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JUSTICIALISTA
Mark Fisher, teórico de la depresión, adaptado a la política argentina. Un nuevo capítulo
de la lucha de la militancia kirchnerista versus el arte del entristecimiento, la voluntad de
perder y –para poner un ejemplo– la entrecomillable “cumbre de Gualeguaychú”.
Realismo justicialista
Hace unos meses, Ricardo Aronskind publicó un artículo llamado “Sobre la depresión
kirchnerista”, que contextualizaba y discutía el clima de abatimiento post-electoral. Su
texto era agudo y útil. Sin embargo, es preciso variar el eje del problema: la depresión no
está en el kirchnerismo, está en el dialoguismo justicialista. Si entendemos la depresión en
el sentido de Fisher –no un problema psicológico individual, sino una estrategia neoliberal
de dominación–, no caben dudas que no hay nada más depresivo que Pichetto, Urtubey,
Bossio, Bertone… nada más angustiante que esa “cumbre de Gualeguaychú” que se prepara
para el 6 de abril, de la que el cronista ultraclarinista Pablo Ibáñez dice que “tendrá perfil
nacional y anti K, y que con los meses irá tomando un tono más crítico de la Casa
Rosada…” ¡Qué tristeza! ¡Cuánto desánimo junto! Es toda gente que parte de la premisa de
perder, que voluntariamente quiere perder (y que, además, ya perdió), gente que le quita
todo entusiasmo al hecho mismo de hacer política. Veamos: el realismo justicialista
consiste en decir que transformar la realidad es imposible, o sea, que el kirchnerismo no va
a volver nunca. Consiste en la destrucción de todo lineamiento ideológico (votar a los
buitres, votar la Reforma Previsional) y en la abolición de la esperanza. No es tanto la
eternización de Macri, sino sólo del no-kirchnerismo (“no vuelven más”): es una especie de
nueva teoría de los dos demonios, según la cual el kirchnerismo engendró al macrismo, y si
queremos liberarnos de uno tendremos que librarnos a la vez del otro. Por eso se puso de
moda reprimir el inocente cantito “vamos a volver”: no, no se debe cantar eso, porque la
gente quiere algo nuevo, nadie vota para atrás –y menos votaría a los inservibles
kirchneristas, cuya ideologización filo-soviética (la teoría es de Pichetto-Natanson) les
impidió ver lo que vio el realismo justicialista: que no se puede fundar un nuevo país, que
todo irá empeorando paulatinamente hasta la indignidad total, o como lo dice Fisher: sólo
podemos vivir en la “lenta cancelación del futuro”.
El realismo justicialista es, ante todo, anti-militante, y esto hay que entenderlo en sentido
global: no solamente está enemistado con la militancia, sino también con su premisa
“idealista” básica, según la cual la realidad se puede transformar de acuerdo a la propia
voluntad. La militancia es, en su propio concepto, optimista: como le dijo Cristina a David
Viñas en aquel programa de televisión del 2001, “yo tengo la obligación de ser optimista”.
El realismo justicialista tiene en cambio la obligación paradójica de militar el pesimismo
para deprimir a la sociedad; su tarea es la cancelación de las alternativas al macrismo, la
censura del porvenir, el “peronismo reciclado”. Es una estrategia de dominación:
obviamente, y solamente.
Cambiemos es un partido auténticamente de “realismo capitalista”: lo que ofrece a la
sociedad son mediocres sueños como poner una cervecería, “ser emprendedor”, viajar en
low cost a Córdoba –en resumen, la depresión misma. El kirchnerismo, en cambio, propone
grandes valores como la igualdad, la solidaridad, y también “Argentina potencia”: o sea, la
idea de que mediante el desarrollo podríamos llegar a ser un país importante, que
podríamos sentir orgullo por nosotros mismos. El realismo justicialista, mientras tanto, se
limita a decir que esto último es imposible: somos buenos para nada; somos, en realidad,
malos para nosotros mismos.
Quizá la definición más sintética del realismo justicialista deba buscarse en la tristísima
conclusión de Fisher: “cada vez aceptamos más la idea de que no somos el tipo de personas
que puedan actuar”. El realismo justicialista nos quiere obligar a aceptar la impotencia
porque es impotente (con todo respeto, se podría decir que los “buenos para nada” son
Bossio, etc…). Pero la militancia kirchnerista “fanática”, “ideologizada”, “filosoviética”,
“protomontonera”, “sunnita” (invención de Natanson) invierte esa idea: somos, cada uno de
nosotros, el tipo de personas que pueden actuar. Esto se llama también empoderamiento y
es una tendencia realmente existente en la política argentina, una posibilidad continuamente
abierta, la única que tiene algo digno de ser llamado “futuro”: el kirchnerismo.