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El acontecer de lo desaparecido: lo fantasmático en La Ciudad Ausente de Ricardo

Piglia

Maestría en Literatura Argentina


Escuela de Posgrado
Facultad de Humanidades y Artes
Universidad Nacional de Rosario
Seminario de Literatura y nuevas tecnologías “Ficciones espectrales: literatura y
tecnología visual”
Prof.: Dra. Paola Cortes Rocca
Maestranda: Chiodín Azul

Cartografías de una ciudad imaginada

El público miraría nuestros jirones de arte, escenas de la novela ejecutándose en las calles,
entreverándose a jirones de vida, en veredas, puertas domicilios y creería ver vida; el público
soñará a la par que la novela pero al revés: para esta su vigilia es su fantasía; su ensueño la
ejecución externa de sus escenas (…) Novela cuya existencia fue novelesca por tanto anuncia,
promesa y desistimiento de ella, y será novelesco un lector que la entienda (Fernandez 19)

La novela de Macedonio se sabe novela y los personajes se saben personajes, la


desaparición de estos y el final de aquella coinciden: todos morirán cuando la novela
acabe, pero la novela no acabará porque todos mueran. Por esta autoconciencia –un
juego interminable de espejos que se reproduce en una lista casi interminable de
prólogos– la novela, soberana, se libera de los lazos con la realidad que la reducen a su
reflejo y epifenómeno, y conquista la ciudad de Buenos Aires. El lector no encontrará
en ella la ilusión de realidad sino que, subsumido a este régimen, devendrá personaje.
Este antirrealismo vanguardista heredado del Museo de la novela de la eterna es
el punto de partida de La ciudad ausente, o al menos uno de ellos. Cuando, confinada en
el museo, una máquina que ha inventado Macedonio comienza a producir historias que
circulan clandestinamente en la ciudad y se infiltran en sus tramas, Junior, un periodista
del diario El mundo, intenta resolver el enigma de su origen y su proceder.
El enigma como centro de la narración parece remitir al relato policial. En “La
ficción paranoica”, Piglia afirma que el policial tradicional propone un camino que lleva
al conocimiento: “el género policial convierte en anécdota y en tema el problema
técnico que cualquier narrador enfrenta cuando escribe una historia. Aquello que no se
narra (…) funciona como un lugar vacío (…) Todo relato va del no saber al saber. Toda
narración supone ese paso. La novela policial hace de eso un tema. Sin embargo,
cuando en La ciudad ausente, la máquina introduce al investigador en sus mecanismos,
la hermenéutica que él aplica queda frustrada. En esta novela, la superposición caótica
de las ficciones hace estallar la trama del policial; si la tensión hermenéutica se resuelve
tradicionalmente con la resolución del problema, su irresolución esboza, en la
suspensión del sentido, una búsqueda errante.
La máquina no sólo es el enigma sino también el nudo que desorganiza la
narrativa para interrumpir su propia revelación; rebasa el plano de la anécdota para
convertirse ella misma en una compleja reflexión sobre la representación. Es el núcleo
narrativo de una historia que opera como ella misma, con las lógicas de la traducción, la
intertextualidad, la superposición, el anacoluto y la interferencia en pos de la suspensión
del sentido. La errancia y la digresión que signan la búsqueda de Junior –que entra y
sale de las ficciones de la máquina para descubrir que el misterio es irresoluble–
tematizan el problema de la representación literaria que condensa, a su vez, cuestiones
lingüísticas y filosóficas, y que, desde las circunstancias en las que se escribe, se preña
de espesor político.
Piglia comienza a escribir La ciudad ausente durante la década del 1980 pero la
finaliza recién en 1992. El arco temporal que se abre entre el inicio de la escritura y la
publicación marca dos presentes y, por lo tanto, dos imaginarios políticos desde los
cuales se puede leer el tiempo incierto en el que ocurre la novela: el de la década del ’80
–en la que los mecanismos genocidas del Estado comienzan a ser visibles pero no
pueden ser narrados– y el de la década de los ’90 –en la que el Estado entrega la
disposición de los cuerpos, sus fuerzas de trabajo y sus deseos a la economía de un
mercado mundial–. Genocidio y neoliberalismo se confunden en esta Argentina
conjetural. La estructura represiva del Estado constituye una presencia sofocante y
ubicua que, como una estructura vacía y fantasmática, hace funcionar los dispositivos
que controlan los cuerpos y los discursos.

En la calle los autos iban y venían. ‘Vigilan siempre aunque sea inútil’ pensó Junior. El cielo
estaba gris, a las cuatro menos diez el helicóptero de la presidencia pasó sobre la avenida hacia el
río. Junior miró la hora y se metió en el subte. Dirección Plaza de Mayo. Iba recostado contra el
vidrio, medio dormido, se dejaba mover por el vaivén del vagón. Se miran unos a otros, los giles,
van bajo tierra para eso. Una vieja iba parada, la cara hinchada de tanto llorar. Gente sencilla,
proletas vestidos de salir, ropa moderna de Taiwán (Piglia, La ciudad ausente 18)

Se percibe la sensación latente de que algo horroroso está ocurriendo por debajo
de la vida cotidiana de las personas; signos del terror y la muerte: una mujer con la cara
llorosa, la presencia impersonal de alguien que vigila, el helicóptero que sobrevuela
misteriosamente la ciudad. Estos signos conviven con otros más evidentes, los del
consumo y el trabajo: los proletarios con ropa de Taiwán, cuerpos políticamente dóciles
y económicamente productivos.
En esta indeterminación temporal se manifiesta el núcleo antirrealista sobre el
que la novela – al poner en primer plano la escritura de Macedonio– constantemente
reflexiona. En “La hora de los noventa”, Fermín Rodríguez propone leer la literatura de
esta década como una sociología fantástica. Como no está ligada a las limitaciones de la
objetividad, a los caminos de un método ni a las sujeciones de la disciplina, la ficción
pone en evidencia

la realidad virtual, captada gracias a metódicos mecanismos verbales que hacen ver eso que
siempre estuvo allí, oculto entre los pliegues de la realidad social, al borde de la presencia y a lo
que nunca le habíamos prestado suficiente atención. Basta un leve desvío de nuestros hábitos
lingüísticos, un enrarecimiento de la sintaxis, un chirrido verbal o una palabra inventada, para
que el mundo representado entre en variación e ingrese, por una grieta abierta en nuestros
hábitos lingüísticos, un desfile de signos confusos, viscosos e indeterminados, cargados de
impurezas y oscuros presagios, propagando malestar y extrañamiento. (Rodríguez 40)

Una sociología de lo fantástico es también una sociología de lo fantasmático: del


extrañamiento literario emerge lo inesperado, lo silenciado, lo ausente.
La ciudad ausente dramatiza la propia búsqueda, desde la literatura y el
lenguaje, de modos de representación que den cuenta de la experiencia de un presente
contradictorio. No se trata de representar lo real sino de investigar en profundidad –una
profundidad sólo posible en el desapego de la escritura literaria– los mecanismos
engañosos mediante los que lo que se cree real se construye. Para indagar esta relación
entre literatura y realidad que propone La ciudad ausente, abordamos un aparato de
lectura en el que buscamos articular el concepto de lo fantasmático de Agamben con la
figuración del fantasma propuesta por Derrida.
Sobre otra de las novelas de Piglia, Respiración Artificial, Horacio González
comenta

se cumplía la rara hipótesis que proponía el título; todo lo que se hablaba en la rueda de amigos
era un encadenamiento de citas e investigaciones que estaban en un lugar (lo artificial) en
sustitución a otro que sería la historia viva, realmente acontecida, de la que ya no podíamos saber
nada. Se podía respirar pero en otro tiempo, en otra dimensión temporal, con otros cuerpos
vivientes (Gonzalez 118)

Gonzalez piensa la ficción de Piglia como una topología de la virtualidad, en


términos de Agamben una estancia, un “espacio simbólico de la cultura humana”
(Agamben 14). La representación se comprende, entonces, desde el concepto de lo
fantasmático; ante la imposibilidad frente a un objeto, se trata de abrir –en el escándalo
teológico de la representación de lo inexistente – un espacio otro.
Al comienzo de El Museo de la novela de la eterna; los personajes se escapan
de la realidad a la Estancia La novela; podemos encontrar algo más que la feliz
coincidencia de nombres con el concepto que propone Agamben; en Macedonio, la
estancia no es sólo un asentamiento en el campo, el hecho de que se llame “Novela”
recuerda constantemente que este lugar es un espacio irreal.
En La ciudad ausente, este espacio simbólico de la literatura pareciera
representar, como lo advierte González, la posibilidad de convertir la privación en
posesión; una esperanza que, ante la imposibilidad, dibuja la figura fantasmática de su
objeto. De acuerdo con Agamben, lo fantasmático aparece en la misma experiencia
occidental del ser, por lo que constituye la condición filosófica del lenguaje: “lo que
adviene a la presencia (el lenguaje), adviene a la presencia como lugar de diferición y de
exclusión, en el sentido de que su manifestarse es, al mismo tiempo, un esconderse, su
ser presente un faltar” (Agamben 229). Desde el título de la novela, se evidencia que el
lenguaje no hace otra cosa que poner de manifiesto la ausencia de las cosas. Sin
embargo, la reflexión sobre la representación no es sólo una cuestión meramente
filosófica. Desde este tiempo signado por el horror, por lo desaparecido, por lo no
dicho, adquiere otro sentido: la representación es imposible frente al presente
inenarrable; sólo le queda a la literatura construir, como dirá Gonzalez, con los restos
del naufragio algún sentido.
El espacio que presenta La ciudad ausente pareciera operar con las lógicas de lo
que Deleuze y Guattari denominan mapa; “el mapa es abierto conectable en todas sus
dimensiones, desmontable, alterable, susceptible de recibir modificaciones. Puede ser
roto, alterado, adaptarse a distintos montajes (…)” (Deleuze y Guattari 15). La máquina
propone el quiebre de la representación mimética no solo en la construcción de una
ciudad otra que se despliega sobre la real sino también desde la multiconexión con los
discursos sociales que configuran el territorio: una cartografía no de Buenos Aires sino
de la imaginación de Buenos Aires; el mapa de una ciudad virtual a partir de la
configuración de un presente hipotético que no es el del tiempo histórico sino el de los
imaginarios sociales, que responden a una temporalidad cíclica y superpuesta que les da
persistencia.
Cuando la inactualidad, lo perdido, lo desaparecido invaden el presente por los
desperfectos del funcionamiento de la máquina, la paradójica presentificación de lo
ausente se convierte, entonces, en inversión de los planos de la realidad y la ficción. La
aparición del fantasma, como propone Derrida, supone una desestabilización espacio-
temporal. En un juego eficaz de metaficción, el extrañamiento fantástico de las historias
de la máquina se convierte en una inyucción. Se subvierte así la idea realista que explica
la ficción como reflejo, colocando a la realidad y a la ficción en el mismo estatuto
ontológico o, más radicalmente, invirtiéndolo.

Utopías del lenguaje


Como adelantábamos al comienzo, Macedonio construye un artefacto cuyo
objetivo es la traducción de textos que, sin embargo, termina por producir nuevas
versiones de las historias originales. El desperfecto de la máquina remite, a partir del
problema de la traducción, a otro más general: el de la representación.
Agamben advierte la reticencia de Saussure al afirmar que el signo es un
elemento positivo puesto que éste se define en la diferencia: es lo que los otros signos
no son. Si cada lengua recorta frente a una masa informe, porciones de significados
diferentes, la no preexistencia del significado al signo hace imposible la traducción. De
hecho, Agamben recuerda el planteo de la gramatología de Derrida, mucho más radical
que la disyuntiva de Saussure: el significante no remite a otra cosa sino al rastro de otro
significante; el signo desprovisto de todo contenido metafísico no es otra cosa sino la
manifestación del origen perdido del significar. Lo fantasmático del signo que
constituye la condición de imposibilidad de la traducción es, en cambio, la condición de
la posibilidad para que la máquina genere nuevas ficciones. Francine Masiello En los
bordes del cráter, propone que la traducción es una clave para analizar la literatura
argentina de los noventa.

Estamos ante un esperanto de la literatura contemporánea, en el cual se inventan nuevos


vocablos para compensar la falta de sentido. Joyce será el maestro en estos casos, pero también
lo es la desesperación desencadenada por las crisis de significados que nos asedian en estos
tiempos. Esta ansiedad frente al lenguaje inadecuado lleva a una recurrente imagen de la
literatura de hoy, me refiero a la máquina de traducción que ocupa un lugar central en estos
textos. (Masiello 85)

En La ciudad ausente esta metáfora se literaliza. Sin embargo, es posible realizar


una objeción a la afirmación de Masiello: el Estado, los medios de comunicación, la
innovación de las tecnologías y el mercado son polos de producción de sentido: no hay
falta, sino exceso, superposición y, por lo tanto, imposibilidad de aprehensión. La
literatura, entonces, intenta construir frente a la realidad cambiante y contradictoria, un
sentido en su devenir mismo. La experimentación que hace Joyce con el lenguaje, y la
lucidez con la que en Finnegans wake hace del problema de la traducción un principio
constructivo es, entonces, fundamental. En la novela de Piglia, Joyce es una de las
aristas sobre las que siempre se vuelve para explicar, a través de la intertextualidad -
otra forma de traducción- su relación con la realidad.
En este sentido, al igual que la historia de la invención de Macedonio, el relato
de la isla es otro de los mitos por los que la máquina se explica a sí misma a partir de los
problemas de la traducción y la representación. La isla constituye un lugar conjetural,
ubicado en el estuario del Río de la Plata. Sus habitantes hablan todos una misma
lengua que es, a la vez, todas y nunca la misma. Siguiendo el curso impredecible de las
mutaciones, las personas pueden pasar de una lengua a otra inmediatamente sin notarlo.

El carácter inestable de la lengua define la vida en la isla. Nunca se sabe con qué palabras serán
nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan cartas escritas con signos que no se
comprenden. A veces un hombre y una mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra
son hostiles y hasta desconocidos. (Piglia, La ciudad ausente 121).

Si la lengua redefine y estructura las relaciones del sujeto con la sociedad y la


naturaleza, ante una lengua cambiante estos vínculos se vuelven, naturalmente,
inciertos. Sin embargo, el planteo se vuelve más radical cuando se afirma que en la isla
“la mutación [del lenguaje] ha ganado a las formas exteriores de la realidad.” (Piglia, La
ciudad ausente 123). El relato de la isla sostiene una reflexión a la vez lingüística y
epistemológica. Su estatuto doble se puede plantear a partir de una anécdota: se ha
intentado crear un lenguaje artificial que estabilice por fin la forma de la realidad; un
metalenguaje que pueda predecir los movimientos de los elementos sintácticos que
necesariamente se dan con cada cambio de las lenguas y permanecer más allá de sus
variantes.

En estas condiciones, los lingüistas del Área-Beta del Trinity College alcanzaron lo que parece
imposible: casi fijan en un paradigma lógico, la forma incierta de la realidad (…) Definieron un
sistema de signos cuya notación se transforma con el tiempo. Es decir, inventaron un lenguaje
que muestra cómo es el mundo, pero que no permite nombrarlo (Piglia, La ciudad ausente 126)

Hay ciertas leyes que permanecen ante el cambio, una gramática universal, pero
en estas leyes no reside el significado de la realidad. Son, entonces, categorías vacías
que no pueden explicar ni significar el mundo. El sentido es intraducible de una lengua
a otra. El lenguaje artificial jamás podrá nombrar el mundo, ya que es el contenido
semántico –siempre intraducible– lo que configura la realidad.
La anécdota cifra dos de los principios constructivos de la novela. Por un lado, la
crítica implícita al generativismo supone la condición de posibilidad de la pluralidad de
los relatos en la historia principal ya que cada lengua constituye una realidad
intraducible. La isla propone un espacio en el que se conjeturan las posibilidades del
devenir del lenguaje en el flujo de la traducción. Este proyecta las indefinición en las
fronteras y en los sujetos; “en la isla no se conocen la imagen y la categoría de
extranjero (…) (La nación es un concepto lingüístico)” (Piglia, La ciudad ausente 122).
El límite entre lo propio y lo ajeno se vuelve lábil, la subjetividad se desdibuja. El relato
de la isla parte de una idea romántica, la patria es la lengua, pero para demostrar que la
relación con la lengua materna es, como afirma Derrida en El monolingüísmo del otro,
siempre fantasmática; “Los individuos pertenecen a lengua que hablan todos en el
momento de nacer. Así surge en el mundo (…) algo que a todos se nos aparece y donde
todavía no ha estado nadie: la patria” (Piglia, La ciudad ausente 122). La imposibilidad
de recordar el origen en una memoria que varía con la lengua, muestra que esta y la
patria están unidas y perdidas para siempre en una infancia remota e inefable, un
recuerdo de lo inexistente. Las mutaciones de la isla funcionan dentro de la trama para
evidenciar que no hay manera de recuperar el momento pre-babélico, que no hay una
forma única y precisa de decir el mundo.
El relato de la isla también remite a una máquina que produce historias. Nolan,
un irlandés refugiado que llega por primera vez a la isla desierta tras un naufragio, se
vale de unas viejas cintas para construir una máquina capaz de contar historias que
alivien la soledad del destierro. La llama como la mujer de la que había estado
enamorado: Livia Anna, nombre que luego deriva en Ana Livia Plurabelle. Este nombre
recorre los distintos planos ficcionales, a veces traducido o con una ligera variante. Sin
embargo, la omnipresencia de Ana Livia Plurabelle no sólo abre el sistema de
referencias cruzadas dentro de la historia sino que también agrega una referencia
exterior e intertextual que constituye otro punto clave para leer la historia: ella es un
personaje de Finnegans Wake de Joyce. Este es el libro fundacional de la isla –el único
que puede seguir siendo leído a lo largo de las mutaciones lingüísticas porque la lengua
en la que está escrito está en constante mutación–.
La ambivalencia de sentido de la palabra “wake” remite a dos núcleos temáticos
sobre los que la novela de Piglia insiste. En primer lugar, se trata de manera evidente de
la imposibilidad misma de la traducción; no hay palabra1 en otra lengua que condense
en su significado velorio –que connota una muerte– y despertar –que, contrariamente,
remite a la vida–. En segundo lugar, esta afirmación de ambigüedad que se despliega
sobre toda la novela reúne la vida y la muerte en la aparición de lo desaparecido y en el
despertar de aquello que ha muerto.

El signo equívoco de la Esfinge

Tanto la historia de Macedonio como la de la isla son relatos míticos mediante


los cuales la máquina se imagina en la tematización de la traducción. Sin embargo, sólo
la primera es la historia oficial, la que se puede leer en las placas del museo; el resto de
las historias son explicadas como productos de los desperfectos del funcionamiento de

1
La traducción más parecida al español podría ser “velar”, sin embargo, no significa estrictamente
despertar sino permanecer despierto, con lo que la tensión tan clara en el término inglés entre la vida y la
muerte se desdibuja.
la máquina. De esta manera, la inversión de planos ficcionales y la relación que la
máquina establece con los discursos sociales quedan prolijamente borradas.

“(…)cuando vieron que no la podían desconocer, que hasta los cuentos de Borges venían de la
máquina de Macedonio, que incluso estaban circulando versiones sobre lo que había pasado en
las Malvinas; entonces decidieron llevarla al museo, inventarle un museo, compraron el edificio
de la RCO y la exhibieron allí, en la sala especial, a ver si la podían anular, convertirla en lo que
se llama una pieza de museo, un mundo muerto(…)” (Piglia, La ciudad ausente 145).

En “Conversación en Princeton”, Piglia brinda una explicación –siempre


matizada por la idea de que el autor está lejos de darle un sentido último a la obra–
sobre qué función cumple el museo en la novela: “cuando la escribí pensé que la
máquina tenía que estar en un museo. La forma vino por ahí: un objeto mítico, fuera de
circulación y por lo tanto en un museo, un sistema de corredores y vitrinas, donde la
máquina está conservada” (Piglia, "Conversación en Princenton" 214) De acuerdo con
lo que propone Piglia, el museo de La ciudad ausente funciona del mismo modo que
para Foucault, en “El orden del discurso”, el canon o el comentario, es decir, como un
mecanismo de dominio sobre la producción discursiva de aquel objeto poderoso y
peligroso; el museo impone el espacio exegético de la historia oficial para neutralizar
las posibilidades performativas del discurso.

La producción de discursos está controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número


de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el
acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y terrible materialidad (Foucault, “El orden de
discurso” 1)

La literatura es uno de aquellos discursos que –encriptados y plagados de


significados que los desbordan– resultan aterradores porque se presentan como enigmas
irresolubles. Otro de ellos es la locura.
En la novela, encontramos numerosos personajes femeninos que están locos. El
recorrido de Junior comienza con la llamada de una mujer, Julia Gandhini, que se
encuentra en un manicomio y parece conocer los secretos que se esconden tras los
relatos oficiales de la máquina. La historia de Julia es bastante afín a la de Helena
Fernández –cuyo nombre es también el de la mujer de Macedonio–; ambas han perdido,
de acuerdo a los doctores y la policía, el principio de realidad. Cuando Junior se
encuentra por fin con Julia, nota que han modificado por completo su percepción de la
historia; para hablar de su pasado guerrillero, Julia se apropia del discurso oficial, al que
repite como autómata:

Yo en el ‘73 interpretaba la realidad más impulsada por la emotividad que por la lógica política.
Hoy mi visión del pasado es totalmente distinta. Vivíamos en el fanatismo ideológico (…)
Crecimos a partir de una cultura civil y conciencia política equivocada (Piglia, La ciudad ausente
90)

La policía llega en el momento del encuentro y vuelve a encerrar a Julia.

Vive en una realidad imaginaria –dijo el comisario–. Está en la fase externa de la fantasía, es una
adicta huyendo de sí misma. Introyecta sus alucinaciones y debe ser vigilada. La policía usaba
ahora una jerga lunática, psiquiátrica y a la vez militar. De ese modo pensaba controlar los
efectos ilusorios de la máquina. (Piglia, La ciudad ausente 95)

Agamben retoma el mito de Edipo y la Esfinge para analizar cómo desde un


tiempo arcaico se manifestó cierto malestar frente a lo simbólico: “la enseñanza
liberadora de Edipo es que lo que hay de inquietante y tremendo en el enigma
desaparece inmediatamente si se vuelve a llevar su decir a la trasparencia de la relación
entre significado y su forma” (Agamben 232). Sin embargo, de la misma manera que,
como advertíamos más arriba, el misterio de la máquina es irresoluble y en esta
irresolución la trama pone de manifiesto una epistemología errante, el significado del
enigma, afirma Agamben, no lo preexiste. La función arcaica del enigma no es la
función lúdica que ahora se le atribuye, antes bien, éste ponía de manifiesto el carácter
imposible de todo símbolo, es decir, apuntaba a la fractura de la presencia, que según
Agamben, es el fundamento y condición de posibilidad del lenguaje. La experiencia
ante el enigma, como lo ilustra el mito, es dramática y mortal para quien se interne en
ella.
Así como la jerga psiquiátrica intenta invalidar el discurso de Julia, colocar a la
máquina en el interior de un museo y buscar, por otro lado, decodificar las historias que
produce constituyen tentativas por desactivarla. El control tanto sobre estas mujeres
como sobre la máquina obedece a la búsqueda por neutralizar los poderes que encierran
los lenguajes de la locura y la literatura.
La exégesis y el discurso psicoanalítico son procedimientos mediante los que el
Estado –una macroconciencia reguladora de los discursos– intenta descifrar los enigmas
y disipar el velo inquietante del que invisten sus símbolos. Respecto al psicoanálisis,
Agamben refiere: “así como Edipo descubre el significado escondido en el enigma de la
Esfinge y al hacer así libra a la ciudad del monstruo, el análisis encuentra el
pensamiento latente detrás de la cifra simbólica que se manifiesta y cura la neurosis”
(Agamben 244). El análisis, propone Agamben, es una forma de traducción de lo
impropio y oscuro del lenguaje simbólico al lenguaje en apariencia trasparente de la
conciencia. La lectura exegética, podemos aventurar, opera de la misma forma, reduce
la aparición de lo múltiple y conjura el enigma de los textos y la multiplicidad de
significados que suscitan; sin embargo, como mencionábamos en el apartado anterior, la
traducción siempre es ilusoria, traducir es experimentar la irreductibilidad de un código
a otro, y esta irreductibilidad constituye para la invención de Macedonio, una
posibilidad de resistencia.

La nueva conquista de Buenos Aires

La máquina es una estrategia metaficcional, un espejo deformante por el que la


ficción se autorrepresenta siempre distinta a sí misma. Así como es imposible encontrar
un sentido único al enigma que representa, de la misma forma, el museo trasciende la
correspondencia alegórica y abre a partir de una red intertextual la multiplicidad de
sentidos. El museo remite constantemente a textos que constituyen una clave de lectura
y una filiación. En este caso, recuperaremos dos que, además de ser los más evidentes,
resultan concernientes a la lectura que proponemos en tanto plantean una tensión entre
lo virtual y lo real de la que se desprenden reflexiones de carácter ontológico y estético
que recoge la trama de la novela.
Sobre el primero, Museo de la novela de la Eterna, La ciudad… volverá una y
otra vez. El significado del “museo” del título es esquivo pero revelador. En ningún
momento se explicita qué significa; sabemos, sin embargo que la obra de Macedonio
parte de la premisa vanguardista de que el arte no debe imitar la vida sino intervenir en
ella: si la novela es un artificio que se pone en evidencia a sí mismo, el museo es el
hogar de la no existencia en el que habitan los personajes; aquel espacio en el que se
cumple la paradójica inmortalidad de lo que nunca estuvo vivo. Los personajes se
encuentran allí en un estado de suspensión: están a la espera del ser, del amor o del
regreso de la muerte de la mujer amada y sólo salen de la novela para realizar la
emblemática conquista estética de Buenos Aires.
El museo puede ser, entonces, el espacio –junto con el arte y la técnica– donde la
utopía de la vida eterna parece posible. En “Cuerpos inmortales”, Boris Groys analiza el
caso de Nikolái Fiódorov, un filósofo ruso de comienzos del siglo XIX, cuyo proyecto
parece ampliar los dominios de la biopolítica más allá de las fronteras de la vida;
Fiódorov sostiene que la inmortalidad es la condición indispensable para el verdadero
socialismo. Es el Estado quien debe encargarse de “la creación de condiciones
tecnológicas, sociales y políticas bajo las cuales sea posible resucitar a toda la gente que
alguna vez estuvo viva” (Groys 151); a través del museo, Fiódorov, encuentra una
forma para visualizar la preservación eterna de la vida por fuera de la perspectiva
meramente metafísica de la religión cristiana:

el museo es una máquina que hace que las cosas duren, que las vuelve inmortales. Y como cada
ser humano es también un cuerpo entre otros cuerpos, una cosa entre otras cosas, los humanos
también pueden ser bendecidos con la inmortalidad otorgada a las cosas del museo (Groys 154)

El museo, a la vez, puede contener en sí mismo otro artificio de la inmortalidad:


la obra de arte. Fiódorov –desde una concepción realista del arte– comprende que este
inmortaliza a través de imágenes el presente.

Todas las personas que vivieron alguna vez deben levantarse de entre los muertos bajo la forma
de una obra de arte a ser preservada en los museos. La tecnología debe volverse tecnología
estética. Y el Estado debe convertirse en el museo de la población (Groys 155)

Sin embargo, cabría preguntarse bajo qué precio se conserva un cuerpo o un


objeto en el museo; la inmortalidad se paga paradójicamente con la vida; sometidos al
proceso de taxidermia los cuerpos se conservan en una pose natural en un estado de
completa suspensión. La presencia de las obras vanguardistas en el museo hace que su
irreverencia se diluya cuando la posibilidad de subvertir las leyes de la institución arte
se institucionaliza ella misma. No obstante, en la obra de arte siempre queda un residuo
inclasificable e ingobernable que resiste a la neutralización del museo.
El segundo texto es la Invención de Morel. En La ciudad ausente la filiación
con la novela de Bioy Casares aparece sutilmente a través del guardia del museo,
Fuyita, nombre del artista cuyas pinturas adornan el salón principal del edificio de la
isla de Morel. En la novela de Bioy Casares el precio que se paga por la inmortalidad se
hace explícito: para estar toda la eternidad con la mujer amada –con la imagen de la
mujer amada– el protagonista decide devenir él también imagen; la metamorfosis exige,
sin embargo, la progresiva abolición del cuerpo. Desde su llegada, el prófugo llama
ambiguamente “hotel” y “museo” al edificio donde aparentemente residen personas
vivas; la tensión entre los términos se volverá cada vez más significativa cuando
comprendamos junto con el protagonista que esas personas son en realidad
proyecciones de una máquina que se encuentra en el sótano del edificio.
Si el significado de museo en Macedonio responde a la concepción de la
literatura como espacio conjetural desde el que se comprende una inmortalidad
metafísica y estética, el museo de Bioy se representa, en cambio, como un lugar
efectivamente real y -aunque, como veremos más adelante, la inmortalidad supone
también una reflexión ontológica, esta se manifiesta secundariamente a través de una
especulación científica- los fantasmas artificiales son productos de un avance de la
técnica. En La invención, como en el proyecto de Fiódorov, el arte, la tecnología, las
imágenes son artificios en los que se proyecta la utopía de la vida eterna.
Una de las historias sobre el origen de la máquina de Macedonio relata que la
traducción es, en realidad, sólo el medio para generar, a través de una red de relatos, un
mundo virtual en el que fuera posible anular la muerte. Esta invención conjuga la
utopía vanguardista del “arte y vida” con la de la inmortalidad. El Macedonio de La
ciudad ausente afirma que la máquina se trata de un aquenó, es decir, uno de “aquellos
aparatos a cuya realización siempre precede una expectativa incrédula” (Piglia, La
ciudad ausente 42). En la obra de Piglia –tanto en sus ensayos como en la ficción– la
utopía es un concepto fundamental: la literatura interviene en la realidad política a partir
de su carácter utópico. Como espacio de resistencia y contrarrealidad “la literatura es
siempre inactual, dice en otro lugar, a destiempo, la verdadera historia. En el fondo
todas las novelas suceden en el futuro” (Piglia, Una trama de relatos 35). La invención
de Macedonio parte de esta premisa, se trata de oponer a lo existente, lo posible.
El museo es un espacio central en La ciudad ausente, no sólo porque, como
afirmábamos en el apartado anterior, en este se manifiesta la censura del Estado ante la
pluralidad de discursos, sino porque al mismo tiempo en él se escenifica la posibilidad
utópica de la inmortalidad. En esta tensión entre los significados del museo se revelan
los mecanismos mediante los cuales la máquina (y la propia novela) opone –
sometiendo, a través de la traducción, al lenguaje a un constante desplazamiento que
hace resonar en los signos armónicos olvidados– la pluralidad y la hiperinflación de
significantes a la voluntad de unificación y normalización del Estado. Por otra parte, en
la resignificación de la palabra –la superposición de nuevos significantes no borra los
anteriores– se escenifica una verdadera lucha política por los espacios.
Aunque obedece a una voluntad de control y disciplinamiento que se extiende
sobre la ciudad, el museo –un mundo silencioso de corredores y vitrinas en el medio de
los cursos vertiginosos de la vida social–, al igual que la utopía, responde a lógicas
heterogéneas. En “De los espacios otros”, Foucault describe aquellos emplazamientos
que se encuentran por fuera de la red espacial que organiza la vida social en una serie de
oposiciones y clasificaciones: lo público y lo privado; la recreación y el trabajo; de
retención y de circulación. Sin embargo, Foucault distingue los emplazamientos reales
de aquellos cuya existencia no ocurre en un espacio real. El museo, así, se diferenciaría
de la utopía porque esta es esencialmente irreal mientras que aquel es una heterotopía,
es decir, un contraemplazamiento donde la utopía aparece efectivamente realizada:
“todos los emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de la cultura
están a la vez representados, cuestionados e invertidos, especies de lugares que están
fuera de todos los lugares, aunque sean efectivamente localizables” (Foucault, "De los
espacios otros" 14). Como su heterogeneidad obedece a la voluntad de acumulación y
preservación del pasado, el museo es además una heterocronía, un tiempo otro que
contiene, organiza y archiva todos los tiempos.
Sin embargo, entre la utopía y la heterotopía, Foucault advierte una experiencia
medianera; un entre dos, entre la irrealidad de la primera y la materialidad de la
segunda; la del espejo: “un espacio irreal se abre virtualmente detrás de la superficie del
espejo” (Foucault, "De los espacios otros"). Este espacio, como el espacio utópico, muestra
el mundo real invertido; sin embargo, el artificio especular realmente existe, y su reflejo
–de la misma manera que el lenguaje– permite situarse en la realidad, pero –también al
igual que el lenguaje– ese situarse en el mundo real se hace a través de la ausencia de lo
representado. El espejo puede ser entonces otro artificio a través del cual se irrealiza el
mundo; la condición de posibilidad de verse situado en el mundo real se da sólo a través
del retorno de la mirada desde un espacio virtual; como una experiencia de la propia
ausencia. Si la presencia se ve del otro lado, entonces, es porque se está ausente en el
lugar en el que se está.
Tanto en La invención de Morel como en El Museo de la Novela de la eterna, el
encanto especular se apodera de los hombres y del mundo. En la novela de Bioy, el paso
de espectador a imagen supone una inversión de los planos ficcionales que implica
además –cuando este devenir termina por consumir el cuerpo– la desestabilización de la
relación ontológica entre ser y apariencia que supone que esta no es más que el
epifenómeno del ser. Si al ser se le roba la imagen y de aquel no queda nada: ¿hay,
entonces, alguna diferencia entre lo aparente y lo existente? Una nota del editor
(también ficcional) hace extensiva la reflexión a toda la realidad existente; cuando el
fugitivo explica el funcionamiento de la máquina, concluye “Ya no han de quedar
puntos inexplicables en mi diario”; el editor, sin embargo, anota “queda el más
increíble: la coincidencia, en el mismo espacio de un objeto y su imagen total. El hecho
sugiere la posibilidad de que el mundo esté constituido exclusivamente por sensaciones”
(Bioy Casares 147). En esta nota emerge una posibilidad implícitamente presente en
todo el diario: quizá no existan diferencias sustanciales entre ser y apariencia, entre
realidad y ficción. La experiencia especular también se dibuja sutilmente en la trama de
La invención…, que describe una serie de planos ficcionales que se superponen: las
imágenes, el espectador que escribe el diario, el editor. Esta densidad ficcional de la
novela, advertida por Borges, es multiplicada al infinito en “Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius”; Bioy es el personaje que señala la maldición silenciosa del espejo: “La cópula
y los espejos son abominables, porque multiplican el número de los hombres” (Borges
14). En Tlön, la lógica especular se hace principio constructivo y los personajes se
internan en los planos multiplicados de una utopía idealista que terminará por invadir la
realidad.
En El museo… este es el artificio que, al mismo tiempo que conduce a los
personajes al exterior en la conquista estética de Buenos Aires, pierde, como
contrapartida, a los lectores en el espesor laberíntico de la trama. Lejos del reflejo
estético a partir del cual Lukács concebía el realismo como la representación sensible de
los particulares, en la especularidad de la ficción macedoniana, encontramos en la
posibilidad de reflexión, un espacio de autoconciencia que constituye una proclama de
autonomía: la ficción, liberada de la realidad no replica a otra cosa que a sí misma.

-Nuevo lector: yo espero nerviosamente mi turno de descender a las páginas de la novela ¿no lo
estoy ya?
-QuizáGenio: ¿de veras, lector, eres quien lee, o eres leído por el autor, puesto que te dirige la
palabra, habla a la representación que de ti tiene y te sabe como se sabe a un personaje?
-Lector: Nada me interesa quién sea; me basta ese delicioso mareo que me entra en los ámbitos
sutiles de la novela. (Fernandez 183)

La eternidad es posible, al igual que en La invención de Morel, a través de artificios


especulares: “Soy imaginador de una cosa: la no muerte y la trabajo artísticamente por
la trocación del yo”; este es un cambio ontológico, no es de “un ser viviente a otro o de
un soñado en lugar de otro (…) sino del ser a imagen, de ser y parecer no ser real, y
viceversa” (Fernandez 36). La inmortalidad, como decíamos anteriormente, se cumple
con el paso a lo virtual.
Suponer que en La ciudad ausente se tematiza la utopía, aunque no es una
afirmación incorrecta, implicaría olvidar el artificio mediante el que los planos
ficcionales se entrelazan. En su paradójica realización no sólo se juegan reflexiones
ontológicas y estéticas, ésta supone, además, una serie de pasajes (entre los discursos
sociales y la literatura, entre la ficción y la realidad, entre lo posible y lo existente, entre
lo utópico y lo heterotópico) que traman la ficcionalización de un espacio literario –una
estancia– de intervención política. Esta voluntad de continuidad e interconexión
pareciera proyectarse –al introducir huellas de discursos políticos y sociales– hacia los
exteriores de la novela.

Bajo el signo de un eros perverso

Al inicio del trabajo afirmamos que, ante la imposibilidad de nombrar la


realidad, en los pliegues metaficcionales de la novela se configura una reflexión sobre
las posibilidades de la literatura de abrir un espacio otro que puede leerse a partir del
concepto de lo fantasmático que desarrolla Agamben. La traducción, por una parte, y la
utopía de la vida eterna, por otra, son dos de los temas a partir de los cuales la máquina
reflexiona sobre la relación fantasmática que establece con lo real.
Otro de los modos mediante los que se tematiza la representación es a través de
la recurrente figura del melancólico. Analizaremos dos de los relatos de la máquina en
los que esta ocupa un lugar central.
El primero de ellos tiene nuevamente a Macedonio como protagonista. La
máquina es en realidad un ciborg, un invento ideado por él y construido por el ingeniero
húngaro Russo para perpetuar la memoria de la mujer amada. Tras la muerte de su
esposa, Macedonio descubre la posibilidad de devolverla artificialmente a la vida a
partir de la recuperación de los nudos blancos: zonas del cuerpo y del lenguaje en las
que la memoria persiste, “mitos (…) que definen la gramática de la experiencia” (Piglia,
La ciudad ausente 66); se trata de un código inscripto en el cuerpo, un núcleo genético y
lingüístico, origen y explicación de todas las historias.
La medicina neumática medieval, afirma Agamben, “considera el amor como un
proceso esencialmente fantasmático, que implica conjuntamente la imaginación y la
memoria en una asidua rabia en torno a una imagen pintada o reflejada en lo más íntimo
del hombre” (Agamben 164). No es el cuerpo sino aquella imagen que de él se forma,
el fantasma, el origen y el objeto de todo deseo amoroso. Esta idea no es restrictiva de
la medicina neumática sino que forma parte de una tradición de la fantasmología
medieval en la que “convergen la teoría de la imaginación con la teoría neoplatónica del
pneuma (…). El dolce stilnovo y el amor cortés replican y resignifican la imposibilidad
del objeto de deseo, haciendo de este un topos común en la literatura. Las lecturas
medievales de los relatos de Narciso y Pigmalión aluden al ‘obsesivo embeleso [por]
una imagen, según un esquema psicológico por el cual todo auténtico enamoramiento es
siempre un ‘amar por sombra’” (Agamben 150).
En este relato de La ciudad ausente, el carácter fantasmático de la literatura se
une al carácter fantasmático del objeto amoroso. Como la imagen holográfica de
Faustine en La invención de Morel, la máquina es también símbolo del objeto de amor y
a la vez de su pérdida. La invención de Morel literaliza el enamoramiento que describe
la medicina medieval; la imposibilidad de consumar el amor hacia la imagen es lo que
literalmente consume al cuerpo mismo2. Aunque la imagen es una representación
externa y no mental, el fugitivo hace de ella una proyección de sus propios deseos; en el
curso del relato –que describe como Faustine se transforma en un objeto cada vez más
inalcanzable– su significado, para el prófugo, deviene de lo puramente banal a lo
sublime. Mientras que, enamorado de una imagen, el fugitivo, puede compararse con

2
Incluso el protagonista que termina consumiéndose en la aproximación fatal al objeto del deseo parece
sufrir los mismos síntomas que describe la medicina medieval cuando refiere al enamoramiento
melancólico; “el alma del amante es arrastrada hacia la imagen del amado (…) Entonces el cuerpo se
deseca y caduca y los amantes se vuelven melancólicos” (Agamben 47).
Narciso, la construcción artificial del propio objeto de deseo acerca al Macedonio de La
ciudad ausente a Pigmalión.
Sin embargo, ante esta afirmación es posible objetar que, de acuerdo con la
distinción freudiana entre luto y melancolía que recoge Agamben, si bien en ambos hay
una pérdida, mientras que el primer caso pareciera corresponderse efectivamente con los
mecanismos melancólicos –la imagen de Faustine es el símbolo de una pérdida que en
realidad nunca ha ocurrido–; Macedonio ha sufrido, en cambio, una pérdida verdadera.
Sin embargo, ¿quién es realmente Pigmalión en esta historia? En la escena final de la
novela, la máquina, desde la soledad del museo, entreteje en una narración delirante
todas las historias; escondida en la trama de relatos superpuestos se encuentra esta
afirmación: “estoy segura de que no voy a dormir, sueño con un ingeniero húngaro que
se refugia en una casa de campo” (Piglia, La ciudad ausente 159). Si el relato de la
invención de Macedonio no es más que otro de los mitos mediante los que la máquina
se explica a sí misma, habilita una duda que se legitima en la inversión de planos
ficcionales propia de la novela: ¿es Macedonio el que construye una imagen de aquello
que ha perdido o es la máquina quien inventa en su soledad un padre-amante objeto de
un amor imposible?
De la misma manera que los nudos blancos constituyen códigos donde se
almacena el sentido y la memoria en el cuerpo, la historia opera a partir de núcleos de
sentido que se someten a variaciones y desplazamientos. Estas palabras, nombres e
historias constituyen indicios de un sentido al que, sin embargo, es imposible acceder en
su totalidad.
No es casual, entonces, que la otra historia que analizaremos a continuación,
insista en versionalizar una y otra vez el mito de Pigmalión. Una niña con una extraña
patología concibe el mundo como “una extensión de sí misma y de su cuerpo” (Piglia,
La ciudad ausente 53); una tarde de verano ante el ventilador la niña experimenta
fascinación por la identificación con su funcionamiento: un eje sobre el que la
maquinaria se desplaza. Cuando su madre apaga el ventilador, la niña deja de hablar.
Para recuperar el lenguaje, una operación imposible si se toma como base la referencia
externa de la que –puesto que desconoce la idea de exterioridad– la niña carece, el padre
le cuenta varias versiones de una misma historia en diferentes lenguajes: un hombre que
le da vida a una estatua poniéndole su anillo de casado.
La niña comienza recuperar el lenguaje cuando por fin lo utiliza para referirse a
algo más allá de la trama de las historias: le pide al padre para sí el anillo. Sin embargo,
su curación a través del trascender de la repetición de los relatos del padre, supone
paradójicamente un vínculo con aquellos: “la muchacha vuelve a la vida gracias a los
relatos del padre. Narrar es darle vida a la estatua, hacer vivir a quien tiene miedo de
vivir” (Piglia, La ciudad ausente 59) piensa Junior cuando lee la historia en el museo. A
su alrededor, se exponen objetos que explican el relato a partir de la pérdida
fantasmática de la melancolía: un ejemplar de The anathomy of melancholy de Burton,
El sueño del doctor de Durero, una placa que reza “el que ha perdido su mujer moldea
sin tregua una estatua y piensa en ella. Vivir solo o fabricarse la mujer perdida. La
pasión le permite al enamorado elegir el segundo sueño” (Piglia, La ciudad ausente 59).
La nena, otra representación imaginaria de la máquina, al igual que el lenguaje literario,
no refiere directamente a la realidad exterior, su nombrar es un nombrarse a sí misma.
En los pliegues de las historias que representan para ella las versiones de Pigmalión,
logra trascender la autorreferencialidad cuando pide a su padre el anillo.
Bajo el signo fantasmático de la melancolía, se reúnen entonces la literatura, la
locura y el deseo. Ante la imposibilidad, ya sea del objeto de la representación o del
deseo, la melancolía construye un espacio en el que es posible recuperarlo –aunque sea
sólo como una pérdida–, a través de lo que Freud llama una “satisfacción alucinatoria
del deseo” (Agamben 57). El desborde de la facultad imaginativa que logra evadir la
barrera de la realidad puede asociarse además al acto creativo. No es casual, entonces,
advierte Agamben, que ya los médicos medievales notaran una relación entre aquel y la
melancolía.
Estos relatos de La ciudad ausente parecieran explicar las historias de la
máquina a partir del delirio melancólico de la máquina, que recrea una y otra vez un
espacio de pérdida y restitución. Si en este acto de satisfacción alucinatoria se niega un
principio de realidad, que resulta, como afirmábamos anteriormente, una imposición del
Estado, la fantasía literaria de la máquina adquiere, entonces, incumbencia política.
Cuando la construcción de esta estancia de restitución simbólica del objeto de amor se
entreteje con lo social, comienza a concebirse un espacio de combate por los sentidos
sociales, en el que se presenta una posibilidad de recuperación de la palabra. “Hay que
resistir. Nosotros tratamos de construir. Una réplica microscópica, una máquina de
defensa femenina, contra las experiencias y los experimentos y las mentiras del Estado”
(Piglia, La ciudad ausente 142) dice Russo. La máquina puede constituir una forma de
resistencia ante la inteligencia del Estado que impone una memoria única y centralizada.
Los nudos blancos no sólo almacenan los recuerdos privados, son también núcleos de
una memoria colectiva, una memoria minoritaria que ha sido reducida a relatos
insignificantes y ficcionales. No obstante, es esa misma condición ficcional de la
memoria la que constituye la posibilidad de resistencia. La memoria minoritaria está
signada por el horror y por el acontecimiento traumático frente a los que no puede
encontrar un sentido último ni una explicación, por lo que cada rememoración
desencadena una versión distinta del hecho. Recordar es, así, un acto de imaginación y
creatividad. La imaginación se concibe, entonces, no como una mera evasión sino como
una práctica política.3

El acontecer de lo ausente

La máquina que despliega, como afirmábamos al inicio, sobre la ciudad, un


mapa de lo virtual, hace aparecer, al mismo tiempo, su cartografía oculta. Al comienzo
de la novela, Junior oye uno de los relatos que circulan clandestinamente: la voz de un
hombre que da testimonio sobre su encuentro con el horror:

En la tierra, como un mapa, lo que yo le cuento, que le doy la certidumbre, era un mapa, quiero
decir, de tumbas desconocidas, con una parte escarchada como una losa. Después tierra o pasto.
(…) En invierno se veía eso en la pradera de Las lomitas. Que se había quemado el pasto con la
helada y se notaban todos los pozos, principalmente los que estaban con la cal, se notaban
uniformes, unos de una forma, otros a lo largo, se notaba mucha cantidad le puedo decir. Un
mapa como vemos acá en estos mosaicos, así, eso era el mapa, parecía un mapa, después de la
helada la tierra, negro y blanco, inmenso el mapa del infierno (Piglia, La ciudad ausente 37, 38)

3
En el interior de la obra crítica y literaria de Piglia, el género de la máquina tampoco es un detalle
insignificante. Piglia tiende a buscar la metáfora que condense una multiplicidad de sentidos y pueda
explicar un corpus de textos o una realidad política o histórica; la identidad femenina en este caso es una
de ellas. En “Ficción y Política en la literatura argentina”, Piglia remite a los inicios de la literatura
Argentina para explicar su relación con el discurso político siglo del XIX; “la ficción está asociada con el
ocio, la gratuidad, el derroche de sentido, lo que no se puede enseñar; se asocia con el exceso, con el azar,
con las mentiras de la imaginación como las llama Sarmiento.” (Piglia, "Ficción y política en la literatura
argentina" 116). Si en la novela el relato rector del Estado intenta imponerse como principio de realidad
(Piglia, La ciudad ausente 142), el exceso de sentido que implica cualquier otra narración es peligroso;
las voces de los ranqueles, de los esclavos y de las mujeres sólo comunican las mentiras de la
imaginación. En este sentido, en La ciudad ausente, el cuerpo femenino encarna la resistencia de la
ficción. Invisibilizada en el espacio de la gratuidad, de la evasión y de lo íntimo, la literatura constituye, a
pesar de ello, un espacio de contrarrealidad y de participación política.
Los cuerpos se ocultan pero no del todo, bajo la tierra y cubiertos con cal, se
hace de ellos un signo que cifra el dominio y el horror. Una tras otra las tumbas
constituyen también una marca sobre el territorio, un mapa del genocidio. Francine
Masiello, para leer la problemática mimética de los autores de la década del ’90,
recupera y resignifica el tropo del desaparecido agregándole una nueva capa de
significados a la emblemática figuración de las décadas anteriores: ante lo efímero de
los valores, figuras y formas del presente, la literatura se hace cargo de la ausencia,
“trabaja con los espacios invisibles. Aquí lo desaparecido ocupa un espacio en la
imagen creadora” (Masiello 88). En este contexto, lo fantasmático no sólo es la
configuración de espacios de restitución simbólica sino que, además, es la irrupción de
lo desaparecido que abre una posibilidad de justicia. Para decirlo de una vez: no se trata
ya meramente de lo fantasmático sino del fantasma, que de acuerdo con la figuración de
Derrida, comporta sentidos éticos y políticos.
El fantasma opera en Derrida como un desestabilizador de la realidad y de la
temporalidad, se encuentra en un entre dos: entre la vida y la muerte, la presencia y la
ausencia, el pasado y el presente, lo visible y lo invisible, lo sensible y lo intangible. Así
como la palabra wake impone a su contexto una ambigüedad irremediable, la presencia
del fantasma desquicia.
El artificio de Macedonio, al igual que el fantasma, está siempre en un entre
dos: se trata de un ciborg, un híbrido entre humano y máquina, entre la vida y la muerte
(o la no vida). Inserta entre la memoria social y la trama íntima del recuerdo, la máquina
produce historias que entretejen la realidad con la ficción y abren, como la experiencia
medianera del espejo, un espacio que es a la vez utópico y heterotópico.
Las historias de la máquina escenifican, a través de la traducción y de la
melancolía, la posibilidad literaria de la presentificación de lo ausente. El relato de las
tumbas desconocidas va más allá, así como otros en los que se encuentra implícito el
signo del horror, y pone en evidencia que los lazos fantasmáticos que la literatura tiende
hacia la realidad hacen aparecer aquello que no se puede nombrar. La máquina, como la
llegada del fantasma, supone lejos de una mera invención imaginativa, un mecanismo
de inyucción de los planos ficcionales; logra desbaratar los discursos y prácticas que
conforman el ejercicio del poder por parte del Estado. En la aparición de lo soterrado,
en la manifestación de lo censurado, se esboza un intento de justicia para aquello otro
que no se encuentra presente, una justicia que va más allá del derecho y contempla
“esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos” (Derrida 13).
Conclusión

La máquina es el punto en el que converge la red heterogénea de relatos. En


primer plano, está, entonces, la escritura, no como producto de un autor –ya que este se
encuentra borrado por la superposición ficcional o, en todo caso, es una invención de la
máquina– sino en su mismo ejercicio.
En su Lección Inaugural, Barthes, recuerda la teoría foucaultiana del ejercicio
del poder: a todo discurso subyace no una voluntad de conocimiento sino de dominio.
La sociedad puede representarse, de acuerdo con Piglia, como una compleja trama de
relatos, “El Estado centraliza las historias; el Estado narra. Cuando se ejerce poder
político se está imponiendo una manera de contar la realidad” (Piglia, "Una trama de
relatos" 33). Inserta en la compleja trama de relatos sociales, la máquina opera como un
mecanismo de subversión: reproduce, versionaliza, traduce, superpone sentidos, invierte
planos ficcionales. Este complejo formalismo no reduce a la obra a una mera
construcción autorreferencial. Al contrario, la novela pareciera reflexionar una y otra
vez, cuáles son los modos literarios de intervención política. Paradójicamente, éstas no
se encuentran en la injerencia directa en la realidad, sino al contrario, sustrayéndose de
ella y sustrayéndose también de un lenguaje ocupado, intervenido; la literatura se
propone como un espacio de suspensión; “hacer trampas con la lengua, hacerle trampas
a la lengua (…) permite escuchar a la lengua fuera del poder” (Barthes 97).
Frente a la imposición de un sentido único que supone la narración del Estado,
la máquina opera a partir de inductores de ambigüedad: la melancolía como posibilidad
paradójica hacer aparecer lo que nunca se ha perdido, la traducción que constantemente
desplaza a la lengua fuera de sí misma, out of joint como expresa Derrida. A través de lo
fantasmático se dramatiza la posibilidad de la literatura de configurar intervalos de
desprendimiento (Barthes 114), estos lejos de representar una vía para la evasión; hacen
aparecer en los pliegues ficcionales, aquello que está vedado. En el ejercicio de la
escritura –no obstante su autorreferencialidad pero también gracias a ella– algo del
orden de real se manifiesta como aquello desaparecido, aquello que no puede
nombrarse, pero frente a lo que se insiste una y otra vez.
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