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Joseph Roth y el futuro de Europa

Hace poco más de un siglo, convivían todavía, en Austria y en Hungría, bajo la autoridad de la doble
corona k.u.k. (kaiserlich und königlich, imperial y real), pueblos de lengua, de cultura y de religión
diferentes, en una armonía política como entonces había pocas en Europa, y como pocas ha habido
desde aquel momento. Sin ánimo de idealizar todo tiempo pasado, no sería absurdo afirmar que el
Imperio austrohúngaro había propuesto, en una Europa a la que había picado el bicho del
nacionalismo, una opción de convivencia que solo resurgiría con el proyecto de construcción europea
tras la Segunda guerra mundial. A pesar de sus obvios límites, de varias tendencias tiránicas, estados
como el de los imperios otomano y austrohúngaro permiten imaginar otras formas de coexistencia
pacífica entre pueblos que no se entienden por hablar lenguas distintas, que veneran dioses diferentes
o relatos contradictorios, y construyen su identidad a partir de otros mitos.

Con ese contraste, resulta aterrador que ahora, en una Europa donde las noticias se han ido
acumulando como mechas a la espera de una chispa que las encienda, Austria y Hungría se estén
volviendo sinónimos de exclusión, de rechazo a la diferencia. En Europa, hoy en día, las noticias
parecen acumularse como u, a la espera de una chispa que las encienda. Pareciera también que los
hombres sufren de un olvido cíclico y que la memoria no puede durarles más de setenta años. Los
setenta que separan el fin del mundo catastrófico tras la segunda guerra mundial y el futuro con que
el presente hoy nos amenaza. Bastó que la política de Angela Merkel, uno de los pocos actos valerosos
de generosidad humanitaria, les abriera a los refugiados sus puertas, para que regresara el espectro
de una extrema derecha racista, obsesionada por las amenazas del otro, peligrosamente asociadas a
una época en que la cuestión de la identidad cultural se ha vuelto más importante que los viejos
nacionalismos, de izquierda o de derecha. Entre el rechazo

Una es la obsesión que atraviesa la obra entera de Joseph Roth. Escritor austríaco, judío, nacido en
Brody, en la Galicia de los Cárpatos, Roth vivió, aunque de lejos, la experiencia de la Primera guerra
mundial y fue testigo de primera mano de la disolución del mundo en que le había tocado vivir. Como
Stefan Zweig, cuyo relato conmovedor de esos años está en El mundo de ayer, Roth era un ciudadano
del imperio. Había nacido en el pequeño Schtetl de Brody, comunidad judía en una de las partes más
remotas del imperio, la actual Ucrania,

El alemán llama a estos personajes Heimkehrer. ¿Adónde van? ¿De dónde son? ¿De dónde regresan y
adónde?

En Colombia no estamos lejos de esas afirmaciones, cuando nos dicen que ya hemos dado acogida a
suficientes venezolanos. Que ya a Colombia llegaron los que eran. Que ahora la cosa es cuestión de
cerrarles la puerta a los que no queremos. Los inútiles, los zánganos, acostumbrados, nos dicen, a la
inacción por esa vida de “castrochavismo.”

En la ciudad de Viena, donde ahora el joven… se prepara para tomar el poder, se encuentra la magnífica
Cripta de los Capuchinos, donde yacen los monarcas del fenecido imperio austrohúngaro. Ese
mausoleo le dio su nombre a una extraordinaria novela de Joseph Roth, que hoy resuena con el eco
trágico del pasado en este presente que se anuncia interminable. Como la obra maestra que la precede
en la carrera de Roth, La marcha Radetzky, La cripta de los Capuchinos es una elegía a la caída del
Imperio Austrohúngaro, cuya armonía fue destrozada por la Primera Guerra Mundial. Checos,
eslovacos, húngaros, polacos, austriacos y eslovenos, entre otros, vivían en ese entonces un momento
plácido. La civilización austrohúngara, hecha de lenguas diferentes, compuesta por gentes que apenas
se entendían entre ellas, era para Joseph Roth una garantía de paz y de armonía. La Cripta de los
Capuchinos nos da una prueba de ese mundo acabado, que Stefan Zweig también retrata en El mundo
de ayer, y nos precipita de inmediato en una guerra que apenas describe, para concentrarse en sus
terribles consecuencias. Como si el pasado fuera vano, como si de nada sirviera la memoria, como si la
grandeza de la concordia austrohúngara no hubiera existido jamás, la novela se acaba con la llegada
del partido nazi al poder, con la anexión de Austria a la Alemania de Hitler. Las páginas crepusculares
que Roth le dedica a la evocación de ese mundo perdido son de las más conmovedoras que he leído
sobre la catástrofe que fue la historia de Europa, esa Europa que hoy se está disolviendo, en España,
en Cataluña, en Francia, en Inglaterra, en las antiguas provincias de la monarquía k.u.k., königliche und
kaiserliche.

Quienes han leído La marcha Radetzky

Pero Joseph Roth, quien sufrió el destino de su generación, acabado por las deudas, el alcohol y la
historia en un cuarto diminuto de la rue…. en el exilio parisino, prestó su voz infatigable al sufrimiento
de toda una generación, la de los sonámbulos que resuenan en la obra de Hermann Broch, cuya vida
ligera y sutil de placeres vieneses se acabó abruptamente con la guerra. Su obse

Los Heimkehrer atraviesan las páginas de Der Spinnennetz, Hiob (Job) o La cripta de los capuchinos. Su
obsesión es explorar el alma de quienes han dejado su hogar y regresan, de los viajeros exilados que
siempre vuelven a casa y de aquellos que, asolados por la historia, no pueden regresar. Querer sacar
lecciones de la literatura es vano. Pero para quien quiere entender a Austria y a Hungría, para quien
desea saber qué caminos ha imaginado Europa en otro tiempo, en qué modo podemos entender
nuestro presente, las novelas y los cuentos de Roth son un llamado a la razón. Es un mensaje para
todos, que nos dice que el alma y el cuerpo, que la guerra a extenuado, no buscan violentarnos. Que,
agobiados, no esperan regalos ni limosnas, sino que les devuelvan la mirada.

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