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Exoneraciones tributaries:

El Estado deja de percibir una suma equivalente al 5,7% del producto interno bruto
(PIB) merced a las exoneraciones tributarias concedidas a lo largo de los años a
diversos sectores y grupos de presión, informa el semanario El Financiero.
Traducida la cifra a la moneda corriente, se trata de la fantástica suma de
¢1.190.481 millones no cobrados en el 2011. El resultado del 2012 es similar como
porcentaje del PIB, pero aumenta unos ¢100.000 millones. Para el 2013 no se
vislumbran otros cambios.
Los ingresos no percibidos alcanzarían para financiar el 70% del presupuesto del
Ministerio de Educación (MEP) o eliminar el déficit fiscal de esos años, con una
buena suma de excedente para dedicarlo a otras necesidades. No todas las
exenciones pueden ser vistas como pérdida. En muchos casos, su existencia es, en
realidad, una inversión en el desarrollo de actividades de valor estratégico o un
complemento de la política social.
La exoneración del impuesto de ventas aplicada a la canasta básica beneficia, en
primer término, a la población más necesitada. Las exenciones concedidas a la
industria turística estimularon el desenvolvimiento de una actividad cuyos beneficios
no pueden ser negados en materia de generación de divisas y empleo, entre otros
rubros.
El problema es que pocas exoneraciones son sometidas a revisión periódica para
constatar si cumplen sus propósitos, si siguen siendo necesarias o si se
transformaron en simples e injustificados privilegios. La industria turística, por
ejemplo, fue sometida a una evaluación semejante y desde hace años dejó de
contar con importantes incentivos concedidos para acelerar su expansión.
Las cooperativas, por otra parte, conservan casi sin cuestionamiento los beneficios
otorgados hace décadas. Protegidas por la aureola de movimiento social, el país
parece ciego a los cambios en su desarrollo. Según el IV Censo Nacional
Cooperativo del Instituto Nacional de Fomento Cooperativo (Infocoop), las
cooperativas de ahorro y crédito y las de seguros han crecido espectacularmente
hasta alcanzar un patrimonio de ¢290.179 millones, pero las agrícolas disminuyeron
y su patrimonio suma ¢23.000 millones.
El artículo 3, inciso d) de la Ley del Impuesto sobre la Renta no distingue entre unas
y otras al disponer la exoneración del pago de gravámenes sobre las utilidades.
Tampoco distingue entre las grandes cooperativas, capaces de competir sin
asistencia, y los emprendimientos más modestos. En consecuencia, la exoneración
ideada para fomentar el crecimiento del cooperativismo en determinadas áreas de
la producción protege también su incursión en negocios comerciales y financieros
donde compiten con otras empresas privadas, sujetas al pago del impuesto sobre
la renta. Nada tiene de malo la incursión de las cooperativas en el área de las
finanzas, pero es válido preguntar si la ventaja tributaria, en esos casos, está
justificada.
Turismo y cooperativismo son dos ejemplos, uno de la buena práctica de emplear
exoneraciones para desarrollar una actividad estratégica y no mantenerlas más allá
de lo necesario, y otro de la desafortunada tendencia a permitir la subsistencia del
beneficio sin cuestionamientos ni atención al cambio en las condiciones de
desarrollo de la actividad exonerada.
Todavía menos comprensible es la renuncia a contar con ingresos fiscales de los
proveedores de servicios y los profesionales liberales, cuya contribución al erario es
ridícula. La transformación del impuesto de ventas en impuesto al valor agregado
(IVA) alcanzaría a los servicios, una de las áreas más dinámicas de la economía, y
facilitaría el control de los ingresos de los profesionales para determinar con justicia
su contribución al fisco.
El Ministerio de Hacienda, informa El Financiero, piensa plantear una reforma fiscal,
entre cuyos componentes está la revisión de las exoneraciones impositivas
vigentes. Cualquier propuesta en esa dirección afrontará, como en el pasado, la
oposición de los grupos interesados.
Corresponde a la Asamblea Legislativa no ceder ante esas objeciones porque,
como bien dice Rodrigo Bolaños, presidente ejecutivo del Banco Central, “a alguien
le caerá el fardo de que el país no haya querido arreglar la situación fiscal en los
últimos 12 años”.

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