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Revista de Occidente, ISSN 0034-8635, Nº 364, 2011 , págs. 61-78
El estallido de la jerarquía
Lo específico de la situación actual, con relación a las polémicas del siglo XIX, es que ya no
hay un único «mundo» del arte (que tiene su manifestación en los Salones), y una única
definición de lo que son o deben ser las artes plásticas, sino varios. Los diferentes modos de
hacer arte ya no se escalonan en torno a un único eje, entre un polo inferior y un polo
superior, sino en torno a varios ejes. A partir de entonces, las discusiones no afectan
solamente a cuestiones estéticas de evaluación (algo es más o menos «hermoso» o «bien
hecho») y de gusto (le «gusta» a uno más o menos), sino a cuestiones ontológicas o
La primera categoría -el arte clásico- se basa en la figuración, que respeta las reglas
académicas de correspondencia con la realidad. Hoy son pocos los pintores reconocidos
(Balthus sería sin duda el menos alejado) que se pueden citar para ilustrar esta categoría, que
está representada sobre todo por las naturalezas muertas, los retratos o los paisajes que se
presentan en gran número de pequeñas galerías, principalmente en provincias. Los que
practican este tipo de pintura tienden a ver su fama reducida a un ámbito puramente local
(lo mismo que ocurría, en la época clásica, con los pintores de trampantojo, de imágenes
piadosas o de exvotos).
La segunda categoría -el arte moderno- comparte con el arte clásico el respeto por los
materiales tradicionales (pintura sobre lienzo con bastidor, escultura sobre peana), pero se
aleja de él en la medida en que se fundamenta en la expresión de la interioridad del artista.
¿Qué significa esta exigencia de interioridad? La primera dimensión de la interioridad remite
al carácter personal y subjetivo de la visión: el impresionismo, el fauvismo, el cubismo e
incluso la abstracción son una manifestación plástica, en el plano formal, de la manera de ver
del artista, mientras que el surrealismo lo hace de forma fantasmática, en el plano de las
imágenes interiores. El arte moderno rompe en esto con un arte clásico en el que la perso-
nalización era siempre secundaria, incluso problemática, con relación a la primera exigencia
que era la puesta en práctica de los estándares de la representación, de las referencias
comunes.
Este criterio de que la interioridad se expresa por medio de la obra es en cualquier caso
ambiguo, ya que no permite discriminar entre lo que responde a la intencionalidad del artista
(el nivel de intención, que remite a la dimensión subjetiva) y lo que responde a la
interpretación del espectador (nivel interpretativo, que remite a la dimensión objetiva): ¿es
el pintor el que ha experimentado la necesidad de «expresarse» a través de su pintura, o
somos nosotros los que nos sentimos interesados en ella en la medida en que nos
proporciona una vía de acceso a la personalidad de su autor? Esta ambigüedad desaparece
en cuanto se tiene en cuenta un tercer nivel, material, que remite a la dimensión objetual de
la interioridad: ésta, en efecto, está relacionada no solamente con la subjetividad de la visión,
sino también con la exigencia de autenticidad, enel sentido en que la obra debe manifestar
su vínculo con el cuerpo del artista, desde sus pensamientos y sus percepciones o sus
sensaciones hasta sus propios gestos. Ahora bien, éste es el vínculo que mantiene el arte
moderno mediante la utilización de los materiales clásicos, en la medida en que el pincel
empapado en la pintura y pasado sobre el lienzo (o el lápiz, el carboncillo, etc.), y la materia
bruta modelada o cincelada por el escultor aseguran una continuidad sensible entre el
cuerpo del artista y la obra realizada.
Esta continuidad no significa en todo caso inmediatez, en el sentido en que la obra expresaría
directamente, sin mediación alguna, lo que el artista experimenta; simplemente, las
mediaciones entre la interioridad y su expresión exteriorizada en la materia son de orden
interior (son las referencias plásticas, los esquemas mentales, los marcos cognitivos, las
rutinas gestuales, los hábitos corporales), mientras que en el arte contemporáneo están
mucho más exteriorizadas, porque los materiales son habitualmente, como veremos, de un
orden totalmente diferente. Así, la dimensión «autenticidad» de la interioridad es el criterio
que establece la ruptura del arte moderno con el arte contemporáneo, al igual que la
dimensión «subjetividad» era el criterio que establecía la ruptura con el arte clásico.
Subrayemos, de paso, que esta exigencia de interioridad en el arte, tan presente en nuestra
cultura que tenemos reparos a la hora de concebir y aceptar una expresión artística que no
esté garantizada por la subjetividad y el cuerpo del artista, no es sino un paradigma -el
paradigma moderno- que se impuso, como mucho, hace un siglo y medio.
Es tal la cantidad y el nivel de los pintores muertos que servirían para ilustrar esta categoría
del arte moderno que sería inútil dar nombres: ésta es la prueba de que ahí se sitúa el
paradigma de la época en la que se formó nuestra cultura actual, aunque a partir de ahí entra
en competencia con un paradigma más reciente. Entre los grandes modernos vivos, podemos
citar por ejemplo a Matta, y también a Freud, Szafran o Kitaj, por mencionar -y no es casual-a
algunos de los artistas que defiende Jean Clair, el representante más ilustre de los que, en
estos últimos años, se han comprometido en la defensa de un arte moderno que consideran
injustamente desvalorizado en beneficio del arte contemporáneo. En cuanto a los vivos
menos reconocidos, son innumerables y están ampliamente representados en los Salones de
pintura y en las galerías de provincias, del barrio de Saint-Germain-des-Prés o del Faubourg
Saint-Honoré en París: son herederos -buenos o malos- de la llamada «Escuela de París» y de
las diferentes formas de abstracción, o también seguidores del impresionismo o del
surrealismo, que tratan de experimentar por sí mismos, o de profundizar en la
deconstrucción de las reglas clásicas de la figuración o de la racionalidad de los sujetos.
Al hacerlo, trabajan, se podría decir, en «involución», profundizando y desarrollando vías ya
desbrozadas por otros: se trata de una dirección que habría podido orientar todo el arte
actual, que en ese caso se habría mantenido, en lo esencial, como «moderno». Pero la lógica
transgresora que caracteriza a las vanguardias -modernas y contemporáneas- ha llevado las
cosas por otro lado: a partir del final de la Segunda Guerra Mundial apareció otra dirección,
consistente en trabajar no en involución, sino en «evolución», es decir inventando vías
inéditas, encaminadas a superar los que les precede (tomo prestados este par de términos:
«involución» y
«evolución», de Jean de Loisy). Si Marcel Duchamp fue el precursor, Yves Klein ha sido
uno de los pioneros, al poner a prueba la exigencia de interioridad en sus dos
dimensiones: la subjetividad con los monocromos y la autenticidad con las antropometrías
que presentan los grandes ingredientes de la pintura clásica y moderna -la pintura sobre
lienzo y el desnudo-, pero sin que medie el paso por la mano del artista. Nació así un
nuevo género del arte, en el que sus defensores habrían querido ver el nuevo paradigma:
el que hoy llamamos arte contemporáneo.
Esta tercera categoría de las artes visuales tal como se practican hoy se basa en la
transgresión sistemática de los criterios artísticos, propios tanto de la tradición clásica
como de la tradición moderna, luego contemporánea. En esto, el arte contemporáneo se
distingue radicalmente del arte clásico, pero no del arte moderno, el cual había
experimentado toda una serie de transgresiones plásticas de las reglas tradicionales del
arte. (Me permito remitir aquí al prólogo de Triple jeu del l´art contemporain, en el que
me extiendo sobre estos movimientos y sus implicaciones.) La diferenciación con el arte
moderno es, en cambio, radical, cuando la transgresión tiene que ver no solamente con
los marcos estéticos (en algunos casos, como el de Stella, se puede tomar la palabra
«marco» en su sentido más literal), sino también con los marcos disciplinarios (con la
mezcla de expresiones plásticas, literarias, teatrales, musicales, cinematográficas), incluso
con los marcos morales y hasta jurídicos. Y esta transgresión es particularmente visible
cuando afecta a los propios materiales, como es el caso de las instalaciones, las
performances o el vídeoarte.
El arte contemporáneo se basa pues esencialmente en la experimentación de todas las
formas de ruptura con lo precedente: ruptura que puede ser entendida, bien como una
forma positiva de transgresión, cuando está asociada a una subversión crítica, bien como
una forma negativa, cuando está asociada a la moda o a la búsqueda de la originalidad a
cualquier precio o de la notoriedad barata. Esta transgresión se vive especialmente mal
cuando afecta a esos parámetros fundamentales del arte moderno que son la subjetividad
de la expresión (como en el arte minimal o conceptual) y su autenticidad (como en las
instalaciones y las performances, en las que el vínculo entre el resultado expuesto y la
persona del artista está fuertemente mediatizado por objetos naturales o industriales o
por reproducciones fotográficas o videográfícas). Y la dificultad para aceptar el arte
contemporáneo aumenta en la medida en que éste tiende a llevar a cabo un
desplazamiento del valor artístico, que ya no reside tanto en el objeto propuesto como en
el conjunto de las mediaciones que permite entre el artista y el espectador: relatos acerca
de la fabricación de la obra, textos biográficos, rastros de las performances, redes
relaciónales, entresijos de las interpretaciones, paredes de los museos que se reclaman
para integrar objetos que rechinan en ellos, contribuyen tanto, si no más, al resultado de
la obra, como la materialidad misma del objeto. De tal manera que el valor de Fountain no
reside en la materialidad del urinario presentado en el Salón de los Independientes de
1917 (y desaparecido) sino en el conjunto de los objetos, de los discursos, de los actos y
de las imágenes que sigue suscitando la iniciativa de Duchamp.
Arte clásico, moderno, contemporáneo: cada una de estas categorías posee, por
supuesto, diferentes declinaciones o «subgéneros». En lo referente al arte clásico, son los
«géneros» tradicionales, es decir la pintura de historia (pese a que haya casi desaparecido
actualmente), el retrato, el paisaje, la escena de costumbres, la naturaleza muerta. Para el
arte moderno, son las diversas «corrientes» o «escuelas» que se han sucedido desde hace
algunas generaciones: impresionismo, fauvismo, cubismo, surrealismo, abstracción, etc.
Para el arte contemporáneo, son los distintos «movimientos» que han logrado realizar el
paso del «estilo» al «género», siguiendo la
acertada distinción establecida por Denys Riout a propósito del monocromo (un género
que puede ser imitado sin ser plagiado, al contrario de lo que se entiende por estilo; véase
D. Riout, La Peinture monochrome. Histoire et archéologie d'un genre, Ni mes,
Jacqueline Chambón, 1996): del monocromo al cinetismo, al nuevo realismo y al pop art,
al hiperrealismo, al arte conceptual, a la nueva figuración, al Arte Povera, a la Bad
Painting, etc.
Para aceptar esta propuesta, hay que considerar evidentemente que en la expresión
«arte contemporáneo», el adjetivo «contemporáneo» no hace referencia de hecho a un
corte cronológico (que engloba todo lo que se produce actualmente), sino a un corte
genérico o categorial (que engloba lo que posee ciertas características, estéticas o extra-
estéticas). En esta perspectiva los ready made de Duchamp (pero no sus cuadros) o los
monocromos de Malevitch están inscritos en el arte contemporáneo, pese a que hayan
sido producidos en un contexto moderno, mientras que numerosas obras realizadas hoy
día no se inscriben en el arte contemporáneo.
Esta categorización es pues triplemente paradójica. Por una parte, en efecto, postula la
existencia de marcos mentales colectivos, lo que puede oponerse a las concepciones del
mundo que privilegian la fluidez, la individualidad o la imprevisibilidad de las
representaciones. Toda categorización se expone a la crítica de los que ven en ella por
principio un encuadre, un etiquetaje, una connotación -y por tanto una amenaza para su
libertad. Sin enfrascarnos en un debate filosófico acerca de la necesidad de referencias
comunes, sin las cuales no hay libertad que pueda sostenerse ni movimiento que vaya a
ninguna parte, nos contentaremos con recordar que no se trata en este caso de ensalzar
unos valores ni de preconizar unos proyectos, sino de describir unos usos. Esta descripción
es, por principio, discutible y criticable. Pero la validez de lo que se describe no forma
parte del campo que abarca este artículo. Por otro lado, esta aproximación categorial no
excluye para nada otras aproximaciones, evaluativas o interpretativas, que pueden
parecer vías más apropiadas para hablar de arte. Pero la sociología no tiene mucho que
decir sobre el arte en sí (excepto cuando practica una rama de la crítica o de la historia del
arte): la sociología tiene por objeto los usos del arte, lo que el arte hace posible y aquello
que hace posible el arte. Cada uno es libre de juzgar si esto es o no interesante -a
condición de que no se pretenda ejercer la hegemonía tratando de imponer una única vía
de aproximación.
Por otra parte, una categorización como ésta se corresponde con el uso común del
término «contemporáneo», que se utiliza como sinónimo de «actual». El hecho es que las
categorizaciones estéticas son casi siempre polisémicas, entre el uso cronológico, que
remite a una periodización, y el uso clasificatorio, que remite a una categoría o a un
género: «barroco» puede significar tanto «de la época barroca» como «de estilo barroco»
(ambas cosas pueden ser muy heterogéneas, como lo prueba el contraste entre la profusa
ornamentación de los retablos de estilo barroco y el rigor casi austero de las fachadas de
los edificios de la época llamada «barroca»). En estas condiciones, utilizar en un sentido
genérico los términos «clásico», «moderno» y «contemporáneo» tiene el peligro de
generar confusiones con su sentido cronológico; pero si creáramos denominaciones
artificiales, nos privaríamos del arraigo que esos términos tienen en el sentido común, que
está totalmente modelado por esta polisemia y las ambigüedades que lleva aparejadas.
Escojamos pues la proximidad con la experiencia de los actores, en detrimento del rigor
semántico.
Por último, esta categorización tripartita implica la renuncia a una visión historicista del
arte, que concibe su evolución según un esquema lineal en el que las tendencias más
innovadoras o «vanguardistas» trazarían la vía a seguir, según una escala de valores
unívocos para la que la excelencia recaería por fuerza del lado de la innovación, incluso de
la transgresión de lo adquirido, y la mediocridad en el lado de la experimentación de las
vías ya trilladas (el lugar común: «cuanto más nuevo, más hermoso» lo resumiría de
manera irónica). Este historicismo va, por supuesto, parejo con la acepción
exclusivamente cronológica del término «contemporáneo», utilizado para designar todo
lo que se produce «hoy», cualquiera que sea la elasticidad que se conceda a este último
término. Esta concepción es defendida por la mayor parte de los especialistas en el arte
contemporáneo, sin duda porque les permite justificar opciones estéticas -el privilegio
que se otorga a un género- por medio de parámetros temporales, y por tanto objetivos -
apoyar la creación actual o ayudar a los artistas vivos. El problema es que esta concepción
no es acorde ni con la realidad de los usos del término «arte contemporáneo» ni con la
realidad de las selecciones que se han producido en el arte actual.
Voy a tratar, a pesar de todo, de defender esta división en una pluralidad de principios
jerárquicos frente a este triple obstáculo -la visión antigenérica, cronológica e historicista
del arte-, porque me parece un buen instrumento de descripción de la situación actual del
arte a la vez que un buen instrumento de resolución de los conflictos. Para ello, hará falta
explicitar los inconvenientes, antes de subrayar las ventajas.
Inconvenientes de esta categorización tripartita
N. H.