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DOCTRINA DE CRISTO: EL MESIAS PROMETIDO

“Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
hombre” 1 Timoteo 2:5
Introducción:
Todas las promesas de Dios en el AT se cumplen perfectamente en la persona de Cristo.
Todas las escrituras hablan sobre el(explicar). Este estudio pretende profundizar en la
doctrina de Cristo. Hablar sobre el plan redentor de Dios a través de un mediador designado
antes de la fundación del mundo.
La fe cristiana está fundada en la persona de Cristo. Las doctrinas cristianas están
fundamentadas en la vida y obra de Cristo. No es un mero elemento de las creencias o
doctrina cristiana, es la piedra angular de la Iglesia, el único medio por el cual los hombres
pueden ser salvos, y el único que puede dar vida a todos los que están muertos en sus
delitos y pecados.
Juan 20:31
I. Dios ha enviado su mensaje «estas cosas se han escrito». Dios me ha
informado; ha provisto de la base histórica, objetiva, que hará de mí no algo
irracional, sino la respuesta inteligente a la verdad divina que se me comunica.
Pero hay más.

II. Dios envió a su Hijo «para que creáis que Jesús es el Cristo». No sólo me
entregó su mensaje; Dios se comunicó con la Humanidad por medio de su Hijo,
Jesucristo, la Palabra encarnada, la verdad hecha Hombre, concretada en un
tiempo y en un lugar determinados de la historia y la geografía. La Palabra hecha
carne vino a morir por mí; asumiendo mis yerros y pecados y dándome así la
posibilidad de ser perdonado, salvado, transformado y elevado a la condición de
hijo de Dios.

III. Dios me llama. Me invita a la fe en Cristo para que, creyendo en él, tenga vida
eterna. El mensaje de la Palabra de Dios, pues, no es una simple asignatura,
sino el poder divino para iluminar y salvar. Exige de mí una decisión existencial.
¿Qué haré?
La encarnación de Cristo, su ministerio y vida terrenal, su muerte, resurrección y ascensión
a los cielos son enseñanzas fundamentales de la fe cristiana proclamadas en el evangelio
de Cristo. A medida que vayamos avanzando en nuestra serie veremos que, la doctrina ha
sufrido muchos ataques a lo largo del tiempo.
LAS PROFECÍAS MESIÁNICAS: UNA CREDENCIAL MARAVILLOSA (Hech.28:23-24)
I. Las primeras promesas mesiánicas Dadas entre el año 2000 y el 1000 antes de Cristo,
es decir: en un período de mil años, con excepción de las dos primeras, cuya fecha se
pierde en los mismos albores de la Humanidad.

1. El Proto-Evangelio Gén. 3:15 → La Salvación vendrá por la descendencia


de la mujer
2. La bendición de Noé Gén. 9:25-27 → Por los descendientes de Sem.
3. La promesa divina a Abram Gén. 12:1-3 Por el semita Abram.
(Gál. 3:16) Profecía revelada 2000 años a.
C. →
4. La bendición de Jacob Gén. 49:8-12 (Ap. Por la tribu de Judá.
5:5) Profecía dada el siglo xviii a. C. →
5. La profecía de Balaam Núm. 24:17-19 Por Silo (Soberano Príncipe de Paz),
Profecía dada en el siglo xiv a. C. → Estrella de Jacob y Cetro de Israel.

6. El Gran Profeta Deut. 18:15-19 (Hechos Por el Gran Profeta fiel.


3:22; 7:37) Profecía dada el siglo xiv a. C.

7. El Pacto de Dios con David. 2 Sam. 7:8- Por el rey que se sentará en un trono
16, 21; 1.a Crón. 17:11 y ss.; Salmo 89:3, 4 eterno.
y 35-37 (Apoc. 3:7; 22:16) Profecía dada el
año 1000 a. C. →

8. El sacerdocio eterno de Melquisedec Por el Pontífice investido con un sacerdocio


Salmo 110:4 (Hebreos 5:6; 6:20; 7:17, 21) eterno.
Profecía revelada en el año 1000 a. C. →

Este es el núcleo básico de la esperanza de Israel para poder ser de bendición a todas las
familias de la tierra (Gén. 12:3). El Salvador será de la simiente de la mujer, de la
descendencia de Abraham —por Judá—, heredero de David con un trono eterno;
desempeñará además los oficios de sacerdote y profeta.
A partir de aquí —del año 1000 antes de Cristo—se seguirán una serie de maravillosas
profecías mesiánicas que nos dan toda clase de detalles sobre la Persona y Obra
redentoras del Mesías, profecías que se cumplieron en Jesucristo.
ALGUNAS PROFECÍAS MESIÁNICAS
Dadas entre el siglo x antes de Cristo y el siglo xv en que se cerró la Revelación del A.T.
con Malaquías.
1. Manera y lugar de nacimiento
a. Nacerá de una virgen (Is. 7:14)
b. Nacerá en Belén (Miqueas 5:2; Mat. 2:1). Ambas profecías son del siglo mí antes de
Cristo.
2. El Mesías sufriente y salvador
a. El Mesías traicionado (Sal. 41:9 y ss.; cf. Juan 13: 18).
b. El Mesías sufrido (Is. 53:7; Mat. 27: 14; Hech. 8:32).
c. El Mesías crucificado (Sal. 22:16; Zac. 12:10; Juan 19:18, 37) El Salmo 22 es del siglo x
a. C., y Zacarías, del siglo v a. C., en que no se conocía la crucifixión como máxima pena
en Palestina. Compárese con Gál. 3:13 (Deut. 21:23).
d. El Mesías escarnecido (ofendido/insultado) (Salmo 22:7, 8; Mateo 27:39-43).
e. El Mesías vendido por 30 piezas plata (Zacarías 11:12-13; Mat. 27:9-10).
f. El Mesías cuyos vestidos serían partidos y sobre los que echarían suertes (Salmo 22:18;
Juan 19:23).
g. El Mesías que gritaría el abandono del Padre (Salmo 22:1; Mat. 27:46).
h. El Mesías como «Siervo de Jehová», o «Siervo Sufriente», del libro de Isaías (esp.
capítulos 42:1-4; 49:1-6; 50:4-9; 52:13 y ss.; 53:1-12). Los judíos antiguos identificaban este
«Siervo» con el Mesías. Esto prepara el camino para ver en el Mesías al «Cordero de Dios»
(Éxodo 12:3 comp. con Juan 1:29), cuya sangre sella el pacto (Ex. 24:8 comp. con Lucas
22:20) y que al hacer entrega de su vida en la cruz cumple con todos los sacrificios de la
Ley (Hebr. 10:4-9).
3. El Renuevo. Is. 4:2, en el siglo viii a. C. Jerem. 23:5 y 33:15, en el siglo vi a. C. Zac. 3:8;
6:12, en el siglo v a. C. «Renuevo» viene de una raíz hebrea que significa «brotar». Este
título mesiánico fue revelado en varias épocas en que parecía que Israel iba a ser borrado
de la historia y así no podrían hallar cumplimiento las profecías mesiánicas.
4. La Piedra del Angulo Salmo 118:22, 23 (1.a Pedro 2:4-7)
5. El Hijo del Hombre. Daniel 7:13.
6. El Mesías divino
a. «Dios Fuerte» (Is. 9:6-7).
b. «Emanuel-Dios con nosotros» (Is. 7:14).
d. Jehová mismo salvará (Is. 48:16, 17).
e. Por la lectura del N.T. vemos que un gran número de atributos y hechos que en el A.T.
se aplican únicamente a Jehová se le atribuyen a Jesucristo, con lo que ciertos pasajes del
A.T. adquieren un carácter mesiánico irrefutable. (Véase folleto Así dice Jehová tu
Redentor.)
Pero Cristo no sólo fue profetizado, sino que estuvo activo también en los tiempos del A.T.
Tal es el testimonio de la enigmática figura denominada «El Ángel de Jehová» (que no
hemos de confundir con la expresión «un ángel de Dios»).
Apareció a Agar, a Abraham, a Josué, a Gedeón, etcétera; fue llamado Jehová mismo y fue
adorado como Dios (Gén. 16:9-14; Jueces 13:20-22), estableciendo ya en los albores de la
Revelación la verdad de que dentro de la unidad de Dios se da una pluralidad de Personas
divinas. (Véase también Is. 48:16, 17 y 63:9, 10).
JESUCRISTO es el centro de la Revelación, la clave de la interpretación de la Biblia. Él es
el JEHOVA —Sujeto activo y constante del A.T. — y él es, asimismo, el Redentor del N.T.
El ESPIRITU de CRISTO es el que habló por los profetas y el que hoy mora en nosotros
(1.a Pedro 1:10-12). El DIOS del Sinaí es el mismo DIOS del Calvario. ¡Es maravilloso
comprobar la UNIDAD y la CONTINUIDAD de la verdad revelada, a lo largo de los siglos,
en medio de muy diversas culturas y por la instrumentalidad de los más variados hombres!
CAPITULO 7: EL PROYECTO DE DIOS: SU REINO
«Jehová estableció en los cielos su trono, y su reino domina sobre todos.» (Salmo 103:19)
Dios es soberano en el cielo y en la tierra. El poder absoluto le pertenece solamente a él.
Todo otro poder es por delegación divina (Rom. 13:1).
Así como Dios no se halla sometido a las leyes que él mismo impuso a la Creación, ya que
es Señor sobre los órdenes y estructuras de todo lo creado, así tampoco se halla maniatado
por la historia; al contrario, ella constituye el escenario sobre el que despliega su soberana
voluntad salvífica. El es Señor de la historia y no contempla con indiferencia el curso de los
eventos (Is. 10:5; Dan. 2:21; Is. 40: 23, 24). Dios es soberano en el tiempo de la historia
como en el espacio de su creación: «su reino domina sobre todos».
El interés de Dios por este mundo —y más concretamente: por la Humanidad— se
manifestó en el hecho de haber querido constituir un pueblo para él, consagrado a su
servicio (Éxodo 19:6). En medio de los reinos de este mundo, el Señor suscita su propio
Reino.
Según los Evangelios sinópticos, el primer mensaje de Jesús al comienzo de su ministerio
público tenía como tema «el Reino de Dios». Su Precursor, Juan el Bautista, había
proclamado también la inminencia del Reino. Mateo, que escribe para judíos, habla casi
siempre del «Reino de los cielos», mientras que Marcos y Lucas se refieren
preferentemente al «Reino de Dios», concepto más inteligible para los gentiles. Con toda
probabilidad, el uso de la expresión «Reino de los cielos» en Mateo se debe a la insistencia
del judaísmo del primer siglo en soslayar el uso directo del nombre de Dios. Ambos términos
—Reino de Dios y Reino de los cielos— son sinónimos; en cualquier caso, el significado de
ambos conceptos es el mismo (cf. Mat. 5:3 con Luc. 6:20).
En el A.T. el concepto del Reino iba unido a dos realidades distintas. Una de ellas apuntaba
a la soberanía divina en el gobierno de la creación. Esta idea del Reino no es
específicamente redentora (cf. Salmo 103:19). Se relaciona más bien con el orden, o
estructuras, de la creación y no con los órdenes de salvación. Pero, junto a este Reino
providente de Dios sobre la naturaleza, existe otra esfera de la soberanía divina que es
concretamente redentora y halla su expresión en la teocracia israelita. G. Vos señala que
la primera referencia explícita a este Reino soteriológico la hallamos en la época del Éxodo
(Ex. 19:6), cuando Jehová promete al pueblo que, si obedece, lo convertirá en una nación
de sacerdotes. Estas palabras de Dios miran al futuro —observa el citado autor—: cuando
la Ley sea promulgada en el Sinaí. Desde el punto de vista del hombre del A.T. se refieren
a un reino presente, un reino que comenzó al pie del Sinaí. Pero se trata, no sólo de una
realidad presente, sino de una esperanza también, la esperanza que sustenta a los
profetas, portavoces del Reino que ha de venir. Este Reino, presente y futuro a la vez, halla
su punto de partida histórico en Israel. El Reino debe ser la vocación del pueblo de Dios; el
Reino exige la realeza y ésta va íntimamente asociada a la realización de los hechos
salvadores de Dios en favor de su pueblo. Esta realeza ejerce, por voluntad divina y de
acuerdo con normas divinas (la Ley obliga por un igual al rey tanto como a los súbditos del
Reino), el gobierno sobre el pueblo de Dios; pero se trata de una realeza frágil y pecadora.
Constituye solamente una sombra de lo que debiera ser el Reino de Dios, la nación santa
y sacerdotal. Hubo épocas —demasiadas— en la historia de Israel en que el Reino
teocrático se hundió más y más y llegó a la más abierta apostasía, renegando de su
vocación. Dicho Reino no fue abrogado nunca, sin embargo, y los creyentes se mantenían
a la expectativa, en la esperanza de una nueva y perfecta dimensión del Reino. Hay, pues,
un futuro para el Reino de Dios —se decían los creyentes del A.T., alentados por las
palabras de los profetas—, hay un futuro en el que el mismo Señor será Salvador y
Soberano en su pueblo.
El futuro se llenaba con perspectivas tan sublimes que el Reino, en su próxima
manifestación, tenía que ser forzosamente un nuevo Reino, de acuerdo con la presencia
del nuevo Rey. Saúl y David, y los demás descendientes de la casa davídica, representaron
el aspecto presente, pero los creyentes esperaban mucho más en el futuro. Así, la
renovación sería algo más que una mera reestructuración; podría hablarse con toda
propiedad de un nuevo Reino. El esperado Mesías habrá de ser el perfecto representante
de Jehová, el Rey ideal de todos los tiempos. Es a través de su Ungido que Dios llevará a
cabo todos sus propósitos escatológicos.
El Reino, para los judíos, iba asociado con la persona misma del Mesías, hijo de David. Era
una esperanza que les hacía mirar al futuro, pero que se nutría de las promesas y las
realidades entregadas a Israel desde el comienzo mismo de su historia.
El A.T. suele hablar de esta realidad del Reino como de una época sin fisuras o distinciones
de partes o etapas. No obstante, a medida que se va cumpliendo el Antiguo Testamento en
Cristo, se hace evidente que la esperanza escatológica de los profetas y creyentes de Israel
consta de dos partes. Jesús hará presente el futuro soñado por los hebreos, pero en otro
sentido queda todavía otra fase que es también futura para los cristianos, incluso para el
mismo Salvador. Por consiguiente, el fenómeno estudiado en el pueblo del antiguo Pacto
se repetirá otra vez en el pueblo cristiano.
EL REINO DE DIOS EN EL NUEVO TESTAMENTO
Antes que Cristo mismo, Juan el Bautista predica: «Arrepentíos, porque el Reino de los
cielos se ha acercado» (Mat. 3:2). Jesús, luego, se hace cargo de este mensaje (Mat. 4:17).
Evangelio y Reino no aparecen como cosas distintas en los relatos sinópticos, sino todo lo
contrario; forman parte de un solo y mismo anuncio: «Jesús vino a Galilea predicando el
Evangelio del Reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios se ha
acercado; arrepentíos y creed en el Evangelio» (Marcos 1:14, 15).
La proclamación de que el Reino de Dios había llegado, fue algo que conmocionó a los
contemporáneos del Bautista y de Jesús. Era la proclamación de algo grandioso y decisivo
para la historia de la Humanidad. Hasta entonces, los judíos —y con ellos muchos
prosélitos— habían estado esperando aquel momento crucial de la historia (Lucas 1:68-79;
2:25¬38). Fuere cual fuere la manera como unos y otros concebían ese momento crucial,
el hecho es que Juan, primero, y después Jesucristo mismo, les anuncian que ya ha llegado,
que «el tiempo se ha cumplido», que ya está aquí.
El juicio divino adquiere en el anuncio del Reino que hace el Bautista una importancia
especial. Su constante proclamación del «¡Arrepentíos!» indica el juicio mediante el cual el
Reino ha de ser introducido. Este juicio divino adquiere un relieve destacado porque se da
por supuesto que se trata de algo cercano, inminente. El hacha ya está puesta en la raíz de
los árboles. La venida del Mesías es una venida que habrá de purificar y nadie podrá
escapar al juicio que vendrá. Tampoco servirán los privilegios, ni siquiera el pertenecer a la
raza de Abraham. En vista de la venida del Señor, el pueblo debería arrepentirse y evitar la
ira que está próxima a descargar. Sólo así las gentes podrán participar de la salvación que
el Reino trae en la persona del Rey y mediante el bautismo del Espíritu que él hace posible
(Mateo 3:1-12).
El aspecto presente del Reino
A diferencia de Juan el Bautista, Jesús anunció el Reino no como una realidad cercana sino
como una realidad presente. Esto es así porque el Reino viene con el Rey; Cristo ha llegado
y, por consiguiente, el Reino con él (Mat. 6:9, 10; 12:28 y paralelos; Marc. 1:14; Luc. 11:20).
Toda la predicación y el ministerio de Jesús se caracterizan por la importancia dominante
que adquiere la idea del Reino presente por medio de él entre nosotros.
Toda la actividad milagrosa de Cristo es prueba contundente de que el Reino de Dios ha
llegado (Lucas 11:20; Mat. 12:29). Lo que los profetas desearon ver y no vieron, los
discípulos de Jesús están contemplando ante sus ojos (Mat. 13:16; Luc. 10:23). Cuando el
Bautista envía a sus discípulos para que pregunten al Señor si él es verdaderamente el que
tenía que venir, o si, por el contrario, debían esperar a otro, Jesús no contesta directamente
la pre-junta, sino que remite a los milagros que por doquier está ejecutando, por medio de
los cuales el Reino de Dios se ponía de manifiesto: ciegos que veían, cojos que andaban,
sordos que oían, leprosos que eran limpiados, muertos resucitados y pobres a quienes les
era anunciado el Evangelio (Mat. 11:2 y ss.; Lucas 7:18 y ss.). En la última de estas
manifestaciones —el Evangelio anunciado a los pobres— se hace patente, de manera
especial, la inauguración del Reino prometido por los profetas. En efecto, la salvación se
anuncia, y se ofrece, como un don que se halla al alcance de todos los hombres: de los
pobres, de los hambrientos, de los que anhelan paz y justicia, etcétera. Y este mensaje les
promete que el Reino es de ellos. Así se les concede el perdón de los pecados —sin
discriminaciones—, no como una realidad, o posibilidad, futura para cuando estén en gloria,
ni siquiera como una posibilidad presente, sino como una certidumbre ahora y aquí, dado
que el Reino invade ahora toda la tierra por el poder del anuncio de Jesucristo, quien puede
perdonar los pecados (Marc. 2:1-12).
Como se desprende del último pasaje citado, todo lo que está ocurriendo se apoya en el
hecho de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. El Reino ha venido con él y en él; como
afirma Ridderbos: Jesucristo es la autobasileia: el autor revelación del Reino, porque es, al
mismo tiempo, el autor revelación del Mesías, el Hijo del Hombre, el Siervo Sufriente de
Jehová (Is. 53).
Resulta imposible interpretar las palabras de Jesús, en los textos evangélicos mencionados,
como haciendo alusión al futuro, como si se refirieran al Hijo del Hombre que un día lejano
vendrá en las nubes. Si bien es verdad que existe un aspecto futuro por cumplir todavía en
la obra del Redentor, no podemos olvidar el hecho de que en los Evangelios la mesianidad
de Jesús aparece como algo presente aquí y ahora. Y con la mesianidad, la realeza de
Cristo. Investido con el poder del Espíritu Santo (Mat. 3:16) y con la suprema y absoluta
autoridad divina (Mat. 21:27), todos los Evangelios se hacen eco de sus declaraciones y
pretensiones de soberanía y autoridad absolutas. El es el enviado del Padre, el que viene
a cumplir todo lo que fue dicho por los profetas (Luc. 24:25-27, 44-47). Vino para cumplir
(Mat. 5:17), no para destruir; para anunciar la venida del Reino (Marc. 1:38), para salvar a
los perdidos (Luc. 190:1), mediante la entrega de su vida en rescate por muchos (Marc.
10:45). El secreto para pertenecer al Reino es de aquellos que le pertenecen (Mat. 7:23;
25:41).
La persona de Jesús como Mesías constituye el centro de todo lo que el Evangelio anuncia
concerniente al Reino. El Reino se concentra en Cristo mismo, tanto en su aspecto presente
como futuro.
El aspecto futuro del Reino
El Reino se manifiesta aquí, y ahora, por medio de la predicación y la vivencia evangélicas,
pero al mismo tiempo resulta evidente que el Reino —en su aspecto actual— se proyecta
sobre el mundo de manera provisional. El Reino vino con Cristo, pero queda todavía un
cumplimiento final del mismo que se halla igualmente ligado a la venida de Cristo otra vez,
en gloria. Vivimos ahora lo que Cullmann denomina «el ya y todavía no del Reino», dado
que nos hallamos inmersos en la realidad del Reino, el Reino que vino, está viniendo y
vendrá para su consumación escatológica al final de los tiempos.
Nuestra oración, siguiendo el ejemplo dejado por Cristo, debe ser: «Venga tu Reino en los
corazones de los hombres y que desde allí irradie a todas las esferas, para que así pueda
cumplirse, más y más, tu voluntad...»
El Evangelio del Reino es como una simiente que se siembra. De ahí su fragilidad actual.
«Benditos los que no se escandalizan en mí» «Luc. 7:23; Mateo 11:6); ¿por qué habían de
escandalizarse? Por el carácter oculto del Reino en nuestra época de espera hasta que
llegue a su plenitud. Los milagros —las señales del Reino— son todavía para nosotros los
signos de otro orden de cosas muy distinto al de la realidad presente. Todavía no ha llegado
el tiempo en que los demonios sean arrojados definitivamente a las tinieblas de fuera (Mat.
8:29). Sí, el Reino es como una simiente que se siembra; así nos lo explica el Señor en la
parábola del sembrador. La semilla crece en secreto, y al mismo tiempo que la cizaña, en
el campo del mundo. El grano de mostaza y la levadura quieren ilustrar, paralelamente, este
aspecto escondido del Reino en tanto que realidad presente entre nosotros, realidad
provisional que aguarda una más total y completa manifestación futura.
Nos encontramos viviendo dentro de la realidad del Reino —como creyentes en Cristo—
pero esperando su manifestación plena. En comparación con los creyentes del A.T.,
nosotros palpamos las realidades —y no sus sombras tipológicas— del Reino. A diferencia
de ellos, nosotros no esperamos algo totalmente nuevo sino en lo externo, pues
interiormente las realidades del Reino son ya una experiencia en nuestros corazones. Dicho
de otra manera: como creyentes en Cristo, vivimos ya, dentro del tiempo del Reino
mesiánico, «los postreros días» anunciados por Joel (Hechos 2:17 y ss.), pero todavía no
conocemos los tiempos de su consumación total y su plena manifestación universal y
soberana.
La triple dimensión del Reino
A la pregunta: ¿Dónde está el Reino?, el Nuevo Testamento responde: Vino, está viniendo
y vendrá.
Con el objeto de enseñar a sus discípulos esta triple dimensión del Reino mesiánico, Jesús
explicó las varias parábolas del Reino en las cuales se advierte esta realidad oculta y
paradójica del Reino de Dios. Es el mismo Hijo de Dios —y esto hace de la presente
dispensación algo nuevo en relación con el A.T. — el que siembra la Palabra y el que envía
el Espíritu Santo a los corazones. Y será el mismo Hijo de Dios el que vendrá en su segunda
venida sobre las nubes del cielo. Entonces —a diferencia de lo que ocurre ahora— «todo
ojo le verá».
La paradoja del Reino se manifiesta también en otros aspectos de la enseñanza de Jesús.
Por ejemplo, el Reino es de un Rey que aparece en forma de esclavo y servidor; los pájaros
tienen nidos, pero el Rey no tiene donde reclinar su cabeza. Para obtener la soberanía en
todo, debe antes darse y darlo todo. Luego recuperará con creces lo que es suyo, por
derecho divino y por derecho de conquista (Filipenses 2:9-11). Pero antes tendrá que
entregar su vida en rescate por muchos, ya que el Rey es asimismo el Siervo Sufriente de
Jehová, profetizado en Isaías 53. Esto nos lleva a otra verdad capital: el Reino vino por la
cruz.
Antes de que la autoridad del Hijo del Hombre sea ejercida sin cortapisas sobre todos los
reinos del mundo (Mat. 4:8; 28:18), debe andar el camino de la obediencia al Padre con el
fin de cumplir con toda justicia (Mat. 3:15), lo que equivale a decir que tendrá que sufrir toda
humillación. La manifestación del Reino ha de ser llevada a toda criatura; como la
maravillosa simiente de la Palabra evangélica (Marc. 4:27); ahora bien, nadie sabe cómo
crecerá. El evangelista Juan nos dirá que «el viento —y el Espíritu— sopla donde quiere»
(Juan 3:8).
«El siervo no es mayor que su señor» (Juan 15:20), y si el mundo aborreció al Rey también
aborrecerá a los hijos del Reino (Juan 15:18, 19). Esta es la realidad que envuelve la actual
dispensación del Reino, en su historia presente dentro de la historia del mundo. Los
discípulos tenemos que percatarnos de esta naturaleza intrínseca del Reino en este
momento en que está viniendo: es humilde, silencioso, oculto, paradójico y eficaz al mismo
tiempo. Esta última nota no debe ser echada en olvido. Se trata de una fuerza interior que
se abre camino en medio de todos los obstáculos y los vence a todos; surgen dificultades
constantemente, porque el campo donde se siembra es el mundo (Mat. 13:38 y ss.). El
Evangelio del Reino tiene que ser oído en todas partes, porque quiere hacer su obra
poderosa en muchos corazones. El Rey es también Señor del Espíritu; su resurrección
inauguró una nueva época en la que la proclamación del Reino y del Rey abarcará la
totalidad del orbe y habrá de extenderse dicho anuncio hasta los confines de la tierra. Es el
sueño de los profetas convertido en realidad. La decisión ha sido ya tomada por el Señor
de la historia, el Reino ha sido puesto en marcha por Cristo, y su cumplimiento y clímax
aguarda por algún tiempo. Las fronteras del Reino no son paralelas con las fronteras de
Israel, el Reino abraza —y más todavía abrazará en el futuro—a todas las naciones y llenará
todas las épocas hasta el fin del mundo.
Nosotros, que vivimos entre la primera y segunda venidas de Cristo, no hemos de olvidar
que el Reino que vino —y que vendrá en su eclosión final— es ahora una realidad
misteriosa. El «eskaton» ha llegado ya en Cristo; en él el futuro se hizo presente y sólo
aguarda la fase final, el «eskaton» que queda por cumplirse.
En su estado presente, provisional, el Reino participa de las características que Jesús
señaló en sus parábolas: vive en una tensión paradójica entre la revelación y el misterio;
¿qué hacen las parábolas si no es explicar y ocultar al mismo tiempo los misterios del
Reino? Es la tensión entre la grandeza escatológica, que ya hizo su irrupción con Cristo en
el mundo, y la humana debilidad. Como señala Ridderbos, lo primero pertenece a la
«exousia» (la autoridad) con la cual él habla, por ejemplo en el Sermón del Monte, y cuando
hace las más radicales demandas al ser humano, así como cuando perdona pecados y
hace milagros («señales» como indica Juan). Pero lo segundo forma parte de su manera
de introducir el Reino también: no quiere precipitaciones y su mesianidad gusta del secreto
y la prudencia porque desea hacer su entrada en los corazones de manera distinta al
triunfalismo y la aparatosidad. Esta paradoja de la Revelación y el misterio, la grandeza y
la debilidad, la divinidad y la humanidad del Rey se concentran, quizá como en ningún otro
título, en el que fue su preferido: el Hijo del Hombre.
La resurrección nos enseña a distinguir entre lo que ha acaecido y lo que va a suceder,
entre el punto de partida de la manifestación del Reino en la tierra, es decir: la dispensación
que comenzó con la venida de Cristo, y la meta escatológica a la que nos dirigimos.
Nosotros somos la «generación» que vive inmersa en las realidades del Reino y espera el
futuro de plenitud del mismo.
EL REINO DE DIOS EN LA HISTORIA
La irrupción del Reino de Dios no significa el final de la historia. La parábola del sembrador
sigue siendo crucial para la recta comprensión del tema. La semilla se echa en el transcurso
de la historia humana, con todas las limitaciones que ello representa. No puede, pues,
seguirse de ello el abandono de las realidades presentes para ocuparse únicamente en las
últimas cosas de la esperanza escatológica. Por lo menos, no debería ser así.
El Reino de Dios que ha entrado en la historia se ha asentado en esta creación. Dios es
soberano en ambas esferas: la de la creación y la de la historia. El espacio y el tiempo le
pertenecen. Ya hemos señalado que la soberanía del Señor sobre la creación y sobre el
devenir histórico constituyen sendas manifestaciones del gobierno que ejerce en el
universo, según la enseñanza del A.T. que recoge el Nuevo.
Pero la creación fue sujeta a vanidad (Rom. 8:20 y ss.) y la historia es también el tiempo en
que se lleva a cabo la rebelión del hombre caído. Ahora bien, «habiendo entrado el Reino
de Dios en este mundo —escribe Ridderbos—, hemos de confesar que el mismo ha sido
asaltado por el poder redentor de Dios». ¿Cómo? Mediante una serie de factores nuevos
que precisamente el Reino —o mejor dicho: el Rey— ha introducido entre los hombres: la
acción continuada del Espíritu, la predicación del Evangelio por el mismo Espíritu, la
presencia del pueblo de Dios, el uso que la Providencia amorosamente hace de todos estos
actos de presencia en el mundo, etc.
El Reino llegó con el Rey a esta tierra; la cruz fue levantada sobre este mundo, no en
ninguna otra parte; Cristo fue enterrado aquí y resucitó de una tumba terrena. El poder de
Dios se ha puesto de manifiesto en medio de la historia de los hombres y es este poder,
real y efectivo, lo que constituye la temática de las parábolas del grano de mostaza y de la
levadura. La primera tiene que ver con el poder expansivo del Reino; el grano es muy
pequeño al principio, pero luego crece y se convierte en árbol frondoso; da cobijo y las
gentes buscan su sombra bien-hechora. El Reino, por lo tanto, no se mantiene alejado del
mundo; todo lo contrario: hace su obra en medio de él, intentando iluminarlo y redimirlo.
Busca a todas las gentes y trata de encontrarlas. Sin embargo, el Reino es también como
la levadura que penetra todo y trata de condicionar el conjunto por su acción penetrante.
Esto tiene que ver con la intensidad del Reino: penetra todos los campos de la vida, se
introduce en todas las relaciones. Ahora bien, la historia de esta penetración tiene sus
momentos altos y sus momentos bajos y también puede comprobarse cómo en unas
culturas ha penetrado más y en otras apenas si ha llegado a dejar sentir su anuncio verbal.
En unas esferas ha producido más impacto que en otras y, como siempre ocurre cuando
se proclama el Evangelio, unos le han dado mayor acogida que otros. Esto vale en el plano
individual y en el colectivo, en la vida de los individuos y en la de los pueblos. No es éste el
lugar para hacer historia y aportar ejemplos de lo que ha hecho el Reino al dejar sentir su
influencia. Digamos solamente que la ciencia moderna —y su secuela: la tecnología— sería
inconcebible sin la irrupción de la comunidad cristiana en el mundo, portadora del mensaje
y de la presencia del Reino; digamos, asimismo, que conceptos como democracia y libertad
fueron transformados desde su pobre origen griego al que en la actualidad les concedemos.
Derechos del hombre, justicia social, emancipación de la mujer, etcétera. Todo ello
constituye algo de lo mucho que el Reino ha venido haciendo posible durante los últimos
veinte siglos en el plano secular. Como lo expresa John Howard Yoder: «eso es lo nuevo:
la presencia misma de esta comunidad (cristiana), que tiene las características que señale
antes, una manera nueva de actuar con el dinero, el poder, las distinciones sociales. ¡La
misma presencia de esta comunidad es el cambio! Una civilización que tiene en su seno
una comunidad así es una sociedad cambiada, aunque no lo sienta o no se dé cuenta de
ello. Es la presencia de una alternativa. Aun en los contextos de otras ideologías se
reconoce que el elemento más básico en el cambio social es la presencia de una nueva
conciencia, la capacidad de pensar una nueva alternativa. La presencia del pueblo de Jesús
dentro de la sociedad palestinense, y en seguida dentro del Imperio Romano, es en sí
misma una nueva situación social, y es la contestación más profunda a largo plazo y más
eficaz a la preocupación por el cambio social rápido, básico; cambio con caracterización
social».2
Ahora bien, esta presencia del Reino en medio de nosotros ahora, se halla asimismo
condicionada por el futuro. Todavía más, la presencia del Reino se hace sentir con
intensidad y eficacia solamente en la medida en que es impulsada y orientada por la
esperanza escatológica. Es aquí donde la fe cristiana debe salvar el escollo de una
secularización radical —como propugna el humanismo liberal y la teología radical— que
conduciría a identificar el Reino con ciertas ideologías, filosofías, movimientos, modas, etc.
El cristiano puede sentir la misma tentación que los hebreos del tiempo de Samuel: «querer
ser como las demás naciones» (1.a Samuel 8:5, 20) e identificar los deseos de Dios de que
fuera constituida una monarquía (1.a Sam. 8:22) según la Tora con sus propios deseos de
tener un rey como los que tienen los vecinos, sin darse cuenta de que la voluntad de Dios
ponía el énfasis más en el hecho de que el rey fuera leal a la Ley que no al hecho en sí de
la institución monárquica.
Por otra parte, hemos de evitar la confusión de identificar los instrumentos de que Dios se
sirve, a veces, para hacer adelantar su Reino y el Reino mismo. Incluso los efectos de la
presencia del Reino en el mundo no deben siempre confundirse con la presencia misma
del Reino. Ello es así porque tanto el concepto bíblico de la soberanía de Dios como el del
Reino de Dios acaban con todo absoluto meramente humano, sea en el plano ideológico,
político, etc.; el mensaje bíblico desmitifica todos los absolutos y queda como único válido
el del Evangelio del Reino. El cristiano no deberá, pues, jamás prestarse a servir como
instrumento de otros cuyos móviles no son el adelantamiento del Reino, aunque en un
momento dado pudiera parecernos que sus propósitos y los nuestros concuerdan en algún
punto. El estudio, por ejemplo, de la época de Cromwell nos lleva, casi irresistiblemente, a
pensar que todo lo que significó aquel puritano para su país sirvió en gran medida a la
promoción del Reino de Dios entre los pueblos anglosajones; pero ello, John Howard Yoder,
artículo «Revolución y ética evangélica», en la revista Certeza, núm. 44, 1971, pp. 104 y
ss. Cf. Progreso, técnica y hombre, por P. Arana (Ediciones Evangélicas Europeas,
Barcelona, 1967), en donde se estudian las aportaciones cristianas —principalmente las
reformadas—hechas a la ciencia, la cultura, las artes, etc, al mismo tiempo, no nos quita el
derecho a la crítica de todo cuanto fue inconsistente en Cromwell, como no nos autoriza a
identificar —de manera absoluta— su gestión con la del mismo adelanto del Reino en las
tierras de habla inglesa. Por otra parte, como escribe Samuel Escobar, «resulta evidente,
sin embargo, que una mirada a los 4.000 años recientes de historia humana y una
comparación de las culturas, tratando de seguir el hilo de la presencia del mensaje bíblico,
nos permite ver hasta qué punto ciertos cambios políticos, determinados por un cambio
profundo de mentalidad, han estado vinculados a la Palabra de Dios».3 He ahí el impacto
del Reino.
El mejor antídoto para prevenir las tentaciones de confundir el Reino con cualquier ideología
se halla en la conciencia escatológica del Reino, gobernada por la visión teocéntrica de un
Dios soberano en todas las esferas de la vida y que en las Escrituras aparece de manera
grandiosa e impresionante: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este
mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al
cielo» (Hechos 1:11).
El Reino que inauguró Jesús de Nazaret es el mismo Reino que ha de venir y que está
viniendo. Aquello no fue más que el anuncio, la primera proclamación de lo que en el «Día
del Señor» definitivamente hallará pleno cumplimiento.
El Reino, pues, no puede ser identificado con ninguna ideología. Porque las trasciende a
todas, y en la medida que representa una constante crítica y un perenne acicate de reforma,
en esta medida les hace un servicio.
EL REINO DE DIOS Y LA IGLESIA
La Iglesia es la congregación de todos los que, salidos de las tinieblas, han aceptado el
Evangelio del Reino con fe salvadora; es la asamblea de los que participan en las
bendiciones que el Reino brinda. Lo que el Reino de Dios intenta ser para el mundo, éste
debiera verlo ya en la Iglesia. A las iglesias locales podríamos llamarlas «guerrillas del
Reino», pues ellas confiesan al Rey y desean aprender constantemente de él (Mat. 11:28-
30); han tomado sobre sí el yugo del Reino y tienen que ser la luz del mundo y la sal de la
tierra. La Iglesia es, asimismo, la comunidad de los que esperan la venida del Señor pero
que, en tanto dura la espera, saben tienen que negociar unos «talentos» recibidos con
vistas a su utilización inmediata y cara al futuro al mismo tiempo. La Iglesia recibe su
inspiración del Reino. En todos sentidos se siente orientada por la Revelación y el progreso
del Reino y la esperanza de su venida final en gloria. Pero en ningún momento la Iglesia
puede identificarse totalmente con el Reino. El Reino abarca más que la Iglesia.
El señorío de Cristo abarca todas las esferas de la creación; todo es suyo, todo le pertenece;
de ahí que sea cabeza del universo y cabeza de la Iglesia (Col. 2:20 y 1:18; Apoc. 1:22-27),
pero como señala Hans Bürki, «el mundo nunca ha sido llamado cuerpo de Cristo,
3 Samuel Escobar, artículo «La Biblia, fermento de transformación», en la revista Certeza,
núm. 43, 1971, pp. 66 y ss. privilegio que pertenece solamente a la Iglesia (Ef. 1:23)». Si la
Iglesia fuera idéntica al Reino, podría exigir, en el nombre del Rey, el gobierno de todos los
aspectos visibles de la vida social, económica, político, etc. Este fue el punto de vista
prevaleciente entre los teólogos católico-romanos en la Edad Media y sirvió de acicate para
las pretensiones de Inocencio III y Bonifacio VIII.
«La enseñanza bíblica es, sin duda, la siguiente —escribe Ridderbos—: Que el Reino de
Dios es el propósito dominante; y el papel de la Iglesia sólo aparece claro a la luz del Reino
de Dios. Podría compararse a dos círculos concéntricos, de los cuales la Iglesia es el
interior, que se halla incluido, gobernado y definido por el círculo más amplio que es el
Reino. La Iglesia tiene su lugar propio en esta economía del Reino de Dios. Es la
representante del Reino de una manera específica y ejemplar. Lo que el Reino de Dios
significa para todo el mundo debe ser visto en la Iglesia. Esta es la distinción y relación
entre la Iglesia y el mundo, entre el círculo más reducido y las más amplias esferas del
Reino.» Y Hans Bürki, comentando estas palabras, añade: «La Iglesia no es el mundo,
porque el Reino de Dios ya está presente en ella. Tampoco es el Reino, porque el Reino no
ha alcanzado todavía en ella su plenitud.»4
El Reino de Dios no se limita a las fronteras de la Iglesia, porque abarca la creación entera.
Por otro 'lado, dentro del mismo pueblo creyente no ha alcanzado todavía su plenitud. Pero
dondequiera que el Evangelio es proclamado y las almas son salvadas, allí Cristo quiere
ser reconocido como supremo sobre todo y sobre todos. Allí, después de la salvación, los
individuos hallan dignidad y libertad y el modo o los modos de existencia van siendo
gradualmente transformados; desaparecen la maldición y el temor de las fuerzas
demoníacas hostiles. Es así como el Reino sigue viniendo hasta nosotros.
El ya citado Hans Bürki resume así la relación entre Iglesia y Reino: «El concepto del Reino
de Dios se desarrolló dentro de la esperanza escatológica judía de que Dios destruiría un
día todos los poderes nocivos, tanto en el cielo como en la tierra, y redimiría a su pueblo,
dentro de un mundo redimido. Jesús hizo de la proclamación del Reino de Dios el punto
central de su predicación, pero la diferencia esencial entre ésta y la escatología judía estriba
en que Jesús enseñó que el Reino había venido juntamente con él, que se hallaba cercano
y que ya estaba empezando.» Ridderbos distingue entre una dimensión intensiva y otra
extensiva del Reino. El elemento intensivo tiene que ser visto en la salvación presente, o
sea: el perdón y la reconciliación del ser humano, que no es asunto del futuro, sino «una
realidad escatológica del presente». El Hijo del Hombre perdona pecados en la tierra (Marc.
2:10; Luc. 5:24). Doquiera en el mundo donde tenga lugar el perdón de los pecados, allí
está el Reino de Dios, presente sobre esta tierra. Allí la voluntad de Dios es implantada en
el corazón humano por el Espíritu Santo. Pero la dimensión extensiva del Reino ha de ser
vista en su advenimiento futuro. La venida del Reino no es algo sin relación con el presente.
Es un futuro que ya en el presente avanza continuamente hacia nosotros. Es la realidad de
Dios que era, que es y que ha de venir (Apocalipsis 1:8) y su Reino tiene las mismas
características. «En la venida y obra de Cristo —como señala Ridderbos— los poderes del
futuro han entrado en el tiempo presente y están todavía
4 Citado por Hans Bürki, El cristiano y el mundo. Ediciones Evangélicas Europeas,
Barcelona, 1971, pp. 38 y ss. entrando.» Cristo es el Señor, el Rey, la vida y el centro del
Reino. La amante obediencia a Cristo es lo que llena a los cristianos de esta adorable
seguridad de que los poderes de la edad futura están ya fluyendo en este mundo de muerte
y de pecado como torrentes de vida, de luz y de salvación. Las aguas vivificantes fluirán de
esta manera de lo más íntimo de cada cristiano y de cada manifestación visible de la Iglesia;
esto es una señal presente del avance del Reino.» 5
El Reino, pues, abarca la totalidad de la acción de Dios en el mundo, mientras que la Iglesia
es la asamblea de los que ya son de Cristo. Vivimos en el «ínterin», entre las dos grandes
épocas de la manifestación del Reino. La resurrección de Cristo arroja luz a ambos lados,
al pasado y al futuro. Es la prueba de lo que ha ocurrido ya y la garantía de lo que
acontecerá en el futuro. Aquí tenemos la explicación de que se alternen los tiempos
«presente» y «futuro» en el lenguaje evangélico del Reino, para expresar la presente
situación paradójica del «ya y todavía no del Reino». Vivimos, como Iglesia, con los talentos
que Dios nos ha dado para ser usados aquí y ahora; tenemos la responsabilidad de ser sal
y luz del mundo, pero vivimos también cara al futuro, esperando la manifestación plena del
Señor y preguntándonos: « ¿Me hallará fiel el Señor cuando venga? ¿Se agradará de mi
trabajo realizado con sus dones?
Como las vírgenes prudentes de la parábola del Señor, hemos de tener las lámparas
encendidas, a punto siempre, para iluminar con su luz las realidades terrenas y también
para salir al encuentro de Jesucristo. De ahí que la Iglesia —nosotros— anticipa el Reino
en el mundo y su Evangelio es el Evangelio del Reino.

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