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5/4/2019 SIN ADJETIVOS: POR UNA DEMOCRACIA LIBERAL | Nexos

SIN ADJETIVOS: POR UNA


DEMOCRACIA LIBERAL
Héctor Aguilar Camín ( )

Enrique Krauze: Por una democracia sin adjetivos. Ed. Joaquín Mortiz Planeta,
México, 1986, 302 pp.

Este libro es un llamado al cambio”, dice Enrique Krauze en la primera linea del
prólogo a los once ensayos que forman Por una democracia sin adjetivos.
“Todos esos ensayos”, agrega inexactamente, “giran alrededor del cambio
fundamental que generaría todos los cambios: la democracia”. Nombre y
espíritu de esta todológica advertencia, tienen como piso común un alegato de
similar aliento totalizador, a saber: que cualquier adjetivación de la democracia
pospone y enturbia el cumplimiento elemental de su esencia y que la
democracia requiere, más que parcelaciones y matices, la voluntad activa de
ejercerla aquí y ahora, con las reglas vigentes en juego y algunas reformas en
las actitudes mentales de la cúspide que hagan practicables y respetadas esas
reglas.

Habrá que convenir en la pertinencia de esa simplificación para el caso de un


país como México, que se ha pasado el siglo haciendo reformas electorales sin
haberse tomado el trabajo de contar los votos reales, y que ha tenido
elecciones ininterrumpidas durante sesenta años sin haber sembrado en sus
ciudadanos la creencia de que sus votos sirven para algo. Tan pertinente es el
reclamo esencializador de Krauze, que ha multiplicado la constelación de
democracias posibles y hoy podemos hablar entre nosotros de democracia
formal, democracia real, democracia económica, democracia social,
democracia electoral, las demás democracias terminadas en al… y democracia
sin adjetivos.

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Quieren la paternidad y los espejos que el hombre reproduzca por igual lo que
ama y lo que aborrece, y así la democracia sin adjetivos de Enrique Krauze ha
terminado siendo otra forma de adjetivar lo que se quería desnudo. Su
propuesta requiere explicación, matices y definiciones. ¿Cómo se guisa y se
come este nuevo espécimen de nuestra democracia adjetivada? ¿De qué
ingredientes consta, cómo se hace realidad?

EL GUISO Y EL COCINERO

Krauze ha querido leer en el espejo de la vida política inglesa del siglo XVIII,
tres elementos que podrían cimentar un renacimiento democrático en México.
Esos elementos son: primero, la autocontención del gobierno para ponerse
limites y frenar su corrupción, su dispendio, su improductividad y su
autoritarismo. Segundo: una vida plural de partidos con elecciones
transparentes y un PRI competitivo, independiente del gobierno; un PAN con
programa propio que no sea sólo un antiPRI, sino una verdadera alternativa
conservadora; y una izquierda… española. Tercero: una prensa liberal que “use
su libertad con imaginación, profesionalismo y sentido crítico”. En el ensayo
que da título al libro, escrito en noviembre de 1983, Krauze añadía a estos
elementos centrales, uno coyuntural: había que curar el agravio que, según él,
vivía el país por el fracaso del sexenio lópezportillista, y meter al tambo a Don
Q y a sus cómplices, autores incuestionables del “Robo del Siglo”.

El guiso de esta modesta utopía, según la ha adjetivado Adolfo Gilly, tenía


como destinatario original una cocina: el gobierno, y en particular un cocinero:
el presidente De la Madrid. Krauze escribió en noviembre de 1984:

El agravio [inflingido por López Portillo al país] arroja una sombra de


desconfianza sobre los regímenes herederos de la Revolución […] Es muy
probable que las tensiones se alivien a medida que se abata la inflación y la
economía reaccione. Todos lo esperamos. Pero todos sabemos también que la

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salida de la crisis no es inmediata y que sus dimensiones políticas persistirán


por largo tiempo… ¿Cuáles son las alternativas? El gobierno tiene un as en el
manga olvidado desde la presencia de Madero: la democracia (p. 45).

Era el momento propicio para sacar ese as porque había el presidente


adecuado. Escribió Krauze:

Si en México biografía presidencial es destino nacional, Miguel de la Madrid


representa una posibilidad de desagravio y democratización. Sus escritos
jurídicos sugieren cuando menos un hecho: es un hombre que tiene la
sensibilidad intelectual y moral para evitar la explosión del agravio insatisfecho
[…] y adoptar las lecciones históricas que nos conduzcan a una democracia sin
adjetivos [p. 60].

Krauze escribió más adelante que “la salida de México está en el encuentro de
dos iniciativas: un gobierno que se imponga límites drásticos y rinda cuentas, y
una sociedad que participe afianzando esos limites y llamando a cuentas”. Pero
a lo largo de este libro su confianza y su desilusión tienen que ver sobre todo
con la respuesta del gobierno y la actitud del presidente y poco con el
comportamiento de la sociedad.

LA VÍA YUCATECA

Dicen que la diferencia entre un yucateco y un guerrerense es que el


guerrerense te mata y el yucateco no te deja vivir. En materia de trato con
modestas o ambiciosas utopías, la realidad es una especie de persistente
yucateco. Como libro, Por una democracia sin adjetivos es el itinerario de una
vía yucateca. Al contacto de su propuesta con la realidad, Krauze transita en el
libro del entusiasmo evangélico y la rotundidad todológica de los primeros
ensayos de 1983 y 1984, al desencanto admonitorio y la prudencia matizadora
de los últimos, escritos en 1985 y 1986. Su diseño inicial de una democracia sin
adjetivos consistente en darle tambo a Don Q limitar al gobierno, vitalizar los
partidos y reinventar la prensa mexicana, va reduciéndose conforme esos
ensayos se suceden y termina casi restringido a la demanda de limpieza
electoral y la melancólica petición al gobierno de que respete los votos.

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“No se necesita ser profeta”, dice Krauze en mayo de 1985, “para preveer que
1985 será el año clave en que la sociedad desborde el sistema político por la
vía electoral”. En las vísperas de las elecciones de julio de ese año, frente a las
bardas que subrayaban porfirianamente los largos servicios del PRI a la paz de
la república, Krauze levantó la voz para recordarle al gobierno:

La Providencia -siempre generosa y desdeñada- vuelve a regalarnos […]


oportunidad, quizá terminal, de madurez, responsabilidad y esperanza: la
entrada a la plena legitimidad democrática. El gobierno tiene una sola forma de
aprovechar esa oportunidad: cuidando la transparencia de las próximas
elecciones en todos sus niveles, admitiendo, sin la ambigüedad que perdió a
Porfirio Díaz, que “esta nación está al fin lista para la vida en libertad”. (“Ecos
porfirianos”).

Pasada la oportunidad de la Providencia sin que la sociedad desbordara al


gobierno, en agosto de 1985 Krauze recapituló su propuesta -y las ventajas que
el gobierno obtendría de unas elecciones abiertas- en un decálogo que
reconocía sucesivamente los poderes de la democracia como alivio, como
economía, como descentralización, como crédito, como vitalidad, como
congruencia, como prevención, como realismo, como vía pacifica y como
reanimación. “Por desgracia”, concluyó, luego de esta asombrosa farmacología,
“el voto oficial del domingo 7 de julio, el voto contra el voto, ha desalentado la
participación poniéndonos en el camino de un riesgo menos digno que el arrojo:
la inmovilidad”. (“El Voto contra el voto”)

El terremoto de septiembre reanimó las convicciones amplias de Krauze sobre


la necesidad de una reforma democrática: “Puertas adentro el Estado debe
limitarse, espacialmente a través de la descentralización y políticamente,
mediante la democracia” (“Revelación entre ruinas”, octubre de 1985). Pero el
reloj caliente de Chihuahua devolvió su preocupación democrática global al
tema de la necesidad de elecciones respetadas por el gobierno. Pasadas las
elecciones de Chihuahua, en entrevista concedida a Proceso, Krauze regresó a
su interlocutor básico: reconoció amablemente avances democratizadores en el
gobierno y recordó su zarandeada receta y la vigencia del as que desde 1983
había descubierto bajo la manga del presidente:

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El gobierno ha dado pasos ciertos en su democratización hacia adentro y en la


liberalización económica hacia afuera. El paso natural, congruente, que estoy
seguro quieren muchos hombres dentro del sistema, es la auténtica apertura
política. Por razones de madurez histórica, por razones de oportunidad, este es
el momento del cambio que podría provocar todos los otros cambios y hacer
posible la reconciliación nacional. Hoy, 7 de agosto (de 1986) el desgastado as
sigue en la manga. (Proceso, No. 510, 11 agosto 1986).

Hay muchas cosas agradecibles en este libro de Krauze. Su búsqueda de


caminos para México en las lecciones históricas del siglo XVIII inglés puede
parecer extravagante, pero es novedosa y refresca nuestras atribuladas
reiteraciones analíticas con una comparación incitante o, al menos, sorpresiva.
Su simplificación de los asuntos que atañen al desarrollo político de la sociedad
mexicana, puede parecer rudimentaria, pero tiene los dones de la claridad y la
convicción, en un momento político particularmente confuso. Su continua
referencia al gobierno y al presidente como instancias supremas del diálogo,
puede parecer contradictoria y hasta irónica en quien critica tan ferozmente a
estatólatras de uno y otro signo, pero no deja de ser una llana demostración de
sentido práctico y de realismo político en un medio intelectual que tiende a
refugiarse en construcciones abstractas sobre la revolución, la sociedad civil, el
pueblo o la conciencia ciudadana. Su tendencia a soltar opiniones tajantes, sin
la fundamentación que según él debe desplazar a las reacciones viscerales,
puede ser irritante e injusta, pero da a sus materiales la frescura de verdaderos
ensayos en los que vemos discurrir una forma de ver las cosas y de
relacionarlas libremente. Las rotundidades y giros de su estilo pueden recordar
los mecanismos de la prosa de Octavio Paz, pero atraen al lector y no
producen el peor de los modelos. Por último, como se ha sugerido al principio,
la desadjetivación de los temas de la democracia puede parecer epidérmica a
los maestros de las profundidades del cambio, pero en el México de aquí y
ahora recoge un impulso profundo de la sociedad y tiene una fuerza de realidad
en la que la epidermis resulta entraña.

LA HORA LIBERAL

Habría que agregar a estas dimensiones del libro una más, de orden histórico,
que lo recorre y lo sustenta. Me refiero a la militante convicción krauziana de
que hay una respuesta puntual a los problemas del presente y del futuro

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mexicanos en su pasado liberal. La propuesta tiene una doble vertiente. Quiere


recuperar ese venero democrático que nuestra costumbre corporativa ha
querido olvidar y hasta ha convertido en pieza museográfica del
conservadurismo nacional. Pero quiere también rebasar el legado estatista,
corporativo y autoritario de la revolución mexicana, que por una ironía de la
historia, diría Krauze, ha terminado siendo el lugar del anquilosamiento, la
inmovilidad y, precisamente, el conservadurismo tan temido. Lo que a Krauze le
interesa subrayar en la herencia liberal mexicana no son tanto sus conceptos
de igualdad y justicia -lo que Reyes Heroles llamó el “liberalismo social”- sino la
dimensión ético-política característica de la República Restaurada. Esos diez
años de mando juarista, luego de la derrota de la intervención y el imperio, son
para Krauze la utopía en la tierra al que nuestro futuro debe volver, el
verdadero y deseable recuerdo de nuestro porvenir.

Como se sabe -escribe Krauze- durante la breve etapa de 1867 a 1876 México
ensayó una vida política realmente democrática: división de poderes, plena
libertad de expresión y prensa, elecciones libres y limpias, magistrados
independientes […] Fue un momento irrepetido en la historia moderna y
contemporánea de México -con la fugaz excepción del maderismo. […] El
Porfiriato negó a la República Restaurada porque segó la vida política mediante
la represión, la domesticación de los poderes legislativo y judicial, el
centralismo, el acoso a la prensa, la doma de los intelectuales, el culto a la
personalidad, el sufragio inefectivo, la reelección, etc… Pero es el caso que, en
términos ético-políticos, la Revolución ha estado más cerca del Porfiriato que
de la República Restaurada. Las libertades básicas -tan básicas como el aire -
existen y resisten, pero nuestro progreso político, no hay duda, ha ido a la
zaga. Es verdad como afirmaba Reyes Heroles, que liberalismo y federalismo
son, o deberían ser, una entidad, igual que el centralismo y el conservadurismo.
Pero ¿no apuntan todas las evidencias […] a la naturaleza centralizadora y por
lo tanto conservadora de los regímenes de la Revolución? (“Jesús Reyes
Heroles: conservar para cambiar”, p. 173-4)

Este juego conceptual traduce la convicción profunda de Krauze sobre el


presente mexicano: “Conforme el siglo XX avanza hacia su fin, asiste a la
quiebra del Estado, no sólo por los extremos opresivos que ha alcanzado en

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nuestro tiempo, sino como proveedor de bienestar material y social. […] La


Revolución fue un hecho fundamental en la historia mexicana pero ya es un
hecho lejano. Tenemos que aprender a pensar por fuera de ella”. (p. 95)

Es esta una idea consanguínea de la oleada conservadora neoliberal que


recorre el mundo, con su fuerte carga antiestatista y desreguladora. Krauze ha
encontrado en una veta central de nuestra historia, la posibilidad de poner el
reloj mexicano a tiempo con la hora del neoliberalismo mundial, cuyas
campanadas suenan en muchas partes de la vida mexicana, empezando con
los programas de ajuste de la política económica gubernamental y terminando
con la insurgencia electoral de una ciudadanía anticorporativa, ajena o rebelde
a los sistemas de control tradicionales del establecimiento estatal y sus
agencias políticas, en particular el PRI.

He escrito en otra parte,(*) siguiendo una intuición ordenadora de Sergio


Zermeño, que en el interior de la larga transición histórica que vive nuestro
país, luchan dos lógicas: la nacional popular, adscrita en lo fundamental a las
tradiciones de la Revolución Mexicana, y la liberal-democrática, que emerge de
los procesos de modernización social, el auge de las ciudades y la
multiplicación de las clases medias de los últimos treinta años. El libro de
Krauze es el evangelio de la segunda lógica. De ahí su fuerza y su calurosa
recepción. Pero de ahí también su debilidad y sus límites, porque hay tanta
historia genuina acumulada en un lado como en el otro y no es posible optar
por uno de ellos sin mutilar la realidad y paralizarla. Uno puede desear
ardientemente para México el triunfo de la lógica liberal democrática, como lo
anhela Krauze, pero a cuenta de ose deseo no puede borrar, minusvaluar o
deformar la tradición opuesta, mucho más resistente y profunda, del México
corporativo.

* Nexos 100, abril de 1986.

Reconocer la complejidad simultánea de pasado y presente es el desafío.


Krauze puede apostar su corazón a la utopía terrenal que él reconoce en la
República Restaurada y buscar el regreso de la admirable fugacidad
democrática maderista, pero como historiador está obligado a completarle el
cuento a sus lectores y recordar que la República Restaurada terminó en la

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dictadura treintañera de Porfirio Díaz, mientras la ejemplar democracia


maderista terminó en el sangriento golpe de Estado que le costó la vida al
propio Madero.

Esos destinos terribles no le quitan pertinencia a la necesidad de liberalizar


nuestra erosionada vida institucional, pero ayudan a no pensar en ella como
una solución providencial, capaz de generar todos los cambios que el país
requiere. Coincido plenamente con Krauze, sin embargo, en la necesidad de un
reencuentro de México con su raíz liberal, ahogada en el mar de corporativismo
que ha dominado nuestro siglo XX. Reponer esa raíz no es quizá la solución a
todos los males de México, como quiere Krauze, pero es quizá la única
respuesta institucional convincente que puede darse al México moderno,
urbano, no corporativo. En todo caso, parece claro que la salida política
imaginativa para México no podrá darse excluyendo tradiciones, optando sin
reservas por la vía liberal democrática, como quiere Krauze, o refrendando, al
costo que sea, la preponderancia de la vía nacional-popular, como han querido
el gobierno y su partido en las elecciones de los últimos años. Hay demasiados
mexicanos en uno y otro lado de la cuerda y se requiere de un nuevo acuerdo
político nacional que los incluya a ambos.

FONDO Y FORMA

Un signo de la vitalidad de este libro es su continuo atrevimiento, su aire


provocador que invita a diferir y a polemizar casi página tras página. Quisiera
señalar aquí tres diferencias de fondo con sus planteamientos y apuntar al final
una serie de ejemplos sobre lo que me parecen deficiencias de forma y estilo
que terminan siendo, como se sabe, cuestiones de conocimiento.

La primera diferencia de fondo es de precedencia. Krauze postula que la


democracia sin adjetivos es el cambio que puede generar todos los cambios.
Pienso precisamente lo contrario: los cambios acumulados por la sociedad
mexicana son los que hacen necesario y hasta inaplazable el cambio particular
que Krauze demanda. La sociedad mexicana ha vivido en los últimos treinta
años cambios fundamentales -“subversiones silenciosas”, las llamaría el
historiador François Xavier Guerra- en su estructura social, demográfica y
económica. Siendo un país crecientemente urbano, ilustrado, tecnologizado en
lo económico y lo social, es un país arcaico en su ordenamiento político:

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democratizar el sistema político no es empezar a generar los cambios que la


modernización de México requiere, sino ponerse a la altura de los cambios que
esa modernización ya ha generado.

La segunda diferencia es metodológica o de cobertura. No creo que la


democracia sin adjetivos, tal como la define Krauze, agote el tema de la
democracia mexicana. La democracia sin adjetivos no incluye la
democratización del mundo corporativo o del mundo de la comunicación
electrónica, ni la democratización paralela de las oportunidades en la vida
económica y en la vida social. El universo de esta democracia inadjetivada sólo
incluye al gobierno, los partidos, la opinión pública y las elecciones. Incrédulo
del peso de las “vastas fuerzas impersonales” en la historia, Krauze ha dejado
fuera de su perspectiva los recursos del análisis social, la lectura de los
alineamientos y la organización política de estratos y clases sociales. Su
democracia sin adjetivos parece proponerse sobre una tabula rasa, que un acto
de la voluntad cupular puede transformar, y no sobre un complicado mapa de
intereses y contradicciones que imponen su propia lógica y gobiernan
anónimamente desde abajo. En ese universo a social no parece necesario, en
efecto, adjetivar la democracia, hablar de democracia económica, democracia
social o democracia sindical. Pero en el ámbito de la sociedad real esos
adjetivos están aludiendo a una sustancia: hablan de la distribución del ingreso,
de las oportunidades de educación, salud, alimentación, y de la organización
política Primaria de millones de mexicanos.

Mi tercera diferencia es de género. Como su nombre lo indica, Por una


democracia sin adjetivos es más un manifiesto que una revelación. Tiene el
vigor de la propuesta oportuna y atractiva más que la solidez del conocimiento
riguroso y fundamentado. Su tono dominante es el de una cruzada, busca tocar
el corazón político de sus lectores, convocarlos a la acción. Es, como el propio
Krauze lo anuncia en la primera linea, “un llamado al cambio”, más que un
llamado al conocimiento.

De esta condición imperativa nacen quizá algunas de las deficiencias formales


y estilísticas que me parecen la antípoda intelectual de la propuesta
democrática.

EL SON DEL CORAZÓN

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Algunos ejemplos ilustrarán lo que digo. Muy convincentemente, en el prólogo,


Krauze se pronuncia por el “civilizado ejercicio de una critica en la que la
imaginación, la fundamentación y la lógica desplacen a las reacciones
viscerales, dogmáticas, autocomplacientes”. “Nada menos habitual en nuestros
intelectuales”, agrega en otro pasaje, “que realizar encuestas de campo […]
para averiguar lo que la gente pide o es. Nada les repugna más que confrontar
sus emociones convertidas en teorías o sus ocurrencias transformadas en
doctrinas con los datos empíricos y las cifras de la realidad”.

Pero en vano buscará alguien encuestas, datos empíricos o cifras de la


realidad en este libro. Encontrará en cambio que su ensayo central arranca
hablando ex cátedra de los sentimientos de la nación:

El país abriga un agravio insatisfecho. Su origen es la irresponsabilidad con


que el gobierno dispuso de la enorme riqueza que pasó por sus manos entre
1977 y 1982. Sabe que fue una oportunidad …irrepetible. Presiente que con la
oportunidad se fue también, por un largo tiempo, la posibilidad de un progreso
sano (…) Su conciencia de la pérdida es más aguda porque entrevé que la
caída no era inevitable (…) Admite que errar es de humanos, pero no errar en
esas proporciones, etc.

¿En qué encuestas, con qué datos empíricos o cifras de la realidad pudo saber
Krauze lo que el país abriga, presiente, lamenta, entrevé o admite? No hay
encuestas, cifras o datos empíricos que sustenten los sentimientos del país tan
matizadamente registrados por Krauze. En realidad, ninguna encuesta por
minuciosa que fuera podría dar cuenta de ese territorio sentimental, entre otros
casos porque su origen no es otro que lo que justamente Krauze rechaza: las
propias “emociones convertidas en teoría”, las propias “ocurrencias
transformadas en doctrinas”. Pueden hallarse muchos ejemplos de estas
metamorfosis en Por una democracia sin adjetivos.

No corresponden a un descuido ocasional, sino a un tono que produce juicios


globales y desbordamientos estilísticos.

TODO Y NADA

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La relación de Krauze con la palabra todo y sus equivalentes -nada, nunca,


siempre, cualquier- es particularmente ilustrativa. Al final de una andanada
contra los banqueros privados, dice Krauze: “Usaron y abusaron de una
publicidad repugnante basada en una palabra repugnante: todo”. Sin embargo,
cuatro líneas arriba de ese mismo párrafo el mismo Krauze ha escrito: “Todo el
mundo sabe cómo estos barones apoyaban prioritariamente sus propios
negocios” (p. 36) Y en el prólogo ha dicho que “todos” los ensayos de su libro
“giran alrededor del cambio …que generaría todos los cambios: la democracia”
(p. 10). Y lo mismo para otros pasajes: “Todos sabemos que la salida de la
crisis no es inmediata” (p. 45) Sobre el PRI: “Seguramente es prematuro -y
ojalá nunca sea necesario recitarle (al PRI) el mejor poema de Manuel Acuña:
‘Ante un cadáver”‘ (p. 67). Con relación al terremoto: “Un acto de rigidez rebasó
a todos: la actitud del gobierno frente a la ayuda externa los días decisivos del
desastre” (p. 108). Item más: “Nadie ignora ya la necesidad de cambios
profundos en nuestra vida interna y nuestra actitud exterior” (p. 110). Otra: “La
crítica de los estatólatras se limita siempre a regañar al Estado por no crecer”
(p. 73). Una generalización inconcebible en un historiador: “Si en el futuro
alguien quiere conocer la vida de México y toma un ejemplar de cualquier
periódico actual, no entenderá nada.” (p. 71) Y la caricatura de la izquierda:

Siempre hay una sombra de violencia en la actitud de la izquierda. En sus


discursos nunca falta la palabra lucha; en sus desfiles, el puño cerrado; en sus
mitologías, la revolución. De allí que busquen a menudo la provocación, el
desquiciamiento: “Mientras peor, mejor”. No importa que sus actitudes puedan
despertar a los dinosaurios de la derecha, no importa que con el tono de sus
manifestaciones al zócalo se enajenen las simpatías de muchos posibles
votantes (p. 70).

LA IZQUIERDA INVISIBLE

Las calificaciones de Krauze para hablar de la izquierda no son las mejores: su


irritación en esa materia no parece compensada por el conocimiento. Hay
suficientes indicios en el libro de que su familiaridad con el marxismo es algo
menos que superficial, casi inexistente: llama acumulación primitiva al auge
petrolero de los años setentas en México y equipara a marxistas con
funcionalistas porque, según él, ambos igualan a México y Nigeria debido al
hecho de que las dos naciones tienen petróleo. Lo decisivo, sin embargo, es

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que hay en este libro de Krauze un desconocimiento cabal de los efectos que
han tenido la vida y las muertes de esa izquierda en el curso democratizador
del México contemporáneo.

Un libro dedicado a la promoción de la democracia mexicana debiera reconocer


que su camino está también sembrado de los movimientos y los muertos de la
izquierda. Detrás de la apertura democrática echeverrista de principios de los
setenta, están los ecos del 68 y Tlatelolco, y detrás de la reforma política de
1978, está la guerra secreta que México vivió en la sierra y en las ciudades,
como secuela enloquecida y trágica de la falta de cauces convincentes a la
participación política de las izquierdas. Acaso convenga recordar también que
casi dos años antes de que Krauze lanzara su cuarto a espadas por la
democracia del país, un partido de izquierda por lo menos, el Socialista
Unificado de México, había hecho toda su campaña presidencial, desde fines
de 1981, con la propuesta de la democratización de México.

Con estos y otros lunares, Por una democracia sin adjetivos sigue siendo un
libro atractivo y original que ha empezado a hacer su camino en la imaginación
política de México. Es una instancia bienvenida de discusión, reflexión y
polémica: un enriquecimiento sin adjetivos.
TRES CUENTOS
Paul Bowles

LAS RAZONES DE SI ABDALAH

Cada vez que su tribu salia victoriosa de una batalla contra otra tribu, Si
Abdalah el Hassoun se alegraba en lo más íntimo. Al mismo tiempo
consideraba este placer una bajeza, algo indigno de él. Por eso, para fortalecer
su santidad, se despidió de sus discípulos y se fue a vivir a Slâ, que queda
junto al mar.

No pasó mucho tiempo antes que los estudiantes de teología de su escuela


mandaran una comisión para implorar a Si Abdalah que volviera con ellos. Sin
responderles, el santo los llevó a las rocas a la orilla del mar.

íQué turbulenta está el agua! exclamó. Los estudiantes asintieron. Entonces Si


Abdalah llenó una jarra con el agua y la puso sobre una roca. Y sin embargo el
agua aquí dentro está quieta, dijo, señalando la jarra. ¿Por qué?

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Un estudiante respondió: Porque ha sido del lugar en que estaba.

Ahora ven por qué debo quedarme, dijo Si Abdalah.

EL MARTIRIO DE LA JOVEN HACHUEL

Hace siglo y medio, en una de las callecitas que serpentean por la Melah de
Fez, vivía una respetable pareja, Haim y Simha Hachuel. Hoy no se sabría
nada acerca de ellos, pero su hija Sol fue favorecida con una belleza
excepcional.

Como a las muchachas judías les estaba permitido andar por la calle con el
rostro descubierto, la belleza de Sol Hachuel no tardó en hacerse legendaria en
toda la ciudad.

Los jóvenes musulmanes subían de la Medina para pasear por la Melah, con la
esperanza de ver a Sol cuando iba a traer agua de alguna fuente.

Después de haberla visto una vez, Mohammed Zrhouni acudía cada día y
esperaba hasta que Sol apareciera, únicamente para mirarla. Después le habló,
y más tarde sugirió que se casaran.

Los padres de Sol rechazaron la idea rotundamente: el matrimonio suponían


que su hija abjurara del judaísmo.

Los Zrhouni se opusieron con igual fuerza: no querían una judía en la familia, y
con la mayoría de los musulmanes, creían que a la conversión de un judío al
Islam no podía ser considerada como auténtica.

Pero Mohammed no estaba dispuesto a desposarse con una musulmana, pues


esto implicaba que aceptara la opinión de las mujeres de su casa en cuanto a
la elegibilidad de la novia; para cuando le fuera posible verle la cara, ya estaría
casado con ella. Como las consideraciones de su familia se basarían por fuerza
en el precio de la novia, Mohammed creía que ninguna muchacha que ellas
escogieran seria igualable a la joya que él había descubierto en la Melah.

Por su parte, Sol estaba encantada con su pretendiente musulmán. Las


furiosas diatribas de sus padres no hacían más que aumentar la intensidad de
su obsesión. Igual que Mohammed, no veía por qué dejarse llevar por la

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opinión de sus mayores.

Ocurrió lo inevitable: Sol salió de la casa y no volvió. Mohammed la cubrió con


un kaik y bajó con ella a la Medina, cruzaron el puente del Keddane y entraron
en la casa de sus padres.

Mohammed vivía con su madre, sus tías y hermanas, pues su padre había
muerto un año atrás. Por respeto a él, las mujeres de la casa recibieron a la
novia, ya que no con entusiasmo, con corrección, y las bodas, con la explícita
conversión de la novia al Islam, se llevaron a cabo.

Su madre hizo ver a Mohammed en un aparte que por lo menos la novia no


había costado nada, y él comprendió que esta era la principal razón por la que
ella, aunque de mala gana, había aceptado a Sol como nuera.

Casi inmediatamente Sol advirtió que había cometido un error. Aunque conocía
bien las costumbres musulmanas, no había caído en la cuenta de que le estaría
prohibido salir nunca de la casa de los Zrhouni.

Cuando se quejo con Mohammed y le dijo que necesitaba salir a caminar al


aire libre, él le contestó que todo el mundo sabía que una mujer no sale más
que tres veces durante su vida: una, cuando nace y sale del vientre de su
madre; otra, cuando se desposa y sale de la casa de su padre; y otra cuando
muere y sale de este mundo. Le aconsejó que caminara en la azotea, como las
otras mujeres.

Las tías y hermanas, en vez de ir aceptando poco a poco a Sol como parte de
la familia, le hacían sentirse cada vez más como una intrusa. Murmuraban
entre ellas, y callaban cuando le veían acercarse.

Los meses pasaban. Sol pidió que la dejaran ir a ver a sus padres. Ellos no
podían visitarla, pues la casa se vería profanada con su presencia.

A Sol le parecía injusto que a las mujeres no se les permitiera entrar en la


mezquita; si tan sólo le hubiese sido posible ir con Mohammed a rezar, la vida
se le habría hecho más tolerable. Extrañaba las visitas semanales a la
sinagoga, donde se sentaba con su madre en el compartimiento de las
mujeres, y escuchaba la voz de su padre que cantaba abajo con los demás
hombres.
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La casa de Zrhouni se había convertido en una prisión, y resolvió escapar de


ella. Así, un día que logró adueñarse de la llave de la puerta exterior, se
envolvió en su haik y en silencio salió a la calle. Sin mirar a izquierda ni a
derecha, subió aprisa por el Talâa, llegó a la parte más alta, y se dirigió a la
Melah.

La felicidad en casa de los Hachuel duró un día. Enfurecido y humillado por el


abandono de su mujer, Mohammed había ido directamente a los ulema, y les
había contado la historia. Le escucharon, se juntaron a deliberar, y declararon a
Sol culpable de renegar del Islam.

A la tarde siguiente un grupo de mokhaznia llamaba a golpes la puerta de la


casa en la Melah, y en medio de chillidos y lamentaciones, prendieron a la
muchacha. La sacaron de la casa y la arrastraron por las calles de Fez Djedid,
seguidos de una gran multitud.

Al salir de Bab Segma la multitud se desplegó para formar un circulo. Dando de


gritos y forcejeando contra las cuerdas que la amarraban, Sol fue forzada a
arrodillarse en el polvo.

Un alto mokhazni desenvainó su alfanje, lo levantó en el aire, y la decapitó.

MENOS SUSTANCIA EN LOS DÍAS

Menos sustancia en los días que en las noches que los separan. Y en las calles
la gente murmuraba: ¿Dónde está?

Los murmullos llenaban el zoco al atardecer, mientras las mercancías eran


recogidas.

Prisionero. En Fez.

Abdeljbar.

Cejas enmarcadas, sonrisas al soslayo, gestos de mutua comprensión. Porque


cuando los rifeños quemaron un barco nazareno, el Sultán Abderrahman, con la
esperanza de aplacar a los dueños, había mandado soldados a Rif. Estos
fueron a ver a los caids y a los sheikhs, para ofrecerles reales de plata por los
nombres de los culpables.

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En el pueblo del Sheikh Abdeljbar vivía un joven llamado El Aroussi, admirado


de todos por la fuerza de su cuerpo y la belleza de sus rasgos Por alguna razón
desconocida, el Sheikh Adbeljbar detestaba al joven, y esto era el tema de
varias discusiones en el zoco. Era difícil encontrar la causa de su hostilidad.

Los que sentían una profunda antipatía por el Sheikh, decían que lo más
probable era que alguna vez El Aroussi hubiese rechazado las tentativas del
viejo por seducirlo. Otros creían que el Sheikh, que era hombre celoso, no
podía perdonar al joven por las muchas cualidades que Alah le había otorgado -
en particular aquellas cualidades que hacían que doncellas y mujeres
esperaran horas enteras detrás de los enrejados para verle pasar. La gente
admiraba a El Aroussi; no admiraban al Sheikh.

El Aroussi ignoraba lo del barco quemado, y esto el Sheikh lo sabía muy bien. Y
no obstante, dio el nombre del joven como uno de los culpables. El Aroussi fue
encadenado para ser conducido a una mazmorra en Fez.

Allá en el Rif la injusticia era el pan de cada día. Todo el pueblo sabia lo que
había ocurrido, y todos murmuraban. El Aroussi era un héroe. La gente estaba
segura de que escaparía.

El tiempo les dio la razón. Antes del año se oyeron rumores de que El Aroussi
estaba en Tánger. Probablemente esto no llegó a oídos de Sheikh Abdeljbar.
Encumbrado en sus torres en lo alto del pueblo, no hablaba más que con
hombres de importancia, como él.

El Sheikh era ambicioso. Quería casar a su hija Rahmana con el hijo del Pasha
de Slá.

Entre sus posesiones contaba un castillo en el Gharb, no lejos de Slá, adonde


pensaba llevar de visita a su familia.

Era verdad que el Aroussi había escapado de la prisión en Fez. Regresó a su


pueblo, donde fue bienvenido, y en la calle la gente se dolía con él por las
injusticias que había sufrido.

El escuchaba con impaciencia, y casi parecía que no les oía. Se habla vuelto
duro y taciturno. Estaba obligado a vengarse del Sheikh. No le quedaba otro
camino. Pero el Sheikh se había ido al Gharb.
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Una tarde, mientras cavilaba sentado en casa de su padre, El Aroussi concibió


la idea de cómo debía proceder. Sabía que le sería necesario ir y quedarse, tal
vez por varios meses, en los alrededores del castillo cerca de Slá, pero como
no tenia dinero, no veía la manera de sobrevivir durante el tiempo de la espera.
Sin embargo, ahora creía haber dado con la solución.

A la mañana siguiente fue a buscar a sus amigos y les hizo la pregunta:


¿Estaban dispuestos a acompañarle a vivir de bandidos en el bosque de
Mamora mientras esperaban el momento de atacar al Sheikh Abdeljbar?

Al final reclutó más de dos docenas de jóvenes, deseosos todos de ayudarle a


limpiar su honor.

En los meses durante los cuales el Sheikh Abdeljbar llegaba con frecuencia a
Slá, mientras los arreglos para el futuro casamiento se iban concertando, El
Aroussi y sus amigos llegaron a convertirse en la banda de asaltantes más
temida de la región. El temor que sembraron en el Gharb era comprensible,
pues les parecía menos arriesgado matar a sus victimas antes de robarles.

Por generaciones el bosque de Mamora había sido conocido como una región
infestada de bandidos. Los asaltantes caían sobre las caravanas que cometían
la imprudencia de pasar a distancia conveniente para ser atacadas desde el
bosque. Si el Sheikh Abdeljbar hubiera conversado con los campesinos que
trabajaban en su tierra, quizás habría podido identificar al jefe de la nueva
banda por las descripciones de su persona que corrían de boca en boca. Pero
el Sheikh estaba demasiado ocupado en Slá con los ajustes del precio de la
novia con el pasha, y los detalles de la fiesta de bodas con su futuro yerno, Sidi
Ali.

Y Rahmana descansaba entre cojines, saboreando bolitas de pasta de


almendra con miel y ajonjolí, mientras sus siervas le amasaban el cuerpo con
cremas y aceites.

Los invitados empezaron a llegar al castillo varios días antes de la boda. La


noche final el cortejo entero, guiado por los novios y alumbrado por antorchas,
cabalgó en procesión hacia Slá, donde a su llegada al día siguiente las
festividades serian continuadas en el palacio del pasha.

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El camino llevaba por campos de peñas y altos cactus. La luna daba gran
claridad, y un viento frío y cortante corría hacia el oeste. Había canciones,
acompañadas sólo con el ruido de cuatrocientos cascos.

Pasaban entre las paredes de una tortuosa garganta, cuando de pronto una
gran voz resonó por las rocas vecinas.

íHa huwa! íEl Aroussi!

Por un segundo hubo silencio, y luego el ruido de treinta rifles que desde lo alto
abrían fuego sobre la procesión.

En medio de la estampida que sobre cuerpos de hombres y caballos se


produjo, sólo el novio vio al jinete que apareció de detrás de un peñasco y
corrió hacia la pareja nupcial, para en el último instante levantar a Rahmana de
su silla y al galope perderse con ella en la noche.

El Sheikh Abdeljbar resultó ileso. El y su yerno siguieron a Slá y consultaron


con el pasha.

A los pocos días el Sultán envió soldados para ayudar al padre y al esposo a
deshacer su agravio. El Sheikh Abdeljbar y Sidi Ali habían jurado
solemnemente buscar a Rahmana hasta encontrarla.

En varias ocasiones, mientras cabalgaban con los soldados, entrevieron a los


bandidos momentos antes de que desaparecieran en las profundidades del
bosque. Hubo escaramuzas en las que ambas partes sufrieron bajas, pero el
jefe no era visto nunca entre sus secuaces.

Más de un año tardaron los soldados en cercar la parte más densa del bosque.
Los seguidores de El Aroussi que aún quedaban, advirtieron el peligro a tiempo
y lograron huir.

Las semanas corrían, y los soldados del Sultán iban cerrando el circulo
alrededor de la parte del bosque de donde estaban seguros que El Aroussi no
había escapado.

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Fueron los perros de Sidi Ali los que por fin dieron con su paradero. Lo hallaron
en una cueva junto a un arroyo, el cuerpo demacrado por el hambre, la cara
ojerosa y desfigurada.

Le ataron de pies y manos y lo llevaron a una de las tiendas del campamento,


donde lo tiraron en el suelo.

Sidi Ali se puso en cuclillas, sacó su daga; lentamente amputó los diez dedos
de los pies del cautivo, y uno por uno los fue arrojando a la cara de El Aroussi.

Cuando hubo terminado la tarea, se apartó a otra tienda, para discutir con el
Sheikh Abdeljbar la forma en que darían muerte al prisionero a la mañana
siguiente.

Estuvieron ahí la mitad de la noche, divirtiéndose mutuamente con sugerencias


que se iban haciendo cada vez más grotescas.

Cuando el Sheikh se levantó para retirarse a su propia tienda, estaba en favor


de cortar una línea horizontal alrededor de la cintura de El Aroussi, para luego
desollarlo, tirando de la piel hacia arriba hasta sacársela por la cabeza, y
finalmente ceñírsela al cuello y estrangularlo.

Esto no le parecía suficientemente severo a Sidi Ali, que creía que lo más
apropiado sería cortarle la nariz y las orejas y forzarle a engullirlas, luego abrirle
el estómago, sacarlas, y hacer que las tragara de nuevo, y así sucesivamente
mientras estuviera vivo.

El viejo reflexionó por un momento. Después le deseó una noche tranquila a su


yerno y le dijo que si Alah lo permitía continuarían la discusión al amanecer.

El diálogo no fue reanudado. Durante la negra hora antes del alba, el Sheikh se
despertó, helado por el ruido de una voz que gritaba: íHa huwa! íEl Aroussi!

El Sheikh se levantó de un salto y salió. El prisionero no estaba en su tienda.


Corrió a la tienda de Sidi Ali. El joven yacía muerto. Tenia una lanza enterrada
en el ojo.

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Mientras el Sheikh lo miraba, absorto y lleno de incredulidad, afuera hubo un


ruido de cascos. Se hizo más débil y dejó de oírse. El Aroussi había tomado el
potro del Sheikh para huir en él.

Por la mañana, después de lavar y sepultar a Sidi Ali (pues no podían cargar
con el cuerpo hasta Slá), el Sheikh y los soldados volvieron a entregarse a la
persecución.

Antes del mediodía hallaron el potro, que andando al paso les salió al
encuentro, la montura y las ijadas manchadas de sangre. El Sheikh se apeó y
corrió a montarlo, le dio vuelta y lo hizo regresar sobre sus pasos. El bosque
era espeso y era difícil avanzar, pero el animal parecía conocer el camino.

No tardaron en llegar a un pequeño claro donde una choza había sido


levantada. La puerta estaba abierta.

El Sheikh Abdeljbar se detuvo en la entrada, quería ver en el oscuro interior. El


Aroussi yacía de espaldas. Era evidente que estaba muerto.

Luego el Sheikh vio a la muchacha agazapada junto al cuerpo, mientras


besaba los muñones en los pies de El Aroussi, uno por uno. La llamó por su
nombre, temeroso ya de que no respondería.

Parecía no haber oído el grito de su padre. Cuando él le hizo levantarse para


abrazarla, ella le clavó los ojos y se apartó. Los soldados tuvieron que sujetarla
para hacerle salir de la choza y montar a caballo con su padre.

El Sheikh Abdeljbar llevó a Rahmana de vuelta al castillo de Mamora. Esperaba


que con el tiempo su hija desistiría de su constante clamar el nombre de El
Aroussi.

Un día que estaba ella en el jardín, vio una puerta abierta, y se apresuró a salir.
Lo que le ocurrió después es un misterio porque nadie volvió a verla. La gente
del campo aseguraba qué había regresado a buscar a El Aroussi en el bosque.
Se cantaba una canción acerca de ella:

Menos sustancia en los días que en las noches que los separan

Y Rahmana corre por el bosque, y las ramas prenden su cabello.

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De Points in time (1982)

Traducción de Rodrigo Rey Rosa

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