lo hiciera.
Su desapego resbaló. El sentimiento se apoderó de ella, caliente y urgente,
y la llenó de un dolor punzante. Si tan sólo no se hubiera detenido. Al menos
tendría ese recuerdo ahora mismo. Al menos habría sabido lo que hubiera sido
cuando había pasión. Incluso si después hubiera estado llena de pesar y odio a sí
misma, no habría importado.
Ahora nunca lo sabría. Jamás volvería a ver al duque de nuevo.
Por primera vez, las lágrimas escocieron sus ojos. ¡Y pensar en Montford
era la causa de ellas! No sus hermanas, ni siquiera lo que había preparado para
ella esta noche. Nunca vería a Montford otra vez, o tocarlo, olerlo, ni criticarlo, y
su corazón quería marchitarse y morir. Recordó sus últimas palabras con toda
claridad. Espero no verte de nuevo, gritó a su espalda. Bueno, su deseo se haría sin
duda realidad.
Se preguntó si lo había dicho en serio.
Por supuesto que lo hizo.
Probablemente estaba en Rylestone para ahora, tal vez incluso de camino
de regreso a Londres. No albergaba ninguna falsa esperanza de que él fuera por
ella, o incluso que había oído su grito.
Cuando se enterara de su destino, él probablemente estaría aliviado, o por
lo menos lleno de satisfacción. Probablemente pensaría que había provocado
esto, que era justo lo que se merecía por portarse tan escandalosamente.
Probablemente tendría razón.
—Vil cobarde —espetó a Lightfoot, su paciencia con su cautiverio expiró—
. Está demasiado asustado de lo que podría hacerle si no me atara. Sabe que, si
mis manos estuvieran libres, le arrancaría los ojos y se los metería por la garganta.
Él rio de nuevo, sonando más satisfecho que preocupado. Se estiró a ella,
y algo dentro de ella se rompió. Arremetió con sus piernas, clavando su tacón en
sus entrañas.
Él se dobló de dolor, luego la miró con unos ojos tan oscuros como carbón.
—Usted, pequeña mujerzuela —exhaló, avanzando hacia ella. Lo pateó de
nuevo y conectó en la espinilla. Él aulló de dolor y levantó su mano para
golpearla.
Ella se lanzó contra la ventana para evitar el golpe, y el coche se sacudió
por algo en el camino, arrojándola a su objetivo. La golpeó en el hombro en lugar
del rostro, pero igual dolió. Mucho.
—Cerdo. Va a tener que matarme antes de que me case con usted —espetó.
Lightfoot también parecía haber perdido la paciencia. La agarró por las
piernas y la empujó hacia atrás en el asiento. Ella luchó contra él cuando empezó
a desgarrar sus ropas. Su visión nadó, su cabeza se sentía como si estuviera en
llamas. Apartó el rostro cuando intentó besarla, presionándola contra el cristal
de la ventana, respirando con dificultad. Entonces vio un movimiento fugaz por
el rabillo del ojo en la carretera fuera de la ventana. Un jinete.
Una esperanza ridícula y vertiginosa se levantó en su interior mientras
observaba al jinete acercarse. Estaba todo cubierto y montando a un ritmo
vertiginoso. No podía distinguir sus facciones, pero algo en la forma de él, la
pendiente de sus anchos hombros, le era familiar.
Quiso gritar de alegría, quiso gritar de terror. Era Montford. Lo habría
reconocido a mil pasos. Había venido a rescatarla. Pero su esperanza se vio
atenuada por la pequeña probabilidad de éxito.
El muy tonto moriría.
Astrid se apartó de la ventana. Tenía que hacer esto más fácil para
Montford. Vio una pistola escondida bajo el asiento de enfrente y la pateó con su
pie, arrojándola al rincón más alejado. Pero entonces Lightfoot la agarró por los
brazos, empujándola debajo de él, y alzó la falda por sus piernas, concentrado en
su tarea.
Lo mordió en el brazo lo más fuerte que pudo, y él aulló con incredulidad.
Entonces una bala explotó fuera del coche, y el corazón de Astrid se llenó
de esperanza. Montford no era tan tonto después de todo, si había venido
armado.
Lightfoot se levantó de encima de ella y se asomó por la ventana. Maldijo
entre dientes y procedió a recuperar su pistola.
Astrid se lanzó en contra de Lightfoot, derribándolo contra el asiento. Pero
en el proceso, golpeó su cabeza contra los cojines, enviando tal ráfaga de dolor
agudo a través de su cráneo que se dejó caer de rodillas. Trató de concentrarse,
pero no vio nada más que brillantes estrellas centelleando ante sus ojos. Era
consciente de los gritos airados más allá de la ventana del coche, y las maldiciones
furiosas de Lightfoot. El carruaje se sacudió bruscamente a la derecha, luego a la
izquierda, haciendo que Astrid se agitara violentamente de lado a lado. Apoyó
sus pies contra el asiento de enfrente en busca de apoyo y trató de apartar las
estrellas de sus ojos.
Su visión se aclaró, y lo que vio le produjo un escalofrío en lo más
profundo de su alma. Lightfoot había abierto la ventana izquierda y estaba
inclinándose hacia fuera, maldiciendo profusamente y apuntando su pistola en
dirección a Montford, que estaba tratando desesperadamente controlar su
caballo a pocos pasos de distancia.
Astrid chilló de terror. El carruaje se estremecía salvajemente,
menoscabando el intento de Lightfoot para apuntar el arma. Pero si tenía éxito
en su intento, Montford estaría muerto. Reunió lo que quedaba de su ingenio y
se lanzó hacia delante, esperando que no fuera demasiado tarde. Pero Lightfoot
disparó su pistola antes de que pudiera llegar a él.
El caballo de Montford corcoveó en respuesta al disparo, derribando al
duque. Pero no salió arrojado por completo. Su pie quedó atrapado en un estribo.
El caballo salió disparado hacia delante, arrastrando a Montford a lo largo del
camino polvoriento. Astrid lanzó un grito de consternación, justo cuando
Lightfoot estrelló un puño en su mejilla, enviándola a un vacío gris de
inconsciencia, una vez más.
VEINTIUNO
Cuando El Héroe Monta Un Audaz Rescate Por El
Camino Del Norte
Traducido por âmenoire y Apolineah17
Corregido por ErenaCullen
M
ontford se las arregló para jalar a su recalcitrante caballo junto
al carruaje el tiempo suficiente para agitar su pistola hacia el
conductor. Era una enorme bestia de hombre, con el rostro
lleno de cicatrices y ni una pizca de miedo en sus ojos oscuros. Gruñó y batió su
equipo en un arranque de velocidad.
Las palabras eran inútiles. No iba a convencer al hombre que se detuviera.
Así que hizo lo único en lo que tenía alguna posibilidad de tener éxito. Apretó el
gatillo.
Su disparo no fue del todo exitoso. La bala alcanzó al hombre en el
hombro, arrojándolo de su percha, causando que dejara caer una de las riendas.
Los caballos del carruaje, sorprendidos por el disparo, se sacudieron hacia
adelante y se desviaron de su curso. Pero el hombre debía haber estado hecho de
hierro, porque pronto se sacudió su herida y agarró las riendas caídas, tirando a
los caballos de nuevo en su curso.
Montford no tuvo tanta suerte. Su propia montura estuvo más que
sorprendida por el disparo. Relinchó con terror y comenzó a saltar salvajemente
debajo de él, tirándose bruscamente a la derecha, casi chocando con el carruaje.
Montford maldijo e intentó llevar la criatura de vuelta a sus sentidos. Era lo único
que podía hacer para mantenerse en su asiento.
Entonces la ventana del carruaje se abrió, y un oscuro hombre calvo, con
el rostro púrpura de furia, se asomó, gritando insultos hacia él y nivelando un
arma hacia su cabeza. Montford trató de alcanzar su segunda pistola, todavía
atrapada detrás de su silla, pero su montura estaba muy fuera de control para
dejarlo. Maldijo y trató de tirar de su montura hacia atrás, fuera de la línea de
disparo del hombre. Pero el caballo estaba decidido a mantener el ritmo con el
carruaje, el instinto tirando de él junto con el equipo de cuatro. La maldita bestia
iba a lograr que le dispararan.
El hombre en la ventana apretó el gatillo, la explosión tan cerca que
Montford pudo sentir el acre de pólvora quemada ahogando sus pulmones. Se
estremeció y se preparó para el impacto de la bala con su carne. Pero la bala pasó
zumbando sobre su cabeza, su cabello partiéndose a su paso. Una fracción de
centímetros, temió, y habría tenido una bala en el cráneo. Apenas podía creer su
suerte.
Pero su alivio duró poco. Su montura ahora estaba más allá del control. Se
resistía con tanta violencia que Montford fue arrojado fuera de su asiento. Por
segunda vez en dos días, salió volando por los aires y luego chocó contra el
camino sobre su espalda. El impacto sacó el aire de sus pulmones y sacudió cada
hueso de su cuerpo. No podía respirar, apenas podía enfocar su visión. No
conocía nada salvo el polvo del camino, el dolor de sus huesos y la punzante
sensación de ardor de su cuerpo siendo arrastrado sobre piedras afiladas.
Todavía se movía y tardó varios minutos en darse cuenta del porqué. Su pie
izquierdo todavía estaba atrapado en el estribo y el caballo galopaba hacia
adelante, tirando de él.
Adrenalina corrió por sus venas, alimentando su maltrecho cuerpo,
cuando una parte de él reconoció que estaba luchando por su vida. Tenía que
soltarse, a menos que quisiera ser arrastrado hacia su muerte. Arañó sobre la
carretera, girándose sobre su estómago, sintiendo cada roca y surco raspar la
longitud de su cuerpo, pero hizo a un lado el dolor. Nada importaba excepto
conseguir soltarse y salvar a Astrid.
Pateó con su pie hasta que, por fin, por casualidad (o por la gracia de Dios)
se liberó de su prisión. Se deslizó hacia adelante unos metros más por puro
impulso y entonces finalmente dejó de moverse. Se quedó extendido por un
momento, su rostro en la tierra, cada hueso, músculo y tendón que poseía en
agonía y sus manos y brazos raspados por la carretera.
Se dio cuenta que no había respirado desde que había sido arrojado. Motas
negras bailaban delante de sus ojos, presagiando olvido. Rodó sobre su espalda
y puso a sus pulmones a trabajar, tratando de enterrar su dolor lo suficiente como
para enfocarse en su próximo movimiento.
Que era enderezarse. Todos sus músculos estaban en rebelión y sus manos
quemaban. No se atrevió a mirárselas, sabiendo que estarían ensangrentadas y
destrozadas. Con su visión girando, miró hacia el camino. Vio a su montura
haciendo cabriolas nerviosamente cincuenta metros adelante, lanzando su
cabeza de lado a lado y relinchando con angustia.
¡Maldita criatura inútil!, quería gritar. Pero no pudo encontrar su voz. Ya
era suficientemente difícil respirar y mucho menos formar palabras.
Volvió su atención hacia el carruaje. Corría por el camino a un ritmo
peligroso, moviéndose erráticamente de izquierda a derecha. Cualquiera que
fuera el estado de su conductor, sin embargo, no parecía en peligro de detenerse.
Algo dentro de él se marchito. El carruaje podría escapar, y con él,
cualquier esperanza del rescate de Astrid.
Se puso de pie e intentó caminar, pero sus piernas se sentían
desconectadas de su cuerpo, su tobillo izquierdo palpitándole. Se dejó caer de
rodillas y observó impotente cómo el carruaje se alejaba más y más de él. Había
estado tan cerca. Incluso la había oído gritando en el interior del carruaje. El dolor
y el terror en su voz habían sido palpables. Podía oír su voz, incluso ahora,
reverberando a través de su mente, llenándolo con renovada furia y una
sensación de impotencia.
Su corazón se apretó en su pecho y una humedad extraña llenó sus ojos.
Le había fallado. Nunca la volvería a ver, al menos, no como había sido.
La había conocido tan brevemente, pero se sentía como si hubiera sido por
siempre. No podía recordar cómo había sido antes de haberla conocido. Había
cambiado algo dentro de él, agitado algo suelto. Lo había hecho sentir. Rabia.
Confusión. Duda. Mil feas emociones.
Pero a pesar de sus defectos, no se merecía esto. Nadie merecía esto.
Montford dejó escapar un desigual gemido de frustración, derrota y
tristeza.
¿Cómo podía haber fallado?
Entonces algo enfrente llamó su atención. El carruaje se tambaleó hacia un
lado y la puerta se abrió. Vio a Astrid de pie en la orilla un momento y luego
navegando a través del aire. Estaba demasiado lejos para ver nada salvo la bruma
de su feroz cabello, el vibrante color anaranjado de su pelliza, un rostro pálido.
Lo que sea que sintiera ella —su terror, su urgencia, su dolor— estaba oculto a su
vista, pero podía sentir todo lo mismo, como si fuera suyo. Aterrizó en una zanja,
cayendo de cabeza hasta que por fin se detuvo en un montón de piernas y faldas
y cabello.
El carruaje continuó alejándose, el sonido de un hombre gritando de rabia
alcanzando los oídos de Montford.
Ignoró los gritos y se puso de pie, su estómago hueco y su boca seca. No
sintió alivio porque estuviera libre de la prisión del carruaje. De hecho, estaba
ahogado con furia. La tonta criatura había saltado desde un carruaje en
movimiento y es probable se matara en el proceso. ¡La estrangularía!
De alguna manera, hizo trabajar a su cuerpo, aunque cada fibra de él gritó
en protesta. Corrió, sus pulmones ardiendo con el esfuerzo, su mente
hundiéndose ante los incrementos en su peor pesadilla. No pudo evitar recordar
el accidente de carruaje que había matado a sus padres, la forma en que su madre
había caído, en una zanja de manera muy similar a la que ahora se acercaba, su
cuerpo torcido, sangrando y sin moverse. Había estado allí con ella, en la sangre,
aferrándose a su cadáver, preguntándose por qué no despertaba, sin entender
por qué no lo sostenía o lo consolaba.
Pudo oler el viejo terror, el barro, la sangre, la decadencia de la muerte,
como si todavía estuviera allí. Los treinta años que habían pasado desde entonces
volvieron y una vez más era el niño de cuatro años, lleno de confusión y miedo.
Sus ojos ardieron y se nublaron, y un sonido inhumano fue arrancado de sus
pulmones mientras caía de rodillas junto a la masa naranja.
No se movía. No podía ver su rostro. Temía que cuando lo hiciera, vería a
su madre.
Pero el cabello no era el correcto. Su madre tenía cabello oscuro, como el
suyo, y el cabello que vislumbra a través de sus ojos nublados era del color de
una hoguera, girando y torciéndose fuera de control. Y su madre nunca se
hubiera puesto un abrigo de color naranja tan horrible. Ninguno de sus conocidos
habría llevado una prenda de este tipo. Excepto una.
—¡Astrid! —El nombre fue arrancado de él. El pasado y el presente
chocaron en su mente mientras se apoderaba de la figura tendida por los
hombros y la jalaba entre sus brazos. Olía a lavanda y a sudor y al polvo de la
carretera. Olía maravilloso.
La sostuvo fuertemente contra él, sin atreverse a respirar ni moverse. Era
cálida en sus brazos y débil. Su cabeza cayó sobre su hombro. El corazón le latió
con miedo. ¿Estaba muerta? No tuvo el valor para descubrirlo. Lo único que
pudo hacer fue mecerse de ida y vuelta, tratando de dominar sus bulliciosas
emociones. No podía morir. No ella, ni ahora, ni nunca. No creía poder
soportarlo.
Pero entonces sintió que su pecho se expandía y contraía bajo sus manos
y el cálido roce de su débil aliento contra su nuca.
Se estremeció con alivio. Apenas podía creer que estuviera sosteniéndola
y que estuviera viva. Se echó hacia atrás y se atrevió a mirarla.
No le gustó lo que vio. Uno de sus ojos estaba hinchado y empezando a
oscurecerse. Apartó el halo de su cabello salvaje y descubrió una fea roncha roja
en su sien. Dios sabía lo que el resto de su cuerpo había sufrido.
Una rabia ciega corrió a través de él. Mataría a Lightfoot. Lo cortaría en
trozos y se lo daría de comer a Petunia.
Apretó a Astrid contra él y levantó su cabeza para mirar por el camino. El
carruaje todavía estaba alejándose rápidamente. Lightfoot se inclinaba por la
puerta, gritándole a su conductor que diera la vuelta.
Montford realmente esperaba que lo hiciera así podría vengarse. Pero al
mismo tiempo, su mente racional sabía que sería muy difícil dadas las
circunstancias. Lightfoot estaba armado. Montford ya ni siquiera tenía un
caballo. La maldita bestia era tan útil como un saco de estiércol.
Volvió su atención a Astrid. Estaba volviendo en sí, abriendo su ojo ileso.
Notó un tanto histérica que era su ojo azul. Lo miró sin ver por un momento,
entonces pareció darse cuenta de quién era. Alivio, miedo, dolor, destello a través
de su hinchado rostro y sus ojos se llenaron de lágrimas, sus labios temblaban.
—Montford… —dijo con voz áspera.
Sonaba tan terrible como se veía.
—¡Tonta! ¡Pequeña tonta! —gritó, sacudiendo sus hombros—. ¡Lanzarte
de un carruaje en movimiento! ¡Qué estaba pensando! —Sabía que era una
estupidez decirlo tan pronto como salió de su boca, pero era mejor decirlo que
las otras mil palabras a medio formar merodeando sobre su lengua.
Lo miró con incredulidad. Luego, en un movimiento que lo sorprendió,
ella soltó una carcajada. O un graznido.
—No tenía otra opción.
—Podría haberse matado.
—Mejor que permanecer donde estaba.
Sacudió su cabeza, pero no pudo refutarla. Levantó su mano y acunó su
barbilla. Ella hizo una mueca y se echó hacia atrás como si su contacto le doliera,
que probablemente lo hacía. Quiso aullar.
—Vino por mí —dijo, sonriéndole débilmente.
—¡Por supuesto que vine por usted! —dijo con gran irritación.
La ráfaga de movimiento por el camino se entrometió con su conciencia.
Levantó su cabeza y vislumbró el carruaje dando la vuelta en la carretera,
preparándose para regresar en su dirección. Maldición, ¿qué haría ahora?
Astrid siguió su mirada y respiró hondo. Pudo sentirla ponerse más rígida
en sus brazos.
—Dime que tiene un plan para sacarnos de esto, Montford —dijo ella.
Montford miró su golpeado rostro, su desgarrado vestido manchado,
luego miró sus propias ropas harapientas, brazos y manos raspadas. Alzó los ojos
y encontró con su salvaje mirada y vio en ella que sabía tan bien como él que
estaban condenados. No tenían nada salvo el uno al otro y los trapos a sus
espaldas. No era de extrañar que estuviera sonriendo.
No pudo evitarlo. Empezó a reír.
Incluso a través de la niebla alrededor de su cerebro, Astrid sabía que
Montford se había vuelto histérico. Estaba con sus rodillas en el suelo, hecho
jirones, raspado, ensangrentado y luciendo como algo que había salido el final
del negocio de un tamiz16. Y se estaba riendo.
Astrid apenas podía enfocar su visión y su cabeza estaba palpitando. Su
alivio por haber escapado del carruaje fue disminuido en gran medida por su
cuerpo dolorido, la renovada amenaza tronando hacia ellos y su montada
irritación hacia Montford.
Pero por extraño que parezca, también sintió ganas de reír. Su situación
era caso perdido. Él lo sabía tanto como ella lo hacía. Y era divertido, de una
horrible manera.
Su boca se levantó en los bordes por voluntad propia, pero pronto se
arrepintió. Los músculos en el lado izquierdo de su rostro aullaron su protesta y
su visión se volvió negra por el dolor.
Debió haber visto su mueca de dolor, porque su risa cesó y su rostro se
puso sombrío. Miró por la carretera, luego alrededor de ellos y pudo ver los
engranajes agitanándose en su cerebro.
—¿Puede correr?
No lo sabía. Su duda debió haberse mostrado en sus ojos, porque él le dio
una débil sonrisa carente de humor.
—Yo tampoco —murmuró. La tomó por el codo y la arrastró hasta ponerla
de pie.
Gritó por el dolor en sus brazos contraídos, dándose cuenta que todavía
estaban atados detrás.
Su expresión se oscureció con furia. Le dio la vuelta y trabajó en los nudos
en sus muñecas. Sus manos finalmente saltaron libres de sus ataduras, y se quedó
sin aliento mientras la sensación de pinchazos se apresuraba de regreso a ellas.
16 Tamiz: utensilio que se usa para separar las partes más finas de las gruesas de algunas
cosas y que está formado por una red metálica o rejilla tupida que está sujeta a un aro.
Las frotó juntas enfrente, sus muñecas estaban irritadas y rodeadas de feos
moretones negros.
Levantó los ojos y vio a Montford estudiando sus heridas con una furia
atronadora aferrándose a sus rasgos.
—Voy a matarlos —dijo con voz ahogada, la emoción engrosando sus
palabras—. Voy a destrozarlos.
Una parte de ella se emocionó ante sus palabras, otra parte se quedó
helada. Lo decía bastante en serio.
—Por mucho que disfrutaría de eso, este no es el momento ni el lugar —
dijo tan uniformemente como pudo.
Montford apartó los ojos de ella, hacia el espeso bosque bordeando el
camino.
—Vamos —dijo bruscamente.
Él tiró de su brazo, y juntos tropezaron en la maleza. Podía escuchar el
carruaje detrás de ellos y el sonido de la voz enojada de Lightfoot. El pensamiento
de ser capturada de nuevo fue suficiente para hacer a sus adoloridas piernas
funcionar. La cabeza le daba vueltas, y apenas podía evitar caerse. Sólo la fuerza
del agarre de Montford en su brazo le impedía lanzarse de cabeza hacia el suelo
del bosque. Tiró de ella sobre arbustos y troncos, cada vez más profundo en la
penumbra, su ritmo tan lento como frenético.
Le pareció escuchar el sonio de ramas rompiéndose detrás de ellos, pero
no se atrevió a girarse para ver si estaban siendo perseguidos. Se concentró en
mantenerse erguida. Sus sentidos nadaron, el bosque era un poco más que un
borrón de sombras cambiantes verdes y marrones, el cosquilleo de los arbustos y
las hojas cortantes rozando sus piernas y brazos.
Alguien gritó detrás de ellos, Lightfoot, y su corazón casi saltó fuera de su
pecho. El agarre de Montford se apretó alrededor de su brazo, y prácticamente la
arrastró hacia adelante, por una pendiente aguda, sobre un riachuelo.
Tropezaron hasta un barranco, con sus rodillas raspando contra la piedra y las
ramas caídas, con sus manos en carne viva por la corteza de los árboles y las rocas
afiladas sobresaliendo de la tierra. Una y otra vez anduvieron, hasta que perdió
toda noción del tiempo y espacio.
Llegaron a un bosque de pinos, con el suelo cubierto por un manto marrón,
de agujas podridas. Sus pasos hacían sonidos silbantes y crujían, rompiendo el
silencio rodeándolos, haciendo a las aves graznar en las copas de los árboles,
traicionando todos sus movimientos.
Se arriesgó a mirar por encima de su hombro, pero no podía ver ninguna
señal de persecución. Su ansiedad disminuyó sólo una fracción. Estaban lejos de
estar fuera de peligro. Y no debería haber tratado de girarse. Su cabeza daba
vueltas, inclinando el mundo alrededor de ella sobre su eje. Tropezó con una raíz
de un árbol, con sus piernas volando debajo de ella.
Montford la agarró fuertemente y le dio la vuelta para atraparla con su
otro brazo. La sostuvo apretadamente contra su pecho. Estaba caliente y húmedo,
su corazón latiendo de manera irregular contra sus mejillas. Olía terrible, pero no
le importaba.
La alejó de él y estudió su rostro, con expresión impenetrable.
—¿Puede continuar?
Asintió cansadamente.
Con ceño fruncido, su boca se apretó en una línea sombría. Se apartó de
ella, colocó su brazo alrededor de su cintura, medio cargándola. Odiaba ser tan
débil, odiaba tener que depender de él, pero no tenía elección. Estaba demasiado
cansada y rota para protestar.
La levantó sobre un árbol caído, la acurrucó contra él, y siguió adelante.
—Supongo que sabe a dónde va —dijo.
Él resopló.
—Por supuesto que no. ¿Al este? Estamos obligados a averiguar algo con
el tiempo.
Era una pregunta más que una declaración. Escuchó la ansiedad en su
tono. No tenía idea de lo que estaba haciendo. Debería haber estado más
alarmada de lo que estaba. Estaban perdidos en un bosque en medio de la nada,
con un lunático persiguiéndolos, y nada para ayudarlos excepto sus ingenios.
Pero cuanto más avanzaban sin señales de ser adelantados, menos se
preocupaba. Estaba libre de Lightfoot, y eso era todo lo que importaba.
Montford había venido por ella. Y estaban obligados a averiguar algo, tal
como dijo. Se permitió tener esperanza, y soñar con la vida que había pensado
que había perdido para siempre.
Y poco a poco, esos sueños superaron su conciencia y la llevaron al olvido.
E
l sol regresó rápidamente, y también lo hizo su cordura, después
de un tiempo. Parecía apenas haber cerrado sus ojos por la noche
cuando parpadeó abriéndolos de nuevo y encontró luz de sol
entrando por las tablillas en el techo, dando una coloración dorada al cabello de
Astrid, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire y la apariencia
metálica del ala de una mosca mientras giraba en círculos lentamente por encima.
Por un momento, no sabía dónde estaba o cómo había llegado a estar ahí.
Todo lo que sabía es que estaba envuelto alrededor de Astrid Honeywell, usando
su cabello como una almohada, su brazo izquierdo tirado sobre sus pechos.
Estaba caliente (sofocándose de hecho) con el peso de las sábanas mohosas
puestas sobre ellos, y el calor del cuerpo de ella apretado contra el suyo. Estaba
vagamente consciente de adoloridos músculos y su hambre, pero sólo muy
vagamente. Se sentía demasiado increíble en este momento para molestarse con
tales detalles sin importancia. De todo lo que era consciente era del calor y el olor
y el suave, delicioso sentimiento de una mujer en sus brazos.
La mujer. La que había querido con una urgencia que nunca había
conocido antes.
Aparentemente, había obtenido lo que había querido.
Era una lástima que no lo recordara. Extraño, de hecho. Creía que no
olvidaría el haber dormido con Astrid Honeywell.
Al menos que estuviera borracho.
Vagamente recordaba haber bebido mucho en el pasado. Y sabía que ella
de alguna manera tenía algo de culpa.
No importa, pensó con la mente nublada. Simplemente la tendría de nuevo,
cuando recuperara su buen juicio.
Dejó que su mano se arrastrara sobre su cadera, arriba por su costado, y
sobre el borde de su pecho. Estaba vestida, lo cual era muy raro. Sin embargo,
podía sentir el calor de su cuerpo arder en su palma y viajar por su brazo, bajo
su cuerpo, y asentarse en su ingle. Ella se movió, frotando su parte trasera contra
él, y estuvo duro enseguida. Dolorosamente. Gimió en voz alta y juntó sus
caderas con las de ella, enterrando su nariz en su cabello. La esencia lo inflamaba,
lo hacía crecer incluso más duro. Dios, la quería. Quería derretirse en su exquisito
calor.
Ella se movió contra él de nuevo y murmuró algo entre sueños.
Pero el sonido de su voz rompió su delirio. Sus recuerdos resurgieron en
un instante, y el dolor de su erección estaba más que olvidado.
Estaba de pie en un parpadeo, su cabeza girando, su estómago
retorciéndose con asco a sí mismo. Hizo una mueca hacia el bulto en sus
pantalones, respirando fuertemente, cerrando sus puños. Miró alrededor de él, a
la deteriorada casucha, el musgo en las paredes, y el estiércol de animales a sus
pies. Su mirada se asentó en la forma dormida de Astrid. La hinchazón alrededor
de su ojo había bajado, dejando una coloración negra y azul alrededor de los
bordes. Su mejilla estaba oscurecida con moretones, su cabello suelto, enredado
con hojas y ramitas. Se dio la vuelta sobre su espalda, su brazo cayendo sobre el
lugar que había ocupado. Podía ver el anillo negro alrededor de su muñeca, la
sangre seca cubriendo las heridas donde la cuerda le había rozado hasta dejarle
en carne viva.
Se atragantó con la bilis que se levantó en su garganta. Era un animal, no
era mejor que la bestia que le había hecho esto a ella. ¿Cómo podía su cuerpo (y
su mente) responder con tanta traición? Y aún la quería. Estaba adolorido con
frustrante necesidad. La cual no se iría. No supo por cuánto tiempo estuvo allí
parado, mirándola, queriendo, a pesar de toda su cordura, tocarla, regresar al
catre y cubrirla con su cuerpo.
Pero eso nunca funcionaría. ¿Qué estaba pensando? ¿Que la rescataría de
la ruina sólo para que la arruinara él mismo?
Enfermo por el motín de su cuerpo, se dio la vuelta y salió tropezando por
la puerta de la casucha. Protegió sus ojos contra el brillo de la temprana mañana
y miró a través del claro. Necesitaba un poco de distancia de ella para aclarar su
cabeza y de alguna manera cortar la maldita tercera pierna que le había brotado
de repente. Tenía pocas opciones. Directamente enfrente, estaba el bosque. A su
derecha, bosque. A su izquierda, más bosque.
Se dio la vuelta, escogió la primera opción, y se fue hacia dentro de los
matorrales.
Se deslizó a medias por un terraplén y se encontró a sí mismo el borde de
un cause masivo del río. El agua brillaba a la luz del sol, lamiendo perezosamente
sobre largas rocas. Se agachó y dejó sus dedos correr a través de la corriente. El
agua estaba fría como el hielo.
Él, como sea, estaba en llamas.
Se sentó sobre la orilla y se quitó sus botas.
Necesitaba un buen baño de todas maneras.
Montford apenas podía dar crédito a sus ojos cuando divisó el inexperto
y viejo caballo, que había intentado arrastrarlo hasta su muerte el día anterior,
casualmente comiendo un trozo de hierba a la orilla de la carretera. Cómo el
caballo había llegado a este punto en particular, o incluso cómo iban a manejar a
esta recalcitrante bestia para su beneficio, parecía fuera de lugar. Tenían una
montura, más o menos. Todo estaba bien en el mundo.
Pero entonces Astrid le sonrió, se volvió hacia el caballo e impulsó sobre
la silla.
A horcajadas.
No podía dejar de mirar la pierna bien torneada al nivel del ojo. Sólo una
parte desnuda, carne cremosa asomaba por la parte superior de su media
desgarrada, revelando una visión de la rodilla antes de desaparecer bajo el
dobladillo de su falda. Pero fue una excesiva visión. Su estómago tocó fondo y su
boca se sentía tan seca como un desierto.
Levantó sus ojos, pero eso no sirvió de nada. Se apegó a su glorioso
cabello, una fogata en espiral sobre los hombros, pasando sus brazos, sin parar
hasta bien pasada la cintura. Su rostro podría estar magullado. Y pecoso. Y sus
ojos podrían no coincidir. Y su nariz no era más que un desaire arrogante que
quería alcanzar y ajustar. Podría ser total, completamente horrible, pero nunca
había visto nada más hermoso o adorado por sus ojos.
Estaba destrozado.
Y en un gran problema.
¿Cómo iba a mantener sus manos fuera de ella?
No iba a hacerlo, porque ahora estaba esperando sentarse detrás de ella en
el maldito caballo.
—Creo que voy a caminar. —A pesar de que era la última cosa que quería
hacer, teniendo en cuenta el estado de sus pies.
—Ahora eso es lo más ridículo que ha dicho, Cyril, y ha dicho un montón
de cosas ridículas.
Su lujuria fue un poco enfriada por sus palabras, gracias a Dios.
—¡No me llame así! —gruñó, poniendo el pie en el estribo y llevándose a
sí mismo a la silla, con el cuerpo deslizándose en su lugar detrás de ella.
Inmediatamente estuvo aturdido por el olor de su cabello.
—¿Cómo debo llamarlo entonces?
—Soy Montford —gruñó, recordándole su puesto, y a sí mismo.
Ella sólo resopló con fastidio.
Tomó las riendas y espoleó el caballo por el camino, tratando de ignorar
la sensación de la retaguardia de Astrid Honeywell embistiendo contra su ingle,
la sensación de su espalda deslizándose contra su pecho, y la forma en que su
halo de cabellos de fuego picaba su nariz.
VEINTITRÉS
Cuando El Duque, Y La Señorita Honeywell, Caen En
La Tentación
Traducido por Flochi y LizC
Corregido por Beatrix85
Y
a era de tarde antes de que se encontraran en el tramo final de
regreso hacia Rylestone Hall. Debido a sus bolsillos vacíos, no se
habían molestado en detenerse en Hawes, por lo que sus
estómagos estaban dolorosamente vacíos y la paciencia con su situación y entre
ellos se estaba acabando. Podía sentir la tensión del cuerpo de Montford detrás
de ella. A él no le gustaba el hecho de que ella estuviera acurrucada en los brazos
de él, dependiendo de él para mantenerla erguida. Pero estaba demasiado
cansada y hambrienta para importarle su frágil estado emocional, o la
inadecuada intimidad de sus cuerpos.
De todos modos, él parecía preocuparse suficiente por ambos.
Buen Dios, uno pensaría que ella tenía una plaga. No era su culpa que él
no se pudiera guardar las manos para sí mismo. En cuanto al hecho de que ella
era culpable de desearlo a cambio… bueno, ese era un punto discutible. Pudo
haber admirado la silueta recortada por el arroyo. Incluso pudo haber lamentado
no haber sido completamente comprometida por Montford a pesar de las garras
de Lightfoot. Pero era libre, y tales pensamientos salvajes no tendrían lugar en la
realidad. Había logrado escapar de Lightfoot sin perder su virtud. No iba a dejar
a Montford tomarla, después de todos los problemas que ambos habían pasado
para preservarla.
Por supuesto, nadie creería que ella no estaba arruinada. Iba a tener que
pasarla difícil rescatando su reputación, o lo que quedaba de ésta, cuando llegara
a casa. No tenía idea de lo que se estaba diciendo sobre ella en Rylestone Hall,
pero no podía tratarse de nada bueno. Se había ausentado por días, y cuando
regresara en la compañía del duque y de nadie más, lo peor iba a ser asumido. Él
la había salvado de Lightfoot, pero no sería capaz de salvarla de que las lenguas
hablaran.
Como si a él le importara. La abandonaría a su suerte tan pronto como
alcanzaran el castillo. No es como si fuera a hacer de ella una mujer honesta.
Sospechaba que él preferiría morderse las uñas que casarse con ella. No
solamente eso, sino que probablemente pensaba que ella no era lo
suficientemente buena como para ser su duquesa. La duquesa de Montford sería
obediente, procreadora, pretenciosa, y completamente aburrida. Ella nunca lo
desafiaría o iría en contra de sus dictados. Sería una decoración para su posición,
como un candelabro de pared o un bello cordón de una cortina.
A Astrid le dieron arcadas sólo de imaginarlo y se removió en la silla de
montar. Su trasero se había adormecido.
Montford se puso rígido y contuvo el aliento, como si lo hubiera
sorprendido.
—Por Dios santo, ¿qué está haciendo? —siseó, sus brazos cayendo a sus
costados.
—Estoy incómoda.
—Yo también, pero no me ve moviéndome como un… un acto de circo —
dijo, escupiendo mechones sueltos de su cabello que se habían volado a su boca.
—Si desea saberlo —dijo entre dientes, retorciéndose un poco más, sólo
para molestarlo más—, ciertas partes de mi anatomía se han ido a dormir.
—Desearía tener ese problema —murmuró él.
Ella giró la cabeza para fulminarlo con la mirada y casi perdió el equilibro.
Sus brazos la volvieron a rodear, atrapándola.
—¿Qué se supone que significa? —exigió.
Su mandíbula se apretó, y evitó mirarla.
—No lo quiere saber. Quédese quieta, ¿bien?
Ella carraspeó y se dio la vuelta. Pero todo ese movimiento no alivió nada
de su inquietud y provocó que se le acalambrara la pierna derecha. Suspirando,
se agarró del borrén delantero para equilibrarse y giró su pierna derecha para
juntarla a la otra con la esperanza de terminar su agonía.
Montford soltó un gemido y se apartó el cabello de ella del rostro. Ella
ahora estaba montando estilo amazona, la mitad de frente a él. Apretó los dientes,
pareciendo completamente miserable.
—¿Va a detenerse? —susurró. Se apartó el cabello de ella nuevamente del
rostro.
—Tenía un calambre.
Acomodó el trasero más equitativamente en la silla de montar para que ya
no estuviera más sentada en sus muslos, sino más bien entre medio de ellos, su
costado apoyado contra el frente de él. Él soltó un sonido ahogado.
—Allí. ¿Mejor?
Parecía desconsolado.
—No, no es mejor. Es peor, mucho peor.
—Bueno, lo siento. Pero tendrá que acostumbrarse —dijo, mirando hacia
adelante en una desestimación altiva—. Sólo quedan unos pocos kilómetros más.
Él se quedó callado, aunque pudo sentirlo respirando pesadamente contra
su oreja izquierda.
El viento sopló de nuevo, llevando su cabello suelto de regreso en el rostro
del duque. Lo recogió sobre su hombro derecho e intentó trenzarlo en una trenza
simple. Se quedó inmóvil cuando sintió algo húmedo y caliente contra su cuello.
Lo volvió a sentir, justo detrás de la oreja, y sus manos cayeron, piel de gallina
subiendo por su espalda.
—Astrid… —Era Montford. O mejor dicho, la boca de Montford, besando
su cuello desnudo, la columna de su garganta, su oreja.
—¿Qué está…? ¡Oh! ¡Oh! —Sus palabras se ahogaron cuando sintió la
lengua de Montford trazar el contorno de su oreja, luego meterse, enviando
escalofríos bajando por su espalda y calor hacia su centro. Inconscientemente,
arqueó el cuello, exponiendo más de éste a su lengua escrutadora.
—No podía… soportarlo… un momento más… —consiguió decir entre
lamidas a su garganta.
Una de sus manos soltó la rienda y se amoldó contra el seno de Astrid, y
su cuerpo reaccionó como si estuviera prendido en fuego. Cada punto de
contacto con el cuerpo de él chisporroteaba. Llevó su mano de su seno a su
cabello, al costado de su mandíbula, girando su cabeza hacia él.
Ella lo miró con incredulidad. Este era un giro inesperado de los eventos,
si alguna vez hubo uno, pero fue incapaz de detenerlo. Él parecía dolorido y tan
confundido como ella. Su respiración era superficial, sus ojos vidriosos, su cuerpo
tenso.
—Estamos en un caballo, Montford —dijo ella tontamente.
No se molestó en responder. Su brazo se apretó en torno a ella, y su boca
se cerró sobre la de ella. La besó una, dos veces, y su cuerpo se derritió en su
contra. Ella abrió la boca para decir algo más, pero él atrapó su labio inferior entre
sus dientes, tirando de éste. Su lengua se lanzó dentro, saboreándola, y él gimió,
su mano regresando a su seno, apretándolo entre sus dedos.
Ella llevó su mano a su rostro y trazó su mandíbula con los dedos, bajando
por la longitud del cuello, y sobre los duros músculos de su pecho. Se había
olvidado de sus anteriores discusiones consigo misma para evitar la tentación. Se
había olvidado que estaban encima de un caballo, aunque éste siguió avanzando,
ajeno a sus pasajeros. De hecho, era afortunada de poder acordarse de su nombre,
pero se debía a que él seguía pronunciándolo una y otra vez entre besos.
Su mano bajó por su costado, sobre la redondez de la cadera, luego
alrededor, hacia la uve entre sus piernas, aferrándola allí, haciéndola arder. Ella
jadeó y casi salta fuera de la montura con las caderas, su cabeza cayendo hacia
atrás contra su hombro.
Él soltó la otra rienda, olvidándose por completo del caballo, y agarró su
mano llevándola a su pecho, bajándola por su parte delantera, sobre los músculos
tensos de su abdomen, luego más bajo todavía, al bulto en la parte delantera de
sus pantalones. Éste estaba caliente, duro y estremeciéndose con vida propia. La
mano de Astrid voló lejos, pero él la atrapó, llevándola de vuelta hacia él,
presionándola contra su sólida longitud, urgiéndola a bajar y subir.
Él hizo un profundo sonido de ahogo en su garganta, y puso sus labios
cálidos contra su oreja.
—Tóqueme, sí… ¡Dios! —Jadeó cuando ella lo acarició a través de sus
pantalones con su mano temblorosa. Ella estaba hipnotizada, asustada, del poder
que sentía en él. Movió sus caderas, empujándose más plenamente en su mano.
Sintió a sus dedos vagar por su pierna debajo de sus faldas, por encima
del tejido de sus calzones, buscando su calidez. Sus dedos encontraron el interior
de su muslo, luego bordearon más alto, y luego más. Gritó cuando una chispa de
calor rebotó a través de ella cuando la acarició de una manera que nunca había
imaginado posible. En alguna parte en el fondo de su mente, supo que lo que él
estaba haciendo estaba mal, pero no podía importarle en ese momento. Se sentía
perversamente delicioso.
Él encontró un lugar mágico con su pulgar, frotándolo hasta que ella
estaba temblando en sus brazos. Luchó por respirar, ahogándose en la sensación.
Estaba caliente por todas partes e inquieta, una sensación hasta ahora insondable
creciente entre sus piernas, buscando una liberación. Entonces de alguna manera,
él la movió, abriéndole más las piernas, y ella tuvo que aferrarse a las solapas
harapientas de su chaqueta con ambas manos para anclarse a sí misma, temerosa
de que, si no lo hacía, se iría volando. Él bajó la cabeza, su boca buscando la
delicada piel por encima de su corsé, lamiendo, pellizcando la piel entre sus
dientes.
—Se sientes tan bien —murmuró—. La deseo tanto.
La acarició con más fuerza, más rápido, y la sensación de ingravidez
aumentó, el dolor volviéndose casi insoportable. Se tensó contra su mano,
buscando un final para la exquisita tortura, sin saber cómo hacer que se disipara.
—Siéntame —la urgió en un ronco susurro—. Tóqueme. Sienta cuánto la
deseo.
Su mano estaba temblando, pero la volvió a bajar, sintió la longitud dura
como roca de él. Ella no sabía qué hacer. Todo lo que pudo conseguir fue
presionar su mano contra él, pero pareció ser suficiente. Él jadeó en contra de su
garganta, y empujó su muslo.
Ella sintió una sacudida de placer líquido ardiendo a través de su vientre.
Su visión se hizo borrosa, su cuerpo se estremeció, mientras ola tras ola de éxtasis
se disparaba desde sus entrañas a la punta de sus dedos y pies. Gritó maravillada.
La agarró con fuerza contra él y apretó su cuerpo contra su muslo. Ella
sintió su dureza hincharse bajo su mano y un calor húmedo filtrarse a través de
la tela de sus pantalones. Toda la tensión furiosa en su cuerpo pareció
abandonarlo, un gemido gutural se abrió paso a través de su garganta, y se
desplomó hacia adelante, su cabeza enterrada en la curva de su cuello, sus
pulmones tomando aire con irregular ineficiencia.
Astrid se sentía parecida a la consistencia de la mantequilla a medio
derretir. A él no parecía estar yéndole mejor, su mano cayendo lejos de ella, y
ambos brazos cayendo a sus costados.
Ella regresó al mundo con lentitud, su visión reenfocándose, su mente
dando vueltas.
¿Qué había pasado?
No estaba muy segura, pero nunca se había sentido tan poderosa, su
hambre olvidada, los dolores y molestias de los últimos días completamente
olvidados. Su cuerpo estaba ardiendo, todavía estremeciéndose con las réplicas
de placer.
Tenía miles de preguntas que hacerle (¿qué había hecho? ¿Qué quería
decir todo esto?) pero no pudo pronunciar palabra. En alguna parte del camino,
sus emociones se habían visto comprometidas de una manera nueva e
inquietante. Él ya no era simplemente el duque sin corazón empeñado en
aplastarla a su voluntad, si alguna vez lo había sido. Él era el hombre idealista
que no podía dejar que diferentes comidas se tocaran en su plato, y que correría
borracho en una carrera porque ella lo desafió. El hombre que era un verdadero
diccionario de poemas chistosos y subidos de tono. El hombre que casi había
muerto por intentar rescatarla. El hombre que la besó hasta dejarla sin sentido
porque parecía no poder evitarlo. El hombre que una vez había usado la seda
más fina, pero ahora estaba reducido a una chaqueta comida por las polillas, que
no le cabía y que lo hacía parecer un espantapájaros.
Pero era su espantapájaros.
Y tenía el poder para lastimarla más que nadie en el mundo.
¿Por qué? ¿Cómo podía estar tan seguro al respecto? Lo había conocido
por apenas una semana, así que difícilmente parecía probable que estuviera tan
segura de algo concerniente a Montford. Pero había sido una semana muy, muy
larga.
Compartían una atracción física, sí, pero era más profundo. Había
conocido a hombres apuestos antes, pero ni siquiera pensaría en dejar que uno la
tocara como Montford había hecho. Con él, no hubo pensamiento involucrado.
No podía dejar que no la tocara. Su voluntad demandaba que respondiera.
Incluso ahora ansiaba más de él. Él había despertado algo en su interior, y no iba
a desaparecer hasta que fuera alimentado una y otra vez. Por él. Sólo él.
Se había enamorado de él.
Fue como un golpe a las entrañas, dejándola sin aire en los pulmones.
¿Qué más podría ser esta extraña enfermedad de ella, excepto la
irracionalidad del amor? Ciertamente no había nada fácil ni alegre en absoluto
acerca de estar enamorado. Los poetas habían mentido. Era una tortura. Una
pesadilla entera. ¿Cómo podía haber sido tan tonta como para enamorarse de
Montford, de todas las personas?
Había terminado. Absolutamente.
Entonces sintió la cabeza de Montford empujar delicadamente su cuello
por detrás, y el corazón le dio un vuelco. Sabía que con el tiempo tendría que
mirarlo, pero no ahora, no todavía. Y si pensaba que iba a… otra vez…
¿Acaso no tenía ningún autocontrol?
Pero entonces, de repente él ya no la estaba empujando. Ni siquiera estaba
detrás de ella. Era como si se hubiera desvanecido en el aire.
Oyó un ruido sordo.
El caballo siguió adelante galopando, las riendas arrastrándose en el polvo
del camino. Se dio la vuelta en la silla y buscó a Montford. Lo vio tirado en la vía
a varios metros detrás de ellos. Estaba inmóvil, muy inmóvil. ¿Qué diablos había
sucedido ahora?
Se las arregló para detener el caballo y saltó de la silla.
—¡Montford! —exclamó. Cayó en el suelo junto a él y se apoderó de sus
hombros.
Él dejó escapar un grito de dolor, se apartó, y aferró su hombro donde ella
lo había agarrado.
—¿Qué pasó? ¿Está bien?
—Estoy bien —dijo él, apoyando su peso sobre sus codos, pareciendo
aturdido. Finalmente, la miró a los ojos—. Me quedé dormido —dijo indefenso.
Ella se quedó mirando su rostro cubierto de polvo. Parecía que había sido
golpeado por un saco de harina.
—Le juro que si me caigo de un caballo una vez más —dijo él, tratando de
limpiar la arena de su boca—. Voy a… maldita sea, ¡no sé lo que voy a hacer! —
terminó. Golpeó los puños en la suciedad de la carretera como un niño
malhumorado.
—¿Se quedó dormido?
—He tenido unos días difíciles.
—Se quedó dormido después… después de… —Ella ni siquiera pudo
completar ese pensamiento, porque ni siquiera tenía idea de cómo llamar lo que
había pasado entre ellos sólo momentos antes.
Él se sonrojó a través de la suciedad en su rostro, obviamente recordando
lo mismo.
—Astrid…
Ella le dio un puñetazo en el hombro herido. Duro.
Su boca tembló, y por un momento horrible, tuvo miedo de que fuera a
estallar en lágrimas. Pero entonces hizo algo aún peor. Él se echó a reír, como la
horrible criatura miserable que era. Sus hombros se sacudieron de diversión, y se
echó hacia atrás en el camino, riendo como una colegiala.
—No es divertido —insistió ella, las comisuras de su boca temblando.
—Sí, lo es —dijo, secándose las lágrimas de sus ojos.
Y porque no pudo evitarlo, se encontró riendo junto a él, riendo tan fuerte
que lágrimas cayeron de sus ojos. Estaba conmocionada. No había otra
explicación para ello.
Fue un largo, largo tiempo después que cualquiera de sus corduras
regresara. Los músculos de su estómago estaban adoloridos de tanto reír, su
garganta rasposa. Se secó las últimas de sus lágrimas y bajó la mirada hacia él. Se
había quedado quieto, observándola con una expresión pensativa.
Se puso en guardia. El momento ahora amenazaba con dirigirse a la
torpeza. O peor aún: Seriedad. No tenía la menor intención de mencionar lo que
había pasado encima del caballo nunca más.
Miró por la carretera para localizar el caballo. Estaba en la maleza
mascando hierba, como se había convertido en su hábito cuando sus jinetes
hacían algo tonto, y les arrojaba miradas amonestadas en su dirección entre
bocado y bocado.
—¿Sabe, he reído más en los últimos dos días que en años? —dijo él de
repente.
Se volvió hacia él, aturdida.
—Nervios.
—Tiene que ser eso —murmuró, todavía estudiándola tan severamente—
. Astrid, yo…
Le interrumpió al ponerse de pie y sosteniendo su mano para ayudarlo a
levantarse.
—No estamos muy lejos ahora —instó—. Vamos. —No quería escuchar lo
que podría decir a continuación. Él se sentó, miró hacia abajo en su palma, luego
de vuelta a su rostro. Sus ojos plateados se habían tornado opacos. Una mala
señal.
En un instante, agarró su mano y tiró de ella entre sus brazos y la besó con
locura.
Como era habitual cuando ocurría tal cosa, ella inmediatamente perdió
toda su determinación y se fundió en su abrazo, entrelazando sus manos
alrededor de su cuello y poniéndose más cerca. Él retrocedió contra la carretera,
ahuecando su rostro con sus manos mientras sus labios exploraban su frente,
mejillas, nariz, incluso sus párpados. Y a pesar de que era apasionado, fue tierno
en esta ocasión, como lo había sido esa noche en el jardín, que ahora parecía hace
otra vida. Y no hizo nada más que besarla, una y otra vez.
Era más agitación para su espíritu que todas las otras veces que la había
tocado.
Su estúpido corazón rebelde no tenía ninguna oportunidad. Estaba
enamorada, maldita sea. Y no había contemplaciones para su gusto.
—Podría besarla por una eternidad, Astrid Honeywell —murmuró contra
sus labios.
—Y yo podría dejarle. —Ahí estaba. Lo había admitido.
Ella sintió la sonrisa de sus labios. Sus dedos hundiéndose en su cabello.
—Bien.
—No está bien. En realidad, deberíamos parar —dijo. Era una sugerencia
a medias.
Él no la tomó. Aferró su boca con la suya, enviciándola con su calor.
—Bruja. —Suspiró.
—Idiota.
Él rio entre dientes, le hizo volver la cabeza entre sus manos, y asomó la
lengua en su oreja. Ella suspiró con deleite. Le gustaba su lengua, precisamente
donde estaba.
Estaban tan perdidos al mundo que no supieron que ya no estaban solos
hasta que alguien aclaró su garganta.
Astrid levantó la cabeza con gran renuencia y vio a dos jinetes
sorprendidos frente a ellos. Ella se congeló y se puso de pie.
Montford hizo lo mismo, agarrándola por el brazo y empujándola detrás
de él, para protegerla de ataques.
Se recompuso lo suficiente para estudiar a los intrusos, ambos siendo
extraños para ella, pero bastante notables. El de la izquierda era más que notable:
Era desagradable. Era el hombre más hermoso que había visto nunca, delgado,
oscuro y de aspecto un poco extranjero, con impresionantes ojos azules. Como
para hacer burla a su belleza, llevaba un chaleco de seda rosa escandaloso, encajes
derramándose fuera de su cuello y mangas, y una profusión de joyas incrustadas
en sus dedos. Sus ojos estaban muy abiertos, traicionando su sorpresa, pero su
hermoso rostro era de otro modo ilegible, salvo por una pequeña sonrisa astuta
curvando las comisuras de sus labios.
El otro hombre, no menos intimidante que el otro, estaba vestido como…
bueno, no estaba muy segura de cómo estaba vestido. Parecía estar vestido con
su bata de dormir. No era tan guapo como su compañero, ¿quién era?, pero
habría sido la mitad de atractivo, salvo por la excesiva disipación que parecía
flotar alrededor de su barbilla y estómago. Sus ojos eran oscuros y para el
momento casi sobresaliendo fuera de sus órbitas. Un cigarrillo delgado colgaba
entre sus labios, que estaban entreabiertos de asombro.
El cigarrillo cayó, olvidado por completo, a la carretera.
—¿Monty? —preguntó el hombre corpulento con voz quejumbrosa.
Montford gimió y levantó la mirada hacia el cielo, como si quisiera que se
abriera y se lo tragara entero.
—¿Qué están haciendo ustedes aquí? —exigió Montford a los dos idiotas
montados frente a él.
Marlowe no pudo decir nada más. Parecía demasiado aturdido. Los ojos
de Sherbrook brillaban con diversión entre Montford y Astrid
—¿Qué estás haciendo tú?
—Nada que te importe. Y yo pregunté primero —gruñó él.
Sherbrook chasqueó la lengua y entrecerró sus ojos inteligentes.
—¿No vas a presentarnos? —inquirió Sherbrook sedosamente, sonriendo
a Astrid.
La sangre de Montford hirvió. ¿¡Cómo se atrevía el muy patán a sonreírle!?
Trató de meter a Astrid aún más detrás de él, pero ella se lo quitó de encima y
dio un paso al lado de él.
—Sí, Monty, ¿no va a presentarnos?
—No.
Sherbrook arqueó una ceja y, haciendo caso omiso de la mirada fulminante
de Montford, se volvió a Astrid.
—Sebastian Sherbrook, a su servicio. Y mi colega es el estimado vizconde
Marlowe. ¿Usted es…?
—Astrid Honeywell.
—Ah. Honeywell. —La mirada de Sherbrook se posó en Montford, y
entonces intercambió una mirada de complicidad con Marlowe—. Qué bueno
conocerla, señorita Honeywell. Somos amigos de Montford, de Londres.
—Ya veo.
Marlowe no pudo contenerse por más tiempo.
—Dios mío, Montford, ¿qué diablos está pasando? Hemos estado
buscándote por todas partes. ¡Estábamos muy preocupados!
—Estoy seguro que lo estaban —dijo entre dientes.
—¿Y bien? —insistió Marlowe.
—¿Y bien qué?
—¿Qué diablos está pasando?
—Nada que les…
Astrid puso los ojos en blanco y se paró delante de él.
—Fui secuestrada por un lunático. Le disparó a mi conductor y trató de
llevarme a Gretna Green. Montford vino en mi auxilio. Ahora estamos de camino
de regreso a Rylestone Hall.
—¡¿Qué?! —chilló Marlowe.
—De hecho —respondió Sherbrook conversacional—. Suena
perfectamente emocionante.
—Emocionante no es la palabra que yo usaría —espetó Montford—. Y hay
un poco más en la historia que eso.
—¡Ya lo creo! —exclamó Marlowe, dando a Astrid una mirada
significativa.
Astrid se sonrojó, así como él. Sherbrook y Marlowe habían escogido el
momento más inoportuno para aparecer. Pero, bueno, estaban en la vía pública,
y él debería haber sabido que no era correcto recostarse por ahí besando a Astrid
Honeywell.
—Ahora, ¿qué están haciendo ustedes aquí? —preguntó con brusquedad.
Sherbrook sonrió.
—Salvar tu pellejo. Aunque tal vez el punto es discutible. Debo decir que
estoy completamente confundido. —Se aclaró la garganta—. Hemos venido para
advertirte. Elaine está preñada otra vez.
—¡Sherry, por favor! Cuida el lenguaje —exhaló Marlowe, pareciendo
dolido.
—¿Vinieron todo el camino hasta aquí para decirme que la condesa está
encinta? —rugió Montford.
—¿Quién está encinta? —exigió Astrid.
—Mi hermana —explicó Marlowe.
—Ah, ya veo —dijo ella, aunque estaba claro que no lo hacía.
—El resumen es que, ella tergiversó su pequeña solicitud ante mi querida
lady Aunt —continuó Sherbrook con repulsión obvia—. Y ella le ha metido en la
cabeza viajar hasta aquí. Con su hermana. Ya están en Rylestone Hall, esperando
su retorno.
Le tomó un momento asimilar la noticia. Cuando lo hizo, sintió como si
alguien hubiera dejado caer una piedra en su cabeza. Se había olvidado que
existían éstas personas. ¡Y Araminta!
Esta era la guinda del pastel de la semana más desastrosa de su vida.
—¿Qué? —dijo estúpidamente, con una voz que se quebró.
Los labios de Sherbrook se tensaron con impaciencia.
—Lady Katherine y lady Araminta. Están en Rylestone Hall —repitió.
—¿Quién es lady Katherine? —demandó Astrid—. ¿Y quién es lady
Araminta?
Sherbrook abrió la boca para contestar, pero se lo pensó mejor. Se quedó
mirando a Montford con una ceja levantada.
Astrid se volvió a Montford.
—¿Quiénes son?
No podía mirarla. Observó por encima de su cabeza, porque era un
cobarde.
—Lady Araminta es mi prometida. —Fueron las palabras más duras que
jamás había pronunciado.
Astrid se quedó en silencio por un largo tiempo. Finalmente reunió el
coraje para mirarla al rostro y deseó no haberlo hecho. Ella se veía cenicienta, y
toda la luz había desaparecido de sus ojos desiguales.
—Oh —dijo ella, en voz muy baja.
—La boda es en una semana. Al parecer —añadió Marlowe, inútilmente.
—Gracias, Marlowe —espetó Montford, sin apartar los ojos del rostro de
Astrid. No podía leer nada en su expresión más allá de sus pálidas mejillas, y su
mandíbula apretada. ¿En qué estaba pensando? ¿Sintiendo?
Y ¿qué estaba sintiendo él?
Nada. Estaba completamente entumecido.
Astrid le dio la espalda y comenzó a caminar hacia el caballo.
—Entonces deberíamos volver. Y ponernos presentables para nuestros
invitados. —Con una tiesa dignidad, Astrid montó el caballo a horcajadas y partió
por el camino.
Él la vio marcharse, su corazón encogiéndose cuanto más se alejaba de él.
—Bueno, podrías haberle dicho acerca de tu novia antes de besarla en
medio del camino —comentó Marlowe secamente.
Montford miró a sus dos pronto-a-ser-ex-amigos. Sherbrook se veía por
partes iguales entretenido y preocupado. Marlowe parecía indignado. Al parecer,
él se había tomado para sí el trabajo de ofenderse en nombre de Astrid. ¿Cuándo
ese había desarrollado compasión?
—Parece que te toca caminar de vuelta, viejo amigo —dijo Sherbrook
arrastrando las palabras.
Marlowe resopló.
—Y no es menos de lo que merece. En serio, Monty. No sé lo que te pasa.
Pero ni siquiera ultrajaría a una moza en el medio del Camino Real. Es
simplemente terrible.
—¡No estaba ultrajándola!
Ninguno le creyó.
—Y si alguna vez hablas de ella en tales términos otra vez, voy a arrancarte
la lengua y metértela por el culo —gruñó.
Los ojos de Marlowe se abrieron como platos, y lanzó una mirada a
Sherbrook. Compartieron una sonrisa privada que le hizo a Montford hervir la
sangre, y volvieron sus caballos de nuevo a Rylestone. Sin él.
—No trates de alcanzarnos, querido muchacho —gritó Sherbrook por
encima del hombro—. Y despediría a tu sastre si fuera tú. Te ves horrible.
Se quedó mirando sus espaldas hasta que se perdieron de vista, luego se
sentó en la carretera y pasó los siguientes minutos esperando ser golpeado por
un carruaje fuera de control.
VEINTICUATRO
Cuando Rylestone Hall se va a los cerdos
Traducido por Nelshia, Apolineah, SoleMary y âmenoire
Corregido por Flochi
A
strid arrojó las riendas de su caballo robado a manos de Mick y
se dirigió hacia la entrada trasera del castillo, haciendo caso
omiso de la conmoción en el rostro de su mozo de cuadra a la
vista de ella. No tenía tiempo para explicaciones y ni pensar en nada más que en
llegar a su habitación sin más incidentes.
Estaba a unos dos segundos de romper a llorar.
Era el agotamiento, y la emoción de al fin estar en casa. No tenía nada que
ver con Montford. O sus dos amigos bribones. O las dos damas con título que
sitiaban el castillo.
Casi lloró, de hecho, cuando la puerta de la cocina se abrió y Ant y Art
salieron al patio, llamándola, sus propios pequeños ojos húmedos de lágrimas.
Su corazón tiró violentamente cuando las recogió en sus brazos y las mantuvo
cerca mientras ellas alternativamente sollozaban y exigían saber dónde había
estado todo este tiempo. No podía explicarlo, y no podía dejarles ver su
derrumbe, así que sofocó sus lágrimas y les dio unas palmaditas en la cabeza.
—No se preocupen, estoy aquí ahora, y nunca las voy a dejar de nuevo.
—Han pasado tantas cosas, Astrid —dijo Ant.
Art asintió solemnemente.
—El viejo cuervo ha estado aquí.
—¿La tía Emily? —preguntó ella, enderezándose. Esto no era bueno.
Flora salió apresurándose de la puerta de al lado, pareciendo aliviada de
verla, pero también completamente angustiada.
—¿Dónde ha estado? —exigió Flora—. Parece en buen estado. Hemos
estado muy preocupados. ¿Y dónde están Charlie y él?
—Te lo explicaré todo más tarde. He oído que tenemos invitados.
—Eso no es la mitad de ello. Nuestro Roddy está en el salón ahora tratando
de solucionarlo.
¿Roddy?
—¿Dónde está Alice?
La expresión de Flora se ensombreció, y Astrid comenzó a entrar en pánico
en serio.
—Se lo diré poco a poco. —Miró a Astrid de arriba a abajo, y luego negó
con la cabeza—. Será mejor que le llevemos arriba y la limpiemos.
Astrid asintió y dio instrucciones a Art y Ant para ayudar a las criadas a
llevar algunos cubos de agua a su habitación. Ella iba a necesitar todo el
contenido del pozo para restregarse la mugre de encima. Luego siguió a Flora al
interior y hasta la escalera de servicio a su habitación.
Flora comenzó a ayudar a quitarse la ropa y exigió un recuento a Astrid
de su paradero los últimos dos días. Ella dio uno en forma abreviada, para el
creciente horror de Flora.
Al final del mismo, todo lo que Flora pudo decir fue:
—¡Caramba! —Con los ojos muy abiertos, sus manos retorciendo el abrigo
arruinado de Astrid.
—Ciertamente —estuvo de acuerdo Astrid.
—¡Oh, señorita Astrid! Ese bastardo no le hizo nada, ¿verdad? —exclamó
Flora, aferrándola de la mano y estudiando su rostro.
—No, me zarandeó un poco, pero nada más. Montford llegó justo a
tiempo.
—¡Aye, eso es bueno! —dijo Flora, con sus hombros caídos con alivio—.
Nada menos de lo que debería. ¿Y dónde está él?
—Espero que arribe dentro de poco —dijo con frialdad, sin querer pensar
sobre el paradero del duque en el momento o nunca más. ¡Prometida en realidad!
Ella quería tirar las botas al otro lado de la habitación, pero se contuvo y
se limitó a patearlas debajo de su cama.
—¿Y nadie tenía idea de lo que me pasó? —Ella estaba casi decepcionada.
Por supuesto, no quería que el revuelo se hubiera incrementado. Mientras menos
personas supieran de su desaparición, mejor. Pero alguien, al menos, podría haber
mostrado un poco de preocupación.
Flora negó y ayudó a Astrid a salir de su vestido, su nariz se elevó ante el
estado del mismo.
—Ninguno, señorita Astrid. En el momento en que nos dimos cuenta que
no estaba volviendo a casa tampoco, ya estábamos en un diezmador aquí, en la
sala.
—¿Qué quieres decir?
—Es la señorita Alice. Ella y ese primo sinvergüenza suyo huyeron juntos
el día después de la fiesta, con destino a Escocia. —Flora hizo una pausa—.
Sorprende que no los encontraran en el camino.
Astrid tuvo que sentarse. Le dolía la cabeza.
—Repite lo que acabas de decir.
Flora respiró antes de comenzar.
—La señorita Alice y sir Wesley han ido a Escocia para casarse. Ella dejó
una nota y todo. Su tía está de un humor raro, ha estado aquí gritando órdenes.
Envió al pobre señor McConnell tras ellos, y una buena parte de sus hombres.
Así que ya ve, para el momento que me di cuenta que no había regresado de
Hawes con Charlie o el duque, entonces no había nadie para enviar a ver lo que
la estaba reteniendo. Pero me imaginé que usted estaba en buenas manos, con
Charlie y él por compañía. No aposte que fuera manoseada por ese bastardo de
Lightfoot. Perdone mi francés, señorita Astrid.
Astrid se quedó estupefacta. Su hermana se había fugado, la casa estaba
alborotada debido a la histeria de la tía Emily, y ella había sido pasada por alto
por completo. Tendría que haber sido algo feliz. Alice y Wesley finalmente
habían vuelto a sus sentidos. Sólo esperaba que lograran llegar a Gretna antes
que la tía Emily se encontrara con ellos. Y el tiempo de Alice había sido
impecable. Nadie se había preocupado por dónde estaba Astrid por el caos. La
fuga de Alice era lo suficientemente escandalosa. Si alguien se enterara de lo que
le había sucedido a ella, estaría arruinada, y también lo estarían sus hermanas.
Pero aun así, a nadie le había importado lo suficiente como para preocuparse
por ella. Se sentía terriblemente sola.
De repente, una sospecha horrible se le ocurrió.
—¿Cómo sabías que el duque estaba conmigo?
—¿A qué se refiere? ¡Me lo acaba de decir! —gritó Flora, su rostro
sonrojándose. Ella se quedó mirando el vestido que sostenía apretado entre sus
dedos, como reacia a tocar la suciedad del mismo, a continuación, se acercó al
fuego y lo tiró en la parte superior.
—No. Dijiste que no te preocupaste por mí porque sabías que Charlie y
Montford estaban conmigo.
Flora sacó la bañera de asiento de porcelana de un armario, y luego se
ocupó en ir a buscar un trozo de toalla de un armario, evitando los ojos de Astrid.
—Bueno, eh, no lo hice. Sólo una especie… lo supuse.
—¿Lo hiciste?
Flora se dio la vuelta y se mordió el labio inferior.
—¡Oh, señorita Astrid! Lo confieso. Fuimos Roddy, el conductor de él y yo
quienes lo pusimos en esa cama de la carreta. Era una broma, lo juro. Y luego,
cuando usted no volvió, sólo asumí que era porque usted y él estaban… —se
aclaró la garganta—… llegando a un acuerdo.
Ella debería haber estado furiosa con Flora por tal presunción. Casi le gritó
a su doncella, pero la puerta se abrió, y Ant, Art y dos criadas de la cocina
entraron y llenaron la bañera con sus cubos de agua. Para el momento que se
fueron, la ira de Astrid se había disipado, y solo se rio. Era eso o llorar, y no se
iba a convertir en una olla de riego en esta hora crítica.
Flora la miró como si hubiera perdido la razón, lo que probablemente
pasó.
—Bueno, no importa tus intenciones, estoy muy agradecida de que
pusieras al duque en la carreta. No habría tenido ninguna posibilidad de escapar
de Lightfoot de lo contrario.
Flora sonrió en comprensión, luego ayudó a Astrid a entrar a la bañera.
El agua estaba fría. No había tenido tiempo para preocuparse por el
calentamiento de la misma. Pero, a pesar de su temperatura, se sentía maravillosa
para fregar la arena y la suciedad de su piel de tres días y oler el limpio jabón de
lavanda mientras Flora enjabonaba su cabello.
Durante unos minutos, quería olvidar el caos que la rodeaba y relajarse.
No había estado en una fiesta con Montford después de todo. Pero parecía que
las circunstancias en Rylestone no iban a darle un momento de paz. Tendría que
enfrentarse a esas damas de Londres, aunque no sabía cómo iba a soportar ver a
esta persona Araminta.
Durante todo este tiempo, él había estado comprometido para casarse con
otra mujer, y nunca había pronunciado una palabra al respecto. ¡El canalla!
A pesar de que no le había hecho ninguna promesa a ella, y, de hecho, ella
no había deseado ninguna promesa de él, estaba devastada, y se odiaba a sí
misma por sentirse devastada. Le hizo una tonta. Y débil.
Suspiró y apoyó la cabeza en el borde de la bañera.
—Será mejor que se apresure, señorita Astrid. Roddy, está en la planta baja
y tiene las manos llenas con nuestra tía Anabel, quien insistió en tomar el té con
las señoras. Ella estaba contando su historia sobre ese marinero francés suyo la
última vez que la comprobé.
Astrid gimió.
—¡No el marinero francés! —Esa historia había hecho una vez llorar al
vicario. Y Astrid sospechaba que iba a sorprender incluso la mente lasciva del
autor de Le Chevalier L'Amour. Pero el daño estaba hecho—. Sólo unos minutos
más, Flora. Estoy bastante agotada.
—Aye, sin duda, lo está —dijo Flora, peinando el cabello mojado de
Astrid—. Y no quiero entrometerme, pero estaba diciendo que no llegó a ningún
acuerdo con él.
Astrid aferró la bañera y se volvió a Flora, el rostro en llamas.
—¡Flora!
Flora se encogió de hombros y sonrió.
—Sólo pensé en preguntar. ¿No… eh, ya sabe… expresó su aprecio por él
ya que pasó por todo ese trabajo para rescatarla?
—¡No! —mintió—. ¿Cómo puedes pensar…?
—Fue muy aficionada a ellos, en el jardín.
—¡Flora! ¡Estabas espiándonos!
Flora tuvo la decencia de parecer avergonzada por medio segundo.
—¡Bueno, esto es simplemente maravilloso! ¡No! No tengo ningún acuerdo
con Montford. Aparte de una aversión mutua.
Flora frunció los labios, no del todo convencida
—Además —dijo Astrid, arrastrándose de la bañera y agarrando su
toalla—, él está a punto de casarse.
—¡No! —exclamó Flora.
—Sí. En una semana. Con una de esas refinadas damas de Londres
escaleras abajo.
—¡Oh, señorita Astrid! —exclamó Flora con simpatía.
—Y no me importa. Ni un poco. Cuanto más pronto esté fuera de mi vida,
mejor.
Y con eso, mandó a Flora a su armario para traer su mejor vestido. Luego
lo pensó mejor y abrió el cajón conteniendo sus pantalones. No iba a hacer esto
fácil para nadie.
M
ontford abandonó a los invitados para seguir a Astrid. Divisó
su rojo cabello desapareciendo por las puertas corredizas en el
salón. Lo siguió hasta afuera, a través de los jardines y al patio
de las caballerizas. Se estaba soltando sus broches, volando sobre sus hombros
como una bandera en el viento. No podía verle el rostro, pero sabía por la forma
en que ella caminaba a grandes pasos en sus pantalones de muchacho,
chapoteando en los charcos, las manos apretadas a los costados (y la forma en
que los sirvientes se apresuraban a salir de su camino con los ojos completamente
abiertos) que estaba absolutamente enojada.
También él. Aunque si alguien le preguntaba la razón, no la podría haber
explicado él mismo. Sólo sabía que estaba enfadado, y que tenía que ver con el
cerdo. Y esa horrible baronesa. Y Alice Honeywell y sir Wesley, por dejar a Astrid
atrás para hacer frente a las consecuencias de su imprudencia. Y consigo mismo
por preocuparse tanto.
Y más que nunca, estaba enfadado con Astrid, porque ella estaba enojada
con él. O dolida. O lo que fuera que la hubiera hecho ser tan horrible con las
hermanas Carlisle. Él nunca le había hecho ninguna promesa o declaraciones. No
tenía derecho a actuar como una… una…
Bueno, una boba. Una cabeza de chorlito en las líneas de Araminta. ¿Qué
diablos le pasaba?
―¡Astrid! ―llamó, tropezando con un cubo, salpicando barro por todas
partes sobre sus pantalones limpios. Maldita sea.
Ella ni siquiera se volvió. Apretó el paso y desapareció en el interior de los
establos. Unos segundos más tarde, Mick, Newcomb y unos pocos otros
ayudantes se apresuraron a salir, mirando detrás de ellos como si fueran
perseguidos por el diablo.
18
La Caza, La Captura y La Peluca.
Newcomb casi chocó con Montford. Se quitó la gorra de la cabeza y se
inclinó profundamente, tirando de sus compañeros con él.
―¡Su gracia! Ella está al fondo, señor, ensillando.
Él se detuvo y le frunció el ceño al montón.
―Ese abominable cerdo está suelto en el castillo.
Newcomb hizo una mueca.
―Sí, vi el ganado de su majestad en el frente.
―No lady Emily. Petunia ―gruñó―. Ahora vayan a ayudarles a solucionar
el problema antes de que todo el lugar se derrumbe.
Newcomb y los demás obedecieron a regañadientes.
Montford entró a grandes pasos a las caballerizas, más allá de su arruinado
carruaje, y pasando varios puestos vacíos hasta que llegó a uno con la puerta
abierta. Metió la cabeza en el interior y vio a Astrid lanzando una silla de montar
encima de su yegua, los pantalones tensos sobre su redondeado trasero, el cabello
fluyendo por su espalda como un ardiente y arremolinado río.
Una ráfaga de lujuria rebotó a través de su cuerpo, deteniéndolo en seco,
casi poniéndolo de rodillas. Se aferró al borde de la cabina y luchó por el control,
volviendo a afilar su ira.
―¿Dónde cree que va? ―preguntó con brusquedad.
Ella tiró las correas a través de sus hebillas con movimientos bruscos y
atrapó su mirada por encima del hombro.
―A cualquier lugar menos aquí. ―Se volvió hacia su trabajo―. Y espero
que usted y sus amigos se hayan ido cuando vuelva.
―No se librará de mí tan fácilmente. Además, el castillo es mío.
Ella se volvió hacia él, temblando de enojo.
―Bien. Entonces quédese aquí. Espero que disfrute compartirlo con
Petunia.
Ella comenzó a conducir su yegua fuera de la casilla, pero él se paró en
medio de la puerta, bloqueándole el camino.
―No puede simplemente irse. ¿Qué hay de sus hermanas? Maldición,
mujer. ¿A dónde va?
―Sólo salga de mi camino ―replicó ella, tomando su fusta apoyada contra
una pared y blandiéndola en su dirección.
―No se atrevería a golpearme con eso. ―Él soltó una carcajada con más
confianza de la que sentía.
―¿Ah, no? ¡Fuera de mi camino, o me veré obligada a hacer que salga de
mi camino!
―Pero esto es ridículo. Sus sentimientos están airados…
―No tiene idea de cuáles son mis sentimientos ―gruñó ella entre dientes.
―¡Está celosa! ―gritó él, comprendiéndola finalmente.
Los labios de ella se separaron, sus ojos se abrieron como platos.
―¡No, no lo estoy! ―respondió después de un interminable momento.
Él no pudo resistir una pequeña sonrisa de satisfacción.
―Sí, lo está. Está celosa de lady Araminta.
―¡Celosa! ¿De ese bloque de hielo cabeza hueca? No, para nada.
―¡Lo está!
Ella levantó la fusta más alto. Su ojo azul brilló como el hielo. Su ojo color
ámbar se llenó de fuego.
―No estoy celosa, idiota. Estoy enojada con usted por tocarme, y conmigo
misma por permitírselo. Usted podría haber tenido más honor y decirme que iba
a casarse en una semana.
―¿Habría hecho alguna diferencia?
Ella se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado. Una afirmación
estaba en la punta de su lengua, pero no podía decirla. Su rostro ardía, y apartó
la mirada de él.
―¿Qué clase de pregunta es esa? ―dijo en su lugar.
Era una evasión, y ambos lo sabían. Algo similar a la victoria, pero mucho
más dulce y más aterrador, floreció dentro de él, calentando hasta sus huesos.
Sabía con certeza en ese momento que Astrid sentía la misma irracional atracción
por él que él sentía por ella.
Le habría permitido besarla, tocarla, incluso si lo hubiera sabido. ¿Aún lo
haría?
Él debería volverse y huir de inmediato. No había nada bueno para él en
que supiera la respuesta a esa pregunta.
En cambio, avanzó más en la casilla. Ella se alejó de él, todavía sosteniendo
la fusta frente a ella en defensa propia. Él rodeó el otro lado del caballo y comenzó
a quitar la silla de montar, aunque sus manos temblaban tanto que apenas podía
sujetar el cuero.
―Pare ―exclamó ella. Entonces de hecho usó la fusta, la muy descarada.
La dejó caer sobre su espalda. Él pudo sentir su aguijón a través de la fina seda
de su chaqueta, cortándola en pedazos y hundiéndose en su carne.
Él inhaló el aliento en un siseo ante el ardor y se volvió hacia ella.
Ella había dejado caer la fusta a sus pies. Las manos le cubrían la boca, y
sus ojos de otro mundo estaban muy abiertos y llenos de lágrimas. Retrocedió
hacia la puerta.
―No quise hacer… ―tartamudeó, cruzando el umbral.
―Sí, lo quería ―dijo él, dejando al caballo en un estado de confusión y
siguiéndola fuera de la casilla. El golpe lo había sorprendido, y le causó un dolor
considerable. También había tenido el efecto más bien perverso de avivar su
lujuria por ella. Era una especie de horrible enfermedad, como una sed de alcohol
o una adicción a las cartas. No podía sacársela del sistema, y mientras peor lo
trataba, más la anhelaba.
Santo cielo misericordioso, estaba perdido. Porque, en el fondo sabía que
esto era más que mera lujuria. Cuando miraba a Astrid Honeywell, sabía que veía
el futuro. Su futuro. Y era tan aterrador como maravilloso.
―Bueno, probablemente lo merecía ―dijo ella, recuperando un poco de su
valor habitual.
Él le sonrió, lo cual pareció confundirla aún más. Su ceño se frunció, y se
mordió el labio inferior y miró a su alrededor en busca de alguna defensa. Pero
la única salida a los establos estaba detrás de él.
―Deje de mirarme así ―exigió.
―¿Así cómo? ―preguntó él con suavidad.
―¡Santo Dios, Montford, no lo golpeé tan duro! Y usted me llevó a hacerlo.
¿No puede ver que quiero que me dejen en paz? Si no lo ha notado, mi vida es
un caos. No gracias a usted.
―La salvé de un lunático.
Ella le lanzó una mirada fulminante.
―¡No estoy muy convencida de que usted esté más cuerdo que Lightfoot!
―¡Por supuesto que no! ―gritó él, abriendo los brazos―. ¡Mire lo que me
ha hecho! ¡Me ha vuelto loco!
Avanzó hacia ella a grandes pasos, y ella lo esquivó pasando detrás de una
mesa de trabajo llena de tachuelas.
―Tiene libre albedrio. No lo obligué a nada. Quizás usted quería un poco
de diversión. Dios sabe que la necesitaba, con todo su acicalamiento y orden
―dijo.
―¡Orden!
―¡Sí! He visto las cajas de rapé de la tía Anabel. Y la biblioteca. Se vuelve
loco cuando algo no está alineado o en orden. Está loco. Y tan hinchado de su
propia importancia que es probable que estalle. Nunca he visto a un hombre más
necesitado de una buena revol… ―Se interrumpió, el rostro escarlata, y rodeó la
esquina de la mesa, lejos de él.
―¿Necesitado de qué? ―instó él, aunque sabía exactamente lo que ella
había estado a punto de decir―. ¿Y cómo usted sabría algo acerca de estas cosas?
Ella lo miró, sorprendida.
―No tiene ni idea de lo que iba a decir.
―Oh, yo creo que sí.
Ella se irguió con altivez.
―Bueno, de todos modos eso es lo que dice Flora, y el resto de los
sirvientes. Y a partir de mi propia… experiencia, me atrevería a decir que es
correcto. Los hombres parecen encontrar… una cierta cantidad de… liberación
en el… acto.
―¿De revolcarse? ―persistió él.
―¡Usted dijo que sabía lo que quería decir!
―Oh, sé lo que quiere decir. Y creo que probablemente tiene razón. ―Él la
interrumpió antes de que pudiera pasar corriendo junto a él, cruzando los brazos
sobre el pecho y extendiendo sus piernas ampliamente. Se alzó sobre ella―. Lo
bueno es que me voy a casar en una semana ―dijo.
Ella le lanzó una mirada asesina, tomó un cepillo de la mesa y se lo lanzó.
Le golpeó el hombro y le hizo tambalearse hacia atrás unos pasos.
―¡Ay! ―gritó, frotándose la lesión―. ¿Es realmente necesario seguir
haciendo tales cosas?
―Usted me provoca.
―¿Yo la provoco? ¡Ja! ―Fue hacia ella, con los brazos extendidos. La
estrangularía. O la besaría. No había decidido qué quería más.
―¡Déjeme en paz, lunático! ―chilló ella, saltando sobre un banco,
intentando esconderse detrás de un fardo de heno.
―No puedo. Astrid, Araminta nunca significó nada para mí. Fue un
acuerdo de negocios.
Ella se bufó de él.
―¡Claro! ¡No esperaría nada menos de usted! Eso es lo que tenía intención
de hacer conmigo y mis hermanas. ¡Un acuerdo de negocios, de hecho! Qué frío
es.
―Difícilmente sea el primero en hacerlo.
―Sí, estoy segura que está muy a la moda. Y también lo está Araminta.
¡Vamos, váyase! ―Le arrojó una llave. Él la esquivó―. ¡Vuelva a Londres! Cásese
con su dama refinada. ¡Espero que sea miserable!
Tomó un atizador y se acercó con él.
Él rio con indignación, pero en caso de que ella hablara en serio ―cosa que
no descartaba― retrocedió hasta que chocó contra un muro. Gimió cuando su
lesionada espalda tocó las rugosas tablas. Luego ella tuvo la audacia de hundirle
el atizador en el estómago.
―Va a atravesarme, ¿verdad? ―Él no pudo evitar sonreírle. La situación
era tan absurda―. ¡En serio, Astrid! Después de todo lo que hemos pasado juntos
―dijo con ironía.
Ella entrecerró los ojos y apretó los labios.
―¡No se atreva! ¡Y deje de sonreírme! ¿Qué diablos se le ha metido?
―Usted. Usted. Usted. Espantosa criatura, no sé lo que ha hecho, y no me
gusta. ¡Meter ese libro en su ropa interior! ¡Harpía! ¡Bruja!
Dio un paso adelante. Ella retrocedió con cautela, su sonrisa vacilando.
―¡Esos ojos impíos suyos! ¡Y esos lunares horribles! Me mantienen
despierto en la noche, preguntándome si están por todas partes.
―No diga esas cosas ―chilló ella, el brazo estirado temblando.
Él dio un paso adelante de nuevo.
―Y su cabello. ¡Dios, su cabello! ¡Es intolerable! Desearía arrancarlo de su
cabeza. Me vuelve loco.
―¡Deténgase! ¡Deténgase! ―murmuró ella―. ¡No se acerque más!
Él volvió a acercarse. El atizador cayó de las manos de ella. Levantó la
cabeza, con los ojos grandes, mientras él se detenía a un tramo de ella, queriendo
con toda su alma llegar a ella. Levantó la mano, le tocó con los dedos el extremo
de un rizo errante.
Los ojos de ella se cerraron. Se balanceó sobre sus pies.
Él cerró la distancia entre ellos, impulsado por alguna fuerza ajena a él. En
el último segundo, ella lo evitó y tiró del nudo de su corbata. Él se ahogó por la
fuerza del gesto.
Luciendo muy satisfecha, ella rodeó el banco una vez más.
―No seré su… su… juguete.
―No quiero un juguete.
Ella levantó un fardo de heno por encima de su cabeza.
―¿Y qué va a hacer con eso? ―exigió él con un bufido.
―¡Esto! ―Y lo lanzó hacia él. Lo golpeó en la cabeza, heno volando por
todas partes, entrando en su nariz y boca. Logró mantenerse de pie, aunque su
cabeza giraba. Escupió el heno y se limpió la nariz. Picaba terriblemente.
Ella se echó a correr hacia la entrada. Él se movió demasiado rápidamente
para ella, sin embargo, y alargó los brazos para agarrarla.
―¡He tenido suficiente de esto!
Ella giró en la dirección contraria, saltó sobre el banco, y se dirigió a la
escalera. Subió rápidamente por ella hacia el pajar de arriba.
Él corrió hacia la parte inferior.
―¡Baje, Astrid! ¡Deje de comportarse como una niña!
―¿Qué, así? ―Ella comenzó a recoger heno y a lanzárselo.
Él estornudó y sus ojos comenzaron a lagrimear.
Se rio de él y dejó caer otra carga sobre su cabeza.
Él le gruñó y comenzó a subir la escalera mientras la espalda de ella estaba
hacia él reuniendo más heno. Casi estaba arriba cuando ella notó su acercamiento
y tomó los listones de madera en sus manos.
―¡No se atreva! ―dijo él alarmado, mirando hacia abajo. Estaba a casi cinco
metros de distancia del suelo sólido, por lo menos―. Astrid, no…
Pero era demasiado tarde. Ella había empujado la escalera del borde. Él se
aferró al barandal mientras la escalera se balanceaba erguida sobre sus patas.
Astrid pareció finalmente darse cuenta de lo que había hecho. Sus ojos se
agrandaron con terror, y su rostro se drenó de color. Se estiró para alcanzarlo,
pero él estaba demasiado lejos.
La escalera se tambaleó por un momento, luego empezó a inclinarse en la
dirección equivocada.
―¡Oh, Dios, Montford! ―chilló ella. Casi se lanzó sobre el borde en un
esfuerzo por llegar a él.
Él ondeó la mano para que retrocediera, su estómago hundiéndose.
―¡Retroceda, o caerá!
―¿Yo caeré? ¡Cyril!
―¡No me llame así! ―replicó él. Consiguió girar su cuerpo, atrapando la
saliente del altillo con una mano, la madera astillándole la piel. Se aferró con
todas sus fuerzas mientras la escalera se inclinaba más lejos. Alargó la otra mano
y se aferró de la saliente también, luego empujó con ambos pies, levantando su
brazo por la saliente, clavando los dedos alrededor del borde de un listón de
madera. Sus piernas colgaron en el aire mientras la escalera se estrellaba en el
suelo abajo. Él la observó aterrizar con un estremecimiento.
Astrid se dejó caer a su lado y aferró su brazo, los ojos llenos de lágrimas.
Él estaba furioso con ella.
―¡Aléjese de mí, o caerá también!
―¡No, no lo soltaré!
―No es lo suficientemente fuerte. Me dejaré caer. Si calculo bien…
Ella tiró de su brazo.
―¡No! Está demasiado lejos. Vamos, levante la pierna. Tiraré de usted
hacia arriba.
―¡Maldita sea, Astrid, suélteme!
Ella sacudió la cabeza, una terca expresión pasando por su rostro. Él
conocía esa mirada. Una semana en su compañía le había enseñado que no había
forma de razonar con ella cuando tal expresión tomaba residencia en su rostro.
―¡Mujer tonta! ―dijo furioso, pasando el borde con gran esfuerzo. Ella tiró
de su brazo, cayendo sobre su trasero y clavando los talones en los tablones. Él
levantó la pierna y lanzó su peso hacia adelante.
Por un momento, él pensó que había fallado. Se inclinó precariamente en
el borde, pero ella aferró la floja corbata y tiró de él hacia adelante. Lo dejó sin
suministro de aire, pero fuera de eso, el movimiento fue muy efectivo. Él cayó
hacia adelante, justo encima de ella, dejando a ambos sin aire.
Ella era toda curvas suaves y cálidas debajo de él, su cabello en espirales
haciéndole cosquillas en el rostro. Olía a lavanda, caballos y heno. Sólo su cercano
roce a la muerte (o al menos una buena mutilación) le recordó sus sentidos
revueltos. Levantó la cabeza y se asomó sobre el borde del altillo.
Era una larga distancia hasta el fondo.
Ella miró con él, haciendo una mueca.
―¡Casi me mata! ―susurró él. Le apartó el cabello sin éxito. Flotó de
regreso como si no se pudiera resistir torturarlo―. ¿De verdad me odia tanto?
Los rasgos de ella se suavizaron. La lucha salió de ella.
―No, no lo odio ―dijo en voz baja―. Quiero, sin embargo. Quiero odiarlo.
―Se movió debajo de él y llevó una mano al costado de su rostro. Ella cerró los
ojos con fuerza y apartó la cabeza. Él observó el latido de su corazón aletear
salvajemente contra la delicada piel de su garganta―. Sería mucho más fácil. Pero
no puedo.
Su propio pulso latió a través de sus venas, pero ya no se debía al peligro
en el que había estado. Guio la mano de ella hacia abajo, sobre su chaleco, y la
presionó contra su corazón. Éste latía frenéticamente contra las costillas,
luchando por liberarse de su cuerpo.
―Por ti ―dijo con voz ronca.
Sus ojos se abrieron ampliamente, una mezcla de temor y lo que estaba
seguro era deseo agolpándose en su expresión.
Ya no podía contenerse. Agachó la cabeza y rozó su boca con la suya.
Ella suspiró y por un momento se quedó inmóvil debajo de él. En el
siguiente instante se apartó de él de un salto, deslizándose en la pila de heno
detrás de ella, temblando, su respiración saliendo en jadeos. Heno se enredaba
en su cabello caído y flotaba a través del aire entre ellos, brillando en la luz del
sol que entraba a través de los listones de las paredes.
Había perdido la cordura al pensar que éste era el momento más feliz de
su vida, pero lo era. No podía pensar en un momento más nítido en todos sus
años que el presente, adolorido, desaliñado, y subido a un pajar sin manera de
bajar, en el medio del maldito Yorkshire.
Se puso de rodillas y se sacó la corbata. Luego se arrancó la chaqueta y
comenzó a desabotonarse su chaleco. Se liberó los brazos de eso y soltó
torpemente los lazos de la camisa.
Los ojos de ella estaban tan abiertos como platillos.
―¿Qué cree que está haciendo?
―Seducirla. ¿Qué parece que hago?
Sus dedos se apretaron alrededor de montones de heno, la mandíbula
apretada.
―Vuelva a ponerse la ropa.
―Oblígueme ―dijo él suavemente, desprendiendo los botones de sus
mangas.
―Se lo advierto, lo empujaré por el borde, si no detiene este absurdo.
―Podría intentarlo.
Ella parecía lista para asesinarlo.
―Gritaré.
―No, no lo hará.
Ella intentó empujarse más profundo en el heno, como si eso pudiera
desaparecer en él. Cerró los ojos, luego casi inmediatamente abrió uno para
observarlo. Parecía no poder evitarlo.
Él tiró de los faldones de su camisa para liberarla y sacarla por encima de
su cabeza. La sostuvo en una mano por un momento, luego dejó que cayera. Ella
jadeó. Él se arrodilló frente a ella, desnudo de la cintura para arriba. Los ojos de
ella le recorrieron el cuerpo, las mejillas oscureciéndose con un feroz sonrojo. Se
lamió los labios e intentó hablar. Ningún sonido salió.
Él pensó por un terrible momento que ella lo rechazaría, y se sentiría peor
que humillado. No creía poder sobrevivir si ella hacía tal cosa.
Esa noche en el salón de dibujo, cuando había perdido tanto la cabeza y
casi la posee contra un escritorio, él había retrocedido por miedo. El poder que
ella podría ejercer sobre él si sucumbía era insondable. Algo en ella (algo más allá
de lo físico) lo atraía, exigía cobrarle con creces. No podía dejarla ir, y solamente
ahora se daba cuenta la razón.
Ella ya había tomado esa parte de él que él temía, y nunca más la
recuperaría. Nunca más estaría completo sin ella.
No, no era cierto. Nunca había estado completo para empezar, lo cual era
mucho, mucho peor. Había encontrado algo en Astrid Honeywell, de todas las
personas en la Tierra, que llevaba su vacío interior, el ansia que siempre había
sentido sin siquiera saberlo. Era aterrador y emocionante, y nunca lo había
entendido. Nunca la entendería.
Ella levantó sus irreales ojos hacia los suyos, y estaba llenos con
resignación y algo más que hizo que su sangre corriera hacia el sur.
―Esto es tan injusto ―murmuró ella, luego se lanzó de la pila de heno y se
echó sobre él. Lo atrapó desprevenido. Lo rodeó con los brazos y piernas y lo
besó voluntariamente, torpemente, con rudeza, y sin pretensiones. Acarició su
espalda adolorida con sus brazos, y él gritó, separándola de él.
―Despacio, por el amor de Dios.
―Oh, no se lo haré fácil, Montford ―dijo ella contra su boca.
Él rio histéricamente. Esto era mucho mejor ―y mucho peor― de lo que
podría haber imaginado.
Ella le sonrió con malicia.
―¿Consiguió más de lo que habías negociado?
―Nunca negocio. Siempre consigo lo que quiero.
―También yo ―contestó ella. Atrajo su cabeza hacia abajo y lo besó con
fuerza una vez más. Intentó retirarse, pero él la tomó por la nuca y la mantuvo
en ese lugar. Esta vez, él se tomó su tiempo besándola, explorándola con la
lengua, instándola a que le devolviera el beso, aunque ella se movió
impacientemente contra él. Pero a él no lo apresuraría. Quería saborear cada
momento de esto, pero más que eso, quería saborearla a ella también. La haría
saborearlo, malditos fueran sus ojos.
―Montford ―murmuró, la boca abriéndose debajo de la de él, aceptándolo
dentro. Su asidero de acero sobre sus hombros se relajó. Llevó las manos a su
rostro, acarició sus mejillas con una ternura que lo dejó completamente perdido.
Se aferró a él mientras la presionaba contra el heno, poniendo su peso entre
las piernas de ella. Sus manos bajaron por su cuerpo, sobre la turgencia de sus
pechos, caderas y muslos. Ella era suave y ardiente de calor. Él enterró la nariz
en su cabello e inhaló su aroma, ahogándose en éste.
Le soltó torpemente los botones de la camisa, desgarrando la tela al final.
La despojó de la prenda, exponiendo su piel desnuda. Había visto pinturas de
lujosas y fértiles Madonnas renacentistas antes. De hecho, coleccionaba tales
obras maestras y las exhibía en una u otra de sus residencias. Pensó en ellas
mientras miraba el cuerpo desnudo de Astrid, y cómo empalidecían en
comparación con su majestuosa voluptuosidad. Ella era de un blanco cremoso,
las pecas desvaneciéndose en los hombros, aunque él espió una o dos en lugares
inusuales que pretendía explorar en profundidad. Su estómago era redondeado,
como el resto de su exuberante cuerpo, y subía y bajaba con su jadeante
respiración. Sus senos eran llenos y de puntas rosas, temblando. Se endurecieron
hasta formas puntas bajo su tacto. Él también se endureció. La deseaba tanto que
no estaba seguro de poder durar otro segundo.
Dejó de pensar en la historia del arte en ese punto. Dejó de pensar en
absoluto y sólo supo de sensaciones, la creciente necesidad de unirse a esta mujer,
la fricción de sus pieles, los jadeos de sus respiraciones haciéndose más rápidas,
más ruidosas con cada inhalación. Su mundo se redujo a un par de abundantes
pechos femeninos, ondulando con el nervioso levantamiento y caída de su pecho.
Pechos que lo habían atormentado por lo que se sentía como eones.
Bajó la cabeza y tomó unos de esos gloriosos montículos en su boca. Ella
se arqueó debajo de él y gimió.
―¿Qué está haciendo? ―chilló.
Él no respondió a su absurda pregunta. Tomó su otro pecho en la mano
mientras continuaba succionándola, apretando la abundancia entre sus dedos,
un quejido escapando desde profundamente dentro de su cuerpo. Su piel era
salada y tenía aroma a lavanda, y era más suave que la seda. Él quería hundirse
en ella y nunca resurgir. Cambió su cabeza al otro pecho, lamiendo el pezón con
la lengua, y ella enterró sus manos en el cabello de él, atrayéndolo más.
Su mano dejó el pecho, viajó por el estómago de ella, a la caída de sus
pantalones. Liberó los botones de un tirón y deslizó una mano dentro, sintiendo
el crujido de vello y el suave calor cubierto de rocío entre sus piernas. Ya estaba
excitada. Ella empujó contra su mano con urgencia, instintivamente, casi
desarmándolo. El intentó alejarse, de hacer algo para refrenarse, pero estaba
perdido en un mar de lujuria tan feroz que temió ahogarse. Nunca había sido así
antes, tan irracional.
―Oh Dios, Astrid. Astrid, estoy perdido ―murmuró.
Ella tiró de su cabello, pero el ardor de este gesto no hizo nada para
disminuir su pasión. Los dedos de él la acariciaron, y ella se arqueó contra él
como una clase de criatura salvaje.
―Por Dios Santo, Montford… ¡por favor! ¡Por favor haga algo! Es
insoportable ―siseó. Su mano bajó sobre el frente de los pantalones de él,
rodeando su longitud―. Dígame qué hacer ―exclamó.
Esto obtuvo la atención de él.
Las cosas se movían demasiado rápido, decidió en un estallido de
claridad. No le permitiría que ella hiciera que él se derramara como lo había
hecho sobre ese maldito caballo. Aún tenía un poco de respeto propio. No,
planeaba estar enterrado dentro de ella, con ella gritando su nombre, cuando se
viniera de nuevo.
Más pronto que tarde. Apartó la mano de ella lejos antes de explotar y le
bajó los pantalones por las piernas de un tirón. Consiguió liberar uno de sus pies
antes de cometer el error de mirarla.
Dulce, misericordioso, Dios del cielo. Ahora era un creyente.
Ella tenía cabello rojo. En todas partes.
Ella lo miró con urgencia, con confusión, viendo el dolor de su expresión.
―¿Qué hace ahora? ―preguntó con un toque de preocupación en su voz.
Él no podía hablar. Gimió, luego le apartó las piernas hacia los lados y bajó
la cabeza, reclamándola con la boca.
Ella se puso rígida debajo de él, sin entender, hasta que su lengua la probó.
―¡Oh, santo Dios! ―gimió, derritiéndose.
Ella sabía dulce y salada, su carne lisa y resbaladiza. Su rojo y rizado vello,
pesado con su esencia, le hizo cosquillas en la nariz y lo llevó al borde. La sintió
comenzar a deshacerse, el cuerpo temblando, los dedos tirando su cabello. Se
apartó de ella con esfuerzo, una cruel parte suya disfrutando el atormentarla. Y
quería verle el rostro. Necesitaba hacerlo. Se colocó sobre su cuerpo.
Ella lo miró fijamente, los ojos salvajes, las mejillas rosadas y el corazón de
él dio un vuelco.
―¿Qué ha hecho? ―suspiró ella.
Hacía demasiadas preguntas.
―¿Besarla? ―ofreció él. Bajó sus labios sobre los de ella, permitiéndole
probar lo que él había probado. La besó y la besó hasta que ambos estuvieron
insensibles―. Podría besarla. En todas partes.
―Eso pareciera ―consiguió decir ella.
―Usted es roja ―dijo él, deslizando de nuevo la mano entre sus muslos,
mirándola con maravilla.
―¡Deje de ser un idiota! ―exclamó, enterrando la cabeza en la curva del
cuello de él, aferrándose a él. Estaba mortificada, se dio cuenta. Y le agradaba eso.
Le agradó aún más cuando ella le mordió con fuerza el hombro, estiró su propia
mano y desprendió los botones de sus pantalones. Ella miró entre sus cuerpos, y
fue su turno para que sus ojos se agrandaran ante la vista de su polla. Tocó su
punta tentativamente.
Él rio salvajemente, luego gimió, cuando la mano de ella se cerró sobre él.
―No ―le advirtió, la voz estrangulada.
―¿Por qué? ―preguntó ella con una expresión inocente―. ¿No le gusta?
―Todavía va a matarme ―consiguió decir él.
―Se lo dije, no haré esto fácil para usted ―dijo ella.
Él le capturó las manos sobre la cabeza y descendió de manera que
estuvieran piel contra piel.
―Deje de hablar ―ordenó, antes de besarla hasta dejarla sin sentido una
vez más. Sus manos se deslizaron por los costados de ella, moldeándose a su
carne, curvándose sobre su trasero, atrayéndola hacia él, hasta que no hubo aire
entre ellos.
Ella lo envolvió con su suave y redondeado cuerpo sin ninguna
instrucción, abriéndose a él, como una flor hacia el sol. Irradiaba calor, humedad,
dulzura. El corazón de él latió fuerte, su cuerpo se estremeció y su piel rompió
en un frío sudor mientras se guiaba a sí mismo dentro de ella. Intentó ir lento,
pero ella no se lo permitía. Era aterradora en su pasión. Se levantó para
encontrarlo, y él se deslizó completamente dentro de ella casi por accidente.
―Maldición, Astrid ―exhaló, apretando los dientes.
Sintió su jadeo de dolor contra la garganta, y sus dedos se hundieron en la
carne de su espalda mientras ella intentaba absorber la conmoción. Se sintió
aliviado y avergonzado al mismo tiempo. Y tan perdido en su lujuria que nada
más importaba excepto terminar lo que había comenzado. Ella era tan caliente,
tan apretada. Lo estaba matando mantenerse quieto.
―¿Eso es todo? ―preguntó ella, sorprendiéndolo hasta sacarlo de su
trance.
Él se elevó sobre los codos y le estudió el rostro. El rostro de una
descarada. Ella le sonreía gentilmente, relajándose alrededor de él, y su corazón
respondió, aunque él no podía encontrar las palabras. Sacudió la cabeza y movió
las caderas, sólo una fracción, para probar su respuesta. Su sonrisa se desvaneció,
reemplazada por una expresión de sorprendido asombro.
―¡Oh! ―Él se movió una vez más porque no podía contenerse―. ¡Oh, Cyril!
Realmente, ella era bastante despiadada. ¡Qué momento para llamarlo por
su nombre de pila! Era… bastante adorable. Horrible, pero adorable. Y lo hacía
desearla más fervientemente, si eso era posible. Cuando ella comenzó a elevarse,
encontrando sus embestidas, él perdió todo semblante de control. Gimió. Ella
estaba en todos sus sentidos, tirando de él hasta que apenas pudo distinguir
dónde terminaba su cuerpo y comenzaba el de ella. No quería saber. No quería
detenerse. Nunca se había sentido de esta manera antes, tan enredado en otra
persona, cuerpo y espíritu. Le apretó las caderas, levantándola hacia él, y su
hundió en ella frenéticamente, una y otra vez, asustado por la intensidad de sus
emociones, la impotente rendición de su cuerpo.
La sintió caer por el borde, su cuerpo temblando, su voz gritando contra
su oído. Él embistió más fuerte, más largamente, sintiéndose tan cerca y lleno de
inquietud, de la manera en que un escalador debía sentirse en la cumbre de una
montaña, la atmósfera delgada, el pensamiento coherente imposible.
Ella pareció tirar de él dentro de ella aún más, sacando algo que nunca
podría ser devuelto a su lugar. Él se vino en un torrente de calor blanco y
emociones intensas. Su cuerpo convulsionó dentro del de ella, y él le sujetó las
caderas entre los dedos con tanta fuerza que estaba seguro de haberle dejado
moretones. Y aunque había terminado, se mantuvo dentro de ella, embistiendo
hacia arriba, persiguiendo el éxtasis que aún tenía a sus extremidades
estremeciéndose y a su sangre tamborileando. Nunca se había sentido tan
sublimemente vivo. Ni tan aterrorizado.
Era demasiado.
Quería más. Incluso mientras se derrumbaba contra ella, exhausto,
empapado de sudor y totalmente exprimido hasta quedar seco, quería más. Y
más y más. Siempre querría más, y siempre la querría a ella.
Rodó hasta ponerse de costado y tiró de ella con él porque no podía
separarse de ella. A ella no le quedaban palabras, y le permitió sostenerla, por
una vez haciendo precisamente lo que él quería. Él besó la parte superior de su
cabeza e intentó recobrar el aliento mientras formulaba un plan para mantenerla
para siempre.
Mía, mía.
Se iba a casar con Astrid Honeywell.
La idea fue tan perturbadora, y tan espectacularmente brillante, como los
ojos de ella.
S
ebastian Sherbrook rodeó el borde del castillo, sus ojos ardiendo con
las cenizas flotando a través del aire, sus pulmones obstruidos con
humo. Encontró a Marlowe, fumando su puro y gritando órdenes a
una línea de sirvientes lanzando cubos de agua desde el pozo del establo a través
de las ventanas del castillo, con poco efecto. Si la pila de rocas podía ser salvada,
Marlowe encontraría una manera. Aunque las posibilidades eran escasas desde
donde Sebastian permanecía. El castillo era un infierno.
Sebastian había estado ligeramente achispado antes del incidente con el
cerdo. Ahora estaba sobrio y su piel hormigueaba con pavor. No podía encontrar
a Montford, y temía que su amigo estuviera atrapado en el interior. Sebastian no
sabía lo que haría sin el viejo cabrón. Montford significaba tanto para él como
Marlowe. Estaría perdido sin él.
Se estaba volviendo sentimental, lo cual era una muy mala señal.
Las das traviesas que había desatado al cerdo sobre ellos llegaron
corriendo alrededor de la esquina, casi tirándolo. Sus extrañas ropas y rostros
estaban ennegrecidas con ceniza, haciendo que sus aterrorizados ojos lucieran
enormes. Marlowe se movió rápidamente para interceptarlas, agarrando sus
capas y dándoles su severa mirada. El vizconde tenía dos demonios propios y
sabía cómo manejarlos.
—Ustedes plagas, quédense quietas.
—¡No podemos encontrar a nuestra hermana! —Sollozó una de ellas.
Lágrimas veteaban la ceniza en sus rostros.
Marlowe palmeó sus cabezas.
—No se preocupen. Será encontrada. —Miró hacia Sebastian, su expresión
desmintiendo sus palabras de aliento.
Sebastian sacudió su cabeza. Tampoco había visto señal alguna de la
señorita Honeywell.
O lady Katherine, para el caso. Pero no se volvería histérico acerca de ella.
Miró a su alrededor. Araminta estaba de pie cerca de un viejo muro de
piedra desmoronándose, consolando torpemente a la anciana en el antiguo
vestido, su peluca ahora sin estar a la vista por ningún lado. Se dirigió hacia ellas.
—¿Dónde está tu hermana? —exigió a Araminta.
La chica levantó una temblorosa mano y señaló hacia el castillo.
Su corazón se hundió mientras seguía su gesto. ¿Lady Katherine todavía
estaba dentro? Él rompió en un sudor frío y sus uñas se clavaron en sus palmas.
Se dijo que sentiría lo mismo por cualquiera lo suficientemente estúpido como
para quedar atrapado en un edificio en llamas.
Pero entonces vio su alta y elegante figura, entre un grupo de peones. Sus
mangas estaban enrolladas hacia arriba de sus delgados brazos y oscuras
manchas de hollín cubrían su vestido. Lanzó un cubo a través del patio y lo pasó
vacío a uno de los hombres. Luego apartó su fino cabello caído fuera su rostro y
se dirigió hacia una de las puertas del castillo.
Su alivio duró poco. ¿Qué demonios creía que estaba haciendo?
Él corrió a través del patio y sin pensar la agarró del brazo. Odiaba tocar a
las personas, pero solo recordó esto después que ella se volviera hacia él, sus finos
ojos esmeralda muy abiertos, una raya de ceniza corriendo por la longitud de su
arrogante nariz patricia.
—¿Qué demonios cree que está haciendo? —exigió, traduciendo sus
pensamientos salvajes a palabras—. ¿Quiere matarse?
Su sereno rostro no traicionó nada salvo una ligera sorpresa, pero él pudo
ver el destello de fuego brillar a través de sus ojos. Él sintió una medida de
satisfacción al erizar sus plumas, aunque ligeramente.
—No. Pero el cerdo todavía está adentro. Lo encerró en la cocina. Pensé
que podría... —Se interrumpió y miró lejos de él, su boca apretándose—. Pensé
que podría salvarlo.
—¡Va a arriesgar su vida por un cerdo! ¡Debería estar divertido si no fuera
tan condenadamente estúpido!
Su espalda se puso rígida. Cuando ella se enderezó en toda su estatura, no
estuvo más que tres o cuatro centímetros por debajo de él, lo que era de lo menos
atractivo para una mujer. Ella lo miró con desprecio.
—No es estúpido sentir compasión, señor Sherbrook. Incluso por un... un
cerdo.
Este era el argumento más absurdo que jamás había tenido. Sólo la miró
boquiabierto.
Ella sorbió y agitó sus faldas, moviéndose alrededor de él, dirigiéndose
hacia la cocina una vez más.
Se paró frente a ella.
—¡Lo hará sólo para irritarme!
Ella miró más allá de él.
—Le aseguro que no lo considero lo suficiente de una u otra manera para
desear irritarlo.
Ay. Eso habría dolido si él la considerara de una u otra manera. Pero no lo
hacía. Ella no significaba nada para él, salvo como un compañero humano
empeñado en una estúpida locura.
—Tampoco tiene alguna autoridad sobre mí, así que sugiero que se mueva
a un lado —añadió. Tenía su barbilla levantada con altivez, un obstinado brillo
en sus ojos. Busco la mirada de él casi al nivel de sus ojos, negándose a dar marcha
atrás. Trató de moverse a su alrededor, pero él se paró frente ella. Se hizo al otro
lado y se movió con ella.
—No hará eso —dijo él.
Ella apretó sus manos formando puños.
—Es el principio de la cosa.
—Odio cuando la gente empieza a hablar de principios. Siempre es tan
tedioso —dijo él arrastrando las palabras.
Sus hombros se tensaron aún más. Él observó una mota de ceniza sobre
un mechón de cabello cayendo por su cuello, negro sobre blanco. Se moría de
ganas de estirar y quitar la ceniza. Pero no lo hizo. No se atrevió.
—Es un ser vivo. No merece sufrir más de lo que nosotros lo hacemos —
dijo ella en voz baja.
—Todo lo vivo sufre y la mayoría de las cosas mueren sufriendo. Por dolor
o por hambre o por indignación.
Ella le devolvió la mirada, una mezcla de frustración y algo que se parecía
mucho a la compasión en sus ojos. La odió incluso más por ello.
—¿De verdad cree eso? —preguntó ella.
Él rodó sus ojos.
—Por supuesto. Y si no lo hace, es ingenua. No hay nada agradable acerca
de la muerte y rara vez algo agradable en vivir. Pero esto es una digresión. El
cerdo probablemente estaba destinado a ser sacrificado pronto. Tal vez lo
encontraremos más adelante, agradable y ahumado y jugoso, listo para un festín.
—Es despreciable. —Hizo una pausa—. Quiero a ese cerdo como mascota,
no para la mesa.
—No puede tener una criatura como esa como mascota.
—Puedo y lo haré —aseveró ella con acero en su tono.
—¡Oh, por el amor de Dios! —dijo él, lanzando sus manos hacia arriba.
Ella no iba a renunciar a esto—. Yo iré —añadió, lamentando las palabras en
cuanto salieron de su boca. Bajó su mano y se dio la vuelta—. Obstinada mujer
—gruñó, caminando hacia la puerta de la cocina, que estaba humeando por
arriba y por abajo.
No la tendría muriendo sobre él por un cerdo. No le gustaba ella, ¿cómo
iba a gustarle una mujer que tiraba mucho con un hombre como su tío?, pero no
era del todo un sinvergüenza. Su honor de caballero le prohibió dejarla realizar
una autoinmolación como alguna fanática hindú, y todo por un cerdo. A pesar
que él no había sido honorable o un caballero en cualquier forma útil durante
años. Y probablemente no lo sería por mucho tiempo más, considerando las
llamas saliendo de las plantas superiores por encima de él.
Pero no tenía miedo real a la muerte. Preferiría que no fuera totalmente
dolorosa, por supuesto, siendo quemado vivo no era la forma en que hubiera
elegido irse, pero si tenía que ser ahora, entonces estaría bien por él. Estaría
apenado por angustiar a Marlowe y a Montford, porque esos dos eran los únicos,
además de su ayuda de cámara que lo echarían de menos, pero lo entenderían.
Nunca había esperado durar tanto tiempo de todos modos. Ninguno de ellos lo
había esperado.
Además, habría un cierto humor irónico en haber muerto durante el
rescate de un cerdo macho llamado Petunia. Esperaba que el cuento fuera inscrito
en su lápida.
—Creo que se está apagando —dijo Flora, media hora más tarde, tocando
el hombro de Astrid, su rostro sombrío y preocupado. Astrid había estado
sentada en el barro, mirando el castillo arder, ajena al resto del mundo. Ajena a
él.
Montford estaba parado detrás, viendo Astrid y sintiéndose inútil. No
podía ofrecerle ningún consuelo o hacer nada para detener el fuego. Sospechaba
que acabaría culpándolo de todo.
—Difícilmente importa ahora —murmuró Astrid—. Ya no queda nada.
—Las paredes del castillo todavía están en pie... de alguna manera —dijo
Montford dubitativo—. Podemos renovarlo.
Astrid ni siquiera lo miró. Cogió un montón de barro y lo lanzó hacia sus
rodillas.
Estaba de luto por la pérdida de su casa, se dijo. No se enojaría.
Escuchó el sonido de un carruaje rodando detrás de ellos. Se volvió y
gimió. Era el carruaje de la baronesa. Había regresado. Con el vicario tartamudo.
Oh, era todo lo que necesitaban.
El vicario jadeo ante el castillo humeante mientras descendía del carruaje.
Lady Emily miró a la ruina a través de su monóculo. Lucía petulante y Montford
tuvo ganas de plantarle un golpe, mujer o no.
Giró su monóculo hacia él. Él frunció el ceño oscuramente hacia ella y su
sonrisa petulante se desvaneció.
—¡Oh, s-s-santos c-c-cie-cielos! —gritó el vicario, corriendo al lado de
Astrid, ayudándola a ponerse de pie con la ayuda de Flora.
Astrid lucía pálida y débil y totalmente desamparada y el corazón de
Montford gritó. Quería ir a ella, consolarla, tomarla en sus brazos y hacer que
todo esto desapareciera, pero sabía que ella nunca lo permitiría.
—¿Qué sucedió aquí? —exigió lady Emily mientras bajaba del carruaje—.
¿Qué ha hecho ella ahora?
Sebastian y Marlowe se adelantaron, insertándose entre Montford y la
vieja bruja, como si sintieran cuán cerca estaba del asesinato.
—Cuán amable de su parte volver, madam —dijo Sebastian de manera
encantadora, su sonrisa aún más potente resultado del hollín empolvando su
piel—. Necesitamos manos adicionales transportando cubos. Parece del tipo
corpulento, madam. Estoy seguro que no le importará.
Lady Emily resopló despectivamente ante la provocación de Sherbrook y
volvió su atención a Astrid.
—Sabía que un día algo parecido iba a suceder. Es descuidada, gel. No
espere que yo recoja las piezas de este último desastre. Es la justicia, en lo que a
mí respecta, por guiar a mi hijo a la ruina.
—¡M-m-mi-l-l-ady! ¡P-p-por favor reconsidere sus d-d-duras palabras! —
exhortó el vicario.
—Sí, deje de actuar como una idiota —dijo Sebastian—. Antes de que mi
amigo la despida.
Lady Emily estaba indignada.
—¡En serio!
Sebastian se volvió hacia Montford.
—¿Debo permanecer como tu segundo, anciano?
—Estoy agradecido, pero no. De sentir la necesidad, te informaré. —
Continuó a mirar fijamente a lady Emily. Ella tuvo el buen sentido de retroceder
unos pasos, fuera de su alcance—. Si dice una palabra desagradable más en
contra de la señorita Honeywell, la pondré en el cepo. ¿Ha quedado claro?
—Tiene una gran preocupación por mi sobrina —dijo ella, estudiando el
heno en su persona a través de su monóculo.
—Usted no tiene ninguna preocupación. Supongo que no deseará recibirla
mucho más tiempo después de esto.
—Ciertamente no. Es claro para cualquier persona con ojos lo que usted y
ella han estado haciendo. Nadie de buena educación podría posiblemente recibirla
ahora.
—Me alegro de oír su decisión. Por supuesto debe entender, bajo tales
circunstancias, que no seremos capaces de recibirla. ¡Nadie con tan baja opinión
de mi esposa será bienvenido bajo mi techo! —dijo él con toda su más
escalofriante austeridad ducal.
Le tomó un momento para que sus palabras se hundieran. El monóculo de
lady Emily cayó de su ojo y su mandíbula se aflojó.
Astrid se liberó de sus ayudantes y caminó hacia adelante, temblando con
rabia.
—¡Yo... no me voy a casar usted! —dijo entre dientes.
—Sí lo va a hacer.
—¡No lo haré! —Lanzó su mano en dirección a Araminta, que estaba de
pie junto a su hermana, arrugada y angustiada—. Ella se va a casar con usted. En
una semana.
La marquesa palmeó el brazo de su hermana y a todos les dio una serena
sonrisa.
—Estoy segura que algún acuerdo puede ser alcanzado. De hecho, ahora
que menciona el tema, Montford, ese es uno de los propósitos de nuestra visita.
Bueno, diles Minta, por el amor de Dios.
La boca de Araminta funcionó, pero no salió ningún sonido. Los
acontecimientos de las últimas horas habían afectado su mudez, al parecer.
Montford la miró fijamente, preguntándose en qué había estado pensando al
comprometerse con tan... aburrido espécimen.
La marquesa rodó sus ojos cuando Araminta permaneció sin palabras a su
lado y continuó.
—Mi hermana no desea casarse con usted, Montford. Nunca lo hizo. Huirá
con el señor Morton. No lo conoce, pero se cree un poeta y es bastante romántico.
Cortejó a mi hermana con sus versos con bastante eficacia. Me han dicho que la
poesía es un buen camino hacia los afectos de una dama. Parece que funciona
mucho mejor que ordenarles y decirles lo que van a hacer sin esperar su acuerdo.
—Le dio una mirada maliciosa y echó un vistazo en dirección a Astrid como para
enfatizar su punto. Astuta mujer—. Estoy seguro que Minta será muy feliz con el
señor Morton. No es tan rico como usted, pero entonces, ¿quién lo es? ¿Tiene
alguna objeción?
Montford negó en silencio.
Marlowe se rio, otro puro caído en picada hasta su precipitada
desaparición.
—Por Dios, eso es lo que llamo un golpe de gracia. ¿Por qué no
simplemente lo dijo en primer lugar, lady K? ¿No habría sido tan grosero con
usted acerca de venir aquí, o no, eh, Sherry?
Sebastian se quedó mirando a su tía política con una expresión
inescrutable.
—Araminta, ¿es esto cierto? —exigió Montford.
La jovencita finalmente encontró su voz.
—Er... sí. Bastante. Fue idea de padre que nos casáramos. Pero preferiría
no hacerlo. Aunque me gustaría ser una duquesa, creo que tener un marido que
me ama será mucho mejor. Al menos, eso es lo que dice Katie. Ella por lo general
tiene razón.
La marquesa asintió y palmeó el brazo de su hermana.
—Por supuesto que tengo razón, querida.
Astrid resopló.
—Bueno, esto no cambia nada. Todavía no voy a casarme con usted. —
Señaló hacia el castillo—. ¡Mire lo que ha hecho!
Había sabido que esto iba a venir.
—¿Yo? —exclamó—. ¡Yo no quemé el maldito castillo!
—Me mantuvo lejos, cuando podría haber hecho algo.
—Ese es el razonamiento más absurdo que he oído nunca —dijo
despectivamente.
—Bueno, es todo culpa suya. De alguna manera —replicó.
Se miraron el uno al otro, ajenos a la incomodidad de sus acompañantes.
El vicario rompió el silencio jadeando y señalando violentamente hacia el
castillo. Trató de forzar para que salieran algunas palabras, pero su boca no pudo
llegar más allá de la primera sílaba.
Todo el mundo se giró hacia el castillo, y Marlowe y Sebastian empezaron
a maldecir indiscriminadamente. Lo mismo hizo Montford. La torre norte, ya en
las últimas, había sucumbido finalmente a la gravedad, una piedra, seguida por
otra, cayendo hasta el patio del castillo. El impacto sonaba como cañonazos,
enviando nubes de humo y escombros hacia el cielo.
Las piedras que caían se detuvieron y por un momento todo estuvo en
silencio. Dieron un suspiro de alivio. Pero entonces un gran sonido jadeante
rasgó el aire, como el rugido de un dragón recién despertado. La torre comenzó
a tambalearse, luego se lanzó en un desmayo de muerte, justo en el centro del
castillo.
Montford tapó sus oídos contra el terrible sonido. El suelo tembló debajo
de ellos mientras todo el castillo se derrumbaba en un caos de fuego, humo, roble
rompiéndose y escombros.
Araminta se desmayó. La marquesa rodó sus ojos y se inclinó sobre su
hermana, abanicándole el rostro.
El nuevo puro de Marlowe se cayó, sin encenderse, hasta el suelo.
Astrid lo miró brevemente, sus ojos desiguales llenos con sorpresa... y
desolación. Maldita pila de rocas. Se preocupaba más por ese maldito castillo que
por él.
No es que él pudiera culparla, precisamente. Se había comportado como
un imbécil total desde el momento en que había puesto sus ojos en ella, corriendo
alrededor en un lodoso jardín con un cerdo.
Su corazón le dolía. Era como si un cirujano lo hubiera abierto, hubiera
rebanado un pedazo de su corazón, luego lo hubiera cerrado de nuevo y
esperado que él se las arreglará. No podía arreglárselas. No sin Astrid. Era dueña
de ese pedazo de su corazón.
Él respiró al fin, pero fue un ronco sonido desigual, mientras esperaba en
vilo por lo que ella haría a continuación.
Pero como de costumbre, no fue nada que pudiera haber predicho. Ella se
echó a reír, sus mejillas sonrosadas y sus ojos inundados de lágrimas. Se reía tan
fuerte que todo su cuerpo temblaba, hasta que se vio obligada a apoyarse contra
su pecho. No le importó ni un poco, disfrutando de la sensación de ella en sus
brazos una vez más y aliviado que no hubiera recurrido a la histeria, como
personas más sanas habrían hecho por la pérdida de su hogar. Pero entonces
Astrid no estaba en su sano juicio, ¿cierto? Estaba deliciosamente rota de la
cabeza.
Pronto todo el mundo reía, salvo la tía Emily, por supuesto, porque ¿qué
otra cosa podían hacer?
—Le dije que esa maldita torre norte estaba torcida —dijo Montford a
través de una sonrisa.
Ella levantó su cabeza y sus ojos brillaron con calor.
—Cállate, Cyril. Todo esto es su culp…
Detuvo su boca con un beso antes que pudiera decir una ridícula cosa más.
En algún lugar en el fondo oyó a lady Emily jadear, al vicario balbucear y a
Marlowe y Sherbrook silbar, pero estaba más allá de importarle. No iba a dejar
que la marimacha en sus brazos se alejará de él tan fácilmente, ahora que había
tomado la decisión de quedársela.
Nunca conocería otro momento más de paz sin ella. Nunca conocería un
momento de paz con ella, tampoco, pero anhelaba los deliciosos enredos
delirantes en los que lo arrastraría. Las discusiones, Dios, ¡las discusiones eran
emocionantes, excitantes! Incluso anhelaba que le tirara cosas. Y la mera visión
de ella hacía su sangre chisporrotear y su cuerpo arder. Era tan incorrecta, con su
cabello de tirabuzones y sus ojos desiguales e intrigantemente enrevesados, pero
era completamente perfecta para él.
Y cuando se levantó para tomar aire y miró aturdido a su alrededor a la
pequeña multitud de curiosos que había girado su enfoque hacia el castillo
explotando en lugar de a su más que audaz demostración de pasión, vio el
carruaje vacío de lady Emily y tuvo una idea brillante.
Una manera de ligar a esta mujer a él para siempre. Y lo más rápido posible
antes de que pudiera llegar regresar a sus sentidos.
Tomó ventaja de la desorientación inducida por su beso, se agachó, la
lanzó por encima de su hombro y se dirigió hacia el carruaje.
VEINTISIETE
Cuando El Duque Y La Señorita Honeywell Negocian
Una Tregua
Traducido por LizC y Apolineah17
Corregido por âmenoire
A
Astrid le llevó un momento averiguar lo que le había sucedido
después de haber sido besada hasta la incoherencia y luego ser
bruscamente arrojada sobre un fuerte hombro. Un tumulto de
emociones la bombardeó, junto con toda su vida literalmente en ruinas, pero
sobre todo, lo que más resaltaba en ese momento era la indignación. Había tenido
suficiente de la conducta prepotente del duque.
—¡Bájeme en este instante, bestia! —gritó, blandiendo sus puños y
golpeándolos contra la espalda de él. Se retorció en su hombro, pero él solo apretó
su agarre con un brazo y luego la azotó en el trasero con la otra.
El golpe la dejó perdida. La enfureció, pero al mismo tiempo se sintió
caliente por todas partes. Queridos cielos. La había azotado como a una niña, y
ella había estado…
Excitada.
—¿Cómo… cómo se atreve…? —espetó, un poco menos enfáticamente
que antes—. Bájeme.
—Ni lo sueñe —dijo Montford junto a su cadera.
—¡Bestia! ¡Patán! —gruñó.
Cuando ella se dio cuenta que su destino era la carroza vacía de lady
Emily, su estómago se hundió. ¿Qué demonios estaba pensando? Levantó su
cabeza y miró furiosa hacia la multitud que se quedó mirándolos boquiabiertos
sin siquiera hacer algún movimiento para interceder. Incluso lady Emily parecía
demasiado sorprendida para levantar una protesta.
En verdad, era penoso tener tantos atentos cómplices de su secuestro.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Deben ayudarme!
—Ignórenla —dijo Montford lacónicamente—. La señorita Honeywell y
yo tenemos asuntos que atender. Volveremos en… bueno, dos semanas más o
menos.
¿Dos semanas?
Se subió al interior y la arrastró hacia el asiento delantero antes que tuviera
tiempo para digerir adecuadamente su última declaración. Ella soltó una
carcajada de indignación cuando comenzó a atar sus muñecas con su corbata
manchada de hollín. ¡De todo el prepotente descaro! ¡Atarla como a una pieza de
ganado! Como si pudiera ir a cualquier parte. Si trataba de huir, tenía la sensación
que los antipáticos espectadores reunidos simplemente la arrojarían de nuevo al
cuidado de Montford.
Él la fulminó con la mirada, tomó sus manos atadas y aseguró los extremos
de la corbata en el asiento del conductor. Esto dificultó sus movimientos aún más,
pero aun así se las arregló para patearlo en la espinilla. Él luchó con ella durante
unos segundos más, mientras ella estaba decidida a provocarle tanta molestia
como fuera posible. Finalmente, tomó los pies de ella y se sentó sobre ellos así
ella no podría hacer más daño, luego tomó las riendas y alentó al equipo de
caballos a avanzar hacia delante.
Y todavía nadie hacía ni un maldito movimiento para detenerlo.
—¡Buena suerte, su gracia! —gritó Flora, sonriéndoles radiantemente, un
brazo envuelto alrededor de Roddy, el otro abrazando a Ant y Art.
El señor Sherbrook y el vizconde simplemente sonrieron el uno al otro y
le dieron a Montford un alegre saludo de aprobación.
Mientras dejaban el castillo y todo su caos detrás de ellos y una vez más
partían a lo largo del camino del norte, ella se volvió para mirar a su secuestrador,
quien manejaba las riendas del carruaje como el novato que era. Claramente tenía
tan poco control sobre los procedimientos como ella. Toda la legendaria
compostura de Montford se había ido, despojada, revelando al hombre debajo. Y
ese hombre era una peligrosa bestia en necesidad de un buen afeitado y una
buena comida, a juzgar por el hambriento aspecto salvaje en sus ojos.
Eso, o estaba necesitando algún otro sustento que solo ella podía
proporcionar.
Oh, se parecía al mismo diablo, con sus relucientes ojos plateados y su
sombría mandíbula tensa.
O por lo menos, así lo haría si no estuviera cubierto de heno.
—Bueno, eso ha sido impresionantemente injusto —murmuró ella.
Retorció su torso en un intento de reacomodar la parte superior de su camisa,
que se había torcido durante su secuestro. Pero era difícil hacerlo con sus manos
atadas.
Los ojos de él siguieron cada uno de sus movimientos, notó ella con cierta
satisfacción, cuando no estaban centrados en la carretera. Pero su intencionada
mirada depredadora hizo que su satisfacción se derritiera en el repentino infierno
de la lujuria. Trató de mantener su cabeza. Trató de resistir la tentación en esos
ojos, la promesa de placer oculto dentro de esas profundidades.
—¿Qué piensa hacer conmigo ahora?
—¿No es obvio? La estoy secuestrando. A Gretna Green.
¡Bueno, ya era la condenada hora! Su corazón cantó con alegría ante su
amenaza.
Pero no se conformaría con nada menos que todo de él. Era la única
manera que podía verse casándose con el condenado duque Montford.
Necesitaba algún tipo de aplacamiento, y su corazón parecía un buen lugar para
empezar.
Y, maldita sea, quería demasiado que él la amara tanto como ella lo amaba
a él.
—¡No puede estar hablando en serio! —dijo con altivez.
—Oh, pero lo hago. Muy. En serio. No va a dejar este carruaje hasta que
consiga lo que quiero.
Ella rio.
—Entonces estaré aquí para siempre. Y le haré lamentarse tanto por eso.
Él se giró de ver el camino y le sonrió ampliamente. Y no fue en absoluto
de forma burlona. Estaba muy preocupada y muy pero muy excitada. Él había
sonreído de esa forma otra ocasión. Justo antes que la hubiera perseguido hasta
el pajar.
—Oh, lo dudo, señorita Honeywell. Jamás podría lamentarme por eso.
—¿Y qué se supone que significa eso?
Ella jadeó ruidosamente cuando él se inclinó más cerca de su rostro. Había
trozos sueltos de heno, notó ella, atrapados en sus pestañas. Se inclinó hacia él
involuntariamente. Si tan sólo podía chasquear la lengua…
—Dije —se movieron sus labios, ni a un centímetro de su boca—, que no
me lamentaría si se quedara aquí para siempre. Atada a esta carroza. De hecho,
eso me complacería mucho.
Ella tomó aire sorprendida, solo para exagerar. Un pequeño
estremecimiento de placer recorrió su espina dorsal.
—Nunca se saldrá con la suya.
Su sonrisa se hizo más profunda.
—Ah, ¿no? Parece que ya lo hice.
—Está completamente loco, Montford —dijo ella, apretando sus ojos
cerrados para distraerse de sus pestañas. Y labios. Maldita sea, le estaba haciendo
muy difícil pensar con claridad—. En realidad, no estuvo bien que me
secuestrara. Hay mucho que resolver en el castillo. Por no hablar de echar a
Lightfoot. Y tía Emily cenará con este cuento por años, la vieja cabra. Ha
arruinado mi reputación, ¿sabe?
—Lo sé. —Sonrió—. Puede haber conseguido finalmente arruinar la mía
también.
—Tonterías. Es Montford, ¿recuerda?
Él sonrió de nuevo, esa depredadora sonrisa que la hacía estallar en
llamas.
—Gracias por recordármelo.
—Como si pudiera olvidarlo alguna vez —se quejó.
—Oh, pero sí puedo. Cada vez que pienso en usted. Cada vez que la toco.
—Llevó su brazo libre detrás de la espalda de ella y la apretó contra su duro
pecho, acariciando su cuello.
Ella gimió y luchó contra sus ataduras. Quería tocarlo, correr sus manos
sobre sus hombros, debajo de su ropa.
—Desáteme.
—No. Lo prefiero de esta forma. Puedo hacerle exactamente lo que quiera.
Todo su cuerpo vibró de perverso placer y gimió de frustración. ¡Qué tan
poco le tomaba hacerle perder la razón!
Apoyó su frente contra la de ella, su aliento entrecortado. El último buen
sentido de Astrid huyó mientras se acurrucaba contra él lo mejor que podía. Él
era el imposible, por hacerla arder tanto a pesar de sus intenciones contrarias. Por
hacerla amarlo, incluso cuando la tenía atada en un medio de transporte en
movimiento.
Ella inclinó su cabeza para que sus labios tocaran los de él y lo besó, lo
saboreó. Él se quedó inmóvil, luego se lanzó hacia delante, devorando su boca,
metiendo su lengua en lo profundo como si no pudiera tener suficiente de ella.
Finalmente se separó de ella con un jadeo.
—Detenga eso, o detendré este vehículo y la tomaré ahora —murmuró él
contra su sien.
—¿Estaba pensando esperar?
Él se rio con voz ronca.
—Aun así, me matará. Me hace perder todo sentido de la decencia.
—Creo que es seguro decir que la decencia se apartó de nosotros desde el
momento en que entramos a los establos esta tarde.
Él acunó su rostro y la miró con una expresión seria.
—Merece una cama. Mi cama. Nuestra cama.
Ella resopló.
—No he accedido a nada que nos conduciría a compartir una cama.
Los ojos de él se abrieron como platos. Se echó hacia atrás.
—Lo juro, Astrid, si conducimos todo el camino hasta Escocia y no se casa
conmigo, creo que podría hacer combustión interna.
El corazón de ella saltó de su pecho con feroz alegría. Eso era exactamente
lo que había querido escuchar de él, más o menos.
—¡Pero no puedo casarme con usted! —dijo.
Él lucía tan enojado y herido, por una vez sin molestarse en ocultar sus
emociones, todo su cuerpo dolía por él. Llevó al equipo a un lado de la carretera
y tiró de ellos para detenerse antes de girarse hacia ella.
—¿Por qué diablos no? —exigió.
—Es un duque, un muy rico e importante duque. Yo nunca podría ser una
adecuada duquesa.
—¡No quiero una duquesa! —rugió—. Quiero una esposa. La quiero a
usted.
—Dice eso ahora porque… por alguna razón me desea…
Él soltó una risa incrédula.
—¡La amo, Astrid!
El corazón de ella empezó a latir violentamente con esperanza. Sus
súplicas, al parecer, habían dado frutos.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad. En serio, de verdad, completamente. No creo que
estuviera vivo hasta que la conocí. ¡Me hace tan jodidamente feliz! Y miserable.
E irritado. Y loco. Me desconcierta, pero es el tipo más encantador de
desconcierto que alguna vez he conocido. La amo, la amo. ¿Debería decirlo de
nuevo?
—Sí —dijo ella.
La besó con locura, y luego se alejó, su expresión severa.
—La amo. —Su expresión severa lentamente se desvaneció en una
sonrisa—. La amo. —Besó sus mejillas, sus párpados, su barbilla—. La amo.
—Creo que capto la idea —dijo ella con un suspiro soñador. Un cálido
resplandor se extendió a través de ella ante sus palabras.
Él le dirigió una mirada tímida entre besos.
—¿Me ama, Astrid?
Ella decidió que no le permitiría tener una victoria tan fácil. No quería que
su matrimonio empezara con el pie izquierdo y hacerle pensar que todo el tiempo
simplemente podía hacer que se rindiera con un par de declaraciones de amor.
—¿Importa? Parece que lo tendrá a su manera, me guste o no —resopló.
—¿Me ama, pequeño monstruo? —gruñó, apretando sus brazos alrededor
de ella.
—Podría —evadió.
—Bueno, ¿lo hace?
Había empezado a sonar genuinamente preocupado, así que decidió
sacarlo de su miseria. No era tan cruel.
—Por supuesto que lo amo. Incluso si es Montford.
Él la miró sin calor, habiendo visto a través de su artimaña.
—Me temo que estoy atrapado con el maldito título, Astrid. Mucho bien
me ha hecho. Y no voy a regalar mi riqueza, si eso es lo que quiere. Y debemos
pasar al menos un par de meses en Londres cada año. Tengo un país que dirigir,
sabe. Lo siento, Astrid, pero no podemos ser pobres o comunes. Debe ser una
duquesa.
Bueno, cuando él lo ponía así…
—¿Pueden vivir mis hermanas con nosotros?
Él la miró con exasperación.
—Por supuesto. ¿Cómo podría pensarlo de otra manera?
—¿Y tía Anabel?
—Si mantiene sus pelucas fuera de mi camino.
—Quiero reconstruir el castillo y vivir allí.
Él sonrió.
—Hecho.
No había esperado una concesión así de fácil. Hizo su mejor esfuerzo para
contener su sorpresa y lo presionó más mientras sus defensas estaban abajo.
—Quiero seguir dirigiendo la cervecería. A mi manera.
Su sonrisa se deslizó un poco.
—Está bien —dijo más bien a regañadientes.
—Quiero que presentes una propuesta de ley ante la casa para darles a las
mujeres el voto.
Su boca se aplanó.
—Ya veremos.
Ella le sonrió. Sabía por esa respuesta evasiva que lo había conquistado
por completo. Nunca habría considerado un pensamiento tan radical hacía una
semana. Oh, iba a tener tanta diversión con este hombre.
Su boca se convirtió en una mueca ante su alegría.
—Está tratando de provocarme.
—¿Está funcionando?
Él negó con la cabeza.
—Maldita sea, Astrid, ¿se va a casar conmigo o no?
—Tiene heno en sus pestañas.
—¿Lo tengo?
—En toda su ropa, de hecho.
Sus ojos se volvieron opacos, su expresión le hizo hervir la sangre.
—Entonces, ¿qué va a hacer al respecto? —Se acercó a ella, hasta que ella
solo tenía que estirar su cuello hacia adelante para alcanzar sus labios. Él tiró su
cabeza hacia atrás bruscamente y la miró con severidad. Ella lanzó un grito de
frustración—. No hasta que acceda a casarse conmigo.
Ella hizo un mohín.
—Es cruel. ¿Va a ser un ogro todo el tiempo?
—No todo. La mayoría.
—Bueno, entonces, supongo que debo casarme con usted. Alguien debe
proteger al resto del país de sus oscuros estados de ánimo.
—¿Eso es un sí? —demandó con brusquedad.
—Sí.
Él dudó.
—No va a cambiar de idea, ¿cierto?
Ella le frunció el ceño.
—Nunca.
—Bien. —Su expresión se suavizó. Le sonrió como un colegial
atolondrado. Luego bajó la cabeza y la besó y la besó, hasta que ambos se
olvidaron de todo fuera del círculo de su caliente abrazo frenético. O, mejor
dicho, el caliente y frenético abrazo de él, ya que ella estaba atada como una
ofrenda de sacrificio.
Lo cual no le importaba en lo más mínimo.
—Dios, cuánto la deseo —murmuró él, luego procedió a mostrarle cuánto,
al diablo el decoro. Su boca estaba en su cuello, luego en su garganta y sus manos
estaban por todas partes, acariciándola hasta que estaba segura que moriría de
necesidad insatisfecha.
Ella no podía usar las manos, pero utilizó el resto de su cuerpo para
instarlo, arqueándose en su contra, con las piernas envolviéndose a su alrededor
ávidamente mientras él colocaba su peso encima de ella. Sus manos envolviendo
sus muslos, justo como lo había hecho ese día en la biblioteca cuando había
seducido un libro fuera de sus pantalones. No encontró un libro esta vez, sino
algo infinitamente más dulce.
Sus sentidos se fracturaron. Lo mismo que los de él, aparentemente, hasta
que una repentina e inconveniente comprensión se introdujo en este momento
perfecto y ella se quedó inmóvil debajo de él, mirándolo con asombro.
—¿Qué pasa ahora? —se quejó, deteniéndose encima de ella, refrenando
su deseo con un visible esfuerzo. Su respiración era un poco más que un
enfurecido jadeo. Sus ojos estaban vidriosos, su cabello estaba parado en las
puntas y su camisa entreabierta, revelando una extensión de torso desnudo
masculino y cincelado. Era por mucho la vista más deliciosa y ridículamente
encantadora que alguna vez hubiera visto.
El duque de Montford no estaba en ninguna parte para ser encontrado y
Astrid no podía haber estado más contenta.
¿Qué era lo que ella quería decir? Oh, sí.
—Acabo de pensar en algo. Estamos en un carruaje y no ha sacado sus
cuentas ni una sola vez.
Él sonrió y la abrazó más cerca.
—¿Cómo podría? Me ha curado, Astrid. Cuerpo y alma. Era una ruina de
hombre antes de conocerla.
—¿Y ahora…?
Él se rio y acarició su garganta.
—Ahora soy un desastre aún mayor. Gracias al infierno. La amo, Astrid
Honeywell. Aunque puede muy bien llevarme al manicomio.
—Entonces lléveme con usted.
—Oh, eso pretendo —dijo, retomando su seducción—. Sólo deme un
momento, ¿quiere?
FIN
Próximo Libro
Sebastian Sherbrook, un sinvergüenza autoproclamado y el recientemente
acuñado marqués de Manwaring,
regresa a Londres luego de que su
tío distanciado muere, con la
intención de reformar su imagen
libertina de una vez por todas. Sin
embargo, por causas ajenas a su
voluntad, pronto se ve envuelto en
el mayor escándalo de la
temporada, y sus planes secretos
de cortejar a la única mujer que
siempre ha deseado se hacen
pedazos.
Lady Katherine
Manwaring sabe que su pobre
opinión del sobrino de su difunto
esposo no está por cambiar,
incluso si el Times lo ha apodado
“El Hombre Soltero Más Hermoso
En Londres”. Cuando el destino
arroja a Sebastian a su merced, no
obstante, ella aprende dos impactantes verdades: puede que él no sea el
sinvergüenza que su reputación sugiere, y está perdidamente enamorado… de
ella.
Pero un furioso hacendado, un perro incluso más furioso, varias citas al
amanecer, varios amigos entrometidos, y un toque de chantaje no son las únicas
cosas que se interponen en el camino de su final feliz. ¿Podrá Katherine aceptar
el amor de Sebastian… y él la seguirá queriendo si se entera de su propio oscuro
secreto?
Moderadora
Otravaga
Traductoras
Âmenoire HeythereDelilah100 Mariandrys Rojas
Apolineah17 7 Osbeidy
Flochi LizC Otravaga
Gemma.santolaria Lyricalgirl Rihano
Correctoras
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Diseño
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