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LA TERCERA ORILLA DEL RÍO: UNA OPORTUNIDAD PARA EL PASAJE A LO

SIMBÓLICO
Licenciada Claudia Melville

Conferencia dictada en la UFM para la Semana de la Psicología 2010 organizada por la APE
(Asociación de Psicólogos Estudiantes)

Introducción

El abordaje del inconsciente humano desde la literatura muchas veces nos da la oportunidad de
obtener un retrato pintoresco de la psique humana. Freud se apoyó de la literatura para moldear y
extender sus conceptos. Freud tuvo un interés especial en ciertos literatos como Dostoievski y su
obra Los hermanos Karamazov, donde analiza los conflictos inconscientes de los personajes y a
partir de la cual escribe en el año 1928 “Dostoievski y El Parricidio”, obra en la cual explica el
síntoma de epilepsia del autor como consecuencia de un sentimiento de culpa ante la muerte de
su padre. Freud prestó mucha atención a la conflictiva de los personajes de Shakespeare, como
Macbeth y Hamlet, a través de los cuales el lector vivencia mucho de los conceptos psicoanalíticos
más relevantes.

La literatura logra entonces captar muchos aspectos del inconsciente humano por la misma
libertad que tiene el escritor en la escenificación de su propio inconsciente a través de diversos
personajes y ambientes creados. El literato, como un paciente, elige la trama de manera
sintomática y escoge a nivel consciente e inconsciente sus relatos. Sin embargo, el paciente parece
tener mayores límites en cuanto a tiempo y espacio, a diferencia de los relatos literarios cuyos
personajes responden a la característica definitoria del inconsciente: su atemporalidad.
Encontramos que muchos personajes sobreviven generaciones por las mismas respuestas que
otorgan al inconsciente del lector.

El cuento “La tercera margen del río” (La tercera orilla del río) escrito por el brasileño Joao
Guimaraes Rosa logra representar las maniobras psíquicas que son necesarias para lograr el pasaje
a lo simbólico, un concepto descrito por muchos autores psicoanalíticos, cada uno con un lenguaje
particular pero adueñándose del mismo destino. Joao Guimaraes Rosa logra ilustrar este
importante concepto a través de un cuento corto en el cual el narrador experimenta diversos
conflictos psíquicos a raíz de una decisión paterna bastante paradójica que no encuadra una
respuesta y es en ese intento de hallar y elaborar soluciones que el pasaje a lo simbólico se hace
posible en esta conmovedora historia.

En esta conferencia se hará una revisión del concepto de lo simbólico a través del análisis de este
cuento con la intención de otorgarle al oyente un espacio de posibles elaboraciones subjetivas
ante la paradoja del cuento.

¿A qué me refiero con esto?


Al dictar una conferencia, se da por sentado que el que presenta sabe o es conocedor del tema
que imparte. En esta conferencia particular les voy a proponer algo distinto. A pesar que muchos
de los conceptos psicoanalíticos que van a escuchar en este espacio resulten objetivos y
reconocidos por varios de ustedes, me gustaría que escuchen el cuento en un estado de no
integración, ¿qué quiero decir con esto? Que no pretendan encontrarle una lógica tan
estructurada al cuento y que toleremos esa tensión entre lo que ya sabemos y cierto estado
posible de no-saber en lo que escuchamos. Según Winnicott, es en esa transición entre lo que
sabemos y en esa tolerancia del no saber, que nos enriquecemos psíquicamente.

CUENTO

“La tercera margen del río”, de João Guimarães Rosa

Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo y fue así desde jovencito y niño, por
lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. De lo que yo
mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros.
Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a
mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.

Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la tablilla de popa,
para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda ella, elegida fuerte y arqueada en
rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre mucho renegó
contra la idea. ¿Sería posible que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora
pesquerías y cacerías? Nuestro padre nada decía. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más
cercana al río, cosa de menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado
siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa
quedó lista.

Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras
palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni nos hizo ninguna recomendación. Nuestra madre,
pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: -
"¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!" Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso,
haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero,
de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -
"Padre, ¿puedo ir con usted en esa canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto
me mandó de regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta del monte para saber.
Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo
su sombra, como un yacaré, extendida larga.

Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en
aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más.
Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes,
vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron. Nuestra madre, avergonzada,
se portó con mucha cordura; por eso todos atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no
querían hablar: locura. Unos consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna
promesa o que, nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser lepra,
despertaba para otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.

Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las riberas,
incluso en la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca surgía a buscar tierra, en
ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, del modo como cursaba el río, libre, solitario.
Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran
escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo
que por lo menos se correspondía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa.

Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que
tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente probó con prender fogatas a la orilla del río,
mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con pilocillo, pan de
maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy tardada de transcurrir: así
solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó
hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca,
a salvo de alimañas, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehíce siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más
tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no saberla; ella misma dejaba,
facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.

Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Hizo venir al
maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para
conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por
disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada.
Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se
acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del
periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía
por el otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y
él solo conocía, a palmos, su oscuridad.

Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A las penas, que aquello trajo, uno nunca se acostumbró,
es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto
tironeaba mis pensamientos para atrás. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él
aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la
mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las semanas, y
meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las
islas y los bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir, su poco,
él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito
en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más raspó un cerillo. Lo que comía era casi; aun de
lo que uno depositaba entre las raíces de la ceiba o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni
lo suficiente. ¿No se enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener derecha a la
canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el subir de las aguas, ahí cuando, en la
embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales
muertos y troncos de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con
persona alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no
podía borrársenos, y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de
nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.

Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él, cuando se comía una
comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha
lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje para ir vaciando la canoa del agua
del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro
padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y
flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de
piezas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.

Y no quería saber de nosotros: ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces
que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre decía: -"Fue papá el que un día
me enseñó a hacerlo así...", lo que no era cierto, exacto, era mentira, por verdad. ¿Si él no se
acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros
parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en
que quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido
blanco, el del casamiento; levantaba en los brazos a la criaturita, el marido sostuvo, para
protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana
lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermana se
decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra
madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me
quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro
padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud.
Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez,
había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido,
como ocurrió, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias que no escampaban,
todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido elegido como Noé, y que,
por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo, mi padre, no podía
condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.

Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía
ausencia: y el río -río- río, el río -ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida
era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él?
¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear
en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para
despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte.
Apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor
abierto, en mi fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui madurando una idea.

Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, todos
esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui
allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Esperé. Por fin él
apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, al grito. Llamé, unas
cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre,
usted está viejo, ya cumplió lo suyo... Ahora, regrese, no debería... regrese y yo, ahora mismo,
cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo,
mi corazón latió en firme compás.

Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá, conforme. Y yo
temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un saludo -el primero,
después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con pavor, erizados los cabellos, corrí, huí,
me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del
más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.

Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después de
este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida
en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me
agarren y me depositen también en una simple canoa, en el agua, que no cesa, de extendidas
orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro, el río.

en Primeras historias, 1962


ANÁLISIS

Si uno de los objetivos que tengo en esta conferencia es realizar una revisión psicoanalítica de este
paradójico cuento, no puedo pasar por alto a Jacques Lacan, quien en su obra contribuye
significativamente con su concepto de la metáfora paterna y dado que es un cuento que trata
sobre un padre real que a raíz de una decisión, aparentemente absurda, pasa de ser un padre real
a uno imaginario solamente para convertirse en uno simbólico, me gustaría tomarme unos
minutos para relacionar dicho cuento con la obra de este genio francés.

Jacques Lacan

A raíz de la partida del padre, el narrador del cuento intenta a lo largo de esta narrativa responder
a la pregunta capciosa: “¿qué es un padre? El narrador construye y destruye la imagen de un
padre que al inicio aparece muy real y tangible y descrito con sus palabras como quieto y como
“cumplidor y ordenado”, estas últimas descripciones no son de su recolección personal ya que
tiene que indagarlas con los “sensatos”. En este indagar descubrimos que el padre no constituye
para el niño un punto de referencia, no se puede reconocer, recordar ni nombrar antes de su
partida. Es la madre quien mandaba y “regañaba” en casa.

Lacan establece que el padre en el complejo de Edipo no es un agente real sino se trata de un
padre simbólico. Más bien, el padre es una metáfora, un significante que se introduce en el lugar
del significante del deseo de la madre.

Vemos entonces que al padre simbólico, al padre como Nombre, lo funda una mujer. Lo que
resalta en el cuento son por un lado, las elucubraciones del narrador respecto a la partida del
padre, y por el otro, más importante según Lacan, la reacción de la madre. Vemos cómo la madre
en su enojo intenta hacerlo regresar y no lo logra. En su desesperación, llama a su hermano, a un
maestro y a un cura. Aquí es donde simbólicamente, el padre aporta algo real: la madre ya no
representa la ley en el hogar y la ley se empieza a instalar de manera simbólica a través de estas
figuras paternas sustitutivas y desde su lugar simbólico logra aportar algo real: una relación que se
puede objetivizar.

Incluso la madre, empieza a ser cómplice del hijo facilitándole el hurto de las sobras de la comida
para dejárselas al padre. Ambos, simbólicamente, empiezan a alimentar la imagen del padre tan
empobrecida antes de su partida. Es en este acto materno de complicidad donde se instala la
metáfora paterna donde el deseo de la madre logra significar al sujeto, al hijo.

Con el tiempo se deja de hablar del padre pero el narrador nos aclara que nunca se deja de pensar
en él, el padre se instala como un objeto que no puede destruirse en la mente no sólo del hijo,
sino de los parientes y vecinos. Es cuando se solidifica en su mente que se cuestiona cómo es que
el padre soporta climas invernales, calores intensos, el oleaje del río, etc. Metafóricamente el
padre se presenta ya para el hijo como el único portador del falo por quien vale la pena el amor
edípico, por quien el hijo no se rinde y a quien pretende esperar y nombrar. “En la relación
intersubjetiva entre la madre y el niño, un imaginario se constituye; el niño repara en que la madre
desea otra cosa (el falo) más allá del objeto parcial (él) que representa; repara en su ausencia-
presencia y repara finalmente en quien constituye la ley; pero es en la palabra de la madre donde
se hace la atribución del responsable de la procreación, palabra que sólo puede ser el efecto de un
puro significante, el nombre-del-padre, de un nombre que está en el lugar del significante fálico”
(Chemama y Vandermersch, 2004).

Una de las características del discurso del narrador a lo largo del cuento es el sentimiento de culpa
que empieza a experimentar al pasar de los años. Dicho sentimiento de culpa podría surgir por el
deseo intenso de ocupar su lugar, de ser él quien encarne la posición heroica y de alguna manera
demolerlo, lo cual se personifica cuando el padre acepta el llamado del hijo de tomar su lugar y
rema hacia él solamente para encontrarse que el hijo, en un estado de angustia muy fuerte, huye
ante la posibilidad.

Al final del cuento se cambia la pregunta inicial ¿qué es un padre? Y se sustituye por la de ¿soy un
hombre?

Donald Winnicott

El 30 de mayo de 1951, Donald Winnicott expuso ante la Sociedad Psicoanalítica Británica su


estudio sobre la primera posesión no-yo que consiste en la capacidad del niño de reconocer como
no- yo a un objeto, de poder colocarlo afuera, adentro o en el límite entre el adentro y el afuera
(Chemana y Vandermersch, 2004). Este estudio evolucionó hacia lo que Winnicott denominó
objetos y fenómenos transicionales que designan el área intermedia de experiencia que permite
esta secuencia; se sitúa esa área entre lo subjetivo y lo que es percibido objetivamente.

El pensamiento Winnicottiano se construye y se desenvuelve entre paradojas: entre pares de


opuestos, pero que no encuentran una resolución dialéctica en un tercer término que los englobe
y supere, ni tampoco un enfrentamiento dilemático que exija una resolución por descarte de
alguno de los términos en conflicto. Frente a la paradoja se suspenden este tipo de decisiones o
definiciones, se establece una suerte de convivencia en la que lo psíquico debe soportar la tensión
de los opuestos para producir una riqueza de significación, una riqueza que, en términos de
Winnicott, es riqueza psíquica. (Daniel Ripesi, curso “Winnicott en la clínica de adultos”).

El cuento de Guimaraes Rosa nos enfrenta ante varias paradojas: “¿el padre se hace más presente
o más ausente con su partida?” “¿la partida del padre representa locura o salud?”

Según Winnicott, es precisamente en estas paradojas que ocurre la riqueza psíquica, donde el
sujeto surge y se despliega la estructura psíquica.

El narrador entonces nos sorprende no tanto por cómo recurre al padre sino por cómo utiliza la
figura del padre para ir elaborando, cuestionando, respondiendo, dudando, etc.
Es gracias a la ausencia del padre que la madre y el hijo en esta historia empiezan a tener un
intercambio real, y no uno implícito. Una madre mandona no permite un intercambio entre los
hijos y ella, simplemente se “obedece” a sus órdenes. La partida del padre provoca un intercambio
particular entre el hijo y la madre cuando empiezan a ser cómplices para darle de comer al padre.
Se unen a causa de una terceridad que introduce lo simbólico.

Winnicott hace una distinción entre objetos subjetivamente concebidos y objetivamente


percibidos. También utiliza la denominación “madre suficientemente buena” para referirse a una
madre que es atenta a lo que el niño imagina, inventa y crea e intenta elaborar o de hacer
presente en la realidad dichas invenciones del niño. Es evidente que la madre va a fallar en poder
proporcionarle al niño exactamente lo que imagina, pero lo intenta. Es como cuando leemos un
libro y luego vemos la película, nunca salimos satisfechos ya que hay algo de nuestra imaginación
que se sacrifica.

Es en esa función materna que el niño logra evolucionar de un objeto que es creado pero no
encontrado (un objeto subjetivamente concebido) a un objeto que se transforma, lo subjetivo es
percibido objetivamente (objeto objetivamente percibido). El objeto puede ser capaz de satisfacer
aun si él reconoce que no ha logrado hacerlo de manera satisfactoria.
¿Cómo es que en este cuento el padre ayuda al hijo en esa transformación psíquica? Al inicio del
cuento, el padre es inimaginable. No deja de sorprenderme que el niño haya tenido que preguntar
cómo era el padre antes de la partida. Cuando el padre rema hacia el río y desaparece como un
objeto real, el niño empieza a inventarse un padre y parece proyectar muchos de sus miedos y de
sus sentimientos hacia la imagen que percibe en el río. Cuando el niño termina de inventarse al
padre, es cuando supone que está listo para volver a tener un contacto real con él y vemos lo
aterrorizante que resulta verlo como un objeto objetivamente percibido ya que el padre se
convierte nuevamente en algo real y deja de ser lo que el niño concibe de él.

Creo que no interesa tanto la huida del hijo ante la presencia del padre, sino el haber estado
dispuesto a sacrificar la imagen concebida del padre y enfrentar la realidad que empieza a
acercarse en la medida que el padre rema hacia el hijo.

En ese movimiento circular y ante las elaboraciones del hijo es cuando se logra la estructuración
psíquica, lo que le permitirá a un sujeto tomar cierta posición en el mundo, incluyendo en esto las
cuestiones más elementales, como podría ser, el modo en que construye una membrana limitante
para empezar a discriminar un adentro y un afuera de sí mismo, la distinción progresiva de un yo y
un no-yo, la posibilidad de conciliar y distinguir fantasía y realidad, de relacionar lo interno y lo
externo, etc.; hasta la constitución de un aparato psíquico que pueda ordenar en formas cada vez
más sofisticadas un intercambio simbólico consigo mismo y con el entorno (intercambio simbólico
en que tales polaridades –adentro-afuera, yo-no yo, etc.-, deberán perder la rigidez de su valor
referencial: porque lo simbólico, para Winnicott, habitará un espacio que no está, justamente, ni
adentro ni afuera del sujeto, no es estrictamente subjetivo ni absolutamente objetivo, no es ni
realidad ni fantasía, y –sin embargo- es todo esto al mismo tiempo. (Daniel Ripesi, curso
“Winnicott en la clínica de adultos”).

Es a ese límite entre el adentro y el afuera al que Winnicott le dedica gran parte de su obra y
concluyo la conferencia de hoy relacionando una vez más ese límite con la orilla del río, membrana
que limita quién es el hijo y quién es el padre. Mientras el padre está en el río, la membrana
desaparece, el padre es quien el hijo inventa y cuando el padre se acerca, el padre vuelve a ser
real. Por eso es que surge una tercera orilla, la que no se trata de las dos orillas del río, la visible y
la no visible, sino de la orilla que se crea entre el hijo y el padre, la tercera orilla, la que permite
riqueza psíquica y la que permite el pasaje a lo simbólico, la que permite realidad y fantasía al
mismo tiempo.

Muchas gracias por su atención y ante esta paradójica presentación, me gustaría enriquecerme de
sus formulaciones y comentarios.

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