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La excepción femenina
Ensayo sobre
los impases del goce
Alianza Editorial
Buenos Aires - Madrid
Traducción de
Silvia Yabkowski
T ítulo original:
L ’exception feminine. Essai sur les impasses de la jouissattce.
Esta obra ha sido publicada en francés por Point Hors Ligne (1985).
© Gérard Pommier
© Ed. cast.: Alianza Editorial S.A., Buenos Aires, 1986
ISBN: 950-40-0021*5
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en ía Argentina *Printed in Argentina
ÍNDICE
í. LA EXCEPCION FEMENINA
¿En qué sentido se puede hablar de castración fem enina?........... 15
identificar a la m u je r ............. ........................................................... 29
Un goce en exceso: volver a ser m u je r........................ ■................... 41
Pasividad femenina, actividad m a s c u lin a ........................................ 48
La mística, verdad del goce fem en in o ............................................. 67
Orgasmo, letra del sueño ................................................................... 81
~~ El pene no es frío...
¿A
* Poisson: pescado y piscis. (N. del T,)
pieza. Alimentó por mucho tiempo la crítica de las nociones freudianas
en ia medida en que ia ' ‘castración” femenina parece resultar dei trauma
de una percepción visual, históricamente datado para cada uno. Sin em
bargo, ese trauma sólo adquiere sentido teniendo ias “ teorías sexuales
infantiles" como fondo, esas ficciones que inventan las condiciones de un
amor sin fin, de una armonía sin discordia. Porque se recorta sobre ei
horizonte de esas- noveías uñarías, de ese sueño despierto en que prevale
ce ei falo, la insuficiencia dei pene merece ser designada con el término
de castración. Una falta sólo adquiere significación sobre el fondo de una
potencial presencia, la dei símbolo fáiico, y es en esta medida que una
niña no va a ser considerada como un individuo de sexo diferente, sino
como castrada.
Freud no siempre tuvo la misma: opinión sobre la repercusión de la
diferencia anatómica de los sexos. Su apreciación siguió una cierta evolu
ción a io largo de su obra. Cuando la castración es elevada por primera
vez al rango de concepto teórico, en 1908, Freud escribirá que cuando el
varón descubre el sexo femenino, “escotom iza” la percepción. Ve un
pene ahí donde no io hay. En 1923, en ei artículo sobre la organización
genital infantil, ei varón percibe en la mujer la ausencia de pene, y ia con
cibe únicamente como castración en la medida en que éi mismo ha sido
ya blanco de una amenaza de castración: a pesar de las apariencias, conti
núa estabieciendo una sim etría-entre los dos sexos y plantea implícita
mente la hipótesis de que la mujer ha sufrido aquello con lo cual él mis
mo está amenazado. Recién en el artículo sobre el fetichismo de 1927
una noción nueva, ia de renegación, permite conjugar a ia vez la castra
ción y el rechazo de la misma. El fetiche es el resultado de esta doble
operación.
A pesar de estas pocas variaciones, el complejo de castración es una
noción plenamente articulada por Freud en ei análisis de Juanito. Apare
ce como concepto en 1908 en el artículo sobre las “Teorías sexuales
infantiles” -y luego no sufrió ninguna modificación esencial. Fue m anteni
do a pesar de todas ias críticas a las cuales pudo haberse prestado, sobre
todo porque la noción de castración femenina seguía siendo enigmática.
El complejo de castración propone, con la amenaza corporal que sig
nifica, un mecanismo simple para explicar la privación de goce que un
padre impone a su hijo. Sin embargo ese término evoca, si no una mutila
ción, al menos una amenaza, que es a pesar de todo, excepcional. De nin
gún modo designa, en el discurso corriente, lo que Freud expuso en ella.
Hubo que esperar la invención del psicoanálisis, para que esta palabra
designara el impasse propio dei goce humano. La angustia que el ser huma
no puede experimentar no había sido jamás referida antes a la falla de su
goce, y menos aun a la castración. Hasta entonces sólo había podido ser
encarada desde una perspectiva mística o metafísica, como crisis existen-
cial de un individuo limitado que se da cuenta de la precariedad de su
paso por la existencia. Lo desconocido de la muerte dio nombre durante
mucho tiempo al desconocimiento de la castración. Continúa dándoselo,
en un malentendido de graves consecuencias.
Si hubiera que hacer reposar el complejo de castración solamente en
la percepción visual de una diferencia anatómica de los sexos, numerosas
particularidades clínicas no encontrarían lugar en ia teoría. Por eso mu
chos alumnos de Freud intentaron hacer preceder esta prueba por dife
rentes experiencias de separación;com o el destete o el nacimiento. Freud
se opuso siempre, no sin diplomacia, a estas concepciones. Ellas son sin
duda testim onio de una intuición; la de la castración del Otro, la madre,
que precede a la del sujeto. En efecto, considerar la separación del naci
miento, del seno, de las heces, como equivalentes de/la castración es una
forma de presentir que todas las demandas de la madre están limitadas
por el falo. El falo es lo que demanda una madre, él permite nombrar el
enigma de pu deseo y, en este sentido, es diferente al miembro viril. La
castración no se refiere más que a esta diferencia, y a ningún otro tipo de
separación.
Así, la castración com porta un primer tiem po esencial, formado por
el- descubrimiento .de -la madre, por el deseo de esta última por un pa
dre. Lo que Freud llama “ traslado sobre ei objeto paterno de los lazos
afectivos con el objeto m aterno” , tiene como condición que la madre
misma traslade sobre este objeto paterno tales lazos afectivos: sólo este
descubrimiento del deseo permite percibir la falta del pene femenino.
La castración, lejos de reducirse al tem or de una mutilación anatómica,
es efectiva en el m om ento en que el sujeto se da cuenta de que el deseo
m aterno se orienta hacia otra parte, hacia algo o más frecuentemente
alguien, un Nombre del Padre, que permite situar el misterio del falo.
Este últim o es diferencia pura, puesto que su posición es solamente
correlativa del deseo, y no puede situarse más que gracias al significante
paterno.
No es en absoluto la diferencia anatómica de los sexos la que otorga
prevalencia al falo, porque, por un lado habría algo, mientras que por el
otro, no habría nada. “Falo” designa en principio la falta, el punto de
imposibilidad donde un significante no puede definirse a sí mismo y re
quiere a otro. Por eso ese símbolo de la diferencia pura rige al deseo, y
de ese modo, el órgano de la copulación le ha provisto su nombre. Sin
embargo “falo” designa a otra cosa que el pene, que es solamente su
avatar más visible.^Antes de investir al pene y al clítoris, el falo es el
cuerpo propio, y es también el fetiche.
La crítica esencial dirigida a las concepciones freudianas concierne
finalmente a la prevalencia que la doctrina otorga al falo para los dos
sexos, sin considerar lo que sería propio de lo femenino. Se puede leer,
por ejemplo, en el artículo sobre la organización genital infantil (1923),
ese pasaje que se refiere a la fase fáiica: “en ese estadio de la organiza
ción genital infantil, existe un órgano masculino, pero no uno femenino;
ia alternativa es: órgano genital macho o castrado” .
Entre los que se han dado en llamar post-freudianos, Karen Horney es
sin duda la primera en haber intentado dar cuenta del complejo de castra
ción en la mujer. Antes que ella, otros autores como Abraham habían
encontrado una explicación en la anatom ía, como si la naturaleza hubiera
gratificado a uno de ios sexos con un órgano deí cual el otro se sentiría
privado. Este recurso a la imagen dei cuerpo no permite captar por qué
el hombre como la mujer son víctimas de una insuficiencia, la del pene
o el clítoris, los cuales se muestran siempre desiguales al símbolo fálico.
Las modalidades del descubrimiento de esa insuficiencia se encuen
tran invertidas según ei sexo, no tanto a causa del traum a anatómico, sino
en función de la posición que es atribuida a cada uno en el discurso del
Otro. Por eso algunos hombres se alinearán del lado mujer, y ciertas mu
jeres del iadó hombre, sin tom ar más en consideración las realidades del
organismo.
Karen Horney intenta dar un soporte metapsicoiógico a la castración
femenina refiriéndose a la pulsión. Su primera tesis se refiere al erotismo
uretral: la envidia de! pene aparecería porque la niña querría orinar como
el varón. Su segunda tesis es relativa a la función escópica y a la imagen
del cuerpo: la niña querría verse como se ve el varón. Por último, Karen
Horney vincula la envidia del pene a la represión de los anhelos m asturba
torios, más fáciles de realizar en el niño.
Cuando estas tesis son resumidas y enunciadas sucintamente, ia refe
rencia a ia pulsión parece finalmente secundaria. No sólo lo pulsionai se
encuentra puesto al servicio de una anatom ía cuya preponderancia no es
cuestionaba, sino que además sólo parece cobrar fuerza en la rivalidad
entre los sexos. La fuente de esta competencia misma sigue sin aclararse.
La rivalidad es en efecto uno de los destinos posibles en el convertirse
en mujer, pero solamente bajo la trama de esa falta cuyo símbolo es el falo.
Cualquiera sea el sexo, el niño cree en la primacía de ese símbolo. Imagi
na durante m ucho tiempo, si no siempre, que las mujeres, comenzando
por su madre, están provistas de él.
La falta misma, el falo que responde por ella, no son entonces la cau
sa primera de rivalidad. Son al contrario una condición universal de exis
tencia, porque todo niño ha sido primero él mismo tal falo. Si puede
creer que su madre, y más allá las mujeres, están provistas de él, es por
que él mismo ha encarnado este símbolo. Una creencia contraria sería
una negación de su existencia. De suerte tal que la casi ración y la muerte
están asociadas en los pensamientos, donde se implican m utuam ente. El
falo que el niño encarna así por amor responde a la demanda que supone
a su madre, es por eso que alucinará Ja presencia de un pene materno.
La identificación al falo es esa operación que hace de ía madre una
mujer fáJjca. En este primer movimiento, no tiene cuenta alguna de ia
'diferencia anatómica entre los sexos.
Esta primacía del falo no significa que Ja castración se plantee en los
mismos términos para los dos sexos. Constituye, en efecto, el punto de
partida de la sexualidad femenina, en tanto que es el punto de llegada
potencial, o más bien la roca, contra la cual el hombre va a chocar. Esta
disimetría en espejo, satisfactoria para^el entendim iento y pertinente en
tna's de un sentido en la experiencia, no resuelve sin embargo el problema
de lo que es la castración misma. ¿Por qué el sexo femenino debe ser con
siderado como castrado, y no como diferente?
En la descripción freudiana, el complejo de Edipo y el complejo de
castración siguen un desarrollo inversamente cruzado en sus versiones
femenina y masculina.; La amenaza de castración obliga ai niño a salir
dei Edipo, mientras que lü niña debe reconocer en primer lugar la ausen
cia deí pene que, porque ella lo demanda, está en el origen de un amor
interminable por el padre. ¿Cuál es el valor de la “ constatación” que
organiza esta repartición? ¿Es acaso la anatom ía la que la rige, o el
cuerpo sólo va allí u dar forma a una pregunta que precede a su apari
ción? ¿Lo que muestra la anatom ía puede verse sin esta pregunta?
El trauma se resume en ese instante en que lo que no era hasta
entonces más que el objeto hipotético de las demandas de la madre apare
ce bajo la forma particular del pene. Ese m om ento puede sustentarse en
la percepción, pero puede también prescindir de ella: basta con que el
niño constate que lo que tiene para ofrecer no satisface a la madre, y que
ella va a buscar en otra parte lo que él no puede darle. En esta’otra par
te ella va a encontrar sin duda lo que le falta, ese falo respecto al cual el
pene como el clítoris se muestran siempre desiguales. La castración es el
resultado de la amenaza implícita que resulta de la comparación entre
falo y pene, y la constatación de la diferencia anatómica de los sexos es el
accidente secundario que le da forma. Si los niños de ambos sexos pue
den aventurarse no sin angustia a aceptar el desafío y a sostener la com
paración, el varón, es cierto, lo hará con más pretensiones, fuerte en la
ventaja que la naturaleza parece acordarle.
' La antecedencia del falo al pene permite encarar las modalidades de
la castración para una mujer, la cual si no se hiciera esta hipótesis, no se
reconocería ninguna falta en cuanto a su anatom ía. En efecto, la priva
ción que puede ser sentida en un m om ento de rivalidad merece ser dife-
rcnciada de ia castración. Es demasiado simple suponer que la envidia dei
pene aparecería en un m om ento de competencia con ei niño. Del mismo
modo, una mujer no considera que está privada de pene simplemente por
que los hombres así ia verían.
La castración sólo concierne a la mujer en la relación que ella man
tiene con su propia- imíigen y no está situada en ei mismo nivel que la
angustia que acompaña los torm entos de la rivalidad. Ei miembro viril no
podría faltarle si no-es comparado con ese símbolo de la falta que es el
falo, y este último estará presente para ella en su ausencia del mismo mo
do que para todo ser hum ano. Así, la castración no es de ningún modo el
resultado de un fantasma de mutilación, y la diferencia anatómica, lejos
de aparecer como una causa, no hace más que dar una respuesta contin
gente a ia pregunta por la falta. Ei cuerpo responde a esta interrogación,
se consagra a ella en un total desprecio de io que es.
El falo que ese deseo busca está siempre más lejos que la apariencia.
Es vehiculizado por la palabra que lo demanda, no existe más que gracias
a ias palabras, de las cuales es ei límite.
Porque habla, ía m ujer entra en igual medida que un hombre en el
goce, fáiico. Este goce provoca un investimiento erótico homólogo del
pene o del clítoris y otorga la medida de un valor que es igual para los
dos sexos. El fantasma femenino de un crecimiento clitorídeo conve
niente no es entonces inicial, puesto que ia niña está en principio impli
cada por el falo tanto como el varón. La entrada en ei goce fáiico tiene
como condición el acceso a la palabra, porque el falo es ese símbolo vacío
que limita retroactivamente todas las; demandas de la madre. En este sen
tido, la femineidad estará determinada por una cierta relación con el falo.
Como al hombre, ese símbolo le incumbe, aunque ella no mantenga la
misma relación con el pene.
La comparación deí pene y del falo perm ite dar armazón lógica a los
tres destinos de la femineidad propuestos por Freud en su artículo de
1931. Recordemos ias dos primeras consecuencias que siguen al descubri
miento de la ausencia de pene: esa constatación puede provocar en prin
cipio, si no un naufragio de toda vida sexual, al menos un daño sensible
de ésta. La niña puede también m antener con una “seguridad insolente su
masculinidad amenazada...” ... “el fantasma de ser a pesar de todo un
hombre sigue siendo esencial durante largos períodos de su vida.., ese
complejo de masculinidad puede concluir en una elección homosexual
manifiesta” . En cuanto a la tercera eventualidad, abre una vía propia a
una femineidad caracterizada por un cambio de objeto y un cambio de
órgano.
La constatación de la ausencia del pene parece dar una base orgánica
a esos tres destinos. Sin embargo, si el pene sólo está ausente bajo la tra
ma de la presencia del falo, las tres posibilidades de) “convertirse en mu
je r” podrán escribirse siguiendo eí orden propuesto por Freud „ según tres
ordenamientos distintos:^ cuando el descubrimiento de la ausencia de
pene es seguido de una catástrofe de la vida erótica, todo ocurre como si
esa falta debiera arrastrar consigo la relación con ei goce fálico. La asocia
ción lógica es entonces Ja siguiente: no tengo pene, luego no tengo falo.
no pene = no falo
En cambio, la falta de. pene puede provocar una actitud opuesta,
caracterizada por el 'm antenim iento de una masculinidad que no está
amenazada más que en la medida en que es ligada a Ja presencia del pene.
En este caso, el falo es confundido con la presencia del pene: “puesto
que tengo el falo, tengo entonces un pene” .
Falo = Pene
v- Pensándolo bien, se trata por otra parte sin duda de la única femineidad lo
grada en ei sentido de Freud. Tiene com o condición ia existencia de un “puro signi
ficante'’, delicuai diremos que es inhallable y necesita la invención de Dfós.
tiene la verdad de ía primera; el goce de la mujer permanece más allá del
hombre, escapa a su medida, aunque ei falo sigue siendo, si no un punto
de apoyo, al menos ese término gracias al cual un padre inaccesible es
vanamente deseado. El goce'fem enino contornea una desesperación, una
ausencia irremediable tan aguda que las palabras no pueden situarlo.
Un hom bre, o Dios, es amado en esta medida. Lejos de ser una figura del
narcisismo, el amor propio a io femenino es el otro nombre de la desespe
ración. Sin duda el hombre que lo soporta puede sentirse agobiado de ser
así medido con un térm ino al cual siempre permanecerá desigual. Puede
fomentar la idea estúpida de que, porque es llamado a ser el único, loes
verdaderamente, y, contando con la inexistencia de la Mujer, perderse en
esta creencia. Este sin medida puede también aparecérsele como ia fuente
de su deseo, porque él seguirá siendo siempre desigual a lo que le es de
mandado, a lo cual le será necesario dar sin cesar respuesta.
En su libro Extasis fem enino, Jean Noel Vuarnet subraya que convie
ne distinguir a los místicos según su sexo. “ Al menos no es a ios mismos
oídos que se dirigen los hombres y las mujeres” , escribe. En efecto, las;
místicas femeninas pasan generalmente por un testigo. Santa Teresa, por;
ejemplo, escribe para Juan de la Cruz y Pedro de Alcántara.
El testigo ocupa el lugar de lo escrito, de la palabra, de io que se;:
comunica en la sociedad de los hombres, en el orden del falo, y la mujer:
en éxtasis está aquí en el lugar de su alma, de lo indecible de su relación?
con un padre improbable. Por eso el hombre extático no requiere el testi-;
monio de un modo idéntico: para él, lo femenino que obedece a Dioses^
su alma misma, a la cual le basta escuchar. La mujer m ística, la mujer sin1;;
duda, pasa por lo masculino, por un hombre para ia transmisión de su
experiencia. En cuanto al hombre, escucha un alma que pone en femeni
no. En los dos casos, lo femenino encuentra su expresión por interpósita
persona. La fascinación que representa, su “ goce infinito” , reclama una
transcripción.
En la vía mística, una mujer parece entonces tener una ventaja. Lo
que ella parece bajo las apariencias de lo femenino le permite ser más
fácilmente la esposa de ese puro significante que el Nombre de Dios evo
ca. La. verdad de un cuerpo tan profundam ente en aras al Nombre se reve
la, ahora. Tal ‘Nombre tm' su desnudez, en su ausencia completa de consis
tencia, levita el cuerpo, lo hace pasar por otro, lo hace aparecer, brillar
más allá de todo saber, de todo pensamiento, en el vacío mismo, en el
alma de un Otro al que colma. Ella se reencuentra así más allá deí sexo.
Su goce podría ser llamado transexual, si se dispensara del testimonio,
que la distingue de la psicosis y de lo que, en esta locura, corresponde a
lo transexual. El secretario, el hagiógrafo, el confesor forman este punto
de límite viril más allá dei cual sólo lo extático estático está en exce*
so,2 sin sucumbir en ia locura. Ella es en esta medida, y en otro registro,
similar a la histérica., cuyos síntom as no despliegan su verdad más que en
relación al discurso del amo, a la fimtud de sus seguridades.
Existe una imagen dei éxtasis místico, autoerótica y aislada, que
sncontramos en la pintura occidental, en la escultura y hasta en la litera
tura moderna. Su rasgo más visible es exponer crudamente el goce. Nadie
puede equivocarse en ello. Sería sin embargo erróneo creer que esta expo
sición es sólo un fenómeno de aprés-coup, esmerándose en transcribir una
experiencia resueltamente solitaria. En efecto, la representación, en prin
cipio escrita, o transcripta, acompaña siempre al acontecim iento extático.
Elrtestigo.es necesario a la experiencia. El la precede, porque es necesario
que esté allí, para que más allá de él, la abstracción divina sea convocada.
La relación con el testigo, y más allá de él, con la sociedad de los hom
bres, significa que el goce supremo es dirigido, no ai hombre, sino a Dios.
Pios es convocado en el lugar mismo donde el testigo se queda con su
pluma, su pincel, el martillo del escultor, trabajando en alcanzar lo que
atraviesa la mística.
íiv. ,Lo extático no inventa ningún sistema delirante, su experiencia se
dkige a la sociedad de los hombres, a su iglesia, a la cual desborda y justi
fica, semejante en esto al amante que." más allá del falo, encuentra un
goee:que está más allá del sexo, en una pérdida única, del cual el hombre
es testigo atento y asombrado.
. ;. ¿Por qué la unión m ística con Dios está tan profundam ente marcada
por lo femenino? ¿Por qué eí hom bre que la evoca la referirá, no como la
mística a su cuerpo, sino a su alma, a quien define como su parte femeni
na, a expensas de tos asaltos de Dios? Sin duda puede él prescindir, con
trariamente a la mujer en éxtasis, de tener un secretario, un confesor que
testimonie por ella entre los hombres. Pero le es necesario hacer valer
esta^alma, amante esclavizada, pues no puede de ningún m odo jugar un
rol viril frente a Dios. Está femin iza do o, al menos, si no él, su alma.
Gomo “el niño pegado” evocado por Freud, que no entra en la relación
con su padre sino a condición de ser mujer.
; ' Respecto a Dios, el alma está tomada en una metáfora femenina.
El Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz manifiesta tal relación del
alma con su esposo divino:
p . .2. Cuando Freud escribe que: “ La vida sexual de la mujer se divide regularnten-
: te. en dos fases, de ia cual la primera tiene un carácter masculino, y sólo la segunda
’j es específicamente femenina” , esta notación sólo indica parcialmente desarrollo
temporal, histórico. En efecto, e¡ acceso a la segunda fase significa tanto menos el
abandono de la primera cuanto que ella continúa condicionándola:^... “ la función
fcffcíciítoris viril prosigue en 2a vida sexual ulterior de la mujer en forma variable”.
Porque tal goce está prohibido se transforma en causa del sueño, del
fantasma y del pasaje a este goce cuyo símbolo es el falo. Si una mujer
encama el sueño, el fantasma del hombre, no solamente se ubica como él
en el goce fálico, sino que, además, accede por la vía del fantasma a otro
goce, que es el resto incestuoso del primero. Existen así tres modalidades i
del goce.
El goce fálico viene a dar una respuesta imposible, y la insistencia
de este último provoca la erección, el deseo. Sin embargo, el axioma pri
mero del goce continúa insistiendo. Mantiene su exigencia por la vía del
fantasma. Así se establece esta intersección constante, esta pulsación
permanente entre, por una parte, un mito q u e es mantenido en el nivel
del fantasma, el del goce del Otro, y, por otra parte, ei goce fálico. Tal
pulsación entre estos dos términos crea la posibilidad de un tercer goce,;
goce del cuerpo del Otro sexo. Gracias a él, los hombres y las mujeres se
encuentran de tanto en tanto en el m alentendido de sus sueños.
El goce fálico no funciona en exclusión, en contradicción con el
goce del Otro.
Ai contrario, lo bordea continuam ente, aunque esté infinitamente
separado de él. Si el goce suplementario de ía mujer depende del fantas
ma que ella encarna para un hombre, estará siempre mal sostenido en re*
lación al goce fálico. El hombre y la mujer no se encuentran en el goce,
sino en el infinito. Su relación no es complementaria.
No existen tres categorías, tres tipos de goces. Si es útil indicar con
fines didácticos un “ primer” goce, éste es puram ente lógico, y sigue sien*:
do m ítico. Su paraíso perdido debe ser inferido a partir de las impasses
que encuentra la sexualidad humana. En cuanto al goce que es numerado
tercero, el suplementario del O tro sexo, indica solamente el modo en el
cual el goce imposible se realiza “ de todos modos"’ por e! rodeo de la que
soporta el fantasma. Retroactivamente, el tercero no va sin el segundo,
sin el falo al cual se articula. Inconsistente, imposible de soportar, el goce
del O tro se engrana ai goce fálico. El segundo plantea sobre el primero
una prohibición cuyo correlato es esta transgresión que está figurada en .
el fantasma de gozar “ de todos modos” . En la medida en que un cuer
po, el de una mujer o el de un hombre, se ve vestido con este fantasma,
el goce que esta investidura permite no deja de tener relación con el goce
del O tro. E n'efecto la proliibición del incesto es transgredida en ese fan* :
tasma mismo. El exceso de goce que la mujer obtiene de este modo sigue
estando en dependencia del falo, no tiene entonces ninguna relación con
la dispersión de la psicosis, que puede ser localizada en el primer tiempo
de esta tripartición.
El “no todo” , el suplemento de goce de la mujer está articulado con
el falo, pero sólo encuentra su destino gracias al goce del Otro, fantasea-:
do. sobre un cuerpo pasivo, perfectam ente femenino.3 Ser la causa del
deseo de un hombre, soportar su fantasma no basta aún para acceder al
goce que es propio de la mujer. Al ser tom ado en este lugar de sueño,
el cuerpo conoce ya una vez la pérdida, pero es entonces eí falo eí que
hace obstáculo, que forma finalmente la última barrera que separa del
Otro goce. Por eso este últim o no puede alcanzarse sino más allá del goce
del hombre, más allá de lo que, para él, pone fin. Cuando el hombre en
cuentra su límite, cuando su deseo atraviesa el punto mismo en que se
sostiene, el falo deja de interponerse entre el cuerpo y el vacío que lo
llama. Alcanzar al Otro es entonces un desvanecimiento, esa ausencia
completa de significación testimoniada en el grito.
Con el grito el orgasmo da dimensión al Otro goce. Un grito no tiene
significación particular y este equívoco infinito lo abre a todas las signi
ficaciones. ¿Un grito es sufrimiento o placer? Los dos quizás. La materia
verbal que condensa es informe, puede desdoblarse en cualquier palabra.
,.A;partir de ella un nombre cualquiera podría desplegarse. Es por eso que
el.grito en su polisemia evocará el Todo, la plenitud al fin alcanzada. Es
.entonces el eco conciso de la totalidad de los sonidos.
.:c; ... £íi él yace el primer espacio, la cosa plástica indistinta de la cual las
Apalabras se han desprendido, la extensión primera que el deseo recorta y
-.modela en vocablos. El grito desanda el camino del deseo, lo retorna, has
ta ese punto de falta aiudnatoria en el cual se constituye. Nada en parti
cular se expresa así salvo la parición de una ausencia primera, el vacío
divergente a partir del cual se despliega el conjunto que él completa, tota
lidad del ser alcanzada por su nada. El goce del cual el grito orgástico
hace signo está marcado por un m om ento de aniquilamiento, por un pun
to de vacío polisémico donde todas las significaciones se anulan y se agru-
' pan. Hace sentido de una ausencia de relación en el punto mismo en que
eí. goce está puesto en cuestión, en el instante en que el ser-para-el-goce se
muestra homogéneo al ser-para-la-muerte.
;... 3 En álgebra íacaniana, el desarrollo de una cadena significante tiene com o pro
ducto la causa del deseo (a) y com o efecto el sujeto dividido $ La cadena siguí fican-
te SjSa tiene como lim ite ía significación fúlica, y ella engendra el fantasma $ 0 a.
Estos términos son suficientes para escribir la tripartición del goce, que acaba de ser
evocado. Este gráfico muestra la derivación, la intersección del gocc femenino en re
lación ai goce fáiico. Sería igualmente posible mostrar que el recorte de la cadena
SjS^ y la escritura del fantasma $ O a se sitúa en el punto de torsión de una banda
de Moébius.
Cuando enuncia que ia “m ujer no es toda” , Lacan condensa, en un
aforismo elegante, la complejidad de varías proposiciones freudianas.
Esta fórmula indica que ella es “no to d a” en el goce fáiico. Más precisa-,
mente, es en tanto que “no toda” que efla está en el goce fáiico. Sin em
bargo el goce del cual puede sacar partido se articula con otro todo, el
que evoca la circularidad semiótica del Otro, completado en un instante,
por el grito. La mujer se sustrae de una totalidad, ía de aquellos que están
sometidos al falo, para beneficiarse con Otra totalidad, más vasta que la
primera aunque no la englobe, puesto que no se produce en el mismo pla
no. Tal totalidad es imposible de decir, escapa al universo del discurso,
aunque esté articulada a él. Algunas palabras pueden conducirá! borde de
este goce, pero este último permanece más allá de lo que puede decirse
de él. Su relación con las palabras que lo provocan permanece incom
prensible.
El goce femenino es tributario del significante, pero sólo en la medi-.
da en que encuentra este límite en que la persona que lo soporta se borra'.
Es goce del puro significante más allá de lo vivo, sólo en esta medida es
otro.
La econom ía amorosa cambia con el significante mismo y no con la
persona, que puede seguir siendo la misma. El rasgo de! cual depende el,
goce es diverso. Puede tratarse de la función, del lugar social, de un deta
lle físico o liistórico. Tiene efecto incluso si no es reconocido. Eí momen
to del orgasmo conduce al hombre a ese rasgo, que es también lo que va
más lejos que su vida. Encuentra así su ser para la muerte. Sin duda la:
reproducción sexuada implica la noción de la mortalidad: prever la des-Vi
tendencia es también reconocer lo efím ero del paso por la existencia. Sin
embargo el hombre encuentra su fin en el amor porque el goce de lamu-í
jer lo reduce al significante que soporta. El instante en que lo propio de
la mujer encuentra su expresión, es también aquel en que eí hombre desa
parece detrás del rasgo que, superando su existencia, le habla de su muerte.
El riesgo que un hombre corre en su encuentro con una mujer es el í
de su vida. Esta última pasa a un segundo plano, se muestra inesencial e
irrisoria, comparada al rasgo, al blasón que ei am ante debe producir. El
amor reclama una heráldica, un punto de absoluto, quizás secreto pero;
que balancea la vida y ia muerte'. El amante puede presentir que más allá
de su vida, está el Nombre que él lleva, la obra que él realiza, modesta
quizás, pero a la cual se consagra sin saber que lo hace para el goce, que
su abnegación es expresión de él independientem ente de lo que pueda
reclamar una mujer particular.
El hombre que pierde su vida, o al menos la arriesga, ejerce una se
ducción en la medida de lo que lo supera, del puro significante que se leí
requiere producir como condición del Otro goce. En tal división del cuer
po y del significante se reconoce el scr-para-la-muerte, el amo absoluto
\con lOj'cual lo femenino sueña por el más allá que promete.
El extremo místico permite concebir tal relación al nom bre: Dios es
en efecto, ese puro significante que el m onoteísm o ha distinguido siem
pre de toda imagen, de toda encamación. La religión permite trazar un
modelo del goce, que aparentemente está más allá del sexo, puesto que se
sitúa continuamente en relación al significante y al falo que lo limita.
Se vierte en el campo de lo femenino, cuyo goce se extiende en un olvido
paradojal de la carne. ¿Todos los hombres son Dios para la mujer en' el
momento del orgasmo? La pregunta es fundamental, pero ella se plantea
si se agrega que tal Dios, reducido a su nom bre, está ausente, m uerto
desde siempre. Lo que el hombre no puede esperar hacer con la lengua,
puede realizarlo con una mujer, pero lo que llega a asir entonces significa
su mortalidad. El goce femenino se opera en una extracción de significan*
te cuyo correlato es ia m uerte, porque el nombre es eternizante, porque
eí precio deí erotismo que él permite se resume en un cara acara con el fin.
La enfermedad de la muerte, de Marguerite Duras, retrata la relación
deun hombre y de una mujer unidos por un contrato cuyos términos son
oscuros: En las últimas páginas solamente, la mujer revelará al hombre la
causa de su mal, la naturaleza de aquello que padece: está atacada por
esta enfermedad de la muerte que es su propio destino, y habrá sido nece
sario este encuentro para qué el lo descubra. El había vivido hasta enton
ces en la ignorancia porque no sabía que su m uerte no tenía que ver de
ningún modo con el fin de su vida, sino que se trataba de un aconteci-
. miento ya pasado. Nunca estuvo vivo, y no se da cuenta sino en aquello
que lo une a esta mujer: “ Usted descubre que es allí, en ella, que se fo
menta la enfermedad de la m uerte, que es esta forma desplegada frente a
usted que decreta la enfermedad de la m uerte.”
La “enfermedad” reclama ei significante amo, le es necesario este
término puro que no esté contaminado por lo vivo. Así sucede con el
que se pierde en su tarea y se reduce a lo que él hace. Su acción lo separa.
Ella tiene como efecto desembarazarlo de toda relación con su imagen,
de reducirlo al significante de lo que ha producido. Su obra lo da a luz,
le da un nombre. Tal labor no es del orden de la sublimación, está sin
que él lo sepa al servicio del goce de la mujer. En la medida en que el
hombre no tiene la misma relación con el goce que esta última, no tiene
tampoco la misma unión con lo que hace, con su obra que lo designa,
del mismo modo que el falo lo significa.
: La obra, la tarea, no representan el trabajo útil que la sociedad reco
noce. Lo que es hecho puede no ser nada, y sin embargo esa nada será
aun para aquel que la esgrime un blasón de su virilidad, la aristocracia
,que él reivindicad Uíi1 Hombre puede estar dispuesto a enfrentarse para
defender esa nada, de la cual depende ei goce de la mujer que lo espera
en el corazón de su fantasma.
El hombre está en un “hacer” incesante. Permanece en este campo
de la actividad del cual Freud define la virilidad. Lo que produce lo divi
de de su propia vida, no solamente de ella, sino también de su obra. Así
separada, una m ujer goza del inás-allá de éi. El la hace gozar, en el mo
m ento mismo en que es sordo a su tarea y en la ignorancia de su acto. Que
un hombre sacrifique su vida por una obra, o esté listo a consagrar sus
esfuerzos a un icieál que parece a veces magro, puede parecer absurdo e
irrisorio. La obstinación viril, el esfuerzo cotidiano, las rivalidades despia
dadas por apuestas oscuras, el encarnizamiento desplegado en una tarea
ínfima pueden evocar,el mito, de Sísifo. Sin embargo, la tarea absurda
aparece bajo otra luz, y su objetivo es dar cuerpo ficticio a la enferme
dad de la muerte, al significante amo del goce. De este último depende el
florecimiento del fantasma, y, con él, un goce dilapidado en pura pérdi
da, un amor de la mujer gastado antes de que su objeto aparezca, porque
ninguna en particular está ahí para asistir a esta especie de muerte vo
luntaria.
En el libro de Marguerite Duras, la mujer anuncia la enfermedad de)
la muerte. Ella ia anuncia desde un lugar en que era esperada. Ella revela
por qué vías vuelve a lo que una vez había sido perdido. Así sucede con
este amor: “ ... sin embargo usted ha podido vivir este amor de ia única
forma que puede hacerse para usted, perdiéndolo antes de que haya;
advenido” .
Esta mujer, que ocupa el lugar de una pérdida, informa a su amante
la naturaleza del mal que la aflige, el que lleva desde siempre. Su presen
cia le devela esta inmortalidad del significante que lo mina, y que lo lleva ■
más allá de su vida.
“Por el veneno de la inmortalidad
se acaba la pasión de las mujeres”
(Marina Tsvetaieva; tu ríd ic e a Orfeo)
Apoyado en un significante que es primero porque forma el límite
de lo vivo, el orgasmo se produce en un punto de báscula en que la sepa
ración del goce del cuerpo, necesaria a la existencia, se encuentra anula
da. Actualiza lo que muestra el sueño, el deseo realizado de su tiempo
alucinatorio. Como el grito, !a alucinación ocupa el vacío que ella es, y
constituye el signo autárquico de un cierre, ese mom ento en que el Otro
se encuentra al fin completado por su aparición. Porque el goce femeni
no no depende de ninguna materialidad y no satisface a nada que pueda
llevar nombre, porque es homogéneo al vacío que centra al lenguaje y le
impulsa a su búsqueda, io que él muestre es igual a! tiempo más profun
do de 1 sueño. Es igual a la primera experiencia de goce, alucina torio, que
conoce el ser humano, la que ¡o hace gritar.
■. E! orgasmo, la alucinación del sueño, el grito forman una letra pri
mera, un descubrimiento traum ático. Tal letra da para siempre al ser hu
mano una relación particular con su propia existencia: su mensaje des
cubre la profundidad deí masoquismo erógeno, íntimamente ligado at
placer. Este gusto por el sufrimiento es ían original como la existencia,
escribe Freud. Ningún sadismo, fuera del de Dios, puede dar cuenta de él.
£1 perseguidor al cual este masoquismo responde está en todos iados des
de donde el discurso vuelve, es llevado por cada una de las letras de la
lengua, semejante en esto al Osos del monoteísm o, al cual sus elegidos
pueden imputar las crueldades de su destino: ci sufrimiento gozoso que
fur.ua el lazo a la existencia, la fascinación por la catástrofe que ella en
gendra, hacen de nosotros ios iguales" de los primeros cristianos, siempre
gustosos de io peor.:
Lo posible de la catástrofe, su vacío orgástico, es la prueba por el
absurdo de las aporías del goce. Ella prohíbe todo recurso al instinto vital
paia explicarlo porque va a encontrar la vida. La prueba original de la
existencia se muestra en esta forma de aniquilamiento que representa el
acceso a 1o erógeno. El ser humano permanece marcado por un conoci-
■miento que, aunque sea inconfesado subsiste como un presentimiento y
como una interrogaciófi. Su saber permanece ignorado, y sólo revela su
fatalidad en lo accidental. El punto donde el goce se realiza está marcado
por una imposibilidad de saber. Su centro desvanecido sólo se reconoce
cuando un accidente lo descubre. Cuando se dirige hacia él, el deseo se
acuerda de lo que no ha aprendido, :es deseo de lo ignorado, de lo anó
nimo. Sólo lo absolutamente extranjero puede instruirlo. El cuerpo per
manece marcado por tal incógnita, por la extrañeza del síntom a. La mu
jeres así ese síntoma deí hombre, ese cuerpo que se iguaia al objeto vacío
de su goce, obedeciendo, antes incluso de haber comprendido su orden,
: a la exhortación del Otro impersonal que está más allá de él. Este cuerpo
entero es todo signo, símbolo de la extrema ignorancia de un cuerpo que
se alcanza.
El punto de ausencia que marca el extrem o del goce no deja de tener
su equivalente. Las descripciones de ciertos estados que la psiquiatría clá
sica ha designado como “ataques Justé ricos” no dejan de evocarlo. En su
artículo de 1909 sobre el ataque histérico, Freud aborda diferentes signi-
. ficaciones de este síntoma. Estas significaciones, escribe, no son de nin
gún modo exclusivas una de la otra. La lista que él da de ellas tiene su
interés, porque allí se establece una analogía entre el ataque y el orgas-
mo.4 Freud ha escrito muy poco, si no nada, a propósito de la relación
sexual. No ha dicho prácticamente nada sobre un fenómeno tan extraño
como e l orgasmo. Vale la pena subrayar ei paralelo que él hace no sola
m ente entre el ataque histérico y el coito, sino también entre estos dos
primeros términos y la formación de la imagen del sueño, así como con
la bisexualidad. Sin duda esta seriación no es posible sino porque existe
entre estos diferentes elementos un punto de homologación.
La referencia a la bisexualidad tal como está planteada en 1909 sigue
siendo sospechosa de un resto de transferencia con su amigo Fliess, espe
cialista en la materia. Sin embargo esta bisexualidad no tiene ningún
punto de apoyo orgánico, se refiere únicamente al fantasma, y mantendrá
siempre la noción, hastíl sus últimos artículos sobre la sexualidad femeni
na. En el ataque histérico, la “ bisexualidad” significa el arrinconamiento
de un fantasma femenino y de un fantasma masculino, que, porque se
realiza en un solo cuerpo, permite plantear la equivalencia de! ataque y
del coito. Freud retoma ese ejemplo im pactante de una mujer en crisis,
que, con una mano -la d o h o m b re- se arranca su vestido, en tanto que
con la otra -la d o m u je r- lo aprieta contra su cuerpo. El ataque signa la
imposibilidad de una conjunción, de la relación sexual, que se juega sin
embargo en ese síntom a y desemboca en la crisis orgástica.
Durante el ataque histérico, toda conciencia se desvanece y ¡a escena ^
se despliega en un espacio que evoca el sueño. Freud observa Ja regresión
que acompaña a este estado: la escena se desarrolla, escribe, presentando
un cierto número de inversiones. Existe, por ejemplo, una inversión de
la cronología -y. tal desarrollo invertido se produce igualmente en el sue
ño. Este último regresa a una misma huella, dei resto diurno al recuerdo
de la infancia. La presentación del ataque es idéntico a la del sueño. Es
por eso, que si uno prosigue la analogía, la pérdida de conciencia que lo
acompaña debe ser ordenada de acuerdo con el goce, puesto que la ima
gen del sueño es deseo realizado. Se trata de ese... “ retiro pasajero de la
conciencia que se puede sentir en la cima de toda satisfacción sexual
intensa” .
Algo une la imagen del sueño, ei acto sexual, ei síntom a. El ataque
histérico realiza ese tiempo del sueño donde el cuerpo entero, a través
de la pantom im a que é l presenta, muestra una imagen onírica, orgástica.
Puede ser entonces aproximado del tiempo extrem o de goce que está en
juego en el encuentro sexual.
Sin duda esta serie de analogías nos habla y, en base a la intuición,
podría ser considerada com o verdadera. La estructura de ficción de esta
* Juego que consiste en traducir imágenes, figuras, por palabras. (N. del T.)
aún sometida al capricho de una madre impersonal. Existe un punto de
ruptura entre dos goces distintos, ruptura que hace grito, y cuando ei fan
tasma regresando lo alcanza, cuando cumple un trabajo análogo al del
sueño, se arrastra con la ayuda de Dios, es decir dei inconsciente, hasta
el orgasmo, punto donde el corazón del otro es alcanzado, grito sin padre.
LAS IMPASSES DEL GOCE
“Goce” es una palabra que puede evocar los juegos deí espíritu y el refi
namiento estético, pero más bien hará surgir la idea de un placer carnal.
Existe de éí una representación que sin ser grosera, se desliza del al
ma a lo animal No se ve menoscabada por el espectáculo que los anima
les ofrecen: aun cuando están cautivos, aun cuando han envejecido, dan
la apariencia de una existencia realizada y de plenitud más que de fatiga.
:La enfermedad y la inminencia de la muerte no parece atentar contra ese
impulso vital cuya obstinación es a veces asombrosa. Su presencia es una
naturaleza de la cual forman parte Íntim am ente, su proximidad sin ruptu-
ra, su familiaridad con esta presencia misma están en el origen de la fasci
nación que ejercen. Cercano al mundo y cercano a ellos mismos, su espa
cio parece pleno, al menos para el hombre que lo mira habitar un univer
so sin falla del cual él está excluido. El animal es en esta medida divino.
Tal plenitud es propia de todo lo que vive. Puede ser atribuida a la
potencia secreta del grano, del árbol, y el hombre que la venera o la con
templa en las fuerzas naturales confiesa ál mismo tiempo que tal perfec
ción le escapa. Hace mancha, excepción en lo que él ve. Su existencia de
ser vivo permanece heterogénea respecto a lo “natural” , sobre el cual impo
ne su marca con reforzada violencia. Su aptitud misma para el goce merece
ser cuestionada: en él ninguna función, por más vital que sea, procura auto
máticamente un bienestar. El acto más simple, el de alimentarse, por
ejemplo, necesita múltiples rituales cuya significación se nos escapa por
haberse vuelto cotidianos. A pesar de su observancia, el hecho de comer
sigue estando cargado de síntomas. Eí sueno también cumple con el soñar
una función que Lo aleja de un ritm o de reposo natural.
La actividad sexual no escapa a esta regia, su placer encuentra tam
bién partición. El goce que de ella se espera- es si no la ocasión de angus
tia, al menos motivo de complicadas maniobras. A pesar de ellas, el resul
tado esperado no aparece con seguridad. Si hay que creer en lo que dicen
las mujeres, el orgasmo es un fenómeno excepcional. En cuanto a los
hombres, si bien se preocupan de la cosa constantem ente, se muestran
desigualmente satisfechos, por no decir que les es en principio fuente de
problemas.
El derecho define al goce como el usufructo de un bien, confiando
en amplios límites a la discreción de su propietario. ¿Puede tal noción
aplicarse ai cuerpo, que es entre todos un bien inalienable? ¿Podemos
asegurar nuestra soberanía sin hesitación sobre esta masa de carne y hue
so que habitamos, o que disponemos de ella a nuestro agrado? La sobera*
nía jurídica que cada üno tiene sobre sí mismo encuentra mil obstáculos
que tornan caduca tal licencia. Diversas restricciones reducen esta precio
sa libertad a una simple petición de principio, cuyo ejercicio queda a mer
ced del otro. Sin embargo, ¿no es acaso exagerado imputar nuestras limi
taciones solamente a nuestros semejantes? ¿La expresión misma “tener
un cuerpo” no es extraña? ¿Por qué no “somos” más bien ese cuerpo?
No sólo no somos idénticos a nosotros mismos, sino que además !o :■
que en la duplicidad alcanzamos nos escapa. El dominio de nosotros nos
huye, no tanto por las limitaciones que e! prójimo impone como por la
división que causa el síntoma. El goce de ser humano, el florecimiento
de sus funciones vitales equivalente al del animal parece problemático.
Sin duda es por ello que el consunto de drogas, de tóxicos, de excitantes
es un hecho de civilización tan universal como la vestimenta, el entierro
de los m uertos y la utilización del lenguaje.
¿Es porque habla que el ser humano tiene una relación tan difícil
con su propia existencia? ¿Le debe a su captura en un lenguaje que lo
precede y le otorga su lugar, una relación tan profundam ente perturbada
y pervertida con su cuerpo? Su goce está tomado, capturado en las articu
laciones de un lenguaje materno que lo deja en su nacimiento en el “sin
recurso” , en lo que Freud llamó Hiljlosigkeit. El desamparo del bebé
parece ocasionado por su incapacidad de atender sus necesidades más ele
mentales. Sin embargo esto es también así en un gran número de anima
les que también pueden conocer un.cierto grado de desamparo fisiológico
y de dependencia, y sin que a uno se le ocurra calificar este estado de
“sin recursos” . Si la resonancia del Hiljlosigkeit es diferente en el ser hu
mano, es en tanto está preso en un tejido de signos lingüísticos, cuya sig-
Los im pases dei goce
«
2 Esta cuestión interroga la escritura de Lacan s(A.) colocada en. el grato del
deseo. (“Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, en Escritos.) Esta escritura
Lo A bierto,no es un espacio más allá de la cosa, como Rilke señaia
en una carta del 25 de febrero de 1926: “Con lo Abierto, entonces, no
entiendo el cielo, el aire y eí espacio, pues éstos también son, para el
contem plador y el censor, “ objeto” , y, por consiguiente, opacos y cerra
dos” . ¿Si lo Abierto no es lo del cielo y del espacio, dónde podría resi
dir? ¿Dónde podrem os encontrar lo infinito en lo finito, si no es en las
palabras mismas? Estas últimas son en efecto lo que acude a nosotros
cuando percibimos una cosa, pero con ellas aparece también la infinidad
de los vocablos que le están asociados. Si las dejamos andar, si nosotros
soltamos sus amarras, se desarrolla la circularidad que despliega la asocia
ción de las palabras entre ellas. Si aislamos una palabra de una frase, evo
ca el todo de las otras palabras.
Sin embargo, no sucede así en cada una de nuestras percepciones,
que la m ayoría de las veces permanece cerrada, ¿Cuándo lo Abierto se
muestra entonces? ¿En qué instante una palabra evocará el todo de las
otras palabras y aparecerá en lo Abierto? Se revela bajo esta luz cuando
cae fuera de su utilidad, fuera de su significación. En efecto, cuando la
palabra es útil, se detiene y se cierra sobre su uso. Así sucede en el caso
del poeta que oirá la palabra por su valor plástico más que por lo que ella
designa. Asimismo, puedo percibir la belleza en la medida de la inutilidad
de los objetos que la llevan: flores, cosas antiguas, música.
Lo Abierto aparece cuando yo tom o una palabra en el hueco de mí
miaño, com o artesano, y cuando yo espero. Lo A bierto de ía nominación,
del “n am ing'\ se muestra entonces en este tom ar en el hueco, que es
un acto. La palabra tomada en la mano resuena con su resonancia singu
lar, y se abre al todo de las otras palabras. Todos los vocablos son unidos
en algunos sonidos y entonces se despliegan. Pueden evocar a estas flores
de papel japonesas, que se abren cuando son puestas en un poco de agua.
La percepción pura, su infinidad, se palpa hablando sobre este umbral
donde el padre es usualmente invocado para formar frases. En este equí
voco donde un ausente manifiesta su presencia en su falta misma: al
abrigo de Dios, las palabras sé muestran en sus caminos. Abierto es el
hablar del ateo, o, más bien, de aquel que, reservando al dios su lugar
absolutam ente vacío, percibe.
¿Por qué querer lo Abierto, esta plenitud de la percepción, y cuál
es su significación? Lo Abierto responde a un querer,
plantea una cuestión porque, com o conjunto de significantes, A debería estar siem
pre marcado por una falta A - Sin embargo, la significación de la totalidad de tos sig
nificantes. es decir del goce del Otro, puede ser evocada en las circunstancias que
son objeto de este capítulo.
más aun que la planta o el animal
nosotros andamos con ese riesgo, nosotros !o queremos” ,
escribe Riike.
Ese querer que quiere ia afirmación, ia aceptación deí Todo, es esta
búsqueda activa de un recibir todo, de una pasividad, que se asemeja así
a lo que es propio de lo femenino. Hablar aquí de lo femenino puede
parecer asombroso para quien conoce 1a vida de Rilke. Sin duda sería me
jor hablar de un goce en exceso, que es propio de io femenino, pero no
solamente de ia mujer, goce que está más allá del falo, más allá de la signi
ficación. Ei querer de lo Abierto procura este goce, porque su acto se
establece más allá de la significación; fálica, es por eso que puede aseme
jarse a lo femenino. En efecto, io Abierto está barrado cuando las pala
bras permanecen presas en su utilidad, cuando se aparean en el uso, en la
materialidad, en la visibilidad de la designación. El empleo que ei poeta
llega a hacer de las palabras no es de este orden: si alcanza io Abierto, es
prestando atención en principio ai sonido, a su plasticidad. Privilegia así
k> invisible. En una carta del 13 de noviembre de 1925, Riike escribe:
“Somos las abejas de lo invisible. Libamos desesperadamente la miel
de lo visible, para acumularla en el gran panal de oro de lo invisible.”
¿Esta metamorfosis de lo visible en lo invisible no puede compren
derse como ese punto donde el más allá de la significación, ei más allá de
la designación de un referente es alcanzado?
La transformación de lo visible en lo invisible es expresada por ejem
plo en esos versos de la novena elegía:
‘Tierra, no es Iq que tú quieres; invisible en nosotros renacer?...
... qué otra cosa, sino metamorfosis es tu misión indiferible?”
La metamorfosis pasa por las palabras, pero las palabras mismas pier
den su visibiidad. Su sonoridad las separa de ella. Las palabras pasan su
límite, y se reúnen con lo semióíico de la lengua Otra, materna en su
goce, aunque esta última no desemboque en la psicosis porque resulta de
un acto.
De tal modo, la versión interior de aquel que se expone a este acto
lo ilimita. Lo abierto que él alcanza lo abre al instante donde cuestiona
la validez del Nombre, su punto de apoyo paterno. El que realiza este
acto hacia lo abierto, hacia la pasividad, se encuentra amenazado en el
momento mismo en que goza de estar así diseminado en la intimidad ¿leí
mundo. Asimismo, una m ujer expuesta a soportar la causa del deseo de
un hombre, encuentra su gocé en una pérdida de identidad que la abre
a más que ella.
El poeta es así echado fuera del todo en el instante mismo en que él
lo percibe, en el m om ento de la “percepción pura” . Su acto es la condi
ción de lo abierto, de esta percepción infinita de la cual él puede gozar
terriblemente, en tanto está ahí perdido. Lo que es amenazante crece al
mismo tiem po que lo que salva. Como Hólderlin ha escrito,
“Pero donde está el peligro, ahí'
crece también lo que salva” .
El m undo se da, adquiere su sentido infinito que es el de las pala
bras, en el instante de ía pérdida de aquel que lo abre. El deseo del poeta
es la condición de un sentido reencontrado.
Lo que nos salva ai fin
es estar sin abrigo y es tenerlo, ese ser,
tornado en lo abierto, viéndolo amenazado,
para que, en alguna parte, en el círculo más vasto,
aquel donde el estatuto nos toca, decirle sí” .
(Rilke, Spáte Gedichte)
Sin duda “el ser vuelto a lo abierto” está más cerca de decir lo ver
dadero sobre un goce que se presenta en un más allá del sexo. Si este ser
tornado hacia un vacío es goce, éste último es además el signo de una
pérdida, de una pérdida que dice sí, al “estatuto que nos toca” en “ el
círculo más vasto” . Así, algo que puede aún apenas nombrarse el ser es
salvado, salvado en la falta de abrigo, en lo que Rilke llama “el riesgo que
a todo se anima” .
El más vasto círculo que se abre entonces, aquel al cuai un consenti
m iento es dado, se despliega en la totalidad semiótica. Tiene como condi
ción el “ sin abrigo” . Es por. eso que la dereiícción más completa es dada
por ¿1 poeta como el signo de una redención. “ El abismo” de Hólderlin
debe ser experim entado, soportado, porque en él se funda el universo del
discurso, así como en otro nivel, en una falta de acto, la feminización de
Schreber es la clave de bóveda del orden universal. Sólo la falta de acto
diferencia una mujer o un poeta de la locura, el acto los distingue de la
psicosis. El poeta, un m ístico, una mujer, muestran de tal modo, en esa
elección del “ sin abrigo” , de un fundamento sin fondo, la región esencial
donde el hablar presenta su acuerdo con ej goce de un Todo que se apoya
sobre la Nada. El riesgo tomado por el ser, su pérdida de identidad en ese
m om ento de sin recursos, ofrece la huella de lo que otros siglos han podi
do reservar a lo sagrado, cuya región esencial está sustraída a nuestra
época.
¿Por qué el ser toma tal riesgo, por qué está tan amenazado en el ins
tante de lo abierto, en el mom ento de la “pura percepción” ? Para que las
palabras aparezcan en este distanciamiento de una pura intensidad donde
son percibidas, discernidas en su totalidad circular y su igualdad, en su
completud, es necesario el acto, el “ decir sí” de alguien, del poeta. Sin
embargo, en este instante de estabilización, este últim o se sostiene en el
lugar mismo de una falla, ia del código que está en la base de! lenguaje.
Porque ocupa el lugar de la causa del deseo, del lugar vacío que da su
relieve al Otro del lenguaje, el poeta conoce una forma de aniquilamien
to. Esta otra vertiente de la existencia le da lo que Rilke llama “el todo
de la pura percepción” , cuyo acceso es aquello mismo que io separa de
él. Está entonces más allá de lo que puede contarse. En el último verso
de la novena elegía a D uino, Rilke describe lo que es esta conciencia
inusual de una existencia supranumeraria, superilua, echada en un afue
ra sin límite: “En eí corazón, me nace una existencia supranumeraria” ,
escribe. Su ser se borra en provecho de la percepción, de ia presencia de
un mundo agudo, que lo excluye. Ya no es más que este m undo, su inte
rior ese afuera donde se alcanza el “W eltinnenraum”, el mundo interior
de la realidad.
“Por más extenso que pueda ser el exterior, no sufre comparación,
a pesar de todas sus distancias siderales - c o n la dimensión de profundi
dad de nuestro interior” ... (Rilke, carta del 11 de agosto de 1924).
El ser es abolido en su m om ento de existencia más intenso porque
es entonces la condición misma, orgástica, de una totalidad de goce
que lo aniquila. El sentimiento de la m uerte es entonces lo que acom
paña al acto de “decir sí” . La apertura, así como el orgasmo femenino,
está siempre próxima de la desaparición, del desvanecimiento en su asen
timiento mismo.
En los Sonetos a Orfeo, Rilke habla de esta conjunción de lo femeni-
no y de la pulsión de m uerte:
44¡Estad siempre m uerto en Eurídicc, y cantando más, oh
sube!
;y alabando más, vuelve a subir en la relación pura!
Entre los que perecen, aquí, en el reino del declinamíento,
Sé un cristal tintineante, y que ya se rompe con eí sonido” .
A 4- X
A + X
A + x , etc.
13 Por eso puede ser angustiante dormirse, como si el dormir fuera el umbral
de una muerte inminente, en el m om ento en que el sueño muestra el objeto de
deseo.
la niña tendrán esa certeza de que la madre tiene ei falo. Tal símbolo se
muestra cada vez que la madre habla, es en principio efecto de significa
ción y se encuentra diseminado en cualquier lado de donde el discurso
retorne. Una significación sexual resuena con todo acto de nominación.
Si fuera solamente así, la totalidad del universo estaría habitada por la
significación fálica, de la cual el cuerpo de aquel que nom bra, semejante
al del presidente. Schreber, sería el lugar de copulación.
Para que tal dispersión de la significación se interrumpa, es necesario
que pueda ser localizada, fijada en un punto, y no podrá serlo más que
por otra significación, puesto que esta última equivaldrá siempre a la pri
mera y la acom pañará.El padre circunscribe la significación del falo. La
aúna bajo su nombre: de imaginaria, se vuelve simbólica porque designa
en ese momento la falta en que el deseo se origina. ‘'‘Falo” pasa así por
dos valores sucesivos que es necesario oponer. El pasaje de uno a otro
libera al cuerpo de su valor fáiico, que investirá al pene. El Nombre del
Padre es motivo de una inversión de la función falica. Su ruptura m etafó
rica nombra una ausencia y delimita un nuevo goce que está fuera del
v.cuerpo, que es significante sólo porque el “ padre” no tiene existencia
más que por su nombre.
El significante de la paternidad hace ruptura en la infinidad de las
significaciones, testimonia de la presencia de una falta en el Otro del len
guaje. Salvando todas las distancias, el pasaje de la polisemia de las pala
bras a la metáfora paterna evoca la ruptura que el m onoteísm o ha intro
ducido. El politeísmo que lo precedió sigue siendo siempre de alguna for
ma oscura, m aterno. La invención del Padre funda ei primer movimiento
místico del “parlé tre'\Jorm a. una primera reserva de absoluto.
Porque con eí significante paterno el goce se localiza y diverge, la
imagen del cuerpo es liberada de un valor fáiico que desde entonces es
deportado a la lengua. £11 este pasaje, lo que el Otro reclama queda sin
nombre, y esta falta delimita la fuerza de un deseo que, porque no puede
saberse, permanece siempre diferente de io que puede alcanzarse.
Frente a la impasse esencial que encuentra, ¿en qué se transforma el
goce del cuerpo? ¿Está destinado a desaparecer cuando se transforma en
goce fáiico? ¿El cuerpo no escapa a la dispersión más que ai precio de
una pérdida que lo excentra para siempre? No es así. En eí proceso que
acaba de ser descrito, la represión del goce del cuerpo se produce de for
ma tal que este goce se recupera en el nivel de la pulsión. La operación
ejecutada sobre lo que significa el deseo de la madre conduce a traducir
los signos que emanan de ella en otros signos, y este trabajo comprensivo,
desde entonces limitado por el significante paterno, modifica el valor de
las palabras. Antes del pasaje del significante unario al significante bina
rio, cada palabra tiene un valor universal, evocando al Todo de la signifi-
caeión. Librada a ¡a polisemia sonora, ei conjunto gozoso de la iengua
será convocado para definirla. No sucede lo mismo cuando el sujeto bus
ca traducir un signo por uno de sus rasgos. Las palabras dejan entonces de
sejr esquizofrénicas, ..y:áa-significación obtenida, relativamente unívoca,
pone en falta a la resonancia universal que en un principio se oye.
Cuando un significante cualquiera es utilizado para formar un mensa
je, su universalidad, el goce del todo que éste programa potencialmente
se encuentra interrum pido pero permance no obstante disponible. El pa
saje de una significación total a su paríicularización en una frase significa
un fracaso del goce del cuerpo, que tiene com o condición la universalidad
de las asociaciones verbales.
E! m ito paradisíaco, el incesto queda en reserva detrás de cada frase,
detrás de cada palabra'que guardarán siempre su poder de despliegue, el
deseo incestuoso constituye una reserva de sentido acumulada detrás de
!a significación de cada frase, de cada pensamiento.
El vocabulario termodinámico de Freud conserva acá un valor meta
fórico irreemplazable: esta reserva de sentido constituye un potencial
‘‘energético” , acumula una cierta fuerza, cuya constante es fácil de defi
nir, ya que se establece en el diferencial que va de la significación al sen
tido, trabajando en el nivel de la fuerza pulsíonal, que Freud llama el
“Drang”. La fuerza de la pulsión no tendrá entonces nada del instinto
vital o de la exigencia fisiológica.
La fuerza pulsional es el resto de esta sustracción del goce del cuer
po, cuya operación constituye la represión originaria. En tal proceso, uno
o varios significantes no son reprimidos por la captura en la significación.
La represión se efectúa únicamente sobre la universalidad de las conexio-'
nes de un significante cualquiera, y concierne al goce del Otro. La signifi
cación de una frase ordinaria, separa el significante de su simbiosis con ei
Todo, con el Uno de la lengua m aterna.
Freud jamás consideró a la represión como un acontecimiento histó
rico cuyo mecanismo se establecería de una vez y para siempre. La repre
sión reclama, al contrarío, un trabajo constante, que por otra parte no
será nunca suficiente para contener al sueño, al lapsus, al chiste: al retor- ;
no de lo reprimido. Este proceso permanece oscuro en tanto no sea refe
rido al efecto del significante. Cada pensamiento y cada palabra, cuando
se forman, dem andan,un cierto trabajo de reflexión, que es relativo ala
universalidad cié las conexiones de las palabras que la componen. Al con
trario, cuando una palabra es liberada de la significación de una frase,
descubre su polisemia; su sonoridad autoriza entonces tantos juegos de
palabras y de asociaciones verbales como uno quiera. Este movimiento
expansivo de la materia significante, siempre potencial, exterioriza la
fuerza puesta en reserva con el sentido. Esta fuerza rige formaciones del
inconsciente como e! lapsus, o el chiste, y ésta es detenida cuando, en
una frase, una palabra califica a otra, discriminación que necesita del jui
cio, del acto de un sujeto.
/E l goce tota i del cuerpo encuentra una imposibilidad lógica, porque
se sitúa en el nivel de una pregunta para la cual no hay respuesta. Engen
dra angustia. Por el contrario, es posible interrogar al deseo materno con
sus propias armas, con los significantes. El goce es puesto en reser/a a ni
vel de lo pulsionai.
La discriminación, lo diferencial del pensamiento, detiene a la poli
semia de ios signos, cuya fuerza sustraída vuelve a surgirá la altura de la
pulsión, la que se encuentra entonces en un espacio que escapa para siem
pre al lenguaje, aunque este último la condicione. La fuerza pulsionai se
ejerce en exclusión de la dimensión significante, a la cual está articulada.
El latido pulsionai, refugio del goce, está marcado por el movimiento del
significante, por su pasaje incesante de lo mismo a lo diferente, por su
■Vdesplazamiento alternativo de lo unario a lo binario. La vuelta de la pul
sión describe su juego, despliega su fuerza en este espacio en el que lo
diferencial del pensamiento al formarse se separa, se excluye del univer
so de las paiabras. La palabra desplegada no comprende nada de esta fuer
za que sin embargo produce. Los significantes son así Otros que ia pul
sión que gravita en su centro. Esta recupera en su nivel una fuerza en la
que el Otro muestra su poderío, en ei instante mismo en que su vacío
aparece. Lo que el O tro m ítico, el Otro del sueño, habría debido encar-
: nar fluye en su centro, se revierte en fuerza pulsionai. Así, la pulsión es
Una, constante, indestructible. A través de ella se reencuentra la irreduc-
tibilidad del deseo inconsciente, el mito de un O tro sin falla.
La tensión hacia el goce del cuerpo confiere su unidad a la pulsión y
lo imposible mismo de su objeto hace de ella esta fuerza vacía que anima
a un sujeto en fadm g, dividido: porque el goce pleno del cuerpo está
barrado, la fuerza de la pulsión no encuentra consistencia. A falta del
cuerpo entero, se expande por los agujeros de sus órganos. Los orificios
: dei organismo forman así el refugio, el abrigo vacío y constante del goce,
que se aferra a la boca, ai ano, a la mirada...
; La estructura de borde de algunos órganos exterioriza la fuerza que
/está en reserva a causa de la imposibilidad de la universalidad semiótica.
Ofrece esta pura potencia siempre exterior, fuera del lenguaje, que ins-
í trunienta un cuerpo y le da una armadura, siendo que ninguna realidad
permite captarla. Forma la huella muda, indeleble, de una represión que
no podrá jamás dar sus pruebas por otras vías.
En el instante en que el significante pierde su valor universal, sus
derechos sobre ei cuerpo, la pulsión viene a funcionar como Uno, como
rasgo agujereando indefinidamente el orden del universo en el lugar mis
mo de su falta. Lo que se encuentra relegado ai rango de un mito paradi
síaco en el orden del lenguaje resurge en los agujeros del cuerpo, en el
comer, el ver, el ser visto, en que el sujeto se goza a través del “ hacerse”
sin pensamiento de la pulsión.
La pulsión se constituye en el instante de una represión originaria
sobre el goce dei cuerpo, y conserva la huella de esta Urverdangiing
-re s to de una simbiosis m ítica centrada sobre un vacío. Permanecerá
marcada por su objetivo de origen, que es incestuoso. Es por eso que So
real de un síntom a toma consistencia en este nivel.
Sucede así por ejemplo en la ceguera histérica. La percepción es
enceguecida por lo que, de la mirada, erige una relación, hace cópula con
un Otro oscuro, disperso en lo real. Más aun, la pulsión, la Urverdrangung
continúa viendo mientras la mirada se obnubila; “los que están atacados
de ceguera histérica no son ciegos sino para la conciencia; en el incons
ciente ven” , decía Freud.4 El clivaje de la percepción da como resultado
la ceguera cuando lo que es visto, cualquier real, adquiere valor de inces
to, y así sucede cada vez que un padre desfallece. El enceguecimiento
histérico permite develar lo que la nominación del padre gana sobre lo
real. Si el padre es aquel que es im plícitam ente invocado en el momento
del acto de nominación, este acto es también io que rige el acceso a la
conciencia. La ceguera “consciente” sobrevendrá cuando un padre se
muestre en falta. La seducción, por ejemplo, tendrá tal efecto sintomáti
co; seducir a un padre o a su semejante libra al incesto, oscurece io visible.
Todo lo que lo real tiene de sexual se devela en esta articulación.
Para el ser humano, la dimensión sexual, la impasse de su goce y su resto
son los instrumentos de aprehensión de un real que no se resume en la
materialidad que precede al acto de su nominación. Retroactivo, lo real
sólo está ya ah í en el aprés-coup que lo delimita. Forma el resto deí acto
de hablar, presente en este intersticio que Jas palabras no ifegan a nom
brar. Cualquier frase lleva en ella el agujero que lo real instituye.
Cuando escribe el “Esquema” en 1938, Freud describe lo real como
lo que será... “ siempre no reconocible” . La precisión del término es im
portante, porque muestra que lo real escapa, no a ia percepción, sino al
reconocim iento, al saber cuya armazón esencial es el del significante.
Cuando se despliega, la palabra intenta responder al enigma que plantea
el goce, cuyos significantes son los verdaderos órganos. Esta palabra se
despliega infinitamente, el pensamiento prosigue sin tregua porque no
puede delimitar qué objeto le sería adecuado. Así, lo real que las palabras
pierden y el goce que buscan definir se recortan y muestran su homoge-
A través de cada una de sus palabras, una madre reclama algo cuya
significación permanece incomprensible. Si el cuerpo del niño debe res
ponder a esta demanda, io que ella dice provocará inquietud. La primera
pesadilla, la fobia, ía angustia de fragmentación, se unen en este temor de
que el cuerpo sea atrapado, tragado por el agujero que cavan las palabras
de sai amor. Tai representación es sin duda el motivo central del miedo
deí hombre, deí pánico que puede desbordarlo por una causa a veces ano
dina. Este poder maléfico, policéfalo, está diseminado, disperso en todas
partes de donde el discurso retorna. Todo lo que se nombra lieva el nom
bre de lo que ella reclama, un falo tallado a la medida del cuerpo.
El Nombre del Padre\1 oca liza su significación, libera a la lengua de su
consecuencia incestuosa. El tótem delimita el espacio de lo femenino, del
harén, y mantiene lo que hay de inquietante en el reclamo materno en
el exterior dei circulo del lenguaje.
Eí Nombre del Padre es la metáfora del deseo materno, localiza en
un punto un falo que no puede nombrarse. El niño abandona entonces su
atavío fálico y busca reconquistar gracias a la posesión dei órgano, lo que
ha perdido. Sin embargo lo que posee está signado de insuficiencia. El de
seo de la madre por el tercero paterno significa que ella carece y, correla
tivamente, el niño pasa de la posición “ de ser el falo” a la de “ tenerlo” .
Esta adquisición no deja de estar, desde el origen, acompañada por la an
gustia de castración, que una rivalidad desigual le hace soportar.
Aunque practicable, este nuevo camino no es aún compatible con la
reproducción de la especie, puesto que impone un símbolo único, el falo,
al varón como a la niña. Además, está gravado por el síntom a, marca de
la prohibición que lo acompaña.
En efecto, este segundo, goce no reemplaza al primero. No es tampo
co su prolongación, sino que se instala en ese lugar en que el primero con
tinúa haciendo valer sus derechos. El síntom a y más generalmente las for
maciones del inconsciente dan testimonio de la permanencia de este
anudamiento y de su insistencia. No existe relación de exclusión sim
ple entre el goce y el deseo: ia causa deí deseo concierne a un goce
perdido, que insiste continuam ente por los sesgados caminos de la pul
sión, y reivindica sus derechos en eí fantasma.
En el m ito, el cuerpo total, falo perfecto de la madre, gozaba, y lo
que de este goce está perdido se mantiene a través de la pulsión.
Existe un punto de divergencia entre el goce del cuerpo total, m íti
co, y su resto pulsional. Esta disyunción que es correlativa a la entrada
en el goce fáiico aparece con ciertos objetos, que Winnicolt ha llamado
transicionales. No son fetiches, en el sentido que lia tomado esta palabra
en la perversión, no obstante lo cual dan una consistencia a ía falta.
No reemplazan a la madre, pero permiten asegurarse de que ella pue
de faltar: por eso son utilizados no sólo en su ausencia, sino también «n
su presencia. Porque simbolizan la falta del Otro, tales objetos aseguran
la existencia; gracias a ellos, ei cuerpo no corre el riesgo de ser deglutido
por la falta develada en cada palabra. Dobles de lo que el niño ha sido
en su pasado m ítico, de ese cuerpo fáiico entregado a la completud ma
terna, a su solicitud, el pedazo de trapo, la muñeca sin forma, el peiuche
familiar, esos objetos de onom atopéyicos nombres, tan innombrables
como el falo que representan, ya están inmersos en un espacio onírico,
en un sueño protector de la pura diferencia. Sin ser alueinatorios, están
marcados por esa extrañeza que es propia de las imágenes dei sueño, en
ese entre dos donde el que los toca está ausentado, expulsado.
Así, el soñante es siempre más o menos extraño a su propio sueño
en el cual apenas se reconoce.
Dormitando, ve desplegarse la historia de ese doble que encarna, y
escribe las figuras mientras satisface su deseo de dormir.
Por un lado, el falo diverge del lado del padre, de los significantes,
y no ocasiona más que un goce de las palabras, fuera del cuerpo. Por
otro lado, el goce del cuerpo se retrotrae sobre la pulsión. La mirada,
la voz, el placer de la boca representan esos fragmentos, esos restos de un
goce total extraído de algunos órganos. La parcialidad de la pulsión, ei
vacío de los agujeros que .ella ocupa tienen su función: evocar una ausen
cia: .la del falo. El placer pulsional y la castración van juntos.
Por eso las preliminares del amor no prescinden ni de la mirada, ni
del beso, ni del perfume, de todas esas nadas que su genealogía pulsional
lleva ai campo de las perversiones. El momento perverso del erotismo se
instrumenta en, la voz, en la ropa en su función de fetiche insospechado
de atemperada violencia. Le es necesario a la puesta en escena del falo
como faltante, y lo llama a su lugar. Es idéntico a lo que Freud evocaba
para definir la sexualidad del niño: “perverso polim orfo” bajo el efecto
de la angustia de castración.
Parece existir de ta! modo una especie de deslizamiento progresivo,
un movimiento de reconquista del goce del cuerpo. El vacío de la pul
sión, las nadas que la ocupan requieren el falo, símbolo de lo que ha sepa
rado y separa del otro goce. Esta graduación no es homogénea. Cada uno
de sus momentos se distingue del siguiente por un salto cualitativo. Entre
el placer pulsionai y el goce fálico se interpone un hiato que debe ser
franqueado, y además existe una ruptura antes del goce que es propio de
lo femenino. En lugar de describir un progreso ascendente, este camino
se sumerge. Su temporalidad es la de la regresión que es análoga a la del
sueño.
El pasaje al goce- fálico no es autom ático. La pulsión, resto del goce
mítico del cuerpo, se enrosca sobre el vacío autosufíciente de su origen.
La mirada, el beso, ¡a voz introducen en el campo de un autoerotismo,
que puede llamar al falo a su lugar-, pero el lugar no puede estar vacante.
Por eso el placer de la pulsión puede bastarse a sí mismo y el acceso al
goce fálico mostrarse imposible. La condición de pasaje de uno a otro se
resume en la castración; no podría ser llamado el falo a un lugar ya ocu
pado. Esto ocurrirá cuando !a mujer tenga el fantasma de que no le fal
ta. Lo mismo cuando el hombre que ella encuentra tenga una creencia
idéntica. A condición de la castración, el pene erecto acude al lugar del
falo faltante.
En relación al placer de la pulsión, el goce fálico es parasitario, por
que su condición - la castración- es un efecto del significante que se
devela con la confesión de la falta. Es heterogénea al goce del cuerpo con
el cual 'rompe. Opera un forzamiento, una intrusión, y los signos de lo
que le hace obstáculo -im potencia o frigidez- están sólo engarzados por
la combinación de los significantes.. Estos síntom as están regidos por
un encadenamiento simbólico cuya significación es unívoca. Se resume
en la renegación de la castración del O tro, es decir en la creencia de que
la mujer 110 tiene nada que pedir del lado del miembro viril.
El paso del goce pulsionai, que es lo que le toca al cuerpo, al que
procede del falo, patrimonio del significante, reclama un salto cualitati
vo. Ninguna continuidad une a estos dos m omentos, y si el primero pone
en juego ai objeto parcial, la mirada, ia boca, la voz, el segundo procede a
un vaciamiento de esos objetos, a una conversión de la pulsión en fantas
ma, La pulsión maquina sobre el cuerpo lo que el fantasma sueña realizar.
La pulsión, puesta en acto de ¡o que queda dei placer del cuerpo, se con
vierte en fantasma, puesta en escena de ese piacer, cuando ia castración
vuelve caduca la ganancia del auíocrotism o pulsional. El fantasma forma
ese montaje imaginario que acompaña al goce fálico, su escenario se
extiende en un espacio onírico que obtura ese agujero que la castración
abre. Porque la pulsipiv.c^ parcial, apela a la unidad que el falo representa
euyáído, con la castración, esta parcialidad se devela.
Lo que un hombre lia perdido en el desfiladero de la castración a
causa de su amor por una madre, espera que otro amor se lo restituya y
vuelva a dar a!'pene la dimensión íaiíca que su cuerpo ha abandonado.
La mujer que puede devolverle su valor erógeno es la que le confiesa su
falta, y cuando muestra los signos de ella, es identificada a la falta mis
ma, a su símbolo que es el falo. Una mujer es el falo de un hombre, el
centro de su sueño y el símbolo de ia pura diferencia, en la proporción
de la castración que le'es atribuid^. Los signos de ía castración que mues
tra la hacen deseable.
Lo que cubre su cuerpo, al que quiere por su preciosidad, indica este
más allá que es un falo en.,.sí mismo onírico. La ropa, las joyas, ei guante,
la evocan en su ausencia. Estas huellas, “per- ( p m 1'. padre) -versamente”
orientadas, porque recuerdan la castración de un padre, se unen a la pul
sión: la mirada, el perfume, la voz, la actitud envuelven de una aureola
un cuerpo marcado de equívoco, y testimonian la presencia del símbolo
fálico.
Así, detrás de su pompa, el cuerpo de la mujer se identifica al falo,
y la rencgación de la castración acompaña al amor que le es destinado.
La renegación marca al amor por el falo, y por la mujer que ocupa su
lugar cuando está en el centro del fantasma, cuando ocupa un deseo mar*
cado de perversión. Cuando es amada de este modo, ía mujer es una figu
ra de sueño. Su cuerpo es onírico en esta medida, y el goce esperado de
ella está más allá de la carne que lo viste. El placer del cuerpo no puede
agotarlo y lo que ofrece permanece inalterablemente distante.
Cuando una mujer causa el deseo de un hombre, ella no es de ningún
modo su objeto. Ella encam a para él el falo gracias a la huella que la pul
sión devela, en lo que eí deseo debe a ía perversión. El fantasma de un
hombre no se dirige en principio al cuerpo en su desnudez, sino que se
cristaliza en las nadas que lo rodean y io adornan. Lo que una mujer
ostenta, lo que la oculta, su ropa, sus joyas, su voz enmascaran y develan
uña ,desnudez que es Vnásiu del falo que la del cuerpo, que forma el lími
te cíe lo abierto por el deseo. La pulsión aferrada a esos objetos causa el
deseo y, gracias a ellos, el cuerpo de la mujer se erige. Ese falo reniega lo
que la causa ocasiona, en el sentido de lo que la “renegación” significa
en la perversión, y esta erección del cuerpo en símbolo del deseo forma
eí mito de la Mujer - n o sin placer, ni sin peligro-. Existe un placer en
ia mujer de ser erigida en símbolo de lo que le falta. Pero porque escapa
un instante entonces a esta faitav la ausencia del deseo, cuando no el
horror al deseo del hombre, la amenaza. El deseo de un hombre la rodea
de una aureola de 1o que ya no le falta y nada debe turbar esta gozosa
frigidez.
81 brillo fálico de la mujer, su erección, y la erección que provoca
en ei destello que-la adorna, es erótica pero todavía no sexual. Se opone a
lo sexual, porque su operación es la de la renegación. El cuerpo puede
bastarse entonces con su mostración, con la ostentación de su belleza dis
tante, cruel. Encarnar el falo, ser un ángel, hace caminar sobre esa arista
donde la castración ya no existe. En esta medida So femenino se parece
a la locura. Todo lo que puede mostrar la Mujer, su porte, su aspecto, sus
galas, ia extravagancia que su apariencia puede testimoniar, manifiestan
esta proximidad, traicionan un deseo mantenido, un deseo de no deseo
próximo a la aniquilación. En efecto, en la medida en que el falo encarna
do reniega la castración, se erige en ese borde más extrem o que escapa al
lenguaje,, a la razón. Locura bizarra, que no es la psicosis, poique esta
identificación con el faio está apresada en el deseo del hombre, en su per
versión anónima.
La mirada de ios hombres es él motivo de esta erección loca, cuya
primera consecuencia es oponerse a lo que la mot iva: engendrada por el
deseo, esta erección fúlica puede bastarse a sí misma, y por eso oponerse
a la sexualidad. Así, las mujeres que funcionan en el deseo de los hom
bres escapan a su deseo. Mientras la atención viril apunta a sus cuerpos,
ellas conocen esta, forma de aislamiento sagrado, de silencio cuyo espesor
aumenta con esta atención misma. Esta forma de belleza erige una mura
lla, una protección que es terrible, porque el falo que encierra no tiene
nombre. Con ella, una mujer está confrontada a la inexistencia, al senti
miento de reducirse a la nada, de disolverse, de residir en la ausencia, la
ceguera, el mutismo, mientras un deseo masculino impersonal la tiene si
tiada. La belleza fálica sitúa a la mujer en un lugar nulo, m ítico, venerado
no sin espanto. Una mujer sólo amará su belleza en la ambigüedad, por
que constituye una muralla que la aísla. El brillo fálico, signo único de
la diferencia pura, se le pega a la piel y hace obstáculo al deseo del cual
ella es efecto.
Un deseo sin forma precede a la aparición de una mujer, y de su fuer
za depende la belleza que le es atribuida, así como inversamente, el fali-
cismo de ia mujer se desvanece cuando el deseo se desvanece. Porque hay
deseo, deseo aún desordenado, un hombre descubre en una mujer, a tra
vés del secreto de su belleza, el del falo que él erige. Aquello en lo que
ella se transforma provoca una violencia que es ei destino propio de io
que tai belleza causa.
La entrada en el goce fáiico es violenta, necesita un forzamiento. Su
brutalidad está puesta en escena en esos sueños y esos fantasmas cuyo
escenario muestra “ Pegan a un niño” . Cuando lo describe por primera
vez, Freud da a este fantasma un valor general. No es privativo de la neu
rosis obsesiva o de la histeria, tampoco de la psicosis. Acompaña un acce
so a l goce fáiico marcado por 1a masturbación; la goipiza erótica está
ligada a los golpes dados por un padre, y esta violencia es soportada por
.un niño. Los castigos corporales éstán acompañados de goce. Los golpes
dan ritmo a la masturbación en el momento dei pasaje a la erogeneidad
del pene o del clítoris.
Los tres tiempos del fantasma son conocidos; “veo un niño golpea
do por su padre” ... “yo soy golpeado por mi padre” ... “ pegan a un ni
ño” . En esta sucesión, el segundo tiempo es inconsciente y acompañado
de masturbación y debe ser reconstruido en análisis. Freud analizó prime
ro estas escenografías a partir de fantasmas femeninos, que presentan una
simplicidad más grande que su equivalente en los hombres. Ei desmonta
je de los tres tiempos permite demostrar la división del sujeto por su pro
pio goce, el pasaje del goce del cuerpo ai del falo. Si se quisiera sistemati
zar sus diferentes momentos, el primer tiempo correspondería al estadio
del espejo; la destitución subjetiva y la represión al segundo tiempo, y el
tercer tiempo mostraría el resultado mas gene*" ' M la captura del ser
humano en el lenguaje.
Este fantasma presenta el montaje imaginario de la relación del suje
to con el significante, al cual “un padre” abre acceso.
Ei primer tiempo muestra a otro niño, un semejante, que es golpeado
por el padre. Este alter ego es golpeado porque goza de lo que aquel que
mira la escena es privado. El padre reprime un goce que sólo puede ser
conferido a un semejante, a otro yo-mismo; concierne a la imagen del
espejo, la representación fálica del cuerpo. La imagen del semejante es
golpeada, así como el reflejo del espejo debe pasar por el significante para
ser reconocido. El saldo de esta operación aparece en ia segunda fase,
masturbatoria. El sujeto mismo soporta allí ios golpes del padre. Accede
ai goce fáiico en una posición masoquista que es correlativa a la constitu
ción del inconsciente.
La primera fase compromete al goce del cuerpo, la segunda al del sig
nificante, del falo, y el pasaje de una a la otra muestra cómo lo que es
sustraído al cuerpo resurge gracias a la prohibición paterna: por eso los
golpes son también un goce reencontrado, recuperado. La mortificación
que acompaña el advenimiento del sujeto del inconsciente rige la relación
con la imagen, con el semejante y le da, en su erotismo, su crueldad. “Mi
padre golpea ai niño que odio” , y ese niño eres tú, soy yo, accediendo ai
placer en ese espectáculo mismo.
A condición de que un niño sea golpeado, un sujeto existe, pero de
un modo paradoja! puesto que ignora su propio advenimiento. No Io
reconoce sino a través deS espectáculo de una tortura. El cristianismo ■
pudo sin duda adquirir valor universa! gracias a ia crucifixión. Cristo es
representado en la relación con su padre como este niño a! que se ic pega.
Lo es para todos, aun para quien lo ignora, mensaje único en la historia
de las religiones, y su m ártir, misterio de la cristiandad, es una promesa
de redención.
El hijo del padre sacrificado, la imagen crística, ofrece el mito uni
versal de un niño golpeado, y el amor que la religión propone como le
yenda de ese espectáculo no es ia menor de sus paradojas. La formulación
freudiana de un padre que sóio me ama a m í porque ic pega a un niño
que yo odio permite entender el lazo de este amor sin límite. Da motivo
a una perversión tan original corno la del Nombre del padre.
En la versión original de J. S. Bach de El Evangelio segiin San Juan.
la escena de la tortura del Cristo es también ia de un placer con angustia: