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TEMA 4. EL NIÑO DESCRUBRE A LOS OTROS. PROCESO DE DESCUBRIMIENTO, VINCULACIÓN Y ACEPTACIÓN.

LA ESCUELA
COMO INSITUCIÓN SOCIALIZADORA. EL PAPEL DE CENTRO DE EDUCACIÓN INFANTIL EN LA PREVENCIÓN E INTERVENCIÓN
CON NIÑOS Y NIÑAS EN SITUACIÓN DE RIESGO SOCIAL. PRINCIPALES CONFLICTOS DE LA VIDA EN GRUPO.

Durante las últimas décadas del siglo XX la socialización ha sido objeto de estudio en el marco de la psicología
cognitivo-evolutiva. En este proceso, la infancia se diferencia por la relevancia que tiene en el posterior desarrollo
personal, social y moral, asentando así las bases de toda una vida en los primeros años de esta. En este proceso, son de
igual o mayor importancia los agentes socializadores: la familia, como primera vía de conocimiento al mundo; y la escuela,
cumpliendo la función de transición entre la familia y la sociedad. Es por ello, que tal y como queda recogido en el artículo
3 del Decreto 237/2015, de 22 de diciembre, por el que se establece el currículo de Educación Infantil y se implanta en la
Comunidad Autónoma del País Vasco, que la finalidad de la Educación Infantil es contribuir al desarrollo integral y
equilibrado de niñas y niños en todas sus dimensiones en estrecha cooperación con las familias, mediante el desarrollo
de todas las competencias básicas.

Para empezar, veremos qué es la socialización y el proceso evolutivo que conlleva. A continuación, se concretará
en la socialización y sus 3 tipos procesos según López (1990) Después, entraremos en el vínculo afectivo del apego y de la
amistad, reparando en los procesos de descubrimiento, vinculación y aceptación. Tras ello, entraremos en la función
socializadora de la escuela, profundizando en alumnado en situación de riesgo y en los conflictos que se crean en clase;
continuando, así, con la función del docente. Para finalizar, se dará una breve conclusión y se referenciarán las fuentes
bibliográficas utilizadas para el desarrollo del tema.

Hace ya más de dos mil años el filósofo Aristóteles (384 a.c. – 322 a.c.) defendía que el hombre es un ser social
por naturaleza, constatando que nacemos con la característica social que a lo largo de la vida iremos desarrollando con el
fin de sobrevivir. Esto quizás se deba a que tal y como señala López (1990) a que el niño tiene de nacimiento unas
necesidades básicas intrínsecas que no puede resolver sin ayuda social, por lo que nace “motivado”, tanto biológicamente
como socialmente, por incorporarse al grupo. A su vez, la sociedad necesita también de la incorporación de este para
perpetuarse, por lo que la necesidad es mutua para la supervivencia de ambos. Es por ello que los agentes sociales
cumplen la función de responder a las necesidades básicas del niño o la niña, e ir poco a poco adecuándolo para su
adaptación a la sociedad. Es lo que denominamos proceso de socialización; es decir, la interacción entre el niño o la niña
y su entorno.

A pesar de la predisposición por naturaleza del ser parte de un grupo social, los niños y niñas en edades tempranas
necesitan una serie de acontecimientos evolutivos y contextuales que les hagan desarrollar sus habilidades sociales.
Vamos a resumir siguiendo a Gallego Ortega (1998) la evolución social que siguen los niños y niñas haciendo referencia a
dos autores.

Por un lado, según Piaget, quién estudió la relación entre pensamiento egocéntrico, lenguaje y conducta social,
se encuentra una tendencia por parte de los niños y niñas a trabajar en solitario y un tipo de actividad específica con tres
grupos fundamentales de conductas verbales: la repetición de una palabra mediante el habla, el monólogo como
representación de una acción y el monólogo colectivo, dirigiendo su discurso ligada a la acción hacia un interlocutor
determinado.

Bülher, por su parte, en cuanto al desarrollo evolutivo, establece que las reacciones del niño ante los otros son
positivas, teniendo en cuenta que desde los 5 a los 8 meses el niño busca el contacto con los de su alrededor, tratando de
hacerles partícipes en su actividad, e integrando y comprendiendo las demandas de los otros. Hacia los 12 meses
manifiesta rechazo hacia las personas desconocidas, y ya hacia los 2 años demuestra simpatía y antipatía hacia personas
concretas. A los 3 y 4 años sufre la crisis de negativismo y reafirmación de su yo, manteniendo menos contactos sociales.
Tras esta fase de no socializar, es a los 5 años cuando el niño o la niña comienza a acomodarse al grupo, coopera y participa
en este. Asimismo, Piaget reafirma que las conductas egocéntricas y aisladas irán desapareciendo para dar paso al
lenguaje socializado, que representa en el niño o niña el tránsito desde el autismo a la socialización. Por lo cual podemos

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decir, que el proceso de socialización irá acorde al desarrollo cognitivo, y que dependerá, a su vez, de las interacción que
mantenga con su entorno y las personas más próximas a él o ella.

Como ya hemos dicho, la socialización conlleva una evolución en la que López (1990) distingue 3 tipos de procesos.
Dependiendo de la conducta a la que nos referimos serán: procesos mentales, en cuanto al conocimiento de personas y
entorno; conductuales, distinguiendo entre las aceptadas y antisociales; y los afectivos, en los que se crean los vínculos
afectivos más fuertes como el apego y la amistad. Estos últimos se establecen evolutivamente mediante los procesos de
descubrimiento, vinculación y aceptación, los cuales analizaremos divididos en los grupos más relevantes: los adultos y
los iguales.

En cuanto a los adultos, el mismo autor recoge que aunque desde sus primeros días de vida el niño y la niña
aprenden algunas señales e indicios sociales, es a partir del tercer o cuarto mes cuando empieza a preferir a algunas
personas; buscando contacto con ellas, aún sin rechazar a los extraños. En el segundo trimestre son capaces de reconocer
claramente a determinadas personas, manifestando preferencias y reaccionando ante sus ausencias. Es sobre el octavo
mes cuando reacciona ante las personas desconocidas, por lo que ya hace una valoración de la persona con la que
interactúa y de la situación en la que se encuentra. Basándose en estas vivencias, el niño o niña crea el vínculo afectivo
básico con las personas más próximas a dentro de su ámbito familiar: el apego, que cumple la función de proporcionar
seguridad. Como respuesta a este vínculo, las conductas que se ponen de manifiesto son muy variadas (llanto, llamadas,
contacto íntimo,…) y dependen de muchos factores (la situación, su estado, su desarrollo,…). Podemos decir que el niño
o niña establece el vínculo basándose en los modelos mentales creados con las figuras de apego y en las experiencias
vividas con ellas, interpretadas por él o ella misma e influido por lo que los demás le transmiten, considerando el grado
de accesibilidad e incondicional que tienen hacia él o ella. Esto le hace experimentar sentimientos positivos como
seguridad, proximidad y placer; o, por el contrario, ansiedad por la separación en cuanto a las figuras de apego.

Este vínculo se consolida a lo largo de los dos primeros años de vida; las interacciones se van haciendo menos
asimétricas y más cargadas de significados sociales. Al mismo tiempo, el desarrollo de las capacidades lingüísticas y
mentales, así como la autonomía motora, facilitan la ampliación del entorno físico y social en el que se manifiesta el niño
o niña, quien empieza a ser consciente de las relaciones que se dan entre los diferentes miembros de su familia. Dentro
de estas relaciones familiares podemos destacar la influencia de los hermanos en el proceso de socialización, que en base
a varias investigaciones de Carter, Abramowitch, Pepler, ZIigler, citadas por Moreno y Cubero (1990), se concluye que
entre los hermanos del mismo sexo las interacciones son más cálidas; los hermanos pequeños reciben más ayuda y
actitudes tolerantes de los hermanos mayores; que el nacimiento de un nuevo bebé puede crear enfrentamientos entre
la madre y el niño o niña; y que el orden de nacimiento suele influir en la personalidad de las personas, aunque este último
depende mucho de la cultura y del papel de los hijos o hijas primogénitos en la familia.

El proceso de aceptación del apego podemos considerarlo incondicional, ya que el niño poco a poco va
adquiriendo conocimiento de las distintas relaciones en la familia, y toma consciencia de que compartir la figura de apego
no significa perderla.

La influencia que tienen las relaciones con los iguales, en cuento a la socialización, ha prestado atención durante
las dos últimas décadas, siendo así junto con la escuela, según Moreno y Cubero (1990), el contexto socializador externo
a la familia más importante durante los años escolares. Estas relaciones suelen comenzar el primer año de vida, aunque
al principio son fundamentalmente diádicas y suelen tener a los objetos como vehículos de interacción social.

Osterrieth (1999), establece cuatro etapas en la evolución que se da en estas relaciones. En la primera, la actividad
es esencialmente solitaria y las relaciones se limitan a la apropiación de objetos o a juegos alternativos. La segunda,
denominada la de juego paralelo, aparece sobre los tres años; y aunque los niños y niñas se buscan y quieren estar juntos,
cada uno desarrolla su actividad particular. La tercera etapa es la del juego asociativo, que se da a los 5 años y aparecen
asociaciones y convenciones recíprocas; las cuales se ven amenazadas por la incapacidad de establecer una finalidad
común y de poner medios para lograrla. La cuarta y última etapa, se caracteriza por la organización de la actividad colectiva
y de los juegos reglados.

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A su vez, Moreno y Cubero (1990) defienden que durante el 2º ciclo de Educación Infantil las actividades
asociativas, de colaboración y de juego social son cada vez más frecuentes según van avanzando en los años. Es entonces
cuando empiezan a organizar grupos en torno a preferencias, temperamento de la personalidad, semejanzas personales
compartidas y el sexo; estableciendo así el vínculo afectivo que conocemos como amistad. A esta edad, la concepción de
dicha relación se basa en tener un compañero de juego, quien tiene unos determinados atributos físicos, y con quien se
comparte el gusto y la realización de determinadas actividades. A su vez, son importantes las percepciones que los niños
y niñas hacen sobre sus compañeros, diferenciándolos entre preferidos, quienes tienen comportamientos de amistad,
cooperación, participación e implicación; y rechazados, aquellos que violan las reglas, interrumpen las rutinas, comienzan
peleas e incluso a quién tiene comportamientos solitarios.

El proceso de aceptación se da, por lo cual, en los últimos años de la Educación Infantil; coincidiendo con
Osterrieth (1999), donde aparece el juego asociativo y de cooperación que requieren mayores destrezas cognitivas que
otros tipos de juego.

Viendo la importancia que las relaciones con los iguales tienen en el proceso de socialización, podríamos definir
a la escuela como institución socializadora por dos principales razones. Por un lado, por ampliar la función socializadora
de la familia a más agentes; y, por otro lado, por establecer un lugar y una serie de actividades donde los niños se
encuentran con sus iguales y tienen que aprender a convivir en sociedad, siendo así la escuela un microsistema donde los
niños y niñas empiezan a ampliar su mundo social. Dicha socialización en la escuela tiene impacto en 3 ámbitos principales,
tal y como señala Gallego Ortega (1998).

En primer lugar, parece ser que aunque el sentido del yo, de la autoestima o de la identidad personal comienza a
configurarse en el contexto familiar, la influencia de las relaciones que se dan en la etapa infantil no son independientes
a tal; teniendo así influencia en el proceso de individualización del niño o de la niña. En segundo lugar, la educación infantil
favorece una mejor adaptación a la situación académica en los años escolares; puesto que la mayoría de los niños y niñas
tienen actitudes positivas al ir al colegio. En tercer lugar, defiende que los niños que van a Educación Infantil mejoran en
sus habilidades interpersonales y en la madurez social; viéndose favorecido el desarrollo social del niño.

Moreno y Cubero (1990) coindicen en esto último considerando que el rol que juegan los niños y las niñas en la
escuela, comparado con el que tienen en el ámbito familiar, es muy distinto; puesto que se crean distintos tipos de
situaciones, los cuales pueden ser campo de entrenamiento para el aprendizaje de habilidades sociales como la conducta
prosocial, control de la agresividad y adopción de perspectivas. Cabe decir, también, que los confictos en la etapa de
Educación Infantil son inherentes, como en cualquier grupo humano.

García y Barrio (2017) concluyen tras un estudio realizado en un grupo-clase, que la mayoría de los conflictos que
se crean en el aula de infantil son causados por impulsividad y falta de control de las emociones, distribución de roles de
poder, desobediencia y competitividad, y lucha de un objeto; todo ello muy relacionado con las conductas agresivas. Esta
agresividad no se da para molestar o dañar, sino con la intención de obtener o mantener un objeto; lo que Moreno y
Cubero (1990) denominan como agresividad instrumental. Esto ocurre más entre niños del mismo sexo, más en niños que
en niñas y entre los niños y niñas de 2-3 años que entre los mayores de 4-6. Es por ello, que las relaciones con los iguales
a esta última edad influencian en la socialización; puesto que empezando a dejar de lado el egocentrismo y los
sentimientos de amenaza respectos a los demás, comienza a sentirse el sentimiento de pertenencia al grupo. Esto último,
según las mismas autoras, afecta directamente sobre las características de personalidad del individuo, ya que el ser
aceptado o no influencia al autoconcepto y a la autoestima.

Es tal la relevancia que las relaciones con los iguales tienen en el proceso de socialización, que uno de los objetivos
de la etapa de Educacción Infantil, en el ámbito de la propia identidad y del conocimiento físico y social es interiorizar
progresivamente las pautas básicas de comportamiento social y ajustar su conducta a ellas para relacionarse con los
demás, de forma cada vez más equilibrada y satisfactoria. Para así, con ello, poder alcanzar la competencia para convivir;
una de las competencias básicas transversales que se pretende desarrollar para poder desenvolverse de manera eficaz en
cualquier situación de la vida.

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A esas dos principales razones de la función socializadora de la escuela podríamos añadirle la función
compensatoria que cumple, tal y como señala Gallego Ortega (1998), con el alumnado que se encuentra en situación de
riesgo social; lo cual puede ser causante de serios desajustes en el desarrollo de la persona en cuestión. Podemos ver esto
reflejado en el Decreto 237/2015 que recoge que para conseguir la finalidad de Educación Infantil ya mencionada en la
introducción, se debe promover una educación preventiva y superadora de las desigualdades procurando, de forma
especial, la atención a los más desfavorecidos social o personalmente y la búsqueda de la equidad.

Dichos problemas pueden ser causados por, según Velaz de Medrano (2003) factores sociales, como historias de
abuso en la infancia de progenitores, conflictos familiares, ingresos insuficientes o desempleo; psicofisiológicos, la
hipersusceptibilidad a estímulos estresantes, entre otros; neuropsicológicos, así como trastornos de personalidad
antisocial y trastornos de la atención; cognitivo/afectivos, como baja autoestima; y por último, conductuales, como por
ejemplo, aislamiento social o consumo de alcohol o drogas.

Gracias a la incorporación de los niños y niñas a la escuela, los problemas pueden ser detectados e intervenidos,
ya que el contacto diario con el alumnado y el frecuente contacto con los padres permiten a los educadores hacerse una
idea realista de las circunstancias familiares. Tras la detección e investigación de la situación de la familia, y especialmente,
alumnado, la escuela debe realizar la intervención con cautela. Para ello, tal y como señala Velaz de Medrano (2003) se
pueden poner en marcha programas para reforzar la capacidad de la familia para afrontar las causas de los problemas, y
mejorar la calidad de las relaciones interfamiliares y de las relaciones con su entorno; todo ello mediante recursos de
atención directa a los niños y sus progenitores. Es importante siguiendo la opinión de Moreno y Cubero (1990), también,
considerar las relaciones que el niño o la niña en cuestión mantiene con sus compañeros, ya que si estas son negativas se
suelen presentar dificultades a lo largo de la escolarización e incluso posteriormente.

En definitiva, puesto que el docente es quien controla parte del ambiente social en el que el niño o la niña se
mueve, es preciso tal y como señala Gallego Ortega (1998) que impulse al alumnado a conseguir que todos conquisten la
autoestima para su sana inserción en la sociedad y en la cultura, valorando la diversidad como elemento positivo y
enriquecedor y manteniendo actitud contraria hacia determinados estereotipos y prejuicios; todo ello en un ambiente de
confianza y seguridad afectiva. Por otro lado, es conveniente tener una actitud abierta al intercambio de ideas y a la
participación, en base a potenciar la participación en actividades conjuntas y trabajo en equipo. Todo ello, garantizando
intercambios entre el alumnado mediante el diálogo y favoreciendo procesos de comunicación y de gestión de las
emociones; con el fin de desarrollar las habilidades sociales y emocionales que le permitan gestionar sus conflictos. No
olvidemos, pues, que tal y como señala el Decreto 237/2015 que la función del educador y educadora para el desarrollo
de competencias puede concebirse como facilitador o mediador, guía o acompañante, para diseñar contextos o
situaciones de aprendizaje, que posibiliten el desarrollo personal y social, la resolución de problemas y el conocimiento y
transformación del mundo que le rodea.

En conclusión, dada la relevancia que tanto la familia y la escuela tienen en el proceso de socialización del niño o
de la niña, es imprescindible que la escuela cree contextos interactivos para responder a la necesidad de desarrollo de las
habilidades sociales para la sana sociabilización tanto con los iguales como con los adultos. Asimismo, con el objetivo de
conseguir la ya mencionada finalidad de Educación Infantil, y para lo que se debe tal y como refleja el Decreto 237/2015,
promover, en colaboración con las familias, el desarrollo integral del niño y de la niña, atendiendo a su bienestar
psicofísico, socialización y educación desde la perspectiva del respeto a sus derechos, y el desarrollo de todas sus
potencialidades; la función docente tiene que ser y siguiendo la opinión de Aristóteles, el estudio de la audiencia mediante
la observación; para, así, poder detectar e intervenir en las situaciones que así lo consideren.

Garcia, Mº. L. y Barrio, G. (2017): Conflictos, mediación y resolución en la Escuela Infantil, Revista de Estudios e
Investigación en Psicología y Educación, nº02.

Gallego Ortega, J. M. (1998). Educación infantil. Málaga: Ediciones Áljibe.

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Moreno, M. C. y Cubero, R. (1990): Relaciones sociales: familia, escuela, compañeros. Años preescolares. En, J. Palacios,
A. Marchesi y C. Coll (Coomps.), Desarrollo psicológico y educación, I. Psicología Evolutiva (pp 219-232).

Osterrieth, P. (1999). Psicología Infantil. Madrid: Morata.

López, F. (1990). Desarrollo social y de la personalidad, . En, J. Palacios, A. Marchesi y C. Coll (Coomps.), Desarrollo
psicológico y educación, I. Psicología Evolutiva (pp 99-112). Alianza Editorial: Madrid.

Velaz de Medrano, C. (2009). Educación y protección de menores en riesgo. Un enfoque comunitario. Barcelona: Graó.

Decreto 237/2015, de 22 de diciembre, por el que se establece el currículo de Educación Infantil y se implanta en la
Comunidad Autónoma del País Vasco.

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