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Franco y el poder

Cómo el dictador de España consiguió serlo durante 40


años
By Juan de Juan

Algunos personajes oscuros, ignotos, podrían tener las claves de esta historia.
Por ejemplo, las personas que estaban en Zaragoza a principios de los treinta, en
los tiempos en que Francisco Franco dirigió la Academia Militar. Muy
especialmente, un zaragozano llamado Cecilio Gasca: el librero de Franco.
Estando Franco en Zaragoza y siendo Gasca su proveedor se produce al parecer,
casi bruscamente, un cambio en los gustos del ferrolano. Dejó de encargar libros
de táctica militar para encargar otros de política y economía. Desde entonces, el
interés de Franco por los grandes asuntos de gestión política no decayó.

El propio Franco, cuando en los años sesenta tuvo un accidente de caza que le
obligó a hacer rehabilitación, le confesaría a su médico que, más o menos por
aquellos años, le tocó administrar unos dineros que su mujer, Carmen Polo,
había aportado al himeneo, y que del contacto con un ignoto director de agencia
del Banco de Bilbao le había nacido el interés por los temas económicos.

Hay, pues, un momento impreciso en la vida de Franco, previo a las


convulsiones de la II República y por supuesto a la guerra civil; un momento en
el que Francisco Franco Bahamonde, un joven y exitoso militar africano, pensó
que, tal vez, su destino no era solamente marcar el paso. Todo es «quizá» y
especulación pues Franco, aparte unas notas bastante insulsas sobre su
adolescencia cadete y el guión de una película más bien ñoña, no dejó trazo
ninguno que se conozca sobre su vida y, sobre todo, sobre el asunto que centra
esta serie de posts: su carrera hacia el poder. Así las cosas, nunca sabremos, con
exactitud, cuál fue la primera noche en la vida de este militar en que, estando en
la cama justo antes de dormirse, miró al techo y se dijo: yo puedo hacer algo
grande.

El brillo militar de Franco está fuera de toda duda. Perteneciente a la casta de


los Africanos, es decir los militares fogueados y ascendidos en Marruecos, tenía
un indudable carisma militar que, sin embargo, a mi modo de ver no permite
aseverar que, en 1936, fuese un candidato claro para dirigir el golpe de Estado
contra la República que ya casi todo el mundo esperaba. En mi anterior serie he
esgrimido un argumento para esto, y es que Casares Quiroga, presidente del
Gobierno, no se preocupó demasiado de Franco durante las semanas anteriores
al golpe, lo cual es un signo de que no lo temía en exceso. Otro síntoma de lo que
digo es que, en esas mismas semanas, hubo un político, Indalecio Prieto, que
tuvo la clarividencia de avizorar, en el curso de un mitin en Cuenca, la
posibilidad de que Franco quisiera alzarse con el poder. Pero el hecho de que
Prieto dijese eso y que esas palabras fuesen ya en su día destacadas por la rareza
u originalidad del diagnóstico revelan que no era aquélla una convicción
ampliamente extendida.
Franco, pues, no era ni mucho menos un militar oscuro; era, de hecho, un
militar más conocido que la media; pero tampoco era el militar más destacado.
Mientras vivió Sanjurjo, esa calidad le estuvo reservada, aunque sólo fuese
porque Sanjurjo había ya intentado el golpe de Estado. Aguas adentro de la
Unión Militar Española y los conspiradores militares, obviamente , el general
Mola tenía mucha más importancia. En realidad, es probable que el ferrolano
estuviese donde quería estar.

Por cosas que hemos visto en la anterior serie del 36 podemos estimar que el
ferrolano nadó entre dos aguas hasta que la conspiración del 18 de julio estuvo
muy adelantada. Franco nunca fue ajeno a dicha conspiración; pero había una
diferencia importante entre él y otros militares de la misma, notablemente
Sanjurjo. El general Sanjurjo, en 1936, llevaba, entre cárceles y exilios, un
montón de meses apartado del mando en una institución, el ejército español,
que por mor de la evolución política y de la reforma azañista estaba cambiando
muy rápidamente. Por muchos confidentes que lo visitasen en Lisboa, Sanjurjo
no podía tener un conocimiento preciso de la situación del ejército en 1936.
Franco sí, porque hasta dos días antes del golpe de Estado, como quien dice,
había sido JEMAD con Gil Robles y, por lo tanto, su trabajo, diríase que su
obligación, era conocer bien las posibilidades de cada esquina de cada cuartel de
España. Claramente, Franco trató de jugar la baza de ese expertise cuando trató
de arrastrar a Portela Valladares a un cuartelazo de mayor o menor cuantía tras
las elecicones de febrero del 36; y seguía tratando de jugar ese papel de experto
tecnócrata castrense en su famosa carta a Casares Quiroga (además de
confundirle, como es al menos mi teoría, como ya expliqué en el
correspondiente post).

La primera gran ventaja de Franco en el entorno de una lucha por el poder entre
militares era, pues, su hondo conocimiento de las Fuerzas Armadas, que ha
hecho a muchos autores considerar, y yo estoy de acuerdo, que probablemente
fue el primer general conspirador que se dio cuenta de que el golpe de Estado
había salido mal, que por lo tanto el poder no se podría tomar en horas, y que la
guerra sería larga e, incluso, en sus primeras semanas no pintaba nada bien
para los alzados; y, lo que es más importante, adaptó sus actos a dicha
realidad. Hay que recordar, en este sentido, que las primeras semanas o meses
de la guerra se dan episodios como la relativa indisciplina de los italianos, que
llegan a España poco menos que a repetir el paseo de Abisinia; y son tiempos en
los que, además, ni Franco ni nadie podía prever que los republicanos iban a
usar tan mal como la usaron la potente maquinaria de fabricación bélica que
conservaron en sus manos, es decir Cataluña.

Ya lo he dicho en otros posts, pero lo repito aquí, porque creo que, antes de
comenzar el relato de unos hechos y el despliegue de algunas opiniones sobre
los mismos, lo justo es descubrirle al lector la tesis central a la que creo
conducen dichas descripciones. Mi opinión es que Franco no fue un buen
estadista, un buen político; pero sí fue extremadamente hábil. De una manera
innata, innata a los gallegos dirán los que no los conocen bien, y digo innata
porque no hay datos que nos permitan adivinar dónde la pudo adquirir, Franco
poseía la habilidad de manejar los tiempos. Por eso no se le ve en el curso del
golpe de Estado de Sanjurjo. Ni se le ve en primera línea de conspiración
durante el 36. En puridad, el único posible error de cálculo que comete Franco
(pero del que, como ya hemos visto, sacó su tajada), al menos hasta que la
senectud le hizo caer en muchos, es aceptar la jefatura de Estado Mayor del
gobierno radical-cedista, a las órdenes de José María Gil-Robles, que no sólo era
persona con la que nunca se llevó bien sino que, además, era un político de
alguna manera condenado a sufrir los vaivenes del poder, como de hecho le
ocurrió. Yo supongo, o creo, que Franco aceptó aquel puesto por disciplina y
también por necesidad, ya que las reformas militares de Azaña habían supuesto
un serio paso atrás en su carrera (el propio Azaña se hace eco en sus diarios del
cabreo de Franco por la nueva normativa de ascensos, que lo relegaba a la
segunda división B) y, por lo tanto, alguna pieza tenía que mover para alimentar
a su otra gran característica: la ambición. Porque Franco, a mi modo de ver, es
la convergencia entre una ambición sin límites y la habilidad de entender los
tiempos y de saber adelantar la mano y retraerla justo cuando es necesario.

La futura vida política de Franco recibe un espaldarazo en buena parte


inesperado el 16 de febrero de 1936, o más bien en las semanas que le siguen.
Escribí la anterior serie de posts porque sin ella es difícil de sustentar la idea
que ahora voy a expresar: lo mejor que le pudo pasar a Franco, o mejor dicho lo
mejor que le pudo pasar al grupo de conspiradores militares al que Franco no
estaba aun formalmente adherido a principios del 36, fue la deriva sectaria y
violenta en que se embarcaron los grupos políticos miembros del Frente Popular
y de convicciones tan sólo tibiamente democráticas. La primera línea del
testamento político de Franco, ése que escribiría algunas semanas antes de
fallecer en el 75, la escribieron, al alimón, Prieto, Largo, Díaz, Pasionaria, Nin,
Pestaña, Durruti, García Oliver et altera.

Por lógica parda, cuanto peor le va a un país, mejor le va al militar que quiere
instaurar en el mismo una dictadura castrense. Los golpes de Estado, ahí están
los dos del 34 (el revolucionario y el independentista catalán) para demostrarlo,
no necesariamente han de ser militares. Lo que pasó en 1936, sin embargo, fue
que las cosas transcurrieron de tal manera que, en realidad, ya sólo era
planteable que fuese el ejército el que dirigiese la rebelión. El Frente Popular, en
su inocencia dialéctica, permitió que la gran aspiración de media España, en el
verano del 36, fuera el regreso del orden. Y eso no es algo que se espere de
políticos que se sientan en las mismas Cortes que avalan el caos, sino de alguien
vestido de caqui.

En términos generales, el programa político de los conspiradores se basaba en la


reinstauración del orden, y en la creación de una especie de directorio militar
que, al mando de Sanjurjo, organizaría la elección de una especie de asamblea
constituyente, a la que las izquierdas obviamente no serían invitadas; quizá
pensaban los conspiradores en un órgano representativoblandi blub al estilo del
que se inventó Miguel Primo de Rivera. Siendo Sanjurjo, como era, un
convencido monárquico; y disponiendo el estamento militar de conspicuos
monárquicos como Kindelán, era de esperar que las presiones para el retorno
del rey fuesen muchas; pero eso tampoco garantizaba nada, ya que entre los
conspiradores también había hombres, como Queipo o Cabanellas, de
acendrado republicanismo. El propio Franco parece insinuar todo esto en su
primera proclama como alzado, dada en Tetuán el 17 de julio, en la que afirma
que «sabremos salvar [del ordenamiento jurídico republicano] cuanto sea
compatible con la paz interior de España y su anhelada grandeza».
Debe el lector, pues, retener una información importante: por mucho que todo
lo que pasara después le haga pensar lo contrario, el grupo de conspiradores del
36 estaba lejísimos de ser un grupo cohesionado, con escasa desviación típica
entre las ideologías de cada uno, y con un objetivo de futuro único para España.
Ni modo. Los militares que dieron el golpe de Estado del 36 soñaban, unos con
coger el reloj y atrasarlo cinco o seis años; otros con una dictadura militar
republicana; otros con un país nacionalcatólico; y los masones, probablemente,
con un interregno militar que habría de retrotraer el poder a los políticos
(aunque sólo a algunos) en algún momento. Eso, los militares. Porque entre los
civiles, se encontraba Falange, que quería construir un Estado
nacionalsindicalista; los requetés, con sus demandas tradicionalistas; la CEDA,
con su programa derechista de raíz católica; Renovación Española, supporter de
una solución monárquica tan sólo estéticamente constitucional; y los agrarios,
que por ser tan pocos podían ser considerados eso que en física se denomina un
rozamiento despreciable. Esta desunión, o si se quiere diferencia estratégica, es
la alimenta en el movimiento conspirador la necesidad del carisma y el culto a la
persona; porque cuando hay ideas diferentes, lo que hace falta para acumularlas
en un solo proyecto es un líder.

Dos cosas no salen como los alzados esperaban. En primer lugar, el first
strike del golpe de Estado se queda en pedete. Mola ya esperaba no mojar en
Madrid, pero nunca pensó que perdería Barcelona y Cataluña, y tenía altas
aspiraciones para Valencia. Aunque Sevilla, plaza que se daba por perdida, cayó
del lado conspirador (lo cual fue de gran importancia para el posterior avance
del ejército africano), la verdad es que el golpe, como tal, fue un fracaso. Y, como
decíamos, Franco es, probablemente, quien primero se da cuenta de ello.

La segunda cosa inesperada que le pasó a la conspiración fue la muerte de


Sanjurjo. Sinceramente, no creo que Franco se lo cargase. La muerte de Sanjurjo
cabe atribuirla a la casualidad, pero es cierto que, con su desaparición, Franco
se quitó de en medio un obstáculo. Luis Bolín, el periodista que alquiló
el Dragon Rapide, cuenta en sus memorias que, al salir de África, Franco le dio
un papel en el que le autorizaba a comprar armamento en nombre de la España
nacional. Al pasar por Lisboa, Bolín le enseñó el papel a Sanjurjo, el cual
escribió al pie: «Conforme. General Sanjurjo». Era una forma de afirmar una
autoridad que el general creía tener. Una forma de decirle a Franco: aquí mando
yo.

Sin embargo, no está claro que fuese cierto. De hecho, es más que probable que
para entonces, aún en los primeros lapos de la guerra, Franco ya estuviera
pensando en sí mismo como el Generalísimo que el ejército necesitaba. Existen
indicios de que hizo movimientos para ser imprescindible. Sorprende, sin ir más
lejos, la facilidad con que consiguió entrar en los despachos nazis y fascistas, tan
importantes y necesarios en los albores del conflicto.

Al iniciarse la guerra, se produce la primera gestión de Bolín que ya hemos


citado. Pero, en paralelo, en Canarias se requisa un avión alemán, en el cual, el
21 de julio, parten hacia Alemania un capitán español, Arranz, acompañado por
dos mediadores alemanes llamados Bernhardt y Langenheim. Al día siguiente,
Franco por su cuenta telegrafía a un amigo alemán, Genrel Kühlental,
pidiéndole aviones. Cuando Bolín aún estaba en Roma, los enviados por Franco
estaban ya en los pasillos de la ópera de Berlín, tratando con Hitler el envío de
los primeros aviones. Franco, gracias a esta rapidez de contacto, pudo comenzar
el traslado aéreo de tropas a la península el 29 de julio; pudo, por lo tanto,
convertir el avance del ejército africano en la primera buena noticia para los
conspiradores. Metió el primer gol, y metiéndolo dio el primer martillazo en el
clavo de su candidatura para ser el Guardiola de los nacionales.

El 25 de julio, un bando alzado sonado por los fracasos y en el que hay militares
para todos los gustos, incluso enfrentados, trata de buscar su cohesión
formando la llamada Junta de Defensa Nacional, cuya cuna todavía la mece la
mano de Mola, presidida por el general Cabanellas (para darle una pátina de
republicanismo ortodoxo) y en la que Franco no entrará hasta el mes de agosto,
cuando ya sea imposible para todo el mundo admitir su peso en la guerra.

Porque Franco todo lo que hace durante los meses de julio y agosto es
incrementar dicho peso. El general sube por la península a toda leche,
ampliando su primera cabeza de puente algecireña para llegarse a Granada, a
Córdoba, hasta comunicarse con las tropas del norte en las inmediaciones de
Arenas de San Pedro. Es un movimiento rapidísimo que, de un plumazo, aisla a
la España republicana de la salida portuguesa, procura a los conspiradores de
una espalda afecta que les será muy valiosa para aprovisionarse, y permite
coordinar los dos ejércitos (Mola y Franco) como una pinza que se cierne sobre
el centro de España, es decir Madrid.

Es en este entorno de lucha militar (vencer a la República) al tiempo que


política (desplazar a otros generales con estrategias políticas diferentes) en el
que hay que situar las muchas dudas expresadas durante décadas por
estrategas, entendidos y entendidoides sobre la decisión de Franco de desviar su
avance para liberar el Alcázar de Toledo (aquí, las ideas de Tiburcio sobre la
materia). Los críticos de la maniobra consideran que todo lo que consiguió fue
retrasar el avance sobre Madrid, con lo que se dio tiempo a la República a
recibir las Brigadas Internacionales, crear las brigadas mixtas y otra serie de
cosas con las cuales se apañó para frenar la toma de Madrid.

¿Cierto? En fin, yo pasé casi un año entero de mi vida atendiendo una pequeña
barra de cafés en el pasillo de la Escuela Mayor del Ejército, en la Castellana de
Madrid. Allí los coroneles que se estaban sacando su diploma de Estado Mayor
pasaran el recreo acodados contra la barra, comentando lo aprendido en clase,
que no pocas veces eran cuestiones de táctica militar. Pero debo reconocer que
no me aprovechó demasiado; si aquellos militares hubieran discutido en chino,
no les habría entendido menos. Debo confesar, sin ir más lejos, que, por no
entender, ni siquiera entiendo por qué una brigada combate mejor si es de
jamón y queso.

No soy, por lo tanto, quien pueda decir que tiene base para poder juzgar esta
polémica. Lo único claro, para mí, son elementos extramilitares.
Fundamentalmente, el hecho de que el Alcázar era bastante más que un objetivo
militar, y eso Franco lo tenía que saber. El mundo entero hablaba del Alcázar
porque la gente en todas partes se pirra por las historias de gentes sitiadas y
llevadas al extremo de la extenuación y el heroísmo. Cuando Hitler animó, años
después, al general Von Paulus a no rendirse en Stalingrado, le dijo en un
telegrama que la ciudad debía ser el Alcázar de la Alemania nazi.

Franco liberó Toledo porque sabía que tendría un importante beneficio en


forma de peso específico en el bando nacional. También los republicanos
valoraban enormemente todo lo que rodeaba a aquella ciudad; sabemos por el
diplomático chileno Aurelio Núñez Morgado que, cuando se planteó la
posibilidad de que el cuerpo diplomático negociase con Moscardó una
rendición, la operación hubo de esperar a que pudiese ir Largo Caballero, que se
presentó allí con su prensa afecta para que le hicieran la foto para la posteridad
que luego no llegó por la tozudez del jefe de la guarnición toledana.

Retrasase o imposibilitase la toma de Madrid o no, Franco obtuvo con el Alcázar


la victoria de imagen que necesitaba. La ofensiva sobre Madrid se empantanó y
se hizo más evidente la convicción de que la guerra sería larga y que el ejército
nacional necesitaba un Jefe. No se trata sólo de que, tras la no-toma de Madrid,
los militares tomasen conciencia de que lo que hasta entonces había sido un
golpe de Estado iba a convertirse en la guerra civil (esta convicción, por cierto,
la tenían también, para entonces, los asesores soviéticos del ejército
republicano, los cuales, en sus cartas a Moscú, se desgañitaban escupiendo
sapos y culebras contra la desorganización miliciana y el
incoherente antimilitarismo bélico de los anarquistas). Se trata, también, de
que, una vez que el éxito no llegó con la facilidad esperada, en la retaguardia los
culos comenzaron a moverse. Las desconfianzas mutuas entre falangistas y
requetés, muchas y profundas, se reeditaron.

En la carrera por el poder, lo primero que necesita Franco es ser un primus


inter pares. Éste, por lo tanto, será su primer paso. De momento, lo que
tenemos es un periodo conspirador que hace las veces de Q1, en el que Franco
no consigue la pole position; probablemente, tampoco la pretendía. El primer
puesto es para Sanjurjo-Vettel, con la mala suerte para él de que conduce tan
flipao que, en la primera curva de la carrera, se esnafrará contra la valla. El
puesto que le queda a Franco en la carrera por el poder, además, le obliga a salir
por la zona sucia del circuito: teóricamente, Sevilla no se iba a ganar, así pues el
avance del ejército africano se preveía difícil. A Franco, sin embargo, Queipo de
Llano (el hombre que, dicen, se refería al futuro Caudillo en privado
llamándolo Paca la Culona) le hace un favor monumental ganando Sevilla
tocando a Vivaldi con un pito y un tambor. El general, con su conducción al
límite, hace el resto echando mano de sus amistades teutonas. Tras la primera
curva en la que se produce el accidente de Sanjurjo, ya se acerca al grupo de los
elegidos. En la segunda tomará el Alcázar y ganará aún más puestos.

Ahora nos toca contar, o más bien adivinar, cómo, increíblemente, Franco se las
ingenió para convencer a sus contrincantes de que se apartasen y le dejasen
adelantar.

Desde el primer mensaje que Francisco Franco dirige como alzado, a su llegada
a Marruecos desde Canarias, se dirige a todos los españoles. Por lo tanto, el
general asume, desde el primer momento de su aventura golpista, una
dimensión nacional para sí mismo. Que se da ínfulas de estadista lo demuestra
el hecho de que condecore al Gran Visir de Marruecos con la Laureada de San
Fernando. Por lo demás, la rapidez con que el capitán Arranz llega a Hitler sólo
puede deberse a unos buenos contactos con un personaje de gran importancia
en el ejército alemán en ese momento, el almirante Canaris; lo cual sugiere que,
como insinuaba en mi post anterior, Franco ya había tenido contactos
anteriores. Gracias a esta fulminante ayuda alemana, que se instrumenta
mediante elementos a toda luz y otros no tan vistosos, es como Franco, a pesar
del relativo fracaso del golpe de Estado en la marina, consigue transportar
tropas a la península, que es algo fundamental para llevar a cabo sus planes.

Como decíamos en el anterior post, en las primeras semanas lo que cada vez
tiene más pinta de ser una guerra larga evoluciona radicalmente. Sanjurjo
fallece, el golpe de Estado, como tal, fracasa, y se forma la Junta de Defensa
Nacional al mando teórico de Cabanellas y práctico de Mola. Franco se ha
quedado atrás pero, sin embargo, conforme el general adquiere información de
cómo ha ido la cosa, qué ha ido bien y qué ha ido mal, se da cuenta de que tiene
en la mano la maquinaria militar más eficaz de las que han quedado bajo
control golpista. Por eso se da tanta prisa en cruzar la península. En parte es
sincero esfuerzo por ayudar en la rebelión (sobre todo ayudar a Queipo quien,
sin los legionarios de Franco, podría perder Sevilla a manos de su cinturón rojo,
o de los republicanos que presionan desde las zonas mineras de Huelva), en
parte es interés personal. Si logra llevar a cabo sus planes, que son avanzar a
toda prisa para entrar en contacto con el ejército del Norte aislando a la
República de la frontera portuguesa, aun no estando en la JDN nadie podrá
negarle el puesto preeminente que como estratega cree merecer.

Franco entra el 3 de agosto en la Junta de Defensa Nacional, pero sigue


despertando, probablemente, bastantes recelos entre sus conmilitones. La Junta
de Defensa Nacional son, en esos momentos, dos cosas.

La primera. A principios de agosto del 36, la convicción la tienen los


republicanos de que van a sofocar el golpe de Estado con dos de pipas. No hay
más que leer testimonios de testigos que estuvieron en la Málaga roja antes de
ser tomada por los nacionales, que nos dicen que una parte del fracaso
republicano se debió a lo mentalmente relajadas que estaban las tropas,
convencidas de que no estaban en lo absoluto en peligro. Por eso, la primera
cosa que es la JDN es un instrumento para poner a todos los generales en el
mismo cubo de fregar, corresponsabilizarlos y, consecuentemente, convencerlos
de que no tratasen de resolver su futuro por su cuenta. Ya se sabe que en los
golpes de Estado que no salen bien hay muchas posibilidades de que alguien
decida salvar su culo vendiendo los demás; y no olvidemos que en el bando
alzado hay militares de convicciones en ese momento tan leves como Agustín
Muñoz Grandes.

La segunda cosa que es el ejército golpista es un popurrí de ideas distintas.


Conforme se desarrolla el mes de agosto, como probablemente sabía Franco y
algún otro fino estratega del bando rebelde (yo diría Yagüe, y probablemente
Mola), se hace patente que el ejército nacionalista es un compendio de fuerzas
muy diversas y, sobre todo, que su lucha es un compendio de frentes también
diversos, con sus necesidades y su demanda de coordinación. Porque quienes
estaban en el bando azul eran militares, no cometieron el error de la República
de crear un ejército de taifas en el que, además de disparar desde la trinchera al
enemigo, había que dar codazos a los compañeros de los lados para hacerse
sitio. Los militares no cometen ese error porque han aprendido en la Academia
(en buena parte, la enseñanza militar se basa en eso) que es mucho mejor que
uno se equivoque que que acierten cincuenta. Por lo tanto, alborea septiembre y
ya es bastante evidente entre los jefes alzados que hay que nombrar a un jefe de
los ejércitos, cuando menos para la conducción de la guerra.

¿Cómo consiguió Franco ser nombrado? A mi modo de ver, hay varias claves
para explicar esto. En primer lugar, y es un elemento importantísimo, Franco
contaba con la admiración de Mola. Ya en 1933, éste escribía páginas
hondamente laudatorias sobre aquél y, una vez surgida la guerra, el coordinador
de la conspiración se convenció pronto de que, si alguien podía ser
elcommander in chief, ése era Franco. Eso sí, la historiografía franquista olvida
con elegancia que, durante aquellos quince días centrales de septiembre durante
los cuales se coció todo esto, Mola dejó bien claro a todo el que le quiso escuchar
que era especialmente importante que no se le cediese a Franco la jefatura del
Estado. Probablemente, Mola, sin ser un republicano, sí tenía la convicción de
que, una vez triunfado el golpe de Estado, habría que crear un Directorio militar
y que incluso éste tendría que apartarse después de un tiempo. Es lógico que lo
pensara, pues había sido alto funcionario (director general de Seguridad) en la
dictadura de Primo de Rivera, así pues conocía de primera mano lo que ocurre
cuando un jefe militar pretende perpetuarse en la jefatura civil.

Es muy difícil que Franco no conociese lo suficiente a Cabanellas como para


saber que rechazaría el nombramiento. Lógico. Un general de su perfil se sabía
inhabilitado para presidir un Estado Mayor mayoritariamente monárquico.

Y aquí está el quid de la cuestión. Yagüe, Orgaz y, sobre todo, el aviador


Kindelán, todos ellos picas clavadas en el Flandes de la España nacional por
Alfonso XIII, se convirtieron, en esos días, en defensores de la candidatura de
Franco. Cualquiera que haya leído un poco sobre la segunda mitad del siglo XX
en España, todos los años de la difícil relación entre Juan de Borbón y el propio
Franco, sabe que los monárquicos, en materia de apoyos políticos, no actúan
según su albedrío, sino obedeciendo instrucciones. Franco, pues, igual que se las
ingenió para conseguir llegar a Hitler, llegó a Alfonso XIII, probablemente le
convenció de que era un monárquico de toda la vida (cosa que no era, sin que
ello quisiera decir que fuese republicano) y, también probablemente, lo acojonó
con la posibilidad, remota pero no implanteable, de que fuese un general de
ideas republicanas el que resultase elevado a los cielos generalísimos.

Para Alfonso XIII era entonces probablemente obvio que él no volvería a reinar
en España; pero lo de sus descendientes ya era harina de otro costal, y había
personas en la Junta que, de acceder al poder omnímodo de un generalísmo,
podrían enviar a la familia Borbón definitivamente al paro. Franco, sin
embargo, es al menos mi opinión, se las ingenió para aparecer ante Alfonso XIII
como el candidato ideal, y consiguió que el Borbón moviese a sus terminales en
apoyo del ferrolano. De hecho, si imaginamos la posibilidad de que Franco le
prometiese al ex rey que algún día su familia volvería a reinar en España, es lo
cierto que no le mintió.
Aquellas dos semanas de septiembre del 36 albergan la negociación
probablemente más compleja de toda la guerra, ambos bandos incluidos. La
complejidad de las negociaciones la conocemos sólo a medias, pero bien
podemos estimarla a partir del resultado final, que es el nombramiento
definitivo de Franco como Generalísimo de los ejércitos, que se produce
mediante un comunicado que, bien leído, es un prodigio de equilibrio.

El decreto, bien conocido, dice lo siguiente:

«Artículo 1. En cumplimiento del acuerdo adoptado por la Junta de Defensa


Nacional, se nombra jefe del Gobierno del Estado español al excelentísimo
señor, general de división, don Francisco Franco Bahamonde, quien asumirá
todos los poderes del nuevo Estado.

Artículo 2. Se le nombra, asimismo, generalísimo de las fuerzas nacionales de


Tierra, Mar y Aire, y se le confiere el cargo de general en jefe de los Ejércitos
de operaciones.

Artículo 3. Dicha proclamación será revestida de forma solemne, ante


presentación adecuada de todos los elementos nacionales que integran este
movimiento liberador, y de ella se hará la oportuna comunicación a los
gobiernos extranjeros.

Artículo 4. En el breve lapso que transcurra entre la transmisión de poderes, la


Junta de Defensa Nacional seguirá asumiento cuantos actualmente ejerce.

Artículo 5. Quedan derogadas y sin vigor cuantas disposiciones se apongan a


este Decreto.

Dado en Burgos, a veintinueve de septiembre de mil novecientos treinta y seis.


Firma: Miguel Cabanellas».

Cabanellas firmó el decreto, pero éste es probable obra de la pluma de Yanguas


Messía, un político entonces ya avezado que había sido ministro de Primo de
Rivera y formaba parte delentourage monárquico. Es, a todas luces, un texto
escrito muchas veces y muchas veces enmendado pues, de alguna forma, si se
lee con atención, se verá que, en el fondo, dice una cosa y la contraria. El
decreto, de hecho, es un tal prodigio de ineficacia jurídica, que no puede ser
debido a la pluma de un experto jurista como Yanguas sin mediar pies forzados.

¿Por qué digo que dice, de alguna manera, una cosa y la contraria? Pues porque,
por un lado, otorga a Franco la jefatura de Gobierno del Estado; al decir eso
también adquiere importancia lo que no dice. Porque no dice que a Franco se le
otorgue la jefatura del Estado. En términos actuales: se le nombra Zapatero,
pero no Borbón. Y, ¿quién es el Borbón de esta película? Nadie. Éste es otro
punto de equilibrio del documento, que se refiere a España como «el Estado
español», expresión que provocará media sonrisa a muchos que están
acostumbrados a ver esta expresión en boca de los nacionalismos
independentistas. Es evidente que ninguno de los generales de la Junta estaba
pensando en presentarse a las municipales en las listas de Bildu. Si usaron esta
expresión es porque no podían usar otra. Si hubieran apostado por la
monarquía, por la república, por cualquier fórmula, el documento no habría
visto la luz.

El decreto, pues, se pliega a los temores de Mola poniéndole un límite a Franco:


mandará como gobernante, pero no como estadista. Pero Franco, a su vez, gana,
y gana, de cara al futuro, mucho más. Gana que el decreto no apueste por una
forma de Estado, que es su posición porque él va de apoyar a los monárquicos,
que no pueden aspirar a que, en ese punto procesal, los alzados apoyen el
regreso de la monarquía. Gana en que se le permita asumir todos los poderes del
Estado. Gana que, a pesar de que asumir los poderes del Estado viene a suponer
asumir la dirección de la defensa nacional y, consecuentemente, la dirección de
la guerra, dicho mando le sea concedido en un artículo específico, distinto del
primero, con lo que consigue que el texto admita tácitamente que una cosa es el
gobierno y otra la dirección de la guerra, ambas concedidas a su persona. Por
lo tanto, Franco, con este decreto, supera, tácitamente, la limitación para la cual
la norma fue creada, que era establecer que el mando especial de Franco era el
propio de un dictador, esto es debería extinguirse terminada su causa, es decir
la guerra.

Más aún. El decreto nos dice que hasta que Franco asuma sus poderes la Junta
de Defensa Nacional asumirá los que ejerce hasta el momento; redactado que,
de alguna manera, borra de la faz del problema la posibilidad de que la Junta
pudiera seguir existiendo como una especie de instancia de supramando sobre
Franco (o sea, ostentando la jefatura del Estado que está por encima del jefe del
gobierno y del general jefe de las tropas). En suma, por lo tanto, el decreto tan
sólo insinúa que hay un poder por encima de Franco (la jefatura del Estado),
pero deja esa silla vacante, tan vacante que, en puridad, ni la cita. Y la única
institución que podría ocuparla es disuelta de facto.

Todo provisional. Todo para ganar la guerra. Pero, merced a las maniobras
monárquicas, redactado en unos términos tan difusos, tan etéreos, que deje
claramente el portillo abierto para la vuelta de la monarquía.

O, piensa un gallego mientras cena sus dos ciruelas, para la perpetuación del
mando.

Franco, no lo olvidemos, hizo todo lo que pudo para que éste fuese el resultado
final. ¿Nos hará creer el caudillo que el gesto de Yagüe en Cáceres el 27 de
septiembre, proclamando a Franco jefe del Estado por su cuenta, fue un
calentón del que él no tuvo noticia? Dato de gran importancia, por cierto: la
novedad que utilizó Yagüe para dar ese paso fue la liberación del Alcázar; lo que
hace pensar, una vez más, que el gesto de proceder a dicha liberación no fue
gratuito.

Algunos autores, como Thomas, incluso hablan que el decreto original no tenía
exactamente la redacción conocida por la Historia; que algo pasó entre la
entrega del borrador y su llegada a la imprenta del BOE; y que Nicolás Franco
no fue ajeno a esas vicisitudes.

Franco, por lo tanto, adelantó a todos sus rivales aprovechando para ello las
conveniencias de una escudería, la escudería Borbón, que creyó manipularlo
para conseguir sus objetivos, pero resultó finalmente manipulada por este
general maniobrero que, como ya he dicho, manejaba magistralmente los
tiempos.

Nombrado jefe de gobierno, todo lo que tenía que hacer Franco era correr, coger
ventaja. Un año después, cuando el 28 de septiembre de 1937 se instaure
oficialmente la Fiesta del Caudillo, el BOE dirá que dicha fiesta se hará para
conmemorar «la proclamación del general Franco comojefe del Estado». Para
entonces, en efecto, el trile será ya completo.

Entre el día en que Franco fue nombrado jefe del gobierno y el día que se
conmemora la fecha anterior como de nombramiento como jefe del Estado
medias dos cosas. Una son los éxitos militares de Franco. La otra es su segundo
pacto de hierro. Pues el ejército no fue el único puntal del franquismo.

Y en este punto, amigo Sancho, con la Iglesia hemos topado.

El segundo paso de Franco, tras conseguir el apoyo del ejército (que siempre fue
la institución fundamental de su régimen) es la Iglesia. Hay que reconocer que,
en este punto, lo tuvo fácil. En primer lugar, si sobre la forma de Estado podía
haber sensibilidades distintas entre los alzados, en lo tocante al proyecto de
identificar el nuevo Estado surgido del golpe del 36 con el catolicismo
conservador no había duda. Una dictadura duradera se basa en el apoyo de una
institución fuerte, como el ejército, unido a una oferta que pueda seducir a capas
sociales amplias. Y ese proyecto fue la recuperación de la esencia católica de
España.

Cinco años antes, Manuel Azaña había proclamado en el Congreso que España
había dejado de ser católica. Fue un error conceptual, propio, no ya de la
personalidad individual de Azaña, como de la personalidad colectiva del
republicanismo burgués de izquierdas; los Álvaro de Albornoz, Claudio Sánchez
Albornoz, Martínez Barrio, Gordón Ordax, etc., que, sintiéndose herederos del
progresismo librepensador decimonónico, el mismo que en La Regenta lucha
contra los poderes de Fermín de Pas, tenían mucha prisa por certificar dicho
cambio. Fue, sin embargo, un error de cálculo gravísimo. Si hoy seguimos
viendo por España al concejal de Izquierda Unida del pueblo salir en Semana
Santa portando al Cristo de turno, imaginemos en el 31. Para que un país deje
de ser católico hace falta mucho más que un contertulio del Ateneo subiéndose a
la tribuna parlamentaria para proclamarlo.

Aquellos republicanos, además, eran reos de su convicción de que las cosas


naturalmente buenas se imponen por la esencia de su bondad. Puesto que
España debía abandonar su naturaleza confesional, ese cambio se operaría
como por decreto. Es difícil imaginar un análisis más levitado a metros del
suelo. Las señales fueron muchas de que la sociedad española se negaba a ese
cambio tan rápido, pero no supieron verlas. Además, la República, en términos
generales, y sobre todo después del famoso affaire del cardenal Segura, tendió a
despreciar a los obispos como entes políticos. Y la cosa tiene su lógica, porque
cuando uno oye hablar a un obispo, son muchas las tentaciones de concebirlo
como un tipo que vive en el siglo pasado y se pasa el día rezando y cantando
loas, es decir un tipo cuya eficacia ante la sociedad es nula. Lejos de ello, sin
embargo, la Iglesia ha sido, es y será un elemento de influencia social de
primerísimo orden.

Franco era católico, apostólico y romano, aunque eso no lo destacase


especialmente frente a la jerarquía católica. Si pudiésemos viajar en el tiempo
hasta la primavera del 36, tomásemos a un creyente y la preguntásemos cuáles
eran sus principales adalides, es posible que nos declamase una lista encabezada
por Ángel Herrera Oria, seguida por José María Gil Robles, luego el propio
cardenal Segura o algún otro prelado, después Calvo Sotelo...; y es más que
probable que nuestro interlocutor ni se acordase del general Francisco Franco
Bahamonde.

Sin embargo, el hecho de ser nombrado Generalísmo hizo que la jerarquía


comenzase a interesarse por el ferrolano, puesto que dicho nombramiento trajo
aparejada la imagen ante la curia de que él era el hombre que iba a devolverle a
la Iglesia sus derechos. No olvidemos, a este respecto, que la República, en un
absurdo mantenella y no enmendalla, no sólo había practicado durante sus
años demócratas una política sectaria anticatólica; no sólo había permitido que
el 36 se convirtiese en una enorme feria de teas encendidas por toda España que
alguna vez fueron templos; sino que, una vez estallada la guerra civil, y en lugar
de reflexionar un poquito y darse cuenta de que si el catolicismo había llevado a
aquel enfrentamiento, más le interesaba estar cerca que lejos de él, la República,
digo, profundizó aún más su error persiguiendo a los religiosos como si fuesen
peligrosos boinas verdes y prohibiendo de facto el culto católico en su territorio,
como acertadamente denunciaría el vasco Aguirre en su famoso informe al
gobierno de la República, mediada y ya prácticamente perdida la guerra. La
República, arrastrada por la revolución y por la decisión de apoyarse en las
milicias populares y los poderes partidario-sindicales, se pasaría tres años
enteros tratando de convencer al mundo de que en la España republicana se
podía ser católico, obviamente sin conseguirlo porque, por decirlo mal y pronto,
ello no era verdad.

Para Franco, aprovechar este espacio fue fácil, aunque no exactamente un paseo
militar. Por ejemplo, en abril de 1937 se enfrentó al hecho de que dos de sus
aliados estaban el uno frente al otro. En dicha fecha, el Papa publicó una
encíclica que contenía graves críticas y acusaciones contra el régimen nazi, que
estaba llegando ya a un punto jodido con la iglesia germana. En la España
nacional, el documento fue silenciado, hasta el punto de que, a pesar de que el
cardenal Gomá hizo llegar una traducción a todos los obispos, sólo monseñor
Fidel García, titular de la diócesis de Calahorra, la publicó. La España nacional
no calagurritana, por lo tanto, se quedó sin saber que al Papa no le molaba el
bigotes que estaba enviando aviones para ayudar a los buenos a ganar la guerra.
Franco le dijo al embajador alemán Von Faupel que no se preocupase; que los
privilegios que históricamente había ostentado la monarquía española en
cuestiones espirituales los seguía teniendo él (se ignora con qué legitimidad,
puesto que Franco, que se sepa, no era hijo de Alfonso XIII, mucho menos el
primero de la línea de sucesión, que hubiera sido la única manera de reclamar
dichos derechos).
Pero esto es una anécdota. El verdadero centro de la cuestión de la Iglesia y el
franquismo es la carta pastoral de los obispos españoles a los prelados del
mundo, carta que se interpretó, a pesar de no carecer de párrafos de florentina
redacción como corresponde siempre a la diplomacia purpurada, como un
apoyo sin ambages a la cruzada nacionalista.

Aproximadamente por abril, si hemos de creer lo que el cardenal Isidro Gomá le


comunica a sus mesnadas obispales (hay quien lo adelanta al 22 de febrero),
Franco le sugiere la posibilidad de que los obispos españoles hagan una toma de
posición pública en favor de los alzados, a lo que el cardenal está de acuerdo,
antes y después de consultar a la curia española. El 10 de abril, quizá por
casualidad, se declara obligatorio el culto a la Virgen en todas las escuelas de la
zona nacional y se instituye que «todos los días del año, a la entrada y salida de
la escuela, saludarán los niños como lo hacían nuestros mayores, con la
salutación “Ave María Purísima”; contestando el maestro: ”Sin pecado
concebida”». Esta norma, como es bien sabido, ha caído hoy en desuso porque
los estudiantes llevan los cascos puestos, así pues a la entrada y salida del aula
no oyen al maestro (ni a la Virgen).

La mano, o más bien el cerebro, de Franco, se advierte claramente en la


descripción de la función de esta carta colectiva que hace Gomá al remitirla a los
obispos. Dice el cardenal que la función de esta carta es contrarrestar
informaciones tendenciosas aparecidas en el extranjero, incluso en medios
católicos añade, y que han creado una «atmósfera adversa» contra los golpistas.
Es evidente que la imagen exterior de lo que ya llama Gomá movimiento
nacional no es cosa que preocupe demasiado a los prelados; es a Franco a quien
le preocupa, y es él quien quiere solucionarlo.

El 1 de julio de 1937, casi un año después del golpe de Estado, el documento


queda firmado. Únicamente se quedan fuera monseñor Vidal i Barraquer,
obispo de Tarragona y el gran valedor que tendrá la República en la curia
eclesiástica (a pesar de que, contra lo que muchas veces se ha escrito, Vidal no
era prorrepublicano ni harto de vino, como bien demuestran sus actos antes de
la guerra); y monseñor Mateo Múgica, el obispo de Vitoria que es una de esas
tristes figuras históricas que, en aquel tiempo guerrero, recibió de los dos lados.
Por lo que se refiere al primero de todos los ministros de Dios en la Tierra, el
Papa, adoptó una postura indiferente y distante, dejando la publicación de la
carta al tacto y buen juicio del cardenal Gomá.

Muchos autores destacan el hecho de que las negociaciones con el episcopado


vienen a coincidir en el tiempo con el paso a zona nacional del cuñado de
Franco, Ramón Serrano Súñer. Si no recuerdo mal, de hecho, es el mismo 22 de
febrero cuando se presenta en zona nacional. No es una tesis nada descaminada,
en mi opinión. Serrano se había baqueteado en la derecha republicana
parlamentaria, así pues conocía, por un lado, la enorme importancia sociológica
de todo lo que oliese a cera; y, por otro, era consciente de que su cuñado le
exigía que inventase algo para soltar lastre por el flanco de la mala imagen
internacional del franquismo.

A mi modo de ver, hay otro objetivo en esta carta, además de lavar la imagen
internacional del franquismo o, más bien, justificar sus actos: meterle presión al
Vaticano. El Papa, como probablemente era su obligación, jugaba la baza de la
paz negociada, lo que ponía al bando alzado en constante peligro de que la
República, un día, dejase de hacer estupideces y prestase oídos a esas ofertas,
porque, en ese caso, el bando rebelde no podría negarse a sentarse en una
negociación patrocinada por el Padre Santo. Es cierto que las posibilidades de
que la República se sacudiese la mugre comunista y anarquista eran cada media
hora más remotas; pero un acuerdo de ese tipo, con el Vaticano de muñidor,
bien pudo alcanzarse en Cataluña, donde Companys negoció por su cuenta
(detallito del que el nacionalismo catalán no quiere ni oír hablar); y, sobre todo,
en el País Vasco (ídem de ídem con el PNV).

Franco, en 1937, desde el momento en que ve factible romper el frente del


Norte, se da cuenta de que puede ganar la guerra. Desde la primavera del 37,
más o menos, Franco es ese ligón de discoteca que comienza a ver grietas en la
frialdad de la titi que se quiere ligar; ya sabe que es sólo cuestión de tiempo. En
mi opinión, no más tarde de junio del 37, Franco ya no quiere ni oír hablar de
pactar nada. Ha llegado hasta ahí desarrollando un proyecto de poder personal
que ha quemado etapas muy complicadas, y no lo va detener ahora porque al
puñetero Papa se le meta entre ceja y ceja aquello que decía Erasmo de que la
más justa de las guerras es más injusta que la más injusta de las paces. Ésta es,
pues, la otra intención de la carta pastoral: poner al Vaticano ante el fait
accompli de que sus obispos españoles también quieren ganar, y sólo eso. De
hecho, Franco establece las relaciones entre Iglesia y embrión de Estado del
movimiento a través del cardenal Gomá, nombrado representante oficioso de la
Iglesia católica ante dicho Estado el 19 de diciembre de 1936; cargo provisional
que, sin embargo, dura nada menos que hasta los inicios de 1938, cuando
monseñor Cicognani presentó sus credenciales como nuncio vaticano en
España. Está claro que Franco no quiere concebir las relaciones con la Iglesia
mediante un diálogo bilateral con Roma, sino con su iglesia nacional, que es, y
seguirá siendo, mucho más proclive a sus planteamientos. La relación con el
Vaticano fue siempre más fría; Franco y el Papa tardan, tras el final de la guerra,
más de 4.000 días en pactar un nuevo concordato.

La circular de julio del 37 viene a coincidir, más o menos en el tiempo, con la


generalización del uso de la palabra Cruzada para designar el movimiento
nacional; término que, al parecer, fue acuñado por un sacerdote, el padre
Menéndez-Reigado, a finales del 36. Pero, por ejemplo, el Vaticano nunca utilizó
este término. Y los obispos, en la famosa carta, también evitan la palabrita, y
llegan a afirmar que «la Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó».

Los obispos hicieron sudar a Franco (tardaron cuatro meses en firmar la


puñetera carta) y alguno de ellos acabaría teniendo sus más y sus menos con el
caudillo. Es lo que le pasó, por ejemplo, al célebre y polémico cardenal Segura,
que en la primera visita de Franco a Sevilla se ausentó de la ciudad y que luego
le negó la entrada en la iglesia bajo palio que el caudillo permitió para sí mismo,
puesto que era lo que era por la gracia de Dios. Según Pemán, estando Franco
alojado en el Alcázar sevillano en días de feria, se negó a permitir que ningún
sacerdote de su diócesis fuese a celebrar misa privada para el general y su
familia, debiéndose buscar un sacerdote extradiocesano para hacerlo.
Es una especie de constante histórica que a Franco las visitas a Sevilla se le
torciesen con cierta facilidad. Décadas después un gobernador civil de
tendencias monárquicas, Hermenegildo Altozano, le montaría una especie de
celada durante una visita oficial a la capital hispalense, que incluyó una visita a
unos barrios periféricos muy afectados por una catástrofe reciente, visita que
tuvo unos visos tan amargos que, al parecer, hizo exclamar a Franco: «¡Y
todavía me aplauden!» En todo caso, siendo Sevilla el coto cerrado del general
Queipo de Llano durante mucho tiempo, y teniendo en cuenta que el general
cuñado de Alcalá-Zamora no sentía precisamente admiración por Franco, es
normal que la ciudad de las buganvillas y el albero (esto es lo que es al menos
para mí) no le fuese muy propicia.

Pero, sin ningún lugar a dudas, hicieron lo que hicieron, es decir redactar y
firmar la famosa carta al mundo sobre lo cabrona que era la República y lo
bueno que era Franco, sabiendo muy bien lo que hacían, y plenamente
conscientes de que la Historia los acabaría juzgando como parte del golpe de
Estado. A cambio, Franco pagó, y pagó con tres monedas.

La primera moneda fue el sistema educativo. La conservación de la potestad de


ejercer la educación fue la gran reivindicación de la Iglesia en tiempos de la
República, y la negación de dicha potestad el gran deseo de las izquierdas
republicanas, que llegaron a decir en sede parlamentaria, como ya hemos
escrito, que la educación religiosa prostituía a los niños. Para la Iglesia, poder
realizar labores educativas es fundamental porque la educación es la mejor
garantía que puede tener de que la mies va a seguir brotando en sus campos; y
es obvio que lo que una iglesia necesita son fieles. Pasada la guerra, Franco
construiría una red de educación pública (confesional, en todo caso), pero no
tocó las prerrogativas de la Iglesia católica en esa materia.

La segunda moneda fue la moral pública. Aquí, no obstante, los intereses eran
más convergentes entre ambas partes; porque si la Iglesia tenía interés es
monopolizar la vida social, de constuir un país en el que, aún en los años
sesenta, un alcalde prohibía a las mujeres del municipio sacar la basura por la
noche sin llevar medias, también es cierto que a Franco esa milonga le venía de
perlas para borrar la República y sus tiempos de la faz de la Tierra, como quería.
Ciertamente, la Iglesia, puesto que es una institución proselitista, siempre
propende, y propenderá, a que las sociedades asuman su código moral y de
conducta; como digo, es un comportamiento normal en alguien que está
convencido de que lo que él propugna es necesario para subir al cielo en loor de
santidad y lograr la vida eterna, convencimiento que está en la base de la eterna
tensión entre laicismo y confesionalismo. Así pues, era en interés de los obispos
que el nuevo Estado surgido de la victoria de la guerra civil asumiese los valores
católicos e interviniese en todos los ámbitos de dicha vida pública. Los más
viejos del lugar recordarán los tiempos en los que las listas de películas en
exhibición en los cines locales venían acompañadas de un numerito que era
adjudicado, si no recuerdo mal, por la Asociación de Padres Católicos o similar:
1 y 2 eran para menores, 3 para mayores, 3R mayores con reparos, y 4 venía a
decir que la película no era recomendable y no debía ser visionada.

Saco a pasear la anécdota porque es muy reveladora del approach franquista a


la cuestión de religión y moral. Hizo, desde luego, la moral católica la moral
social oficial; pero no por ello impidió que los productos, o algunos productos,
digamos extramorales, estuviesen a disposición del personal. Las pelis 4 no
eran recomendables; pero se proyectaban e, incluso, no fueron pocos los casos
de distribuidores avispados que solicitaron que una calificacion 3R se
convirtiese en 4: venía más gente. Existía, eso sí, la censura. Pero, en mi
opinión, la censura, sobre todo si la estudiamos como un fenómeno dinámico
(pues va cambiando en el tiempo) se preocupa cada vez más por lo político.

El franquismo, como Shrek y las cebollas, tenía sus capas. Y sabía que no todas
eran católicas, apostólicas y romanas, aunque lo que nunca permitió fue que una
sola de ellas fuese anticatólica. Un famoso intelectual falangista dicen que
jugaba, en los años cincuenta, al juego de la mesa-camilla: cinco o seis amigos se
reunían alrededor de una mesa-camilla para jugar a las cartas. Bajo la mesa se
situaba una profesional del amor, protegida por los faldones de la mesa, y una
vez allí escogía una entrepierna al azar y se la trabajaba, mientras, arriba, los
contertulios jugaban a no mover un músculo que denotase que estaban siendo
bombeados. Muy conocido es también el episodio de la Cuesta de las Perdices,
que hace décadas, además de una gasolinera, tenía bastantes locales donde se
manipulaban otro tipo de mangueras, y donde media cúpula militar fue pillada
con la batuta en la mano.

Y aquí tenemos la tercera moneda con que Franco pagó el favor de la carta
pastoral y el apoyo de la Iglesia: les entregó la España política oficial, lo cual
viene a querer decir que les entregó la Falange.

El resto de las formaciones políticas del franquismo no ofrecían problema de


identificación eclesial. El tradicionalismo, por definición, era ultracatólico. Las
derechas de la República también lo eran. Falange, en cambio, ya era otra
historia. No se trata de que fuese un partido anticatólico, porque, al fin y al cabo,
la raíz fascista del falangismo, tan joseantoniana como ledesmaniana, lo llevaba
a defender los valores inmanentes de la España Imperial, entre los cuales se
contaba su esencia católica.

José Antonio, de hecho, era un devoto católico; aunque no se le conocen


amistades demasiado estrechas con miembros de la curia. La religión no era
elemento principal de su praxis; al menos por lo que yo he podido leer, las
acciones del falangismo en el 36 se dividen entre actos de terrorismo político,
puras y simples represalias por agresiones anteriores de las izquierdas, y
muchas, muchas acciones relacionadas con conflictos laborales en los que los
obreros afiliados al sindicato falangista solían cobrar algún que otro cañete. Con
tantas iglesias que se quemaron, no se ve a muchos falangistas defendiéndolas.

La Falange que salió de la guerra, sin embargo, se indentificó hondamente con


los valores católicos. No sin problemas. Tengo leído el relato de un congreso
falangista en El Escorial, en 1942, que al parecer terminó en un follón de mil
demonios, en el que algunos gritaban: «¡Quieren convertirnos en un partido de
curas y monjas!» Eran gritos preclaros.

Franco colocó en Falange peones importantes para esta labor, el principal del
cual fue, en mi opinión, el sacerdote navarro Fermín Yzurdiaga. El padre
Yzurdiaga es el padre (valga la redundancia) de buena parte de la teórica
falanjo-católica que muchos llaman nacionalcatolicismo, que viene a ser lo
mismo aunque no es igual. Cuando uno se lee los manuales educativos del buen
falangista de los años cuarenta y de los cincuenta, aprecia, creo yo que con
bastante nitidez, el viraje. De hecho, el empuje de la Iglesia en Falange es el
principal factor que explica, en mi opinión, que, a lo largo del franquismo, y ya
llegaremos a esto, el falangismo conformado como lobby de poder dentro del
franquismo abandonase su trinchera partidaria para refugiarse en la sindical,
donde los velones y los palios llegaban con más dificultad.

No le faltaron al franquismo otros puntales eclesiales en la política, como fray


Justo Pérez de Urbel, hombre no exento de habilidades intelectuales y estilo al
escribir, que le sirvió a Franco para conservar en las Cortes franquistas la llama
votiva del nacionalcatolicismo de siempre. Lo escribo con mucho miedo, como
en el mus, porque no lo recuerdo bien; pero juraría que fray Justo, de hecho, fue
el único procurador en Cortes que votó en contra de alguna proposición
fundamental de la evolución del franquismo. Pudo ser la designación del
Borbón como sucesor, o tal vez la reforma política. Si algún día lo encuentro en
mis fichas, lo aclararé.

Aunque aún faltan unos cuantos párrafos para que lleguemos a ese punto
temporal, debo decir que, en este análisis del pago franquista a la Iglesia a
cambio de su apoyo NO cabe incluir la etapa de mando del Opus Dei en los
gobiernos franquistas. A mi modo de ver, la identificacióin de la tecnocracia
franquista con el Opus es un error, porque lo que hicieron aquellos hombres lo
hicieron por tecnócratas, no por miembros del Opus. No fue aquélla, pues, una
movida montada por la Iglesia; de hecho, para cuando el Opus mandaba en
España, la Iglesia católica ya estaba en buena medida de canto con el
franquismo e, incluso, el Concordato era invocado para impedir el
procesamiento de sacerdotes por connivencia con ETA.

Puede que algunos obispos, en todo caso, pensaran, al firmar la famosa pastoral,
que no estaban apoyando a Franco estrictamente hablando, y se fiaran para ello
en los términos polisémicos en que está redactada la carta; porque la pastoral
colectiva es un documento del que mucha gente habla, pero poca gente ha leído.
Si lo hubieran hecho, sabrían que los obispos dicen en el texto que, en su
opinión, el movimiento nacional no ha surgido para fundar un Estado autócrata,
sino «para que resurja el espíritu nacional con la pujanza y libertad cristiana de
los viejos tiempos».

Lo que le pasó a los curas, sin embargo, es que estas palabras, que podrían
entenderse como un apoyo a ciertas soluciones no, o no totalmente, dictatoriales
carecían de sentido cuando la carta fue finalmente publicada. Entre medias,
Franco había dado el tercer paso: la unificación política.

La información factual sobre el conflicto generado por la unificación política que


convirtió el golpismo contra la República en franquismo ya ha sido contada
aquí. Es lo que habitualmente se conoce como los sucesos de Salamanca. No
obstante, la historia de los sucesos de Salamanca es una historia que, en
realidad, concierne a Falange. En esta serie, sin embargo, de lo que hablamos es
de Franco. No es exactamente lo mismo. De momento, a este blog le queda por
contar cómo vivió Franco aquel proceso y, lo que es más importante, por qué lo
impulsó. Y para explicar esto hay que romper un mito que muchos quienes
saben algo de esa época tienen por cierto, y es que el conflicto de la primavera
del 37 en Salamanca es un conflicto sólo falangista.

En realidad, el conflicto del 37 en zona nacional es, más que nada, un conflicto
franquista o, si se prefiere, el conflicto que da carta de naturaleza al franquismo.
Ya hemos visto a Franco ganarse la prevalencia militar primero y el apoyo
decidido de la Iglesia después. Sin embargo, políticamente hablando, a finales
del 36 Franco tiene muchas incertidumbres por delante. Es cierto que consiguió
que el ejército nacional no cometiese el error de la República de crear
semiejércitos partidarios, así pues bien pronto todos los militantes de las
formaciones afectas que estaban movilizados fueron adscritos a la estricta
disciplina militar; en las unidades nacionalistas mandaron desde el primer día
coroneles y generales, y a nadie se le permitió la veleidad de pretender ser
falangista, tradicionalista, monárquico o mediopensionista, antes que soldado.
Sin embargo, Franco, como ya hemos visto, ha sido nombrado generalísimo, a
ojos de muchos, de forma provisional y estrictamente ligada a la guerra. Pero el
general, y esto es evidente por detalles como la toma del Alcázar, ha puesto en
marcha su olfato político, y ya piensa en convertirse en la cabeza del nuevo
Estado que habrá de surgir de la victoria de la guerra.

En todo caso, Franco no es tonto y sabe que, monte el momio político que
monte, tendrá que oler a Falange. La escena de Llano Amarillo, todo aquello de
Camaradas Arriba Falange Española, deja claro que José Antonio, sus ideas y
sus gentes son un activo fundamental del bando golpista. Pero José Antonio ha
muerto en el paredón y, en los inicios del 37, Falange es un patio de Monipodio
que los historiadores se han puesto bastante de acuerdo en explicar de una
forma sencilla y geográfica: por un lado, la Falange andaluza y madrileña,
liderada por Sancho Dávila fundamentalmente y de tendencias estratégicamente
franquistas; y, por otro, la falange del norte, solidificada alrededor del Jefe
Nacional provisional del partido, el cántabro Manuel Hedilla Larrey, hombre de
tan escaso liderazgo como largas ambiciones; con la Falange de enmedio, sobre
todo la pucelana y el nombre de Antonio Girón de Velasco, haciendo de teórica
bisagra.

Hedilla acepta el mando de Falange, esto es obvio, por sustituir a José Antonio
hasta que vuelva; es el suyo un gesto altruísta que, además, encuentra su razón
de ser en que, visto el resultado delfirst strike del golpe del 36, la Falange más
de mando, notablemente la madrileña, ha quedado descojonada, por lo que no
puede aportar líderes. Pero cuando muere José Antonio, Hedilla se adapta a la
situación muy rápidamente, para lo cual es además aconsejado (detrás de todo
Zapatero siempre hay un José Blanco; y el de Hedilla, el catalán Serrallach, es
un tipo muy ambicioso, al que sus contactos en la embajada alemana impulsan a
serlo aún más).

En el invierno del 36-37, Hedilla despliega lo que puede considerarse una


estrategia política para colocar a Falange (y a sí mismo como jefe nacional) en el
lugar que cree le corresponde en el nuevo Estado en potencia. De esos tiempos
son los papeles que con los años los falangistas de primera hora fueron
publicando en sus libros, en los que se diseñaba una okupación del Estado por el
partido, al estilo fascista, extendiendo los tentáculos azules a cualquier ámbito
de la vida nacional.

Hay que decir que a Hedilla, por mucho que le mueva la ambición unida a los
intentos del embajador Von Faupel para crear un contrapoder al franquismo
(los líderes desleídos siempre son más fáciles de controlar), tiene muchas
razones para hacer eso. Como lúgubremente apostó Gil Robles en la sesión de la
comisión permanente de las Cortes tras el asesinato de Calvo Sotelo, Falange es,
para entonces, la principal elección de la España golpista. No creo que haya
muchas dudas de que, si en zona nacional se hubiesen producido unas
elecciones libres en cualquier momento entre, digamos, mayo del 36 y el día que
Hitler se suicidó en Berlín, Falange las habría ganado de calle. Hemos de
recordar que el propio Franco tardó la friolera de 17 años tras el final de la
guerra en pronunciar un discurso de alto calado sin citar a la persona de José
Antonio Primo de Rivera.

En ese momento procesal en que el hedillismo cree nacer, Franco se deja querer.
Apoya de una forma más o menos tácita los esfuerzos de Hedilla, aunque
matizándolos desde el primer momento con el pie forzado de la unificación, que
probablemente Hedilla aún piensa, en ese momento, que se producirá bajo su
mando (o, si hemos de creer al Hedilla valetudinario que impulsa la publicación
de sus confesiones al final de su vida, bajo el mando de un falangista distinto de
él, como Raimundo Fernández Cuesta por ejemplo). El también falangista
Felipe Ximénez de Sandoval le contó a la historiadora Sheelagh Elwood que en
fecha tan temprana como finales del 36, Franco y Hedilla le encargaron un
dictamen jurídico sobre la unificación de Falange y tradicionalistas, que eran
para entonces las fuerzas políticas con presencia real en la zona nacional.

Este buen rollito hedillo-franquista, con sus ecos de una unificación en la que el
cántabro va a pillar cacho, hace saltar todas las alarmas en Sevilla, donde
Sancho Dávila decide reaccionar y actuar por su cuenta. ¿Cómo? Fácil:
entregando a Franco la cabeza de una Falange sometida, unificada bajo su
mando (de Franco), en bandeja de plata. Es Sancho Dávila quien, a mi modo de
ver, pone la primera viga maestra del franquismo, entendido éste como
movimiento político y no bélico-militar. A partir de sus movimientos, estar a
bien con Franco se convierte en la mejor moneda para medrar en el nuevo
régimen, que es justo lo que el general quiere.

Entre enero y febrero de 1937 se produce una carrera entre camisas azules para
llegar primero a un acuerdo con el carlismo; carrera que se estrellará donde se
estrellaron las pacientes negociaciones de Emilio Mola antes del golpe del 36.
Sancho Dávila comienza sus contactos con el conde de Rodezno casi en los
mismos días en que Hedilla envía a otro falangista andaluz, Pedro Gamero del
Castillo, de viaje a Lisboa con el mismo objetivo. Gamero y su acompañante,
José Luis Escario, se encontrarán sin embargo en Mérida con Sancho Dávila,
quien les acompañará a Lisboa de carabina.

En Lisboa, como digo, las negociaciones descarrilan por lo de siempre.


Lógicamente, el carlismo no sólo quiere el regreso de la monarquía, sino que
ésta llegue en la forma de un regente carlista. A lo cual los falangistas se niegan,
aceptando únicamente, y creo yo que como mal menor, una monarquía
alfonsina. Ésta es la segunda pilastra del franquismo: la designación de Franco
como generalísimo con el apoyo monárquico deja cerrada la vía de que España,
tras la guerra, siga siendo una República, sólo que conservadora e incluso
orgánica. Así las cosas, sólo quedan dos salidas: o la vuelta a la monarquía
(constitucional, a la griega, vaya usted a saber...) o una dictadura personal. La
actitud, sobre todo, del irredento Fal Conde, hará tan difícil la primera de estas
dos alternativas, que la segunda caerá casi como fruta madura.

Hedilla, cada vez más nervioso con los avances de los falangistas sureños, decide
mover pieza por su parte. En marzo, en Villarreal de Álava, se entrevista
personalmente con José María Lamamié de Clairac y José María Arauz de
Robles, ambos conspicuos tradicionalistas. El 12 de abril, la reunión es en San
Sebastián con José María de Areilza; es decir, con los monárquicos alfonsinos.
Claramente, el jefe nacional de Falange trata de cerrar el contrato antes de que
otros compren.

Ese mismo día de abril, sin embargo, también ha comenzado a mover ficha el
habitualmente cauto general Franco. Probablemente informado puntualmente
de las gestiones de Dávila, es ya totalmente consciente de que la unificación no
va a ser cosa fácil, por las resistencias de los carlistas, y porque Hedilla, cada
vez, estorba más. Así pues, en tal día se reúne en Salamanca con José Martínez
Berasain, el conde de Rodezno y el conde de la Florida. El importante es el de
enmedio porque Rodezno, al contrario que sus correligionarios más
ultramontanos, no está por la regencia carlista, así pues es más proclive a
soluciones de compromiso.

En algún momento entre ese día 12 y el 15, Hedilla es informado de estos


movimientos, y decide dar el golpe de mano partidario: el 15 convoca, con
carácter de urgencia, al Consejo Nacional de Falange, el día 25 en Burgos.

Se convoca este Consejo para resolver de forma permanente el liderazgo de


Falange; repito, de Falange, no del partido unificado. Por lo tanto, es obvio que
Hedilla no tiene toda la información; que el equipo médico habitual (los Franco,
Francisco y Nicolás; Ramón Serrano Súñer, y algún otro) le están mareando la
perdiz. Porque para entonces, si queremos que los hechos cuadren, tenemos que
admitir que Franco ya ha decidido unificar Falange y tradicionalistas bajo su
mando político. Pero eso es algo que Hedilla, o bien no sabe y por eso cree que
todavía puede ser jefe de Falange; o bien sabe, y entonces la convocatoria es un
órdago a la grande contra el general.

Esta convocatoria de Consejo Nacional, como ya se ha contado, es la que dispara


los llamados sucesos de Salamanca, esto es la intentona de un cuatriunvirato de
falangistas, formado por Dávila, Agustín Aznar, Rafael Garcerán y Jesús Muro,
de cesar a Hedilla, respondida por éste con el gesto de enviar a cuatro
camaradas a cargarse a Sancho Dávila en su cama; intentona que termina con la
muerte de Manuel Alonso Goya y del guardaespaldas Manuel Peral.

El domingo 18, una vez recuperado el control de la Jefatura Nacional que habían
tomado los conspiradores, Hedilla preside el Consejo Nacional que lo elige jefe;
pero esto ocurre, lejos de lo que él había imaginado, en un clima enrarecido.
Probablemente, Hedilla pensaba que sería nombrado jefe en un ambiente de
asunción indiscutida de ese liderazgo y negociaciones avanzadas para fagocitar
otros movimientos políticos del bando nacional. La realidad es muy otra: el
liderazgo es aceptado en medio de grandes polémicas, con la mitad de Falange
en desacuerdo y, para colmo, las negociaciones con otras fuerzas políticas, otros
las tienen más avanzadas que él.

Tan avanzadas que es en la noche de ese domingo 18 cuando Franco da una


alocución radiada en la que anuncia la unificación de Falange y tradicionalistas
bajo la marca blanca dictatorial Falange Española Tradicionalista y de las
Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas. Bajo su mando. El martes 20 de
abril, el BOE publica el decreto 255 que entierra toda posibilidad de
independencia política de Falange, y vincula para siempre, les guste o no a los
falangistas de primera, mediana y última hora, su destino al de Franco.

Los falangistas, vivos y muertos, siempre han defendido, de una u otra manera,
que todo lo que movió a Franco a esos movimientos, sus maniobras orquestales
en la oscuridad realizadas personalmente o teledirigiendo a Dávila, fue Falange
y su intento de acaparar el poder político del nuevo Estado. Pero no es verdad.
En realidad, la unificación es hija de más cosas, incluso más importantes. Sobre
todo, lo que yo llamo la conspiración de las tres C.

La imaginería historiográfica al uso quiere ver en el bando de Franco a unas


fuerzas internacionales, italianos y alemanes, totalmente entregadas a los
deseos y necesidades del bajito general ferrolano. Claro que la imaginería
también dice que Dios le araba los campos a San Isidro, y no por eso hay que
creérselo. La Historia de las relaciones entre Franco y sus proveedores está, en
parte, aún por escribir; quizá no se escriba nunca. Que Hitler no tenía especial
predilección por Franco es bastante claro (de hecho, el general que le gustaba
era Muñoz Grandes, por razones obvias); que Mussolini sólo era amigo de sí
mismo, también. El italiano, además, nunca ocultó que su fórmula para España
era la que él tenía en Italia, esto es una monarquía de chichinabo que delegaba
los poderes efectivos en la persona de un líder con los coglioni bien puestos.
Otra característica de Mussolini que no hay que olvidar para decodificar estas
notas es que el papel que había elegido para sí mismo en la Europa de los años
treinta era el de Gran Mediador; así le veremos, por ejemplo, en el conflicto de
los sudetes. El Beni sabía bien que Italia no era Alemania, que su rearme no era
el de la Reichswehr, así pues no podía jugar el papel de Hitler. Por ello, su
intención era engatusar, sobre todo al Foreign Office, con sus inacabables
capacidades para negociar con partes ultraenfrentadas y, como histórica Rita
Irasema, lanzar perfume sobre Europa.

Lo cual a Francisco Franco Bahamonde, generalísimo de los ejércitos, futuro


caudillo de España, Luz de Occidente y Espada de Trento, le ponía de los
nervios.

Ya he dicho en un post anterior que uno de los grandes temores de Franco en al


menos los primeros 20 meses de guerra es que sus aliados lleguen a algún tipo
de entente con Francia e Inglaterra. El general sabía que la guerra española era
sólo una de las fichas del parchís geopolítico al que jugaban Berlín y Roma, y
que se podían dar muchas situaciones en las que les interesase dejársela comer
o, cuando menos, forzar un acuerdo. Nada de esto le servía a Franco, que ya
había decidido ser dictador de España, y no podría haberlo sido en una España
pasticheada entre el falangismo moderado y las izquierdas no revolucionarias.

Por lo demás, en 1937 Franco tiene pocos éxitos que exhibir. Lo de Madrid se ha
empantanado y del Jarama o Guadalajara, mejor no hablar. En una decisión
estratégicamente lógica, Franco decide derivar esfuerzos para tomar el norte,
aunque no puede sino aceptar que sea el general Mola el que se eche a las
espaldas esa labor (y sea, por lo tanto, candidato a llevarse los laureles si la cosa
sale bien). Mola, según los planes que Franco lógicamente conocía, tenía
previsto tomar el País Vasco y Santander más o menos para el 1 de abril.

Pero hay, ya lo hemos dicho, otro actor: Mussolini, El Beni. Desde el primer día
de la guerra, el Duce ambiciona para España convertirla en una segunda
Abisinia: una victoria rápida, escasamente costosa, que le permita al dictador
recibir vítores en Roma sin la desagradable circunstancia de tener que descargar
muchos ataúdes de los aviones y barcos. De ahí sus prisas por enfangarse en
Málaga cuando era necesario en el Jarama y Guadalajara, detalle que desesperó
a Franco. Sin embargo, entrado 1937, ya es obvio que los italianos están
implicados en una guerra que será larga; se avanza hacia el norte con gran
dificultad. En ese punto, hace falta una idea brillante. Y Mussolini cree tenerla.

Una paz limitada al País Vasco, justificada por la condición católica del
nacionalismo local, intermediada por Roma. Aplausos con las orejas en el
Vaticano. El Foreign Office: well done, pal! La Prensa internacional: Mussolini
apuntala la paz en Europa. Así las cosas, puedes seguir apaleando comunistas
por las calles hasta que se te pelen los dedos, y el mundo, sin embargo, hasta te
dará las gracias.

A finales de marzo del 37, Cavaletti, cónsul italiano en San Sebastián (y la


primera C de la conspiración de las tres C), entra en contacto con José Antonio
Aguirre para insinuarle esta solución. El vasco, que probablemente para
entonces sabe bien que ni cinturón de hierro ni leches, o sea que el País Vasco se
lo va a aplicar Franco por la patilla más pronto que tarde, le dice que de
maravilla. Cavaletti informa al embajador italiano Cantalupo (segunda C), quien
se la cuenta al ministro de Exteriores italiano, conde Ciano (tercera C), quien se
lo cuenta a Franco. Al general, cuando oye esto, los huevecillos se le sueltan del
escroto y salen rebotando por el empedrado salmantino, cuesta abajo.

El 12 de abril de 1937, o sea el mismo día que Hedilla trata de cerrar una OPA a
los alfonsinos y Franco en Salamanca está terminando de zurzir la unificación
con los carlistas, Ciano le comunica a Cavaletti que Roma está por la labor de
cerrar el acuerdo vasco; o sea, que pasa de Franco. Los italianos están ya
totalmente informados del proyecto de Franco de convertirse encappo di tutti
cappi, porque, entre otras cosas, lo dice, negro sobre blanco sólo que en italiano,
un informe que Catalupo entrega en Roma el día 5 de abril. La decisión de
Mussolini, pues, es informada y medida. Sabe perfectamente que con su
proyecto trabaja en contra del liderazgo de Franco; pero no le importa porque,
como ya he dicho, lo que él quiere es poder asomarse al balcón y poder decir que
ha resuelto lo de España.

Por lo tanto, no creo que sea cierto que Franco realizase la unificación por los
follones de Falange. Más bien parece que la tuvo que aplazar unos días por
dichos follones, porque lo que la información sugiere es que lo habría hecho en
torno al 15 o 16. Sin embargo, para entonces los camisas azules andaban a tiros
entre ellos, así pues tuvo que esperar. Pero lo que me parece claro es que tomó
esta medida para apuntalar su liderazgo frente a un escenario en el que los
generales guerreros quizá podrían perder peso, porque la propia guerra se
debilitaría como tal si, verdaderamente, en una de las zonas republicanas se
llegaba a una paz negociada. Si el País Vasco hubiese llegado a una paz
negociada con aval internacional, habría sido, en mi opinión, absolutamente
imparable un movimiento en la misma dirección por parte de Companys en
Cataluña. La Esquerra, partido burgués al fin y al cabo, podría haber intentado
descabalgar a las izquierdas revolucionarias de su gobierno para hacer aparecer
a Cataluña como otro territorio merecedor de la comprensión internacional; con
los apoyos adecuados, habría podido ganar esa guerra civil dentro de la guerra
civil. Si Cataluña hubiese alcanzado esas condiciones de entente, el papel de
Franco habría quedado capitidisminuido.

Franco, hecha la unificación, actúa inmediatamente contra Hedilla, a pesar de


que inicialmente su oposición a la unión es tibia. Asimismo, comunica a los
vascos unas condiciones de paz tan leoninas que son inaceptables y, por el
camino, el 26 de abril, bombardea Guernica; siempre me ha extrañado que no se
diga más de lo que se dice que la función de este bombardeo fue, precisamente,
forzar a los vascos a distanciarse de la solución italiana (obsérvese el pequeño
dato de que el principal apoyo que recibe Franco para esto es de Hitler; lo cual
sugiere que los intereses de ambos líderes fascistas, al menos en ese momento,
no iban por el mismo camino). Y, por el camino (siempre el manejo de los
tiempos) avanza en el Norte para hacerlo suyo. Y digo avanza porque avanza él;
como es bien sabido, Mola muere el 3 de junio. Justo a tiempo para ceder los
laureles.

Semanas después, con Vizcaya en su mano, Franco puede decir que ha


comenzado a ganar la guerra. Ya no hay ningún general que le haga sombra. Es,
además, la principal figura política de la España nacional, y la única figura que
ha pretendido hacerle sombra se enfrenta a dos consejos de guerra. Ha vencido,
además, a la conspiración de la triple C: Cavaletti, Cantalupo, Ciano.

Siete, ocho meses a lo sumo. De general primus inter pares a caudillo de España
por la Gracia de Dios. De Franco se pueden decir muchas cosas malas, todas
ciertas. Pero hay que reconocerle que el sprint al Poder lo hizo de cine.

Tras el 1 de abril de 1939 y el final de la guerra, el general Francisco Franco,


máximo urdidor de la estrategia que lo ha llevado a ser la cabeza indiscutible de
un Nuevo Estado que apenas tres años antes tenía candidatos mucho más netos,
no sólo no hace el menor gesto de considerar su jefatura provisional y,
consecuentemente, consumida tras la victoria, sino que se mueve rápido para
quedarse aún más solo. De alguna manera, el 31 de marzo de 1939 todavía
puede haber algún incauto analista en el bando nacional que piense que Franco
aceptará ser un dictator a la romana, esto es una persona dotada de
un imperium especial para ganar una guerra, pero carente de la auctoritas de
un gobernante en tiempos de paz. Lejos de ello, sin embargo, la paz será el gran
beneficio de Franco; y el chantaje de su pretendida fragilidad, su gran aval.

Franco se queda solo; y lo hace, además, aprovechando las primeras semanas de


la paz, cuando sabe que nada le va a ser cuestionado. El 19 de julio, por ejemplo,
cesa al general Queipo de Llano como capitán general de Sevilla,
fulminantemente sustituido por Saliquet. El franquismo oficial quiso atribuir
dicho movimiento a un comentario despectivo de Queipo con motivo de la
concesión de la Laureada a la ciudad de Valladolid, en el sentido de que Sevilla
la merecía más (comentario con el que, si cierto, coindido plenamente). Sin
embargo, más allá de interpretaciones más o menos torticeras, resulta difícil no
sostener que este movimiento por parte de Franco tiene como objetivo eliminar
del ámbito del poder a un militar con criterio propio, notable carisma en su
capitanía general, habilidades de las que él carece (la famosa capacidad
comunicativa radiofónica de Queipo), y, además, veleidades republicanas;
haciendo uso de una tradición que se ha mantenido con la democracia, Queipo
fue exiliado a la embajada en Roma.

Hay que tener en cuenta, además, que un cese que Franco no podía realizar era
el del cardenal Segura, titular de la diócesis sevillana y sacerdote que le
profesaba una hostilidad manifiesta, lo que abría, siquiera teóricamente, las
posibilidades de una entente entre la espada y el cirio en Sevilla que acabase por
ponerle las cosas difíciles al general. Sevilla nunca fue plaza fácil para Franco;
en realidad, si nos paramos a pensarlo, Sevilla ha sido plaza difícil para casi
cualquier gobernante, hasta el día, claro, en que dicho gobernante resultó ser de
Sevilla.

El segundo movimiento de Franco es reestructurar el gobierno creado en plena


guerra y que, por mucho que la propaganda oficial dijese lo contrario durante el
enfrentamiento, se podía considerar que todavía tenía la vitola de ejecutivo
provisional ligado a los movimientos de Estado Mayor. Hacía falta un gobierno
como tal, un gobierno de la paz, que si bien estuviese (como lo estuvieron los
gobiernos y la administración de Franco en general) trufado de militares,
sustantivase la realidad de una normalización política.

En principio, pues, es algo que tiene su razón de ser, porque un gobierno en


guerra no es un gobierno en paz. Pero, en realidad, el cambio, más que para
adaptarse a las nuevas circunstancias, se hizo para quitarse de enmedio a un
conspicuo representante monárquico, Pedro Sáinz Rodríguez. Parece ser que
Rodríguez le puso el cese a huevo a Franco con un comentario totalmente fuera
de lugar, relativo a la voz de pito del general; cuando Carmencita, la vástaga del
gallego, comenzó a hablar, diría el ministro: «esta niña ha sacado la misma voz
que su padre». Pero, una vez más, corredurías de lengua aparte, el cese de Sáenz
Rodríguez, esto es, el apartamiento del suelo monárquico, es la gran idea-fuerza
de este gobierno, junto con el deseo de Franco de rodearse de
su entourage personal. Entra en el gobierno Yagüe, retribuido así por haber sido
un franquista de primerísima hora, desde los tiempos de la toma de Cáceres
(sustituido poco después por Vigón, de igual perfil); toma poder Serrano; y
entra Esteban Bilbao, el cordón umbilical de Franco con el tradicionalismo, que
luego será presidente de las Cortes y, con los años, fino ariete contra las
intenciones del falangismo.

Eso sí, el primer gobierno de Franco ya es una expresión de algo sobre lo que
escribiremos hasta la saciedad en esta serie, y que es el problema fundamental
del franquismo: el difícil equilibrio entre las tendencias, o familias, del régimen.
En ese Ejecutivo, de hecho, Franco mezcla el agua y el aceite en la persona de
José Larraz, ministro de Hacienda, y el propio Serrano.

Si a alguien le pudieran quedar dudas de las intenciones de Franco de quedarse


en El Pardo, la ley de 9 de agosto de 1939 lo dejó bien claro. Recomiendo
encarecidamente a mis lectores que la lean. En ella se practica un doble lenguaje
muy curioso. En el preámbulo, por ejemplo, nos encontramos con la
justificación de la ley, que es sencilla: terminada la guerra, es lógico reorganizar
la administración de guerra para hacerla una administración como es debido; en
la cual administración, se añade, se hace necesaria «una acción más directa y
personal del Jefe del Estado». Pero en el mismo texto se dice que se creará un
Alto Estado Mayor que estará «a las órdenes directas del Generalísimo».
Franco, por lo tanto, es un máximo jefe militar en los minutos impares, y el jefe
civil de un gobierno civil en los pares, según le va petando. Y todo se hace para
llegar, tacita a tacita, al artículo séptimo, donde se abroga el Jefe del Estado la
potestad «de dictar las normas jurídicas de carácter general», así como de
radicar en su persona «de modo permanente las funciones de gobierno». Las
disposiciones dictadas por Franco, «adopten la forma de leyes o decretos» (una
forma elegante de escribir: me cago y me meo en el derecho constitucional, el
contencioso-administrativo y la madre que los parió) podrán ser
aprobadas incluso sin deliberación del Consejo de Ministros cuando razones de
urgencia así lo aconsejen (obviamente, no se explica quién es el responsable de
dirimir si esas razones de urgencia se dan, con lo cual, por la vía de la práctica,
Franco se convierte en juez y parte del proceso). Esta ley viene firmada por
Francisco Franco, a secas. Ni cargo, ni Cristo que lo fundó. A partir de ahí, ya
sólo los muy disléxicos podrían darse por no enterados de que España se había
convertido en una dictadura personal.

Esta ley, a mi modo de ver no demasiado citada, es una importante expresión


del pensamiento de Franco, según el cual la debilidad de una dictadura es
mostrar su disposición a acabarse. Ya en 1939, por lo tanto, el general Franco
pensaba encabezar el Estado español hasta el último aliento; y lo cumplió. Para
desgracia de España, Franco no era Sila.

Exactamente el día antes de que el BOE sancionase la posesión de poderes


políticos casi ilimitados por la persona de Franco, el 8 de agosto, al régimen se
le abrió una pequeña vía de agua. El cardenal José Gomá, en su condición de
primado de España y consciente de tener ante sí una nación rota por una guerra
civil de tres años, publica una carta pastoral en la que, entre otras cosas, reclama
el derecho de los católicos a participar como tales (esto es, no como franquistas)
en el poder temporal. De alguna manera, pues, la jerarquía católica venía a
reclamar su parte en el botín político de la victoria, quizá soñando con los
tiempos en los que la Alianza Nacional era un partido confesional de amplísimo
espectro. Aunque leyendo la pastoral, más parece que la intención del
purpurado era reconocer a los propagandistas católicos una especie de estatus
de Guardianes de la Revolución, al estilo iraní, pero con palios y buenas
palabras.

Franco, ni corto ni perezoso, prohibió la difusión de la pastoral. No le importó ni


poco ni mucho deberle a Gomá el gran favor de la pastoral colectiva durante la
guerra; España no se enteró de aquellas ponderadas palabras del prelado,
excepción hecha de los lectores del boletín de la diócesis toledana, el único
periódico sobre el que Gomá tenía mando directo y que, claro, se saltó la
censura.

Por su parte Serrano Súñer, jefe de la diplomacia franquista, trabajó mucho ese
verano enfriando el reactor nuclear monárquico que bullía en la cabeza de
Mussolini. A base de echar toneladas de agua fría, para finales de agosto el Duce
ya estaba razonablemente convencido de que restaurar la monarquía a corto
plazo en España no era buena idea, y por mucho que el principal militar
monárquico, Ramón Kindelán, poco menos que se fue a vivir a Roma para
comerle la oreja a los fascistas, nada consiguió.

Con todo, el principal problema de Franco, y él lo sabía bien, era la economía.


La gente, cuando vive mal, no entiende de ideologías ni de fidelidades, y apoya
lo que haga falta que le llene el estómago; la indignación está inventada desde la
antigua Grecia, y la demagogia frente a la misma la inventaron ya los Gracos.

En 1939, Franco tenía un país descojonado, falto de infraestructuras, no


exactamente implicado en una guerra mundial pero tampoco apóstol de la paz.
Esto, aparte de cosas que son bien conocidas como la entrevista de Hendaya y
todo eso, tiene que ver con el hecho de que la ya de por sí difícil reconstrucción
de España se hizo todavía más difícil en un entorno en el que proveedores
necesarios para nosotros, tales como Reino Unido y, sobre todo, Estados
Unidos, estaban de canto.

El embajador USA Carlton Hayes ha dejado escrito que la estrategia de


Roosevelt frente a Franco consistió básicamente en darle acceso
aproximadamente al 60% del combustible que necesitaba el país, para así
tenerlo siempre con la lengua fuera y pidiendo árnica. Si no miente el
diplomático, así fue como este embajador y el siempre laberíntico Sam Hoare,
por Reino Unido, consiguieron que España comenzase a sisarle wolframio y
otras cosas a Alemania. La gran ilusión de los republicanos exiliados, por todo
ello, era que la economía española colapsara, porque sabían que eso podría
acabar con Franco mucho más que las ideas prodemocráticas del mundo
occidental (que son de quita y pon cuando interesa; véase, sin ir más lejos, el
caso de las muertes musulmanas de primera -libios- y de segunda -sirios).

El problema económico era muy grave, y Franco tenía voces diferentes para
escuchar. Larraz, el gran economista franquista, podría bien haber sido director
del Fondo Monetario Internacional de su época. Por su parte, estaban los
falangistas, con su sedicente líder Serrano Súñer, que jugaban descaradamente
la baza de un estado nacionalsindicalista. En el punto medio se situó Franco,
solucionando las cosas como un militar puro y duro: imponiendo la autarquía.
Piénsese bien. Así es como reacciona un militar. La obsesión de los ejércitos es
ser autosuficientes; por esta razón tienen de todo. Tienen cocinas, hornos de
pan, talleres de reparación, depósitos de componentes, lo que haga falta. Un
ejército no puede parar la guerra porque no han llegado unas piezas que tienen
que venir desde Alemania. Los ejércitos se abastecen a sí mismos y no necesitan
de nadie; los medievales y renacentistas, por llevar, hasta llevaban los burdeles
en su seno. Dado que Franco siempre pensó que España no se diferenciaba en
nada del patio de un cuartel, pensó que la solución al problema económico era
ése: concebir el país entero como una mostruosa brigada mixta que sería capaz
de producir por sí sola todo lo que consumiese. Una idea delirante que en la
Historia reciente de Europa sólo han tenido dos estadistas: el propio Franco y
Enver Hoxa, el marxistodictador de Albania. A ambos les salió de puta angustia.

La teoría de la autarquía tuvo un gran defensor: el ingeniero naval militar José


Antonio Suances, marqués de Suances. Dicen que Suances tenía un
predicamento con el caudillo que pocos tenían; cierta vez , al parecer, hablando
de la situación económica, se permitió el lujo de bromear sobre los discursos de
Franco preguntándole: «Excelencia, si estamos tan bien... ¿por qué estamos tan
mal?».

Suances fue ministro de Industria ya en el gobierno bélico del 38, y repitió


después. Pero, sobre todo, creó el Instituto Nacional de Industria, corporación
industrial pública que estaba llamada a garantizar la autosuficiencia productora
de España; empresa en la que estuvieron enclavadas, en diferentes épocas,
empresas como diversos astilleros, la minera Hunosa, Endesa,
Trasmediterránea, Elcano, Inespal, SEAT, Pegaso... En la práctica, con los años,
el INI se convirtió en un vertedero de activos industriales tóxicos. Los grandes
amigos del franquismo, una vez que veían que sus empresas se iban al garete, se
las colocaban al Estado, que se convirtió en un gestor de ineficiencias. El INI se
convirtió, pues, en un extraño panaché de activos industriales donde convivían
reyes Midas del beneficio (como Endesa, o Inespal) con empresas condenadas a
ser casi estructuralmente deficitarias, como los astilleros o las hulleras. A través
del INI, en todo caso, el Estado franquista controlaba una parte nada
desdeñable de la producción nacional, así como la gestión de algunos recursos
estratégicos. Fue un proyecto tan importante que sobrevivió (con un tamaño
respetablemente grande, se entiende; en puridad, el INI todavía existe) más de
treinta años a la autarquía que lo creó.

En el marco de esta política autárquica, el franquismo también tuvo su vertiente


social. Lo cual es lógico, teniendo en cuenta que una parte no desdeñable del
franquismo era jonsista, y las JONS fueron en su inicio, en buena parte, una
especie de invento fascista-obrerista. De hecho, el principal elemento del
jonsismo con entrada en El Pardo, el pucelano José Antonio Girón de Velasco,
fue nombrado ministro de Trabajo, tras lo cual generó un mercado laboral
fuertemente intervenido, sin derechos, pero también extraordinariamente
rígido, por el que, cosas de la vida, suspira hoy en día más de un sindicalista. La
política de Girón es en buena parte responsable de lo difícil que ha sido, y sigue
siendo, flexibilizar el despido en España (aunque también es la responsable de
que los salarios en España tiendan a ser bajos en comparación con otros países).
El ministro falangista, por lo demás, practicaba una especie de socialismo
impasible el ademán, estrecho e ignorante. En los años cincuenta, ante las
protestas por los bajos salarios, decretó por la jeró una subida del 25% de una
tacada, que todo lo que consiguió fue disparar la inflación y hacer, a la postre, a
los obreros más pobres de lo que lo eran antes. En todo caso, justo es apuntar en
el haber de Girón cosas como el seguro de enfermedad, los pluses familiares (los
famosos puntos), los jurados de empresa y el subsidio de invalidez.

Y aquí dejamos, por el momento, al general Franco. Al borde de lo que podemos


llamar, sin miedo a equivocarnos, su etapa fascista.

Esta parte de la descripción de la Historia de la relación del general Franco con


el poder no es apta, quiero dejarlo claro desde el principio, para todos aquéllos
que consideren que autoritario o dictatorial son términos sinónimos de fascista.
Estos lectores no entenderán por qué se habla, en estas notas, de una etapa
fascista de Franco y se postula, por lo tanto, que las hubo no-fascistas. Para
mucha gente, en efecto, Franco fue un devoto creyente del fascismo del primer
tercio del siglo XX que lo practicó hasta el último día de su vida. El autor de este
blog siente confesar que considera esta visión, digamos, limitadita. Franco tuvo
una etapa fascista que no coincide ni siquiera con los años de pujanza del
fascismo alemán e italiano. Una dictadura es un régimen que niega las
libertades de los individuos y la expresión de una o más ideologías. Un régimen
fascista niega todo lo que no es él mismo; hay, pues, una diferencia entre
dictatorial y fascista que no hace al primero más deseable; pero sí lo hace
distinto. Éste es un postulado capital para entender todo lo que viene detrás.

El fascismo exige un partido único y una táctica, práctica y cosmovisión única.


Todos los regímenes fascistas, desde Mussolini hasta Kim Yong Il, se han
caracterizado por ello. El franquismo, sin embargo, tenía vocación de ser un
equilibrio entre diversas fuerzas, las dos teóricamente principales de las cuales
(falangismo y tradicionalismo) daban nombre al partido único. No obstante, el
intento fascista fue sólo de una de estas organizaciones: Falange. Podemos
discutir, y hay mucho que discutir ciertamente, si Falange era o no un partido
fascista antes y durante la guerra civil. Pero lo que no tiene discusión es que
conforme Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco y hábil político cedista, fue
consolidándose en el poder tras convertirse en el gran estratega de la triple
invasión del poder de Franco durante la guerra (Ejército, Falange, Iglesia),
Falange se acabó convirtiendo en el gran caldero donde se cocía la solución
fascista para España.

A lo largo de la guerra, de forma más o menos callada, y de manera especial tras


los sucesos de Salamanca, Serrano fue ganándole posiciones al gran teórico
heredero de José Antonio, que era Raimundo Fernández Cuesta, el
verdadero camisa vieja. Desde los resortes del embrionario Estado franquista,
sin embargo, Serrano maniobró a favor de sí mismo y a favor de conspicuos
elementos del régimen profalangistas, que lo fueron más aún cuando se dieron
cuenta de que el cuñado era una chimenea que daba mucho calor. Yagüe,
Beigbeder, o Muñoz Grandes, todos ellos ambiciosos, comprendieron pronto
que la alianza táctica con el falangismo dirigido por Serrano era lo más lógico, y
la llevaron a cabo. No sabemos a ciencia cierta cuándo se dispara la ambición de
Serrano Súñer por el ser el gran Conducator español. Es difícil que lo fuese
durante la II República, en la que fue un devoto y disciplinado cuadro partidario
en el parlamento. Sin embargo, su paso a zona nacional en la guerra, el
recogimiento de Franco, y los excelentes servicios que, como buen conocedor de
la alta política, le hizo al general su cuñado en el manejo de las manijas del
poder, le enseñaron que era, por decirlo mal y pronto, la hostia.

Hay que entender, por lo demás, que los políticos de derechas republicanos, o
quizá sería mejor decir de los tiempos de la República, no veían todos con
buenos ojos una solución militar para el poder en España, que reputaban, al fin
y al cabo, provisional. Es por eso que, en mi opinión, la mejor forma de describir
el régimen franquista es la expresión dictadura militar, porque el ejército fue el
valedor de Franco desde el principio hasta el final. El cadáver de Franco fue
rodeado por unos azules, tecnócratas del partido único, que estaban ya jugando
otro partido; una Iglesia católica que, dirigida por el cardenal Tarancón,
tampoco le era afecta al franquismo; una Falange que luchaba por recuperar sus
esencias y marcar distancias con el franquismo, un carlismo que se había hecho
socialdemócratas, unos monárquicos que se habían hecho constitucionalistas.
Lo único que le quedaba a Franco, el 21 de noviembre de 1975, eran esos viejos
legionarios que se cuadraban ante su cadáver, saludaban brazo en alto y
musitaban: adiós, mi general.

Esto que ocurrió a finales de los sesenta o principios de los setenta (y que
tardase tanto en ocurrir es lo que hace del franquismo un hecho muy interesante
para el análisis histórico) muchos, quizá Serrano, lo esperaban en 1940 para
mucho antes. En el fondo, es muy probable que Serrano pensara que era
inevitable buscarle una solución estable al Nuevo Estado, adecuadamente
articulada. Por lo demás, en los dos principales modelos que tenía para mirarse,
Italia y Alemania (por este orden), el líder elegido estaba lejos de ser un militar
de prestigio; era, más bien, un líder de masas, totalitario. En mi opinión,
Serrano Súñer llegó, en algún momento quizá de la segunda mitad del 38, que lo
que España demandaría sería un José Antonio Primo de Rivera; y decidió ser él
ese alguien. A partir de ahí, maniobró como un pájaro cuco para echar del nido
a Raimundo Fernández Cuesta y buscó dentro de Falange bases sólidas que le
aportasen militantes, fuerza de empuje y capacidad de influencia. Su elección
por el fascismo como modo político de organización fue, probablemente,
meramente accidental o pragmática; nació del hecho de que estaba convencido
del triunfo de las potencias fascistas en Europa; creía nadar a favor de corriente.
Pero si lo que hubiese habido en ese momento en Europa fuese una vuelta a las
esencias de la vida monacal medieval, se habría hecho trapense con la misma
convicción con que se convirtió en el líder de la Falange más irredenta y relapsa,
franquistamente hablando.

Serrano, y ésta es es cuestión discutida, (entre otros, por él mismo) creía


firmemente, en mi opinión, en las virtudes de una entrada de España en la
guerra mundial. Al contrario que Franco, que sí dudaba (Franco temió toda su
vida que un mal paso por su parte reavivase a sus enemigos en la guerra; por eso
nunca salía del país), no tenía el menor temor que este paso generase la creación
de una resistencia interior a la francesa (apoyada por los aliados y a la que,
consecuentemente, los aliados prometiesen la entrega del poder) y, además,
inflamado por las ampulosas declaraciones en los actos falangistas, tampoco
veía que España no estuviese en posición de aceptar un esfuerzo bélico, cual era
la opinión de la mayoría de los militares con dos dedos de frente; muchos de
ellos convenientemente animados a ello por las sustanciosas transferencias que
llegaron desde Inglaterra, al parecer intermediadas por el más famoso banquero
español de aquellos tiempos.

Para Serrano, además, entrar en la guerra mundial significaba ganarla, pues en


las primeras boqueadas de la Paz española ni se planteaba la posibilidad de que
Hitler fuese a perder; y ganar la guerra, con la Falange apoyando a los
vencedores, significaba la prevalencia definitiva del falangismo sobre carlistas,
monárquicos, cedistas y todos los demás franquistas; una vía libre para
constituir un Estado fascista, de partido único, con un gran conductor, él
mismo, que movería realmente los hilos mientras su cuñado ostentaba una
jefatura del Estado más bien estética. Este orden de cosas todavía puede leerse
en los proyectos de leyes fundamentales del Estado que salieron de Falange en
fecha tan tardía como 1956.

Éste era el plan básico de Serrano, y se basaba en su convencimiento de que


Franco no quería otra cosa distinta de salir de las catedrales bajo palio y
organizarle a los embajadores unas cuchipandas de puta madre en El Pardo;
signo inequívoco de que se fijaba poco en las barcacoas familiares, porque si en
algo coinciden quienes conocieron a Franco es en que bastaban tres minutos a
su lado para darse cuenta de que le gustaba mandar más que a un tonto un
lapicero.

En el verano de 1939, pocos días antes de la remodelación del gobierno en la que


Falange escaló posiciones, se habían modificado los estatutos de FET y de las
JONS, de modo que en su organigrama se colocó una cajita más entre Franco
(Jefe Nacional) y Muñoz Grandes (Secretario General). Esa cajita era la del
Presidente de la Junta Política, y fue ocupada por Serrano. De esta manera,
Súñer se hizo llamar, desde entonces, «ministro-presidente», lo que le permitía
dar a entender que presidía el gobierno (cosa que no era cierta; hasta el
nombramiento del almirante Carrero, a finales de los sesenta, Franco no tuvo
más presidente del gobierno que su mano derecha).

Desde un punto de vista político, Serrano se apoyó en falangismo más irredento.


Sus grandes valedores dentro del partido fueron los falangistas más convencidos
de las bondades del fascismo, como Dionisio Ridruejo (que moriría, décadas
después, socialdemócrata y antifranquista); y, sobre todo, los entonces llamados
falangistas legitimistas, que eran aquéllos que habían pasado la guerra en zona
republicana, habían probado las cárceles del bando contrario y reclamaban unos
méritos que nadie, en el partido, les podía igualar. Legitimista era la mano
derecha de Serrano, Rafael Sánchez Mazas, el hombre cuyo fusilamiento se
invoca en la conocida novela Soldados de Salamina; fue nombrado por Serrano
ministro sin cartera y cesado en 1940 sin razón aparente, aunque debió de ser
muy poderosa porque Mazas puso tierra de por medio y se fue a Roma. O
Manuel Valdés Larrañaga, uno de los elementos fundamentales de la Quinta
Columna madrileña, que había negociado directamente con Casado y Besteiro la
rendición republicana y que, por ello, se creyó con ínfulas de mandamás
falangista hasta que Franco se las bajó.
Este tipo de gentes fue el que usó Serrano para dar codazos y acaparar cargos en
la Administración franquista, como demuestran episodios como la promoción
de Valdés Larrañaga a la subsecretaría de Trabajo, en detrimento del ex jonsista
Martínez de Bedoya que, según algunos, iba para ministro de Trabajo (es
probable que fuese así, pues Girón responde parcialmente al mismo fenotipo
falangista que Bedoya).

Con todo, el principal puntal, aparte de Serrano, del nuevo Estado falangista,
cosa lógica puesto que el fascismo de Falange era nacionalsindicalista, fue la
Delegación Nacional de Sindicatos del partido, al frente de la cual se situó
Gregorio Salvador Merino. Las centurias de montañeros y balillas de los años
cuarenta y primeros cincuenta, hasta que después de lo de Miguel Álvarez y todo
aquello Franco forzase su conversión en poco menos que partidas de boy scouts,
gritaban: «¡Estado sindical!» Por otra parte, es bien sabido que los pilares del
Movimiento Nacional eran la Familia, el Municipio y el Sindicato. El
falangismo, como ideología, es un fascismo, o si se prefiere un pseudofascismo,
nacionalsindicalista. En la concepción falanjo-fascista del Estado y la sociedad,
los sindicatos juegan un papel fundamental; algo que, de alguna manera, aún
nos llega, como leve recuerdo, a los tiempos presentes, pues vivimos en un país
en el que la función de los sindicatos está reconocida en la Constitución, esto es
se articula, no desde su fuerza y representatividad propiamente dicha, sino
desde una especie de derecho inmanente a articular las relaciones laborales (eso
sí, mediante la negociación).

Si alguno de los lectores de este post se ha tomado la molestia de leer uno


reciente sobre las recetas de Hitler para acabar con el paro, entenderá, creo yo,
que todo lo que tiene que ver con el trabajo, la economía y, en el fondo, la vida
social, se articula, en estados de corte fascista, a través de la disciplinada
integración de todos los elementos en una sola organización. El fascismo es,
fundamentalmente, identificación del Estado con algo; normalmente un
partido, pero, en el caso del falangismo, es más bien con un sindicato (aunque el
sindicato nace del partido, por lo que volvemos a la casilla de salida).

Cuando mucha gente piensa en la España fascista de los cuarenta, piensa en


esas imágenes de los niños saludando en clase brazo en alto o los toreros
ejercitando el mismo gesto antes de empezar la lidia. Ésta, con todo, es la parte
estética. A mi modo de ver, el verdadero esfuerzo fascista de España se hizo a
través del proyecto sindical, que era un proyecto destinado a controlar la vida
económica toda. No por casualidad el primer enemigo frontar del sindicalismo
falangista fue una persona salida de él, pero con un perfil empresarial (Demetrio
Carceller). Los empresarios pronto se desafectaron del proyecto falangista, que
en realidad los despreciaba casi tanto como despreciaba a los obreros. El
proyecto falangista de Estado no se hacía a mayor gloria del capital ni del
ejército, sino a la mayor gloria de una élite partidaria que se sentía con derecho
a quedarse con el país después de haber ganado la guerra. De lo que no se
dieron cuenta a tiempo fue de que la guerra no la habían ganado ellos; la había
ganado Franco.

Pero volvamos al proyecto sindical, y a Gregorio Salvador Merino. Merino había


sido jefe de Falange en La Coruña, aunque en realidad había nacido en la
localidad palentina de Herrera de Pisuerga (donde también nació Girón, por
cierto). Había quedado marcado por el atentado contra su padre, jefe de la
CEDA en el pueblo palentino, en el que resultó muerta su madre. Al parecer, la
madre exigió a los hijos, en el lecho de muerte, que perdonasen a sus asesinos,
pero Gerardo no lo cumplió del todo.

De coquetear, según algunas versiones, con el socialismo, Merino pasó a


conocer en 1933 a José Antonio y a ingresar en Falange el año siguiente; este
tipo de sublimación política era relativamente frecuente en la época. Siendo
notario en Puentes de García Rodríguez el 18 de julio de 1936, escapó del
fusilamiento gracias a la ayuda de un amigo de izquierdas (al que, al parecer,
devolvió exactamente el mismo favor tiempo después) y se incorporó, en zona
nacional, al frente asturiano, donde fue herido. El gobierno franquista obligó a
todos los notarios a reincorporarse a sus puestos, así pues Merino dejó el frente
y regresó a La Coruña, donde conoció a otro falangista si cabe más radical que
él: Germán Álvarez de Sotomayor.

Merino y Álvarez eran falangistas de la vertiente radical anticapitalista.


Sotomayor confesaría, muchos años más tarde, que su deseo más ardiente, en
sus primeros tiempos al frente del sindicato vertical, era que los empresarios les
odiasen.

Ambos, Merino y Álvarez, tuvieron la ocasión de conocer directamente a Franco


durante la guerra. Fue cuando tuvieron que ir a Salamanca para tratar la
intención de Sotomayor de ingresar en la academia de Artillería e ir al frente y
dejar la jefatura provincial coruñesa de Falange en manos de Merino. Al
parecer, en la entrevista se quejaron también de algunos negocios no demasiado
limpios que estaría haciendo en Galicia la hermana de Franco, Pilar (que, visto
lo visto con la señora, no es como para no creerlo). También parece que ambos
salieron de la entrevista decepcionados con Franco, al que reputaron persona de
escasa talla política (traducción: demasiado poco radicalismo). Por lo que se
refiere a Franco, ofreció a Sotomayor ser gobernador civil, de Orense, cargo que
el falangista poco menos que despreció; y esto es algo que no se le hacía a
Franco sin pagarlo, tarde o temprano.

Ya jefe coruñés, Merino impregnó al partido en Coruña de su talante radical. En


mayo de 1938 organizó un mitin en la ciudad, al que invitó al general Yagüe.
Ambos se despacharon a gusto con discursos de tinte demagógico obrerista.
Merino llegó a decir que, si por él fuera, daría permiso a los obreros para que
destruyesen las posesiones de la burguesía.

Ambos, Yagüe y Merino, fueron reprendidos por esta actuación, y Merino fue
denunciado en la Junta Política de Falange a causa de sus querencias socialistas
de juventud. Fue cesado y en marzo de 1939 estaba en el Castillo de Olite, el
barco franquista que sufrió la mayor catástrofe naval nacional de toda la guerra,
en Cartagena, con 1.500 muertos. Merino salió bastante ileso pero Sotomayor,
que estaba con él, fue gravemente herido y quedó mutilado. Ambos fueron
hechos prisioneros por los republicanos. A finales de ese mes, Merino
participaría en la rebelión falangista que intentó hacerse con el control de la
ciudad.
Merino, pues, era un falangista auténtico, de corte radical; uno de esos tipos en
los que izquierda y derecha se funden en una extraña mezcolanza cuyo resultado
es elanarconacionalsindicalismo. Al frente de la Delegación Nacional de
Sindicatos, no perdió el tiempo. Merino interpretaba el punto 9 de la Falange en
sentido estrictamente literal (y esto es fundamental, a mi modo de ver, para
distinguir el falangismo fascista del fascistoide) y, consecuentemente, entendía
que Falange tenía la potestad de dirigir y organizar la vida socioeconómica de
España, a través de una herramienta, el sindicato único, que englobaría a todos
los trabajadores y a todos los empresarios en un solo engranaje; teórica, pues,
de pura raíz fascista.

El 26 de enero de 1940, Merino dio el paso fundamental en su proyecto


nacionalsindicalista con la publicación de la Ley de Unidad Sindical, que
prescribía la integración en el sindicato falangista de todas las organizaciones de
estas características, con la única excepción de las cámaras de comercio y las de
la propiedad urbana. En semanas posteriores, el servicio de colocación del
Ministerio de Trabajo fue también transferido a la Organización Sindical, como
también lo fueron los bienes incautados a los sindicatos ahora ilegales. Incluso
se creó una especie de distribuidora de consumo, la CRASS (Central Reguladora
de Abastecimientos y Suministros Sindicales).

En la práctica, la ley de 26 de enero suponía la desaparición de las


organizaciones sindicales y patronales católicas, que habían sobrevivido a la
guerra por estar la Iglesia dentro de los aliados del nuevo régimen. De hecho,
cinco días después de publicada la norma, la OS ordenó mediante circular a sus
delegados provinciales la inmediata intervención de los locales y medios de
estas organizaciones. Estos sindicatos, por su parte, practicaron la resistencia
pasiva, así como legal. Uno de estos sindicatos, la CNCA, presentó un recurso en
los tribunales contra la aplicación de la ley en su caso. Por su parte, la Liga
Nacional del Campo envió un escrito a Muñoz Grandes y a toda la jerarquía
eclesial protestando contra una intrusión que, además, consideraba
iluminadapor la masonería. Ojo al dato, que tendrá su importancia algunos
meses más adelante.

Cinco meses más tarde, las cosas se pusieron de cara para los partidarios del
Estado fascista. La rapidísima invasión de Francia (en la práctica) por los
alemanes disparó la convicción de una victoria rápida y fácil de Hitler en
Europa. La Italia de Mussolini se apresuró a entrar en la guerra aquel mes, y
España estuvo, según los indicios, a un pelo de hacerlo también.

Para España, la dominación de Francia por Alemania suponía reavivar las


posibilidades de crecer a costa del vecino galo, especialmente en el Magreb y en
el golfo de Guinea. El 14 de junio, mientras los alemanes entraban en París,
tropas españolas ocupaban la zona internacional de Tánger. El general Juan
Vigón, dos días después, llevó personalmente una carta de Franco a Hitler en la
que se establecía el Marruecos galo (más en concreto: la unificación de todo
Marruecos bajo protectorado español) como moneda de cambio para la entrada
en la guerra. Lo cierto es que el Führer no aceptó esta condición, que le habría
causado obvios problemas con la Francia colaboracionista, que le aportó mucho
más que España (en la Francia ocupada se persiguió a los judíos como no se hizo
en España, y se enviaron trabajadores forzados a Alemania a paletadas). Como
poco, la oferta española de entrar en la guerra fue un trile; porque España no
estaba pensando en prestarle divisiones a Hitler para que luchasen donde él
necesitase sino, simplemente, en ocupar lo suyo: Marruecos y Gibraltar.

La marea profascista, sin embargo, tuvo aguas adentro de España la


consecuencia de elevar a Serrano Súñer a los altares del Ministerio de Asuntos
Exteriores (sin perder el control sobre la policía ni la presidencia de la Junta
Política del partido). En septiembre, el flamante nuevo hombre fuerte del
régimen había visitado Roma y Berlín, para preparar la entrada de España en la
guerra a cambio de sus reivindicaciones territoriales, pero se encontró con un
Ribentropp que, lejos de darle lo apetecido, le pedía alguna de las islas canarias
y dos bases en el Marruecos español para Alemania (resulta admirable que
Ribentropp supiese que las Canarias son unas islas; aunque es posible que se
apoyase con notas). Este cambio de Hitler enfrió notablemente los ánimos tanto
de Franco como del propio Führer, e hizo descarrilar la entrevista de Hendaya
un mes antes de que se produjese. Con los años, muerto, fané y
descangallao Hitler, ambos, Franco y Serrano, construyeron el mito de que
habían salvado a España de la guerra, cuando los dos, aunque en distinta
medida, la pretendían.

No obstante, la posición bélica de España tiene otras claves que las exteriores.
Claves que tienen que ver con lo que estaba pasando dentro.

Que eran bastantes cosas.

En el marco del franquismo, la postura respecto de la guerra era algo más que
una mera discusión en torno al papel internacional del país o sus obligaciones
ideológicas. Era un grave problema en clave interna, del cual Franco no estaba
completamente seguro de sobrevivir siendo el jefe máximo e indiscutido de la
nación, tal y como él pretendía; pues, esto es claro al menos para mí, contra lo
que puedan pensar algunos, el objetivo primero y final del franquismo, a la luz
de los hechos, no fue sustantivar la ideología fascista de Estado, ni defender el
catolicismo, ni servir de coraza frente al comunismo, sino, única y simplemente,
perpeturarse. De hecho, la generación de azules, los nietos del franquismo que
construyeron la transición a la democracia, no estaba intentando otra cosa que
eso mismo: perpetuar el franquismo. Para Franco, su prioridad siempre fue
permanecer en el poder. Y, quizá, la polémica sobre la entrada o no en la guerra
mundial fue el momento en el que esa permanencia estuvo (más bien, pudo
estar) más en entredicho.

El falangismo irredento, en ocasiones identificado, en otras simplemente


utilizado por Serrano Súñer, suponía una presión constante a favor de la guerra
(tan fuerte que, meses después, fue necesario inventar la División Azul para que
el sistema perdiese parte de esa presión), que Franco no siempre conseguía
remansar. En junio de 1940, el general tuvo una prueba fehaciente de hasta qué
punto las cosas se enconaban.

Uno de sus más fieles generales, el general Yagüe, en ese momento ministro del
Aire, siempre había sido falangista. Al caudillo esto no le importaba demasiado;
soportaba que sus generales fuesen monárquicos (Kindelán, Orgaz), falangistas
(Yagüe, Muñoz Grandes) o tradicionalistas (Varela); pero, eso sí, a todos los
reclamaba ser más fieles a su figura que a sus ideas, y es por eso que siempre se
apoyó, en realidad, en militares simple y llanamente franquistas, como Luis
Carrero Blanco o Camilo Alonso Vega.

No obstante Franco supo, probablemente a través de sus terminales en el


ejército, que obviamente eran muchas, que Yagüe había elegido ser más
falangista que franquista. Yagüe es, de hecho, uno de los especímenes que,
supuestamente, vigila el inspector Ismael Rebollo de mi novela La oportunidad
de Judas. En junio de 1940, la situación hace crisis, y a decir verdad nunca
sabremos si Franco fue un pasivo espectador del inicio del problema o, en
realidad, lo provocó.

Un capitán del ejército, por iniciativa propia o telegirigido, eso es algo que como
he dicho no creo que sepamos, denunció al general Yagüe ante la Dirección
General de Seguridad. Los cargos, gravísimos: el general estaría, teóricamente,
organizando un golpe de Estado contra Franco, contando con la ayuda del
ejército alemán, que en esos momentos entraba como Pedro por su casa en
Francia. Yagüe, en efecto, había estado visitando la embajada germana con
mucha periodicidad, aunque ni de coña era el único.

¿Era verdad? Sinceramente, lo dudo. Apoyos más explícitos de los que pudo
tener Yagüe en su momento de Berlín los tuvo, sin duda, Muñoz Grandes algo
más tarde; y, sin embargo, siendo este segundo personaje de amplia ambición,
nunca se atrevió a mover un dedo contra Franco, probablemente porque sabía a
lo que se podía enfrentar. Lo que sí ocurrió, más que probablemente, es que el
general Yagüe se dedicó a visitar determinados salones de Madrid para poner a
parir al gobierno español, del que él formaba parte, y al propio Franco, por no
entrar en la guerra, decisión que consideraba poco menos que obligada.

A Franco, aquella vez, como otras tantas, no le tembló la mano. Cesó


fulminantemente a Yagüe, sustituyéndolo por el también general Juan Vigón (lo
que mosqueó muchísimo a los borbones, conscientes de que el candidato
natural era Ramón Kindelán, bloqueado por la sola razón de ser monárquico).
Las notas que tomó Franco de la reunión entre él mismo, Yagüe y el general
Varela para comunicar el cese (publicadas por Luis Suárez), son de una
violencia inusitada en el personaje. «En tu despacho», le escupe Franco a su
viejo amigo y compañero, «se habla mal del gobierno, de mí y de tus
compañeros en él». Y le añade, con una prosodia propia de El secreto de Puente
Viejo: «donde crees que hay un disgustado, allí vas a hacer simpatía». Los
reproches, que prácticamente ni se refieren a la pretendida conspiración con
Alemania (posible prueba, a mi modo de ver, de que nada había de cierto en
ella) se acercan al centro de la diana cuando Franco le dice a Yagüe: «No hay
disidente o rebelde que no sea amparado en el Ministerio del Aire e incluso
pagado con fondos nuestros». Más categórico aún: «Donde hay alguien que mee
sangre, ahí estás tú».

Las lecturas de que disponemos, las de Franco-Salgado por ejemplo, nos dejan
bien claro que Franco no hablaba así. No era su estilo. Frases tan cargadas de
violencia y de reproche están indicando hasta qué punto estamos ante una
persona que se siente ampliamente traicionada por alguien a quien exige una
lealtad sin mácula. Pero, sobre todo, a mi modo de ver este cese, esta
conversación y estas notas están revelando a un Franco sinceramente
preocupado por la actitud de los disidentes de Falange, y el hecho de que hayan
encontrado su punto débil en las muchas razones que tiene, como estadista,
para no entrar alegremente en la guerra, por mucho que lo desease. Que lo
deseaba.

Yo no sé, ya lo he dicho, si Franco planificó el cese de Yagüe. Lo que sí sé es que


la denuncia recibida tiene bastantes puntos de duda de que pueda tratarse de
una acción individual; que la entrevista del cese le cogió a Franco con toda la
munición contra su antiguo amigo preparada, pues durante la misma incluso
esgrimió una carta que había recibido y que denunciaba a Yagüe por crueldad
innecesaria tras la toma de Badajoz (las famosas matanzas de la plaza de toros);
y sé, sobre todo, que el principal beneficiado de dicho cese fue el propio Franco.
El cese de Yagüe, junto con la dimisión, algún tiempo antes, de Muñoz Grandes
en la Secretaría General del partido único, marca el cortocircuito entre Falange
y el Ejército; una entente que Serrano necesitaba para poder llevar a cabo sus
planes de meter a España en la guerra y dirigir todo el proceso. A partir de ese
momento, en el seno de las Fuerzas Armadas franquistas los aliadófilos
comenzaron a ser legión. Nosotros, se decían unos a otros, ya hemos ganado
nuestra guerra. Franco, como ya dijimos, no compartía ese punto de vista;
consideraba que de la entrada en la guerra se podían sacar suculentos
beneficios, pero temía malquistarse, sobre todo con Londres; y terminaría por
acojonarse cuando los aliados desembarcaron en África, porque eso significaba
que podían aplicarse las Canarias cuando les saliese del pingo.

En diciembre de 1940, un almuerzo en El Pardo entre el generalísimo y su corte


de generales dejó bastante claras las cosas. Franco sólo permitió que sobre la
mesa sobrevolasen los temas de política internacional, pero, al parecer, no
fueron pocos los generales que utilizaron los temas de geopolítica para traslucir
con transparencia su repugnancia por el proyecto bélico-falanjo-fascista de
Serrano.

Al franquismo le surgió otro problema. El 28 de febrero de 1941, fallecía en


Roma Alfonso de Borbón, con lo que los derechos dinásticos pasaban a su hijo
Juan; mal momento, la verdad, para colocar derechos tan delicados sobre los
hombros de un señor tan veleta, tan torpe y tan intelecualmente ajado, pero la
institución del mayorazgo es lo que tiene. En todo caso, el hombre que había
acrisolado el debate antimonárquico estaba muerto, así pues nada impedía, a
decir de los borbónicos, la restauración de la monarquía española. Este hecho
ocurrió, no lo olvidemos, cuando todavía España era un proyecto de nuevo
Estado fascista, así pues se introducía una nueva distorsión en el proceso que
amenazaba con crear un nuevo punto opositor desde dentro del franquismo.

El fascismo español nacionalsindicalista seguía mientras tanto, y nunca mejor


dicho, impasible el ademán. Desde el sindicato único, Gregorio Salvador Merino
enviaba circulares a los trabajadores comunicándoles avances como que les
serían pagados los festivos, apelándolos de «camaradas obreros de la revolución
nacional-sindicalista» y terminando con una admonición ecléctica , muy del
gusto de aquella Falange: «¡Con Franco hacia la Revolución; por la Revolución
hacia el Imperio!». El 31 de marzo de 1940, este sindicalismo fascista vivió su
gran día de gloria, y comenzó a labrar, probablemente, su desaparición. Aquel
día se celebró algo parecido a lo que con los años se conocería como
demostración sindical. En los años sesenta, la demostración sindical venía a ser
una fiesta casposa durante la cual, en el Bernabéu, diferentes grupos realizaban
ejercicios gimnásticos y otro tipo de inocuas demostraciones folklóricas. Pero la
concentración de marzo del 40 fue todo menos inocua. Con ella, el
nacionalsindicalismo quiso decir: éstos son mis poderes. Así pues, la cosa fue lo
más parecido a Nuremberg 1936 que se vio jamás en España.

Y digo que aquella demostración, miles de disciplinados productores desfilando


al cornetín del falangismo, fue el principio del fin, porque a decir de muchos fue
el momento en que el Ejército se dio cuenta de que tenía un competidor en su
mismo terreno; y decidió aplastarlo. A pesar de ello, el 6 de diciembre de aquel
mismo año el nacionalsindicalismo dio otro paso con la Ley de Constitución de
Sindicatos, que reguló su estructura y, sobre todo, su papel como organizaciones
extendidas a toda la actividad económica con la función de proponer al gobierno
medidas en estos terrenos. Un gobierno económico, pues, dentro del gobierno.

Aquella ley, sin embargo, ya no estaba en el punto más alto de la colina


alcanzada por el fascismo español; había comenzado el descuelgue del
franquismo respecto del fascismo. Aquél comenzaba a aflorar por detrás de éste.
El nombramiento de presidentes de los sindicatos nacionales quedó, en el texto
legal, en manos del Jefe Nacional del partido, o sea Franco; y no en las de
Merino, como pretendía éste. Otra batalla importantísima que perdió Salvador
en el texto legal fue que se le negase la función de dictar las reglamentaciones de
trabajo, lo que le habría dado un poder casi omnímodo a la hora de regular el
bienestar o malestar laboral no salarial; es evidente que los empresarios jugaron
fuerte para lograr de El Pardo que embridara esta historiacomme il faut. Poco
tiempo después, la CRASS fue disuelta, y el gran proyecto financiero del
falangismo, el Banco Sindical, se fue, en forma de proyecto, a dormir el sueño de
los justos en algún archivador, donde supongo que seguirá; el papel del
sindicalismo falangista como proveedor y actor de la economía, por lo tanto, fue
eliminado, apostándose definitivamente por la iniciativa privada.

A finales de 1940, al falangismo integrista que sustentaba el serranismo no le


quedaban amigos. La clase empresarial, renuente al férreo control que pretendía
ejercer el sindicato y asqueada del discurso radical-revolucionario de Merino y
Sotomayor, se colocó definitivamente de canto y, a través de Demetrio Carceller,
ministro de Industria desde octubre de aquel año, comenzó a segar la hierba que
pisaba el proyecto fascistizante; y no se olvide que empresarios quiere decir
banqueros y que, desde que llegó a España la Restauración alfonsina, y con el
único paréntesis de la guerra civil, no ha habido en España un solo gobierno que
no haya escuchado a los banqueros. El Ejército ya tenía claro lo que tenía que
hacer. Y la Iglesia no perdonaba la fagocitación de sus organizaciones rurales, a
pesar que todas ellas le profesaban a Franco una fidelidad total.

En su ceguera totalitaria, al fascismo español todo esto le daba igual. Serrano


seguía confiando en su capacidad de manejar a su cuñado, o tal vez pensaba que
el general aun consideraba impagables las deudas de gratitud adquiridas con él
durante su ascenso al poder en la guerra; o sea, no conocía muy bien el percal,
pues son muchas las pruebas que nos deja la Historia de que Franco era de ésos
del antes de meter todo es prometer, pero después de haber metido, no hay
nada de lo prometido. El sindicalismo falangista seguìa pensando en sí mismo
como el ente de poder más importante de España, y no es un sentimiento que
deba ridiculizarse, pues hasta el final del propio franquismo, los restos de ese
nacionalsindicalismo controlaron instituciones fundamentales del régimen,
como las Cortes.

En suma y en el fondo, lo que había en la España de 1941 era dos bandos


ganadores de la guerra civil que estaban convencidos de que dicha victoria se les
debía en el exclusiva. Uno era el falangismo y el otro era la clase militar. En mi
opinión, Franco tenía una idea de su régimen muy parecida al famoso
experimento biológico del pulpo, la anguila y la langosta. Los tres animales se
odian a muerte entre ellos, pero tienen un problema: el pulpo mata con facilidad
a la a langosta, pero la anguila, escurridiza entre sus tentáculos, puede con él. La
langosta acaba fácilmente con la anguila gracias a sus pinzas, pero teme al
pulpo. Y para la anguila, matar al pulpo es cosa de niños, pero sabe que eso la
dejaría a merced de la langosta. Conclusión: tres animales que desean
ardientemente matarse entre ellos conviven sin agredirse en un acuario.

En aquel acuario que era España, Franco creía ser el hombre capaz de
garantizarle al ejército la morigeración de Falange. Tenía muy claro que el
ejército, si quería, podía sacarlo del trono (yo te puse, yo te quito); pero jugaba
claramente la carta de ser el garante de que Falange no se lanzara a la conquista
del Estado. Su idea era que eso duraría la vida entera sin generar grandes
conflictos. Pero se equivocó y, porque se equivocó, se vería abocado a echar
mano, en tiempos de paz, de soluciones de guerra.

En 1941, en todo caso, había muchas razones para que el falangismo exhibiera
prudencia. Pero decidió hacer exactamente lo contrario. En la primavera de
1941, con un par, cortó el mus de la posguerra e, inesperadamente, cantó
órdago.

En la primavera de 1941, como anunciaba en el anterior post sobre este tema, el


falangismo irredento cantó órdago. Pero bien es verdad que, viendo las cosas
con perspectiva histórica, el órdago en sí ya llevaba la semilla del fracaso. Si algo
demostró Hitler en la denominada Noche de los Cuchillos Largos es que la
forma fascista de hacese con el poder es llevarse por delante al contrario, no
hacerle un jaque e invitarle a dar el siguiente movimiento. El que deja margen
de maniobra a su contrario es porque no tiene un control suficiente sobre la
situación, y éste es el factor que Serrano y los suyos no parecieron entender.

Si Falange hubiese querido hacerse con España, debería haber dado un golpe de
Estado palaciego que dejase a Franco con las manos atadas para actuar; años
después, los militares monárquicos imaginarían algo parecido, aunque
muy light. Lejos de ello los falangistas, probablemente llevados por el alto
concepto que tenían de sí mismos y el bajo que tenían del resto de España, que
consideraban se encontraría huérfana sin ellos, lo que hicieron fue darle a
Franco más poder del que tenía.
De una forma que no creo que se pueda saber nunca hasta qué punto fue
coordinada, la reacción del falangismo en 1941 no fue otra que dimitir. El 4 de
febrero, por ejemplo, dimitía Dionisio Ridruejo, conspicuo representante del
belicismo profascista dentro del partido; aunque su dimisión no fue aceptada.
Un mes mas tarde, formalmente a causa de unas críticas de Serrano, dimitía
Pedro Gamero, el visecretario general del partido; renuncia que tampoco le fue
aceptada. La Falange más fascista quería la cabeza de Gamero, así pues esta
dimisión es, probablemente, el producto de las presiones que sufrió.

Para entonces, los elementos más puramente fascistas de Falange ya tenían


clara su tabla reivindicativa. Querían a Serrano en la presidencia del Gobierno y
al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Querían a Falange,
probablemente a Salvador Merino, al frente de un superministerio de
Planificación Económica Nacionalsindicalista; así como reclamaban el
monopolio al frente de los ministerios de Gobernación (Interior) y Educación
Nacional. Estas ideas son, en sí, una reivindicación en toda regla de un esquema
de España de partido único fascista que dirige los destinos de la nación; aunque,
conscientes de formar parte de otra revolución más genérica, los falangistas se
avenían a dejarle a otros grupos políticos las migajas del poder, y reservaban
para Franco un puesto de florón decorativo. Se podría decir que Serrano soñaba
con que Franco fuese su Hindenburg.

Este programa político le fue comunicado a Serrano probablemente en enero.


Pero, en marzo, aún no había hecho nada. Lo que le pasaba a Serrano, y no le
pasaba al resto de falangistas que creían en él como el futuro Duce español, es
que conocía a Franco y sabía que el general no era partidario ni de nombrar
presidente del Gobierno, mucho menos en su persona; ni de alterar el
delicadísimo equilibrio de fuerzas que era el gobierno de la nación. Aunque 1941
es aún un momento muy previo para hablar de la lucha de la España franquista
por conseguir la comprensión internacional, tanto Franco como
su entourage no eran ajenos a la realidad de que el país necesitaba niveles de
aceptación internacional, y que ésta sólo vendría si convencían al mundo, o por
lo menos a la parte del mundo que manda, de que el régimen español era el
resultado de una dinámica de oposición a una revolución marxista. Si todo lo
que tenía Franco para exhibir a su favor era el ejército, eso le convertiría, a los
ojos de Washington y Londres, en un simple y puro dictador bananero (aunque,
la verdad, ni a Londres ni a Washington les ha dolido jamás prendas de apoyar a
dictadores bananeros). Él quería ser otra cosa: la cabeza de una España anormal
creada por una situación anormal, asimismo creada por los comunistas. Ése era
el discurso de sus embajadores pero, para sostenerlo, necesitaba que carlistas,
monárquicos, clases económicas y otros grupúsculos permaneciesen dentro del
régimen, tocando pelo en su cuota de poder. Este hecho es el que hace el
fascismo de Franco tan opinable, porque el fascismo siempre presupone la
hegemonía de un solo partido, de una sola ideología, de una sola cosmovisión.

Los planes falangistas habrían provocado, de llevarse a cabo, la oposición


frontal cuando menos de la Iglesia y del Ejército; y Serrano sabía que, siendo su
cuñado calculador como él, no renunciaría a dos apoyos tan sólidos por
defender un proyecto ideológico, el fascismo, que además le llevaría a entrar en
la guerra. Probablemente Serrano, por lo tanto, sabía desde minuto y medio
después de conocer las intenciones de los falangistas, que eran unas intenciones
irrealizables. Pero se guardó de decírselo, como se guardó, y mucho, de dimitir
del puesto de Viriato de aquella rebelión, movido por su ambición de poder.

El legitimismo falangista esperó unos sesenta días por Serrano. Pasado este
periodo, como no viera movimientos en El Pardo, decidió cantar el órdago.

José Antonio Maravall, en ese momento intelectual falangista de libro, publicó


el 4 de marzo un artículo conmemorando la fundación de Falange. Su texto es
un canto antitecnocrático que demanda el regreso del poder a las manos de los
políticos; como puede verse, pues, eso de «dejar espacio a la política» ni es
nuevo ni es un discurso propiamente de izquierdas. El 1 de mayo, el
subsecretario de Prensa y Propaganda, Antonio Tovar, estrecho y fiel
colaborador de Ridruejo, firmó una orden que eximía a la prensa falangista de la
censura estatal. En los cinco días siguientes, dimitieron de sus respectivos
cargos los hermanos Miguel y Pilar Primo de Rivera, mientras que Serrano
pronunciaba un discurso público, en Mota del Cuervo, reclamando todo el poder
para Falange. Miguel Primo, en su carta de dimisión, afirmaba amargamente
que «la política de España dfiere notablemente del pensamiento de aquél que
nos puso a todos los hombres de la Falange en ardoroso servicio». En mayo de
1941, no se podía imaginar peor acusación para un régimen como el de Franco
como el de haber perdido las esencias joseantonianas. La carta de Pîlar era aún
más amarga; de hecho, la hermana de José Antonio se destacó, por aquella
época, por ir a las conmemoraciones de falangistas muertos durante la guerra a
hacer discursos duros en los que preguntaba si había tenido sentido su martirio.
Casi todas estas palabras, obviamente, las olvidó en sus memorias, escritas
muchos años después.

En realidad, lo más importante es el discurso del 2 de mayo de Mota del Cuervo


por parte de Serrano. El superministro quiso aparecer en aquel acto, que
conmemoraba un mitin de José Antonio en la misma localidad, como el gran
enemigo del retractilado del régimen que, dijo, algunos querían convertir en un
«ciempiés eclecticista», tras lo cual llamó a los falangistas a «levantar su ira y su
orgullo», en una llamada un tanto metafórica que no puede interpretarse como
una alución rebelde; pero tampoco como un signo de acendrada disciplina.

Serrano quiso decirle a Franco en Mota del Cuervo: a estos tíos que andan
cabreados los mando yo. Y Franco dijo: tomo nota.

Ignoramos en su práctica totalidad el tráfico de llamadas y audiencias privadas


que tuvo el general entre el 3 y el 5 de mayo, sólo tres días pues, pero cabe
adivinar que fueron bastantes y que en las mismas no faltaron monárquicos y
carlistas coléricos, cardenales sibilinamente reivindicativos, militares cabreados
y embajadores cautelosamente inquietos. Y digo que debieron ser muchas
porque el movimiento de Franco no deja lugar a dudas. El día 5 nombra
ministro de Gobernación, puesto que llevaba tiempo vacante pero que en la
práctica controlaba Serrano; así pues, le quita un ministerio a su cuñado y,
además, lo hace para nombrar al coronel Valentín Galarza, antifalangista
declarado.

Siguen las dimisiones. En Málaga, dimite el gobernador civil, José Luis Arrese.
José Antonio Girón, que preside la Hermandad de Ex-Combatientes, no dimite,
pero pronuncia públicamente palabras muy amargas. A la llegada de Galarza a
Gobernación, Antonio Tovar, teórico subordinado suyo, dimite, y lo hace
tamnbién José Lorente Sanz, subsecretario del ministerio. El coronel Galarza
sustituye a éste con Antonio Iturmendi, un carlista que tendrá un largo
recorrido en los gobiernos franquistas; pero el nombramiento es importante por
lo que demuestra de voluntad de des-falangizar el mando policial.

Lorente Sanz, por cierto, recibió la oferta de Franco de ser subsecretario de la


Presidencia, cargo que rechazó. Ese rechazo permitió el acceso a dicho cargo de
un militar cercano a Franco que, con los años, plantaría en el suelo las vigas
maestras de la tecnocracia: Luis Carrero Blanco. Se puede decir, por lo tanto,
que la rebelión falangista de 1941 provocó la eclosión de una nueva clase
política, los franquistas propiamente dichos, que gobernarían el país durante las
siguientes tres décadas.

Pero las cosas no iban a quedar ahí. Arriba, el periódico falangista por
excelencia, publicó un artículo titulado: Puntos sobre las íes: el hombre y el
currinche, artículo que todos los historiadores atribuyen a la pluma de Ridruejo.
Por currinche deberíamos leer, hoy, soplagaitas, o similar. Todo el artículo
estaba destinado a demostrar que Galarza era eso: un soplagaitas. El 10 de
mayo, Galarza ordena a Pedro Gamero que una serie de gobernadores civiles,
procedentes del nuevo falangismo, sean nombrados jefes provinciales del
partido. Gamero se niega. Mientras tanto, Serrano está en campaña contra el
ministro de Hacienda, Larraz, a quien considera el mayor enemigo de las
iniciativas nacionalsindicalistas; Larraz, abrumado por las presiones, se va a ver
a Franco ese día 10 y le dice que se abre.

Todo parece indicar que Serrano estaba esperando la entrada de España en la


guerra como movimiento que sacaría a Falange del marasmo y dejaría de una
vez por todas de igualarla con otras sensibilidades políticas del franquismo. Es
posible que a principios de 1941 pensase que Franco estaba maduro para tomar
la decisión, pero lo cierto es que Franco, si alguna vez llevó la decisión de entrar
en la guerra más allá del campo de los deseos personales, en esos meses cambió
de idea. Al Francisco Franco de mayo de 1941 son muchos, sobre todo en su
propio estamento militar, los que le han convencido de que entrar en la guerra
es la mejor forma de darle la vuelta a la tortilla de la guerra civil española,
además a cambio de unas cesiones territoriales que claramente Hitler no podía
conceder.

En tales circunstancias, cualquiera en la posición de Serrano habría pactado.


Mejor cola de león que cabeza de ratón, se suele decir. Estaba en condiciones de
pactar lo suyo, y todo lo que tenía que hacer era dejar en la estacada a los
legitimistas (algo que algunos de ellos, como Arrese o Girón, acabarían por
hacer). Pero, no. Era demasiado ambicioso para eso. El órdago estaba sobre la
mesa, y, a pesar de que Franco hacía como que no lo había oído, él estaba
decidido a dejarlo bien claro.

El ministro-presidente dimitió.

Movimiento erróneo. Muy, muy erróneo. El problema de los malos maniobreros


es que actúan siempre como si el de enfrente estuviese atado de pies y manos.
Un mal jugador de ajedrez es capaz de diseñar su juego si el contrincante no
moviera sus piezas; un buen jugador de ajedrez estima cuáles van a ser los
movimientos de su contrario, y adapta su juego a ello.

Serrano actuó en 1941 como si Franco fuese un papahostias que, acojonado en


El Pardo tras su mesa de despacho, no hiciese movimiento alguno. Lo cual no se
entiende, porque si alguien había visto al ferrolano subir, subir y subir desde
aquel lejano día en que entró en el mar canario hasta mitad del muslo para
subirse al Dragon Rapide, ése alguien era Serrano. Tenía que saber que su
cuñado era algo más que una voz de pito y formación de academia militar.

Para cuando Serrano exhibió, ufano, su dimisión, se encontró con la


desagradable sorpresa de que Franco había segado la hierba bajo sus pies.
Había hablado, personalmente, con tres conspicuos legitimistas (Miguel Primo,
Girón y Arrese) y les había ofrecido ser ministros, con lo que los tres andaban,
para entonces, empalmados por las esquinas de Madrid. Así las cosas, Serrano
sufrió lo que algunos denominan síndrome del general Custer: te lanzas, sable
en mano, con tu caballo, a por los indios, y cuando estás a menos de cien metros
de cien mil pieles rojas, miras atrás y descubres que estás solo; tus compañeros
te han abandonado.

Serrano retiró su dimisión, pero estaba herido de muerte políticamente. Ahora


Franco sabía que era débil. El 19 de mayo hubo cambio de gobierno, en el cual
entraron Arrese, Primo de Rivera y Girón. Ni siquiera Serrano pudo quejarse.
Fueron cesados Gamero y Larraz. Falange tenía más carteras que nunca. Sin
embargo, ahora esas carteras estaban formadas por hombres que se habían
hecho franquistas. Serrano estaba solo.

Bueno, le quedaba Salvador Merino. De momento.

Una vez, cuando Gerardo Salvador Merino era un joven que se marchó a
trabajar a Alicante, se presentó en la ciudad levantina con una carta de
recomendación de un pariente masón, que acudía en la misiva a su condición de
tal. Aquello, como digo, pertenecía a un pasado de Salvador que parecía no
interesar a nadie; sin embargo, en 1941, cuando sus intenciones por permanecer
como uno de los pilares del régimen desde su mando sindical se hicieron
evidentes, labró su desgracia.

En mayo de 1941, Merino, en su calidad de máximo responsable del sindicato


único franquista, realizó una visita oficial a la Alemania de Hitler, organizada
por el propio NSDAP. En Berlín, la delegación falangista se entrevistó con el
ministro de Trabajo, Ley, y con el de Asuntos Exteriores, Ribentropp, amén de
con Josef Goebbels. También estaba prevista una entrevista con Rudolf Hess,
pero el lugarteniente de Hitler decidió exiliarse a Escocia en lugar de recibir a la
delegación de Madrid.

Españoles y alemanes firmaron un convenio por el cual España enviaría


100.000 trabajadores a Alemania (una especie de División Azul laboral, paralela
a la militar que por aquel entonces se armaba), y que quedó en poca cosa. Según
algunas versiones, en sus entrevistas Salvador Merino se mostró partidario de la
entrada de España en la guerra sin condiciones territoriales, a cambio de que el
NSDAP apoyase sin fisuras el fascisto-falangismo, al frente del cual se colocaría
el propio Merino; el cual, de ser ciertas estas versiones, habría decidido no sólo
prescindir de Franco, sino también de Serrano. Esta tesis, en todo caso, es
incomprobable y resulta un tanto difícil de entender, básicamente porque no
cuadra con otras cosas que sabemos. Es probable, desde luego, que los alemanes
deseasen la entrada de España en la guerra. Pero es difícil que la reputasen
como algo absolutamente necesario (de ser así, la actitud de Hitler en Hendaya
habría sido otra); como también es difícil que los mandos nazis estuvieran tan
deplorablemente informados sobre la realidad del poder en España como para
pensar que Gerardo Salvador era alguien con quien se podía hablar de poder;
mucho menos, como también se dijo, de dar un golpe de Estado para derrocar a
Franco.

Pero lo importante no son lo que las cosas son, sino lo que parecen. Von
Stohrer, el embajador alemán en Madrid que coordinaba una política
conciliadora con el franquismo, se quejó ante el gobierno (o sea, Serrano) de
que los falangistas de Berlín hubiesen hablado contra él y sugerido su cese. Por
otro lado, en los círculos militares de Madrid circuló el rumor de que Merino
habría pedido sin ambages a Hitler ayuda y apoyo para un golpe de Estado
fascista. Los buenos conocedores de la Historia de la Alemania nazi no
necesitarán que se se les den más explicaciones sobre las conflictivas, en
ocasiones tormentosas, relaciones entre nazis y militares. La identificación entre
ambos estamentos, perceptible en frases como «los nazis llegaron a París en
apenas unas jornadas» (mentira; fue el ejército alemán), es uno de los signos
más clarividentes de que alguien está hablando sobre Hitler y su tiempo a humo
de pajas o, si se prefiere, sin tener ni puta idea. Con la primera España
franquista pasa lo mismo. Militares y falangistas odiaban a los rojos por igual;
pero eso ni les hacía iguales ni mellaba lo más mínimo la cainita lucha por el
poder que se producía entre ambos estamentos. Los militares, a la luz de las
demostraciones sindicales en la calle de la época, en la que se movilizaban miles
de militantes uniformados y encuadrados militarmemente en unidades, al estilo
de las demostraciones de Hitler en Nuremberg, temían a esas unidades
armadas, que consideraban capaces de dar un golpe de Estado. Los falangistas,
por otra parte, eran pasto de la idea errónea de que ellos habían ganado la
guerra. La guerra civil española la ganaron los militares, pues fueron ellos los
que pusieron el expertise necesario para derrotar al Ejército Popular de la
República. Siguiendo a Franco, los militares estaban dispuestos a compartir los
réditos del triunfo con los grupos y grupúsculos ideológicos que habían apoyado
la insurección. Pero en modo alguno estaban dispuestos a perder la posición
preeminente en el poder.

A la vuelta de Berlín, por lo tanto, pintaron bastos para el proyecto


nacionalsindicalista. Pero Merino, sin embargo, no se arredró. En junio, durante
una reunión agraria, anunció que todos los cargos importantes en la
organización sindical iban a pasar a ser ocupados por auténticos falangistas.
Pero, sobre todo, anunció la cotización sindical obligatoria para las empresas,
así como la sindicación obligatoria para los obreros. Un paso más, por lo tanto,
hacia la integración totalitaria de los productores que propugnaba el
nacionalsindicalismo (la medida está más que ampliamente denotada en los 27
puntos de Primo-Ledesma), la asunción por la OS de los seguros sociales, así
como la total asimilación en la organización de los activos, medios y funciones
de las Hermandades de Labradores, nacidas en una ley de 1906 que ahora se
derogaría.

Estas medidas suponían, por encima de todo, la total absorción en la OS de las


cámaras de comercio, lo cual, en la práctica, suponía desviar un torrente de
pasta gansa, que en estos momentos era controlada por los propios empresarios
que la aportaban a través de los mandos elegidos para las cámaras, hacia las
manos de una Falange plenamente decidida a actuar en el orden económico con
total autoridad. Recibir la financiación de las cámaras, en efecto, habría
convertido al sindicato único falangista en el primer actor económico de
España, de largo. Nada habría podido competir con ellos y, consecuentemente,
de forma casi independiente a quién ocupase la cartera de Economía o Hacienda
en el Gobierno, sería esta organización la que dictase la política económica.

Una vez más, desconocemos el tráfico de mensajes, recados, llamadas y


audiencias privadas que provocó esto en dirección a El Pardo. Pero hemos de
suponer que no fueron pocas. La clase empresarial, absolutamente necesaria
para que el tinglado de un Estado quebrado que sólo a mediados de los años
sesenta pudo clausurar las deudas que tenía con aquellos españoles a los que les
incautó oro durante la guerra civil, pondría pies en pared. Ya hemos dicho que
el propio Álvarez de Sotomayor confesó en su día que tanto él como Salvador
Merino disfrutaban sintiéndose temidos y aún odiados por los empresarios, una
clase que su fascismo radical de tintes jonsistas quería ver como parásita (nihil
novum sub solem, señores indignados). Los empresarios, por su parte, le
calentaron la oreja a Franco, o al régimen, no sé muy bien exactamente a quién;
pero que calentaron orejas, creo está fuera de toda duda.

El 7 de julio de 1941, Gerardo Salvador Merino se casó con María Fermina


Coderch de Sentmenat y, acto seguido, se fue de luna de miel a Formentor.
Estando allí, se enteró de que el general Saliquet, en su calidad de presidente del
Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, le había
denunciado ante Franco por masón. A finales de junio, Saliquet había
completado un dossier sobre las relaciones de Merino con la masonería, que
entregó a Franco; en dicho dossier se encontraba la famosa carta de Alicante.

Franco se presentó en su consejo de ministros, trufado de falangistas que ahora


le eran fieles, y exigió de sus ministros, uno a uno, que expresaran su opinión al
respecto. Jugada maestra; a ver quién es el guapo que antepone su ideología
delante del resto y no le dice al Jefe del Estado lo que quiere oír. Parece ser que
hasta hubo algún ministro que, en un paroxismo de fidelidad, pidió el
fusilamiento de Merino. El 23 de julio, el Tribunal le abría expediente, se le
apartó del cargo, y en octubre fue condenado a doce años y un día de reclusión
menor, aunque el propio tribunal recomendaba el indulto.

El gobierno desestimó dicho indulto, pero le cambió la reclusión por


confinamiento, por el mismo periodo de doce años y un día. Fue así confinado
en la localidad gerundense de Calella, aunque el 22 de diciembre de 1944 Franco
le concedió el indulto parcial, que conservaba la inhabilitación para cualquier
cargo. En 1948 llegó el indulto total, y pudo volver a ser notario. Pero, para
entonces, Gerardo Salvador Merino había desaparecido de la Historia de
España.

Los meses que siguieron al cese de Merino se destacan por la creciente tensión
entre el ejército y Serrano, ya el único representante poderoso de la alternativa
fascista para España. En junio de 1942, por ejemplo, Serrano consiguió el cese
del general Espinosa de los Monteros de la embajada española en Berlín, donde
obviamente quería a alguien más pastueño con sus deseos (el conde de
Mayalde). Espinosa, en la toma de posesión de la capitanía general de Burgos,
su nuevo destino, pronunció un discurso en el que soltó tal cascada de dicterios
contra Serrano que fue fulminantemente cesado. Algunas semanas antes, Felipe
Ximénez de Sandoval, falangista y mano derecha de Serrano en el Ministerio, se
arreó una mano de hostias con unos jóvenes monárquicos.

El ejército franquista se movilizaba para conseguir, no sólo anestesiar a la


Falange, sino sacar a pasear el principal objetivo que siempre había mantenido,
de una forma u otra, desde el estallido de la guerra civil: la restauración
monárquica. Los conspicuos jefes militares, con el general Varela a la cabeza,
presionaban a Franco para que avanzase en este sentido. Pero Franco no tenía
ni media intención de abandonar el poder. Fruto de este deseo es la creación de
las Cortes Españolas, una cámara representativa orgánica que, según el
pensamiento del Caudillo, colmaba las demandas de institucionalización del
régimen, que hasta entonces no dejaba de ser el estado de cosas nacido de una
guerra.

¿Habría podido Franco soportar, en el invierno del 42, la presión combinada del
falangismo serranista y el monarquismo embebido en la clase militar? Nunca lo
sabremos. Nunca lo sabremos porque a Franco, además de asistirle una
inteligencia natural en la gestión de los tiempos, le asistía la suerte. Y tuvo la
suerte de que en agosto de aquel año ocurriese algo que le eliminó un término
de la ecuación. Pues en agosto de 1942, queriendo o sin querer, la Falange, como
sensibilidad política distinta del franquismo propiamente dicho, se suicidó.

El 16 de agosto de 1942, en el vizcaíno santuario de la Virgen de Begoña, se


celebraba una misa de inspiración carlista, conmemorativa de la victoria de la
guerra civil, en la que participaban diferentes unidades requetés de los frentes.
El general Varela, ministro del Ejército y cada vez más cercano al carlismo tras
su matrimonio con Casilda de Ampuero, presidía la celebración, junto al
ministro del Aire, Jorge Vigón, y Antonio Iturmendi, subsecretario de
Gobernación.

A la salida del acto religioso se produjeron hechos confusos. Diversos carlistas,


conforme el general Varela traspasaba el umbral de la basílica, dieron vivas al
rey; momento en el cual, al parecer, un grupo reducido de falangistas que se
encontraba en el exterior arrojó dos bombas, quizás granadas, de las que sólo
explotó una, que causó diversos heridos.

Llovía sobre mojado. La competencia entre falangistas y requetés estuvo a la


orden del día desde el primer minuto del guerra civil, derivando con gran
facilidad en puro y simple odio. En realidad, el problema tiene dos dimensiones:
la competencia entre falangistas y carlistas por buscar su lugar, a ser posible
preeminente, en la ideología del nuevo régimen; y, dentro de cada ideología, el
conflicto entre asimilados, esto es aquéllos que aceptaban el proyecto de partido
único y consecuentemente desdibujaban su condición de falangistas o carlistas,
y los intransigentes. En el verano del 42 fueron muchas las celebraciones
carlistas en el País Vasco, terreno que ahora consideraban como suyo, lo que
puso bastante nerviosos a los cuadros falangistas. Nadie, sin embargo, esperaba
que la cosa fuese a destilar en una agresión de este tipo.

Pronto se pudo identificar a la persona que había lanzado las bombas: se trataba
de Juan Domínguez Muñoz, burócrata del Sindicato Español Universitario,
surto en San Sebastián. Estaba acompañado de falangistas bilbaínos, otros
pucelanos, e incluso dos miembros de la División Azul recién llegados de Rusia;
lo cual abona la tesis de quienes sostienen que los falangistas se reforzaron en
los días anteriores al acto de Begoña, probablemente con la intención de hacer
algo (las fuentes falangistas, por supuesto, sostienen que estaban allí poco
menos que de casualidad).

Los carlistas consideraron aquello como una agresión intolerable y pusieron a


Franco contra las cuerdas una vez más. Esta vez fueron ellos, en las personas de
Esteban Bilbao y Antonio Iturmendi, los que dimitieron de sus cargos,
colocando al jefe del Estado en la tesitura de tener que defenderlos. Asimismo,
el general Varela desarrolló con rapidez la teoría (poco creíble) de que se había
tratado de un atentado personal que buscaba su vida.

Varela intentó que la reacción a lo de Begoña fuese fulminante. Sin embargo,


Franco optó, en ésta como en otras circunstancias de su mandato, por
exactamente lo contrario. Dejó la horchata reposar y, de hecho, no regresó de
sus vacaciones galaicas hasta el 27 de agosto, como si el atentado no tuviese la
mayor importancia. Además, adoptó una postura más equidistante de lo que
Varela y los carlistas hubieran esperado. Al general, de hecho, le dio a entender
que daba credibilidad a algunas versiones falangistas, según las cuales a las
puertas de Begoña no sólo se habían dado vivas al rey, sino mueras a la persona
de Franco; lo cual colocaba a Varela, al fin y al cabo ministro de su gobierno, en
una posición desairada.

Es muy posible que Franco supiera bien que esas versiones que citaba eran
demasiado fantasiosas, puesto que convertir el acto de Begoña, como hacían
algunos falangistas, en una especie de movilización oculta de nacionalistas y
rojos disfrazados de carlistas, tiene poco pase. Pero lo hizo porque estaba muy
cabreado con Varela y con el ministro Galarza. Ambos habían dado pasos por su
cuenta, cursando órdenes a las capitanías generales Varela, y a los gobiernos
civiles Galarza, que el Caudillo consideraba le debían haber sido consultadas
pues, al fin y al cabo, en España sólo mandaba una persona, y esa persona era él.

Consecuentemente con este cabreo, el 3 de septiembre, Franco cesó a Galarza y


lo sustituyó por un franquista fiel, Blas Pérez González. Como cesó a Varela, al
que sustituyó por el general Asensio. Pero la guinda del pastel fue el cese del
ministro de Exteriores y presidente de la Junta Política, Ramón Serrano Súñer.
Un día antes, Domínguez había sido fusilado.
En 1942, pues, nos encontramos con una estrategia que volveremos a ver en
1956, cuando el incidente de Miguel Álvarez y su casi muerte. Lo cual nos lleva a
pensar que ambos incidentes, por repetidos en su esencia, formaban parte de la
forma de actuar de Franco. A Franco todo lo que le importaba era permanecer
en el poder; es por eso que creo que historiar el franquismo consiste,
básicamente, en historiar la relación de Franco con el poder, y todo lo que hizo
para conservarlo. El ferrolano sabía que era el guardían de una jaula de grillos.
Nada más lejos de la realidad que la visión del franquismo como un hecho
monolítico en el que todo el mundo opinaba lo mismo; el mundo de las
opiniones no se acaba en la dicotomía entre democracia y dictadura. El
franquismo, pues, era un reactor nuclear recalentado, y la estrategia de Franco
era, claramente, dejarlo calentarse, esperar hasta que la temperatura era ya
insoportable, y entonces actuar.

Cuando actuaba, además, lo hacía demostrando que no tenía más fidelidad que
consigo mismo y aquéllos que, como Carrero, le profesaban una total fidelidad.
Jamás, en todo su largo mandato, actuó Franco decantándose sin ambages por
uno de los flancos enfrentados. Más bien, solía aprovechar los enfrentamientos
para llevarse por delante a los enfrentados, a todos. En 1942 obró de esa forma.
Fusiló a Juan Domínguez, con lo que éste se convirtió en un raro caso de
falangista ejecutado por Franco que es una auténtira rara avis en la Historia del
franquismo; se llevó por delante al frontispicio del monarquismo militar, en el
general Varela; y se llevó por delante, en un sacrificio en el que pocos creían
antes de producirse, a su mano derecha, a su gran estratega, para colmo su
cuñado, Ramón Serrano Súñer.

A Franco le daban exactamente igual los méritos de guerra, los vínculos de


camaradería, el parentesco o las deudas estratégicas del pasado. Todo lo que
quería era que su clase política entendiese algo: aquél a quien se le ocurriese
tratar de hacerle sombra, aquél a quien se le ocurriese insinuar que el poder en
España debía ser ostentado por otro que no fuese él, Franco lo colocaría bajo los
rodillos del Régimen, y lo aplastaría.

Con la caída de Serrano, el sueño de la España fascista quedó herido de muerte,


máxime conforme fue avanzando la guerra y Franco, militar al fin y al cabo, fue
dándose cuenta de que el fascismo iba a perderla. Eso sí, si creyó haber matado
también el monarquismo, estaba muy equivocado. Otra cosa no serán los
Borbones; pero inasequibles al desaliento, lo son un rato.

En el proceloso mundo de las opiniones sobre el franquismo, donde proliferan


los clarinetistas de oído, hay no pocos analistas, monárquicos por supuesto, que
consideran que, en el fondo, todo lo que hizo Franco desde que fue designado
Generalísimo de los ejércitos nacionales, lo hizo para sacarse de encima el
pecado original de haber llegado a tal posición gracias al apoyo de los generales
dinásticos; es decir, gracias a la idea, engendrada pero no creada, de que el
general se comprometía, de alguna manera, a limitarse a ser agente para el
regreso borbónico. Por una vez y sin que sirva de precedente, estoy bastante, por
no decir muy de acuerdo, con este punto de vista coronado.
Mi tesis, creo que ya la he dejado evidente en pasados párrafos de esta historia,
es que Franco decidió ser el autócrata de España desde el primer momento;
nunca pensó ni en devolverle la jefatura del Estado a un miembro de la Familia
Real, ni en entregarle el país a Falange, ni en convertir España en una especie de
teocracia siglo XX. Franco era sólo levemente monárquico, no-falangista sin
llegar (por supuesto) a ser antifalangista, y no suficientemente católico como
para apoyar cualquiera de estas iniciativas. Franco era, por encima de todo,
franquista. En 1940, además, comenzaba a dejarse llevar por ese sentimiento
que acaba embargando al responsable político, dictatorial o democrático, que
pasa demasiado tiempo en el poder: la idea de lo mucho que el pueblo español le
debía. En su idea, él había sacado a España del marasmo, la había librado de
convertirse en una dictadura comunista, y ahora estaba en el camino de llevarla
por la senda de la prosperidad y el bienestar (no por casualidad, en cuanto
pudo, le regaló a los españoles un litrito de aceite de oliva por Navidad). España
se lo debía todo a él, y más bien poco a los borbones; en lo primero se
equivocaba, en lo segundo ya no tanto. Además, es muy probable que Franco,
como buen español de derechas, veía en el generoso gesto de Alfonso XIII de
quitarse de enmedio el 14 de abril del 31 un deje de traición, que destilaba, con
los años, en inmerecimiento. Ciertamente, a los reyes se les suele echar, o
ejecutar; no es normal que se vayan ellos; y en España había toda una corriente
de opinión de derechas, que acabó casi en su totalidad atraída por el Lado
Oscuro de la Fuerza Falangista y de las JONS, que veía en el gesto de Alfonso
XIII el temblor de los cobardes. Jamás republicano exiliado alguno pudo
escribir páginas más despreciativamente críticas hacia la figura del Borbón
como las que escribieron más de una y más de dos plumas falangistas.

Franco, pues, se apresuraría a declarar la naturaleza de España como reino


pero, al mismo tiempo, dejaría a propósito libre la silla del rey hasta que el
Parkinson y el Foreign Office, a partes iguales, le presionasen para designar a un
Borbón que él creía criado a sus pechos, atado y bien atado, bla.

El objetivo de Franco, from the scratch to the last second, fue perpetuar el
franquismo, y estaba dispuesto a enfrentarse con todo aquél que tratase de
borrar esta primera línea del programa del poder.

Al inicio, no lo tenía difícil. Los monárquicos, para empezar, eran carlistas o


alfonsinos; pero es que, dentro de éstos, los había partidarios del viejo rey y los
que lo eran de su hijo, el experto marinero Juan de Borbón. El 15 de enero de
1941, Alfonso XIII resolvió este problema renunciando a sus derechos dinásticos
(gesto postrero, pues moriría poco más de un mes después), lo cual dio alas a los
monárquicos para empezar a montar su bulla. Desde mediados del año anterior,
en todo caso, Eugenio Vegas Latapié ya estaba intentando articular
un lobbymonárquico dentro del franquismo, de momento con escaso éxito.

En realidad, el gran problema de Franco frente a la monarquía se produce a


partir de 1942; paradójicamente, el momento en el que su victoria frente a
Falange es total. En 1942, en palabras de Churchill, giran los goznes de la
Historia y la suerte de la segunda guerra mundial comienza a cambiar de color.
Los fascistas van perdiendo, y el franquismo se queda un poco con el culo al
aire. Este hecho no pasa desapercibido para muchísimos miembros de la cúpula
militar (que, no nos cansaremos de repetirlo, fue siempre el verdadero aval de
Franco para permanecer en el poder), que amibicionan una normalización
política (que no democrática) bajo el paraguas de un Borbón presentable que
mantenga a los hijoputas exiliados, se declare católico, opustólico, romántico y
lo que haga falta, pase no menos de 10 horas diarias vestido de militar y crea en
la democracia orgánica.

En esa situación, la opción de Franco es la de muchos gallegos: dejar hacer. Ante


sus ojos casi inanes, permite el desarrollo del enfrentamiento esencial existente
entre Falange (aunque ya debiéramos hablar, para ser más fieles a la realidad,
de FET y de las JONS) y los monárquicos o, si se prefiere, germanófilos contra
aliadófilos conservadores al estilo Churchill. Ya hemos visto que las dos
facciones se han visto las caras en 1942 en Begoña. En junio de 1943, en
desarrollo de este conflicto básico, 27 procuradores de las Cortes recientemente
creadas por Franco para parecer una democracia firman un papel solicitando la
vuelta de la monarquía. El 8 de septiembre, Franco recibe una carta que le dice:
«Quisiéramos que el acierto que entonces nos acompañó [se refiere a la
designación de Franco en el 36] no nos abandonara hoy al preguntar con
lealtad, respeto y afecto a nuestro Generalísimo, si no estima como nosotros
llegado el momento de dotar a España de un régimen estatal, que refuerce el
actual con aportaciones unitarias, tradicionales y prestigiosas inherentes a la
forma monárquica. Parece llegada la ocasión de no demorar más el retorno de
aquello modos de gobierno genuinamente españoles que hicieron la grandeza de
nuestra patria». Al pie de la carta firman los generales Orgaz, Dávila, Varela,
Solchaga, Kindelán, Saliquet, Monasterio y Ponte.

Léase el párrafo con atención. Los generales se dirigen a Franco, en 1943, con el
cargo recibido siete años antes para ganar una guerra que, entonces, hacía
cuatro años que había terminado. Desde que fue Generalísimo, Franco fue
varias cosas, la más importante de ellas, jefe del Estado. Pero los militares
eluden apelarlo de tal en la misiva, lo cual emite el claro mensaje de que no
consideran que dicho apelativo deba serle aplicable al ferrolano. Por lo demás,
bien leída, la carta tiene sus toques, que diría Ned Flanders, subversivitos; pues
si dice que España, con monarquía, se beneficiaría de aportaciones hacia la
unidad, la tradición y el prestigio, por lógica parda está diciendo que, en el
momento presente, el régimen tiene déficit de estas cosas. Es evidente, por lo
demás, que un grupo de generales del ejército español que ganó la guerra civil,
cuando hablan de falta de unidad en su España, no pueden estarse refiriendo a
los republicanos exiliados, sino a la propia argamasa del régimen. Con todo el
respeto y el afecto que quieran, estos generales, en su carta colectiva, están
acusando a Franco de no ser capaz de aglutinar debidamente la morterada de la
nueva España.

Con esta carta, pues, la monarquía juega sus cartas, que son dos: una (mal que
le pese a los monárquicos contemporáneos), apostar por una monarquía que, en
las formas y en las libertades, no haría sino continuar el franquismo; eso de que
los Borbones han sido demócratas durante todo el siglo XX es afirmación
bastante discutible. Y dos, apelar al hecho de que Franco es incapaz de unir al
país, que dicha unidad sólo puede realizarse bajo el paraguas dinástico;
estrategia, ésta última que acabará por triunfar en 1969 con la designación de
Juan Carlos de Borbón, y en 1975 con la llamada Transición.
Franco, como dije, deja hacer. De la misma manera que hace para que el
español medio ni se entere de la carta, deja que la misma se conozca en los
despachos donde puede despertar nervios, es decir los de
la nomenklatura falangista. Y no hace más, porque no le hace falta. Una cosa
que los clarinetistas de oído suelen olvidar, a veces por interés a veces por
simple y pura estulticia, es que cuando menos durante toda la década de los
cuarenta, y yo diría que buena parte de los cincuenta, Francisco Franco podría
haberse presentado a cualesquiera elecciones que le hubiese dado la gana: las
habría ganado de calle. España estaba con Franco; esos españoles nostálgicos de
un régimen de libertades y bla de las series de la TVE son, nunca mejor dicho,
personajes de ficción. En el momento en que el general no hizo movimiento
alguno tras la carta, ésta, como en las pelis de espías, se autodestruyó. Porque
Franco, en 1943, tenía el mango, y el cazo, bien controlados.

Cuando la guerra entra en sus últimas boqueadas, ya la cosa cambia. Juan de


Borbón, un personaje al que le cabe sospechar tantas buenas intenciones como
ambición malsana, sale de la cueva suiza cuando ya tiene claro que Hitler va a
palmar y lanza su famoso manifiesto de Lausana, donde acusa al régimen
franquista de ser «contrario al carácter y tradición de nuestro pueblo», exige a
Franco que reconozca el fracaso de su solución totalitaria para España y pide
paso para la monarquía; único régimen, dice, capaz de garantizar «la religión, el
orden y la libertad». Ojo con el orden de la enumeración, que no es baladí.

El manifiesto de Lausana tiene de demócrata lo que Iker Casillas de culé. Es


un quítate tú que me pongo yo de carácter básicamente continuista. Será el
fracaso de dicho manifiesto, de hecho, el que moverá a Juan de Borbón a hacer
caso a Gil-Robles, y jugar la baza del acercamiento de las izquierdas en el exilio;
acercamiento sobre el que Indalecio Prieto acabará por derramar amargas
palabras porque, la verdad, los de Estoril le hicieron un trile de narices.

Franco reacciona ante este manifiesto mediante una ofensiva jurídica tendente a
retacar la fachada del régimen y así hacerlo parecer como un régimen
respetable, en modo alguno provisional, y alejado de la idea del totalitarismo
(paréntesis para clarinetistas: totalitarismo y dictadura no son palabras
sinónimas). En junio de 1945, en 48 horas, las Cortes aprueban el Fuero de los
Españoles. Es la primera vez que, jurídicamente, el franquismo otorga derechos
a sus ciudadanos; aunque bien es verdad que, como dichos derechos nunca
quedaron propiamente desarrollados en leyes, fueron más fachada que otra
cosa.

El 17, también de junio, ante el Consejo Nacional de FET y de las JONS, Franco
pronuncia un discurso en el que asevera que, cuando llegue el momento, no
habrá otra salida para España que volver a ser una monarquía. El 20 de julio,
crisis de gobierno. Alberto Martín Artajo, orco creado en la sala de máquinas del
propagandismo católico de Ángel Herrera, es nombrado ministro de Asuntos
Exteriores; un nombramiento que tiene el rabillo del ojo puesto en lo que está
pasando en media Europa, donde partidos y políticos de inspiración demócrata
cristiana están llegando al poder. La presencia falangista queda reducida a su
mínimo común divisor (Girón y Fernández Cuesta).

El 11 de septiembre de 1945, el saludo fascista queda derogado en España.


A pesar de sus intentos, Franco no logra contener la hemorragia. En febrero de
1946, 500 personalidades firman un manifiesto a favor de la monarquía;
firmantes del mismo son los dos grandes mamporreros de la designación de
Franco como Generalísimo: Kindelán y Yanguas Messía. Además, el
nombramiento de Artajo no impide la deriva antifranquista del exterior, que
hace vivir sus mejores momentos a los republicanos en el exilio. En junio de
1945, la conferencia de San Francisco proscribe a la España franquista. El 21 de
noviembre de 1946, la Casa Blanca llama a casita a Norman Armour, embajador
en Madrid. Francia cierra la frontera. El 9 de diciembre, todos estos
movimientos provocan la primera demostración espontánea de adhesión al
franquismo de la plaza de Oriente; la de la famosa pancarta Si ellos tienen UNO,
nosotros tenemos dos.

En realidad, aquella manifestación de adhesión inquebrantable no era más que


un primer paso. El segundo era el referéndum.

Los referéndums molan. Es dificilísimo, incluso en condiciones democráticas,


convocar una consulta popular, y perderla. Además, ya lo he dicho y lo repito, en
1947, Franco no podía perder una consulta popular, porque gozaba de un
aplastante apoyo social e, ítem más, los pocos que no le apoyaban no podían
acercarse a menos de 1.000 kilómetros de la urna. Someter la Ley de Sucesión a
referéndum supondría obtener, definitivamente, el aval para la condición de
Franco como Jefe del Estado; su estatus dejaría de ser, digámoslo
zapaterilmente, discutido y discutible. Por lo demás, la nueva ley dilataba ad
calendas graecas la designación de sucesor; que es justo lo que Franco quería,
pues antes se habría arrancado los dedos de los pies a mordiscos que entregarle
la jefatura del Estado al autor del manifiesto de Lausana.

Esteban Bilbao, el carlista entendido el leyes, le preparó la Ley de Sucesión, que


ya tenía lista en la primavera del 47. Carrero Blanco se va a Estoril a consultar
con Juan de Borbón el texto, aunque en realidad poco menos que se lo deja en la
esquina de una mesa antes de salir de najas del lugar. Juan de Borbón,
encabronado, responde con un manifiesto el 9 de abril, cuya redacción, la
verdad, debió aconsejársela algún enemigo infiltrado, porque no tiene
desperdicio. El 6 de junio, los españolitos fueron a votar; fueron incluso los que
no fueron, y la consulta se ganó con un 93% de síes. El 7% restante era eso que
los cinemáticos llaman un rozamiento despreciable.

España se había convertido en un reino sin rey. Non plus ultra.

Tres días después de la gran manifestación de la plaza de Oriente, el 12 de


diciembre de 1947, la ONU, reunida en Flushing Meadows, aprobaba una
resolución contra el gobierno español. Se suele decir que este punto, junto con
la declaración de San Francisco, marcan el punto más bajo del prestigio
internacional del franquismo. Y es cierto. Pero, sin embargo, tan cierto como
eso lo es el hecho de que, aguas adentro de España, las iniciativas de la ONU, en
realidad, le vinieron de perlas al dictador.

Nadie puede negar que el 9 de diciembre, la mayoría de los centros de trabajo en


Madrid cerraron a media mañana para facilitar la asistencia a la concentración.
Pero tampoco es racional negar que en la manifestación hubo mucha gente que
estuvo porque quiso estar; como lo es que el movimiento de Flushing Meadows,
apenas 72 horas después, también hizo mucho por convencer a no pocos
españoles. Ahora que está tan de moda recordar, en el cine y en la tele, los
tiempos del primer franquismo, llama la atención la ausencia de este
sentimiento, que era muy amplio entonces: el sentimiento, totalmente
justificable, de rabia ante la imposición «de fuera»; la sensación de que era
desde otros ámbitos del mundo desde donde se quería resolver la situación de
España.

Hay quien ha escrito, y no es un análisis que convenga tirar a la basura sin más,
que si el mundo hubiese reaccionado a la posguerra franquista abriendo
embajadas y practicando una estrategia de pataditas en las canillas, todas leves
pero en gran número, el franquismo lo habría tenido muy difícil para pervivir en
el largo plazo porque, de alguna manera, era un sistema que, dejado a su bola,
corría peligro de hundirse bajo el peso de sus propias contradicciones y
enfrentamientos internos.

Alguien tan poco sospechoso de simpatías con Franco como Salvador de


Madariaga le lanzó, en su día, tres torpedos a la línea de flotación de la
estrategia de la ONU: uno, le puso a Franco a huevo la crítica desde el punto de
vista moral, puesto que, ¿qué declaración era ésa que había sido votada
positivamente por un país como la URSS, que había creado un sultanato
comunista a su servicio pisoteando los derechos y deseos de los pueblos
afectados?; dos, la resolución fue tan lejos que hizo evidente que tanto Estados
Unidos como Reino Unido se sentían incómodos apoyándola, por lo que Franco
tuvo claro desde entonces qué chepas tenía que palmotear; y, finalmente,
careció de consecuencias prácticas para España.

De hecho, como digo, los años críticos para Franco en el entorno internacional
son, sin lugar a dudas, los años en los que su poder (objeto de estas notas) fue
menos cuestionado. Esto le dio al dictador margen de maniobra suficiente como
para hacer lo que ahora sabía que tenía que hacer, que no era otra cosa que
dorarle la píldora al amigo americano. Las negociaciones con Washington
fueron muy rápidas, y ya en septiembrede de 1953, la España de Franco alcanza
un acuerdo con los EEUU para firmar un tratado militar que permitió, durante
décadas, que Estados Unidos utilizase el suelo español como base estratégica, a
cambio de más bien poco.

Todo este apoyo incondicional a Franco, que se revaluó además conforme,


gracias a las cesiones y buenas relaciones, pudo el dictador exhibir ante sus
administrados la normalización internacional del régimen, tenía fecha de
caducidad. Ya hemos dicho con anterioridad que la España de los años
cuarenta, nos pongamos como nos pongamos, era una España franquista de la
cruz a la raya. La de los años cincuenta permanece en esa situación, pero ya
empiezan a producirse los primeros atisbos de rebelión. O más bien dos. Una
interna, y la otra externa. Y una trae la otra.

En primer lugar, está el conflicto externo al franquismo. Franco vivía,


fundamentalmente, del recuerdo de la II República y la guerra civil. Su gran
argumento, cada vez que las cosas se ponían feas, era recordarle a los españoles
que se habían cagado de miedo y lo habían visto todo perdido, y con eso lograba
que la sociedad española tragase con lo que hiciese falta. Pero, obviamente, para
un dictador longevo, la demografía opera en contra. A mediados de los años 50,
las universidades españolas comenzaron a poblarse de jóvenes que, cuando
estalló la guerra, eran apenas unos mamones, en el sentido estricto de la
palabra. Los que a menudo se ha conocido como los jaraneros del 56 eran
estudiantes a los que el gran argumento franquista les resbalaba, porque ellos
no habían pasado ni miedo ni hambre; así pues, empezaban a contemplar el
pasado de España con otros ojos. Los jaraneros, además, vinieron a unirse, en el
crisol universitario, con los primeros desencantados del franquismo, falangistas
y católicos, como Dionisio Ridruejo; y tuvieron la suerte, además, de
encontrarse con un ministro de Educación de escasas voluntades represoras
como Joaquín Ruiz Jiménez.

Todo empezó por un club de poesía. Un grupo de estudiantes quiso organizar


encuentros poéticos y culturales y parece ser que la estructura falangista incluso
puso a su disposición para ello un piso en la calle Alcalá, frente al Retiro.
Aquellos encuentros, sin embargo, derivaron pronto de la metafísica
declamación de églogas de bello metro al intercambio de ideas sobre la
necesidad de una reforma democrática del país.

En este ambiente, en octubre de 1955, con aval rectoral (Pedro Laín Entralgo,
otro falangista de libro que comenzaba a virar), un grupo de jóvenes
universitarios, entre los que estaban Ramón Tamames, Enrique Múgica, Javier
Pradera o Fernando Sánchez-Dragó, lanzó la idea de un congreso de escritores
jóvenes. En diciembre, una Orden Ministerial creaba el centro culturalTiempo
Nuevo. A finales de enero de 1956 Tiempo Nuevo elaboró y publicó un
manifiesto exigiendo la convocatoria del congreso, que fue muy critricado por el
SEU. El sindicato estudiantil falangista, que ya contemplaba todos los
movimientos de los tiemponovinos con creciente desconfianza, decidió que
hasta ahí había llegado la burra.

El 7 de febrero había elecciones en la factultad de Derecho, sita entonces en el


caserón de San Bernardo, y el ambiente de enfrentamiento entre, digamos,
renovadores y oficialistas, hizo que el SEU comenzase a ver que iba a perder
unas elecciones que creía ganadas (como todas). Jesús Gay, jefe del SEU,
decidió reaccionar llamando a la XX Centuria de la Guardia de Franco, que
entró en la facultad como un elefante en una cacharrería, repartió unas cuantas
hostias e incluso le rifó un par al propio decano. Aquello provocó una marcha
semiespontánea de varios centenares de estudiantes, que se dirigieron por la
Gran Vía a la ciudad universitaria, para contarle la movida a los de otras
facultades. Además, una lápida de la facultad de Derecho que honraba a los
caídos por Dios y por España fue semidestrozada.

El atentado contra la lápida movilizó más a los falangistas, que en número de


varios centenares (y, se comenta en algunas memorias, no todos estudiantes) se
presentaron en la facultad y cantaron el Cara al sol frente a la lápida. Mientras,
frente al Ministerio de Educación se producían algunos actos de protesta. Esa
noche, un grupo falangista asaltó el llamado Colegio Estudio, donde causó
varios destrozos.
Con estos antecedentes llegamos al 9 de febrero, el Día del Estudiante Caído.
Los falangistas celebraban el DEC desde que, en 1933 y en dicha fecha, fuese
asesinado un adolescente falangista, Matías Montero, a manos de unos
socialistas. Lo mataron, al parecer, por haber participado algunos días antes en
un asalto de falangistas en la facultad de Medicina, con destrozo de mobiliario
incluido.

El asesinato de Montero fue especialmente aleve y cobarde, y por eso Falange lo


recordaba (honradamente, no sé si aún lo recuerda) con mucha dedicación
(tema que nunca he entendido muy bien; puestos a elegir un mártir falangista
como ejemplo, yo votaría por Juan Cuéllar). Varios miles de camisas azules se
concentraron en la calle de Víctor Pradera, cerquita de Marqués de Urquijo. Al
terminar el acto, diversos grupos, camino del centro, remontaron esta última
calle y tiraron por Alberto Aguilera.

A la altura del Colegio de Areneros, de casada ICADE, se encontraron con un


grupo nutrido de estudiantes, diremos que de izquierdas, con los que se
enfrentaron violentamente. Un grupo de estos falangistas se parapetó en la
esquina de Galileo con Alberto Aguilera (el merdé de los de izquierdas venía de
la glorieta de San Bernardo) y sacó sus armas. No ha de extrañar esto. En
aquella época eran muchas las unidades de Falange, incluso las centurias de
balillas o montañeros donde había gente muy joven, que manejaban armas.

Y hasta aquí puedo leer, porque el resto es misterio. Un adolescente llamado


Miguel Álvarez, que se encontraba agachado en el parapeto, recibió un tiro en la
cabeza. En puridad, hubo otro herido que casi nunca se cita, un estudiante
llamado Joaquín Ferrero; pero, por los datos que tengo, en su caso no fue cosa
de mucho.

Lo de Álvarez, sin embargo, fue grave. Gravísimo. Las teorías son tres: o bien,
tesis ésta que suele ser la más aceptada, algún compañero del militante del
Frente de Juventudes, hallándose detrás de él, no pudo evitar que se le
disparara la pistola, y le hirió por error; o bien Álvarez fue herido por la policía;
o bien fueron los estudiantes de oposición (que dudo mucho que pudieran estar
armados). Lo importante, en todo caso, es que la herida fue crítica.

España pendió durante horas de un hilo, y ese hilo era la vida de Miguel Álvarez.
Para Falange, todo lo que venía pasando de tres meses para allá: la subversión
refugiándose en asociaciones avaladas por el propio ministerio, la oposición
desafiando a Falange en la universidad, los estudiantes saliendo a la calle a
protestar, era un signo inequívoco de que el régimen se estaba volviendo, se
había vuelto, blando. Durante años, habían creído haber segado la mala hierba
roja, pero ahora los rojos estaban en su misma casa, y les disputaban la
supremacía, ayudados por los tibios como Ruiz Jiménez, o los directamente
traidores como Laín.

Pocas dudas me caben de que Falange tenía la intención de volver a poner las
cosas en su sitio. Que no mienten los libros y recuerdos que apuntan a la
realización de listas negras con los nombres de las personas que iban a ser
visitadas a partir del momento en que Álvarez exhalase su último suspiro. En
aquellas tensas horas de la tarde-noche del 9 de febrero, faltó menos de medio
milímetro para que se iniciase un pogromo azul.

Pero no hubo nada, porque los cirujanos salvaron la vida de Álvarez. Quedó
seriamente dañado y disminuido, pero estaba (está, creo) vivo.

Franco llamó a capítulo a su gente a las cuatro de la tarde, cuando aún no se


sabía qué dirección tomaría la crisis. Acudieron a El Pardo Blas Pérez, ministro
de Gobernación, y el propio Ruiz Jiménez. Como el responsable de Falange,
ministro Secretario General del Movimiento Raimundo Fernández Cuesta,
estaba en Brasil (en la toma de posesión del presidente Justelino Kubitschek),
en su lugar acudió Tomás Romojaro, que había estado en el acto del Estudiante
Caído. Este gabinete de crisis observó los sucesos hasta el día 11, en que cerró la
Universidad de Madrid y suspendió los derechos de residencia y relativos a la
detención gubernativa del Fuero de los Españoles. Falange, por su parte,
ejecutaba la expulsión de Ridruejo, al que consideraban padre de las movidas.
Eso no pudo evitar que en los colegios mayores y otros establecimientos
estudiantiles se mascase la tragedias.

Franco necesitaba abrir la espita. Pero esperó al regreso de Fernández Cuesta, el


14, y el miércoles 15 le cesó, a él y a Ruiz Jiménez.

Es posible que el ferrolano considerase que con esto (más la supervivencia de


Álvarez) dejaba resuelto el problema. Sin embargo, hay un documento que, en
mi opinión, se destaca poco en los libros de Historia, y que es muy relevante a la
hora de hacer esta valoración. Me refiero a una carta que José Antonio Girón de
Velasco, ministro de Trabajo, le dirigió a Franco el 19 de abril de aquel año;
pocas semanas después, por lo tanto, de los sucesos.

A todo aquél que tenga la posibilidad de hacerse con esta carta, bastante larga,
le recomiendo que lo haga, y que la lea. Es, en mi opinión, muy reveladora del
ambiente falangista (falangista; no de FET y de las JONS) en aquel momento.
Girón afirma en su misiva que los sucesos del 9 de febrero, en cualquier otro
país, no habrían provocado los problemas y la ira que se ha producido en
España. Y ataca: «El español se pregunta: si un tiro a un joven estudiante, un
manifiesto clandestino en ciclostil, una algarada de estudiantes, una huelguecita
descencadenada por elementos indisciplinados o impacientes, son cosas capaces
de hacer perder los nervios al país, ¿qué ocurrirá el día que nos falte Franco?»

Este párrafo es Girón en estado puro. Este falangista castellano sabía combinar
como nadie, en sus escritos, la lealtad a la figura de Franco (que le profesó,
literalmente, hasta el último suspiro de ambos) con la voluntad de ponerle los
puntos sobre las íes. Una lectura bienintencionada de la frase querrá ver en ella
la angustia sincera de un militante que de repente se da cuenta de lo terrible que
ha de ser la falta de su Jefe (no se olvide que Franco, en 1956, tiene ya casi 65
años, que son como setenta y pico de hoy en día). No obstante, lo que contiene
esa frase es una carga de profundidad: mi General, estás pasando de Falange.

«¿Qué poder permanente», se pregunta Girón en la carta, «propiamente


nacional, ajeno a la persona sucesora, que no sea el Ejército (cuya intervención
podría parecerse a un golpe de Estado o podría entrañar peligros de tal) tendría
solidez y autoridad para que la sucesión repentina o inesperada no supusiese un
riesgo para el Movimiento mismo?» (las cursivas son mías).

Tal es la filosofía falangista del 56: Falange, Falange, Falange. Girón lo disfraza
en su carta de demanda de que se desarrolle un instrumento jurídico que dé
consistencia al régimen; pero, como veremos, eso no es otra cosa que pretender
que dicho instrumento jurídico se diseñe al gusto del partido. Nosotros, dice el
falangismo, somos la argamasa del régimen, su soporte, su cemento. Y si el
edificio franquista ha llegado a parecer tan endeble que unas algaradas lo ponen
de los nervios, es porque se nos ha dejado de lado, no se nos deja hacer. El
corolario del argumento es bien evidente.

Y todo esto tiene su razón de ser. Veamos: Franco tuvo que convivir, desde sus
primeros momentos como generalísimo, con el intento del poder político de
contrapesarlo. Hedilla se negó a la unificación de Falange y Tradicionalistas;
Serrano Súñer se intituló Presidente de la Junta Política; y Arrese, aunque de
forma más modesta, también trató, a través de la Secretaría General del partido,
de conservar los privilegios partidarios. Por esta razón, Franco quería convertir
dicha Secretaría General en un órgano más decorativo (como lo era el Consejo
Nacional de Falange) por la vía de poner al frente a un pusilánime. Por eso eligió
a la más vieja de las camisas joseantonianas y, al mismo tiempo, la más
pastueña: Fernández Cuesta. Febrero de 1956, sin embargo, le cambió el paso,
porque los sucesos vinculados al aniversario de Matías Montero dejaron claro
que dentro de Falange subsistían grupos con un elevado nivel de autonomía y
que seguían pretendiendo hacerse con el control del Estado, si no por vía
jurídico-política, sí social, tomando la calle, las instituciones, y haciéndolas
suyas. Porque Fernández Cuesta le falló tuvo que volver a confiar en Arrese, algo
que no esperaba hacer, entre otras cosas porque el nombramiento dio alas a ese
movimiento panfalangista que se denota en la carta de Girón.

Franco era extremadamente cuidadoso con Falange, consciente de que no podía


prescindir de ella para apuntalar su régimen. Véase el ejemplo de que no fue
hasta 1968 cuando sustituyó los Estatutos del partido de 1937, modificados en
1939, que todavía definían al Consejo Nacional de Falange como el órgano en el
que el caudillo tenía que consultar todo, incluidas «las grandes cuestiones
internacionales»-

Obviamente alineado con esta filosofía, en 1941 Serrano Súñer, en lo mejor de


su proyecto de liderazgo personal fascista, diseñó una Ley de Organización del
Estado que lo definía como totalitario y delegaba en la Junta Política del partido
la función de ser «el Supremo Consejo Político del régimen y el órgano colegial
de enlace entre el Estado y el Movimiento». Los tradicionalistas pusieron el
grito en el cielo, y el proyecto descarriló. De hecho, los carlistas respondieron en
1942 con un proyecto constitucional, elaborado por conde de Rodezno, que
obviamente conformaba el Estado y el gobierno como instituciones
monárquicas; no hará falta explicar mucho por qué Franco lo clasificó por la B
de Varios.

Más contemporizador, aunque con el mismo éxito, fue el catalán Eduardo


Aunós en su proyecto de 1945, que declaraba. «El Estado español será
gobernado por una Monarquía, que rige actualmente un Caudillo». Con un par.
En sucesivos artículos, para no pillarse los dedos, utilizaba la expresión, que no
deja de significarlo todo y nada a la vez, «Jefe de la Nación». Evidentemente,
este fistro diodenal jurídico no prosperó.

Quedaba, pues, la cuestión de articular el Estado. Hemos llegado, como quien


no quiere la cosa, a 1956. Manolita, la dueña de El Asturiano, que al llegar la
guerra era probablemente una jovencita que comenzaba a estar de buen ver, ya
ve llegar, ahí, tras el cambio de rasante, la quinta década de la vida. España ha
evolucionado mucho, se van dejando atrás el racionamiento, la mugre y el
hambre... y, sin embargo, el Estado sigue siendo prácticamente el mismo que
era cuando su función era ganar una guerra de la que ya nadie habla desde hace
17 años. La llegada al entourage de Franco de los llamados tecnócratas
encuentra aquí, mucho más que en una pretendida acción del lobby opusdeísta,
su razón de ser. Alrededor del almirante Carrero, jefe de máquinas del
franquismo, se empieza a aglutinar un grupo de jóvenes juristas
administrativistas, dispuestos a redecorar la República Independiente de
Franco para que parezca un país serio.

Pero este proceso no pasa desapercibido para los siempre atentos ojos de
Falange. El 4 de marzo de 1956, en Valladolid, José Luis Arrese, secretario
general del Partido, pronuncia un discurso en Valladolid, en el que anuncia la
preparación de nuevas leyes fundamentales.

El franquismo, de alguna manera, son varios trenes que avanzan, a toda


velocidad, hacia un centro en que convergen todas las vías, que es Franco. La
existencia de un enemigo común, los rojos, hace que esos trenes, hasta ahora,
estuvieran muy lejos de la estación terminal. Pero ahora, cautivo y desarmado el
ejército rojo, rotas las esperanzas de un bloqueo internacional efectivo, ganado
el respeto de las democracias más conservadoras y de los Estados Unidos,
perdidos y divididos en querellas internas los republicanos en el exilio, ahora,
digo, ya no hay razón para que no avancen, cuesta abajo, hacia el destino.

Y, una vez llegados ahí, choquen.

En mayo de 1956 queda claro el dominio falangista sobre el diseño de lo que


tendría que ser el orden constitucional franquista. El 17 de aquel mes, la Junta
Política del partido, presidida por el propio Franco, acordó la formación de la
ponencia que redactaría esas leyes. La ponencia tenía dos representantes del
Gobierno de corte claramente no falangista: el almirante Carrero y el ministro
tradicionalista de Justicia Antonio Iturmendi. Pero, más allá, por el Consejo
Nacional fueron designado Tomás Gistau Mazzantini y Luis González Vicent;
Raimundo Fermández Cuesta y Rafael Sánchez Mazas por la propia Junta
Política; dos representantes de la Secretaría General del Movimiento (Diego
Salas Pombo y Joaquín Reguera Sevilla); y, por último, representando al think
tank franquista, el Instituto de Estudios Políticos, Javier Conde y Emilio Lamo
de Espinosa. Todas estas personas trabajarían, además, sobre un texto de ley del
gobierno preparado en noviembre del 55 por una ponencia presidida por Jorge
Jordana de Pozas y donde estaban Antonio Castro Villacañas, Mario Hernández
Sánchez-Barba, Manuel Galea, César García Sánchez y Gabriel Elorriaga.
Además, Luis González Vicent, conspicuo miembro del ala más «auténtica» del
falangismo, presentó por su cuenta un documento de bases en que atribuía al
Consejo Nacional de FET y de las JONS la propuesta de candidatos a Jefe del
Estado, posteriormente votado por plebiscito. El jefe del Estado debería,
además, consultar con el Consejo Nacional la disolución de las Cortes.

Lo que se estaba ventilando en estas discusiones era la articulación jurídica del


Estado español. Algo así como aceptar barco como animal acuático con la
designación de Franco (pues Franco no había sido designado jefe del Estado por
ninguna ley, sino por una votación producida al inicio de una guerra y, por lo
tanto, de carácter militar), pero estructurar cómo, a partir de ese momento,
habría de estructurarse el mando en España. En términos muy gruesos, en este
punto se enfrentaban los intereses: de los carlistas y monárquicos, interesados
en que el Estado se conformase como una monarquía, puesto que España era un
reino; de los falangistas, interesados en mantener en la España de la posguerra
mundial, por mucho que abandonase las formas y convicciones fascistas, el
regustillo fascista de un régimen dominado por el partido único; y el interés de
los franquistas ni falangistas ni monárquicos (el principal núcleo de los cuales
serán los tecnócratas), interesados en dibujar un Estado con estructuras
homologables a escala internacional.

Como he dicho, el proceso de creación de las leyes constitucionales del


franquismo estuvo, cuando menos inicialmente, dominado por Falange y
Arrese. Éste encargó al Instituto de Estudios Políticos, y con ello al ticket Conde-
Salas Pombo, la elaboración de los proyectos de ley; la ponencia creada en mayo
tendría como función estudiarlos. En junio, estos juristas tuvieron listo ya un
borrador de Ley Fundamental de los Principios del Movimiento Nacional, y el 7
de julio una Ley Orgánica del Movimiento Nacional. Estos borradores fueron
retocados por el nuevo director del Instituto de Estudios Políticos y por el nuevo
vicedirector, un prometedor político gallego llamado Manuel Fraga Iribarne.

La Ley de Principios, como su propio nombre indica, exponía los términos


ideológicos y políticos que informaban el régimen franquista, que deberían
permanecer inmanentes y sin discusión. Entre estos principios, el Movimiento
Nacional, siguiendo la senda de elevada opinión que sobre sí mismos tienen
siempre los políticos, y más aún los dictatoriales, se erguía en intermediario
entre Estado y Sociedad, así como en intérprete exclusivo de las inquietudes y
deseos de ésta. Se declaraba explícitamente abolido el sistema de partidos
políticos. Tomaba, asimismo, de los célebres puntos de Falange la idea nuclear
de una organización sindical que integrase todos los elementos de la actividad
económica.

La Ley Orgánica del Movimiento, en estos borradores debidos sobre todo a


Javier Conde, era la que articulaba todos los principios más en lo concreto,
apostando claramente por una dominación del partido único, matizada durante
Franco, y neta después. Así, desnudaba de funciones ejecutivas al jefe del Estado
que sustituyese al Caudillo, convirtiendo al Consejo Nacional del Movimiento en
el órgano básico del Estado. El Secretario General del Movimiento se convertía
en miembro nato del Gobierno, con funciones para poder hacer el seguimiento y
control de su labor. Además, el Consejo Nacional, al estar formado por
consejeros natos, casi todos de ellos miembros o ex miembros de la estructura
del partido; miembros designados por el jefe del Estado; y miembros electivos,
todos ellos militantes del partido, quedaba conformado claramente como un
órgano que siempre estaría bajo el control falangista.

El Consejo Nacional se convertía también, en aquel borrador, en una especie de


tribunal de garantías o constitucional a la remanguillé, por cuanto se establecía
que todos los proyectos de ley aprobados por las Cortes deberían ser remitidos
al Consejo, el cual podría dictaminar su incompatibilidad con los principios del
Movimiento y, consecuentemente, echarlos atrás. Este mecanismo funcionaba
incluso para los decretos gubernamentales.

A estos dos borradores siguió un tercero, denominado Ley de Ordenación del


Gobierno. Esta finalmente nonata LOG es, a mi modo de ver, aunque yo no soy
jurista, la que verdaderamente puso los pelos como escarpias extramuros de
Falange. Como no podía ser de otra manera tras haberse elaborado a LOMN, el
Gobierno de España quedaba bajo la tutela, primero del Secretario General del
Movimiento, colocado en el Consejo de Ministros a perpetuidad (de hecho, estas
leyes preveían que sobreviviese a Franco), y segundo por el Consejo Nacional. El
proyecto, además, regulaba la figura del jefe de Gobierno (inexistente en el
franquismo hasta el nombramiento de Luis Carrero Blanco), supeditando tanto
su nombramiento como su labor y sucesión a la consulta al criterio del
Secretario General del Movimiento.

Durante el verano se produjeron movimientos cabe Franco, aunque no tuvieron,


que yo sepa, un tono de enfrentamiento. Antonio Iturmendi, por ejemplo, le
envió varias notas sobre los proyectos redactados (sobre alguno de los cuales
había presentado enmienda a la totalidad en la ponencia); notas que no eran
muy partidarias de los textos, pero los trataban con deferencia, y mostrando,
simplemente, el temor de que terminasen por convertir al Movimiento en un
ente estatificado y sin vida (que, dicho sea de paso, fue exacamente lo que pasó).
Carrero también intervino, en términos parecidos. El 29 de septiembre, en el
XX aniversario de la proclamación de Franco como jefe del Estado (falso
aniversario, como hemos visto, porque, propiamente, Franco no fue designado
jefe del Estado español el 29 de septiembre de 1936), José Luis Arrese anunció
ante el Caudillo la remisión de los proyectos a las Cortes.

En dicho acto, por cierto, se produjo por parte de Franco uno de esos discursos
plañideros a los que son tan aficionados políticos y gobernantes, en plan hay
que ver cómo sufro siendo lo que soy. Rememorando los tiempos de la guerra,
dijo: «En vano pretendí buscar en el campo de nuestros valores nacionales
quien mejor pudiera asumir esta responsabilidad con mayores posibilidades de
éxito, pero mis pobres argumentos se estrellaban contra la dialéctica firme de
mis compañeros, a la que forzosamente había de entregarme. Así lo exigía en
aquellos momentos la salud de la Patria. Sólo con la fe puesta en la santidad y
razón de nuestra Cruzada, la confianza en la ayuda de Dios, que en ningún
momento de mi vida me faltó, pude aceptar tan grave responsabilidad».

Aparte de ese tono tan estomagante de yo estoy aquí porque no tengo más
remedio, el parrafito tiene la virtud, creo yo, de mostrar otro síntoma del
franquismo y de Franco, cual es su habilidad, en verdad muy acendrada, a la
hora de cambiar el pasado. En efecto, Franco dominaba como nadie el arte de
hacerse aparecer a sí mismo como el jefe de acciones en las que había
participado como uno más. En puridad, como sabemos bien, en la guerra civil
Franco era un primus inter pares, y el proceso por el cual se llegó a la
designación de un jefe militar único para las tropas no fue un proceso en modo
alguno protagonizado por él. Sin embargo, igual que le vemos en 1937
celebrando como si tal cosa el primer aniversario de algo que en realidad no
ocurrió (su designación como jefe del Estado), durante sus años de dictadura
nos lo encontraremos leyendo párrafos como éste, en los que intenta hacernos
creer que él estaba al frente de todo desde el minuto uno del golpe de Estado.

En todo caso, lo importante de aquel acto es el anuncio de Arrese; porque el


hecho de que Franco no hablase en su discurso de los proyectos, y el mosqueo
catalino que se cogieron tanto Carrero como Iturmendi, demostró que nadie que
vistiese camisas policromadas estaba informado de ello. El 6 de octubre, los
proyectos fueron enviados a los ministerios, y aquello fue la mundial. De los
departamentos ministeriales llegaron enmiendas en cascada que pretendían
cambiar hasta los pies de página.

En la sala de máquinas del franquismo comenzaron a moverse un montón de


cosas. Laureano López-Rodó, entonces un brillante catedrático especialista en
Derecho administrativo, elaboró un informe para Iturmendi que no tiene
desperdicio, en el cual acusaba a los proyectos de Arrese de vulnerar la
evanescente legislación constitucional ya existente (leyes de Sucesión, de Cortes
y del Fuero de los Españoles), de atentar contra la sobernía del Estado, de
someter al ejército a una doble jerarquía (al estilo de la Alemania nazi o la
URSS) y, en general, de ser proyectos totalitarios.

Como he dicho, los franquistas no azules se pusieron en marcha. El 18 de


diciembre, por ejemplo, el ministro de la Presidencia, Carrero Blanco, entregó
una nota demoledora en la que, entre otras cosas, destacaba que los proyectos
estaban hechos de tal manera que el Consejo Nacional, piedra angular del
régimen en dichos textos, tendría siempre una mayoría controlada por el
Secretario General, con lo que éste se convertiría en el hombre más poderoso de
la nación. En esta última proposición se ve que Carrero conocía bien a Franco;
sabía lo que tenía que escribir para darle por culo (que otro mandaría más que
él). Cinco días más tarde, el propio Iturmendi presentaba su nota, que también
tenía lo suyo. Aparte de barrer para la casa dinástica (destacando que los
proyectos prácticamente borraban toda senda monárquica de la arquitectura del
régimen), afirmaba que «el Estado ha de representar a la nación entera, es
decir, a todos los españoles sin excepción, incluso a los que no están afiliados al
Movimiento». Y redacta uno de los puntos fundamentales del fascismo como
forma política al llamar la atención de que «si la representación política se
confiere al Movimiento, entidad distinta del Estado, éste dejaría de ser
representativo para convertirse en totalitario».

Más acerado fue, aún, Francisco Gómez de Llano, ministro de Hacienda, quien
en su propio escrito dejaba esta perla, que levantó ronchas en la Secretaría
General (las cursivas son mías): «Esta organización del Consejo Nacional y las
facultades que a él se le confieren y las que se atribuye, en consecuencia, el
Secretario del Partido [sic] (algunas en contradicción con la Ley del Consejo del
Reino), constituyen una tan extraordinaria novedad en nuestro régimen
político, que sólo puede encontrar (nos referimos a su estructuración) cierto
parecido con los sistemas políticos de países que hoy carecen de las más
mínimas libertades humanas, como ocurre en la Europa situada más allá del
Telón de Acero.»

A despecho de ilusión de antifranquistas, todos estos críticos, como Iturmendi o


Gómez de Llano, no perseguían la libertad. En concepto que tenía Iturmendi de
«todos los españoles», evidentemente, se circunscribía a los que no le tocaban
los huevos. Y el concepto que tenían todos ellos de dar mayor representatividad
al pueblo español se refería a representatividad orgánica, es decir controlada.
Pero, en todo caso, estos escritos y enmiendas, de los que aquí sólo he dejado
algunas perlas, dejan bien claro el estado de conflicto que se vivió en el seno del
franquismo.

El escrito de Jesús Rubio, ministro de Educación (y catedrático de Derecho


Mercantil) es curioso de leer por la sencillez de algunos de sus planteamientos.
Pero dice alguna verdad gruesa: «la oficialización de Falange que el
anteproyecto propugna presenta inconvenientes, habida cuenta de que no todos
los españoles se consideran falangistas.» Más claro, diría Jardiel, el caldo de un
asilo.

Con todo, el documento más demoledor es la carta que Esteban Bilbao,


presidente de las Cortes, tradicionalista, le envía a Arrese. Es lógico que el más
cabreado sea él porque, desde luego, si una institución es ninguneada y
maltratada en los proyectos de Falange, ésa son las Cortes (cosa lógica, por José
Antonio nunca escondió su repugnancia por la representación parlamentaria).

Bilbao dice en la carta que en los anteproyectos cree ver «desnaturalizada la


idea del Poder, modificada la idea del Movimiento, entorpecida la vida del
Estado, y falsificada la misma realidad social». Acusa a los textos de inventar un
cuarto poder (más allá del ejecutivo, legislativo y judicial) encarnado en el
Consejo Nacional «incrustado en todos los organismos estatales, Cortes,
Gobierno, Consejo del Reino, etc.» «Si de lo que se trata es de implantar una
Monarquía», sigue, «lo que se implanta es un Estado en el que el Monarca no
tiene apenas función soberana alguna; y si se trata de implantar una
democracia, resulta que lo que se instaura es la dictadura posible de un Consejo
Nacional regido por un Secretario, dueño y supervisor de toda la maquinaria
política».

El final de la carta es épico: «Con estos anteproyectos, Arrese amigo, no se gana


la calle, ni se conquista el pueblo. España, que vistió durante largos siglos el
manto imperial, que hoy adorna su escudo, no lo cambiaría jamás por una
camisa de fuerza: eso es posible en Rusia, país acostumbrado a la servidumbre,
pero no duraría una sola semana en España, pueblo acostumbrado a la libertad,
enamorado de la justicia y celoso de su dignidad».

Como puede verse, la comparación Falange-URSS estaba al cabo de la calle


entre los franquistas no azules.
La defensa en el momento presente del falangismo, que es cosa enteramente
legítima por otra parte, suele basarse en la idea de que Franco cambió la idea del
falangismo, la utilizó, y que, por lo tanto, los falangistas son otra cosa. Otra cosa,
sí; pero si hemos de fijarnos en los dos momentos de la Historia de España en
los que Falange actuó por sí sola, siguiendo sus instintos, tampoco es como para
admirar la oferta. Cuando Falange creyó llegado el momento de cobrar los
réditos de haber ganado la guerra (idea errónea; la guerra la ganaron los
militares) y medrar al calor de la pujanza de los fascismos alemán e italiano, lo
que hizo fue crear un liderazgo personal, el de Serrano, que quiso convertir el
país en un Estado fascista. Y, casi quince años después, cuando Arrese (que,
como he contado, no tenía que estar en ese puesto en ese momento) actuó por
segunda vez dibujando algo así como España según el falangismo, lo que pintó
fue un Estado totalitario, vigilado y dominado a partes iguales por un sandedrín
de notables (idea de pura cepa bolchevique), y en el que nadie, incluidos los
gobernantes, dejaba de estar vigilado y controlado por una macroestructura de
poder dominada por un solo hombre: el Secretario General del Movimiento.

Ya tenía Franco, en aquel diciembre de 1956, el gallinero franquista


revolucionado. Pero aún habría de serle más difícil la cosa.

Amigo Sancho, con la Iglesia hemos topado.

El 12 de diciembre de 1956, los tres españoles con capelo cardenalicio


(monseñores Pla y Deniel, Quiroga Palacios y Arriba y Castro) fueron a El
Pardo, donde tuvieron una audiencia con Francisco Franco. Allí hicieron algo
bastante inusual: entregarle al Caudillo una nota con la valoración eclesial de los
proyectos de ley que en ese momento se estaban discutiendo. La Iglesia,
fundamentalmente a través del Consejo del Reino y de las Cortes, tenía su cuota
de poder dentro del franquismo, cuota que le correspondía dados los esfuerzos
en pro de Franco que hizo durante la guerra. Sin embargo, rara vez ejercitaba la
jerarquía eclesiástica ese poder interviniendo en el proceso de aprobación de las
leyes con enmiendas a la totalidad. Por otra parte, los jerarcas eclesiales
españoles sabían que tenían una posición preeminente ante Franco de la que
podían hacer uso. De hecho, seguramente la única persona ante la cual Franco
admitió la posibilidad de poder abandonar la jefatura del Estado fue un
arzobispo.

El documento destacaba que uno de los firmantes del escrito (Pla y Deniel, en
1945) había señalado ya la necesidad de unas leyes fundamentales. Pero las
leyes necesarias, continuaba la nota, no podían ser las propuestas por Arrese y
Falange, que «ponen como poder supremo del Estado a un partido único, aun
cuando sea bajo el nombre de Movimiento, por encima del Gobierno y de las
Cortes, cuyas actividades juzga y limita, quedando también muy mermada la
autoridad del jefe del Estado».

Como se ve, los curas, como Carrero, sabían bien qué callo había que pisarle a
Franco para que cantase Ay Carmela.
Según los proyectos de ley, continuaba el análisis «la forma de gobierno en
España no es ni monárquica ni republicana, ni de democracia orgánica, sino una
verdadera dictadura de partido único, como lo fue el fascismo en Italia, el
nacionalsocialismo en Alemania o el peronismo en Argentina, sistemas todos
que dieron mucho que deplorar a la Iglesia, como puede en las encíclicas de Pío
XI Non abbiamo bisogno y Mit Brennender Sorge». Un buen cardenalato que
de ello se precie siempre tiene que tener una encíclica dispuesta para ser citada
en apoyatura del argumento del momento. En realidad, la postura de la
jerarquía eclesiástica española no deja de ser un poquito cínica, teniendo en
cuenta que los problemas con Mussolini fueron tantos que, en su época, el
Vaticano firmó con Italia un Concordato jugosísimo en términos económicos
para la Iglesia. Pero, bueno, la sustancia del mensaje está ahí.

La curia española apostaba por el Fuero de los Españoles, ley que, aseveraban,
«corrige los errores del liberalismo y defiende los verdaderos derechos de la
persona humana» (derechos entre los cuales, para los cardenales, hemos de
entender, no están los de expresión, reunión, participación en elecciones libres,
etc.) Reclamaban, pues, el desarrollo legal del Fuero en lugar de la aprobación
de nuevas leyes de principios.

«Pedimos al Señor», concluía la nota, «que ilumine y que asista a Vuestra


Excelencia y que así como obtuvo la victoria para bien de España en la Cruzada
Nacional y ha vencido también al injusto bloqueo diplomático de España
después de la segunda guerra mundial, obtenga la última y definitiva victoria
preparando a España para una pacificación completa, para una vida normal
ciudadana, con participación activa de todos los elementos sanos de todas las
clases sociales, que evite movimientos pendulares y reacciones extremas en el
futuro, que tantas veces, aun en pasados próximos, ha sufrido nuestra España».
Como sabemos, el Señor, sin embargo, nunca tuvo tiempo de encenderle a
Franco la bombilla, pues el dictador jamás abordó el desarrollo legal del Fuero
de los Españoles que en aquella nota del 56 los cardenales reclamaban.

Todo esto le fue expuesto a Franco por el cardenal Pla, mientras el general
escuchaba sin pestañear ni interrumpir. Al terminar la exposición cardenalicia,
Franco intentó quitar hierro a los proyectos de ley, indicando que no eran en
realidad tan peligrosos como pretendían los prelados. Pero su defensa, por lo
que sabemos, fue tibia y más bien protocolaria.

El 18 de diciembre, el propio Franco le explicó a Arrese el contenido de la


reunión que había tenido con los cardenales. El secretario general del
Movimiento, sin embargo, recibió esta noticia, al parecer, con marcado
desinterés, y no hizo el menor ademán de retirar los proyectos de ley. Con
posterioridad a esta entrevista, el almirante Carrero, probablemente también
por indicación de Franco, le envió una carta a Arrese invitándole, en aras a la
paz navideña, a retirar unos proyectos de ley que tanto conflicto estaban
creando. La respuesta de Arrese fue enviar, el día 29, un informe a la ponencia
que tenía que estudiar los proyectos; informe en el que ya insinúa la posibilidad
de que se cierre la puerta a los textos, así como cierta desafección en dicho caso,
pues decía que «en todo caso, si todo falla, también es agradable la vuelta
silenciosa al cariño del hogar cuando el viaje de retorno se acompaña con la
satisfacción de saber que una vez más se ha realizado otro acto de servicio en la
vida». Arrese no era tonto. Con la oposición de los cardenales y conociendo
como conocía a Franco (persona que, por lo demás, le apreciaba sinceramente),
probablemente el secretario general del Movimiento sabía que tenía muy difícil
ganar la partida. Si no dio el paso atrás pudo ser, quizá, por no decepcionar a
sus mesnadas; o, tal vez, porque para entonces no tenía despejado su futuro
personal. Aun hay otra tercera posibilidad, quizá la más probable: Arrese
pensaba que la posición de pájaro con las alas cercenadas por el poder le
convenía. Quizás se veía a sí mismo descabalgado de la secretaría general, yendo
de acto en acto para defender, de una forma más o menos velada o elegante, la
visión falangista del mundo y de España, con la conveniente apoyatura de los
medios de comunicación afectos. Una existencia, pues, de Pepito Grillo, de
mosca cojonera del régimen. No contaba, sin embargo, con que Franco le viese
el plumero, y lo desactivase.

En el mensaje de fin de año, Franco envía un mensaje en clave: «Hemos querido


y creado un Estado católico y unido a la Iglesia por un Concordato que hoy, en el
mundo, se señala como el ideal para los pueblos católicos. Nos hemos apoyado,
para ello, en todo lo posible en nuestras mejores tradiciones, tan enraizadas en
la vida española, y al reconciliar a lo social con lo nacional lo hemos hecho bajo
el imperio de lo espiritual».

Le estaba diciendo a la jerarquía católica que había ganado la partida.

Los días 7 y 8 de enero, en sendas entrevistas, Franco intentó convencer a


Arrese para que retirase los proyectos. Pero éste siguió negándose. Terminada la
segunda entrevista, el secretario general del Movimiento estaba sentenciado
como tal. Carrero le dijo a Franco que, entonces, lo daba por cesado del
gobierno. Franco, más gallego, le contestó: «No conviene que salga ahora con la
bandera de sus leyes fundamentales. Necesito que se enfríe antes en el
Ministerio de la Vivienda».

El Ministerio de la Vivienda, pues, cuya necesidad de existencia se discute de


cuando en cuando, nació por la sola y única necesidad política de Franco de
contar con un departamento ministerial donde un falangista incómodo siguiese
teniendo coche oficial y razones para pensar que tenía poder. Ni más, ni menos.
Y hasta hoy. 55 años después, que se dice pronto.

La estrategia de poder de Franco, una vez que el franquismo estuvo implantado


y se garantizó la neutralidad exterior; una vez, por lo tanto, que sostener el
régimen de dictadura personal se convirtió básicamente en un asunto de
conservar los equilibrios básicos entre fuerzas afectas; la estrategia de poder de
Franco, digo, se basó, casi siempre, en penalizar al que tiraba demasiado de la
cuerda, consciente de que apoyar al que daba tirones podía llevarle a derrumbar
el régimen, que nunca dejó de tener sus fragilidades interiores. En aquella
ocasión, evidentemente, era Falange, la postrera Falange del 56 que estaba a
punto de desaparecer para convertirse en una simple cofradía de altos
funcionarios con prebendas, la que había tirado demasiado de la cuerda. Así que
ella es la que tenía que salir perdiendo.

Durante las primeras semanas de 1957 Franco, deliberadamente, convirtió el


debate político en un debate técnico. Consumió horas de reuniones y resmas y
resmas de papel en informes sobre la estructura de la Administración, que
estaba por hacer desde el final de la guerra. A Arrese, sin ir más lejos, le encargó
un informe sobre la creación de un ministerio de la Vivienda, sin darle la pista
de que la iba a encalomar el machito a él. Por lo tanto, dejó que el debate
político se enfriase, y no fue hasta febrero del 57 que movió ficha con una crisis
de gobierno de gran importancia, y en la que llevaba pensando, por lo menos,
cuatro meses; aunque es posible que fuesen diez.

Cesaban en el Ejecutivo el general Muñoz Grandes, Alberto Martín Artajo, Blas


Pérez, Manuel Arburúa, el almirante Moreno, el general González Gallarza,
Gómez de Llano, el conde de Vallellano, Rafael Cavestany, José Antonio Girón y
José Luis Arrese. Y digo que cesó Arrese aún sabiendo que lo nombraban
ministro de la Vivienda, porque lo cesaron del puesto que realmente le
importaba, que era secretario general del partido.

Franco, en suma, hacía un tuneado a fondo del Gobierno, cambiando los


ministerios militares, tres económicos, el de Trabajo y el de Asuntos Exteriores,
con la disculpa de que había decidido llevar a cabo la vertebración
administrativa del Estado. Por qué necesitó hacerlo, precisamente, en 1957,
nunca lo dijo; probablemente, porque no había razón aparente para ello. España
ya no estaba acosada en el ámbito internacional, pero aún no podía ni soñar con
presentar candidatura para entrar en la Comunidad Económica Europea.
Aquella estructuración, lejos de motivos externos, lo fue por motivos internos: la
necesidad de aparcar las veleidades falangistas y estructurar un Estado al que
fuese imposible, o por lo menos más difícil, colocarle dogales de raíz fascista.

El gran apoyo de Franco para un cambio tan radical fue la economía. La España
de 1957 compraba en el exterior 100 pesetas por cada 50 que vendía. Tenía su
relación de cambio descojonada, pues la relación peseta/dólar seguía estando en
cinco pesetas por dólar oficialmente, pero, en realidad, las exportaciones más
activas (naranjas) se hacían a 42 pelas por dólar, indicativo claro de lo falso de
la situación. El acromegálico déficit exterior se cubría, como diría años después
el ministro Ullastres, «con la ayuda de los americanos y trampeando».

A ello había que unir que la fuerte atención que el Caudillo había tenido que
prestar a la polémica constitucional puesta sobre la mesa por Arrese había
impedido meter en cintura los enfrentamientos en el seno del equipo
económico. Los ministros de Agricultura, Cavestany, y Comercio, Arburúa,
estaban a leches continuas; y, sin salir del campo económico, el gobierno tenía
el problema de la eterna creatividad del ministro de Trabajo, Girón, quien en
marzo del 56, creyendo que así resolvía todos los problemas de un plumazo,
decretó una subida salarial del 25% de una tacada, que disparó la inflación y
acabó por empobrecer a los obreros más de lo que estaban antes de la medida.
Eso sí, en sus 16 años de pontificado laboral, José Antonio Girón creó el
mercado laboral español, extraordinariamente rígido y formado por puestos de
trabajo de enorme carestía unitaria; sistema por el que hoy suspiran, cosas de la
vida, los sindicatos de clase a los que Girón perseguía. Como dijo Pedro Muñoz
Seca, los extremeños se tocan.

La economía, además, estaba fuertemente intervenida; algo que supongo que les
encantará a los teóricos del 15M, pues es más o menos eso lo que piden. De
hecho, en España, en 1957, sólo había un producto cuya importación era
totalmente libre. Por cierto... ¿cuál?

Franco necesitaba alguien que tuviese las bragas bien puestas para el Ministerio
de Economía; alguien que fuese liberalizador pero sin alharacas, y que tuviese
criterio y carácter para domeñar las fuerzas de diferente sentido existentes en la
estructura económica; y que no fuese ni falangista, ni tradicionalista, ni
monárquico, ni militar, para no desequilibrar el Lego gubernamental. El elegido
fue Mariano Navarro Rubio. Y un dato importante: Navarro conoció esta
decisión a finales de noviembre del 56, cuando Franco se la comunicó en una
audiencia, aunque le pidió discreción porque no había decidido cuándo hacer la
crisis de gobierno. Este detalle nos demuestra que antes aún de ver a los
cardenales, Franco ya tenía decidido el giro tecnócrata que suponía, en la
práctica, enterrar los sueños de Arrese.

Para el importante ministerio de Comercio, Franco pensó en Alberto Ullastres,


hijo de un director del Banco Hipotecario al que el general conocía
personalmente, y que había escrito algunos trabajos sobre temas monetarios.

Por lo que se refiere al cambio de los falangistas, Girón fue sustituido por otro
falangista de primera hora, Fermín Sanz-Orrio, buscando que nadie pudiera
decir que desleía el tono azul del gobierno, pero colocando, en realidad, a
alguien de perfil más tecnocrático (Orrio era abogado del Estado). Para la
secretaría general del Movimiento el designado era José Antonio Elola Olaso,
pero apliques de última hora (relacionados con el furibundo antimonarquismo
de Elola) lo pusieron en el punto de mira de Carrero y colocaron en la Secretaría
al andaluz José Solís quién, con los años, se erguiría en precursor de la LOGSE
con una frase que se haría famosa, y que resumía adecuadamente su concepción
de la educación: «Menos latín y más deporte». Solís, además, retuvo su puesto
de Delegado Nacional de Sindicatos, con lo que, por primera vez en la historia
del franquismo, un falangista conseguía aunar en su persona los dos grandes
cargos del Movimiento. Para cuando lo consiguió, sin embargo, ya daba igual.

Ahora España tenía un jefe supremo, que era Franco; y los hombres del
momento eran los llamados tecnócratas, por ninguna otra razón que porque
eran los únicos que parecían capaces de impedir que el momio del franquismo
quebrase a la griega.

Ya lo siento por los laicos patéticos, pero la verdad jodída es que no fue por ser
del Opus Dei que llegaron al gobierno.

Recién comenzada la segunda mitad de los años cincuenta, el Banco Exterior de


España, la entidad financiera pública con oficinas en el extranjero y que por eso
era utilizada para rendir los pagos de las legaciones diplomáticas españolas,
carecía de dinero para pagar dichos gastos corrientes. Definitivamente, el sueño
económico de Franco se había ido a la mierda.

Ciertamente, el general se había interesado vivamente por la política económica


ya desde los años treinta. Pero, a pesar de ello, nunca había logrado superar sus
puntos de vista, bastante limitados, propios de un militar. Los militares están
acostumbrados a que las grandes unidades de combate sean entes
autosuficientes. Los ejércitos albergan en su interior cocinas, panaderías,
gasolineras, pequeñas unidades de ingeniería... lo que les hace falta. La idea de
Franco era gestionar España como si fuera una enorme brigada mixta. Si, como
le repetían sus economistas (a él, a Suárez, a Zapatero...) por donde se va el
dinero es por comprar más de lo que se vende, la solución primaria es no
comprar y fabricar dentro.

En la década y media que había transcurrido desde el fin de la guerra, sin


embargo, Francisco Franco acabó dándose un pelote bien gordo contra el
mismo muro contra el que se abrirían la cabeza los jerifaltes soviéticos algunos
años más tarde. La autarquía es un experimento estúpido porque un agente
económico no puede fabricar todo lo que necesita ni cultivar todo lo que come.
De hecho, perder la especialización hacia lo que realmente se hace bien mina la
competitividad, con lo que se empuja la moneda hacia abajo, empobreciendo el
país.

El mismísimo Josif Stalin, cuando su Unión Soviética se le empezó a gripar, hizo


un llamamiento al encumbramiento de los tecnócratas, en oposición a los que él
llamaba retóricos. No es mala forma de plantearlo. La España de 1957
necesitaba dejarse de polladas ideológicas y poner el país a funcionar, eliminar
la espiral inflacionista y colocar el valor de la moneda en su punto real
(entonces, en el entorno de las 60 pesetas por dólar), cosa a la que el resto de los
países de nuestro entorno económico no eran muy proclives.

El gobierno tecnócrata tiene como primera conclusión colocar una notable


sordina al debate ideológico del franquismo. Malos tiempos para los retóricos.
Es en los primeros tiempos del nuevo gobierno, por ejemplo, que Franco
comienza a atreverse a hacer discursos públicos en los que, anatema, no cita ni
la persona ni las palabras de José Antonio Primo de Rivera. El equipo
gubernamental habitual, además, con escasos elementos ideológicos como ya
hemos visto, prepara una Ley de Principios Fundamentales del Movimiento, ya
totalmente alejada de la técnica jurídica fascista (doce años lleva Hitler muerto),
que será aprobada en mayo de 1958 sin grandes alharacas. Antes, con menos
ruido aún, el equipo de López-Rodó ha preparado una legislación sobre régimen
jurídico de la Administración, buscando que el franquismo deje de ser ese coto
en el que los amigos del general hacen y deshacen cómo, cuándo y dónde les sale
del pingo.

En julio de 1959, inspirado por el tridente tecnócrata Navarro-Ullastres-Gual, se


publica el Plan de Estabilización. Es la primera vez que el franquismo llama y se
llama a la austeridad: el primer pagano de dicho plan es la propia
Administración. Se realiza una ordenación bancaria y, por primera vez en
muchos años, se hace una reforma tributaria basada en criterios técnicos y
profesionales. La última vez que eso había pasado había sido después de la
primera guerra mundial, de la mano de Santiago Alba, y su reforma ni siquiera
prosperó por la oposición de los nacionalismos catalán y vasco. Nihil novum sub
solem. Ahora, Mariano Navarro clama en los medios afectos por la necesidad de
crear un sistema tributario «social» (la palabrita ya estaba de moda entonces),
lo que en la práctica supone desplazar el peso del impuesto sobre el consumo al
impuesto sobre la renta.
Desde el punto de vista del poder, la década casi completa transcurrida desde la
crisis del 57 hasta mediados de la de los sesenta marca, tal vez, los años más
tranquilos para el general Franco. La necesidad de estabilizar la economía,
primero; y el sueño de los planes de desarrollo, después, hará que las cosas se
tranquilicen mucho en los salones de los pasos perdidos de la cúpula del poder.
Son años, además, en los que los fogosos franquistas que ganaron la guerra,
muchos de ellos en su juventud fogosa, engordan y echan canas subidos al coche
oficial, pegándose unos viajes y unas cuchipandas de puta madre (cuando no el
consumo de otro tipo de carnes en la Cuesta de las Perdices) y, muchos de ellos,
hasta el rebelde Hedilla entre ellos, disfrutando de jugosas licencias de
importación y otras gavelas que alimentaban sus faltriqueras. No era momento
de cuestionar a Franco entre los de su generación; y la generación de los que
cuestionarían a Franco, en esos años, aún tenía escasos pelos en el escroto.

El franquismo, por esos años, pesca, además, nuevos lucios que renuevan el
panorama. El principal de ellos será López-Rodó, un político con tanta
capacidad de merecer y acumular poder que incluso convenció a Franco de algo
tan absurdo como que un alto funcionario no económico como él, que era
especialista en Derecho administrativo, pilotase los planes de desarrollo
(Navarro Rubio, que ortodoxamente reclamaba el control para los mismos del
Ministerio de Hacienda, dimitió cuando le fue negado). López-Rodó, sin
embargo, lo hizo muy bien, y exhibió su condición de presentable ante los
interlocutores extranjeros. Los tecnócratas, de hecho, dieron la medida como
hombres capaces de tapar las vergüenzas de Franco; pues el general, a pesar de
la estabilización; a pesar del sueño de pertenecer a la Comunidad Económica
Europea del que ya se hablaba; a pesar de todo eso, seguía siendo el mismo tipo
que había ensangrentado las tapias de los cuarteles años antes.

Lo demostró, por ejemplo, con la detención del comunista Julián Grimau, que
según las versiones oficiales se tiró por una ventana y que finalmente, tras ser
curado, fue fusilado. El mismo día que el Consejo de Ministros confirmaba la
sentencia, llegaba a Madrid al ministro de Economía francés, Valery Giscard
d'Estaing, para negociar la formalización de un importantísimo empréstito para
España. Giscard estuvo a punto de marcharse, pero no lo hizo. El crédito se
congeló unas semanas pero, finalmente, fue concedido. La habitual cohorte de
falangistas que rodeaba a Franco apenas diez años antes no habría conseguido
este salto mortal.

Pero hay otro lucio. Un joven político criado en el Instituto de Estudios


Políticos, con una excelente cabeza, dicen, y don de gentes. Es gallego y se llama
Manuel Fraga. Fraga entra en la élite del franquismo como recompensa por sus
trabajos en la fábrica de ideas del régimen y dentro de un plan generalizado, o
más bien habría que hablar de una tendencia, para colocar parcelas de España
en situación de presentabilidad exterior. Suyas son dos iniciativas que el
franquismo tuvo por fundamentales. La primera es la Ley de Prensa, que en su
momento se vivió como una liberalización del régimen. En realidad, no era
tanto, pues los medios de comunicación seguían siendo mayoritariamente
afectos, el gobierno permanecía aislado de la crítica y, además, la censura no
desaparecía. Hay quien de hecho sostiene, y a mí no me parece nada
descabellado, que, puestos a tener censura, es mejor la censura previa que la
censura a posteriori, porque ésta te puede pillar con dos mil ejemplares ya
impresos y encuadernados, que van y te secuestran, con lo que pierdes un
pastón que, al fin y al cabo, si te prohíben el libro siguen en tu bolsillo.

La segunda cosa que parió Fraga fue el denominado boom turístico. La España
de sol, sangría y paella que ahora se le hace tan agradable a los habitantes de
Lloret de Mar y otras poblaciones costeras.

La llegada de los tecnócratas, al fin y a la postre, rindió una misión histórica, y


esa misión es la caída del franquismo. Teniendo la edad que tenía y siendo las
cosas como eran, el guión más lógico indicaba que Franco tenía que haberse
muerto en la década de los sesenta, más o menos; y, de todas formas, su
régimen tenía que haberse derrumbado para entonces. Era un régimen
anacrónico, basado en unas formas y una retórica que ya a principios de los
sesenta eran casposas. Un régimen incapaz de integrar lo nuevo (a finales de los
sesenta, alguien en la Administración impulsó la grabación de una versión
rockero-cañera del Cara al Sol, y le cayeron chuzos de punta), que
económicamente avanzaba hacia el desastre, y aquejado de unas
contradicciones internas que harían las delicias de Marx.

Hay que reconocer que en la consolidación del franquismo, en estos años que
aquí recordamos, algo tuvieron que ver sus enemigos. El Partido Comunista no
cayó hasta 1956 en la cuenta de que la única forma de luchar contra Franco era
propugnar la reconociliación nacional, en lugar de intentar invadir España por
los Pirineos con el ejército de Gila. Los republicanos no comunistas se perdían
en querellas internas y creyeron demasiado tiempo en el Eldorado del bloqueo
internacional, a pesar de que desde el minuto uno estaba claro que ni Reino
Unido ni los Estados Unidos estaban por la labor. Indalecio Prieto y Gil-Robles
abrieron la vía lógica de evolución, que era la reconciliación entre monárquicos
e izquierdas, pero las dudas, el orgullo y la casi nula inteligencia política de Juan
de Borbón (aparte del juego del palo y la zanahoria al que jugó Franco con el
asunto del niño Juan Carlos) hicieron zozobrar esa nave; que, de todas formas,
probablemente habría zozobrado en el momento en que Prieto hubiese buscado
el aval del resto de los republicanos a una unión basada en la aceptación de una
posible solución monárquica democrática; pues, para entonces, los viejos leones
republicanos estaban instalados en una constante, a la par que sordiciega,
relación masturbatoria con su pasado.

Pese a tanta estulticia e incapacidad de estar a la altura de los acontecimientos


(mal que venía aquejando a los republicanos desde el 15 de abril de 1931), como
digo, Franco tenía que haber caído en algún momento de la primera mitad de
los sesenta. Derrumbado por su propio peso. Masas de españoles tan
hambientos como puteados habrían terminado en la plaza Tahir y, allí, ni todas
las centurias del Frente de Juventudes ni la Acorazada Brunete les habrían
podido parar. Sin embargo, no fue así porque los españoles, poco a poco, fueron
teniendo trabajo, aceite en casa, radios, televisores, coches. En algún momento
de los años sesenta, en un escaparate del barrio de Ventas alguien escribió con
pintura: «bajaron los pollos». Tengo por mí que cuando en un país el pollo
asado deja de ser una comida de fiestas especiales para pasar a ser plato común,
eso es que la (relativa) riqueza se ha instalado. Los tecnócratas, pues, unidos a la
sempiterna manía de Franco de morirse muy viejo, le dieron al momio
franquista unos quince años de oxígeno.
Eso hizo, claro, que un régimen intolerable se prolongase. Aunque también
impidió que un personaje que yo no veo demasiado positivo para España, Juan
de Borbón, pudiese optar a reinar el país. Como impidió que la vieja guardia
republicana, bastante incapaz de aprender de sus errores, que fueron muchos y
gravísimos, volviese a tener una oportunidad. Así pues, cada uno, que haga su
balance propio.

Lo realmente importante, en todo caso, es que, con la llegada de los últimos


cincuenta y sesenta, la casta de los tecnócratas accedió al poder franquista. Pero
no a todo. Franco siempre había basado su estrategia para mantenerse en el
poder en tener contentas a las distintas familias del franquismo, pero
garantizando que ninguna de ellas tendría la prevalencia. Habría sido un
contrasentido, una jugada errónea, contestar a la disminución del poder de
Falange en el régimen realizado en 1957 con la pasteurización de los proyectos
legislativos de Arrese, encumbrando a los tecnócratas. Los que cada vez eran
más conocidos como los «azules» (una manera de concebir la geografía del
franquismo que venía admitir que había gentes que no eran de tal color) eran
tan necesarios para el general como los salvadores de la economía.

Así las cosas, la década de los sesenta se desarrolla en el marco de un pacto


tácito, por el cual los tecnócratas dominan la economía, y los azules las Cortes.
Y, por medio, de vez en cuando los cuadros falangistas se dedicaban a darle
patadas en las canillas a los tecnócratas; como aquella vez que Arrese, siendo
ministro de la Vivienda, anunció a bombo y platillo un plan de vivienda
impagable que, según he calculado, vendría a suponer hoy en día un
presupuesto de unos 2.400 millones de euros.

Los tecnócratas contestaron con la gran obsesión de su primus inter pares,


López-Rodó: estructurar el Estado con unas formas seudodemocráticas. Fruto
de este esfuerzo es la Ley Orgánica del Estado, salida del obrador de Carrero
Blanco, que estructura la representación familiar en las Cortes para que los
españoles, por fin, tengan elecciones «como en Europa». Aquello tenía de
democrático lo que Leonel Messi de catedrático de Física Cuántica, pero a los
españoles les supo a gloria. Pero a quien más gustó esta reforma tecnocrática
fue a Franco, a quien la Ley le regaló un referéndum el 14 de diciembre de 1966,
que empapeló el país de retratos suyos king size, en medio de una campaña de
marketing político, pilotada desde la televisión única, que de hecho convirtió el
si del plebiscito en un si a Franco. Los tecnócratas, en efecto, le habían cogido el
punto al ferrolano.

Por cierto que, como ya han destacado en algunos puntos de internet acerados
comentaristas con memoria, el eslógan de aquel referéndum («Franco, SI») es,
vaya hombre, el mismo que el del candidato Pérez Rubalcaba para el embroque
del 20-N. Lástima que a los cerebros de El Pardo no les ocurriese otro eslógan,
del tipo «Franco, yes we can».

En este delicado equilibrio, que por supuesto conservaba, 30 años después, que
se dice pronto, todas y cada una de las competencias que Franco se había
abrogado en momentos de necesidad bélica que ya nada tenían que ver con la
España del 600; en este delicado equilibrio, digo, y sorteando de mala manera
los comienzos de la resistencia antifranquista, sobre todo en la universidad y en
la sacristía, pasaron los años. Suficientes como para que a Franco le quedara
claro que, sí o sí, era el momento de plantearse el asunto que la Ley de Sucesión
dejaba en el aire.

La designación del heredero habría de despertar a las facciones del franquismo,


que rápidamente afilaron sus cuchillos.

En la madrugada del 15 al 16 de julio de 1969, los directores de los medios de


comunicación del Movimiento tuvieron una noche movidita. Tarde ya en la
tarde les llegó la orden de incluir en sus ediciones del día siguiente una noticia
inesperada, y de la que es posible que en algún momento de la tarde sólo
estuviesen enteradas cuatro personas en Madrid y quién sabe si en España: el
general Franco, el almirante Carrero, Antonio Iturmendi (presidente de las
Cortes) y Antonio María de Oriol, ministro de Justicia y notario mayor del
Reino.

Esa noticia era la convocatoria extraordinaria de un pleno de las Cortes para


tratar el asunto de la sucesión.

El general Franco, si hemos de creer a las personas cercanas a él que han dejado
escritos sus recuerdos, nunca dejó de pensar en su sucesión desde que impulsó
la Ley que lleva dicho nombre. Las cosas se pueden, incluso se deben, ver de
otra manera: dentro de la preocupación constante de Franco por adquirir y
luego conservar el poder, Franco pronto integró la cuestión de cómo montárselo
para que el debate sucesorio no se lo llevase por delante. Todo lo que hizo
Franco, por lo tanto, fue hacer las cosas de tal manera que todo el mundo,
también los monárquicos, aceptasen el principio, que si se piensa dos veces es
una gilipollez, de que la sucesión al trono de España debía de pasar por él, que
era un civil que, por no llegar, ni había llegado donde Espartero, que fue
príncipe y pudo, si hubiese querido, ser rey.

En los años sesenta, sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar. En primer
lugar, Franco comenzó a pensar en la muerte, como le corresponde a una
persona que alcanza edades que empiezan a salirse de las tablas de mortalidad
al uso. Desde 1936 hasta 1957, más o menos, la relación de Franco con el poder
es una relación basada en la pregunta de cómo conservarlo. Pero a partir de la
segunda mitad de los cincuenta, para Franco permanecer en el poder ya no es
un problema. El famoso manifiesto del Partido Comunista de 1956, aquél en el
que acepta el principio de la reconociliación nacional y renuncia, de una forma
más o menos expresa, a echar a Franco por la violencia (o sea, admite que el
ejército rojo, en efecto, está cautivo y desarmado, y que las tropas nacionales
han alcanzado sus últimos objetivos), es un documento que para Franco tiene el
significado básico de que sus adversarios en el exilio, finalmente, aceptan barco
como animal acuático. Para entonces, la República en el exilio ya sólo es
legítima para México y dos o tres más, y tiene presidentes que en ocasiones no
tienen ni para un taxi. Comienza, desde luego, la oposición interior; en 1962 el
país se convulsiona con un rosario de huelgas, y la universidad incrementa
exponencialmente su conflictividad, acorralando al SEU. Pero los árboles no
deben impedir ver el bosque. Era una oposición conocida y en buena medida
controlada.
La agitación de los sesenta; los susurros de las cancillerías occidentales, que
ganan en decibelios desde el momento en que España se declara candidata a
entrar en la Comunidad Económica Europea; la propia edad de Franco; y, sobre
todo, la demanda sin ambages de toda una clase política que barrunta que en
cualquier otra pecera que no sea la franquista no sería capaz de respirar y
sobrevivir, hacen que los años sesenta sean los años en los que Franco se pasa
las horas cavilando el asuntillo de quién le ha de suceder.

Mi idea a este respeto es bastante plana y sencilla. A despecho de que Franco


había declarado España Reino y, por lo tanto, había comprometido que algún
día tendría un rey reinante, la idea de Franco no era entregar el país a la
monarquía. Esa idea era la de una buena parte del gothamilitar español, que no
es exactamente lo mismo. Ya hemos visto en pasados capítulos de esta serie que
los militares monárquicos habían aceptado a Franco como un bueno, pero...;
una solución de compromiso. A principios de los sesenta, sin embargo, sobre
todo a partir del momento en que los planes de desarrollo comenzaron a dar
dividendos, habría que ser idiota para sostener que Franco seguía siendo una
solución provisional. Disparando la economía española como un cohete,
colocando un Seat 600 en la acera junto al portal y una tele en el salón de cada
casa, los tecnócratas le entregaron a Franco lo que éste había ambicionado
siempre: la legitimación, por la vía de los hechos, del franquismo, no como
estrategia de mando para ganar una guerra, sino para ganar un país. Para
siempre. Atado y bien atado, bla.

El problema de Franco, sin embargo, es que era tan exigente con quienes se le
acercaban, era tan renuente a cualquier mácula en la creencia franquista, que
limitó sus aspiraciones de sucesión a su propia generación, lo cual fue la mejor
forma de ponerse al propio franquismo un rejón de muerte. Sus alternativas, en
efecto, eran pocas.

Las dos grandes alternativas de sucesión que le aportaban sangre nueva y joven
se autoanulaban la una a la otra. Me refiero, obviamente, a tecnócratas y azules.
La tercera pata, los tradicionalistas, perdía sitio a marchas forzadas a causa de
las innúmeras, y profundas, querellas ideológicas internas del carlismo.

Franco podría, de hecho, entregar el país a los tecnócratas. Podría, por ejemplo,
haber nombrado presidente del gobierno a Carrero (a lo largo de los sesenta, se
entiende), o incluso a López-Rodó, dejando que el Estado rulase poco a poco
dentro de los esquemas de un gobierno desideologizado que fuese pareciéndose
cada vez más a la democracia cristiana europea y que, finalmente, haciendo uso
de las buenas relaciones con Estados Unidos, el rollo de parar el comunismo en
Europa y bla, haber generado una especie de PRI a la española que detentase el
monopolio del poder de facto. Es muy probable que ese fuese el sueño de
muchos tecnócratas, de hecho. Pero contra esta posibilidad se alzaban tres pero.

En primer lugar, los tecnócratas no eran un partido, ni una facción organizada.


Contra lo que piensan muchos de que aquellos políticos se pasaban el día en
casas de oración del Opus Dei maquinando sus estrategias, no es verdad; la
relación entre algunos tecnócratas, de hecho, era bastante superficial, cuando
no directamente inexistente.
En segundo lugar, y éste es un pero de grandísima importancia teniendo en
cuenta la sicología de Franco, esto suponía generar una élite gobernante en
España cuyos vínculos con la guerra civil eran, por decirlo suavemente, tenues.
Incluso cuando era ya sólo un conjunto tembloroso de huesos cubierto con piel
arrugada, Franco seguía dejándose ver en el Valle de los Caídos, con su boina, su
camisa azul y su corbata negra, honrando a sus caídos. El general no concebía
una España que no estuviese todo el día pensando en la guerra civil y buscando
en ella sus referencias; en eso se parecía a no poca gente de hoy en día. Franco
aceptaba trabajar con unos tipos que sólo sabían hablar de la balanza de pagos,
el spread de la deuda y las condiciones del mercado mundial de materias
primas; pero de ahí a convertirlos en el posfranquismo, como que no.

El tercer pero es que los azules no se habrían quedado quietos. A la luz de lo que
pasó a partir del 69, que contaremos pronto, cabe adivinar que una definición
clara de Franco a favor de los tecnócratas habría provocado una reacción
furibunda de una clase política que los odiaba a muerte, entre otras cosas
porque tenía claro que, como en los diálogos de las pelis del Oeste, ambos no
cabían en el mismo pueblo.

Entregar la sucesión del franquismo a la Falange habría sido, quizás, la decisión


ideológicamente más lógica. Falange era la columna vertebral del régimen; en
1974, cuando se aprobó la Ley de Asociaciones Políticas y se abrió la ventanilla
para crearlas, los Círculos Doctrinales José Antonio presentaron una solicitud
para inscribir como asociación Falange Española y de las JONS. La respuesta de
la Administración fue que FE de las JONS no podía ser una asociación política
porque era un patrimonio de todos los españoles. Con un par. Además de
ideológicamente lógica, habría sido relativamente sencilla desde el punto de
vista orgánico o jurídico, pues para ello apenas habría sido necesario convertir
los órganos del Movimiento en órganos de regencia, y darles más poder y
contenido.

En este caso, los problemas presentados también son tres.

El primer problema es que, conforme avanzan los años sesenta, hasta Franco se
da cuenta de la desafección de la sociedad española respecto de Falange como
atractor social universal. Vale que el general era un tipo muy ideologizado, que
vería sólo la parte del mundo que le dejaban ver sus acólitos, etc. Pero en modo
alguno eso puede querer decir que no estuviese enterado, por ello, del retroceso
en masa del SEU en la universidad, y de los gravísimos problemas creados, en el
plano sindical, por la estrategia de caballo de Troya ejercida por las Comisiones
Obreras. En la tristísima sesión de la comisión permanente de las Cortes tras el
asesinato de Calvo Sotelo, Gil Robles afirmó que, de celebrarse elecciones en ese
día, Falange las ganaría de calle entre las derechas y clases medias. Pero eso
había ocurrido en el 36. Treinta años más tarde, quienes habían nacido más o
menos mientras Robles pronunciaba esas palabras apedreaban a los grises.

El segundo problema es, lógicamente, la actitud de los otros: tecnócratas,


ejército e Iglesia. Todos ellos habrían perdido de haber sido Falange la heredera
del franquismo. Así las cosas, pensando que la solución pudiera ser ésa,
los lobbies franquistas estornudaban, y eso suponía que a Franco le llegasen
toses a puñados de las cancillerías europeas y de Washington.
El tercer problema era la propia desunión del monolito falangista. La verdad, la
cohesión nunca ha sido el fuerte del movimiento falangista; no hay más que ver
cómo ha acabado en democracia. La Falange 1.0, la de José Antonio, ya no era
un grupo cohesionado, puesto que acabó resolviendo sus diferencias a tiros en
Salamanca. Pero lo de la Falange 2.0 ya era de traca. Si José Solís fue designado
para ser su líder teórico fue por el don de gentes del político cordobés,La
Sonrisa del Régimen, que parecía garantizarle que se llevaría bien con todos.
Pero el gran problema de Falange es que, como para medrar en política en el
franquismo había que ser falangista sí o si, al final se llenó de falangistas que, en
el fondo, no lo eran. Si estaban ahí era tan sólo porque ése, el de la camisa azul,
era el cursus honorum del franquismo. Así las cosas, quienes hubieran tenido
que construir ese teórico monopolio falangista del poder posfranquista eran
personas como Manuel Fraga o Torcuato Fernández Miranda que, en realidad,
trabajaban, o acabarían por trabajar más bien, en contra de ese monopolio. No
por casualidad, a la muerte de Carrero, cuando Franco ve cegada la
vía tecnocratoide y piensa en virar, se plantea nombrar presidente del gobierno
a un falangista de primera hora, Antonio Girón, que no está de salud mucho
mejor que el propio Franco.

Descartados los políticos, a Franco aún le queda la opción que más le pide el
cuerpo. ¿No es el franquismo una dictadura militar? Y, ¿qué es lo que pasa en el
campo de batalla cuando el coronel cae muerto? Pues que, rápidamente, entre
los comandantes surge uno que toma el mando, y a partir de ese momento todos
le siguen.

Esta forma de entender las cosas explica que Franco llegase a una edad bastante
provecta sin dar pasos serios para designar sucesor. En la mente de un militar,
el que manda, manda hasta el segundo anterior a que una bala le reviente la
cabeza; no hay que pensar en la sucesión hasta ese momento. Para mí, la
continuada y sistemática procrastinación de Franco con el tema de la sucesión
es muy reveladora de dos hechos: uno, su propia ambición de poder, que le
llevaba a dudar de mostrar la debilidad de entregarlo, aunque fuese a plazo fijo;
dos, su intención escondida de perpetuar el esquema de dictadura militar.

El problema para Franco es que el síndrome yo no gané la guerra también le


afectó al ejército. Dicho de otra forma: Franco nunca encontró, entre los
militares jóvenes, alguien que mereciese subirse al pedestal de sucederle. Este
hecho, unido al importante factor de que la perpetuación de la dictadura no
sonaba bien a las potencias occidentales, limitó enormemente las posibilidades
del dictador. No podía cederle el poder a ningún militar monárquico, porque ya
sabía lo que iba a hacer su sucesor en segundos tres nada más tomar el cetro. No
podía cederle el poder a militares cercanos al falangismo, por razones ya
expuestas. No podía cederle el poder a un militar joven, porque no se acababa
de fiar. Su gran alternativa, en mi opinión, fue Camilo Alonso Vega. Con don
Camilo, don Francisco se entendía bien. Eran conmilitones en el sentido más
amplio y estricto de la palabra. Pero, claro, la buena salud de Franco le jugó una
mala pasada, porque Alonso Vega quedó para el arrastre antes que el dictador.
Carrero, a mi modo de ver, fue una segunda opción, colocada ahí cuando Franco
comenzó a saber de las veleidades de su heredero, de sus contactos y
conversaciones, y decidió comprarle al Príncipe un doberman que lo vigilase.
La monarquía, además de un compromiso desde la Ley de Sucesión, o sea desde
aquel trile montado para legitimar el franquismo, era, literalmente, lo que
quedaba.

Desde que Juan de Borbón hizo público el conocido como manifiesto de


Lausana, que mira que los reyes pueden llegar a ser torpes pero éste se lleva la
palma, quedó claro en la mente de Franco que no sería rey. Es posible que al
ferrolano, de vez en cuando, algún cortesano le comiese la oreja con el
argumento de que Juan de Borbón era el heredero legítimo de la corona de
España. Franco, por su parte, contestaba, si hemos de creer a Franco Salgado-
Araújo, que Juan de Borbón sólo serviría para montar una débil monarquía
constitucionalista que acabaría por traer de nuevo la República (o sea, más o
menos lo que hoy no pocos republicanos esperan de Felipe de Borbón); tesis que
quedó abonada durante los años sesenta, cuando Juan de Borbón quiso
convertirse en eso que Rafael Borrás ha llamado «el rey de los rojos».

Sin embargo, yo creo que al argumentar esto, Franco mentía un poco. Me da la


impresión de que su rechazo a la candidatura de Juan de Borbón proviene de
que no lo soportaba, ni soportaba a su camarilla de ansones, gilrobles y
pemanes. Como no soportaba los movimientos orquestales en la oscuridad de
los monárquicos en el ejército, ni su instilación dentro de las estructuras del
régimen. Gregorio Morán, en su libro sobre Adolfo Suárez, relata una visita de
Franco a Sevilla poco después de que en unos barrios de la ciudad se hubiesen
producido unas inundaciones. El gobernador civil, Hermenegildo Altozano,
monárquico a machamartillo, le organizó una visita a los dichos barrios, vista en
la que el ambiente estaba tan eléctrico que, nos dice Morán, al salir de allí,
Franco bufó: «¡Y todavía me aplauden!» La vida del Caudillo se encontraba, con
frecuencia, con estas patadas monárquicas en sus canillas.

Porque no soportaba a Juan de Borbón, no le otorgó ni medio metro en el


asunto de la educación de su hijo Juan Carlos, que el dictador quería netamente
española, mientras que el padre quería para el niño una formación más
cosmopolita. Juan de Borbón quería un hijo con idiomas, modernillo, entendido
en cibernética y cosas modernas, que le diese a él, rey de España, una vitola de
contemporaneidad de la que él, de natural, carecía después de haber dicho y
escrito cosas como que tenía que ser rey de España porque la Tradición y la
Historia y bla. Franco, en cambio, quería un autómata a su medida, un Roborey
con el disco duro bien programado; el dictador no quería un tipo que hubiese
comido pato laqueado en Shangai o fuese amigo de la familia Kennedy, sino
alguien que hubiese probado la experiencia de ser castigado a subir al palo
mayor del Juan Sebastián Elcano.

Una vez que este tema se embridó más o menos como él quería, Juan Carlos
entró con fuerza en la terna en la que también estaban Alfonso de Borbón
Dampierre y la Regencia, o sea la patada a seguir. El régimen, obviamente,
quería la tercera; aunque, como hemos visto, la regencia presentaba el gran
problema de escoger el gato que llevaría el cascabel. Durante los años sesenta,
desde el franquismo irredento se escribieron páginas y páginas destinadas a
colocar a los Borbones en el pelotón de los torpes, fibrilando con ello a la
sociedad española la idea de que aceptarles de nuevo era poner el país en manos
de mamones. Llovía sobre mojado, pues ya la centurias de Falange, en los
primeros años del régimen, gritaban y cantaban eso de «Que no queremos reyes
idiotas».

El siempre laberíntico Pemán ha dejado escrito que, apenas 24 horas antes de


que Franco dejase caer la bomba de la convocatoria de Cortes, el propio príncipe
le había dicho a su padre que el verano transcurriría sin grandes novedades. Lo
más probable es que fuese así, y lo fuese porque Juan Carlos no sabía realmente
nada de lo que iba a pasar. Bueno, más bien, lo que no sabía escuándo iba a
pasar; porque lo que iba a pasar tenía que saberlo cuando menos desde enero de
aquel año, cuando concedió una entrevista a la agencia Cifra que, leída hoy en
día, huele a preparación de candidato más que la girola de la catedral de
Santiago a incienso.

Se vanagloria en su tumba un visir egipcio, quiero recordar que Tiy, de haber


construido la tumba de su señor Faraón en absoluto secreto de los demás.
«Nadie me vio, nadie me oyó», asevera en los bajorrelieves de su propio
mausoleo. Algo así hicieron los constructores de la designación de Juan Carlos,
que fueron los citados y quizás, tan sólo quizás, Laureano López-Rodó. Esto
quiere decir lo que quiere decir: a la sala de máquinas del franquismo, es decir
la antigua Falange, no se le contó nada.

Los azules, dueños y señores de las Cortes que habrían de ratificar a Juan Carlos
de Borbón como sucesor pero abocadas a votar que sí en todo caso, quedaron
noqueados. José Solís, para entonces ya timonel del oficialismo pitufo, se cayó
del caballo en menos de una semana y, en menos de una semana, él como todos
los demás diputados a Cortes, se volvió monárquico. El día 21, en un plenario de
procuradores sindicales, la propuesta del Caudillo fue aclamada; muchos de los
centenares de convertidos habían sido albigenses relapsos hasta la tarde
anterior. Las dictaduras (de país, de partido...), es lo que tienen.

Veinte países pidieron señal de televisión para el acto de proclamación de Juan


Carlos. Pero se quedaron sin ella, porque ni TVE ni Radio Nacional, acojónate
vecina, retransmitieron el acto en directo, sino en un extraño semidirecto, con
cierto decalaje en el tiempo, que permitía introducir una voz en off, con las
puntualizaciones correctas, cuando apetecía. Toda una tradición del
franquismo. En aquella época, sin ir más lejos, el partido de liga de los
domingos por la noche se emitía en falso directo, con dos o tres segundos de
decalaje; yo vivía entonces a tiro de lapo de un estadio, el de Riazor, y lo puedo
atestiguar. Esto se hacía así para que se pudiese cortar la señal a tiempo si
alguien desplegaba una pancarta aprovechando una toma. En realidad, que yo
sepa, el férreo control de la televisión franquista sólo lo rompió el entrenador de
un equipo de balonmano, en los setenta, que fue objeto de una entrevista
bastante insulsa, pero en directo. Como al final de la entrevista el periodista le
hiciera la famosa pregunta de si tiene usted algo más que añadir, con toda
naturalidad, dijo: «Bueno, ya que estamos aquí, me gustaría pedir la libertad
para los presos políticos vascos».

Votaron NO a Juan Carlos de Borbón diez procuradores del tercio familiar,


representantes de Álava, Guipúzcoa (dos), Navarra (dos), Cádiz, Las Palmas,
Teruel y Barcelona; seis procuradores sindicales, cuatro de los productores y dos
de los técnicos; dos consejeros nacionales, ambos de Alicante; y dos
procuradores de designación directa de Franco: Torcuato Luca de Tena (nobleza
obliga) y el general García Valiño. Se abstuvieron cuatro procuradores
familiares (Asturias, Huesca, Madrid y Sevilla) y dos sindicales, uno de ellos
consejero nacional de Palencia y otro integrado en el grupo de propietarios de la
Hermandad Nacional Sindical de Labradores y Ganaderos.

En total, 29 versos sueltos. 33 años antes, Franco había necesitado de los


monárquicos para encumbrarse. Ahora, era la monarquía la que necesitaba a
Franco para volver. Quizás alguna neurona, dentro de la cabeza del general,
gritó: ¡Chúpate ésa!

Aquella designación fue una victoria sin paliativos de Carrero y los tecnócratas,
que habían tenido la habilidad de mutar su candidatura para ser los eternos
regentes del posfranquismo (con escasas posibilidades de éxito, como hemos
visto) por la enmienda transaccional de traer al Borbón 2.0. Los talibanes del
régimen, por supuesto, querían una regencia o algo parecido que,de facto,
permitiese mantener al frente de la nave a un nuevo Franco. Pero fue que no.

Pero, con las mismas, los falangistas dijeron: Nunca mais.

La designación de Juan Carlos de Borbón y Borbón y varias veces más Borbón


como futuro rey de España, que aguas adentro del franquismo no cabía
interpretar sino como una victoria de los tecnócratas apolíticos y la consiguiente
derrota del franquismo de tripas y corazón, despertó en este último franquismo,
el azul, el falansio de toda la vida, la convicción de que hasta allí había llegado la
broma.

Los franquistas irredentos ni querían un rey ni querían a ese rey. No es que el


joven Juan Carlos dejase claras desde el principio sus intenciones democráticas;
pero lo que sí es cierto es que sus discursos de entonces, compilados en varios
libros propagandísticos de la época, introducen, con habilidad florentina, el
concepto de cambio necesario.

Ciertamente, Juan Carlos de Borbón dejó salir de sus labios frases épicas. El 19
de septiembre de 1970, en Melilla, en el aniversario de la Legión, inflama sus
sememas al recordar «al Generalísimo Franco, capitán vuestro, capitán de
España en momentos azarosos y difíciles, del cual os traigo un cariñoso saludo.
Seguid siempre su ejemplo, imitadle en sus virtudes, mantened su espíritu, y
esta Legión seguirá siendo punta de vanguardia de nuestro Ejército, de nuestro
honor militar y de España». Pero es el mismo prínciple el que el 13 de octubre
del mismo año realiza una visita a Belchite y allí dice (cursivas mías): «Aquí
murieron, como en tantos lugares de la Patria, lo mejor de nuestras juventudes,
encuadradas en unidades del Ejército, Banderas de Falange y Tercios de
Requetés, unidas por unos ideales que en lo fundamental nos hermanan a
todos. Esta unidad en los Principios Fundamentales la tenemos que mantener
siempre, como tantas veces nos ha repetido el Generalísimo, para hacer una
Patria cada vez más justa y mejor, en la que todos los españoles trabajemos para
asegurar a nuestros hijos un futuro próspero, con bienestar, libertad y orden».
En Cheste, al día siguiente, frente a los estudiantes de una universidad laboral,
aboga por un futuro construido con la unión «de los españoles de ayer, de hoy y
de mañana». Cualquiera que sea lo suficientemente joven como para haber
tenido uso de razón únicamente en un país en el que se puede decir lo que se
quiere no se imagina cómo se escuchaban y leían estas palabras, y cómo cada
uno, según su inclinación, las interpretaba. En todo caso, como ya he dicho, y es
al menos mi opinión, la retórica juancarlista de los primeros meses tras su
designación se basó en recordar constantemente la figura de Franco pero, al
tiempo, distanciarse tanto del argumentario de éste como del de su propio
padre, consciente de que ambos eran malos compañeros de viaje a la hora de
garantizar una concertación entre españoles.

Pero volvamos al verano del 69. Ya está el Borbón en el machito y los falangistas
cabreados. Y, como decía, non Plus Ultra. Aquello ha llegado al máximo de lo
que puede llegar y, en consecuencia, los azules plantean la simple y pura guerra
contra sus enemigos. Porque, se pongan las memorias de los antifranquistas
como se pongan, lo cierto es que los cuadros del régimen, donde ven al enemigo
más peligroso, es dentro del propio régimen. La mente de Franco se apaga a
marchas forzadas. El general está soltando la cuna, y hay hostias para mecerla.
Todos los franquistas aceptan que si Franco se muere, está claro quién tomará
las riendas; pero todos confían, de hecho, en que el nuevo jefe del Estado sea tan
sólo un tipo maleable y bobalicón, tal es la imagen que sobre los Borbones se
viene grabando a cincel en el inconsciente colectivo (y que no está exenta de su
punto de certeza, para qué negarlo; que la borbónica es dinastía kilométrica, y
en esos kilómetros tiene mojones que mejor esconderlos).

Todo el mundo tiene la sensación de que la herencia de la abuela será para el


que logre estar junto a la cabecera de la cama cuando se sienta morir. Eso quiere
decir estar en el gobierno, ser el gobierno, mandar en el gobierno. Ser ese tipo, o
grupo de tipos, a quien miran los ojos aguanosos del anciano Franco para que
continúe su labor. El guión siempre dijo que ese alguien debería ser un
falangista de cepa y/o un militar cien por cien afecto. Pero los tiempos han
cambiado. Hace ya muchos años que gobernar España ya no consiste en
organizar desfiles de la Guardia de Franco o de la Hermandad de Ex-
Combatientes, o en recordar a los mártires de Alcubierre. Ahora, gobernar
España es tener la capacidad de discutir con un señor que se llama míster
McCarthy las condiciones de un crédito-puente que permita la adquisición de
un crédito internacional a tipo flotante. De todas estas cosas Franco no tiene ni
puta idea, aunque siente por ellas un respeto reverencial, y por eso da la
impresión, cada día más, casi cada minuto, de no poder vivir sin esos tipos de
traje gris que tienen amigos que en su vida han disparado un tiro. Ahora,
además, esos tipos tienen un Líder que, todo el mundo en los corredores del
poder se hace lenguas, quiere cambiar las cosas. ¡Cambiar las cosas! A esto hay
que darle un frenazo, sí o sí.

El 7 de agosto, la prensa barcelonesa, tan afecta y controlada como la de Madrid,


publica una información que el diario Informaciones se apresura a repetir en la
capital el día 8. Se trata del caso de una presunta corrupción relacionada con
una empresa exportadora de telares. En semanas, nadie en España será ajeno al
nombre societario de la dicha empresa: Matesa.

Maquinaria Textil del Norte, Matesa, era una empresa exportadora que había
adquirido y mejorado el royalty de un telar conocido como Iwer. Yo de ingenería
industrial no entiendo un carajo, pero parece ser que lo mejor del Iwer era que
no tenía lanzadera, lo cual lo hacía tope rápido, además de muy propio para la
fabricación de fibras sintéticas, el no va más del vestir de la época.

Matesa, pues, poseía un producto competitivo a escala internacional, y para


poder comercializarlo hizo algo impensable entonces para cualquier empresario
españolito: crear una red de filiales en todo el mundo. Tenía filiales en
Alemania, en Argentina, Brasil, Estados Unidos, Perú, México... Hoy, que la
Telefónica está en todas partes y Repsol tiene pozos en medio mundo, puede
parecer poca. Pero en la España que acababa de ganar Eurovisión y que había
contemplado de madrugada los pasitos de Amstrong por la Luna como quien ve
una peli de Kubrick, era, literalmente, la hostia en verso.

Al frente de todo este montaje estaba un empresario catalán, Vilá Reyes,


absolutamente bienquisto con el franquismo, recibido en El Pardo por el general
y, lo que es más importante, poseedor de algo así como un rating AAA como
exportador, que le hacía acreedor de una autopista a la hora de gestionar los
típicos créditos a la exportación, es decir las operaciones financieras por las
cuales los onerosos gastos vinculados a una venta exterior son financiados para
así hacer la operación posible.

Sin embargo, Vilá Reyes había gestionado dichos créditos de una forma un tanto
irregular. Recibido el dinero, que era para vender, lo había invertido en las
filiales, es decir estructuras de venta. No es lo mismo. Si el Estado te presta 10
millones de euros para venderle jerseys a Kenia, no es correcto que te los gastes
en comprar un edificio en Nairobi donde ubicarás tu sastrería.

Parece ser que ya a principios de 1969, la Aduana española se había coscado de


la movida, esto es que no había salida de telares correspondiente con los
créditos recibidos, y lo había denunciado.

En el fondo, pues, el escándalo Matesa era una de tantas irregularidades


cometidas en el comercio exterior franquista, tradicionalmente trufado de
amiguetes, amiguismos, comisiones y favores debidos. De hecho, la historia de
la corrupción en el franquismo tiene dos grandes focos de irradiación: uno son
las licencias comerciales, y otro el siempre lucrativo sector inmobiliario. en este
último destacó, sin ir más lejos, la propia hermana de Franco, doña Pilar, la cual
hizo negocios imposibles a base de vender parcelas que no poseía en la
prolongación de O'Donell. Pero ésa es , literalmente, otra historia.

El escándalo Matesa, sin embargo, se distinguió de todos los demás en que, en


un país en el que la prensa no iba ni a mear sin el conocimiento del poder, se
produjo, por parte de ese mismo poder, y sobre todo el epicentro del mismo
llamado José Solís Ruiz, la instrucción de que de Matesa se podía hablar
libremente. Los periodistas, acanallados durante décadas y con hambre de
putear, se tiraron en plancha a la carroña dando más saltos mortales que Greg
Louganis. Evidentemente, hablamos de la amplísimamente mayoritaria red de
medios de comunicación del Movimiento, cuyos periódicos y emisoras de radio
se lanzaron, todos a una, a la yugular de Vilá Reyes.
La jugada tenía dos objetivos hermanados, que habían fabricado la extraña
pareja que maquinó todo aquello.

El primer objetivo era desprestigiar a la Administración económica. O sea,


ministros de Economía, Comercio, y adláteres. A los del Opus, los tecnócratas.
Los que, si Nosferatu era el no-muerto, eran los no-azules, zombies franquistas
que se negaban a identificarse con los hombres del Movimiento Nacional, en su
primer matrimonio Falange Española Tradicionalista y de las JONS y de soltera
Falange Española y de las JONS, y hacer la guerra por su cuenta sin compartir el
poder con nadie, mientras mesmerizaban al Caudillo, ya medio grogui por el
Parkinson y agotada la pila (de años), con estadísticas y gráficos de los años
anteriores al Power Point.

El segundo objetivo era parar la excesiva presencia en la economía de la banca


pública. Porque no fueron sólo los medios del Movimiento los que hicieron hilo.
También los periódicos en poder de los banqueros alimentaron la hoguera
matesina, porque les interesaba llevar también al punto de escándalo un asunto
en el que se ponían en solfa los créditos oficiales a la exportación.

Así pues, los falangistas del franquismo, todavía teóricos defensores de la


nacionalización de la banca; y los propios banqueros, iban juntos en la proa de
aquel barco, con el objetivo de machacar a la otra mitad del franquismo.

Incluso un periódico, el SP, llegó a pedir, en un gesto desconocido en el


franquismo, la dimisión de los ministros económicos. Y es muy difícil de creer
que el ministro de Información y Turismo no supiera de dicha petición, y la
permitiese. El 22 de agosto se llegó incluso al paroxismo inorgánico: un
procurador en Cortes, Ezequiel Puig Maestro, pidió una reunión del pleno... ¡y la
apertura de una comisión de investigación!

Se produjeron, aquel verano, los tradicionales consejos de La Coruña y de San


Sebastián, y en ellos no se hacía más que hablar de Matesa, de un lado a otro de
la mesa, mientras Franco lo observaba todo como un árbitro de ping-pong
aquejado de una fuerte resaca. No decía nada, y todo el mundo esperaba
acontecimientos. En un movimiento bastante desesperado, los tecnócratas
entregaron a la prensa un informe en el que afirmaban la legalidad de las
prácticas del comercio, y contraatacaban acusando a los atizadores del
escándalo Matesa de haber provocado cascadas de anulaciones de compras y
dificultando el servicio de la deuda exterior (de donde cabe deducir que eso de
acusar de antipatriota al que te critica en el ámbito económico no lo inventó
Zapatero, sino Espinosa San Martín). Pero la cosa no fue muy efectiva, porque la
mayoría de quienes tenían que publicar aquel material, La Voz de su Amo, lo
hicieron con sordina.

Franco dejó, como tenía por costumbre, que el tiempo pasara. Esperaba,
probablemente, que el escándalo perdiese fuelle. Esperó hasta el 29 de octubre.

Aquella tarde-noche, TVE y Radio Nacional interrumpieron su pastueña


programación habitual para anunciar el décimo gobierno de Franco.
Y a los falangistas se les quedó cara de gilipollas.

Ellos creían tener la partida ganada, pero lo que se encontraron fue lo siguiente:

• Vicepresidente, el padre putativo de la tecnocracia: almirante Luis


Carrero Blanco.
• Gobernación, un hombre de armas de total fidelidad a Franco: Tomás
Garicano Goñi.
• Asuntos Exteriores, tecnocracia pura: Gregorio López Bravo.
• Ejército, Franco en versión light: Juan Castañón de Mena.
• Marina, más de más: Adolfo Baturone Colombo.
• Aire, seguimos en la mismas: Julio Sal vador Diez Benjumea.
• Educación, el nefando José Luis Villar Palasí, inventor de la EGB y que
habría sido feliz pudiendo redactar la LOGSE.
• Obras Públicas, Federico Silva Muñoz.
• Industria, para el Partido Tecnócrata: José María López de Letona.
• Comercio, más tecnocracia: Enrique Fontana Codina.
• Agricultura, Partido Tecnócrata: Tomás Allende y García-Baxter.
• Vivienda, Vicente Mortes.
• Hacienda, Alberto Monreal Luque. La tecnocracia mece el Presupuesto.
• Trabajo, el franquista hecho a sí mismo: Licinio de la Fuente.
• Justicia, el propietario de la cartera: Antonio María de Oriol y Urquijo.
• Información y Turismo, adiós, Fraga, adiós: Alfredo Sánchez Bella.
• Secretaría General del Movimiento, el Topo: Torcuato Fernández
Miranda.
• Ministro sin cartera a cargo de la Organización Sindical: Enrique García
del Ramal.
• Por si no querías caldo: ministro del Plan de Desarrollo: Laureano López-
Rodó.

Con otras palabras: caía Muñoz Grandes. Subía Carrero [hay un error aquí, que
acertadamente se me señala en los comentarios; Muñoz Grandes ya no era vice
en el 68, pues había sido ya sustituido por Carrero precisamente; es cierto, me
"salté" una minicrisis sin querer; en todo caso, la, digamos, consolidación de
Carrero, unida a la inesperada invasión tecnócrata, debe apuntarse, a mi modo
de ver, como una victoria sin paliativos del almirante]. López Bravo salía del
mundillo económico para pasar a Exteriores. Caía el tecnócrata Espinosa San
Martín, gran defensor de la gestión de Matesa. Pero caían también Solís y Fraga,
considerados muñidores del escándalo. Y lo de Solís era aún peor, porque
cayendo él, sus sucesores, dos, dejaban de acumular en las mismas manos el
partido y el sindicato. A los tecnócratas se les daban tres carteras, tres, de
ámbito económico (Allende, Mortes, Letona), además de las que ya tenían.

La Falange tenía un pepino en el culo. Sus primates estaban sonados. ¿Qué


había fallado?
Había fallado lo que siempre; lo que en Salamanca, en el 56, y ahora con
Matesa, le había fallado siempre a los falangistas: emperrarse en no entender la
relación de Franco con el poder.

Poco tiempo después de llegar el gobierno nacido del escándalo Matesa, el


gobierno de la defenestración del entourage falangista del franquismo, se
produjo un hecho que levantó auténticas polvaredas en la prensa. Resulta que se
supo, gracias a la agencia Europa Press, que la Secretaría General del
Movimiento había encargado la compra de tres mil camisas. Las condiciones de
la compra establecían que las prendas debían de ser blancas. El detalle en
cualquier otro país, o en cualquier otro tiempo, habría sido apenas atendido por
la opinión pública. Pero ésta quiso ver, por mucho que la Secretaría se
desgañitase explicando que el pedido era anterior al cambio gubernamental, la
prueba irrefutable de que los tiempos de la camisa azul se habían terminado en
España.

La anécdota es eso: una anécdota. Pero, aun así, lleva su punto certero. Torcuato
Fernández Miranda llega a la máxima magistratura del partido único por sus
buenas relaciones con el rey y por su vitola, entonces, de persona integradora
(luego la tendría de reformista). Lo mismo le pasaba a Enrique García Ramal en
la Organización Sindical; era un viejo falangista catalán, curtido en el sindicato
vertical, pero su personalidad estaba lejos de ser la de un legitimista.

En realidad, era Ramal el que heredaba el problema más grave, porque los
sindicatos franquistas, números cantan, poseían, más que dominaban, las
Cortes franquistas. El nuevo equipo, sólo formalmente falangista, había llegado
al partido para pilotar la redacción de las leyes que habían de desarrollar aquella
porción del Fuero de los Españoles que les garantizaba el derecho a tener
asociaciones políticas y participar en ellas. Pero para poder transitar
tranquilamente por ese proyecto, Fernández Miranda necesitaba que García
Ramal, antes, le garantizase que los de la carrera de San Jerónimo no iban a
dedicarse a darle por culo.

En el fondo de esta cuestión laten los problemas que existían dentro de la propia
tecnocracia. Los, por así llamarlos, tecnócratas puros, como Laureano López-
Rodó, estaban obsesionados con la homologación internacionald el franquismo.
López-Rodó, probablemente, se diseñó a sí mismo toda una hoja de ruta que,
desde 1957, tenía tres grandes estaciones intermedias: en primer lugar, la
normalización administrativa de España o, si se prefiere, el montaje de un
entramado administrativo que permitiese a los ciudadanos hacer cosas tan
básicas como protestar o reclamar. El segundo mojón de la carretera era el
desarrollo económico, la elevación de las rentas; pues Rodó pensaba, y no se
equivocaba, que las sociedades que manejan más pasta tienden a ser más
conservadoras.

El tercer elemento de la hoja de ruta era lo que los tecnócratas entendían por
normalización democrática, esto es la creación de una serie de asociaciones
políticas que permitiesen decir que en España había democracia representativa,
debate, y todas esas cosas. Evidentemente, el trile estaba en el pie forzado
impuesto por Franco: asociaciones políticas sí, pero todas dentro del
Movimiento. Por lo tanto, se trataba de un sistema en lo que se le permitía a los
españoles no era organizarse políticamente, sino organizarse políticamente
como franquistas.

El problema de los tecnócratas es que no todos querían ir igual de lejos en este


tema; y, sobre todo, que el mentor de todos ellos, don Luis Carrero Blanco,
quería ir más despacio que todos. Carrero entendía la necesidad de la reforma
propuesta pero, al mismo tiempo, era el segundo español, después de Franco,
con mayor alergia a los partidos políticos. No quería que, en modo alguno, el
asociacionismo franquista oliese a partidos políticos y, sin embargo, dentro del
mismo había muchos elementos, por ejemplo los falangistas, que era
precisamente eso lo que pretendían. Por lo tanto, existía una tensión, no ya
dentro del franquismo, sino dentro de la propia tecnocracia, que impedía en la
práctica la puesta en marcha de las asociaciones políticas. De hecho, puesto que
todas estas diferencias acababan en el despacho de Franco y Franco, de por sí,
era ya poco proclive a aceptar la creación de las mismas, el proceso sólo pudo
comenzar cuando el dictador estuvo, como las canicas, a menos de una cuarta
del guá.

José Solís, en su etapa ministril, había elaborado un proyecto de legislación


sobre el asociacionismo político, que había entregado en julio del 69, unos
meses antes de dejar de serthe right hand of God. El texto de Solís, sin embargo,
no le gustó a Fernández Miranda quien, en una sesión del Consejo Nacional del
Movimiento, en diciembre, anunció su oportuna clasificación por la B de Varios.
Como es bien sabido, en el franquismo no había problema alguno en tirar para
atrás cualquier proyecto, ya que no existía un procedimiento constitucional que,
como tal, exigiera que un texto sometido a aprobación hubiera de consumir
dicho proceso.

Miranda se encontró con un inesperado contrincante: Manuel Fraga. Fraga, que


había salido claramente perdedor de la remodelación ministerial por causa de
no podérsele considerar ajeno a los pinitos de acoso realizados por la prensa
oficial con el caso Matesa (algo que no creo que Franco le perdonase nunca), no
tuvo más remedio que jugar la carta, digamos, progresista y, consecuentemente,
se erigió en defensor de la idea de que la apertura de ventanales en el
franquismo para ventilar el régimen no podía hacerse esperar. Al calor de las
palabras de Fraga, se fue incubando un término que habría de tener sonoro
éxito en los años subsiguientes: apertura.

Sin embargo, Fernández Miranda cumplió la promesa de diciembre, y pocas


semanas después presentaba su propio proyecto. Fruto del momento, pues ni
las cosas estaban maduras para grandes liberalidades ni su gran mentor, el
príncipe, podía considerarse asentado como para moverse un poquito, el
borrador de Fernández Miranda se parece a una ley de asociacionismo, aunque
sea en el marco de una democracia orgánica, lo que una ardilla a un sincrotrón.
Tenía tantas cautelas y tantos pies forzados que más que asociacionismo era una
ley del silencio. Desde el falangismo que se quería auténtico, quizá la familia del
franquismo más interesada en mover el asunto de las asociaciones en ese
momento, se pronunciaron palabras durísimas contra el proyecto. Fernández
Miranda, escuchando a su alma de esencia hipercauta, retiró el proyecto. Con
ello, probablemente, hizo lo que Franco esperaba que hiciese. A pesar de pasar
de los setenta años, o quizás precisamente por eso, y puesto que Franco, más
que una idea de España, lo que tenía era una idea de su propia permanencia en
el poder, el general no veía ninguna utilidad en las asociaciones políticas.
Ciertamente, López-Rodó y los tecnócratas le habían comido la oreja con que
era necesario darles luz verde para parecer Europeo (Excelencia, debemos
entrar en el CEE como sea), y por eso Franco aceptaba el principio como el
enfermo grave que acepta el ricino diario. Pero no tenía ningunas ganas y, como
quiera que en 1970 no sentía demasiadas presiones, dejó caer las ideas del
nuevo Secretario General en el ardiente pozo de Mordor.

Aquello fue la señal para los falangistas. Lamiéndose las heridas de Matesa,
cuando vieron flaquear al Secretario General que les habían colocado de matute,
tocaron generala. Su estrategia se basó en tres elementos: por un lado, lucharon
denodadamente para conservar las primeras plantas del poder, es decir
gobiernos civiles y diputaciones; no les fue difícil conseguirlo, porque los
tecnócratas eran pocos, y hacían todos falta en las azoteas del poder, puerta con
puerta con el penthouse del general.

El segundo elemento fue mantener la congelación de las elecciones sindicales.


Ya Solís las había enviado a dormir el sueño de los justos. Ahora los tecnócratas
hubieran querido resucitarlas, porque elecciones sindicales significaba
renovación de buena parte de las Cortes, que era lo que querían. Pero la primera
medida permitió a los falangistas bloquear toda intención renovadora.

Así las cosas, el tercer elemento de la estrategia fue dar por culo en las Cortes,
puesto que las controlaban.

En las Cortes, en efecto, se reaviva la Comisión de Investigación del caso Matesa


que, bajo la presidencia del velociraptor jubilado Raimundo Fernández Cuesta,
se había reunido para jugar al julepe. Ahora, sin embargo, tenía otro presidente,
Eduardo Villegas Girón, y nuevos arrestos. Para sorpresa de propios y extraños,
este órgano comenzó a funcionar como una auténtica comisión de investigación.
Vilá Reyes pidió declarar, pero se le denegó. Sin embargo, sí fueron citados la
mano derecha de García del Ramal en la Organización Sindical, amén de los
ministros Navarro Rubio, García Moncó y Espinosa San Martín… pues sí.
Ministros respondiendo de presuntas corrupciones ante el parlamento
franquista.

El 30 de junio de 1970, se lee en el pleno de las Cortes un informe


presuntamente confidencial que, sin embargo, es probable que hasta los
activistas antifranquistas tuviesen en sus manos, xerocopiado, antes de que se
terminase de leer el segundo folio. Lo leyó el almirante Carrero y las malas
lenguas de la época contaron que muchos diputados, finalizada la exposición,
aplaudieron con las manos y patearon con los pies. El caso es que el vice, en
efecto, fue pateado en aquella casa repentinamente tan díscola.

Al revés de lo que Franco quería, el escándalo Matesa no se cerró en falso, sin


consecuencias. Fueron procesados Espinosa y García Moncó; y se dio el
espectáculo inimaginable de que a las Cortes llegase un suplicatorio para
procesar al gobernador del Banco de España y procurador en Cortes por
designación directa del general, ex ministro Mariano Navarro Rubio. Tanto
Navarro como Espinosa dimitieron de sus cargos. El suplicatorio de Navarro fue
concedido el 21 de septiembre. Pero, ¿por qué Franco no hizo nada? Pues,
básicamente, por curioso que resulte contar todo esto, la verdad es que el verano
de 1970 no pudo igualar en tensión al de 1969. Franco no podía hacer otra crisis
de gobierno, y tampoco podía laminar a quienes le estaban alborotando el patio;
recuérdese que todo, en la vida de Franco, pasa por su relación con el poder.
Malquistarse con el falangismo que, al fin y al cabo, era el epicentro de su
régimen, podría haber tenido consecuencias indeseadas para él, sobre todo
ahora que había designado un heredero y ya no contaba con la ventaja de la
incertidumbre en este punto. Es más que probable, de hecho, que los
movimientos azules, descarados, demagógicos y manipuladores, se produjesen
por lo claro que tenían que Franco no iba a actuar. Lo cierto es que a Franco
todo le importaba era que no le tocasen ministros que estaban aún en el
Gobierno; y, en este punto, los falangistas cumplieron el pacto, si es que lo hubo.

El mismo día 21 del suplicatorio, tras salir de las Cortes y camino de Lérida, el
veterano jefe de la Organización Sindical, García Ramal, sufrió un infarto.
Escogió mal momento. Quedó en el dique seco justo cuando el falangismo iba a
plantear su segunda batalla y, esta vez, en su terreno: la Ley Sindical.

Como ya he dicho, en el guión de los tecnócratas estaba escrito que para cuando
la Ley Sindical llegase a las Cortes, éstas estarían dominadas por ellos vía
elecciones sindicales y, además, García del Ramal estaría en pleno estado de
revista para defender los postulados del Gobierno. Ni una cosa ni la otra
ocurrieron, sin embargo, y la tecnocracia se encontró con un parlamento
orgánico en cuya comisión de Leyes Fundamentales eran mayoría los azules,
con lo que, consiguientemente, comenzaron a hacer lo que les dio la gana con el
texto legal. El Gobierno intentó retirar el borrador pero no pudo. José Solís, en
un alarde de cinismo, apeló de inmovilistas a los partidarios de la devolución.
Mediante una extraña alianza (mucho más extraña de lo que pueda parecer), la
vieja guardia falangista obtuvo en los procuradores de la Iglesia un apoyo
inesperado, y los proyectos de López-Rodó descarrilaron.

Herida pero no muerta, la tecnocracia desplazó el enfrentamiento a un teatro


que creía más propicio: el Consejo Nacional del Movimiento. La verdad es que el
Consejo nunca había tratado temas de enjundia, pero hasta en las chorradas se
encuentran contenidos políticos. Así las cosas, cuando llegó el momento de
plantear el tradicional acto conmemorativo de la fundación de Falange,
tradicionalmente celebrado en el teatro de la Comedia, inopinadamente se
propuso en el Consejo que la sede se trasladase al propio edificio de este
organismo. Siguiendo la disciplina de voto gubernamental, 85 de los 100
consejeros votaron a favor de la propuesta, pero, sin embargo, hubo votos muy
significados en contra, como los de Pedrosa Latas, o el almirante Nieto Antúñez.
O Fraga.

Franco navegaba a favor de corriente. No sé si alguien sabe si ya sabía que él no


era la corriente, pero lo cierto es que se dejaba llevar. En la víspera del
aniversario, presidió con el Príncipe un acto en el que ambos fueron vestidos de
militar, y en el que recordó que el 18 de julio de 1936 el Ejército se alzó «en
defensa de la civilización cristiana y de unas tradiciones en trance de perecer»;
lo que convertía a las fuerzas armadas en «custodio celoso de la conciencia
nacional». Viejo y ajado, Franco ponía las cosas en su sitio; definía su régimen
como lo que había sido siempre: una dictadura militar, en modo alguno un
régimen falangista. Era, una vez más, un juego de poder. El año 1970, año de la
mayor victoria de la tecnocracia sobre los franquistas de toda la vida, se
completó un proceso que había empezado 13 años antes, el ya remoto día en que
Franco se había presentado en las Cortes y había lanzado un discurso en el que,
por primera vez, no pronunciaba juntas las palabras José, Antonio, Primo y
Rivera.

Un día más remoto aún, julio del 36, los falangistas patrios habían creído ver el
cielo abierto: se iniciaba un alzamiento militar en el que los soldados enlosarían
un camino por el que luego transitaría el fascismo español, camino del trono sin
rey de España. Para ellos Franco era el más carismático jefe militar del grupo de
profesionales que les encumbraría, para luego dedicarse a sus maniobras y sus
cositas a cambio, eso sí, de llevar la vida social española a toque de instrucción,
elo, us, elo, us, ¡paaaasó! Ellos, en una palabra, se sentían la élite de la nueva
derecha gobernadora de España. Mesmerizados por sus propios delirios, los
falangistas ni se dieron cuenta de que había más derechas, y que en ellas había
tipos mucho más listos que ellos, como Serrano Súñer. Y, desde luego, el propio
Franco; un tipo al que en septiembre del 36 le dieron una cuna, y ya no le salió
de los cojones dejar de mecerla personalmente en cuarenta años.

A Franco, todos aquellos tipos, que faltos de un líder por fusilamiento del suyo,
amén de acojonados y desnortados cuando su sustitución acabó a tiros una
noche salmantina, acabaron por venerarlo. En ese momento, los utilizó. Falange
era la única estructura social que quedó en pie tras la guerra, si exceptuamos el
sindicalismo rural católico. Si los deseos y planes de Franco eran libros, Falange
era la única estantería grande y sólida que tenía para colocarlos. Pero ya desde
finales de los años cuarenta, aprendiendo de la experiencia de que desde el
falangismo podían llegar, perfectamente, movimientos que en el fondo
buscaban sustituirlo, Franco se dio cuenta de eso que los británicos
llaman keeping the arm's length. A partir de ese momento no dejó que nadie
salvo los muy militares (Moscardó, Franco Salgado, Carrero...) se le acercasen a
menos de un brazo de distancia, y comenzó a putearlos. Cuantas más gavelas les
daba, más corruptelas les permitía, menos poder les dejaba. Cuando, a
mediados de los cincuenta, descubrió a los tecnócratas, que encima eran
monárquicos (descartado Juan el Torpe, apostar por la monarquía equivalía por
apostar a que Franco moriría dictador, como de hecho ocurrió), no se lo pensó
dos veces. Y, de alguna manera, su actuación en 1969 en 1970 fue the last nail in
the coffin.

Así las cosas, a nadie le puede extrañar que los falangistas se volviesen
reformistas y no sintiesen nostalgia por el franquismo.

Así transcurría el régimen, entre peleas internas, mientras unos oscuros


auditores militares hacían su trabajo. Casi por casualidad. Y, sin embargo, ese
trabajo estaba a punto de obligar a Franco a un último esfuerzo de poder, a
bracear, una vez más, para no caer.
Eran las cinco de la tarde del 7 de junio de 1968. José Pardines Arcay, guardia
civil de Tráfico, se encontraba cerca de San Sebastián, de servicio en la carretera
que unía la capital donostiarra con Madrid. Había obras en la vía que
comprometían la seguridad y, por eso, los motoristas de la guardia civil estaban
distribuidos cada pocos metros. Se daba la circunstancia de que Pardinas, por
estar apostado antes de una curva, estaba fuera del campo de visión de su
compañero más cercano. Muy posiblemente, esta circunstancia casual labró su
desgracia.

Pardinas observó un vehículo cometer una pequeña información de tráfico, y lo


paró. Se dirigió a la ventanilla del conductor, a solicitar la documentación, pero
lo que recibió fue un disparo a quemarropa que le dejó tirado en el suelo. Los
dos ocupantes del vehículo, Francisco Javier Echevarrieta Ortiz e Ignacio
Sarasqueta Ibáñez, salieron del coche y lo remataron.

En el momento de realizar los disparos sobre el cuerpo inerme del guardia civil,
Echevarrieta era el jefe militar de Euskadi Ta Askatasuna en la parte oriental de
Guipúzcoa, y Sarasqueta eso que se llamaba, ya entonces, un liberado; un
terrorista full time. Ambos, por lo tanto, eran militantes de ETA.
Probablemente, agredieron a Pardines por considerar que los paraba por
bastante más que una infracción de tráfico.

Un camionero que había observado el primer disparo avisó inmediatamente


(debió de ser verdaderamente muy rápido, en un mundo sin móviles). Algunos
guardias que llegaron aunllegaron a ver a los dos etarras disparar en el suelo a
Pardines. Sin embargo, Echevarrieta y Sarasqueta lograron huir del lugar y
tomaron contacto con un simpatizante de ETA, quien accedió a prestarles su
coche. Ese vehículo, sin embargo, acabó topando con un control formado por
dos guardias civiles. Los etarras salieron del vehículo y dispararon. La guardia
civil respondió. Echevarrieta resultó muerto, mientras Sarasqueta huía monte
arriba. Se refugió en una iglesia, donde fue detenido la mañana siguiente. Lo
juzgó un consejo de guerra, que lo condenó a muerte, conmutada por cadena
perpetua. Le fue anmistiada en 1977; aunque, bien pensado, si la causa incoada
por el juez Garzón hubiese prosperado y si se hiciese juego revuelto con la dicha
amnistía, tal vez hubiese tenido que volver al trullo.

La muerte de Echevarrieta despertó en la ETA la necesidad de una acción


de retaliation. Al parecer, miembros de la organización como José María Escubi
Larraz (Bruno) y Francisco Javier Izco de la Iglesia propusieron matar a algún
guardia civil, pero el resto consideraron que una acción así podría ser
impopular. En el domicilio de un sacerdote, Amadeo Rementería Basterrochea,
se decidió matar al jefe de la Brigada Político-Social de San Sebastián, Melitón
Manzanas.

Con su elección, ETA demostraba no ser nada tonta, puesto que escogía una
víctima que difícilmente generaría rechazo en sus propios círculos o en la
oposición antifranquista en general (estamos en el año 69, de todas formas; mal
que le pese a los provectos luchadores contra Franco, eran tiempos en los que
casi nadie le hacía ascos a la violencia terrorista de ETA). Manzanas, como
máximo responsable de la unidad policial encargada de la paz social en San
Sebastián, tenía tras de sí una actuación que era de todo menos suave; era el
candidato perfecto para hacer aparecer la acción como el asesinato de un
«verdugo» del régimen franquista.

Izco de la Iglesia fue designado para realizar la acción, junto a dos liberados
llamados Aquizu y Echave, venidos de Francia para la acción. Como contactos
encargados de ayudar en la organización del atentado fueron designados
Joaquín Gorostidi Artola y Francisco Javier Larena Martínez.

El día señalado para la operación era el 2 de agosto. En dicho día, sin embargo,
los liberados de Francia telefonearon a Izco explicándole que no habían podido
pasar la frontera, por lo que instaron un aplazamiento. Izco, sin embargo, no
estuvo de acuerdo. El 2 de agosto, por lo visto, llovía a cántaros, y el etarra
consideró que esa circunstancia le daba mayores oportunidades de huida. Así
pues, se desplazó a Irún, ciudad donde vivía Manzanas, y sabiendo de su
costumbre de ir a comer a casa, lo esperó en el portal. Al llegar el policía, se
escondió para seguirlo por detrás y dispararle un tiro en la cabeza cuando estaba
abriendo la puerta. Según algunas versiones, María Artigas Aristizábal, mujer de
Manzanas que estaba en ese momento abriendo la puerta, se abalanzó sobre el
asesino, que en forcejeo disparó al aire, pero acabó por huir.

El 2 de enero de 1969, Izco de la Iglesia realizó otra acción casi suicida. Se


presentó junto con otro etarra, López Irasegui, en la cárcel de Pamplona, con la
intención de liberar a la mujer de éste, que se encontraba allí presa. La cosa no
salió bien y, en el tiroteo, Izco resultó herido. Lo que no esperaban los policías
era que, al hacer las pruebas de balística a la pistola intervenida a Izco en la
acción, descubriesen que era el arma que había acabado con la vida de Melitón
Manzanas.

Entretanto, el fenómeno del terrorismo comenzaba a interesar vivamente a los


juristas, civiles y militares. Un capitán jurídico del ejército decidió hacer su tesis
doctoral sobre la materia, y de esos primeros trabajos, casi se diría que
doctrinales, surgió la idea de empaquetar una serie de procesos por terrorismo
en uno solo, que tuvo una avance lento pero seguro, y que finalmente se
convertiría en el sumario 31/69, que conocemos como proceso de Burgos.

Los imputados de dicho sumario eran:

• Joaquín Goristidi Artola, liberado y miembro del Comité Ejecutivo


Militar de la organización.
• Francisco Javier Izco de la Iglesia, impresor, también liberado.
• Eduardo Uriarte Romero, nacido en Sevilla, también jefe de ETA.
• José María Dorronsoro Ceberio, que cumplía condena impuesta por el
Tribunal de Orden Público.
• Francisco Javier Larena Martínez, estudiante, liberado, y jefe de
Guipúzcoa oriental desde la detención de Dorronsoro.
• Mario Onaindía Nachiondo, empleado administrativo, también liberado.
• Juan Abrisqueta Corta, ayudante de laboratorio, también liberado.
• Víctor Arana Bilbao, montador.
• José Antonio Carrera Aguirrebarrena, perito agrícola, habitual enlace de
terroristas.
• Enrique Guesalaga Larreta, maestro industrial, liberado.
• Gregorio Vicente López Iruasegui, jefe de la oficina política de ETA, y
miembro legal de la organización.
• Juan Echave Garitacelaya, clérigo.
• Julián Calzada Ugalde, clérigo.
• Itziar Aizpurúa Egaña, profesora de música.
• Juana Dorronsoro Ceberio.
• María Aránzazu Arruti Odriozola, profesora de idiomas y mujer de López
Irasuegui.

El juicio de Burgos comenzó en la Sala de Justicia de la Sexta Región Militar, el


28 de noviembre de 1970. Fue nombrado presidente del Consejo del coronel
Ordovás, del arma de Caballería y jefe del Regimiento Acorazado España.
Vocales eran tres capitanes de armas distintas (infantería, caballería y artillería).
Vocal ponente fue nombrado el capitán auditor Troncoso, y fiscal el jurídico
militar de la región. Los acusados, por su parte, designaron todos defensores
civiles.

El gobierno se encontró pronto con una sorpresa ante la que no supo reaccionar.
No era la primera vez que había sacerdotes en el banquillo de la Justicia
franquista y, hasta aquel momento, la reacción del Episcopado había sido hacer
valer los poderes que le concedía el Concordato para exigir que las vistas de las
juicios en los que figurasen sacerdotes imputados se celebrasen a puerta
cerrada. Esta vez, sin embargo, los obispos pidieron exactamente lo contrario.
Justificándolo con la indefensión en que dejarían a los imputados seglares si
exigiesen oscuridad para la vista, pidieron audiencia pública. Claramente, el
franquismo no se lo esperaba y una vez que recibió la petición, además,
viniendo de quién venía, no la quiso negar. Con ello, el gobierno se embarcaba
en una situación en la que no podría evitar la propaganda internacional para el
juicio.

El día 1 de diciembre, el juicio da un giro copernicano tras una acción de la ETA.

La organización terrorista secuestró, en dicho día, al cónsul de Alemania en San


Sebastián, Eugenio Biehl Schaefer. Biehl representaba intereses industriales
alemanes en España, y llevaba viviendo en el País Vasco desde los 17 años. ETA
no reivindicó la acción, pero al día siguiente del secuestro, una organización
vasca que operaba en Francia llamada Anai Artea (Hermanos Unidos), presidida
por el ex consejero del gobierno vasco durante la guerra civil y futuro
parlamentario de Herri Batasuna, Telesforo Monzón, anunciaba la
responsabilidad de la acción por parte de ETA, así como la directa relación entre
el futuro del secuestrado y el resultado del proceso. Durante aquellos días el
secuestro, que tuvo también su vertiente jocoseria, tuvo un portavoz
peripatético en Anai Artea: el entonces cura de Sokoa (localidad famosa porque
muchos años después aparecería allí un importante archivo de ETA), padre
Larzábal. El señor cura concedió entrevistas a troche y moche en las que disertó
como «etarrólogo» reputado y diciendo cosas como que el secuestro había sido
perpetrado por el sector moderado (sic) de ETA.

Al empezar el juicio de Burgos, el abogado de Gorostidi propuso el aplazamiento


de la vista por razón del secuestro; pero el tribunal, bien aleccionado desde
Madrid, desdeñó la propuesta, tratando con ello de lanzar el mensaje claro y
neto de que la acción de ETA no iba a influir en los jueces.

Este defensor, por cierto, era Juan Mari Bandrés, entonces un joven abogado de
etarras, que acabó siendo diputado de Euzkadiko Ezkerra en el Congreso,
compartiendo militancia con Mario Onaindía, uno de los procesados de Burgos.
Bandrés exhibió en su época parlamentaria una de las mejores oratorias de la
democracia y era, además, un nacionalista vasco sin complejos: en una ocasión,
subió a la cátedra congresual para reprocharle al gobierno que no enviase
gramáticas españolas (repetimos: españolas) a los colegios del Polisario en el
Sáhara.

A ETA le salió mal el cálculo. Probablemente, sus estrategas habían pensado que
la solidaridad internacional hacia las fuerzas antifranquistas sería de hierro y,
por lo tanto, obtendrían una suerte de comprensión sorda hacia el secuestro en
los medios internacionales; es muy probable que esperasen que la opinión
pública creyese en ese argumento tan típico de muchos discursos politicos, que
tienden a absolver al que hace una putada y a culpar al que ha creado las
condiciones para que la haga. El mismo discurso de quienes dicen que la URSS
puteaba a su gente porque los EEUU la aislaban, o que Fidel Castro se explica
por el bloqueo de la isla, etc. De alguna manera, pues, ETA esperaba convencer
a la opinión pública mundial de que quien había secuestrado al buen alemán
había sido el franquismo.

Sin embargo, nada de esto pasó. Buena parte de la prensa francesa, y casi toda la
inglesa, se les echó encima. De la alemana, ya ni hablamos. Por lo que se refiere
a España, algunos habituales del momento de las protestas contra el franquismo
(Pablo Castellanos, Cela, Laín, Ridruejo, Ruíz Giménez, Tovar, Tierno Galván…)
colocaron un manifiesto en el ABC en el que pedían al gobierno que no se
dictasen sentencias de muerte, pero al tiempo dejaban claro que eso de
secuestrar está feo.

El 25 de diciembre, el periódico francés Sud-Ouest publicó una información en


la que su reportero J. G. Maingot reproducía una entrevista con el propio Biehl
«en algún lugar de Francia»; no sé si hay muchos precedentes de secuestrados
que conceden entrevistas. Ese mismo día, el cónsul fue puesto en libertad en
territorio galo, desmintiendo con ello a la propia ETA, que desde el principio
había sugerido que estaba en España.

El secuestro del cónsul alemán fue una charlotada. Ni la ETA, tan acostumbrada
a ir por el mundo con orejeras que no le dejen ver ni medio campo visual, se
habría jamás atrevido a malquistarse con Alemania y con Europa cargándose a
un ciudadano teutón. Máxime teniendo en cuenta que la batalla de la agitación
la tenía ganada. Con la decisión de hacer el juicio público, el gobierno franquista
se expuso a unos peligros que pronto se convirtieron en putadas, y que llegaron,
sobre todo, de dos frentes. Uno interior, y el otro exterior.

Del exterior llegó la presión a la que cualquier lector de la Historia


Contemporánea de España estará acostumbrado, desde el fusilamiento de
Ferrer Guardia hasta el día que murió Franco. España es un país que siempre ha
generado mucha curiosidad en el resto de Europa, y el proceso de Burgos, que al
fin y al cabo no era un juicio unitario por un hecho unitario (como podría ser,
por ejemplo, el del 11-M) sino una especie de panaché que parecía montado para
la ocasión, se prestaba muy bien a ello. Consecuentemente, la acostumbrada
patulea de bienintencionados, expertos e ignorantes se arremolinó alrededor del
juicio, aprovechando que, al ser público, los corresponsales extranjeros lo
podían seguir.

Quizá el hito más importante de esta propaganda fue un folleto de la francesa de


Gisèle Halimi, conocida activista de los derechos humanos, sobre el juicio. No
tanto por lo que escribía ella, como por lo que escribía, en su prólogo, su
majestad Jean Paul Sartre, espada incorruptible de ese extraño Concilio de
Trento inverso que fue la progresía francesa de la segunda mitad del siglo
pasado. Unos tipos sin corbata y con jersey de cuello alto, normalmente negro o
de color oscuro, que se caracterizaron, como muy acertadamente diagnostica
David Caute en su imprescindible libro The fellow travellers, por recetarle a la
URSS las bondades del comunismo sin plantearse seriamente su implantación
en los países donde ellos mismos pacían.

Como rápidamente se encargaron de destacar los servicios de prensa del


franquismo, infatigables lectores, el prólogo de Sartre contenía cosas para
tirarse por la ventana. Por ejemplo, que el nacionalismo vasco había sido creado
por un ignoto personaje llamado Sabin Mana (conocidísimo líder intelectual
euskaldún que es eternamente recordado en esa canción cuya letra dice Maná
Maná/tu-tu tururu...). O que Pi i Margall era un dirigente anarquista
(afirmación que no sé si joderá más a los federalistas o a los anarquistas).
También asevera en su prólogo que el pueblo vasco es un pueblo recientemente
conquistado por los españoles, aunque no explica muy bien ni su concepto de
«recientemente» ni de «invadir», por lo que probablemente la afirmación es,
satrianamente hablando, cierta. Y, entrando en las circunstancias del proceso,
se refiere a la acción del guardia civil Pardinas aseverando que «fue encontrado
muerto en la carretera», convirtiendo con ello en más importante la
circunstancia de que lo encontraran que la circunstancia de que dos tipos lo
cosieran a balazos.

Cuento las chorradas de Sartre el Pollas porque, a mi modo de ver, reflejan muy
bien el ambiente en el que se produjo la propaganda contra el juicio de Burgos.
El gobierno franquista había acumulado en aquel proceso torpeza tras torpeza.
Había creado un macroproceso donde no lo había, lo cual, unido a la decisión de
declarar las audiencias públicas, convirtió rápidamente aquella iniciativa
procesal en un juicio político en el que lo que se ventilaba no eran los asesinatos,
sino los derechos del nacionalismo vasco y, por extensión, los derechos de todos
los españoles que no se sentían libres bajo el franquismo. Había operado sin
mano izquierda en el asunto de la implicación de religiosos en las acciones de
ETA, convencido de que la Iglesia estaría siempre de su parte o, si se prefiere,
creyendo que todo el monte era el cardenal Guerra Campos. Había operado sin
tener una mínima delicadeza diplomática con sus vecinos, muy especialmente
Francia, hecho éste que, además, tendría consecuencias durabilísimas, porque el
santuario etarra en Francia ha pervivido hasta ayer por la tarde. Y, last but
obviously not least, había dejado claro, desde el minuto uno del partido, que las
condenas a muerte eran una opción, no sólo posible, sino hasta buscada.
Franco quería fusilar. Ismael Rebollo, uno de los protagonistas de mi novela, le
advierte a Carlos Luján sobre Franco: ya ha fusilado antes, y fusilará si es
preciso. Este hecho no forma parte, a mi modo de ver, de una pretendida
mentalidad sanguinaria, versión que haría de Franco una especie de sociópata
en el poder, ávido de sangre de rojos. Yo no creo en esta versión, sino en otra
que tiene más que ver con cómo, y dónde, se hizo persona Francisco Franco.
Sobre el gallego corren muchas leyendas urbanas relativas a su sempiterna
crueldad. Que yo haya escuchado, se dice que una vez, siendo coronel de la
legión, estaba subido en su caballo cuando vio a un legionario mofarse de su voz
de pito (recuérdese la coña de Sáinz Rodríguez cuando dijo aquello de que la
hija recién nacida había sacado la voz del padre; o Queipo, que le llamaba Paca
la Culona) y, al instante, lo mató de un disparo. O que hizo fusilar a un
legionario porque le insultó. Aunque es cuestión que tengo totalmente abierta
de momento, de las fuentes más fiables que he podido encontrar he llegado a la
conclusión que lo que hizo fue fusilar a un legionario porque cometió una grave
insubordinación respecto de su capitán (algunas versiones dicen que le tiró un
plato de lentejas a la cara).

Esta anécdota, más o menos recontada o deformada, viene a demostrar, a los


ojos de algunos, que Franco era un tipo al que le encantaba matar. Y, como digo,
para mí la versión es otra. Lo que era, es un tipo que veía el mundo a través de
los ojos de un coronel de la Legión. Un tipo que vive rodeado (no lo digo por la
Legión actual, sino por la de los años veinte) de gentes de dudosísimo origen,
muchos de ellos delincuentes, todos o casi todos de carácter pendenciero y
prostibulario; gentes, por lo tanto, a los que, si no enderezas bien, se te comen
por las patas. Es muy probable, por lo tanto, que para Franco la ETA fuese,
simple y llanamente,un legionario que le estaba tirando las lentejas a la cara al
Estado español. Y, consecuentemente, el castigo disciplinario que merecía era el
fusilamiento.

Franco tenía, en general, este concepto del pueblo español. Una colectividad de
gentes por lo normal bienintencionadas y obedientes pero que, cuando se les
saltaba la pinza, se ponían muy violentos y había que corregirlos a hostia limpia.
Él se veía por encima de todo eso y se autoconceptuaba como una persona capaz
de conservar la calma y, consecuentemente, con el derecho de mandar sobre esa
colectividad; por eso nunca, ni siquiera cuando ya estaba ingresado en el baile
de San Vito del Parkinson y se lo hacía encima, nunca, digo, pensó en dejar el
poder. En su concepto paternalista, el poder era suyo, porque si lo abandonaba
los descarriados españoles volverían a arrearse. Por todo ello, domeñaba la vida
española como se domeñan los centenares de voluntades, cada una de su padre
y de su madre, que se juntan en un cuartel: a golpe de corneta, y enviando al
calabozo al que ose moverse de la formación. Mis instructores militares me
enseñaron que, mientras un civil tiene más derechos que deberes, un militar
tiene más deberes que derechos. Todo lo que hizo Franco fue aplicarle el
segundo de los fueros a todo Dios.

Este concepto de vida, que funcionó a las mil maravillas (mal que les pese a las
hagiografías de la oposición antifranquista) mientras en la población española
fueron mayoría quienes under no circumstances querían volver a vivir las
privaciones y la violencia de la guerra civil, era mercancía averiada a finales de
los sesenta, y es probable que en toda España no hubiese más allá de diez o doce
personas que no lo supieran: Franco, Carrero, Alonso Vega, Nieto Antúnez, y
algún ciudadano que llevase en coma vegetativo desde más o menos mediados
de la década. El proceso de Burgos es el momento en el que, casi sin querer, el
franquismo pone las cartas sobre la mesa y enseña su jugada; la misma
combinación que tiene en la mano desde 1939. Y el mundo la juzga, y encuentra
que el concepto del franquismo está ajado, es incompatible con los tiempos,
injusto con los españoles, tendente a prolongar in aeternum la guerra civil
(curiosamente, el mismo objetivo que tienen hoy muchos proyectos de la llama
memoria histórica), casposo e ineficaz.

Por esta razón, el franquismo no encontró en la prensa internacional casi


ningún apoyo. Todos los países medianamente democráticos se le echaron
encima en distintos grados de pasión, y la ola de comprensión hacia la oposición
antifranquista fue tal que, como digo, hasta las imbecilidades habituales de una
persona de tan escasa altura intelectual como Sartre colaron (se me ha olvidado
escribir que otra de las tesis que escribe en el folleto es que las actuares
fronteras de España son las fronteras dictadas por la clase capitalista; de donde
se deduce, supongo, que el PNV es un partido maoísta).

Con todo, el principal frente del franquismo fue, sin lugar a dudas, la Iglesia.

Ya hemos visto en estas notas que la relación de Franco con la Iglesia nunca ha
sido la más perfecta de las imaginables. Tres obispos no firmaron su declaración
de cruzada durante la guerra civil. Uno de los que sí lo hicieron, el
republicanamente relapso cardenal Segura, se acochinó en tablas en su sede
sevillana y se llevó tan mal con Franco que llegó a negarle el palio (gesto que es
el que más podía joderle en este mundo). En 1956, los obispos se fueron a El
Pardo a soltarle al Caudillo una filípica de la hostia (nunca mejor dicho) por los
proyectos legislativos falangistas. En los años sesenta, las drag
queens nacionalistas parapetadas en el País Vasco se destaparon. Y no fueron
las únicas. En el monasterio de Montserrat surgió, también, el clero catalanista,
como consecuencia obvia de que buena parte del regionalismo catalán es de raíz
religiosa (Jordi Pujol echó los dientes en una organización confesional). El gran
líder de este movimiento fue Dom Escarré, quien con un par de esas cosas que
dicen que los curas tienen de adorno se marcó unas declaraciones a un diario
francés en las que aseveraba la condición de nación de Cataluña, amén de otras
cosas más. La notaría de estas declaraciones puede leerseaquí.

El punto que alcanzaron los enfrentamientos con ocasión del proceso de Burgos
es, por lo demás, muy superior. El 22 de diciembre, día de la lotería,
monseñores Argaya y Cirarda, titulares de las sedes episcopales de San
Sebastián y Bilbao, se marcaron una carta a sus sacerdotes, con ruego de lectura
en la misa; carta en la que informaban de haberle pedido a Franco que, en
cualquier caso, no se dictasen penas capitales en el proceso; petición que venía
motivada por «un sentimiento de cristiana caridad hacia los posibles
condenados y sus familiares, un ansia de paz para nuestro pueblo».

El franquismo reaccionó agriamente, como cuando te enteras de que tu mejor


amigo anda por ahí diciendo que eres tonto del culo. La verdad, algo de razón no
le faltaba. Eso que podemos llamar el discurso sobre el pretendido conflicto
vasco siempre ha adolecido del mismo problema: entender la equidistancia
entre asesinos y víctimas como un imperativo para hablar, actuar y escribir
como si las víctimas no existiesen. A monseñores Argaya y Cirarda, como hoy a
muchos escribientes y declarantes del asunto vasco, no les habría brotado un
herpes zóster por haber hecho el esfuerzo de recordarle en su carta a los etarras
que matar es algo prohibido por la Biblia, amén de haber reservado una porción
de su «sentimiento de cristiana caridad» hacia los deudos del malhadado
guardia Pardinas. Pero es que el discurso pronacionalista vasco ha sido de toda
la vida de Dios muy mostrenco; nada diplomático.

El Ministerio de Justicia contestó con una nota de prensa que dejó las calles de
Madrid impregnadas por una resbalosa masa verde: la bilis de Franco. Además,
el franquismo lanzó a sus mesnadas (hermandades de ex combatientes, frentes
de juventudes, etc.) contra la clerigalla, asunto al que los turiferarios del
franquismo se aplicaron con denuedo, pues no por casualidad muchos eran
falangistas, y a los falangistas los curas nunca les cayeron bien.

Por todo esto, la Conferencia Episcopal tuvo que publicar varias notas. Que en la
reunión en la que se redactó la primera hubo más hostias que las consagradas lo
demuestra el hecho de que la Conferencia Episcopal afirmó que el texto se había
aprobado por «mayoría moral», que yo no sé muy bien lo que es (bueno, qué
coño; cada vez que yo opino una cosa y mi mujer otra, ahí tengo una buena
prueba de lo que es una mayoría moral).

La nota pedía clemencia para los acusados, pero apuntaba de continuo (cosa que
los obispos vascos se habían olvidado de puntualizar) que ello no pretendía
menoscabar ni obstaculizar la labor de la Justicia. En la tarde, la nota sacerdotal
fue publicada de nuevo, con un párrafo más que deploraba el secuestro del
cónsul alemán. A los obispos se les había olvidado, en primera convocatoria, que
había un pollo metido en un zulo; suerte que luego, aunque con algo de retraso,
el Espíritu Santo les iluminó.

Acto seguido, se hizo pública una nota de apoyo a los obispos eskaldunes, en las
«dolorosas circunstancias» que estaban atravesando.

¿Qué pasó aquí? Pues, una de dos cosas. O bien la Conferencia Episcopal,
realmente, quería expresar, sotto voce, su apoyo a la causa vasca. O bien lo que
pasó fue más simple, es decir que los obispos, a base de mucho discutir las
notas, de braimstormear a lo bestia, las cagaron. Porque lo cierto es que se
habían olvidado del secuestro de ETA (una vez más, la tibia comprensión hacia
los crímenes perpetrados por una de las orillas). Y su última nota movía a
preguntar si acaso el día que cayó Pardinas, o Melitón Manzanas, no se habían
encontrado sus eminencias ante «dolorosa circunstancia» alguna.

Estas notas estaban diseñadas para decir poca cosa. La típica diplomacia de
sacristía. En la calle, sin embargo, todo el mundo interpretó esa tibieza con un
apoyo total a las reivindicaciones de la iglesia nacionalista vasca.

Y así, como quien no quiere la cosa, hemos entrado en la parte mollar del juicio
de Burgos, que es su trastienda política. A la cual los curas no son ajenos, pero
que tiene más elementos.
Había, en efecto, unos tipos sentados en el banquillo. Unos tipos que querían
convertir, y convirtieron, el juicio en un juicio a la dictadura y sobre el
independentismo vasco; estrategia que tuvo su clímax cuando Onaindía profirió
su famoso Gora Euskadi Askatuta ante el tribunal, puño en alto. Todo eso lo
había. Pero había más cosas, porque el franquismo siempre fue un edificio con
laberínticos sótanos, catacumbas que sostenían al general Franco en el poder. Y
allí dentro, en aquellos días, hubo de todo.

El proceso de Burgos tiene una enorme importancia en la Historia del


franquismo, mucha más de la que se le suele adjudicar, con todo y que se le
suele tener por importante. ¿Por qué tiene tanta importancia? Pues porque
coloca una guinda en un pastel que se lleva cocinando meses, sino años; pastel
que tiene una directa relación con la carrera, ya descarada, por el poder dentro
del franquismo que se ha desatado entre sus familias con ocasión del caso
Matesa y la crisis de gobierno que le siguió.

Desde el proceso de Burgos, a Franco las cosas comienzan a salirle como no


quería, y esto es algo que ha venido evitando durante treinta largos años. Porque
las cosas ya no van como él desea es por lo que Franco desata a la personalidad
que realmente lleva en su interior, el militar frío y disciplinado. Pero lo que para
él no es más que aplicar el Catón de sus conocimientos políticos, juzgar por
terrorismo con la pena de muerte en el horizonte, para el resto del mundo es un
regreso al Pleistoceno. En un momento en el que todo el mundo espera del
franquismo que vaya derivando hacia una dictablanda que abra paso a las
formas democráticas (algo teóricamente previsto ya en el Fuero de los
Españoles con la regulación referida al asociacionismo político), resulta que
Franco se ordena a sí mismo media vuelta, mira al pasado y vuelve a amagar con
fusilar a quien no le obedece.

Pero la gran pregunta es si esta decisión la tomó Franco en solitario.

La deriva autoritaria del régimen bien pudo ser bastante más que el chocheo de
un viejo general. Al fin y al cabo, en la evolución democrática muchos tenían
bastante que ganar, porque los políticos saben mutar con bastante facilidad y así
lo hicieron; pero el principal pilar del régimen, el ejército, no tenía nada que
ganar. Cualquier solución democrática para España pasaba por retrotraer a los
militares a sus cuarteles, recortarles poco a poco su poder social y político, hasta
convertirlos en otra cosa distinta de lo que eran. A esto hay que unir que a los
militares, obviamente, no les gustaba demasiado haber sido colocados por el
proceso en primera línea de represión del nacionalismo vasco. Por lo tanto, en la
España de los primeros setenta, las pretensiones autoritarias de Franco no eran
las únicas. Le acompañaba una vertiente del franquismo sociológico que años
después sería bautizada como el búnker. Falangistas de ultraderecha y militares
de la vieja escuela Yo Gané la Guerra se aglutinaban en ese lobby tan sólo
teóricamente inexistente. Cuando Franco resolvió la crisis de gobierno de
Matesa decretando la victoria por goleada de los tecnócratas, creía,
simplemente, estar cortando las alas del falangismo oficialista y de sus aliados,
entre los que entonces se encontraba Fraga. Sin embargo, por primera vez en su
vida, el general cometió un error de cálculo; tomó una decisión que tuvo muchas
más consecuencias de las que él pensaba.
La resolución del caso Matesa supuso la colocación en el gobierno de la
izquierda del franquismo. Y aquello fue más que suficiente para que grupos y
grupúsculos que hasta entonces mantenían una total fidelidad a Franco, es decir
su convicción de que nunca daría un paso así, se lo pensaran dos veces antes de
no actuar. El proceso de Burgos tiene gran importancia en toda esta pelea, entre
otras cosas, porque la gran decisión de Franco que escoció al búnker no fue
tanto la formación del gobierno de Matesa, como el decreto de los indultos tras
el fallo del tribunal burgalés. Los halcones del régimen daban por seguras las
ejecuciones, pues contaban con tres o cuatro elementos de peso en el gobierno
que sabrían inclinar la balanza en esa dirección. El primero de ellos, el
almirante Carrero. Pero entonces Franco, al contrario de lo que haría en 1975,
cuando ya tuviese la sensación de que ese mismo búnker era ya todo lo que le
quedaba para consolidar el poder, hizo caso a los moderadores, y elevó el
pulgar.

El desarrollo del proceso de Burgos fue notablemente lesivo para el franquismo.


El régimen ya no estaba para soportar manifestaciones y otras movidas en el
extranjero contra la España dictatorial y, sin embargo, esto es lo que tuvo.
Políticamente, el proceso fue un negocio ruinoso, y por eso mismo quienes lo
contemplaban desde la grada, por no estar en el gobierno, se lanzaron
rápidamente a buscar responsables. Y el elegido fue Carrero, porque quienes
atacaban sabían bien que era el gran heredero del franquismo y, por lo tanto, el
principal objetivo a la hora de quitar a alguien de en medio.

Para cualquier observador avezado del régimen, durante el proceso se hicieron


bastante evidentes estas fisuras. En enero de 1971, el capitán general Rodrigo
Cifuentes, pronunció un discurso acerado y chirriante, en el que dejaba bastante
claro el malestar militar por el proceso, que provocó su cese fulminante. Se
hablaba, en aquel entonces, de dos núcleos distintos dentro de la institución
militar, sin líderes pero sí, quizá, mandos de referencia. La tendencia
ultramontana, ultraconservadora, estaba formada por generales a los que se
otorgaba una cercanía a la Falange ultraderechista (Nieto Antúnez, García
Rebull, Iniesta…); mientras que otra, que algunos querían llamar profesional,
prefería concebir la profesión militar como eso mismo, una profesión. Como
representante de esta tendencia se solía citar al teniente general Manuel Díez
Alegría, entonces jefe del Estado Mayor Central.

Por lo que respecta a la cúpula eclesial, ya en el anterior post hemos contado


cosas que sirven para definir el nivel de distanciamientos que se iba
produciendo entre la Iglesia, o cuando menos cierta iglesia, y el franquismo.
Cierto es que Franco podía seguir contando con la aquiescencia de miembros de
la curia episcopal como monseñor Cantero Cuadrado o monseñor Guerra
Campos; pero esa vertiente de la Iglesia encontraba cada vez más problemas
para imponerse sobre otros puntos de vista más liberales. La dimisión del
gobierno, en abril de 1970, de Federico Silva, único representante de la
democracia cristiana en el poder franquista, no ayudó demasiado.

La cercana tramitación de la Ley Sindical, de gran importancia para la Iglesia


por lo que podía suponer de consolidación del poder social falangista en
terrenos en los que el catolicismo también estaba presente, provocó, según
algunas noticias, unas sesiones tan tormentosas de la Conferencia Episcopal que
incluso se llegó a pensar en una división de la misma. En esa misma reunión fue
donde se redactó la declaración de apoyo a los obispos vascos, y es probable que
las tensiones vividas fueran la causa de una redacción tan poco feliz.

Esto, en todo caso, es lo que ocurría en la cúpula del poder eclesial. En sus
niveles medios e inferiores la cosa era peor, ante la presión de los curas más
jóvenes, con planteamientos decididamente distintos a los de sus mayores. Por
aquellos tiempos, por ejemplo, aprovechando la enésima suspensión de
derechos por parte del Gobierno, curas sevillanos hicieron público un
comunicado en el que ponían el dedo en la llaga afirmando que aquella
suspensión, por mucho que estuviese sancionada por la legalidad, no dejaba de
ser arbitraria.

Para desgracia del general Franco, el proceso de Burgos, tan crucial para
entender el break evenen el que empieza a descontrolar el poder, viene a
coincidir en el tiempo con un proceso de maduración de la Iglesia española, que
tiene mucho que ver con el caldo cocinado en el concilio Vaticano II. El V II, en
efecto, consagra el principio general de la separación entre Iglesia y Estado, y
propugna mecanismos de autonomía financiera respecto de los presupuestos
públicos (en España aún no totalmente perfeccionados). La Iglesia española,
por lo tanto, apuesta por cambiar el viejo Concordato de 1953, mientras que el
gobierno franquista es más partidario de dejar las cosas como están.

En la primavera de 1969, esta situación hizo crisis con ocasión del


nombramiento de algún que otro obispo. Y se deterioró de tal manera que
España asistió al espectáculo nunca visto de una campaña de prensa, en la
prensa franquista, nada menos que contra el Papa. Eso sí, los estrategas
impusieron a las redacciones referirse al Vicario de Cristo por su apellido,
Montini, apelándolo de cardenal; de esta torpe manera pretendían dejar fuera
de la crítica a la figura papal en sí.

Tocaba nombrar obispo en Barcelona, y desde la ciudad condal muchos grupos


de corte nacionalista y católico abogaron por el nombramiento de un prelado de
la tierra. La polémica fue durísima. Los falangistas, en los barrios del
extrarradio de la ciudad, petados de inmigrantes, se dedicaron a hacer pintadas
con el lema Como somos mayoría, lo queremos de Almería.

El elegido por el régimen, finalmente, fue monseñor Marcelo González,


directamente llegado de Astorga y de perfil, ejem, ligeramente ultramontano.
Don Marcelo hizo lo que pudo, pero hay que reconocer que la afición del
gobierno por disparar balas de goma por la calle no se lo puso fácil. En ese
mismo año se declaró el estado de excepción, y las cosas con la Iglesia se
pudrieron un grado más.

El eterno Dom Escarré, abad de Montserrat, que ya años antes se había


despachado con una entrevista en Le Monde donde afirmaba no tener dudas
sobre la calidad de nación de Cataluña, hizo unas declaraciones a la televisión
alemana. Llamó torturadores a los policías y, cuando no se habían extinguido
los ecos de sus declaraciones, el teólogo progre Díez Alegría las jaleó
Los catalanes, sin embargo, no eran los únicos. En febrero de aquel año, el vasco
monseñor Cirarda, titular de la sede santanderina, se había ciscado una pastoral
en la que decía, entre otras cosas, que «todo hombre de buena voluntad tiene
que sentir con la Comisión Permanente del Episcopado Español cuando afirma
su solidaridad con los españoles que consideran como un bien básico
indispensable para el disfrute de las libertades públicas la conservación de la
paz y del orden público». Poco tiempo después, monseñor Jacinto Argaya,
titular de San Sebastián, criticaba abiertamente la represión política en su
diócesis.

Cirarda llegaría mucho más lejos el 27 de abril, comentando la detención de su


vicario general: «También yo pensaba callar en esta misa. Pero no puedo. La
justicia y la caridad me obligan gravemente. Sé que debo ayudar a la justicia.
Como todos. Y quiero hacerlo. Por eso nunca negaré una petición para procesar
a un sacerdote. Pero en este sumario se me vienen denegando el tiempo y las
informaciones que considero elementales para decidir abiertamente». Igualito
que Pepe Blanco. El 4 de mayo, todas las iglesias de su diócesis leyeron una
homilía en la que se declaraban infamantes «todas las prácticas que violan física
o moralmente la integridad de la persona humana».

En mayo de aquel año, el colega Montini, repasando desde el balcón del Santo
Piedra los problemas del mundo, citó a Oriente Medio, Vietman, Biafra…, y
añadió, «no sin aprensión, España». Lo raro es que a Franco no le diese un
jamacuco allí mismo cuando lo oyó, o leyó.

Lo que pasó en el proceso de Burgos, por lo tanto, no fue otra cosa que la
confluencia de estas fuerzas negativas hacia el franquismo (a mi modo de ver,
no cabe calificarlas de antifranquistas, al menos no todavía) que se vienen
fraguando de algún tiempo atrás: el enorme nerviosismo de parcelas del poder
franquista que se sienten perdedoras de la lucha por estar a la derecha del
padre; la tremenda soledad de los ganadores de esa pelea, los tecnócratas, unida
a su enfrentamiento con su otrora valedor, el almirante Carrero, cuyo
temperamento decididamente antidemocrático hace que, cada vez más, sea
mercancía averiada; el malestar creciente entre los más jóvenes del ejército,
crecientemente incómodos con el papel de guardián entre el centeno que el
régimen le supone; y, finalmente, la Iglesia, que de tiempo atrás se ha quedado
sin dedos en manos y pies para poder contar los sacerdotes represaliados,
encausados, detenidos, hostiados, y cada vez se pone más de canto ante el
inmovilismo de El Pardo. Verdaderamente, del proceso de Burgos, lo de menos
son los encausados, y las condenas.

El proceso de Burgos, además, debe ponerse en íntima relación con el ambiente


general, en el que pasaban más cosas. Por ejemplo, el recrudecimiento de la
conflictividad obrera, con los grandes huelgas: la del Metro de Madrid en agosto
de 1970, y la de la SEAT poco más de un año después.

La huelga del Metro fue muy importante porque en ella el gobierno tomó una
decisión que hizo a los expertos en el régimen pensar en la larga mano del
vicepresidente: ante la persistencia de los paros, se optó por militarizar el
transporte subterráneo madrileño. Repentinamente, pues, los trenes volvieron a
circular, conducidos por mozos imberbes de las tropas de ferroviarios. Los
chavales, yo entonces tenía ocho años, nos divertíamos mucho puteando al
quinto que iba en el primer vagón, abriendo y cerrando las puertas, porque con
la inexperiencia desistían de cerrarlas al mínimo vestigio de movimiento. Así
pues, nosotros sacábamos una pierna, un brazo…, y el tren nunca salía de la
estación; hasta que algún adulto nos «saludaba», claro.

La militarización del Metro demostró dos cosas: una, que en el gobierno era
Carrero quien tomaba las decisiones. Esa decisión nunca la habría tomado un
tecnócrata. Dos, que el idilio de unos quince años entre Laureano López-Rodó y
su otrora mentor había, quizá, tocado a su fin. ¿El motivo de la ruptura? El
futuro. López-Rodó, como buen tecnócrata, seguía su línea, la línea marcada
desde un primer momento en su carrera, y pretendía la activación de las
asociaciones políticas para formar una especie de partido conservador.
Convencido de que la base social española era de raíz conservadora, pensaba
que ese partido tendría la posibilidad de competir democráticamente con
cualquiera; pero, como bien demuestra el experimento de Alianza Popular años
después, que se parece bastante a este proyecto, suponía dejar atrás el
franquismo como herencia y como activo. Esto es algo a lo que Carrero no
estaba dispuesto, y en defensa de la idea de que España nunca dejase de ser un
régimen franquista acabó por exacerbar sus sólidas condiciones autoritarias.

Franco, sin embargo, no debía de estar muy convencido de la capacidad de


Carrero de imponerse al resto del franquismo en un futuro sin él, porque en
julio de 1971 tomó una decisión personal (tan personal que ni su vicepresidente
fue informado) y bastante sorprendente: conceder a Juan Carlos de Borbón las
prerrogativas que la Ley Orgánica del Estado definía para el príncipe heredero.
Este tecnicismo jurídico suponía que, si ocurría lo que acabó por ocurrir en 1974
y 1975, en caso de enfermedad o incapacidad del jefe del Estado, sería el
príncipe quien le sustituiría; y no la terna formada, en el Consejo de Regencia,
por el presidente de las Cortes (entonces Alejandro Rodríguez de Valcárcel), el
general Héctor Vázquez por el ejército, y monseñor Pedro Cantero Cuadrado,
arzobispo de Zaragoza, por la Iglesia. Pero, claro, tampoco sabemos hasta qué
punto esta decisión de Franco la tomó él. Recordemos que la decisión de Franco
es de julio del 71. En enero del mismo año, se produjo una famosísima visita del
príncipe Juan Carlos a Estados Unidos, en la que se dejó ver por Cabo Cañaveral
y otros lugares emblemáticos del american power. Sabemos por algunas
fuentes, como Calvo Serer, que en esa visita, durante la protocolaria visita a la
Casa Blanca, el presidente obrante, Richard Nixon, le dejó bien claro al Borbón
que sin solución constitucional para España no habría amigo americano. Es de
sospechar que Juan Carlos, haciendo aquello que se esperaba de él, se lo cascó al
general al llegar a Madrid; y éste, simple y llanamente, obedeció.

El 1 de octubre de 1971, aprovechando el (falso) 35 aniversario de su llegada al


poder, Franco llegó al colmo del dictador: se indultó a sí mismo. Decretó, en
efecto, el indulto para los ministros encausados por el escándalo Matesa; pero si
el escándalo Matesa podía haberse producido era por el clima de lenidad, por no
decir algo más grave, que se respiraba en elpenthouse del franquismo.

Pero el general no está bien. Por primera vez, las cosas no salen, más o menos,
como él ha previsto.
El franquismo ha comenzado eso que los financieros llaman su run-off.

El 22 de julio de 1969, ante las Cortes, Franco pronunció su frase más famosa:
«todo queda atado y bien atado». Se refería a la designación de Juan Carlos
de Borbón como sucesor suyo y futuro rey de España, contra el parecer de los
monárquicos más demócratas, que consideraban que ambas condiciones, la de
sucesor de un dictador militar y rey constitucional, no se pueden dar en la
misma persona.

Las cosas, como ya hemos intentado explicar antes en esta serie, no fueron,
sin embargo, como el dictador esperaba. El escándalo Matesa, en lo que tiene
de enfrentamiento cainita dentro del franquismo; el desorden creciente de la
calle; y la trastienda del proceso de Burgos, en el que Franco, se ponga como
se ponga, tiene que doblar la cerviz e indultar, muy al contrario de sus deseos
(que tendrá la oportunidad de dejar claros en el 75), marcan un desvío claro
en los planes.

Así las cosas, y en medio de esta abulia en el poder crecientemente


contestada en la calle, llega la crisis de gobierno de 9 de junio de 1973, en la
que Franco debe rectificar de nuevo, dando el paso, inusitado en su vida, de
compartir el poder, siquiera teóricamente, con alguien: el almirante Luis
Carrero Blanco, que es nombrado presidente del Gobierno.

Nunca sabremos, a ciencia cierta, si esta designación fue el fruto de una


presión por parte de Carrero, o sea por parte de la vertiente del Régimen que
aspiraba a perpetuarse y prefería nuclearse alrededor de un señor que no
estuviese enfermo de Parkinson; o se identificó con el deseo de Franco de
retirarse a la vida civil.

A mí, personalmente, creer la segunda hipótesis se me hace, sobre difícil,


imposible. Es posible que Franco llegase a pensar con cierta seriedad en
retirarse como Sila. Si fue así, quizás 1969 fue el año en que lo pensase con
más fuerza; en dicho año, por cierto, se hicieron obras en el coruñés Pazo de
Meirás para instalarle un sistema de calefacción del que carecía, lo que podría
indicar que Franco se aprestaba a pasar allí los inviernos. Más allá del 69, sin
embargo, no creo en esta hipótesis. Más allá del 69, Franco se encontró con
un franquismo que amenazaba romperse por el cigüeñal si él no estaba; con lo
que obtuvo la excusa perfecta para hacer lo que siempre había querido:
ejercer, y conservar, el poder. El proceso de Burgos, sin embargo, lo convirtió
en un dictador obsoleto; en la última bombilla de alto consumo procedente de
la segunda guerra mundial; y la España del poder, la España banquera,
exportadora y a la última, necesitaba otra receta para poder seguir
avanzando, la CEE, que quedaba cerrada para el país mientras quien llamase a
la puerta fuese aquel anciano tembloroso que, sin embargo, aún firmaba
sentencias de muerte en la trastienda del siglo XX.

En los tiempos anteriores al nombramiento de Carrero, además, se produjo un


hecho importante más: la boda de una azafata de Iberia, María del Carmen
Martínez-Bordiú Franco, con Alfonso de Borbón Dampierre, aristócrata de
rancio abolengo, tan enraizado en la francesa (bueno, a día de hoy franco-
griega) familia real de España que incluso su hijo es para algunos legitimistas
galos la persona con derechos a reinar en el país vecino si algún día deja de
ser una República (suponiendo que no sea para fundar la dinastía Sarkozy-
Bruni, claro). La pareja se casó el 8 de marzo y el 22 de noviembre ya tenía su
primer hijo, en un gesto que parece calcado de la vieja obligación
reproductiva de las dinastías reales pues, si echáis cuentas, veréis que poco
faltó para que el niño naciese a los nueve meses justos, así pues la cosa sabe
a aquellos reyes que incluso tenían en su noche de bodas un edecán metido en
la alcoba, en plan mamporrero/auditor.

La Boda, así, con mayúsculas, por mucho que acabara saliendo como salió,
empalmó al franquismo renuente a confiar en Juan Carlos y comenzó a
extender la idea de una alternativa a la sucesión; alternativa que tenía la
gran ventaja, para qué negarlo, de asociar el apellido Franco a la propia
solución. La pareja recibió el ducado de Cádiz y el derecho de trato de Alteza
Real.

El partido azul (al que, con la llegada de la democracia, nos acostumbraremos


a llamar ultra), dueño de las Cortes, decretó la esclerosis legislativa del
régimen, repeliendo en sede parlamentaria todo lo que no le gustaba. Así las
cosas, en medio de esta balsa de aceite cuyo gobernalle manejaba el anciano
de Ferrol de Su Excelencia, se llegó al 1 de mayo de 1973, un hermoso día
tranquilo más en el que, comme d’habitude, el estadio Santiago Bernabéu
acogió la correspondiente demostración sindical. Sin embargo, el 1 de mayo
pasó otra cosa. Un policía, Juan Antonio Fernández Gutiérrez, intervenía en
una reyerta callejera en la calle del doctor Mata y recibía una puñalada que
acabó por causarle la muerte.

De forma inusitada, porque estas cosas en el franquismo no se daban, entre


los cuerpos policiales comenzó a moverse la protesta, como si el suceso fuese
el corolario de una situación especialmente reprobable por alguna razón. El 7
de mayo, unas 5.000 personas, la mayoría de ellas policías que llevaban
colgando su placa, se manifestaron por Madrid y en el interior de la Dirección
General de Seguridad, hoy sede de la Comunidad de Madrid, pidiendo a gritos
la dimisión de Tomás Garicano Goñi, ministro de Gobernación.

A la salida del funeral religioso, en San Francisco el Grande, el general Iniesta


Cano, conocido por sus ideas ultras, es vitoreado como un líder. De seguido,
se organiza la manifestación, presidida por Blas Piñar y por el marqués de La
Florida, presidente de la Hermandad de Alféreces Provisionales. Para
entonces, la reivindicación inicial, relacionada con la muerte de un policía
como sabemos, ha crecido y se ha convertido en una auténtica movida contra
la permisividad exhibida por el franquismo hacia los aperturistas. Una de las
pancartas de la manifestación, por ejemplo, reza: «¡Tarancón, al paredón!»;
en alusión al cardenal Vicente Enrique y Tarancón, quizá el mejor exponente
de la vertiente aperturista de la Iglesia. Finalizada la marcha, se canta
el Cara al sol y el Yo tenía un camarada.

El problema de aquella movida no fue la movida en sí, sino la reacción de


Franco.
No reaccionó en lo absoluto.

Ésta fue, a decir de muchos, la señal definitiva por la que Carrero terminó de
darse cuenta de que Franco, o ya no era el que era, o pasaba. Se dio cuenta
de que tenía, de alguna manera, que inventar el franquismo sin Franco; o, lo
que es más difícil, el franquismo sin franquistas. Porque, probablemente harto
de la eterna pelea entre azules y tecnócratas, el gobierno Carrero fue un
gobierno de personas de la confianza del almirante, muchas no excesivamente
significadas hasta el momento. Nombres como el de Carlos Arias Navarro,
designado para el crucial ministerio de la Gobernación, un hombre desde
luego franquista pero al cual, si a principios de los años setenta, alguien le
hubiese susurrado al oído que sería quien anunciaría a los españoles la muerte
de Franco, le habría dado un patatús.

De alguna manera, en la calle Claudio Coello de Madrid, la mañana que el


coche de Carrero voló por los aires impulsado por los explosivos del terrorismo
abertzale, el franquismo voló con él. Franco, a la muerte de su fiel
pretoriano, diría aquello de «no hay mal que por bien no venga», pero más
suena esa frase a desesperada autojustificación de un optimismo imposible,
que a otra cosa. Con Carrero murió el último intento del franquismo por
perpetuarse, ya sin Franco; en una intentona que, de todas formas, y si hemos
de creer a algunos de los testigos de la época, estaba condenada al fracaso,
porque a España no le quedaba, en 1973, ni una sola cancillería importante en
el mundo que no tuviese claro el camino que debía tomar el príncipe al
heredar la jefatura del Estado. Era la Transición la que estaba atada.

Franco se pasó los últimos dos años de su vida dejando hacer. Seguía
recibiendo en El Pardo a los elementos ultras o inmovilistas del entorno del
poder franquista, seguía palmeándoles la espalda y diciéndoles que confiaba
en ellos para que la nave no se desviase del rumbo que le había marcado la
Historia. Pero no podía ser tan tonto ni estar tan senil como para creérselo.
En 1973, menos de un tercio de los españoles vivos, dentro y fuera de España,
habían vivido la guerra, ganándola o sufriéndola. La gran gasolina del
franquismo, que fueron los muchos, palmarios, evitables y en ocasiones hasta
sádicos errores cometidos por las izquierdas y los nacionalismos en tiempos de
la II República, se había secado; ya nadie se acordaba de las checas y, de
hecho, ha seguido sin acordarse hasta que los zoupas torpones que animan la
memoria histórica las han resucitado. A mi modo de ver, hay algo en el
testamento de Franco, que si hemos de creer a alguno de los miembros de su
equipo médico habitual fue escrito en los primeros estadios de su fase
terminal, cuando el dictador aún regía razonablemente; hay algo, digo, en ese
testamento de asunción de la idea, por parte del general, de que el texto
habrá de ser leído por una sociedad que no lo va a entender; porque aquéllos
para quienes él escribió esas líneas ya estaban mayoritariamente muertos
cuando las escribió.

A Franco, lo he escrito machaconamente a lo largo de estas notas, todo lo que


importó, desde el lejano día en Zaragoza en que parece se empezó a interesar
por leer libros sobre política económica, fue el poder. El PODER, con todas sus
letras mayúsculas. Primero, obtenerlo. Después, conservarlo. No quiero decir,
exactamente, que al anciano general le importase un cojón lo que le pasara a
España tras su muerte. Probablemente le puso sus exigencias al príncipe; que
jamás regresaran los comunistas, por ejemplo. Supongo que Juan Carlos le
diría que sí a todo; habría sido estúpido poner en peligro su sucesión por una
discusión de principios.

El fusilamiento de los activistas de ETA y del FRAP es el último canto del cisne
(negro). Es tristísimo escribir esto, porque escribirlo supone segar vidas, pero,
¿cómo podríamos esperar que alguien para quien toda la obsesión fue el poder
no acabase su vida con una exhibición del mismo por encima de todas? No hay
más prueba de poder que disponer de la vida de otros. De los señores feudales
se decía que lo eran de vidas y haciendas. Los fusilamientos del 75 han de
analizarse, a mi modo de ver, en directa conexión con los fusilamientos
(nonatos) de Burgos. En Burgos, Franco aún tenía alguna ambición de
conservar el poder, y por eso transigió, se mostró comprensivo ante la falta
de consenso en el seno de su régimen en el sentido de que a los condenados a
muerte en el proceso había que coserlos a balazos. En el otoño del 75, sin
embargo, Franco ya no tiene horizonte por delante, y lo sabe. Además, tiene
la sensación del deber cumplido. Tiene en la cabeza el diseño que sus
allegados han hecho de la transición política posfranquista, un proceso al
estilo Arias, con elecciones libres probablemente limitadas a los
ayuntamientos y unas cortes francocensitarias que garanticen el aliento de la
Bestia en la nuca del nuevo rey. Todo está atado, y bien atado. Lo único que
sobra en el cuadro son los terroristas.

Así las cosas, Franco baja el pulgar. Pam. El dicho español formula: el que
venga detrás, que arree. El de Franco era algo diferente: el que venga detrás,
que obedezca.

Hasta aquí el relato. Ahora, el epílogo...

El dictador de España Francisco Franco Bahamonde murió en la cama y tan


sólo por unos días, apenas una veintena, no lo hizo en plena posesión del
poder político omnímodo del país. Estos son los hechos. Unos hechos tristes y
poco edificantes para nosotros, los españoles, pero hechos al fin y al cabo,
que se sobreponen a diversas interpretaciones exóticas y folklóricas, amén de
toda esa plétora de relatos quizá no muy verídicos que suele hacer tanto
antifranquista de la época en plena ceremonia autojustificativa. Alguna vez
he leído al escritor Arturo Pérez-Reverte afirmar que uno de los problemas de
la Historia de España es que nosotros nunca hemos subido a nuestro rey al
cadalso y le hemos separado la cabeza del cuerpo; el gran problema de la
Historia de España en el siglo XX es ése, sin duda; Franco no tuvo la muerte
que para muchos mereció. La muerte, por ejemplo, de Julián Besteiro, aquel
pobre socialista honrado que pensó que el general sería capaz de ser
razonablemente clemente, y se equivocó.

Franco obtuvo y conservó el poder desde septiembre del 36 hasta noviembre


del 75; cuarenta años, en números redondos. Un hecho que escuece, escuece
mucho. Escuece tanto, que mueve a muchos a buscar, con cierta
desesperación intelectual, explicaciones facilitas que sostengan este hecho y
salven los muebles de nuestra Historia en el siglo pasado. Si Franco se
sostuvo, se nos dice, fue gracias a la represión.

Esta interpretación, en mi opinión, es de una simpleza digna de un repetidor


de la LOGSE. Franco no es, ni de lejos, el dictador más sanguinario de la
Historia. Otros muchos que han arramblado con sus pueblos a lo bestia-bestia,
sin embargo, no consiguieron durar en el poder, en ocasiones, ni la quinta
parte que él. Pero, si es así, ¿acaso no debiéramos pensar que la represión no
lo puede explicar todo?

Hay dictadores en este mundo; dictadores como Stalin, o Fidel Castro, o


Hitler, o Sila. O Franco. Dictadores que anotan centenares o miles de personas
asesinadas, torturadas. Dictadores que le han cagado la vida a millones de
personas, que han abocado a sus países a atrasos que luego se han pagado
carísimos. Dictadores, por lo tanto, hacia los que no cabe dedicar ni media
sonrisa pero que, sin embargo, tienen algo. Algo que los diferencia de un
simple espadón que llega, se instala en el palacio real, y se mantiene ahí a
base de hostiar a todo el que pide repetir de las lentejas del primer plato.

Alemania lleva, a día de hoy, 70 años reflexionando. Preguntándose por qué, y


cómo. Por qué, y cómo, una sociedad como la suya pudo contemplar cómo
llegaba a la cancillería del país un tipo ridículo de bigotito, que propugnaba
cosas como que las mujeres que trabajaban dejasen de trabajar para dejar
paso a los hombres. Es posible que Alemania no llegue a comprender hasta
dentro de algunas décadas por qué se secuestró de esa manera; aún hoy es el
día que el Centro Simon Wiesenthal sigue aspirando a cazar nazis; los hechos,
aun, están demasiado cerca. Pero han hecho progresos. Nosotros, los
españoles, no.

Este pequeño ensayo sobre Franco y el Poder que se termina en este post
debería ser sólo la introducción de otro más importante, y mucho más largo
(que, eso sí, debería hacer otro; a mí, éste ya me ha dejado a little bit
exhausted). Porque hasta aquí todo lo que ha hecho este humilde bloguero ha
sido describir cómo un tipo ambicioso y con una notabilísima habilidad en el
manejo de los tiempos llegó a ambicionar, conseguir, y conservar el Poder.
Pero ésta es sólo la mitad de la historia, y ni siquiera es la más interesante.
La parte más interesante sería contar cómo, de qué manera, movida por qué
egoísmos, por qué miedos, por qué recuerdos y, en definitiva, por qué hábitos
colectivos, la sociedad española le dio a ese general el sostén principal para
conservar el poder. Durante cuarenta años.

Estas notas, sin embargo, son muchísimo más difíciles de ensayar que las ya
escritas. Porque la mayoría de la Historia escrita sobre esta materia, esto que
podríamos llamar la Historia Social de España bajo Franco, no es una Historia
analítica, sino justificativa. No busca analizar las cosas, sino conseguir
demostrar que de todo tuvo la culpa una estrecha élite de franquistas que lo
mangonearon todo. Revise el lector la primera historiografía alemana de
posguerra, y encontrará la misma tesis. Lo que pasa es que los alemanes han
superado, en buena parte, ese estadio.

Los españoles, en cambio, seguimos abriendo cada cierto tiempo la Larousse


de la estantería del salón, con el falso, vano, estúpido deseo de encontrar un
artículo en la enciclopedia que nos cuente que Francisco Franco murió en la
cárcel, o en el exilio.

Cualquier cosa menos reconocer que murió en la cama; porque si lo


reconociésemos, acto seguido tendríamos que preguntarnos por qué.

Y puede que contestarnos esa pregunta nos arrugase un tanto la pilila.

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