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Nathalie Heinich; María Unceta Satrústegui (trad.

)
Revista de Occidente, ISSN 0034-8635, Nº 364, 2011 , págs. 61-78

Para terminar con la polémica sobre el arte contemporáneo1


Natalie Heinich
En Le Triple jeu de l´art contemporain (El triple juego del arte contemporáneo), sugería que
sería positivo que lo que hoy llamamos «arte contemporáneo» en las artes plásticas fuera
considerado no como un momento de la evolución artística, correspondiente a una
determinada periodización, sino como un «género» de arte, homólogo a lo que fue la pintura
histórica en la época clásica. Así, lo mismo que en música se admite sin problemas que la
«música contemporánea» es un género, que coexiste hoy con otros géneros musicales, se
admitiría que pudiesen coexistir en la producción artística actual varios géneros, entre ellos
el del «arte contemporáneo»
Las numerosas discusiones que mantuve con motivo de aquel libro me convencieron no sólo
de la pertinencia de semejante propuesta -a pesar de las numerosas objeciones que levanta
con todo derecho- sino también de su utilidad. En efecto, me parece que permitiría socavar
lo esencial de lo que motiva las polémicas que se arrastran desde hace años sobre la cuestión
del arte contemporáneo y, por lo mismo, convertirlas en algo caduco: esto nos autorizaría a
invertir por fin nuestras energías en cuestiones menos estériles. Por tanto, voy a tratar de
explicitar aquí mi propuesta, al mismo tiempo que la someto a la crítica: una crítica que
quisiera liberar en lo posible de malentendidos, de manera que pueda ser, por una vez,
constructiva2.

El estallido de la jerarquía

Lo específico de la situación actual, con relación a las polémicas del siglo XIX, es que ya no
hay un único «mundo» del arte (que tiene su manifestación en los Salones), y una única
definición de lo que son o deben ser las artes plásticas, sino varios. Los diferentes modos de
hacer arte ya no se escalonan en torno a un único eje, entre un polo inferior y un polo
superior, sino en torno a varios ejes. A partir de entonces, las discusiones no afectan
solamente a cuestiones estéticas de evaluación (algo es más o menos «hermoso» o «bien
hecho») y de gusto (le «gusta» a uno más o menos), sino a cuestiones ontológicas o

1 Aparecido originalmente en Le Débat, número 104, marzo-abril 2009.


2
Debo a una observación de Héctor Obalk el haberme orientado hacia la idea del arte contemporáneo como
género, aunque su concepción difiere de la mía, ya que él considera que lo propio del género «arte
contemporáneo» es que mezcla disciplinas heterogéneas -artes plásticas, música, literatura, cine, vídeo.
Igualmente agradezco a todos los que me han enriquecido con sus observaciones y sus objeciones, en particular
a Jean Marie Schaeffer, así como a Dominique Cháteau y Rainer Rochlitz.
cognitivas de clasificación (algo es o no es arte) y de integración/exclusión (se acepta o no tal
propuesta como obra de arte). Por poner un ejemplo paradigmático: el problema no es que
Duchamp pintara mal (de lo que le acusaban los impresionistas), sino que lo que hacía no era
pintura, ni escultura, aunque sí tenía la pretensión de ser arte.
Ya no nos situamos pues ante una lógica normativa continua que permite establecer grados
de calidad estética, sino ante una lógica clasificatoria discontinua que permite determinar
posiciones de pertenencia o de exclusión. El problema -uno de los problemas- es que al
tratarse de una categoría valorada de un modo tan ampliamente positivo como lo es, en
nuestra sociedad, el «arte», la clasificación integradora equivale de hecho a una evaluación
positiva, e inversamente: decir «esto no es arte» constituye en todo caso no una
constatación, sino una tentativa de descalificación, o aún más, según los términos empleados
por Gilbert Dispaux, no un «juicio de observador» sino un «juicio de evaluador», o incluso un
«juicio de prescriptor», desde el momento en que se derivan consecuencias sobre la manera
adecuada de tratar este objeto (ver G. Dispaux, La Logique et le quotidien. Une analyse
dialogique des mécanismes d'argumentation, Paris, Minuit, 1984).
Éste es el sentido que tienen la mayor parte de las polémicas que suscita el arte
contemporáneo, como he tratado de demostrar en mi análisis de las reacciones de rechazo:
la cuestión de la belleza está muy poco presente en ellas, en beneficio de interrogantes
ontológicos sobre la naturaleza de lo que se ve (arte auténtico o «bagatela», «camelo»,
«cualquier cosa»), de interrogantes éticos sobre el valor de los actos realizados por el artista
(¿en qué medida ha trabajado realmente?, ¿es sincero o cínico?) y sobre su obra (las
imágenes que muestra, los actos realizados ¿transgreden los valores morales?), incluso
interrogantes políticos acerca de la oportunidad del apoyo de los poderes públicos (¿hay que
subvencionar o mostrar esta o aquella propuesta?).
Los aficionados al arte, es decir los simples ciudadanos sin competencia ni interés particular
por el arte, a menudo se ven impelidos a descalificar una propuesta artística, no porque la
consideren de mala calidad o porque les disguste, sino en la medida en que «eso no es arte».
Al hacerlo, no tienen, o pocas veces tienen, un sentimiento de ilegitimidad, de juzgar en
inferioridad de condiciones: pese a que los iniciados en el arte contemporáneo los perciben
como incompetentes, ignorantes, incluso innobles, la mayoría de ellos se sienten autorizados
a manifestar su indignación, en nombre de los valores que defienden. Las que se enfrentan
no son pues situaciones desiguales en cuanto a la capacidad de dictaminar sobre la
excelencia artística sino concepciones heterogéneas sobre lo que debe ser el arte. Además la
ilegitimidad de unos legitima a los otros, y recíprocamente, al igual que las posiciones de
poder son enormemente relativas en función de los universos de valores en los que se
mueven los actores: Hans Haacke arremete, en el contenido de sus obras, contra el poder de
las multinacionales, pero lo hace partiendo de una posición que le coloca del lado de los que
tienen el poder en el mundo del arte que es el suyo propio, como confirma su presencia en
las instituciones del arte contemporáneo. Nos movemos en un sistema plural, de principios
jerárquicos duales, incluso múltiples.

Tres paradigmas o tres géneros del arte


En efecto, se pueden distinguir tres maneras muy diferentes de concebir el arte hoy: tres
maneras igualmente practicadas, pero muy desigualmente valoradas según el grado de
aculturación de los espectadores. Se podría decir que se trata de tres «paradigmas»,
empleando este término en el sentido en que lo utiliza Thomas Kuhn a propósito de la
historia de las ciencias, es decir como una manera de definir el sentimiento de la normalidad,
un esquema estructurante que funciona colectiva e inconscientemente -aunque, en
ocasiones, pueda explicitarse a nivel consciente (Th. Kuhn, La Structure des révolutions
cientifiques [1962], Paris, Flammarion, 1972)
Se podría decir igualmente que se trata de tres «géneros» del arte, tres categorías
heterogéneas, cada una con sus criterios y sus características propias, y que se declinan en
diferentes «subgéneros». La ventaja de una calificación en géneros es, como veremos, que
permite un pluralismo y una coexistencia (jerarquizada), mientras que la noción de
paradigma, referida a todo aquello que entra en la esfera de la normalidad, es exclusiva, y
por tanto intolerante: no pueden coexistir paradigmas heterogéneos más que en los
momentos de crisis, en los que al menos dos paradigmas entran en competencia -porque los
paradigmas, por supuesto, evolucionan. Así pues, ésta es exactamente la situación que
conocemos hoy en el arte contemporáneo: una situación de crisis de paradigmas, complicada
por el hecho de que no son dos sino tres los paradigmas que concurren.
Estas tres categorías del arte existente hoy pueden ser designadas como el arte clásico, el
arte moderno y el arte contemporáneo. Tratemos de deducir de ellas unos criterios,
empezando por precisar que estas categorías (ya se trate de «paradigmas», para los actores
implicados en la defensa de uno o de otro, o de «géneros», para el observador) no son el
resultado de una construcción teórica a priori, sino de una inferencia a partir de la
observación empírica, principalmente la observación del funcionamiento de las comisiones
encargadas de dictaminar sobre la suerte de las obras susceptibles de ser adquiridas o de los
artistas susceptibles de ser ayudados por las instituciones públicas. Dicho de otro modo, no
se trata de criterios normativos a priori, sino de criterios descriptivos a pos teriori: por esto
nuestra problemática tiene menos que ver con la estética que con la sociología.

Clásico, moderno, contemporáneo

La primera categoría -el arte clásico- se basa en la figuración, que respeta las reglas
académicas de correspondencia con la realidad. Hoy son pocos los pintores reconocidos
(Balthus sería sin duda el menos alejado) que se pueden citar para ilustrar esta categoría, que
está representada sobre todo por las naturalezas muertas, los retratos o los paisajes que se
presentan en gran número de pequeñas galerías, principalmente en provincias. Los que
practican este tipo de pintura tienden a ver su fama reducida a un ámbito puramente local
(lo mismo que ocurría, en la época clásica, con los pintores de trampantojo, de imágenes
piadosas o de exvotos).
La segunda categoría -el arte moderno- comparte con el arte clásico el respeto por los
materiales tradicionales (pintura sobre lienzo con bastidor, escultura sobre peana), pero se
aleja de él en la medida en que se fundamenta en la expresión de la interioridad del artista.
¿Qué significa esta exigencia de interioridad? La primera dimensión de la interioridad remite
al carácter personal y subjetivo de la visión: el impresionismo, el fauvismo, el cubismo e
incluso la abstracción son una manifestación plástica, en el plano formal, de la manera de ver
del artista, mientras que el surrealismo lo hace de forma fantasmática, en el plano de las
imágenes interiores. El arte moderno rompe en esto con un arte clásico en el que la perso-
nalización era siempre secundaria, incluso problemática, con relación a la primera exigencia
que era la puesta en práctica de los estándares de la representación, de las referencias
comunes.
Este criterio de que la interioridad se expresa por medio de la obra es en cualquier caso
ambiguo, ya que no permite discriminar entre lo que responde a la intencionalidad del artista
(el nivel de intención, que remite a la dimensión subjetiva) y lo que responde a la
interpretación del espectador (nivel interpretativo, que remite a la dimensión objetiva): ¿es
el pintor el que ha experimentado la necesidad de «expresarse» a través de su pintura, o
somos nosotros los que nos sentimos interesados en ella en la medida en que nos
proporciona una vía de acceso a la personalidad de su autor? Esta ambigüedad desaparece
en cuanto se tiene en cuenta un tercer nivel, material, que remite a la dimensión objetual de
la interioridad: ésta, en efecto, está relacionada no solamente con la subjetividad de la visión,
sino también con la exigencia de autenticidad, enel sentido en que la obra debe manifestar
su vínculo con el cuerpo del artista, desde sus pensamientos y sus percepciones o sus
sensaciones hasta sus propios gestos. Ahora bien, éste es el vínculo que mantiene el arte
moderno mediante la utilización de los materiales clásicos, en la medida en que el pincel
empapado en la pintura y pasado sobre el lienzo (o el lápiz, el carboncillo, etc.), y la materia
bruta modelada o cincelada por el escultor aseguran una continuidad sensible entre el
cuerpo del artista y la obra realizada.
Esta continuidad no significa en todo caso inmediatez, en el sentido en que la obra expresaría
directamente, sin mediación alguna, lo que el artista experimenta; simplemente, las
mediaciones entre la interioridad y su expresión exteriorizada en la materia son de orden
interior (son las referencias plásticas, los esquemas mentales, los marcos cognitivos, las
rutinas gestuales, los hábitos corporales), mientras que en el arte contemporáneo están
mucho más exteriorizadas, porque los materiales son habitualmente, como veremos, de un
orden totalmente diferente. Así, la dimensión «autenticidad» de la interioridad es el criterio
que establece la ruptura del arte moderno con el arte contemporáneo, al igual que la
dimensión «subjetividad» era el criterio que establecía la ruptura con el arte clásico.
Subrayemos, de paso, que esta exigencia de interioridad en el arte, tan presente en nuestra
cultura que tenemos reparos a la hora de concebir y aceptar una expresión artística que no
esté garantizada por la subjetividad y el cuerpo del artista, no es sino un paradigma -el
paradigma moderno- que se impuso, como mucho, hace un siglo y medio.
Es tal la cantidad y el nivel de los pintores muertos que servirían para ilustrar esta categoría
del arte moderno que sería inútil dar nombres: ésta es la prueba de que ahí se sitúa el
paradigma de la época en la que se formó nuestra cultura actual, aunque a partir de ahí entra
en competencia con un paradigma más reciente. Entre los grandes modernos vivos, podemos
citar por ejemplo a Matta, y también a Freud, Szafran o Kitaj, por mencionar -y no es casual-a
algunos de los artistas que defiende Jean Clair, el representante más ilustre de los que, en
estos últimos años, se han comprometido en la defensa de un arte moderno que consideran
injustamente desvalorizado en beneficio del arte contemporáneo. En cuanto a los vivos
menos reconocidos, son innumerables y están ampliamente representados en los Salones de
pintura y en las galerías de provincias, del barrio de Saint-Germain-des-Prés o del Faubourg
Saint-Honoré en París: son herederos -buenos o malos- de la llamada «Escuela de París» y de
las diferentes formas de abstracción, o también seguidores del impresionismo o del
surrealismo, que tratan de experimentar por sí mismos, o de profundizar en la
deconstrucción de las reglas clásicas de la figuración o de la racionalidad de los sujetos.
Al hacerlo, trabajan, se podría decir, en «involución», profundizando y desarrollando vías ya
desbrozadas por otros: se trata de una dirección que habría podido orientar todo el arte
actual, que en ese caso se habría mantenido, en lo esencial, como «moderno». Pero la lógica
transgresora que caracteriza a las vanguardias -modernas y contemporáneas- ha llevado las
cosas por otro lado: a partir del final de la Segunda Guerra Mundial apareció otra dirección,
consistente en trabajar no en involución, sino en «evolución», es decir inventando vías
inéditas, encaminadas a superar los que les precede (tomo prestados este par de términos:
«involución» y
«evolución», de Jean de Loisy). Si Marcel Duchamp fue el precursor, Yves Klein ha sido
uno de los pioneros, al poner a prueba la exigencia de interioridad en sus dos
dimensiones: la subjetividad con los monocromos y la autenticidad con las antropometrías
que presentan los grandes ingredientes de la pintura clásica y moderna -la pintura sobre
lienzo y el desnudo-, pero sin que medie el paso por la mano del artista. Nació así un
nuevo género del arte, en el que sus defensores habrían querido ver el nuevo paradigma:
el que hoy llamamos arte contemporáneo.
Esta tercera categoría de las artes visuales tal como se practican hoy se basa en la
transgresión sistemática de los criterios artísticos, propios tanto de la tradición clásica
como de la tradición moderna, luego contemporánea. En esto, el arte contemporáneo se
distingue radicalmente del arte clásico, pero no del arte moderno, el cual había
experimentado toda una serie de transgresiones plásticas de las reglas tradicionales del
arte. (Me permito remitir aquí al prólogo de Triple jeu del l´art contemporain, en el que
me extiendo sobre estos movimientos y sus implicaciones.) La diferenciación con el arte
moderno es, en cambio, radical, cuando la transgresión tiene que ver no solamente con
los marcos estéticos (en algunos casos, como el de Stella, se puede tomar la palabra
«marco» en su sentido más literal), sino también con los marcos disciplinarios (con la
mezcla de expresiones plásticas, literarias, teatrales, musicales, cinematográficas), incluso
con los marcos morales y hasta jurídicos. Y esta transgresión es particularmente visible
cuando afecta a los propios materiales, como es el caso de las instalaciones, las
performances o el vídeoarte.
El arte contemporáneo se basa pues esencialmente en la experimentación de todas las
formas de ruptura con lo precedente: ruptura que puede ser entendida, bien como una
forma positiva de transgresión, cuando está asociada a una subversión crítica, bien como
una forma negativa, cuando está asociada a la moda o a la búsqueda de la originalidad a
cualquier precio o de la notoriedad barata. Esta transgresión se vive especialmente mal
cuando afecta a esos parámetros fundamentales del arte moderno que son la subjetividad
de la expresión (como en el arte minimal o conceptual) y su autenticidad (como en las
instalaciones y las performances, en las que el vínculo entre el resultado expuesto y la
persona del artista está fuertemente mediatizado por objetos naturales o industriales o
por reproducciones fotográficas o videográfícas). Y la dificultad para aceptar el arte
contemporáneo aumenta en la medida en que éste tiende a llevar a cabo un
desplazamiento del valor artístico, que ya no reside tanto en el objeto propuesto como en
el conjunto de las mediaciones que permite entre el artista y el espectador: relatos acerca
de la fabricación de la obra, textos biográficos, rastros de las performances, redes
relaciónales, entresijos de las interpretaciones, paredes de los museos que se reclaman
para integrar objetos que rechinan en ellos, contribuyen tanto, si no más, al resultado de
la obra, como la materialidad misma del objeto. De tal manera que el valor de Fountain no
reside en la materialidad del urinario presentado en el Salón de los Independientes de
1917 (y desaparecido) sino en el conjunto de los objetos, de los discursos, de los actos y
de las imágenes que sigue suscitando la iniciativa de Duchamp.
Arte clásico, moderno, contemporáneo: cada una de estas categorías posee, por
supuesto, diferentes declinaciones o «subgéneros». En lo referente al arte clásico, son los
«géneros» tradicionales, es decir la pintura de historia (pese a que haya casi desaparecido
actualmente), el retrato, el paisaje, la escena de costumbres, la naturaleza muerta. Para el
arte moderno, son las diversas «corrientes» o «escuelas» que se han sucedido desde hace
algunas generaciones: impresionismo, fauvismo, cubismo, surrealismo, abstracción, etc.
Para el arte contemporáneo, son los distintos «movimientos» que han logrado realizar el
paso del «estilo» al «género», siguiendo la
acertada distinción establecida por Denys Riout a propósito del monocromo (un género
que puede ser imitado sin ser plagiado, al contrario de lo que se entiende por estilo; véase
D. Riout, La Peinture monochrome. Histoire et archéologie d'un genre, Ni mes,
Jacqueline Chambón, 1996): del monocromo al cinetismo, al nuevo realismo y al pop art,
al hiperrealismo, al arte conceptual, a la nueva figuración, al Arte Povera, a la Bad
Painting, etc.

Una categorización paradójica

Para aceptar esta propuesta, hay que considerar evidentemente que en la expresión
«arte contemporáneo», el adjetivo «contemporáneo» no hace referencia de hecho a un
corte cronológico (que engloba todo lo que se produce actualmente), sino a un corte
genérico o categorial (que engloba lo que posee ciertas características, estéticas o extra-
estéticas). En esta perspectiva los ready made de Duchamp (pero no sus cuadros) o los
monocromos de Malevitch están inscritos en el arte contemporáneo, pese a que hayan
sido producidos en un contexto moderno, mientras que numerosas obras realizadas hoy
día no se inscriben en el arte contemporáneo.
Esta categorización es pues triplemente paradójica. Por una parte, en efecto, postula la
existencia de marcos mentales colectivos, lo que puede oponerse a las concepciones del
mundo que privilegian la fluidez, la individualidad o la imprevisibilidad de las
representaciones. Toda categorización se expone a la crítica de los que ven en ella por
principio un encuadre, un etiquetaje, una connotación -y por tanto una amenaza para su
libertad. Sin enfrascarnos en un debate filosófico acerca de la necesidad de referencias
comunes, sin las cuales no hay libertad que pueda sostenerse ni movimiento que vaya a
ninguna parte, nos contentaremos con recordar que no se trata en este caso de ensalzar
unos valores ni de preconizar unos proyectos, sino de describir unos usos. Esta descripción
es, por principio, discutible y criticable. Pero la validez de lo que se describe no forma
parte del campo que abarca este artículo. Por otro lado, esta aproximación categorial no
excluye para nada otras aproximaciones, evaluativas o interpretativas, que pueden
parecer vías más apropiadas para hablar de arte. Pero la sociología no tiene mucho que
decir sobre el arte en sí (excepto cuando practica una rama de la crítica o de la historia del
arte): la sociología tiene por objeto los usos del arte, lo que el arte hace posible y aquello
que hace posible el arte. Cada uno es libre de juzgar si esto es o no interesante -a
condición de que no se pretenda ejercer la hegemonía tratando de imponer una única vía
de aproximación.
Por otra parte, una categorización como ésta se corresponde con el uso común del
término «contemporáneo», que se utiliza como sinónimo de «actual». El hecho es que las
categorizaciones estéticas son casi siempre polisémicas, entre el uso cronológico, que
remite a una periodización, y el uso clasificatorio, que remite a una categoría o a un
género: «barroco» puede significar tanto «de la época barroca» como «de estilo barroco»
(ambas cosas pueden ser muy heterogéneas, como lo prueba el contraste entre la profusa
ornamentación de los retablos de estilo barroco y el rigor casi austero de las fachadas de
los edificios de la época llamada «barroca»). En estas condiciones, utilizar en un sentido
genérico los términos «clásico», «moderno» y «contemporáneo» tiene el peligro de
generar confusiones con su sentido cronológico; pero si creáramos denominaciones
artificiales, nos privaríamos del arraigo que esos términos tienen en el sentido común, que
está totalmente modelado por esta polisemia y las ambigüedades que lleva aparejadas.
Escojamos pues la proximidad con la experiencia de los actores, en detrimento del rigor
semántico.
Por último, esta categorización tripartita implica la renuncia a una visión historicista del
arte, que concibe su evolución según un esquema lineal en el que las tendencias más
innovadoras o «vanguardistas» trazarían la vía a seguir, según una escala de valores
unívocos para la que la excelencia recaería por fuerza del lado de la innovación, incluso de
la transgresión de lo adquirido, y la mediocridad en el lado de la experimentación de las
vías ya trilladas (el lugar común: «cuanto más nuevo, más hermoso» lo resumiría de
manera irónica). Este historicismo va, por supuesto, parejo con la acepción
exclusivamente cronológica del término «contemporáneo», utilizado para designar todo
lo que se produce «hoy», cualquiera que sea la elasticidad que se conceda a este último
término. Esta concepción es defendida por la mayor parte de los especialistas en el arte
contemporáneo, sin duda porque les permite justificar opciones estéticas -el privilegio
que se otorga a un género- por medio de parámetros temporales, y por tanto objetivos -
apoyar la creación actual o ayudar a los artistas vivos. El problema es que esta concepción
no es acorde ni con la realidad de los usos del término «arte contemporáneo» ni con la
realidad de las selecciones que se han producido en el arte actual.
Voy a tratar, a pesar de todo, de defender esta división en una pluralidad de principios
jerárquicos frente a este triple obstáculo -la visión antigenérica, cronológica e historicista
del arte-, porque me parece un buen instrumento de descripción de la situación actual del
arte a la vez que un buen instrumento de resolución de los conflictos. Para ello, hará falta
explicitar los inconvenientes, antes de subrayar las ventajas.
Inconvenientes de esta categorización tripartita

Como en toda categorización, se plantean inmediatamente problemas de fronteras,


que pueden hacer dudar de la pertinencia de la división. El hecho es que los géneros no se
presentan siempre en el estado «ideal-típico»: son frecuentes las interferencias y las
contaminaciones, y aún más en un terreno como el del arte contemporáneo, en el que la
voluntad de romper con las categorías admitidas, de transgredir las fronteras, prohibe las
definiciones en función de los contenidos estéticos -cuyo destino es ser subvertidos- en
beneficio de definiciones en función de las posiciones ocupadas, en este caso la postura
transgresora tal como he tratado de definirla.
Dejando sentado esto, incluso los géneros «clásicos» conocen estados límites o
posiciones fronterizas: Claude Lorrain se situaba entre la pintura histórica y la pintura de
paisaje, al igual que Georges de la Tour entre los cuadros de costumbres y la pintura
histórica. Manet se encuentra a mitad de camino entre Clásico y Moderno, mientras que
Pollock ejemplifica lo que los anglo-americanos denominan el cutting edge moderno (por
sus materiales y su expresividad contemporáneo (por el abandono del bastidor y del pin-
cel). En cualquier caso, esta diferenciación entre arte moderno y arte contemporáneo es
particularmente problemática. Es evidente en lo que concierne a la transgresión de los
materiales tradicionales: instalaciones y performance), soportes fotográficos y
videográficos apelan indiscutiblemente a una categoría específica -hasta el punto de que
algunos ponen en duda la pertenencia de tales obras a las artes plásticas. Asimismo, el
juego en torno a la trivialidad de los materiales (nuevo realismo) o de los sujetos (pop art,
hiperrealismo), o incluso en torno a la pobreza de los medios expresivos (conceptualismo,
minimalismo) traza límites muy reconocibles con la tradición moderna.
Por el contrario, la especificidad de lo contemporáneo es más difícil de establecer
cuando la transgresión se aplica a las tendencias del propio arte contemporáneo
establecidas a partir de ahora. Es el caso de los artistas actuales que vuelven a la tradición
moderna, revalorizando la pintura sobre lienzo y la escultura sobre pedestal, sea en la
figuración (es el caso de los diferentes movimientos figurativos que salpican la historia de
las artes plásticas de los últimos treinta años), o en la abstracción (pensemos en la Bad
Painting o en la transvanguardia italiana). Incluso encontramos, en última instancia,
vueltas a lo clásico, con, por ejemplo, Martial Raysse o Gérard Garouste, que vuelven a
poner de moda una vertiente de la pintura histórica en las paredes de la Biblioteca
Nacional de Francia.
Esta transgresión de segundo grado, en la que las transgresiones llevadas a cabo en el
arte contemporáneo son a su vez transgredidas, es una situación cada vez más frecuente,
dado el inevitable agotamiento de los criterios a transgredir: de ahí la tendencia al
eclecticismo que caracteriza hoy la situación del arte contemporáneo. No basta con las
propias obras para establecer el corte entre el primer grado, que rubrica la pertenencia a
la tradición clásica o moderna, y el segundo grado, que rubrica la pertenencia al arte
contemporáneo. Por ello, hay que apelar a índices periféricos para determinar la categoría
de pertenencia de la obra y, concretamente, su capacidad para ser integrada en el mundo
del arte contemporáneo, reconocida y comprada por los coleccionistas y las instituciones.
Estos índices pueden ser inmediatamente materiales, como el formato de la obra (un
formato muy grande, como en el caso de Kiefer, tiende a funcionar como un índice de
contemporaneidad, pero también un formato muy pequeño, como en el de Favier).
También pueden tener que ver únicamente con la fecha de producción de la pieza (lo que
hace que un Joan Mitchell, por ejemplo, sea una obra contemporánea, mientras que un
Jackson Pollock es moderno). Y muy a menudo, los expertos apelan a la trayectoria del
artista y, sobre todo, a su discurso para incluir la obra en la esfera de influencia del arte
contemporáneo, o excluirla -algo que he podido constatar al estudiar comisiones de
compras o de subvenciones. Lo que equivale a decir que los criterios de pertenencia al
arte contemporáneo son, en gran parte, criterios «sociales», es decir asociados a la
persona del artista o al contexto de producción más que a las características propiamente
plásticas de la obra, lo cual no tiene nada de extraño si consideramos que el arte
contemporáneo, en la medida en que experimenta sistemáticamente las capacidades de
integración artística, es una especie de sociología práctica. Tenemos que precisar que
comprender esto no equivale a justificarlo: cada uno es libre de indignarse o de alegrarse
por ello.

Ventajas de esta distinción

A pesar de estas zonas difusas y de estas incertidumbres en la categorización, esta


tripartición posee, a mi modo de ver, dos grandes ventajas.
Para empezar, permite comprender la violencia de las polémicas a que da lugar hoy el
arte contemporáneo: desde el momento en que no se enfrentan en torno a un mismo eje
jerárquico gustos o grados de calidad sino paradigmas, dicho de otro modo definiciones
de lo que debe ser el arte cuando pretende ser arte, todo lo que sale fuera del paradigma
se considera por fuerza indigno y merecedor de ser rechazado: de hecho esto es lo que
está detrás de la mayoría de los rechazos del arte contemporáneo.
Además, esta concepción permite, si no ya resolver los conflictos, sí al menos hacerlos
útiles, desde el momento en que se sitúa uno no ya en el plano descriptivo del análisis de
las reacciones efectivas hacia el arte contemporáneo, sino en el plano normativo de una
prescripción de las concepciones y de las acciones. En efecto, el interés se centra así en
afirmar la pluralidad de las maneras de concebir y de practicar el arte hoy, porque esta
pluralidad posibilita la coexistencia de maneras de hacer y de ver que, lógicamente, se
excluyen: es lo que llamamos, de un modo general, la tolerancia. Y precisamente ésta es la
razón por la que debemos considerar estas categorías del arte no como paradigmas, que
se excluyen por fuerza los unos a los otros (ya que, lógicamente, no puede existir más que
una sola normalidad), sino como géneros, que coexisten sin que ninguno pueda aspirar
legítimamente a la exclusividad.
Esto es lo que ocurre de hecho: el arte que se practica actualmente está estructurado
según estos tres grandes «géneros», con sus subgéneros, que obedecen cada uno a
criterios de calidad específicos. El problema es que esta pluralidad efectiva está fuerte-
mente jerarquizada en el plano normativo: las instituciones relacionadas con el arte, al
menos en Francia, privilegian hoy el género del arte contemporáneo, de la misma manera
que en el siglo XIX privilegiaban el género de la pintura de historia (el arte contemporáneo
y la pintura de historia tienen en común, por otra parte, su implicación en un discurso).
Pero, sobre todo, en vez de reconocer la existencia de estos géneros, se tiende a
confundir los criterios genéricos (que determinan la pertenencia al arte moderno o al arte
contemporáneo) con los criterios evaluativos (que determinan, en cada género, la mayor
o menor calidad de las propuestas artísticas). Así, se utiliza como argumento el carácter
transgresor de una obra (un criterio genérico) para considerarla como interesante (en el
caso de los defensores del arte contemporáneo) o como no interesante (en el caso de sus
detractores): ello evita tanto a unos como a otros explicitar los criterios propiamente
estéticos que les permiten defenderla o rechazarla. Esta confusión enturbia las relaciones
si nos quedamos en el nivel de las discusiones entre personas (tenemos un ejemplo
destacado en la obra de teatro Arte de Yasmina Reza); pero cuando nos remontamos al
nivel de las decisiones institucionales (compras, exposiciones, subvenciones), surgen
conflictos políticos (algo que quedó patente en el asunto de las columnas de Burén en el
Palais-Royal), ya que se toman decisiones en nombre de los ciudadanos sin que estas
decisiones estén adecuadamente justificadas
El ideal sería que se reconociera la pluralidad de los géneros y, con ella, la pluralidad de
los principios jerárquicos que permiten seleccionar, en cada género, las obras más válidas:
cada uno es libre de preferir un género u otro, incluso de que le gusten todos, lo que
confirma que el eclecticismo sólo es una tara para los críticos profesionales, que
consideran un deber especializarse en la defensa de una corriente, o incluso de un artista.
Pero no hay nada peor, pues no hay nada más tiránico, que el empeño por imponer una
concepción unívoca aceptando sólo una manera de hacer: una concepción que, por
desgracia, tiende a ser habitual tanto entre los detractores como entre los defensores del
arte contemporáneo.
Por ello, me parece que el reconocimiento de estos tres géneros del arte no sólo es útil
para comprender la situación actual, sino también necesaria para poder salir de ella. Al
decir esto, el investigador abandona el orden de la descripción, en el que podía dejar
constancia de una crisis de los paradigmas, para pasarse al campo de los expertos,
interviniendo en el orden de la prescripción para aconsejar que se consideren estos
paradigmas como géneros y, al tiempo, se autorice el salto de una norma unívoca a una
norma pluralista, fundamentada en la disociación entre criterios genéricos y criterios de
valor: para concluir, en esto -y por esto- el investigador se arriesga, interviniendo en el
«debate».

N. H.

Traducción: María Unceta Satríutegui.

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