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Piglia
El público miraría nuestros jirones de arte, escenas de la novela ejecutándose en las calles,
entreverándose a jirones de vida, en veredas, puertas domicilios y creería ver vida; el público
soñará a la par que la novela pero al revés: para esta su vigilia es su fantasía; su ensueño la
ejecución externa de sus escenas (…) Novela cuya existencia fue novelesca por tanto anuncia,
promesa y desistimiento de ella, y será novelesco un lector que la entienda (Fernandez 19)
En la calle los autos iban y venían. ‘Vigilan siempre aunque sea inútil’ pensó Junior. El cielo
estaba gris, a las cuatro menos diez el helicóptero de la presidencia pasó sobre la avenida hacia el
río. Junior miró la hora y se metió en el subte. Dirección Plaza de Mayo. Iba recostado contra el
vidrio, medio dormido, se dejaba mover por el vaivén del vagón. Se miran unos a otros, los giles,
van bajo tierra para eso. Una vieja iba parada, la cara hinchada de tanto llorar. Gente sencilla,
proletas vestidos de salir, ropa moderna de Taiwán (Piglia, La ciudad ausente 18)
Se percibe la sensación latente de que algo horroroso está ocurriendo por debajo
de la vida cotidiana de las personas; signos del terror y la muerte: una mujer con la cara
llorosa, la presencia impersonal de alguien que vigila, el helicóptero que sobrevuela
misteriosamente la ciudad. Estos signos conviven con otros más evidentes, los del
consumo y el trabajo: los proletarios con ropa de Taiwán, cuerpos políticamente dóciles
y económicamente productivos.
En esta indeterminación temporal se manifiesta el núcleo antirrealista sobre el
que la novela – al poner en primer plano la escritura de Macedonio– constantemente
reflexiona. En “La hora de los noventa”, Fermín Rodríguez propone leer la literatura de
esta década como una sociología fantástica. Como no está ligada a las limitaciones de la
objetividad, a los caminos de un método ni a las sujeciones de la disciplina, la ficción
pone en evidencia
la realidad virtual, captada gracias a metódicos mecanismos verbales que hacen ver eso que
siempre estuvo allí, oculto entre los pliegues de la realidad social, al borde de la presencia y a lo
que nunca le habíamos prestado suficiente atención. Basta un leve desvío de nuestros hábitos
lingüísticos, un enrarecimiento de la sintaxis, un chirrido verbal o una palabra inventada, para
que el mundo representado entre en variación e ingrese, por una grieta abierta en nuestros
hábitos lingüísticos, un desfile de signos confusos, viscosos e indeterminados, cargados de
impurezas y oscuros presagios, propagando malestar y extrañamiento. (Rodríguez 40)
se cumplía la rara hipótesis que proponía el título; todo lo que se hablaba en la rueda de amigos
era un encadenamiento de citas e investigaciones que estaban en un lugar (lo artificial) en
sustitución a otro que sería la historia viva, realmente acontecida, de la que ya no podíamos saber
nada. Se podía respirar pero en otro tiempo, en otra dimensión temporal, con otros cuerpos
vivientes (Gonzalez 118)
El carácter inestable de la lengua define la vida en la isla. Nunca se sabe con qué palabras serán
nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan cartas escritas con signos que no se
comprenden. A veces un hombre y una mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra
son hostiles y hasta desconocidos. (Piglia, La ciudad ausente 121).
En estas condiciones, los lingüistas del Área-Beta del Trinity College alcanzaron lo que parece
imposible: casi fijan en un paradigma lógico, la forma incierta de la realidad (…) Definieron un
sistema de signos cuya notación se transforma con el tiempo. Es decir, inventaron un lenguaje
que muestra cómo es el mundo, pero que no permite nombrarlo (Piglia, La ciudad ausente 126)
Hay ciertas leyes que permanecen ante el cambio, una gramática universal, pero
en estas leyes no reside el significado de la realidad. Son, entonces, categorías vacías
que no pueden explicar ni significar el mundo. El sentido es intraducible de una lengua
a otra. El lenguaje artificial jamás podrá nombrar el mundo, ya que es el contenido
semántico –siempre intraducible– lo que configura la realidad.
La anécdota cifra dos de los principios constructivos de la novela. Por un lado, la
crítica implícita al generativismo supone la condición de posibilidad de la pluralidad de
los relatos en la historia principal ya que cada lengua constituye una realidad
intraducible. La isla propone un espacio en el que se conjeturan las posibilidades del
devenir del lenguaje en el flujo de la traducción. Este proyecta las indefinición en las
fronteras y en los sujetos; “en la isla no se conocen la imagen y la categoría de
extranjero (…) (La nación es un concepto lingüístico)” (Piglia, La ciudad ausente 122).
El límite entre lo propio y lo ajeno se vuelve lábil, la subjetividad se desdibuja. El relato
de la isla parte de una idea romántica, la patria es la lengua, pero para demostrar que la
relación con la lengua materna es, como afirma Derrida en El monolingüísmo del otro,
siempre fantasmática; “Los individuos pertenecen a lengua que hablan todos en el
momento de nacer. Así surge en el mundo (…) algo que a todos se nos aparece y donde
todavía no ha estado nadie: la patria” (Piglia, La ciudad ausente 122). La imposibilidad
de recordar el origen en una memoria que varía con la lengua, muestra que esta y la
patria están unidas y perdidas para siempre en una infancia remota e inefable, un
recuerdo de lo inexistente. Las mutaciones de la isla funcionan dentro de la trama para
evidenciar que no hay manera de recuperar el momento pre-babélico, que no hay una
forma única y precisa de decir el mundo.
El relato de la isla también remite a una máquina que produce historias. Nolan,
un irlandés refugiado que llega por primera vez a la isla desierta tras un naufragio, se
vale de unas viejas cintas para construir una máquina capaz de contar historias que
alivien la soledad del destierro. La llama como la mujer de la que había estado
enamorado: Livia Anna, nombre que luego deriva en Ana Livia Plurabelle. Este nombre
recorre los distintos planos ficcionales, a veces traducido o con una ligera variante. Sin
embargo, la omnipresencia de Ana Livia Plurabelle no sólo abre el sistema de
referencias cruzadas dentro de la historia sino que también agrega una referencia
exterior e intertextual que constituye otro punto clave para leer la historia: ella es un
personaje de Finnegans Wake de Joyce. Este es el libro fundacional de la isla –el único
que puede seguir siendo leído a lo largo de las mutaciones lingüísticas porque la lengua
en la que está escrito está en constante mutación–.
La ambivalencia de sentido de la palabra “wake” remite a dos núcleos temáticos
sobre los que la novela de Piglia insiste. En primer lugar, se trata de manera evidente de
la imposibilidad misma de la traducción; no hay palabra1 en otra lengua que condense
en su significado velorio –que connota una muerte– y despertar –que, contrariamente,
remite a la vida–. En segundo lugar, esta afirmación de ambigüedad que se despliega
sobre toda la novela reúne la vida y la muerte en la aparición de lo desaparecido y en el
despertar de aquello que ha muerto.
1
La traducción más parecida al español podría ser “velar”, sin embargo, no significa estrictamente
despertar sino permanecer despierto, con lo que la tensión tan clara en el término inglés entre la vida y la
muerte se desdibuja.
la máquina. De esta manera, la inversión de planos ficcionales y la relación que la
máquina establece con los discursos sociales quedan prolijamente borradas.
“(…)cuando vieron que no la podían desconocer, que hasta los cuentos de Borges venían de la
máquina de Macedonio, que incluso estaban circulando versiones sobre lo que había pasado en
las Malvinas; entonces decidieron llevarla al museo, inventarle un museo, compraron el edificio
de la RCO y la exhibieron allí, en la sala especial, a ver si la podían anular, convertirla en lo que
se llama una pieza de museo, un mundo muerto(…)” (Piglia, La ciudad ausente 145).
Yo en el ‘73 interpretaba la realidad más impulsada por la emotividad que por la lógica política.
Hoy mi visión del pasado es totalmente distinta. Vivíamos en el fanatismo ideológico (…)
Crecimos a partir de una cultura civil y conciencia política equivocada (Piglia, La ciudad ausente
90)
Vive en una realidad imaginaria –dijo el comisario–. Está en la fase externa de la fantasía, es una
adicta huyendo de sí misma. Introyecta sus alucinaciones y debe ser vigilada. La policía usaba
ahora una jerga lunática, psiquiátrica y a la vez militar. De ese modo pensaba controlar los
efectos ilusorios de la máquina. (Piglia, La ciudad ausente 95)
el museo es una máquina que hace que las cosas duren, que las vuelve inmortales. Y como cada
ser humano es también un cuerpo entre otros cuerpos, una cosa entre otras cosas, los humanos
también pueden ser bendecidos con la inmortalidad otorgada a las cosas del museo (Groys 154)
Todas las personas que vivieron alguna vez deben levantarse de entre los muertos bajo la forma
de una obra de arte a ser preservada en los museos. La tecnología debe volverse tecnología
estética. Y el Estado debe convertirse en el museo de la población (Groys 155)
-Nuevo lector: yo espero nerviosamente mi turno de descender a las páginas de la novela ¿no lo
estoy ya?
-QuizáGenio: ¿de veras, lector, eres quien lee, o eres leído por el autor, puesto que te dirige la
palabra, habla a la representación que de ti tiene y te sabe como se sabe a un personaje?
-Lector: Nada me interesa quién sea; me basta ese delicioso mareo que me entra en los ámbitos
sutiles de la novela. (Fernandez 183)
2
Incluso el protagonista que termina consumiéndose en la aproximación fatal al objeto del deseo parece
sufrir los mismos síntomas que describe la medicina medieval cuando refiere al enamoramiento
melancólico; “el alma del amante es arrastrada hacia la imagen del amado (…) Entonces el cuerpo se
deseca y caduca y los amantes se vuelven melancólicos” (Agamben 47).
Narciso, la construcción artificial del propio objeto de deseo acerca al Macedonio de La
ciudad ausente a Pigmalión.
Sin embargo, ante esta afirmación es posible objetar que, de acuerdo con la
distinción freudiana entre luto y melancolía que recoge Agamben, si bien en ambos hay
una pérdida, mientras que el primer caso pareciera corresponderse efectivamente con los
mecanismos melancólicos –la imagen de Faustine es el símbolo de una pérdida que en
realidad nunca ha ocurrido–; Macedonio ha sufrido, en cambio, una pérdida verdadera.
Sin embargo, ¿quién es realmente Pigmalión en esta historia? En la escena final de la
novela, la máquina, desde la soledad del museo, entreteje en una narración delirante
todas las historias; escondida en la trama de relatos superpuestos se encuentra esta
afirmación: “estoy segura de que no voy a dormir, sueño con un ingeniero húngaro que
se refugia en una casa de campo” (Piglia, La ciudad ausente 159). Si el relato de la
invención de Macedonio no es más que otro de los mitos mediante los que la máquina
se explica a sí misma, habilita una duda que se legitima en la inversión de planos
ficcionales propia de la novela: ¿es Macedonio el que construye una imagen de aquello
que ha perdido o es la máquina quien inventa en su soledad un padre-amante objeto de
un amor imposible?
De la misma manera que los nudos blancos constituyen códigos donde se
almacena el sentido y la memoria en el cuerpo, la historia opera a partir de núcleos de
sentido que se someten a variaciones y desplazamientos. Estas palabras, nombres e
historias constituyen indicios de un sentido al que, sin embargo, es imposible acceder en
su totalidad.
No es casual, entonces, que la otra historia que analizaremos a continuación,
insista en versionalizar una y otra vez el mito de Pigmalión. Una niña con una extraña
patología concibe el mundo como “una extensión de sí misma y de su cuerpo” (Piglia,
La ciudad ausente 53); una tarde de verano ante el ventilador la niña experimenta
fascinación por la identificación con su funcionamiento: un eje sobre el que la
maquinaria se desplaza. Cuando su madre apaga el ventilador, la niña deja de hablar.
Para recuperar el lenguaje, una operación imposible si se toma como base la referencia
externa de la que –puesto que desconoce la idea de exterioridad– la niña carece, el padre
le cuenta varias versiones de una misma historia en diferentes lenguajes: un hombre que
le da vida a una estatua poniéndole su anillo de casado.
La niña comienza recuperar el lenguaje cuando por fin lo utiliza para referirse a
algo más allá de la trama de las historias: le pide al padre para sí el anillo. Sin embargo,
su curación a través del trascender de la repetición de los relatos del padre, supone
paradójicamente un vínculo con aquellos: “la muchacha vuelve a la vida gracias a los
relatos del padre. Narrar es darle vida a la estatua, hacer vivir a quien tiene miedo de
vivir” (Piglia, La ciudad ausente 59) piensa Junior cuando lee la historia en el museo. A
su alrededor, se exponen objetos que explican el relato a partir de la pérdida
fantasmática de la melancolía: un ejemplar de The anathomy of melancholy de Burton,
El sueño del doctor de Durero, una placa que reza “el que ha perdido su mujer moldea
sin tregua una estatua y piensa en ella. Vivir solo o fabricarse la mujer perdida. La
pasión le permite al enamorado elegir el segundo sueño” (Piglia, La ciudad ausente 59).
La nena, otra representación imaginaria de la máquina, al igual que el lenguaje literario,
no refiere directamente a la realidad exterior, su nombrar es un nombrarse a sí misma.
En los pliegues de las historias que representan para ella las versiones de Pigmalión,
logra trascender la autorreferencialidad cuando pide a su padre el anillo.
Bajo el signo fantasmático de la melancolía, se reúnen entonces la literatura, la
locura y el deseo. Ante la imposibilidad, ya sea del objeto de la representación o del
deseo, la melancolía construye un espacio en el que es posible recuperarlo –aunque sea
sólo como una pérdida–, a través de lo que Freud llama una “satisfacción alucinatoria
del deseo” (Agamben 57). El desborde de la facultad imaginativa que logra evadir la
barrera de la realidad puede asociarse además al acto creativo. No es casual, entonces,
advierte Agamben, que ya los médicos medievales notaran una relación entre aquel y la
melancolía.
Estos relatos de La ciudad ausente parecieran explicar las historias de la
máquina a partir del delirio melancólico de la máquina, que recrea una y otra vez un
espacio de pérdida y restitución. Si en este acto de satisfacción alucinatoria se niega un
principio de realidad, que resulta, como afirmábamos anteriormente, una imposición del
Estado, la fantasía literaria de la máquina adquiere, entonces, incumbencia política.
Cuando la construcción de esta estancia de restitución simbólica del objeto de amor se
entreteje con lo social, comienza a concebirse un espacio de combate por los sentidos
sociales, en el que se presenta una posibilidad de recuperación de la palabra. “Hay que
resistir. Nosotros tratamos de construir. Una réplica microscópica, una máquina de
defensa femenina, contra las experiencias y los experimentos y las mentiras del Estado”
(Piglia, La ciudad ausente 142) dice Russo. La máquina puede constituir una forma de
resistencia ante la inteligencia del Estado que impone una memoria única y centralizada.
Los nudos blancos no sólo almacenan los recuerdos privados, son también núcleos de
una memoria colectiva, una memoria minoritaria que ha sido reducida a relatos
insignificantes y ficcionales. No obstante, es esa misma condición ficcional de la
memoria la que constituye la posibilidad de resistencia. La memoria minoritaria está
signada por el horror y por el acontecimiento traumático frente a los que no puede
encontrar un sentido último ni una explicación, por lo que cada rememoración
desencadena una versión distinta del hecho. Recordar es, así, un acto de imaginación y
creatividad. La imaginación se concibe, entonces, no como una mera evasión sino como
una práctica política.3
El acontecer de lo ausente
En la tierra, como un mapa, lo que yo le cuento, que le doy la certidumbre, era un mapa, quiero
decir, de tumbas desconocidas, con una parte escarchada como una losa. Después tierra o pasto.
(…) En invierno se veía eso en la pradera de Las lomitas. Que se había quemado el pasto con la
helada y se notaban todos los pozos, principalmente los que estaban con la cal, se notaban
uniformes, unos de una forma, otros a lo largo, se notaba mucha cantidad le puedo decir. Un
mapa como vemos acá en estos mosaicos, así, eso era el mapa, parecía un mapa, después de la
helada la tierra, negro y blanco, inmenso el mapa del infierno (Piglia, La ciudad ausente 37, 38)
3
En el interior de la obra crítica y literaria de Piglia, el género de la máquina tampoco es un detalle
insignificante. Piglia tiende a buscar la metáfora que condense una multiplicidad de sentidos y pueda
explicar un corpus de textos o una realidad política o histórica; la identidad femenina en este caso es una
de ellas. En “Ficción y Política en la literatura argentina”, Piglia remite a los inicios de la literatura
Argentina para explicar su relación con el discurso político siglo del XIX; “la ficción está asociada con el
ocio, la gratuidad, el derroche de sentido, lo que no se puede enseñar; se asocia con el exceso, con el azar,
con las mentiras de la imaginación como las llama Sarmiento.” (Piglia, "Ficción y política en la literatura
argentina" 116). Si en la novela el relato rector del Estado intenta imponerse como principio de realidad
(Piglia, La ciudad ausente 142), el exceso de sentido que implica cualquier otra narración es peligroso;
las voces de los ranqueles, de los esclavos y de las mujeres sólo comunican las mentiras de la
imaginación. En este sentido, en La ciudad ausente, el cuerpo femenino encarna la resistencia de la
ficción. Invisibilizada en el espacio de la gratuidad, de la evasión y de lo íntimo, la literatura constituye, a
pesar de ello, un espacio de contrarrealidad y de participación política.
Los cuerpos se ocultan pero no del todo, bajo la tierra y cubiertos con cal, se
hace de ellos un signo que cifra el dominio y el horror. Una tras otra las tumbas
constituyen también una marca sobre el territorio, un mapa del genocidio. Francine
Masiello, para leer la problemática mimética de los autores de la década del ’90,
recupera y resignifica el tropo del desaparecido agregándole una nueva capa de
significados a la emblemática figuración de las décadas anteriores: ante lo efímero de
los valores, figuras y formas del presente, la literatura se hace cargo de la ausencia,
“trabaja con los espacios invisibles. Aquí lo desaparecido ocupa un espacio en la
imagen creadora” (Masiello 88). En este contexto, lo fantasmático no sólo es la
configuración de espacios de restitución simbólica sino que, además, es la irrupción de
lo desaparecido que abre una posibilidad de justicia. Para decirlo de una vez: no se trata
ya meramente de lo fantasmático sino del fantasma, que de acuerdo con la figuración de
Derrida, comporta sentidos éticos y políticos.
El fantasma opera en Derrida como un desestabilizador de la realidad y de la
temporalidad, se encuentra en un entre dos: entre la vida y la muerte, la presencia y la
ausencia, el pasado y el presente, lo visible y lo invisible, lo sensible y lo intangible. Así
como la palabra wake impone a su contexto una ambigüedad irremediable, la presencia
del fantasma desquicia.
El artificio de Macedonio, al igual que el fantasma, está siempre en un entre
dos: se trata de un ciborg, un híbrido entre humano y máquina, entre la vida y la muerte
(o la no vida). Inserta entre la memoria social y la trama íntima del recuerdo, la máquina
produce historias que entretejen la realidad con la ficción y abren, como la experiencia
medianera del espejo, un espacio que es a la vez utópico y heterotópico.
Las historias de la máquina escenifican, a través de la traducción y de la
melancolía, la posibilidad literaria de la presentificación de lo ausente. El relato de las
tumbas desconocidas va más allá, así como otros en los que se encuentra implícito el
signo del horror, y pone en evidencia que los lazos fantasmáticos que la literatura tiende
hacia la realidad hacen aparecer aquello que no se puede nombrar. La máquina, como la
llegada del fantasma, supone lejos de una mera invención imaginativa, un mecanismo
de inyucción de los planos ficcionales; logra desbaratar los discursos y prácticas que
conforman el ejercicio del poder por parte del Estado. En la aparición de lo soterrado,
en la manifestación de lo censurado, se esboza un intento de justicia para aquello otro
que no se encuentra presente, una justicia que va más allá del derecho y contempla
“esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos” (Derrida 13).
Conclusión