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A LA ORILLA DE LOS DIAS

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A LA ORILLA DE LOS DIAS
Colección Cuadernos de Difusión N° 78
Portada: Iván Estrada
Depósito Legal, lf 82-4.355
Impreso por Editorial Arte
Editado por Fundarte
Apartado de Correos, 17.304
Caracas 1015-A - Venezuela
GRANDES SUEÑOS

Es necesario a veces recorrer grandes distancias para


saber que lo que buscamos está al alcance de la mano.
Podríamos ahora, por ejemplo, desplazarnos secretamente
hacia el horizonte extremo de China, la más temprana
cultura del planeta, y rastrear en ella algo de su respira­
ción, alguna hoja volandera de su ramaje fértil, y ver qué
nos dice, qué nos susurra desde sus signos remotos.
Tal vez ni el arte luminoso del jade ni las perdurables
imágenes de la pintura China lleguen a decirnos tanto del
país como su poesía, enorme como un mundo de niebla,
pero cuyos jirones ( y a pesar del carácter único de toda
lengua) permanecen en la claridad, se cargan de destellos
que atraviesan el tiempo con sigilo, como un viajero de
vastedades.
De los cuarenta siglos de dinastía China, la Tang parece
haber sido la de más generosa poesía, aunque esos siglos
(618-906 d.C.) prosperaron asimismo en devastaciones
y desequilibrios abundantes, a semejanza notoria de cual­
quier siglo. Los emperadores, poetas ellos mismos, atraían
hacia sí ese arte de sutilezas visuales y sonoras, y celebra­
ban con el poder a quienes sobre todo celebraban el po­
der, honrando distintivamente los elogios. Pero de los
dos mil poetas Tang hubo algunos que quisieron compar­
tir la vida cortesana con la verdad, comportamiento que
los apartó de todo privilegio, salvo el de errancias inter­
minables bajo la bóveda celeste. El apego a formas inu­
suales de sinceridad privó a esos poetas del halago pala­
ciego; se reservaron entonces otros halagos, no tan suntuo­
sos como el brocado o las caricias fáciles de unas manos
perfumadas: los vientos de montañas soplaron sus pasos
andariegos; los torrentes los lavaron caudalosamente de
soledad. Esta suerte le fue deparada, con honor y pesadum­
bre, a los mayores poetas de la dinastía, en especial a Li Po
y Tu Fu, fraternales en la poesía, el vino y un común pesar
por los malos tiempos. Tu Fu escribió del amigo: "Las tres
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noches seguidas he soñado contigo. Estabas a mi puerta,
pasándote la mano por blanco cabello, como si una gran
pena te acibarase el alm a... Al cabo de diez mil, cien mil
otoños, no tendrás otro premio que el inútil de la inmorta­
lidad”. Quizás Tu Fu no previo que con los años (y han pa­
sado ya mil doscientos desde que viviera) también habría
de recibir la misma inútil recompensa.
"¿Por qué se han de matar los hombres únicamente para
vivir?” escribe Tu Fu, en una interrogación que se niega
a admitir un supuesto designio fatal de la naturaleza. En
un poema donde una criada se dispone a sacrificar un
ave de corral, Tu Fu ordena que la desaten: "Su fin no
llegó aún —dice—. Para el hombre, todas las criaturas
vivientes son iguales”. Y luego, con palabras que recono­
cen un misterioso y viviente —y tan viviente— secreto
de la naturaleza, dice: "Sigo con la mirada el río que
corre al pie del pabellón”.
El ruido rojo de la guerra aturdió incansablemente el
espíritu de Tu Fu. Sus apartadas meditaciones, en amistad
difícil con la noche terrestre, sostenían esta vigilia: "Eli­
giendo cintas, toma la más larga. Eligiendo flechas, toma
la más fuerte. Matando hombres, mata primero su caba­
llo. Tomando prisioneros, cautiva primero a sus capitanes.
Hay un límite para la matanza de los hombres. Un pueblo
debe tener fronteras y atenerse a ellas Es suficiente con
mantener alejados a los enemigos. N o tiene sentido tan­
tos heridos, tantos muertos”.
Leídos en la hora presente, estos versos señalan un pro­
greso diabólico de la humanidad: pareciera que nuestro
siglo hubiera encontrado un refinado sentido a tantos he­
ridos, a tantos muertos. Pero mejor pensar que la destruc­
ción innecesaria sigue sin sentido, que el universo es un
lugar de nacimientos incesantes, que después de todo hay
una agua nutricia al alcance de la mano, que después de
todo el hombre no es inferior a sus grandes sueños, esas
estrellas quemantes.

6
SALUDO A VALLEJO

Esa tarde desandábamos hacia el cementerio de Mont-


parnasse y París susurraba su intimidad de verano, ador­
milado sobre los puentes, sobre las piedras, sobre los mu­
ros de salmodiante cristalería. Gentes de atareada distrac­
ción discurrían atentos a la pisada próxima, replegados
sobre sí mismos. Nadie olvida en verano que debe olvidar
cualquier cosa que no sea la fiebre de la luz, la ondulación
vibrante apurando en los cuerpos un agua cavilosa, recla­
mándole al tiempo su sed de instantes, la pequeña gloria
de la inmediatez. Atrás las calles se sometían a su suerte
viajera, abandonando a quienes creían abandonarlas, indi­
ferentes como el río.
El bulevar Quinet había tenido mercado esa mañana y
una ausencia de duraznos asombraba el aire. Los paisanos
aman la tierra todo lo que pueden y la esparcen visible­
mente a su paso, bajo toldos de urgente persuasión. Las
voces se habían ido pero quedaban hojas de sabor salobre,
y raíces y frutas y una frescura de muchachas como re­
cién llegadas del amanecer. La fiesta de la tierra había
cesado. Un eco de música nutritiva prolongaba sus olo­
res. Por lo menos el hambre que se sacia ha sido atendida.
Bajo árboles de oscilante sopor los bancos se poblaban
a trechos de viejecitas perplejas, viejecitos de bastones
ensimismados, parejas de risa ligera y cálidos silencios.
Una pareja de clochards, mendigos de apasionada voca­
ción de mansedumbre, compartía con un perro algunas
hojas de prefiguración otoñal, algún aroma de humedad
como alivio del desamparo. Ella le olía el amor a la altu­
ra de la boca, y todo el beso del vino les escurría la sole­
dad, los volvía imprudentes a la mirada del pasante, llenos
de abrazos en una entrega de cómplice melancolía. Podía
vérselos como un sólo cuerpo de doble y efusiva cabelle­
ra. Desenvueltos, estaban mordiéndose el deseo por el
lado de la ternura, como racimos repentinos, como gatos
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de juego sabio y callejero que ignoran la vergüenza de
los demás, porque la propia, la que les pule la piel, la
perdieron en los rincones del invierno, en noches de es­
trecha respiración cerca de un fuego menos tenaz que la
esperanza. Reyes bajo el sol, los clochards retroceden hacia
el corazón del atardecer, sin otro cortejo que un sueño
invicto.
A un costado de la calle estaba un café y también
la figura evasiva de una joven sin ruido, inclinada sobre
sus pensamientos. El patrón la contemplaba desde la co­
dicia de su nostalgia mientras limpiaba muchas veces la
misma taza. Ella se vigilaba el reposo de las manos y
descifraba en la espera un signo propicio, el gesto que
detuviera la ansiedad invisible, soplándole sosiego, mur­
murándole demoras justificadas. Preocupaba no tanto a
quien estuviera aguardando, sino todos los que la habían
aguardado como a una bella sonámbula, y ella en su bur­
buja de intimidad, obsesionada por un rostro que la había
mirado sin reconocerla desde dentro, como si fuera herma­
na del olvido, como si fuera un cuerpo fácil y no la pro­
mesa que era, intacta de una extraña lluvia semejante al
amor. Pasos afuera del café, aguien se llevaba la duplica­
ción de una espera.
El muro del cementerio, pasivo a las adhesiones vegeta­
les, terminó de pasar sin proponérselo. La puerta de reja
centinela se ofrecía a la entrada del visitante. Los guardia­
nes también habían cedido al calor y andarían conversán­
dose la insistencia de agosto, su excesiva dedicación. El
visitante se decidió hacia las copas más lentas de la ala­
meda. A la sombra de unos arbustos, próximos a la plaza,
un grupo milenario de ancianos, como en un parque
familiar, se cuchicheaba ningún secreto. Seguramente se
acostumbraban al espacio de la muerte, por lo visto apa­
cible y de claro misterio. A la pregunta por la tumba de
César Vallejo, señalaron hacia un hombre de boina, muy
activo sobre las hierbas. Dos gatos de gusto deambulato­
rio se encaminaron tras el visitante y al rato jugaban entre
las lápidas. El hombre de la boina justificó la propina, es­
merándose en explicar la situación sencilla de la tumba.
Ya solo, el mármol le repetía al visitante el nombre de
Vallejo, sus fechas, el mensaje a su compañera. A falta de
flores, una rama de hojitas pardas y secas sirvió de ofren-
da. Luego de todo el mar, desde cielos fogosos y distantes,
era posible saludar al poeta. El día comenzaba a girar un
viento absorto.

9
DEBER DEL ARTE

Los pueblos han buscado desde siempre fijar en imáge­


nes las circunstancias de sus sueños, sus ambiciones, sus
descalabros. Entendemos que esas imágenes (confusas mu­
chas veces, temblorosas de asombro ante la única certeza
humana, lo desconocido), han sido reunidas en un cuerpo
genérico y heterogéneo llamado Arte. Un templo chino,
un ídolo de severa piedra precolombina, un romance cas­
tellano o los compases salmodeantes de un blues, son
formas que inventan las emociones que las nutrieron, y
en su libre sucesión tocan un orden de vastedad semejan­
te a una ventana sobre los parajes del universo.
He aquí el territorio común. La diversidad humana se
encuentra por fin en un espacio que la desborda: el gesto
madas sufrimiento, llamadas amor y muerte y otros nom-
idéntico ante las cosas de misterio llamadas felicidad, 11a-
bres de rara quemadura. Pero la tontería doctrinaria y
clasificatoria quiere también incluir al arte como ingre­
diente de sus recetas. El arte debe, dicen, hacer tal o cual
cosa: inventaría denunciar, ser ciego, tener los ojos abier­
tos, tirar piedras (oh la fantasía de David), rescatar lo
que se rescata solo, reflejar (oh la servidumbre de los
espejos), edificar los hábitos ciudadanos, distraer la so­
bremesa, no alterar el sueño ligero de las señoritas, y a to­
das estas la imaginación, palabra de peligrosa libertad, no
podrá ya moverse entre tantos cinturones, pliegues espe­
sos y estrechas zapatillas aleccionadoras. El arte (vale de­
cir, la indagación que no tiene miedo de las pezuñas o
las alas del animal humano) se escapa mientras tanto, y
le pone un nombre de fuego a la frigidez académica y
dice hueso y no piel, y dice barro y no campo florido, y
dice pesadumbre y no falsa esperanza, y cuando se le im­
pone suspirar, o cualquier otra tarea inofensiva y decorosa,
salta imaginación en mano y graba sobre la piedra o lo que
sea la diáfana alucinación de los sueños, o el horror es­
pontáneo y sangriento de una tragedia de Shakespeare. Su
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sencillez o complejidad desafían cualquier doctrina, y
cuando hemos enredado las cosas y no sabemos ya expre­
sarnos, viene por ejemplo ese indígena Piaroa y nos lo
enseña nuevamente: "Si tú me miras, soy como la maripo­
sa roja; si me hablas, soy el perro que escucha. Si me amas,
soy la flor que se entibia entre tu pelo. Pero si me re­
chazas, soy como una canoa vacía, que se va río abajo, a
romperse en la roca”.
Hace unos días lo discutían unos estudiantes: el arte
debe, el arte no debe -—a semejanza de una cartilla esco­
lar contaminada de contabilidad— asentar tal o cual cosa.
Aquí se presenta de un modo natural el aforismo de
Hamlet: "Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio,
de las que sueña tu filosofía”. El margen de error, que en
la ciencia es un elemento de útiles precauciones, multipli­
ca en el arte su necesidad. La más armoniosa teoría se vie­
ne abajo con frecuencia ante una obra minuciosamente
extraña y reveladora. Tal vez se haya dado con la fórmula
para provocar rayos artificiales, pero el relámpago hu­
mano todavía atraviesa zonas que hacen retroceder a la
más aventurada de las razones, y uno de sus rayos estalla
en esa página de signos indóciles que llamamos arte. Mis­
terioso por su procedencia, el arte avanza junto a los pasos
del hombre y lo hace bajo la misma bóveda solar y noc­
turna, que bajo ninguna hay suficiente claridad. Las in­
terrogaciones que propone son su única respuesta. Como
el viento, que reposa casi siempre en enigmático sosiego,
y en un instante rompe a andar, agitándolo todo en un
torbellino.

11
HÖLDERLIN SALUDA LAS ESTATUAS

Aquel estío de 1802 ha debido soplar (el sol es una


fuente de viento iluminado, señores) con rara intensidad
sobre los campos franceses, o por lo menos así lo desea el
homenaje de la memoria, que quiere atribuir a la natura­
leza elogios imposibles, aunque devastadores, como en el
caso de esta evocación.
Ocurre que un joven alemán abandona Burdeos por esos
días y camina bajo el ardor del mes las desoladas carrete­
ras. Había permanecido algún tiempo en la ciudad, como
preceptor, en un último y nuevamente infructuoso intento
de atarse al mundo mediante una actividad que no le im­
pidiera sobrevivir. El morral al hombro no lo fatiga tanto
como la sucesión de los recuerdos, que surgen aquí y allá
rondándolo tan suaves, tan opresivos y lentos en su insis­
tente devolución al pasado. Se llama Friedrich Hölderlin y
ha escrito unos cuantos invalorables poemas, aunque él lo
ignora, y Schiller y Goethe también parecen ignorarlo.
Ahora camina bajo la sofocante luz y no piensa en la
promesa siempre pospuesta que es su vida, sino que pien­
sa ( ¿quién sabe en qué piensa? ) en los sueños de adolescen­
cia que los años han ido mezclando al desencanto, al olvi­
do, a pesar de que una tiránica confianza en visiones enor­
mes no habría de abandonarlo jamás. Piensa, quizá, en el
júbilo que compartió con Hegel y Schelling al enterarse
del triunfo de la Revolución Francesa, júbilo que en él
no se ha mitigado porque no puede saber que el agente
de la libertad, Napoleón, va a claudicar en 1804 coronán­
dose emperador. Piensa, tal vez, en unos versos escritos
poco antes. " . . . mucho más que a los hombres he com­
prendido el silencio de los espacios celestes; no he com­
prendido nunca las palabras humanas. Me instruyó el mur­
mullo del bosque, aprendí a querer entre flores. En
brazos de los dioses me hice grande. . . ”
Pero todo esto es conjetura, porque Hölderlin acaba de
enterarse de que Suzette Gontar, con quien había encon­
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trado el amor (la Diótima de sus poemas, encarnación del
infinito, la eternidad, el uno y el todo), no ha podido
superar la separación a que habían sido sometidos en tri­
buto a la mascarada social, y ha muerto lejos, atraída por
un sueño desconocido.
Esta noticia lo ha derribado, ha acelerado el que fuera
despedido de su cargo, y lo ha puesto en camino del ho­
gar, en tierra alemana, en las riberas salmodiantes del
Neckar. Y aquí la evocación se detiene en la imagen de­
cisiva. Una mañana o una tarde (para quien va a borrarse
entre tinieblas, ¿qué importa que la luz ascienda o decli­
ne?), Hölderlin aparece en el luminoso jardín de un casti­
llo francés haciéndole reverencias sostenidas, inauditas, a
unas silenciosas y blancas estatuas, a lo mejor saludando
con gesto inerme a las enigmáticas fuerzas que la habían
arrojado tan irrecuperablemente lejos en sus visiones, qui­
zás eludiendo por anticipado posibles y siempre nuevas
humillaciones de quienes ostentaban (para él) un despia­
dado poder. Quien se atreviera a mirar de frente los ojos
esquivos del misterio vital, y encarado el desafío de acor­
dar la vida a los más altos sueños, desfallece así casi sin
ruido, como un soñoliento y distante resplandor. Lo demás
es el cautiverio involuntario pocos años después, 36 años
de aislamiento y extravío en el laberinto del propio espí­
ritu, irreconciliable con los horrores de la vida consciente
y las exigencias de un mundo que naufragaba la navega­
ción de su solidaria soledad: .pero si un día alcanzo
lo sagrado, el poema, me será bienvenido, oh silencioso
reino de las sombras. Contento estaré, aunque mi canto
no me acompañe; por una vez habré vivido como los
dioses, y más no me hace falta”.

13
LA CABAÑA DE POE

Ciertas vidas se deslizan hacia los lugares de su suerte


(mejor, de su ambición) con movimientos de pisada se­
gura, gestos acordados, asentimientos más o menos dóci­
les ante los arreglos que a su albedrío dispone el mundo.
Para ellos el orbe gira en buena dirección, y si de pronto
algo se descamina, algo se contamina de sombras agaza­
padas, allí está la esperanza (nombre disfraz de manio­
bras muchas veces inconfesables) para corregir cualquier
aspereza, cualquier variante del asombro, hasta que los días
se fatigan de resguardar tanta certidumbre, y le dona a los
confiados su certeza última, su sorpresa de manotazo.
Otras vidas hay menos devotas de lo inmediato, más
crispadas, que parecen preferir la contracorriente, los ata­
jos. Convencidos de una busca en el límite mismo de lo
irrealizable, se indisponen contra el mundo (en un desa­
fío extrañamente parecido al degüello mutuo y en mag­
nífica desventaja) y avanzan así hacia fronteras que des­
conocen o han inventado, hasta que sus pasos, o los de su
fiebre, deciden el sosiego, y reclinan como pueden la fa­
tigosa errancia. Para ellos el mundo gira en dirección in­
soportable, y si les ocurre a veces una promesa de felici­
dad, un matiz de júbilo, de confianza, allí está la decep­
ción, suerte de sibila sombría que percibe sin sueño los
distantes relámpagos. En medio de estos extremos oscila
el resto de los afanes mortales.
De las dos actitudes la que incurre en mayor intensidad
es la que pudiera llamarse la de los lúcidos trágicos: en
esas vidas todo se da como por desbordamiento, por irre­
sistibles coletazos, y asimismo encarnan la contradicción
de las pasiones, el combate siempre fértil de lo entraña­
blemente humano. Conocerlas, además, nos alimenta de
experiencias que la más de las veces no nos atreveríamos
a vivir. No hay aquí exaltación ni desmesura: simple re­
conocimiento. Es tentador afirmar que los lúcidos trágicos
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padecen el peso de vidas que corresponden también a los
demás. Al parecer, una ligera desproporción en la balanza.
Los días y la suerte y la sed y el sobresalto de Edgar Alian
Poe, por ejemplo, siguieron este concéntrico itinerario.
Se conserva en Nueva York una pequeña casa de campo
donde Poe le quitó a la desventura (no al destino, esa
palabra de sangrienta resignación) algún tiempo de for­
tuna y belleza, en una de esas treguas que hasta los fami­
liarmente atormentados llegan a conocer. Allí escuchó las
voces de niebla de Ulalume y los ecos asombrados de
Eureka, que le dictaron visiones del cosmos y otras dis­
tancias. Allí supo de la cadencia diáfana de Annabel Lee,
poema que presintió la muerte de su adolescente esposa
Virginia. Desde allí partió hacia Richmond, hacia la bien­
venida de una muerte absurda, propiciada por la estupi­
dez que tanto despreció, por el pragmatismo de un país
al cual Baudelaire, gemelo de Poe en la misma sed de in­
finito, consideró como una errabunda cárcel para el poeta.
Pérez Bonalde, que convirtió en palabras castellanas la
música obsesivamente oscura, menos presente que presen­
tida, del Cuervo, ha debido asimismo visitar la pequeña casa.
Hacia 1846 el pueblo de Fordham tenía costumbres de
respiración rural, frescura de bosques, de silencio. A pocas
leguas de Manhattan, se ofreció a Poe como lugar de re­
poso impostergable. Viviría allí los siguientes tres años.
Hoy en día Fordham es parte de Nueva York y tiene há­
bitos industriales. Pero la casita de Poe permanece. El
Bronx, nombre de esa parte de la ciudad, prolonga sus
ya viejos edificios de población obrera, no exactamente
privilegiada. Al descender del Subway (rostros negros, de
mirada apenas paciente, rostros hispanos, de mirada ape­
nas esperanzada) cualquiera puede indicar el Poe Park.
La casita preside el parque (espacioso de niños, de viejos,
de árboles). La madera de siglo y medio, pintada a dos
tonos de gris, no oculta para nada su humildad. Dentro no
alienta el hogar, vacío de leños, pero sí un aire impalpable,
memorioso en los pocos muebles, los pocos libros, junto
a la mesa de las páginas afiebradas. El melodioso ritmo de
Annabel Lee (que trasladamos acá con fidelidad no lite­
ral) surgió aquí con misteriosa ternura, voz de un tiempo
desconocido, ya de lluvia distante, próxima al olvido:
"Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar, una
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virgen allí era cuyo nombre ya sabrán. Para amar vivía
ella y ser amada por mí, la virgen Annabel L ee.// Era una
niña y yo un niño en el reino junto al mar, pero el amor
con que amábamos era mucho más que amar; los serafines
del cielo la cubrían como a mí, a mí y a mi Annabel Lee.//
Fue por eso que hace tiempo en el reino junto al mar,
vientos de inviernos soplaron separándola de mí; grandes
parientes llegaron a enterrarla bajo el cielo, a mi bella
Annabel Lee.// Los ángeles desdichados nos envidiaban
así (esto lo saben los hombres que junto al mar han mo­
rado) que una nube por la noche sopló sus vientos hela­
dos helándome a Annabel L ee.// Nuestro amor era más
fuerte que el de aquellos muertos sabios, que el de aquellos
viejos muertos lejos de ella y de mí; ni ángeles ni demo­
nios en sus cielos y sus aguas podrán distanciar mi alma
del alma de Annabel L ee.// Pues la luna nunca asciende
sino trayendo los sueños de mi bella Annabel Lee; ni las
estrellas se encienden sin los ojos claros, bellos, de la be­
lla Annabel Lee. En la marea nocturna me tiendo junto
a mi vida, junto a mi novia, mi amada, mi querida, biena­
mada, bienamada Annabel Lee. Su sepulcro junto al mar,
su tumba cerca del mar, cerca de mí”.

16
EL CIELO VERDE DE LA MARTINICA

La isla de la Martinica emerge cada día bajo un cielo


verde. (D e noche cabecea como en un barco a pique y
es lenta y pálida bajo el m ar). Sus tres macizos volcáni­
cos, que desde hace tiempo permanecen como tres ojos
en sueño adentro, amanecen cubiertos de algas y otros si­
lencios salobres, y nadie sabe en cual momento van a
lanzar sus miradas de lava terrible o van a seguir iner­
mes, adormilados. Pronto, a medio día, el aire amarillea
y las nubes disipan su fuerza clara y nada es dócil sino
es al sol. Antes del pacto con la noche, un esplendor vio­
leta calienta la tierra y las raíces enrojecen y caen flores
de amargos pétalos manchados.
Ninguno de estos colores conviene en verdad a la na­
turaleza de la isla. Pero, en verdad, otros no hablan me­
jor de la violencia de su historia, de los días de fuego que
fueron necesarios para mantenerla a flote, como un incen­
dio a la deriva. Algo semejante podría decirse sin fin de
las demás islas y costas del Caribe.
La gente de Martinica guarda larga memoria de un
pasado que todavía es un ala funesta en torno a ella. En
él hay entradas a saco sobre pueblos del Africa Negra, un
olor de arcabuces, y heridas minuciosas que buscan unos
cuerpos aferrados a la sombra, antorchas que persiguen
y perros ávidos que no siempre saben ladrar, pero sí la
desgarradura, pero sí la mutilación y las cabezas de rizos
negros como trofeo. Hay, así mismo, un grito que no se
cierra. Hay, sobre todo, el mar, la inmensa travesía y el
hierro que prefiere los huesos y no la piel, y el látigo
que desdeña los huesos y no la sangre, y hay después unos
cadáveres que pesan demasiado en la balanza de la "civili­
zación”. Muchos pueblos del Africa Negra (¿habría que
incluir a los antiguos egipcios, de quienes Champollion no
pudo ocultar una piel sospechosamente oscura?) lucieron
sabidurías que una Europa menos agresiva hubiese apro­
vechado para sí: formas de vida en convivencia con las
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fuerzas del universo, que podían manejar los metales con
la misma destreza con que manejan la propia vida, que
no sólo poseían una espléndida memoria oral, sino que la
cifraban en páginas de texturas vegetales, culturas que afir­
maban el intercambio, frente a los adelantados de una civi­
lización que afirmaba el saqueo y la esclavitud.
La avanzada colonizadora quebró estas cosas y estas
gentes, y en el exilio americano todavía, y por mucho
tiempo, estas gentes no olvidan. AIMÉ CESAIRE, un gran
poeta del mundo nacido en la Martinica, ha contado la
incesante historia de su pueblo, y lo ha hecho con genio
y con rabia, pero sin odios estériles ni palabras que dis­
minuyan en nada la grandeza. Su poesía es verde como
esos frutos de pulpa roja, amarilla como la negra mirada
de los blancos animales del mar. Es deslumbrante como
una ráfaga del aire de la noche y serena como un salto en­
tusiasta en el sol. No desprecia, convoca. No derriba, le­
vanta, y su fertilidad no es la de las flores sino de la semi­
lla, no de los frutos sino de la raíz. En sus poemas cae el
día pero no la luz, que comienza a danzar entre estrellas.
En el libro Cuaderno de un retorno al país natal, poema
que encarna el triunfo espiritual de un pueblo, de la hu­
manidad que se niega a cualquier forma de humillación,
Aimé Cesaire nos dice: " .. .Iré a ese país mío y le diré:
' Abrázame sin tem or... Y si sólo sé hablar, hablaré pa­
ra ti”. Y le diré todavía: "Mi boca será la boca de las des­
dichas que no tienen boca; mi voz: la libertad de aquellas
que se desploman en los calabozos de la desesperación”.
Y viniendo me diré a mí mismo: "Y sobre todo, cuerpo
mío, y también, alma mía, guárdense de cruzar los brazos
en la actitud estéril del espectador, porque la vida no es
un espectáculo, porque un mar de dolores no es un prosce­
nio, porque un hombre que grita no es un oso que baila”.

18
EL RIO

Desde tiempos sin tiempo, los pueblos han buscado la


sombra fresca de los ríos. Miles de años atrás en el re­
cuerdo del mundo, errantes de llanuras, cerca del viento,
lejos, gentes que nombraban la luna con sílabas de hume­
dad añoraban día tras día la fuerza de esas corrientes.
Eran muchos y ruidosos. Se cubrían con pieles y eran
fuertes y desconfiados. Usaban armas de piedra y hueso
que rompían la carne de lo que tocaban. Les gustaba el
acecho de bestias ágiles, de cielos que cambiaban, de rutas
que los conducían hacia una vasta pradera inabordable.
Pero los pasos se fatigan y las noches no bastan y desea­
ban sobre todo no tener que buscar lo que podían obtener
como alargando el brazo hacia una fuente. Meses de sa­
ciedad no compensaban a los otros de frío, rondando
campos secos y disputándole a los lobos los restos de ani­
males y unas pálidas, pocas hierbas. El fuego los reunía en
círculos de espera, y cavernas que le hurtaban calor a la
tierra los protegían. Como una visión inagotable los ron­
daba una imagen que hablaba de una abundancia, muy
cerca de unas aguas, allá, en un río.
Se ponían entonces a buscar en el sueño la promesa
de esas señales. Hombres de noches fértiles, que podían
seguir la curva de los astros y oír voces extrañas que el
día se llevaba, les dijeron un día: hay que seguir el sol,
cruzando esas montañas, hacia una tierra cálida donde los
cielos no tienen peso y el aire no se agolpa, friolento, pe­
sado. Lo dicen estas manchas, estas figuras en las visceras
de aves augurales, y también esas nubes, ese signo en el
fuego, porque todo nos habla y en todas partes confir­
mamos que un lugar luminoso nos aguarda.
En oleadas enormes, esas gentes de errancia buscan ha­
cia el sur, descendían tierras heladas y penetraban terri­
torios que muchas veces no estaban aguardándolos. Con
la violencia de las mandíbulas no saciadas, ni edificios
de piedra, ni escudos sonoros en mitad del combate po­
19
dían contenerlos. Poco a poco, y como quien vence un
muro imponente pero vulnerable, conseguían desplazar a
quienes se habían atrevido antecederlos en la posesión del
sol, de riberas que murmuraban cosas de luz, de placidez,
de cielos claros. Sobre las piedras derribadas levantan en­
tonces otras casas de piedra. Sobre las gentes destruidas
ordenaban entonces otra cadena humana, otra esperanza.
Con la memoria sometida reanudaban otra memoria que
ataban largamente a ese tiempo del río, y no confiaban
sino en sus aguas.
El río, para ellos, era una casa amplia de puertas vege­
tales y techo arriba, junto al aire, y abajo ese vaivén, ese
fluir sin pausas, llevándolos de día como en un sueño, tra-
yéndolos de noche como un viaje.
De tiempo en tiempo, luego, el río se agitaba. Rompía
sus orillas y prefería el lodo y prefería el desorden de la
tierra y no un lecho susurrante. Aliado con las lluvias,
buscaba sitios secos, como envidiando un reposo que le
había sido negado. Los hombres se impacientaban, pero
esperaban cada vez, considerando que en la tierra no hay
nadie que transite más allá de sus pasos, y si lo hace,
vuelve, buscándose, desolado.
Después de siglos el río ya no avanza. Más bien se para,
caviloso, y comienza a dudar de la transparencia de sus
aguas. Adquiere un paso lento de leones con sueños, un
avance amarillo, demorado. Las gentes lo verán disminuir­
se, olvidarse, tropezando en el fango, torpe de piedras,
vano. Ya lejos del origen vuelve al origen. Las gentes lo
contemplan, inexplicable.

20
JUNTO A VIENTOS DE INVIERNO

Nombres sonoros, nombres distantes, nombres extra­


ños, son los que la poesía china ha ido permitiendo hasta
nosotros. ¿Qué prodigio verbal y qué magia del tiempo
han hecho posible unas obras de tan clara resistencia, a
pesar de la aparente fragilidad de sus materiales? Porque
un aire de pinos sobrevuela esas páginas de fascinante
caligrafía, y asimismo el otoño, crecientes y menguantes
discos de plata que señalan el curso de la luna, flores in­
memoriales, aguas cambiantes, cumbres, aunque también
inviernos, casas vacías, lámparas, y una lluvia a la puerta
de cada viaje. Sin duda habrá de tratarse de experiencias
intensas que salvan siglos, territorios, versiones precarias,
y dejan aun temblando, como un fantasma vacilante, un
sentimiento que se anima soplándonos la cara.
"No pienses en las cosas que fueron y pasaron; pen­
sar en lo que fue es inútil nostalgia. No pienses en lo
que ha de suceder; pensar en el futuro es impaciencia
vana. Mejor es que de día seas un saco en una silla, y
de noche te tiendas como piedra en el lecho. A la hora
de comer, abre la boca. Cierra los ojos cuando venga el
sueño”.
Bien vemos que la angustia, ese horror de las horas
que escapan siri sentido, ha mortificado a los hombres
en todo tiempo, y más o menos de ese modo nos habla
Po Chu Y i, uno de los grandes poetas de la dinastía
Tang, en el siglo IX de nuestra era.
Precoz y penetrante, fue integrante tardío de la Aca­
demia del Bosque de los pinceles (especie de parnaso
favorecido por la mano imperial), y parte de su vida
fue de andanzas y meditaciones, sobre todo cuando el
exilio le ofrecía a sus pies vastos y rigurosos panoramas.
Una anécdota, ya milenaria, le atribuye con justicia una
sensibilidad enraizada en lo popular, y nos dice que el
poeta consultaba con su sirvienta los versos que compo­
nía, y si la mujer no los aprobaba, los arrojaba al fue­
21
go, seguramente considerando que la ceniza era un buen
lugar para los asuntos enigmáticos, incluyendo las pa­
labras.
Sus temas, entonces, los elige de las cosas cotidia­
nas, y cotidiano era en esa época de China (a pesar de
los aires de paz y el entusiasmo creador) la pesadumbre
de las mayorías, agravadas de impuestos y vejámenes,
además del mortal esfuerzo de mantener repletos los
graneros imperiales. Con el cambio de estaciones no cam­
biaba la miseria física y moral, y la amistad del vino
propiciaba el sosiego de las luchas vencidas, alejándolas
en el sueño de la ebriedad: "El viento está en la copa
de los árboles otoñales. El anciano está ante el vino.
Ebrio, su rostro se parece a las hojas que el viento ha
derrumbado. ¡Qué lejos el color de su primavera!”.
El impetuoso espectáculo del privilegio de los nobles
sobresaltaba a Po Chu Yi. Con rotundas imágenes que
derrotaban la ética de la opulencia, el poeta escribía:
"Su aire altanero llena el camino. Sus monturas y sus
corceles relucen a través del polvo”. "¿Quiénes son esas
gentes?”. "Son los nobles de la corte”. Cinturones ber­
mejos para los misterios, bonetes de franjas púrpuras para
los generales. Van al festín del ejército y sus caballos
corren como las nubes. Nueve clases de vino desbordan
sus copas. . . Hartos, están contentos. Ebrios, su orgullo
se acrecienta. Este mismo año la sequía barre el sur del
río. En Ch’u Chon los hombres se comen a otros hom­
bres”.
Al final de sus días, que fueron prolongados, pudo
regir la vida de la ciudad de Hangchow. Conoció el ais­
lamiento, y en su jardín gustaba de las cadencias de la
música. Las mesas de las tabernas repetían sus poemas,
y esa piedad cordial con que nombraba toda cosa lo llevó
a reconocerse en la carne del bambú, que soportaba sin
declinar vientos de invierno: "No lo cortes para hacer
una flauta. No lo cortes para hacer una caña de pescar.
Cuando sus hojas y flores estén marchitas, aún será her­
moso bajo los copos de la nieve”.

22
LOS CAMINOS, LOS VIAJEROS

Se nos ha predicado con insistencia la sabiduría que


se deriva de los desplazamientos hacia otras distancias,
otras gentes, otros lugares. Según esa convicción, el cam­
bio de geografía alimenta las almas de los viajeros, a>
rrige sus hábitos en el conocimiento de otras costumbres,
otras lenguas, y afina la propia perspectiva en el en­
cuentro de la perspectiva ajena. Pero algo más que des­
plazamiento exigen los viajes para otorgar su probable
sabiduría.
Muchas de las mejores relaciones de viajes han sido
escritas por navegantes sedentarios, con menos recursos
que imaginación, y más amigos de los sueños que de
las comprobaciones. Hay, por supuesto, las relaciones ver­
daderas, tediosas a veces cuando no son fantásticas, vir­
tud esta última apreciada por quienes persiguen lo irreal
para soportar la realidad, afición — es sabido— que in­
cluye a todo el mundo. La crónica de Bernal Díaz del
Castillo sobre la Nueva España, por ejemplo, es menos
historia que evocación errátil y de fiebre, verdadera, sí,
como documento, pero fascinante sobre todo (y a pesar
de la violencia del Imperio) por los ojos de maravilla
con que el soldado español recobró esas imágenes, lejos
ya y envejecido, próximo a un sueño de ojos abiertos.
Porque las memorias de viajes convencen más por la
cantidad de asombro que contienen que por sus verda­
des. Nadie va a buscar allí el dato preciso, la narración
confiable (¿será eso posible?). Se prefiere —y he aquí
la persuasión de esas memorias— el pretexto divagatorio,
el estímulo errabundo que venza la fijeza cotidiana, el
recorrido que nos lleve pasos adentro a una geografía bajo
la propia piel.
Al poeta Paúl Eluard le ocurrió en una ocasión encon­
trarse vacío de viajes. Era entonces joven e impaciente
(palabras que se requieren juntas para encontrarles sen­
tido) y se apresuró a tomar el primer barco que zarpaba
23
desde Marsella. Durante siete meses se abandonó a las
soleadas visiones de mares extensos y tierras de nombres
andariegos y frutales. Desde una isla distante unos ami­
gos lo devolvieron luego a su ciudad, a una aventura
no tan repentina, aunque sí impetuosa y océanica, lla­
mada Surrealismo. Años después confesaría a un amigo:
"No hice un viaje, solamente me desplacé. Para saber
viajar hay que saber vivir: Y yo entonces no sabía vivir”.
lo s viajes por las islas y mares de la propia concien­
cia se imponen como menos seguros, más desconcertan­
tes, mayormente desconocidos. Arribar a esas playas don­
de las certezas retroceden supone un esfuerzo al que po­
cos se atreven, y los más quedan desbordados al regreso
por la luz de la superficie. ¿Qué promesa habría ahi
dentro que compensara el esfuerzo? A lo mejor una cla­
ridad sin seducciones luminosas, desnuda en su firmeza,
que nos enseñara a desbaratar la trama de engaños de
los actos diarios, rudamente exigentes para los muchos
con su sudorosa sobrevivencia. Alimentados en el horror
del error (que se llama injusticia, que se llama banali­
dad y estupidez y desperdicio de las fuerzas irrescata­
bles de lo viviente), nos contentamos con un paseo ca­
sual sobre la tierra (que responde a su manera a nuestro
paso) y quedamos todos conmovidos, sobándonos mez­
quinamente el vientre con boba satisfacción. Algo más
que desplazamiento exigen los viajes, y algo más que
paseos los caminos bajo el cielo. Ciertas aguas nutricias
respiran más abajo, en el fondo abismado de su propia
transparencia. Hundir las manos en las frescas, difíciles
raíces de lo viviente, nos mezcla a la terrible felicidad de
la tierra, suerte de nuestros días y de nuestro cuerpo.

24
UNA PALABRA EN EL VERANO

El mediodía prolonga sus fuegos a través de la ven­


tana. La cortina oscila y se distrae con un poco de viento.
Le hace bien a la habitación. La muchacha de Modi-
gliani no aparta sus ojos sorprendidos en un instante de
desnudez, tan plácida. Sobre la mesa reposan algunos li­
bros. Uno de ellos, abierto al azar, dice desde el espacio
de la página: "para empezar: no moriremos de poesía/
nadie tiene la palabra aunque hablen/ o todos la tienen
aunque callen”. Se trata de EN EL VERANO/CADA PA­
LABRA RESPIRA/EN EL VERANO de Guillermo Su­
cre. Una declaración de desposesión la de esos versos:
vital, verbal. Las palabras como pertenencia común, anó­
nima, y nadie y todos sacándolas del silencio, dándoles
curso entre los días, pronunciándolas y siendo pronuncia­
dos por ellas. En un siglo de posesiones, es bueno saber,
y hacer saber, que nadie puede degollar a otro por la
posesión de las palabras. Aunque, por cierto, tan peli­
grosas las palabras. En una clase sobre poesía, Guillermo
Sucre refirió la anécdota: El poeta norteamericano E.E.
Cummings fue llevado a juicio militar durante la se­
gunda Guerra. ¿Usted odia a los alemanes?, se le incre­
pó. No, dijo Cummings, amo a los franceses. Amar, odiar.
Entre una y otra caben, indistintamente, el heroísmo y
la traición. Ser aborrecido por una palabra, aunque sea
verdadera. Ser elevado por una palabra, aunque sea falsa.
He aquí algo del mecanismo social.
El sol no cesa, pasa y apenas si es interrumpido por
la indecisión de la hora. El mediodía se ha abandonado
un poco, se ha ido inclinando, pero aún traza un arco
resplandeciente. En otra página del libro puede leerse:
"sin claridad ciegos de sol/ la mano del verano se planta
en tu cuerpo/con enamorada lenta avidez/ podemos creer
en milagros: la felicidad/la desnudaba/tenemos esto que
glorificar: un día nos colmó/en la colina otra vez nues­
tra/hablo desde tu cuerpo cuando callo/y callo desde
25
tu cuerpo cuando hablo/alimentos terrestres: el placer
y la m uerte/ el bosque oscuro la casa la playa musical/
entonces desapareceremos”. El silbido de luz de los ver­
sos se mezcla al aire y es muchas veces mediodía: el de
ahora de lectura y el del tiempo solar del poema. Imá­
genes abiertas: el verano que gravita en la tierra dis­
pone para los amantes, en un tiempo quién sabe si
simultáneo o distinto, un alimento extremo: el placer
y la muerte, momentos únicos donde la vida se suspende.
Un texto brevísimo gira sobre otra página: "el nuevo
código: la dura la fugaz/ transparencia”. ¿Código poé­
tico? Podría ser: el lenguaje como señal interna de la
realidad, que habla desde ella sin interrumpirla, y aún
más, revelándola en su contacto elusivo con la propia
experiencia. Quizá, también, código vital: constatación
continua, y fugaz, del mundo: ser en él, y no con él.
Dura experiencia.
La lectura debiera continuar, pero se impone irse, el
llamado en la tarde de la ciudad, el ajetreo incierto.
Aunque antes, otro poema: "vuelve el verano pero el
día más largo/ya no será mío/afuera veo la luz la noche
que prefigura/ahora no sé sino lo que fui/la vasta
tierra y la tolvanera del galope/una patria desalmada y
violenta/el desdén el esmalte de una pasión/neutral/quie-
ro ya morir/ahora no sé sino lo que soy/ palabras el
poblado silencio”.
Cerrado el libro, resuena todavía el verso: "una pa­
tria desalmada y violenta”. Cavilosos, los pasos se enca­
minan hacia la calle.

26
EL VIEJO QUE MIRA EL MAR

Las aguas del Caribe germinan costas como granos lan­


zados por una mano incierta. Entre unas y otras, la vas­
tedad del sol encuentra oleajes espejeantes, playas calla­
das al solo ruido de la espuma en las piedras, lugares
fijos de claridad que parpadean entendiéndose, en horas
graves, con las estrellas.
Las ciudades, sin duda, respiran también aquí, pero no
cuentan mucho para el viento, que prefiere ese límite
de la arena salobre y no la tierra firme, con su sinuosa
tentación de valles y colinas donde se ve obligado a
buscarse a sí mismo. Las vegetaciones desbordadas, próxi­
mas a las playas, tienen también su trato con la luz. En
momentos de tedio se inclinan sobre el hombre sudoroso
del mediodía, en una tregua del sopor, y para la noche
dejan el sueño.
En estas extensiones no hay otra medida que la del
sol: su presencia, su ausencia. Una vida se mide a cada
tanto de sol el día, a c'ada tanto de sombra el año, a cada
tanto de lluvia la eternidad. Un tiempo de ídolos paga­
nos, todavía intocado por el puño sangriento de la con­
quista (que con la espada hacía incursiones devastado­
ras y con la cruz se absolvía rápidamente de cualquier
remordimiento) parece suspendido sobre estos cielos, de­
safiando otra escala que quisiera apropiarse de su es­
plendor.
El olvido no existe aquí, porque no existe la memo­
ria. Recordar, para los que se hospedan en estas tierras,
supone un vértigo de imágenes que no conducen sino
al presente. Con esfuerzo, como si se combatiera con el
mismo fuego indócil que es el tiempo, alguien, alguna
vez, se pone a evocar la experiencia de sus días y de
algún modo se convierte en poeta. Para ello no requiere
de la acumulación de las palabras sobre una página
(cuánta pobreza, muchas veces, detrás de los que recono­
cen el mundo sirviéndose de palabras) y ni siquiera le
27
hace falta darle forma duradera a su recuerdo; le basta
mirar el horizonte, mirar las formas de las nubes, mirar
el sobresalto de la marea, y expresará, con una música
que sustrae al silencio, la perplejidad de una vida que en
el fondo no quiere comprender. Canta, entonces, y la
voz se le llena de sal, se le llena de frutos espesos, se
le llena de un gran adiós que confunde con la noche y
los puertos. Ya no tendrá reposo: tendrá oidos y voz,
y el amanecer y el atardecer lo sorprenderán ensimismado,
atento a una melodía que le viene de muy lejos y que
es también la misma del cielo que se va abrir, que se
va a cerrar, y que pájaros de colores violentos repiten
en un silbido mientras se alejan. Es un viejo del mar,
atónito en su canto, que ve girar el sol, sin premura,
sin sueño. Uno los llega a ver, anónimos y ausentes, con
el rostro sereno de no contar los años, y uno busca
entre las palabras aquellas que permitan anotar el re­
trato. Después de escrito, la figura se fuga, y únicamente
en la distancia regresa el mar, y ya no importa nadie
más, y en el trueno de espumas los días se suceden y
sólo quedan las arenas.

28
UNA ISLA

El horizonte de un hombre puede cruzarse a la dis­


tancia con el de muchos. De no ser así, de algún modo
ese horizonte oscurecerá o iluminará desde lejos en su
viaje, porque para el mar (como para la vida) ninguna
ruta pasa en vano, y si así fuese, no habría entonces sen­
tido en ninguna ruta. Estas cosas las comenzamos a pen­
sar luego de voltear la última página del poema Una isla
de Rafael Cadenas.
En el caso de Cadenas, su trayecto se mueve aguas
abajo en una exploración sin tregua de la conciencia y
sus fronteras, y lo que sale a flote es un destello largo,
el tenso relampagueo sereno que deja a su paso quien se
mueve más allá de la agitación del movimiento. Se sabía
que los últimos poemas (libros) de Cadenas llevan nom­
bres como de hilo de lámpara (Intemperie, Memorial),
verdaderas pausas de una luz que no quiere cegar, ni si­
quiera iluminar, sino apenas un brote estricto que no se
concede gesticulaciones llamativas, menos aún con las pa­
labras, pues en ello le va no un ademán de fuego para
los escenarios de la magia, sino el fuego sin magia, el
acto mismo en su desnudez, que es asimismo la quema­
dura: "Que cada palabra lleve lo que dice./ Que sea como
el temblor que la sostiene./ Que se mantenga como un
latido.// No he de proferir adornada falsedad ni poner
tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es./Esto me obli­
ga a oírme. Pero estamos aquí para decir verdad./ Sea­
mos reales./ Quiero exactitudes aterradoras./ Tiemblo
cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis
palabras. Me poseen tanto como yo a ellas./ /Si no veo
bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame
la impostura, restrégame la estafa. Te lo agradeceré, en
serio. Enloquezco por corresponderme./Sé mi ojo, espé­
rame en la noche y divísame, escrútame, sacúdeme”. (Ars
poética, Intemperie). Luego de semejante declaración, las
simulaciones retroceden, roto el espejo de duplicación sos­
29
pechosa que el propio yo desea ver, y queda una voz que
no se encanta en el prestigio de los ecos, y que no
agranda nada salvo la duda, las interrogaciones. En un
siglo fértil en afirmaciones estériles (veamos dondequiera
sin miedo cómo avanza la destrucción) la limpidez seca
de piedra de las preguntas esenciales es una tierra pro­
picia, y únicamente falta el agua que ha de manar de
nosotros mismos, aunque para ello sea necesario cavar a
costa de las fáciles esperanzas.
Cuando ya terminábamos de leer Intemperie y Memo­
rial (este último un abismado poema transparente que
habla desde el revés de la elocuencia, sobre las preca­
rias ilusiones que imponen los días, sobre el duro trato
con poderes de recompensa difícil pero llameante), nos
llegaron unas hojas copiadas a máquina que habían em­
pezado a pasar de mano en mano entre estudiantes uni­
versitarios. Las fotocopias se multiplicaron. En la dedica­
toria de Una isla se leía que esas páginas eran anteriores
a 1958, previas por lo tanto a la poesía conocida de
Cadenas. En la primera hoja se lee: "Vengo de un reino
extraño,/vengo de una isla iluminada,/vengo de los ojos
de una mujer./Desciendo por el día, pesadamente./Músi-
ca perdida me acompaña./Una pupila/cargadora de fru-
tos/abandonados/se adentra/en lo que ve./Mi fortaleza,/
mi última línea,/mi frontera con el vacío/ha caído hoy”.
El amor y su círculo de plenitud y ausencia recorren
Una isla. Pero si este recorrido es de inevitable fuerza
como la sed, el otro que deambula el poema es el exilio,
y su áspera mano que no se aparta. La dictadura que
cesó entre nosotros en 1958 (no la de un hombre, sino
la de parte privilegiada de un pueblo contra el resto
de un pueblo sin defensa) llevó al poeta, entre muchos,
al destierro. La isla de Trinidad lo recibió con el caute­
rio de una fiesta vegetal, pero el exilio es una sombra,
y ciertos recuerdos no tienen amanecer: "(A un tortura­
dor) Rostros deben andar por su café, por las mil ca­
lles de su bar de llanto, por el humo de su cigarrillo./
Han de buscarlo voces, perseguirlo por las frías carrete­
ras./¡Cuántas puertas no rompió vestido de hom bre!/Ig­
noro cómo halló tanta tiniebla para vencer la nube de
ojos fijos, zumbante./Cerrojos, un paisaje insomne que
habla para él”.
30
La metáfora de Una isla no es la del apartado por
soberbia, solo de corazón. Más bien la soledad de quien
no sólo aguarda sino asedia los lazos sin trampas de la
genuina solidaridad, mientras " . . . una claridad sin qui­
mera se insinúa, lenta. . la de una luz esforzada, abierta
terriblemente.

31
APAGAR EL SOL EN OTROS HOMBRES

De las tierras mezquinas nacen a veces aguas de rara


claridad, murmurantes de un sueño que la sabiduría va
manando, desde abajo en la luz de raíces nocturnas. Nues­
tra época es esa tierra (su mezquindad es la intoleran­
cia, el zarpazo masivo de la muerte mecánica, la asfixia
progresiva de verdades elementales) y en cuanto al agua
de claridad, habría que hablar de algunas ideas que se
abren paso a pesar de la confusión (conducta oscura de
los caminos que ignoran dónde ir), ideas que sobresalen
al término de esa red de raíces del espíritu en su movi­
miento perplejo, inquisitivo, desvariador. Sin más énfa­
sis, hablemos por ejemplo de David Herbert Lawrence,
un poeta que se deslizó entre siglo y siglo y que en 1930
cesó de atarearse sobre sus días, esos pocos días que la
naturaleza se concede así como soñando, despertándose
de todo lo viviente con seguro, secreto sigilo.
Si la región minera de Inglaterra fuera pródiga en ar­
tistas, en poetas, en cultivadores de pensamiento desinte­
resado, probablemente Lawrence destacaría con cierta in­
tensidad dentro del conjunto. Pero he aquí que esa región
de aullantes minas siempre nocturnas no precisamente es­
timula el pensamiento desinteresado, y sí el rigor espeso
de una estrechez de muchas horas (siempre demasiadas)
socavando la tierra, y sí los labios apagados y un silencio
de fiebre comiéndose los labios desde adentro (la indus­
tria humana se alimenta, como el lobo del aforismo latino,
de la carne de otros hombres). De modo pues que a un
Lawrence hijo de mineros le viene la poesía desde para­
jes tan ásperamente minerales, y esto es un salto de agua
desde las grietas de un volcán. La aspiración de espacios
abiertos, tan fervorosamente lawrenciana, sería el reverso
compensador a la severidad de su nacimiento.
Obrero fabril, maestro, desasosegado andariego, Law­
rence también hundió las manos en la tierra, pero las
32
demoró en la paciencia de la semilla, lentas en la avidez
del crecimiento fértil, sustancioso, solar. En pie de gue­
rra contra el maquinismo, Lawrence se rebeló amistán­
dose con la vida natural, hijo esta vez de los antiguos
dioses vegetales, ebrio en el entusiasmo del cuerpo, en
la fluidez de todo lo cálidamente viviente. Una salud
minada convertía esa entrega en exaltación febril, y se
opuso a su debilidad tanto como rechazaba en el mundo
la impostura, el eco falso de los valores huecos, el apre­
tado convencionalismo social, las humillaciones minucio­
sas que tan aplicadamente se impone a sí misma la especie.
De su obra literaria la crítica ha destacado sobre todo
la narrativa, los cuentos y novelas donde unos persona­
jes se dedican a reconocerse con pasión en los otros,
ignorándose a su vez en el misterio de sus emociones,
recorriéndose oscura, filosamente; de entre ellos, sólo los
que se abandonan a lo que Lawrence llama el fuego de
la vida merecen su demorada dedicación. De su poesía
los comentadores hablan poco y mal. Es torpe, dicen,
allí las palabras siguen un curso errátil, cargando las ideas
demasiado a flote, inoportunas. Pero tal vez en eso esté
su fuerza, la arremetida desnuda contra las demasiado evi­
dentes miserias del comercio humano. Rafael Cadenas, que
ha traducido hace poco muchos de los poemas de Law­
rence (pensamientos, cuadernos de la Gobernación), nos
da ocasión para una lectura intensa, transparente, como
una marea claramente cubriéndonos de inmediatas, des­
conocidas verdades. Así nos dice Lawrence: "Sólo es in­
moral estar muerto-vivo, con el sol extinto en nosotros
y atareados apagando el sol en otros hombres”. Apagan­
do el sol en otros hombres: aquí tenemos una actividad
continua y de popular aplicación, la más popular de
todas, y que explica el mecanismo fundamental de la
sociedad, la humana, por supuesto, pues la animal está
magníficamente ocupada en la implacable armonía de
sus necesidades, impidiéndose la destrucción sin creación,
los ciclos estériles hacia donde pareciera repetirse el mun­
do. Hacer las paces con la tierra y su sed, darle su parte
al animal que nos respira, he aquí una tregua sin de­
mora, el pacto que a nadie pudiera humillar. Por ver­
güenza de lo animal devenimos en inhumanos; por orgullo
33
de lo humano desdeñamos el infinito, el agua oscura y
fluyente del universo, hermana de las pasiones de ge­
nerosa y secreta libertad.

34
RAMOS SUCRE, EL AUN DESCONOCIDO

Los pueblos suelen dar indiferencia y olvido (dos pa­


labras de idéntica niebla) a quienes no saben figurar las
señas de su rostro, destacar las líneas de su mano en el
tiempo, de su curso en la historia, su lugar entre las
sociedades. Héroes y artistas comparten este compromiso
de revelación cultural, social, y los pueblos compensan
esas vigilias de destino, de identidad, confirmándolas en
e! recuerdo o fulminándolas en el abandono. La eviden­
cia de todavía acercarnos a un trabajo poético como el
de Ramos Sucre, es síntoma de la todavía vigente suge­
rencia de su obra, aún desconocida y compleja, aún mis­
teriosa y de explicación paradójica y elusiva. Se discute
entre nosotros la eficacia de la poesía de Ramos Sucre:
es extraña y difícil y evade la expresión de las circuns­
tancias de su pueblo, de su época, arguyen los escépti­
cos del poeta. La familiaridad y sencillez de las formas
artísticas no son virtudes únicas y excluyentes para apre­
ciar una obra. También; y hasta preferentemente, la ex-
trañeza y la dificultad son desafíos constantes, renova­
dos, en la consideración del arte. Además, se ignora que
la expresión de una época o una comunidad específica
no supone desinterés hacia otras épocas o comunidades,
y, en suma, hacia lo humano genérico, sucesivamente con­
templado en varios tiempos y diversos espacios. El argu­
mento de que lo particular expresa lo universal no inva­
lida la proposición contraria. Si se pensara que el Shakes­
peare de Timón de Atenas o el Moro de Venecia no
es menos inglés que el dramático historiador de la san­
grienta genealogía de reyes de Britania, no se argumen­
tara esa "evasión” contra Ramos Sucre. Quien vivió el
tiempo de bárbara autocracia del gomecismo (tiempo sos­
pechosamente celebrado por algunos últimamente) no po­
día menos que, en el caso de fijar mediante un lenguaje
sensible esa experiencia, imaginar situaciones atroces, vi­
vificados en escenas de esclavitud, suplicios, mutilaciones
35
y tormentos. Una respuesta de sensibilidad y sabiduría
fue la de Ramos Sucre, no una fuga fantasiosa, asimismo
como la respuesta posible fue sometida en prisiones no
menos atroces a las imaginadas por el poeta. A la hora
de las inmolaciones, y cuando se trata de la dignidad hu­
mana, se igualan las acciones públicas a las privadas,
sobre todo cuando solitaria y solidariamente la imagina­
ción poética encara las violaciones a esa dignidad. Hablar
de los métodos despiadados de un emperador de China
o de la indigencia de los nómadas en el desierto, dice
tanto acerca de la vida nacional como no dice nada la
enumeración paternal de las cosas vernáculas, no preci­
samente reveladoras por fuerza de su sola mención. Vin­
culados a la cultura del mundo, por vía de la cultura
occidental, no podemos borrar esa herencia en beneficio
de una identidad que no sobrepase los límites de nuestra
geografía, identidad, por otra parte, tantas veces adulte­
rada por agencia del lugar común, la superficialidad y
el manoseo mercantilista. Ramos Sucre nos ilumina y nos
da sitio en esa trama vertiginosa de la historia y la con­
dición humana. Nos hace ver que el dolor o la felicidad
de gentes remotas en tiempos distantes no difiere en
esencia de las alegrías o desdichas que nuestra circuns­
tancia hace posibles. Algunas líneas de uno de sus poe­
mas, Elogio de la Soledad, nos muestran a alguien que
vivió y avanzó contra la indiferencia ante la propia pre­
cariedad, contra el olvido de la propia contigencia, esas
dos nieblas que mortifican la memoria de los pueblos:
. .La indiferencia no mancilla mi vida solitaria; los
dolores pasados y presentes me conmueven. .. me lasti­
ma la melancolía invencible de las razas vencidas. Los
hombres cautivos de la barbarie musulmana, los judíos
perseguidos en Rusia, los miserables hacinados en la
noche. . . son mis hermanos y los amo. Tomo el perió­
dico, no como el rentista para tener noticias de su for­
tuna, sino para tener noticias de mi familia, que es
toda la humanidad. ..

36
AMANECER DE LAS ISLAS

El sol de la Guadalupe y la Martinica comienza a


madurar hacia un largo amanecer. Ha sido tan esperado
por siglos, tan brutalmente retenido por la sangre de la
noche colonial, que cuando se levante sobre las vegeta­
ciones del rocío y la marea sin sueño lo hará con ojos
de resplandor rojizo, con piel de algas muy sedientas, con
manos heridas por la sombra y un grito decidido en lu­
gar de la voz, porque ese sol aún no germina, porque
ese sol ha vivido demasiado al amparo de las humilla­
ciones.
Las islas de las Antillas francesas se rebelan otra vez.
Demandan justicia, demandan independencia, demandan
la única paz que su historia de fuego se merece: el re­
tiro de los colonos con su altanería, sus privilegios, sus
leyes. No pueden menos que reclamar lo que les perte­
nece por virtud del sufrimiento: una tierra padecida
palmo a palmo y que han labrado entre huracanes con
la recompensa de la miseria.
Pero la historia se remonta demasiados años antes (el
tiempo de la opresión dura demasiado siempre) cuando
soldados europeos penetraron a saco las culturas de oro
y marfil del Africa Negra. Tú, negro, cállate. Tú, negro,
apártate. Tú, negro, busca el estiércol de donde vienes y
lame las botas que te patean. Nada más que la conse­
cuencia criminal de cerebros podridos por prejuicios im­
béciles. Tierras de agua y esplendores solares visitadas
por el saqueo, la matanza, el sometimiento. Detrás ven­
drían el rapaz, el goloso de minerías fértiles, el traficante
que ha dejado en las ciudades de nieve los pudores de
la conciencia. ¿Civilización, hospitales, escuelas? ¿Por qué
no más bien los cofres repletos y el escupitajo envene­
nado, las joyas recientes de sangre esclava y la estela
gloriosa de enfermedades sin remedio? ¿Pruebas? To­
das las que el asco pueda soportar. Pero entendámonos, de
bárbaro a bárbaro: ningún silogismo civilizatorio fun­
37
dado en el asesinato y el esclavismo puede ser justificado
moralmente. Aunque alto, no nos apresuremos. Lo que se
condena aquí no es el genio espiritual de Europa ni la
grandeza laboriosamente demostrada de sus pueblos. Lo
que se condena aquí es que en nombre de ese genio es­
piritual y esa grandeza se haya vapuleado de raíz el ge­
nio espiritual y social de otros pueblos (no te despier­
tes, Asia, no recuerdes, América), y se insista todavía
en corregir y apuntalar su suerte. Se argumentará que
no son aptos, que un dictador rojo y sombrío sucederá
con el terror los organizados departamentos ultramarinos
franceses. "Libertad. Igualdad. Fraternidad”. Quienes crea­
ron este supremo apotegma no encubrirían el interés im­
perial de protección paternalista, ¿verdad, Robespierre?
No, señores. Hombres negros que han heredado una
historia donde la inocencia y el crimen se han abrazado
hasta avergonzar de abyección la naturaleza humana, hom­
bres negros a quienes ha sido impuesto el color del des­
precio, el acorralamiento de la bestia, el estigma de raza
sin dignidad para el orgullo, la belleza y la vida, aguar­
dan ahora de pie desde el estremecimiento de sus cuer­
pos de poderosa, oscura tierra, aguardan ahora de pie
desde el sudor de luna de sus fatigas, desde la lluvia salo­
bre de sus sueños, aguardan ahora de pie.

38
LAS PALABRAS VERDADERAS

Resulta elocuente ver cómo los últimos tiempos han


ido golpeando poco a poco ciertos excesos del lenguaje,
de la elocuencia: su jadeo repetido es síntoma más de
ineptitud que de fatiga. La palabra de ostentación retó­
rica ha ido doblando las rodillas. Ante ese cuerpo pe­
sado, convincente sólo por su volumen estéril, queda la
actitud del hombre de la fábula, sensible pero necesitado,
que pidió alimento y le ofrecieron cultivos de jardine­
ría. Son hermosas las flores, dijo, pero no sirven para
comer. Porque se trata aquí de alimento: no ya el lujo
de un comercio verbal de superficie, sino el trámite in­
tenso, demorado, con palabras que nos digan por fin el
nombre justo de las cosas: nombre del pan, nombre del
vino, nombre de la mentira, nombre de la verdad. Pues
las palabras, como las personas, suelen dejarse seducir
por las máscaras. Y así tenemos que muchas veces la
mentira adquiere matices atenuantes, gradaciones que
la conveniencia reduce a colores inofensivos, cuando en
verdad su auténtico rostro es mortal.
Cuestión de palabras, se dice a veces, cuando debiera
decirse cuestión de palabras inapropiadas, confusas, en­
cubridoras, falsas, hipócritas, solapadas, evasivas, cobardes,
términos todos que convierten lo impreciso en exacto, con
la salvedad de que para ejercer esta operación se impone
como necesaria una pequeña exigencia: valentía. Tan de
valientes es el acto heroico como la palabra verdadera,
actitudes, es imperativo decirlo, no todo lo frecuente que
se pudiera desear. ¿Quién se atrevería a predicar siempre
la verdad? Es sabido que algunos lo hacen: los niños, los
locos, algunos sabios extravagantes, y si quien lo hiciese
no fuese tal, se le tomaría por tal, quedando la verdad
que predica desautorizada por irresponsable. De algún
modo hace falta entonces esta clase de irresponsabilidad.
El aforismo que nos advierte que quiere hechos y no
palabras no excluye las palabras, más bien las pone aler­
39
tas: el lenguaje es el acto (hecho) humano distintivo,
sobresaliente de la especie. Así, tanto vale una palabra
fraudulenta como un hecho fraudulento. Más aún, en la
mayoría de los casos van juntos: el embaucador comienza
por adulterar el lenguaje para confundir el oído que lo
escucha; luego procede a ilusionar la mirada. De lo cual
se concluye que virtud mayor hay en el buen oído que
en la buena vista; entonces, mejor ser engañados por
los ojos que por las orejas, aunque mejor aún no dejarse
engañar de ninguna manera.
Si los políticos quisieran notoriamente persuadir, apren­
derían a estrechar la distancia que va del corazón a las
palabras. Para ello, es obvio advertirlo, sería necesario
disponer de corazón. .. En vez de lecciones de elocuen­
cia, seguirían lecciones de silencio: las pausas indicarían
el grado de sinceridad del discurso, pues la verdad no
requiere de muchas palabras. El día en el cual se ins­
taure la palabra cordial (del corazón) como trámite so­
cial, la vida pública será menos pública y más privada de
parloteos interminables; estos últimos son sobre todo
peligrosos cuando se disfrazan de gravedad.
El país venezolano gusta en especial de las palabras
(herencia sonoramente hispánica), pero exige de ellas
el gusto picante, cargado de alusiones y entredichos, con
malicia que dice mucho apenas con poco. . . De allí el
desconcierto que le provoca el habla abundante, derro­
che al que considera, con asombro ingenuo, como atri­
buto de una facultad superior de la inteligencia, y por
tanto de la honestidad. Sería de sobra deseable que esta
situación cambiase. La salud y la madurez de un pueblo
toman cuerpo preciso en su lenguaje, en el oído y la
boca que se interciamban signos significativos, y cuando
se enrarece ese intercam bio... Se impondría entonces la
necesidad no de "más hechos y no palabras”, sino de
tomar las palabras como un hecho, como un acto en sí
mismo decisivo, como un riesgo. Pero tal vez sea pedir
demasiado: nos amenazaría un silencio devorador. Como
quiera que sea, seguiremos hablando: ¿Quién podría de­
tener el atributo siempre asombroso del lenguaje? No
estaría de más, sin embargo, mensurar sus excesos. Aquí
cabría el aforismo de Blake: "Nunca sabrás lo que es
40
suficiente a menos que sepas Jo que es más que sufi­
ciente”. Es probable que nuestro tiempo sea, y no sólo
a propósito del lenguaje, el tiempo de la suficiencia.

41
ROTACION DE LOS DIAS

Cierta estética de mercaderes quiere valorar el arte con


el criterio de un establecimiento de pesas y medidas. La
cantidad, en este caso, suple la calidad. Según esa con­
cepción, una obra adquirirá importancia de acuerdo al
espacio que interrumpa con su presencia: Lo monumen­
tal desplaza lo fundamental. N o es de ignorar la eficacia
artística de obras descomunales. Ellas obedecen a un es­
píritu de grandeza, usualmente heroico, que insiste per­
durar en el entusiasmo de la piedra, el mármol, o cual­
quier otro material resistente a los cambios del tiempo.
Pero quizá lo permanente no sea el signo de lo humano.
Las metáforas de movilidad, fluencia, fragilidad, se co­
rresponden a veces mejor con nuestra condición que las
duras cosas en las cuales buscamos sustraernos al olvido.
Así, la choza de palma y bahareque de nuestros indíge­
nas, o de los antiguos viajeros japoneses, con su precaria
techumbre y su vehemente amistad a la intemperie, re­
sulta ser un símbolo antropológico más vigorosos que
las columnas del Partenón, derrotadas, por otra parte,
por unas cuantas centurias de lluvia y viento, y de indus­
tria guerrera de pueblos sucesivos.
Nuestros indios Piaroas, por ejemplo, conservan toda­
vía ese sentido de la expresión escueta, hecha de mate­
rias cercanas, dúctiles, giradoras, propicias a rotaciones de
los días y sus cambios: "Si tú m e miras, soy como la ma­
riposa roja; si me hablas, soy el perro que escucha. Si
me amas, soy la flor que se entibia entre tu pelo. Pero
si me rechazas, soy como una canoa vacía, que se va
río abajo, a romperse en la roca”. Palabras menos con­
tenidas e intensas supondrían el silencio de la emoción
amorosa, la cual tiende casi siempre a la abundancia, a
la desmesura verbal.
Otras gentes que hablaron lacónicamente fueron los
poetas viajeros del Japón. Basho, en el siglo XVII, es­
cribió: "Bajo las abiertas campánulas, comemos nuestra
42
comida, nosotros que sólo somos hambres”. La rápida
revelación de la infatuación humana frente a la maravilla
natural, queda fulminada en esas líneas. El monje Saigo,
el errante, dijo en un poema: "Aquí, tan lejos, en este
abrigo entre las rocas; aquí, viviendo solo; aquí, donde
nadie puede verme, pensaré en cosas sencillas”. Unas po­
cas frases, y un estado de espíritu tan verdadero y ele­
mental como las piedras donde se refugia encuentra diá­
fana comunicación. Tal vez nuestro tiempo exija una
vuelta al hablar entre dientes, al trazo casual, al hábito
mesurado. Después de siglos de generosos excesos, hemos
perdido los significados. ¿Quién y cómo garantizaría lo con­
trario?

43
LA PESADILLA DE BORGES

No es fácil sustraerse de las irónicas, escandalosas, e


infames declaraciones del escritor Jorge Luis Borges. Lo
de infame viene irresistiblemente sugerido por el propio
Borges, quien en su libro Historia universal de la infa­
mia, se entretuvo en biografiar a personajes de curiosa
perversidad, insistente y sangrienta, sobre todo por la
consecuencia de cadáveres que provocaban. En el caso de
Borges, el mismo no es agente de infamias (que con
lamentable claridad deben llamarse masacres, torturas,
asesinatos), sino que más bien se ha dedicado a cele­
brarlas.
Mientras Pablo Neruda, poeta y comunista, se resistió
a propiciar la violencia ante el inminente golpe fascista
en su país, Borges se ha convertido en un dócil vocero
de los procedimientos brutales del gobierno de Chile.
Hasta la nieve de Alaska ha enrojecido de vergüenza
ante el nazismo a la chilena. (Su poder de contagio, es
indudable, corre como la pólvora; veáse si no la situación
de los otros países australes).
Poco antes de su muerte Neruda escribió, como ante
una ráfaga de presentimientos: "Que no maten los ma­
los a los buenos/ ni tampoco los buenos a los malos./
Soy un poeta sin ningún precepto/ pero digo, sin lástima
y sin pena:/ No hay asesinato bueno en mi concepto”.
En el concepto de Borges, al parecer, sí hay asesinatos
buenos. En esto coincide con su admirado Leopoldo Lu-
gones, de quien Ramos Sucre dijo en 1926: "Lugones ve
en el hombre la fiera sefiuda y egoísta. . . Llega por
este mismo camino a identificar el derecho con su cum­
plimiento o con la fuerza, olvidando que la noción pri­
mitiva de la justicia nace de la simpatía. Nos sentimos
amenazados al presenciar el agravio a nuestro hermano”.
La obra literaria de Borges (y sin ningún sin embargo)
está fuera de discusión. Sus elogios al coraje, a cierta
ciega valentía, a las virtudes desafiantes de compadritos
y otros marginales, no acobarda, ni con mucho, la digni­
dad humana. Lo demás es su intrincado juego imagina­
tivo: La magia del tiempo, el albedrío que rueda como
un manojo de cartas ante la casualidad; la belleza como
regalo inmortal; la mortalidad como un espejo que mul­
tiplica nuestra pobreza. Sus temas y su estilo poseen el
prestigio de lo clásico, que él ha tomado, con genio per­
sonal, de fuentes anodanantes: remotos libros orientales,
Poe, Rubén Darío, de l’Isle-Adam, Marcel Schwob, K af­
ka, imprevisibles narradores in gleses.. . Borges mismo.
En un millar de entrevistas, con solapada humildad, Bor­
ges lo ha confirmado. Los fanáticos (oh los fanáticos)
borgianos (o borgescos) quieren, con arrobada admira­
ción, un Borges autosuficiente. Pero él insiste en declarar
que su talento es sobre todo formal, idiomàtico, como
el de muchos grandes escritores. Llega a hablar, incluso,
como Paul Valéry, de un único autor repartido peregri­
namente entre muchas manos y muchas lenguas. (Entre
nosotros, Ramos Sucre prefiguraría a Borges, aunque éste
no se haya dado cuenta todavía).
En sus últimas declaraciones Borges toma por blanco,
esta vez, la lengua y las literaturas del ámbito castellano.
Con pruebas de caprichosa arbitrariedad, declara la po­
breza irremediable de la ya milenaria lengua originada
en España. Una palabrita-, pesadilla, y la aceptación doble
de dormir y soñar, le bastan para desmoronar la efica­
cia de la lengua. Toda lengua, dice Chomsky (creador
de la lingüística contemporánea), tiene un límite infi­
nito de autogeneración. Borges lo sabe, y no quiere, aho­
ra, servirse de ello.
Basta en nuestro idioma tomar una raíz sustantiva o
verbal y crear así nuevos verbos y sustantivos. Es como un
juego para los que gustan de neologismos. Nosotros, po­
bres hablantes del castellano, podríamos imaginar una
inofensiva venganza contra la ironía de Borges: crear
para él una imaginaria eternidad en forma de biblioteca
y condenarlo para siempre a la lectura de libros en nues­
tro idioma. Allí se vería obligado a repetir, una por una,
sin término, las coplas de Jorge Manrique; a memorizar,
sin error, las serranillas del Marqués de Santillana; a
paladear los húmedos versos, que para él serían de hielo,
de Garcilaso; a copiar catorce veces (que significa infi-

45
nitas veces) estos versos de Rubén Darío: "Tú que es­
tás la barba en la mano,/meditabundo/¿has dejado pa­
sar/h erm an o/la flor del mundo?”.

Junio, 1977

46
ELOCUENCIA Y VERDAD

Las relaciones entre palabra y silencio, elocuencia y


verdad, han demorado en todo tiempo, y en arduas ca­
vilaciones, a muchos hombres, y la respuesta íinal a esta
interrogación (de creerse en certezas o en soluciones últi­
mas) vendría dada por la constatación real de que lo
verdadero pudiera transmitirse, o al contrario, todo in­
tento del lenguaje guarda en sí una dosis de incomuni­
cación, de verdad escamoteada.
Para las grandes experiencias del espíritu parece no
haber palabras, según confiesan exaltados y visionarios, y
ya Juan de la Cruz habló, a propósito de su trato con lo
trascendente de " . . . un no se qué que quedan balbu­
ciendo” las criaturas de la naturaleza. En la ágoras grie­
gas solían reunirse oradores y poetas y de esos encuen­
tros verbales la muchedumbre deducía el testimonio de
su identidad histórica y cultural, celebrando a los agra­
ciados por la elocuencia. La mayéutica socrática, sin em­
bargo (provocar el conocimiento con preguntas metó­
dicas) no pudo soslayar el rigor de los jueces y el vie­
jo instigador aceptó el mutismo inmemorial. Los libros
sagrados de oriente recogen con generosidad esta preocu­
pación. En el legendario Tao Te King Lao-Tse senten­
ció: "Las palabras no denotan sabiduría/La sabiduría no
se encierra en palabras”. Así, una verdadera comunica­
ción con la realidad se efectuaría a través, y a pesar, de
los nombres genéricos o particulares que la designan. Es­
pejismos de cosas, las palabras enmascaran el rostro del
universo y nos apartan en su esencial configuración. Se­
ñalar el aire con el vocablo "aire” nos indispone con su
transparencia. El aire seguirá por ahí, desenvuelto, y no­
sotros quedaremos afuera de su vuelo con un fantasma
silábico pasándonos vanamente. Lo que permite al hom­
bre relacionarse con el mundo, paradójicamente, lo dis­
tancia de él. Un mundo sin palabras sería idéntico y to­
tal, informe y vasto, como una noche anclada en un

Al
banco de brumas. Al nombrar, separamos, le damos sitio
a cada cosa, organizamos la confusa diversidad. Pero
también erramos al creer que en un nombre nos viene
su íntima identidad. Resignados a esta suerte, la realidad
nos cerca y la perdemos, nombrándola, en vez de pro­
mover un encuentro verídico, permaneciendo junto a
ella sin hablar. Timón de Atenas, en la versión de Sha­
kespeare, injuria a los traidores que mermaron sus arcas
y luego lo abandonaron. Insultos y blasfemias llenaron los
espacios por donde atravesaba. Al final, junto a sí mismo,
optó por el silencio, la prédica interior, la reflexión
callada. Juzgaron locura o debilidad su aire distraído,
su soliloquio intenso, su desvelo incompartible. Parece
ser que en los murmullos, o en las ruinas de murmullos,
algunos reconocen la plenitud de la verdad, la de relacio­
narse armónicamente con lo diverso. A veces, imponer,
o imponerse silencio, conviene a un trato auténtico con
el mundo.
LOS RABIOSOS DIAS DE DYLAN THOMAS

H ijo marino del oleaje, tal es el significado que los


galeses (al oeste de Inglaterra) otorgan a la palabra
Dylan, sílaba de prestigio céltico y que ellos gustan pro­
nunciar Dullan. Alguien de ese nombre, y de apellido
Thomas, propuso a la poesía (al lenguaje de las cosas
vastamente humanas) el susurro y el trueno de la ma­
rea de sus días, que no otra cosa puede decirse del andar
brillante y nocturno y sorpresivamente agitado de este
poeta. Sucintamente, Dylan nació el año 14 de este si­
glo (lo cual, en su caso, indica un infalible instinto de
fatalidad, aunque probablemente en otro siglo le hubiera
ido igual) y a los 20 años le dio un golpe de estrellas
(vamos a decirlo así) a la insular y domada poesía in­
glesa. Caso singular, sus dieciocho poemas iniciales traen
ya el hechizo aparentemente desordenado y de gran ple­
nitud verbal que habría de cumplir su poesía posterior.
Colabora entonces en la prensa, va de Swensea (gales)
a Londres, se relaciona,, crea expectativa, adherencias,
enemistades, y a la par que escribe rabiosamente, con
sigilo desaforado, poemas de cósmica intensidad, empieza
a ejercitarse en un oficio devastador: la embriaguez más
o menos escandalosa, la fiebre de noches en claro en sue­
ños de brazos delirantes, el temblor de adentro que sur­
gía llevándoselo en un estallido. Años después, los ami­
gos constatarían la sobria lucidez de su mano cuando es­
cribía, y escribió mucho, pero, con todo, la leyenda ne­
gra alcohólica del poeta de Swansea adquirió vida inde­
pendiente, hasta el punto de que Giovanni Papini llegó
a calificar su poesía de "obra de un borracho irrespon­
sable”. Algo terriblemente oscuro y de fuerza primaria
hubo de jalonar su vida hacia el desastre, permitiéndole
a la vez la creación de una obra quemante, nutrida en
materia de luminosa y extraña pureza, como las piedras
de volcán ciegamente hacia el lecho de una corriente.
Muy caro precio el de esta poesía, excesivo detonante.

49
Como prueba de la autenticidad de sus visiones, es des­
mesurada. Al parecer, Dylan comprobó una discordia
irredimible entre el hombre y el universo, entre las po­
tencias de la naturaleza y el orden de vida histórica, so­
cial, y quiso fulminar esa diferencia elevando a irradia­
ciones estelares las profundas razones de la sangre, pro­
moviendo lo humano a una pertenencia más vasta, atada
como raíces en la tierra pero moviéndose entre enran­
cias de esplendor solar. La tensión de este esfuerzo lo
desbordó: el final llegó rápido y en una cama de hos­
pital, en Nueva York, aflojó los músculos y los huesos
al arrebato del delirium tremens. Tenía 39 años. Había
burlado la vigilancia de una mujer que lo amaba y en
un bar próximo le había hecho homenaje profundo a
18 whiskis seguidos. "Creo que es un buen record”, dijo,
y cayó derribado. Su esposa, Caitlin, que lo admiraba
como poeta y lo despreciaba como hombre, preguntó al
saber su agonía: "¿Todavía está viva la bestia sangrien­
ta?”. Pero al saber su muerte, y mientras bajaba el as­
censor del hospital, saltó sorpresivamente sobre una mon­
ja y le desgarró una oreja. Misterios de la pasión. En
un poema, Dylan Thomas escribió: " . . .N o para el orgu­
lloso distante escribo en estas páginas de rocío marino
desde la rabiosa luna, ni para los muertos encumbrados
con sus ruiseñores y salmos, sino para los amantes, que
estrechan en sus brazos el dolor de las edades, y que
no pagan con elogios o salarios y no les importa para
nada mi oficio o mi arte”.

50
VIDA Y POESIA

La guerra es un lugar extraña donde hombres des­


conocidos se despiden para siempre. En cuanto a saber
por qué, probablemente una bocanada de fango le cen­
sure la boca a los soldados en el momento de un pro­
bable conocimiento. Nuestra época, tanto como las otras,
posee un gusto masivo por la aniquilación. Ahora bien,
como en tantas otras cosas, nuestra época se ha esmerado
en tecnificar el procedimiento.
Nadie recuerda ya, con memoria humana, las veces que
el siglo ha insistido en despoblarse en campos de batalla,
emboscadas anónimas, campos de concentración. Quedan,
claro, las estadísticas, pero allí todo es aséptico — de mo­
ral esterilizada, queremos decir— , y los números dan
siempre la impresión de mínimos dibujos sobre la página
en blanco, inocentes en su progresión. Algo más que
números exige el recuerdo de la muerte por torturas, ma­
sacres, precisas bombas imperturbables. Quizás algo de
esa fiesta de ceniza quede en los muros, en las ciudades
derribadas como por el viento de los siglos, aunque ape­
nas hayan sido edificadas para la destrucción unas dé­
cadas atrás. Quizás en las palabras de algún testigo grave
todavía sople el humo, los gritos, el silencio de los que
aprenden a morir así como vivieron: sin otra elección
que la de abrir los ojos y cerrarlos, como ante una visión
blanca que se oscurece.
Guillaume Apollinaire, un poeta francés quemado en
la pólvora de 1914, escribió sobre una noche de la gue­
rra: "Noche que gritaba como una mujer en trance de
parto. Noche de los hombres solamente”. Apollinaire
había participado en la contienda como artillero; esa no­
che de la que habla lo había rodeado en los últimos días
de la guerra. Su participación inicial había sido, extraña­
mente, de entusiasmo. Luego de haber visto cara a cara
> las muecas del aquelarre devastador, pudo el poeta ex-

51
presar el horror y el vacío apoderándose de las trinche­
ras, desalojando en los cuerpos una pequeña llama de res­
piración, cuando no los cuerpos mismos.
Al comienzo de la contienda Apollinaire había escrito:
"Qué hermosos son esos cohetes que iluminan la no­
che. . . Semejan damas que bailan”. Poco después su
imaginación no agregaría colores a ese espectáculo de
escombros: "La noche desciende como una humareda
aplastada/ Estoy triste esta noche que el seco frío vuelve
triste/ Los soldados cantan aún antes de volver a subir/
La noche desciende como un arrodillamiento/ Y los que
morirán mañana se arrodillan/ Humildemente/ La som­
bra es dulce sobre la nieve/ La noche desciende sin son­
reír/ Sombra de los tiempos que precede y persigue al
futuro”.
El siglo X X , heredero afable del optimismo positivista,
encontró en 1918 que la adhesión incondicional a la má­
quina no había hecho sino perfeccionar la muerte. Al com­
bate cuerpo a cuerpo — del cual algún sangriento humo­
rista pudiera decir que al menos tenía el mérito de lo
artesanal— la cruel ingenuidad tecnológica opuso el com­
bate a distancia, parapeteados los contrincantes en trinche­
ras que los obuses pulverizaban. Como no hay ninguna
victoria en ocuparse de la muerte masiva del hierro aéreo,
Apollinaire se ocupó entonces de otra cosa. Con un puño
enfundado en la chaqueta militar y el otro afiebrado sobre
páginas de blanco fervor, el poeta evocó las imágenes de
unos labios en el verano, bocas de Lou y de Madeleine y
Marie Laurencin frescas bajo la luz y los deseos, cuerpos
espléndidos que no se apagaban en la memoria: "Qué otra
cosa puedo hacer sino cantar hoy esta adorable vegetación
del universo que eres tú Madeleine/ Qué otra cosa puedo
hacer sino cantar sus bosques yo que vivo en el bosque”.
Rodeado por la muerte, Apollinaire rescató las fuerzas
vivificantes que le recordaba su sangre, más fiel que la
metralla y la destrucción. Bien vemos que al menos parte
de la naturaleza humana no se entrega a las sombras sin
una insistencia en la claridad.

52
EL GESTO VERDADERO

Un día de comienzos de 1939 un viejo inglés (o mejor,


irlandés) arriba a una de las tantas respiraciones vegeta­
les del sur de Francia y decide que ese paisaje le gusta
definitivamente. El hotel donde se hospeda le ofrece un
ventanal amistoso, lavado por el aire, y la luz no es su
menor generosidad. Está próximo a cumplir los 74 años,
aunque su cuerpo no le ofrecería ya sino unas pocas ma­
ñanas, unas pocas noches que momentáneamente lo apar­
tarían de la vigilia, se encuentra fatigado, no sólo de los
ajetreos de su vida, intensamente fértil. Se resiente sobre
todo de su memoria, especie de máquina devoradora y re­
currente, tiranía de imágenes que intenta apartar con uno
de sus gestos decisivos: el manotazo limpio y aristocrático,
cargado de convicción y elocuente desprecio. Pero no se
atreve. La contención priva sobre la violencia. Durante
años ha elegido las palabras como sucedáneas de su tem­
peramento, y las ha manejado con filosa paciencia, más
tajantemente que cualquiera, con más amor y con más
furia. Se llama William Butler Yeats y dentro de poco se
aplacará el esfuerzo en su corazón, sus indecisiones, su
imagen grande de Irlanda, sus sueños que circulan un orbe
intenso.
Pocos años atrás, en la edad mayoritaria de vencimien­
to sensual del cuerpo, Yeats escucha todavía el galope sin
sombra de su sangre, su sed despierta: "¿Cómo podría yo,
estando ahí esa muchacha, jijar mi atención en la política
romana, rusa o española? Aunque aquí se encuentra un
hombre de muchos viajes, conocedor de lo que habla, y
allí un político que ha pensado y leído (y tal vez sea cier­
to cuanto dice acerca de guerras y alarmas de guerra), sin
embargo ¡si juera nuevamente joven y la estrechara entre
mis brazos! (Política, en Ultimos poemas).
Pero Yeats no manejó siempre esta desnudez expresi­
va. Anclado antes en los melodiosos ritmos de una imagi­
nación y sensibilidad evasiva y nostálgica, el joven Yeats

53
se había consagrado a la celebración de divinidades célti­
camente personales y de paisajes sosegados y compensato­
rios. En un poema de 1893 (del libro La Rosa) Yeats
insiste en huir hacia una isla rústica, atendido por un
lago con la visita de manantiales: "Hallaría allí paz, por­
que la paz se viertedesde el romper del día hasta el canto
del grillo; allí brilla la noche y el cénit es de púrpura y
la tarde está llena de alas de jilgu eros.. . ” La realidad de
su país (ya tanto como ahora) si bien no convirtió a Yeats
en un fanático nacionalista, sí lo sacudió con sus encuen­
tros sangrientos, estranguladores de la libertad irlandesa.
Dejó entonces Yeats las islas y los lagos, y aplicó sobre la
piel de la realidad la placa de fuego de sus palabras.
Aguas arriba ya en la tercera década del siglo, Yeats
ataca (como quería Artaud) el espíritu público: "La fas­
cinación de lo que es difícil ha secado la savia de mis
venas y arrancado la alegría espontánea y el contento na­
tural de mi corazón.. . Que caiga mi m aldición.. . sobre
la guerra diaria con todos los estúpidos y bribones, el ne­
gocio del teatro, el gobierno de los hombres. Y como
para que no quede duda acerca de a quienes habla, se refie­
re, en un hallazgo de despojada certeza, al "sucio depósito
de huesos y de trapos de nuestro corazón”. Insistente, se
pronuncia sobre "este sucio mundo en decadencia y ruina,
sobre linajes de bandidos que se ennoblecieron”. Ferozmen­
te claro, dice: "esos hombres que en sus escritos son los
más sabios, no poseen más que sus corazones ciegos, estu-
pidizados”.
N o tantas veces como en Yeats se ha cumplido una
mirada tan minuciosamente cierta sobre la realidad, de­
sencantada, sí, pero ( ¿quién se opondría?) valiente y sin­
cera.
El arte honesto es un gesto verdadero, y tal acto borra
en el acto simulaciones elogiosas, complicidades espesas.
El gesto verdadero nos invita a buscarnos, aunque a través
de ello el corazón no encuentre sino el sucio depósito de
huesos y de trapos del cual habla Yeats. Un poco de va­
lentía moral no le hace daño sino a las falsas conciencias.

H
COSTUMBRE DE SEQUIA

Caminemos un poco ahora por una tierra que es una


seca voladura extendida, un manotazo de arenales y de
viento siempre solar, aunque a los fantasmas los sople
únicamente de noche. Aquí tenemos los caminos sin tre­
gua, viajantes a recua que los barrancos amenazan súbita­
mente, andariegos a pie descontentos de tanta ruta, pero
que en cuanto avistan un sendero, una trocha huidiza, se
despiden sin más, seducidos por otro espacio. Allá se agol­
pa la distancia, sonora como un cuero sediento, yerbazales
de silenciosa pobreza que añoran el río, más allá entre las
piedras, filudas de pulirse en las aguas. Después están las
casas y una circulación de gente remota, oída en cuchicheos
contándose los misterios sin cesar: la suerte de alguien a
quien se veía peligrosamente conversándose solo; el ruido
como bulla de llanto del encantado, silbando su otro mun­
do por las calles; el tanto viento, las cartas graves de so­
ledad, las llaves herrumbrosas sin los baúles, sin las puer­
tas. En medio de todo esto, un adiós que se cuela por en­
tre las rendijas de los días, polvoreándolo todo, deteniendo
en los relojes una hora de sorpresa invencible, la de una
infancia que se abandona a la magia inmediata de las gen­
tes y cosas, aquí en las páginas del libro Costumbre de se­
quía, de Luis Alberto Crespo: "I.os pájaros van a bajar/ y
me dejarán moviendo, /m e quitarán la cara de ir y venir/
por los declives, por tierras levantadas. /Las veces que es
así/ y el suelo abre la boca. /Salir donde esrán las leja­
nías,/ verlos escoger una brisa/ para descanso,/ las corrien­
tes venidas de Cerro Oscuro. /M e dan con las alas por
dentro,/ hacen maromas. /Y o me meto en esa brisa/ y
pienso en un gran verde’” (Vuelta, pág. 28).
N o sólo de historias, de anécdotas, se nutre el libro de
Crespo (localizado en su Carora natal), sino más bien de
lo que queda de ellas, pedazos hechizados en la percep­
ción, roturas de los actos por donde el gesto permanece,
el oculto, desplegándose en su vencimiento. Evocación,

55
si, de un pasado que sopla en sí mismo el aletazo de lo
irrecuperable, pero evocación de tal austeridad que se im­
pide cualquier pesarosa elegía. En voz baja y de confiden­
cia (rezo sibilante a los fantasmas de la intim idad), Cos­
tumbre de sequía se ocupa de la hondura de un tiempo ca­
vado a paletadas entre terrones, tras una memoria en su­
surrante insistencia: "Ahora/ya no puedes esconderte
más/mientras suena el relámpago/y los taturos, y las chis­
pas/vienen por el cielo raso/y prenden la claraboya./Estás
encandilada en la pared/con los demás retratos,/comién­
dote de susto el cuello/del vestido/y se abrió el techo/y
el aguacero te fue quitando/de ahí/hasta que quedaste en
el piso/como una mancha” (Novenario, pág. 103).
Libro que reúne cinco colecciones de poesía (1968-78),
no por eso Costumbre de sequía difiere en su voluntad úni­
ca en torno a un lenguaje tenso desde un principio, inten­
so también por su desnudez sucesiva — no progreso sino
cambio— hacia un despoj amiento expresivo. Si en la pri­
mera colección el poema se ciñe a un coloquio discreto,
de morosa relación, ya en la última queda el puro decir
hacia dentro, el hilo apenas ovillando imágenes rotas,
precisas en su dureza (su rigor) de riqueza elemental: "La
casa que tengo que hacer/para ir a tocar la puerta,/para
ir a decir ya llegué,/que ya vine./La casa que tengo que
inventar/cuando regrese,/todos los días,/tiene las manchas
del gavilán de allá/y los vuelos de zamuro que llevan mi
nombre/por el cielo duro del techo”. (Rayas de lagartija,
pág. 153).
Sin llamamientos de privilegio, puede decirse que la
fuerza de un pueblo es su lenguaje, el mismo que en la
poesía verdadera alcanza extremo riesgo, densidad. Cos­
tumbre de sequía se impone el regreso a las fuentes del
habla, al vocablo de sencilla, fresca firmeza, tan necesario
ahora, tan urgente entre tantas vociferaciones.

56
EL CORAZON ES U N CAZADOR SOLITARIO

Para algunos novelistas norteamericanos el mundo pa­


reciera ser un lugar de discordias irremediables: se está
aquí, y esto supone vérselas con poderes misteriosos, y
otros no tanto, que se llaman destino, azar, sufrimiento,
felicidad, y que los días traen consigo en rostros extraños
y familiares, por entre calles más bien desiertas, o que lo
parecen, y ciudades que siempre tienen un nombre seme­
jante a la desolación.
Para Faulkner estaban sobre todo esos actos humanos
que surgen de la oscuridad: la de adentro de las pasiones
que tocan todo como con la mano de un vendaval, y la
otra visible, implacable, que dispone la vida en sistemas
donde el desorden no es más que la salud de un orden en­
fermo, lleno sin embargo de fuerza y brutalidad. Para
Heminguay, un hombre lleno de desesperada confianza,
la única redención debía surgir de verdades comunes a
todos, pero al cabo no aceptó la evidencia contraria y le
otorgó finalmente a la tenaz figura de un viejo pescador
solitario la esperanza posible, la inagotable energía que
no se arrodilla, aunque tampoco se nutre con la humilla­
ción. Para Carson Me Cullers, una mujer en quien, de al­
gún modo, ha debido cumplirse una rotación entera de la
experiencia humana, la belleza, y el horror de la vida
tenían nombres turbios o transparentes que mencionaban
el amor, la generosidad, la rebeldía, la maldad, la estupi­
dez, la muerte.
Una de las novelas de Carson Me Cullers, El corazón es
un cazador solitario, recorre esos nombres de miseria o
felicidad con que los hombres nombran el mundo. En sus
páginas se van tramando diversas suertes humanas, y mien­
tras una llegan a reclinarse en un parpadeo que podría
considerarse como de la alegría, otras se agolpan en sí
mismas y propician y aceptan largamente la desventura.

57
Los personajes, sin saberlo, cumplen una figura de anverso
luminoso, de reverso sombrío. En un juego cuyas reglas
ignoran se atacan y se vencen y se preguntan cada vez por
una recompensa que no aparece. El otro contraste es el
social: la pobreza, la riqueza y aún otro más: el mundo
de los negros, involuntariamente ascético y resentido, el
mundo de los blancos, de torpes sueños de oro que la inge­
nuidad y el cálculo posponen siempre. El inmenso, el agó­
nico Sur es el escenario. Allí la tierra quema, aturde, desa­
siste los pasos, y los breves inviernos no hacen sino aumen­
tar la perplejidad.
En medio de todo y de todos un personaje lo entiende
todo y a todos: sordomudo, sereno, pasa de puerta en puer­
ta y es como un mesías silencioso, que no tiene otro don
que el de no interrumpir los deasaforados, simples, gran­
des o retorcidos planes de los demás. Confidente impasi­
ble, recibe a una muchacha que le cuenta temblorosos pro­
yectos de adolescencia, a un médico negro que padece de
sabiduría y humillación, a un andariego de corazón vasto
y rabioso que no soporta más la estupidez y el dolor y
vive dando gritos de indignada conciencia. Lo que ha vi­
vido, lo que ha visto, él mismo lo dice: "Pero, ¿qué pasa
con un hombre que sabe? Ve el mundo tal como es, y
puede volver a su vida miles de años atrás y mirar cómo
se ha venido produciendo todo esto. Contempla la lenta
aglutinación de capital y poder, hoy en día en su cumbre.
Y ve a América como un manicomio. Ve como los hom­
bres tienen que robar a sus hermanos para poder vivir, y
como los niños mueren de inanición y las mujeres tienen
que trabajar sesenta horas por semana para poder comer.
Ve todo ese condenado ejército de desocupados, y ve có­
mo son desperdiciados billones de dólares y millares de
kilómetros de tierra. Contempla el sufrimiento de la gente
que, de tanto sufrir, se vuelve mala, perversa, y algo mue­
re en ella. Pero lo más importante de todo lo que descu­
bre es que la totalidad del sistema del mundo está edifi­
cada en una mentira. Y aunque esa mentira es tan eviden­
te como el sol que brilla sobre nuestras cabezas, los igno­
rantes han vivido tanto tiempo creyendo en ella que ya no
pueden descubrir el engaño”. Carson Me Cullers tenía
una sensible, intensa imaginación, pero, sin duda, no se

58
sirvió mucho de ella para trazar este cuadro. Le bastó le­
vantar la cara, confiadamente, y mirar en cualquier senti­
do, muy próximo y muy lejos, el vasto mundo.

59
LOS NEGROS G A N A N A VECES

Practicar el entusiasmo idealista cuando se considera a


una cultura, un pueblo, una civilización, es actitud obvia­
mente parcial, torpe, de involuntaria mala fe, en el mejor
de los casos. Con orgullo en parte, pero no totalmente,
justificable, muchos de los que celebran a la civilización
llamada europea, occidental, ejercen a la vez el desprecio,
como si fuese indispensable para el elogio, de otras cultu­
ras, otros pueblos. Si esto no se parece a la reacción del
avestruz — que oculta en tierra la cabeza para despistar a
un posible enemigo— es algo muy semejante.
Si la cultura europea tiene nacimiento en Grecia, Gre­
cia abrevó largamente en aguas asiáticas, en aguas egipcias
(Pitagora dixit) y para sostener el milagro de su navega­
ción aprovechó cuanto viento propicio le llegaba. Cuna
de la democracia, del canon estético, de la filosofía, Gre­
cia practicaba la esclavitud, y la Atenas clásica exigía para
su sostenimiento una servidumbre que triplicaba en nú­
mero a la población con derechos civiles, los ciudadanos.
¿Venir a hablar después de los desafueros de la antigua
China, de la barbarie africana, de la barbarie azteca o
inca? Las contiendas fraticidas de Grecia son tan aleccio­
nantes como las sabias enseñanzas de sus tragedias, y la
Roma heredera ni disminuyó en nada el ejemplo de la
Hélade. ¿Grandes culturas, pueblos de inmensa capacidad
creadora? Sí, también de grandes contradicciones, de in­
mensas injusticias, de voraces colonizaciones.
La alemania de Hitler capitalizó para sí la aventura de
espíritu y la herencia cultural de Europa, de Occidente. La
razón de los enciclopedistas y la superioridad racial los
justificaba. Pero AUSCHW ITZ, el nunca suficientemente
denunciado campo de concentración nazi, no fue una fies­
ta espiritual ni un triunfo de la civilización. La libertad no'
es una invención europea, ni la convivencia, ni el derecho
a la vida. Es una necesidad de los pueblos, una exigencia
humana general, en cada momento y en todas partes. Los

60
tribales negros de Rodesia aspiran a ella, en medio de
confusiones, injusticias, desaciertos, las mismas confusio­
nes, injusticias y desaciertos que otros pueblos encontra­
ron, y encuentran, en su marcha junto a la historia. La
hora presente no es la hora del orgullo fácil ante los en­
sangrentados logros de una civilización como la europea,
tan endeudada con otras culturas, moral y económicamente,
tan accidentada en su realización. La hora presente es más
bien la hora de la vergüenza, la hora de asumir responsa­
bilidades. George Büchner, un poeta alemán del siglo pa­
sado, escribía, no sin desaliento: " . . . ¿por qué debemos
luchar los unos contra los otros? Deberíamos sentarnos
juntos y vivir en paz”. N o por ingenuo, este deseo del
poeta debiera hacernos sonreír. Al contrario, merece el
más profundo respeto.

61
LA PROPIA MUERTE

Pocos asuntos se sustraen más a la serenidad que ese


asunto extensísimo de la muerte, su presencia distante,
cercana, borrosa, que lo cubría todo sino fuese tan eviden­
te que algo en el universo se empeña en la existencia y
no en la destrucción — o por lo menos es hermosamente
deseable creerlo, si aún se puede desear algo hermosamente.
Pocas cosas requiere la muerte y muchas la vida, y es
este esfuerzo el que pareciera a veces haberse quebrado en
el mundo, sobre todo si se considera que el curso de lo
viviente anda amenazado por la ambición extrema del
poder, el mismo poder excluyeme e imperial (repartido
escasamente en varios puntos del planeta) que sería capaz
de anularse a sí mismo con tal de no retroceder. Aquí se
hace necesario confiar en que la muerte no se busca sino
a través de la vida, y confiemos en que esa búsqueda sea
larga todavía, indócil a la fatiga de unos cuantos, insisten­
tes aniquiladores.
Pero hay otro aspecto del asunto que es menos genérico,
más que manternente personal, de intimidad arrollado­
ra: el de la muerte propia. Cuando muere una persona de
nuestro afecto, atraída por un inmenso adiós que no ter­
mina de despedirse y que nos incluye de alguna manera,
ya no nos alumbramos más con esa llama que fue su cuer­
po ( ocupado ahora por una opresión vacía, lenta como un
desierto) y sentimos una ráfaga de otro espacio, llamado
inevitable, extraño, secreto. Ese soplo nos toca no porque
venga de lejos: más bien porque procede de adentro, del
espacio rumoroso y mortal de los propios huesos. Pero
admitirlo así, como admitiendo que a una piedra la gasta
la sucesión del torrente — esto ya abruma de aceptación
a la experiencia. Quién sabe qué sentirá (presentirá) cada
quien en torno a la propia muerte. Por lo pronto el poeta
italiano Cesare Pavese escribió como en voz baja, en sigi­
losa confidencia: "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos - es­
ta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche,

62
insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio
absurdo. Tus ojos serán una vana palabra, un grito calla­
do, un silencio. Así los ves cada mañana cuando te incli­
nas solitaria sobre ti ante el espejo. Oh querida esperanza,
ese día sabremos también nosotros que eres la vida y eres
la nada. Para todos tiene la muerte una mirada. Vendrá
la muerte y tendrá tus ojos. Será como dejar un vicio,
como contemplar en el espejo resurgir un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados. Bajaremos al remolino
silenciosos”. N o sólo por suicida, sino tal vez a pesar de
ello, Pavese se resignó a la última anulación, hecho que
el poeta consideraba como un salto tras una niebla defini­
tiva.
Otras sensibilidades, otras gentes, han presentido la
propia muerte de modo distinto, quizá con la misma in­
tensidad del poeta italiano, pero sin esa aureola de brillo
trágico, esa desgarradura de solícita atención, sombra en
la sombra de lo viviente, Wen Yi To, poeta chino con­
temporáneo, no se impidió a sí mismo preverse en la
muerte, aunque esperó de ese acto no una ruptura de la
ruta vital, sino el cierre deseable de una experiencia que
no puede sucederse sin término, contrariando los movi­
mientos de unos ciclos que nos sobrepasan: "Mi vida es
una hoja blanca sin valor. -El verde me ha dado el creci­
miento, el rojo el ardor, el amarillo me enseñó lealtad y
rectitud, el azul la pureza, el rosa me ofreció la esperanza,
el gris claro la tristeza. Para terminar esta acuarela, el
negro me impondrá la muerte. Desde entonces amo mi
vida, puesto que amo sus colores”.
Como quiera que presintamos la propia contingencia,
hay entre tanto el ahora de los días y su fuente nutricia,
aguas del sol y las noches fluyéndonos sin pausa, como a
piedras con sueño en el lecho de un torrente que no se
detiene. Hay asimismo el sufrimiento o la felicidad, mo­
nedas que se dan la vuelta en un vértigo impredecible,
pero hay sobre todo los instantes, el mundo ahí en su fuer­
za contidiana y excepcional: mares bajo la luz y sus ori­
llas de saludo insistente y de vastedad, ciudades como un
destino que se busca, se pierde, se vuelve a encontrar; la
llamarada del mediodía y el sabor solitario del frío de una
calle de madrugada; la proximidad de los cuerpos, la amis­

63
tad y sus ritos, los amantes y su fiesta, cosas todas que no
permiten pertenencia pero que son nuestras, así como
pertenecemos a ellas, nosotros: barro y fuego en la rota­
ción de los elementos.

64
MOCTEZUMA Y LA ESPIGA DE FUEGO

La civilización Nahua se dedicó (además de a contar


una por una las luces de la noche) a poblar de dioses el
universo. Tenía dioses para todo. Cada cosa del mundo
adquiría fuerza sobrenatural por virtud de los nombres
que los aztecas le otorgaban. Estaban los puntos cardina­
les y sus colores: Un dios del oriente, que era rojo y vi­
vificante; un dios del sur, azul y maléfico; un dios de oc­
cidente, blanco y de buenos augurios; un dios del norte,
negro y de vasta tristeza, llamado Mictlán Tecuhtli, Señor
de los muertos. Este último tenía trato indisoluble con
Huitzilopochtli, Colibrí Brujo, dios de la sangre y de la
vida, que había tomado sobre sí el destino de los aztecas,
y que demandaba actividad continua a los cuchillos de ob­
sidiana contra los pechos de las víctimas.
Colibrí Brujo había decidido reinar y había desplazado
con el terror de sus rituales a otro dios poderoso, creador
y benéfico: Quetzalcoátl, cuyo símbolo era la Serpiente
Emplumada. Desterrado, Quetzalcoátl, había prometido vol­
ver en uno de los años de su nacimiento. El calendario
azteca consideraba un siglo de 52 años, y tenía un nombre
particular, irrepetible, para cada uno de los días, meses y
años del siglo. El dios que era una Serpiente Emplumada
cifraba su nacimiento en el año 1 Caña. Si nuestro dios
del conocimiento, de la cultura — pensarían con esperanza
estas gentes de lengua náhuatl— no regresó en 1467 (tra­
ducido al calendario cristiano) habrá de hacerlo en 1519,
o tal vez en 1571.
Se hacía sentir, en verdad, la necesidad de Quetzalcoátl.
Huitzilopochtli — Colibrí Brujo no daba tregua a los 141
peldaños del templo levantado en su honor. Cada tarde
de esa primera década del siglo dieciséis una hilera aba­
tida de cuerpos escalaba hasta la piedra de sacrificios y
ofrecía el pecho a la mano urgente de los sacerdotes: el
corazón era elevado hacia los ojos del sol, y Huitzilopochtli,
que era también el sol, quedaba saciado.

65
Moctezuma, caudillo y sumo sacerdote de la época, que­
ría, como todo su pueblo, una pausa en el homenaje a ese
dios inagotable. Añoraban la armonía de Quetzal coátl. Uno
de sus poetas lo expresaba: "Sacerdotes, yo les pregunto:
¿De dónde provienen las flores que embriagan al hom­
bre, el canto que nos da la ebriedad, el hermoso canto?
— Sólo proviene de su casa, del interior del cielo, sólo de
allí vienen las variadas flores”.
En 1509 comenzaron a notar raros prodigios: "Una
como espiga de fuego, una como llama de fuego, una co­
mo aurora: se mostraba como si estuviera goteando, como
si estuviera punzando en el c i e l o ...” Tiempo después
había ocurrido el incendio del templo de Colibrí Brujo,
sin que mano alguna lo prendiera. Más tarde, otro templo
había sido herido por un rayo que no tronó, un rayo de
llovizna como un golpe silencioso del sol y que consumió
la edificación en un fuego lento. Y luego otros sucesos,
otras cosas extrañas, y Moctezuma llamaba a los augures
y les pedía develar los portentos. En la Casa de lo Negro
(lugar de adivinación) se multiplicaba el registro de pre­
sagios.
En 1519 —uno de los años propiciatorios de Quetzal-
coátl— se presentaron en las playas de Veracruz unos pro­
digiosos visitantes. Un hombre de pueblo, que rondaba
una mañana por las arenas, los avistó en unas grandes casas
de madera que se mantenían balanceándose sobre el agua.
Se apresuró entonces a notificar la novedad a Moctezuma
y los nigromantes. Después de considerar fervorosamente
la noticia, Moctezuma y sus magos decidieron que la Ser­
piente Emplumada había cumplido su promesa. "Es, sin
duda —dijo a su pueblo— Quetzalcoátl quien viene. Dis­
pongamos las joyas y los alimentos, preparemos la ciudad
entera para la bienvenida”. Y Hernán Cortés y sus solda­
dos asistieron con asombro al recibimiento. N o podían
creerlo. Se confesaron el uno al otro la maravilla de la
ciudad de Tenochtitlán, sobre cuyas ruinas, dos años des­
pués, comenzaron a levantar la ciudad de México. Un poe­
ta indígena dejó en su lengua náhuatl esta descripción:
"Y todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, noso­
tros los admiramos. Con suerte lamentosa nos vimos an­
gustiados. En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos
están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos

66
tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y
en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las
aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como
si hubiéramos bebido agua de salitre. Golpeábamos, en
tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia una red
de agujeros. En los escudos fue su resguardo, pero ni con
escudos puede ser sostenida su soledad. Hemos comido
palos de eritrina, hemos masticado grama salitrosa, piedras
de adobe, ratones, tierra en polvo, gusanos. Todo esto pasó
con nosotros”.

67
QUEVEDO, EL OTRO, EL DESOLLADO

Quienes lo conocieron lo describen barbirrojo, desen­


vuelto de maneras, disparejo de piernas y ágil de brazo,
sobre todo con una espada en la mano. Los ojos se le mi­
raban lejos tras los cristales y el tanto desvelo, y la cara le
terminaba en barbilla alargada, como prolongando una
agudeza que no requería de rasgos visibles. El último in­
cendio del sol del día lo agitaba tanto como el primero, y
entre un alba y otra perdía lo que la noche le deparaba,
se trataba de ensueños o pesadillas o del cálido abrazo de
una zagala. Se batió en todos los campos. En el de las ar­
mas y la política obtuvo triunfos elevados y fugaces, y
alternativamente pasó de conquistar un cargo nómada en
las cortes de Nápoles o Madrid, a un cargo sedentario en
sucesivas y heladas prisiones; no halagaba a los grandes
señores, coincidía con ellos, y al parecer la admiración no
le duraba mucho tiempo. En la república de las letras sus
combates fueron contra el papel en blanco, cuya contem­
plación presumiblemente le produciría vértigos, y así llenó
con profusión todos los que se le ponían al alcance, y con­
tra los talentos rivales, más por asunto de rivalidad en los
gustos literarios que por cuestiones de talento, pues en él
se juntaron desde temprano el genio irónico y aquel otro
genio estremecedor que traspasaba toda cosa y la dejaba
en su lugar de vanidad, de humo, de nada. Su obra de­
sespera a los diccionarios. Libros como Historia de la vida
del Buscón, Los Sueños o su millar de poemas, ejercitan
una respiración del idioma que no puede soportarse sin
m areo.. . Luego de estas ambiciones, Don Francisco de
Quevedo padeció sin resguardo el encuentro y la pérdida,
la victoria y la derrota de las lides de amor. Jovencitas
huidizas o damas de entrega apasionada fueron celebradas
por sus palabras, y de los amantes separados por la muerte
llegó a decir: . .su cuerpo dejarán, no su cuidado;/serán
ceniza, mas tendrán sentido./Polvo serán, mas polvo ena­
morado”. Amó también una España grande, imperial, pero

68
ésa del siglo XVII que le tocó vivir ya no impedía el sol
poniente en sus territorios. Las experiencias de descalabro
interior, de empresas fallidas, de amenaza constante del
vencimiento de las cosas, encontraron tensa expresión en
sus muchas páginas, aunque la fe teológica que profesaba
le dictara esperanzas de eternidad: . .Entré en mi casa:
vi que amancillada/de anciana habitación era despojos;/mi
báculo más corvo, y menos fuerte.//V encida de la edad
sentí mi espada,/y no hallé cosa en que poner los ojos/que
no fuese recuerdo de la muerte”. Una oscura prisión de
cuatro años, de 1639 al 43, terminó su resistencia física y
dos años después se entregó a esa presencia " . . . miedo de
fuertes y de sabios. . . ” que había ñamado y estimado tan­
tas veces: ". . .Y o dejo la alma atrás; llevo adelante/de-
sierto y solo el cuerpo peregrino

69
M UNDO BARBARO Y AVARO

Considerando a veces ciertas existencias, ciertas vidas


en término de su destino, pudiera pensarse (la metáfora
es común, por lo tanto verdadera) que cada quien apuesta
en el mundo contra un Jugador de rostro confiable (los
proyectos, las esperanzas), pero cuyas mangas están re­
pletas de cartas repetidas, de monedas de doble cara y da­
dos caprichosamente cargados. El humor, las imprevistas
reacciones de este Jugador decidirían todo.
Cada quien, es notorio, se empeña sobre el propio fa­
vor, arriesgando tantas veces hasta lo que le resulta irre­
cuperable. A todas estas el Jugador (que encarna a una
persona, a muchas, a una nación, al mundo entero) se en­
tretiene inocente, perversamente, barajando destinos, y la
suerte rueda al fin en pequeñas o grandes proporciones de
alegría, violencia, belleza, muerte, serenidad. Atraerse a
esa confusa entidad lúdrica es la tarea humana y la hones­
tidad o el fraude, la espera o la impaciencia participan en
proporciones indiferentemente falibles, pues el Jugador,
al parecer, recompensa la tenacidad o el desgano con enig­
mática justicia.
José Antonio Ramos Sucre le apostó al destino una carta
largamente rigurosa (su obra poética) y el Jugador le res­
pondió un día de 1930, en Ginebra (luego de 40 años de
espera), con un sueño mortal que de propia mano dio
término a los días del poeta. Creer que los que se dan
muerte afirman ante todo la existencia, es una consolación
que ante todo afirma a quienes se quedan del lado acá de
la orilla. Creer lo contrario — los suicidas aman la muerte
y por eso terminan abrazándose a ella— es también con­
solación, puesto que continuar viviendo supone confianza
en las fuerzas de lo vívente, y quienes desconfían se dejan
ganar por la debilidad de la muerte. Tal vez, en fin, creer
lo opuesto a estas consideraciones participe así mismo de
la verdad ( ¿no andamos desgarrados entre verdades par­
ciales?), pero, en todo caso, queda en pie el hecho tre­

70
mendo: alguien que andaba sobre la tierra y era tocado
por el sol y las noches y se nutría de grandes sueños (al­
guien que alguna vez fue tocado por el amor), decide en
una hora de opresiva duración impedirse un paso más, y
este acto, es muy claro, no arroja sino a un único vencido.
Comprender el gesto decisivo de los muertos volunta­
rios (los involuntarios, también llamados asesinados, no
exigen comprensión sino otra cosa) notablemente nos so­
brepasa. En el caso de Ramos Sucre, quizás la desmesura
de su lucidez (lucidez que sin desmesura es de por sí, se
dice, suficientemente intolerable) lo llevó a extremos de
sensibilidad que no salvaban sus actos de inagotables ecos
paralizantes. (Lucidez: ser testigo de algo que se quiere
cambiar, pero ese algo — orden del mundo, valores, in­
justicias— continúa allí imperturbable).
Poseedor de saberes diversos que reunían en la unidad
impersonal del poema, Ramos Sucre se instaló en la ten­
sión de anular, mediante cifras verbales sobre la página,
cierto tipo de horror del mundo (la Venezuela gomecista
le daba cotidianamente ocasión) y de obtener en sus imá­
genes de desarraigo una paz sucedánea de la paz absoluta.
"Unidos en un mismo ensueño, huiremos del mundo, cada
día más bárbaro y avaro”, le escribe a una amada desco­
nocida en Entonces, del libro La T one del Timón. Pero
en muchos otros casos, Ramos Sucre proponía escenas tor­
turantes: "Olvidé fácilmente al amigo de a n te s... Me
abordó para lamentarse de su pobreza y declararme su
casamiento y el desamparo de su mujer y su hijo. Los cor­
tesanos me distrajeron de reconocerlo y lo entregaron al
mordisco sangriento de sus perros”. El Rajá, en Las Formas
del Fuego).
Puede pensarse que cada quien nutre su corazón con
las imágenes de sus sueños, pero el alimento del mundo
parece ser más tenaz, menos inevitable. Por lo demás, has­
ta los cuencos acostumbran verter sólo lo que ponemos
en ellos.

71
PAISANO

Allá profundo en la ondulación evasiva de los Andes,


junto al olvido de niebla de las montañas, caminos arriba,
cierta gente andariega pone su habitación. Arrieros del
viento, deambulan hondonadas y cumbres y se establecen
en esas pajareras de humo y altas flores que la soledad
saluda en abundancia con manos de lluvia.
Las aguas viajan por todas partes. Al tiempo no lo cuen­
tan: lo escuchan fluir. Para los días tienen cuencos que
beben sorbo a sorbo, para los meses tienen los ríos.
Lo demás es un curso que avanza en la memoria, lejana
como el diluvio, hecha de restos germinales, inundaciones
y espejismos. Por los senderos de abrupta terminación
pasan fantasmas y otros viajeros, A ninguno le preocupa
no dejar huella.
Errabundos los pasos encuentran a cada vuelta un ma­
nantial, largo como un secreto, discurriendo sin ruido por
un recodo de piedras, y después entre hojas que la luz
desconoce se desliza otra fuga, otro borbotón, y la tierra
respira en claro sosiego, descalza, indiferente. La noche y
sus candelas desbordan la distancia, los sueños. Aquí la
pobreza o la violencia pertenecen sólo a la gente.
Con estas materias de sigilosa realidad, bestias y hom­
bres en la vigilia de una misma sed, un mismo desafío,
Ramón Palomares a ido escribiendo la historia sin tiempo
de su región trujillana, relación más cerca del desencanto
que del encanto, a pesar de que unos ojos de limpia ma­
ravilla son los testigos. El inicio de esta poesía comenzó
con Paisano, un libro de láconico fuego y perdurable irra­
diación, voces cotidianas que se cambian en un puro decir,
en confesiones entrañables, hechizadas de misterio. Por­
que la gente de Paisano se desvive en un mundo fronte­
rizo con el presagio, ráfagas de otra orilla, memorias de
recuerdo improbable.
Desde un rumoroso desierto que los sopla puertas aden­
tro de la propia desolación, cuentan la muerte y sus visitas,

72
las promesas perdidas, las ausencias ganadas. La desnudez
de los vocablos tiene lumbre de arroyo, de laja pulida por
las corrientes, los vendavales: "Ay, que no tengo un patio
para asolearme,/que no tengo cuarto,/que no tengo ven-
tana;/yo que tenía tantos patios con limones,/tantos
naranjos,/tantos zapotes;//que era rico que tenía ani­
males en casa,/que me acostaba en el café y me reía y
me ponía rojo de reír/y me estaba bajo las matas oliendo
el monte,//pero ya se me fue,/ya me quedé solito/ya el
sol me dijo que no./— ¿Y qué vas a hacer ahora? —me
dijeron los gallos— ,/ya nosotros nos vamos, ya te deja­
mos,/aquí no nos vamos a estar.//Voltié de la cama y
miré/y me dijo la cama que se iba,/y quedé en el suelo y
me dijo el suelo: — me voy,/y quedé en el aire/y me dijo
el aire: no te sostengo/y me quedé en los naranjos y los
naranjos me dijeron:/—Nosotros nos vam os.//Yo que
tenía tanta luz,/yo que me vestía con lunas/y tenía la fuer­
za en mi nuca/una vez me vi en la montaña como piedra
encendida/y tenía coraje y vigor,/ay, que me metí en la
niebla, que estoy apagado:/— ¿Qué se me hicieron las
casitas,/qué se me hicieron?//Yo tenía tanto ganado que
se veía/como un pueblo cuando llegaba,/y se veían mon­
tes en el polvo/y se entusiasmaban los días, y era que te­
nía/tantas casas que cada sueño lo vivía en una y no se
me acababan.//Hasta que me fueron dejando./Y fue esa
luna roja, esa piedra negra,/esa rosa que me venía ilumi­
nando, iluminando” (Abandonado).
Una mirada impecable desde la infancia conserva en
Paisano sus imágenes. N o las palabras acerca del niño sino
las palabras del niño, su fresca inmediatez, la clarísima
fuerza de sus visiones. Luego de una experiencia habitual
con el mundo, las fatigas de la decepción, desilusiones
atroces, resulta poco menos que milagrosos la recuperación
intacta de un espacio y un tiempo desinteresado, livianos
como una súbita libertad: "Pues me estuve entre las flo­
res del patio/con las cayenas/gozando con las hojas y los
rayos del cielo.//A quí pongo mi cama y me acuesto/y me
doy un baño de flores./Y después saldré a decirles a las
culebras y a las gallinas/y a todo los árboles./Me estuve
sobre las betulias y sobre las tejas de rosas/conversando,
cenando, escuchando al viento./Yo me voy a encontrar un
caballo y seremos amigos.//Mañana le digo al saúco que

73
me voy/hasta muy lejos, hasta allá donde están cantando
los hombres,/donde corren los muertos y se entierran.//Yo
caminaba por unos árboles, por unas hojas doradas./Y me
comía las estrellas, y me senté/y escuché la hierba alta y
vi los ojos de una m ujer/que brillaban como un diente/y
entonces arrojé una gran rama de naranjo/y todo quedó os­
curo” (En el patio). Otra forma del agua puede ser el
poema: más incesante, más tenaz, antídoto amable contra
los venenos cotidianos.

74
LOS MUERTOS JOVENES

Siempre habrá más razones para la vida que para la


muerte, a pesar de todo, a pesar de las quemaduras, a pesar
de los vendavales. La vehemencia vital del universo fluye
al alcance de la mano (ahí ejerciéndose en su fresca germi­
nación) y sería de espíritu tenebrosos cerrarse a esa trans­
parencia. Aunque no comprendamos designios que nos
sobrepasan, parece ser que de la misma fuente de lo vi­
viente el universo decide sabiamente el término vital, para
así renovarlo infinitamente. Así, en los follajes luminosos
la desnudez despide el esplendor de las hojas, adelgaza los
árboles hasta el color de la intemperie, hasta otro amane­
cer de copas repletas; así, en los torrentes se impone la
sequía, madura el sol, la tierra se llena de secos sudores,
y un buen día otra vez la humedad caudalosa sacia la tierra.
El final de los días, dice de algún modo la naturaleza,
no supone sino el inicio prometedor de los días. Compren­
didos de esta manera los nacientes y murientes procesos del
mundo, no por eso deja de abatir el que así sea, pues si
la especie humana permanece, ’os individuos pasan mor­
talmente, y nadie deja de ser nunca mortalmente individuo.
Sin embargo, hay atenuantes para la muerte: una vida
plena, ambiciones logradas. Y cuando alguna garra impre­
vista interrumpe la afirmación temprana de las vidas jó­
venes, algo confuso y de noche y de filosa pesadumbre
salta sobre la vida, la derriba, la pone sola a derramarse
por su lado más claro, más vulnerable, más de pronto para
el abrazo de un largo adiós. Y cuando los jóvenes han sido
destruidos por la codicia atroz de una dictadura, rastrea­
dos sus talones por zarpazos pálidos temerosos de la liber­
tad (esa palabra de rotaciones incendiarias), entonces es
demasiado, las razones vitales se sublevan, de poco vale la
compañía del aire sobre la tierra, a menos que vivamos
el festín de las satisfacciones mezquinas, y esto es algo
que una dignidad humana elemental no celebraría.

75
Señores, un animal sangriento ( ¿para qué nombrar a
ese satisfecho genocida?) está mutilando al pueblo de N i­
caragua, a los que resisten con las. armas, a la población
civil, a los indefensos, a los jóvenes, y esas muertes hu­
millan de alguna manera la propia vida, la desconocen, la
degradan. Si nos ha sido dado el mantener los ojos abier­
tos al día y sus fuegos, a la espléndida corriente que viaja
el mundo iluminándolo cada vez, no es posible cerrar los
ojos a las maniobras de la noche, a la pesada y astuta muer­
te propiciada por los verdugos, los medrosos del sufrimien­
to, los violentos de su estéril soledad.
Amanecer, siempre amanece sobre esa clase de sombras.
Pero se impone rechazar el oprobio de los asesinos. Con­
sentir con indiferencia ciertos actos monstruosos convierte
en vergüenza respirar bajo el sol.

76
LA M UJER DE LA NOCHE

La mujer de la noche ha estado aguardando sin ruido


el bullicio de la ciudad, la piel de la inmediatez, y abre
la puerta del oficio nocturno y deja que su cuerpo la en­
camine hacia la casa que ya conoce. Los paseantes se vol­
tean a verla y ella no oculta para nada el trazo violento
del rouge sobre la boca, el traje ceñido que revela su im­
pudor a la altura del muslo, el seno sofocado que muestra,
ocultándola, su desnudez. El hombre del paseo solitario
vuelve la cara con vencido deseo y atrapa en un celaje la
turbación de esa carne y siente entre las piernas un sobre­
salto húmedo y no quiere dejar de ver. Unas muchachas
de comparsa ruidosa callan de pronto y comienzan a cu­
chichear mientras la mujer de la noche pasa distraída, los
ojos fijos en una madeja invisible cuyo hilo se le perdiera
en olvidos sucesivos. Al llegar a una esquina se detiene
con cautela, no por indecisión, más bien por fatiga, y re­
conoce otra vez lo que ha reconocido tantas veces: que su
trayecto de calles sinuosas no la conducen sino a una puerta
que se abre en el desamparo, que ya su cuerpo apenas re­
siste el forcejeo mecánico que descarga otros vientres menos
el suyo, que las monedas de la cópula no pagan ni detienen
el vencimiento de los años, que la furia resignada que
alimenta sus días no tiene otra mueca que la mansedum­
bre o el desprecio. Sonámbula, continúa, y la provocación
obscena y urgente de un transeúnte apenas si la perturba,
intocada ya por otra rabia que no desborde del propio
corazón.
A un costado de la casa una sola luz de halo peregrino
desvela las ventanas. Las rejas de pesadez monacal ocultan
otros fervores que los rezos, otra pasión que la mortifica­
ción de la carne, otra entrega que los cuerpos dominados
en el centro de su intimidad por un arrebato de breve
muerte. Adentro, luego de la puerta de vigilancia indife­
rente, la sala de penumbra rojiza repite unas sillas y unos
rostros que tienen en común la pasividad de la espera. La

77
mujer de la noche se junta en el desgano con sus amigas
de íntimo oficio, y una música que quiere ser festiva gol­
petea cansona las altas paredes. Varios hombres, curvados
por el alcohol, espían desde mesas adormiladas la promesa
del abrazo más apetecible, el cuerpo más dócil para su sed
antigua, y eligen con viscosa certeza. El trato se efectúa
al oído y con rapidez, y la mujer enlaza la cintura tamba­
leante, perdiéndose hacia un cuarto que se adivina no más
aireado que este lugar de humo y de rituales sin sacrificio.
El temblor de la madrugada pasa su soplo sobre los mus­
los manoseados de la mujer de la noche. Vuelve a su lecho
de soledad, recompensa más cálida que los billetes de labor
sudorosa que ahora protege la redondez del seno. Cruza
las mismas calles, lentas de nadie a esas horas de distan­
cias consteladas, y sus pasos devuelven un recorrido inverso
que mañana reanudará. Al subir los peldaños y avanzar
hacia el estrecho recinto, siente que sus gestos obedecen
una costumbre ya sin paciencia: encenderá la luz, se ali­
viará en la clemencia del agua primordial, echará sobre la
cama todos sus días rotos por un esfuerzo que no com­
prende, por un peso vacío que le cierra los párpados y la
protege de no pensar. En esta hora de abandono, salmo­
diante de olvido, nadie busca su cuerpo que se aferra al
reposo con esa bocanada que cede a la marea. El sueño la
busca con su niebla. Afuera empiezan los ruidos y el tra­
queteo de la ciudad.

78
SALUDO A VAN GOGH

El aire se ha puesto a gesticular con ademanes de frío


por las calles de Amsterdam. Mal día para visitar a Vicent
Van Gogh. El resto de sol que había comenzado a tocar
temprano las ventanas adormiladas se ha ido poniendo
lejos, volviéndose a su casa de nieblas, y lo que queda
es la capa embozada, llena de secretos que no importan a
nadie. Para ser justo con Vicent, el sol ha debido demorar­
se un poco y permitir al visitante pasearse bajo esas hojas
abiertas de la luz que el pintor amaba tanto. Pero no,
nada. Es necesario conformarse, aunque sea apenas con
el manotazo rápido de los vientos, y seguir calle abajo
por la Dam Rak, si la lluvia lo permite, entre paraguas
precavidos y los aleros de toldos que resguardan el paso.
Las manos en los bolsillos alivian nada de la humedad.
Un chaparrón sorpresivo convierte en premura el andar
cauteloso de la gente, sobre todo el de los incurables desa­
brigados, gente — ya lo sabemos— que no se cuida de la
intemperie y mantiene con ella una rara amistad. Aquí
los tenemos al amparo de los cafés, asistidos por ropas
demasiado porosas, y un halo pasivo, de alcohol y de in­
somnio, comiéndoles la cara. ¿Qué pensarán de ti, Vicent
Van Gogh, tus hermanos de la calle? Seguramente no te
conocen. Pero si miraran con atención sus botas, las mis­
mas de lodo y caminos y noches andariegas que tú llevas­
te siempre, aprenderían a conocerte pronto. Se parecen a
tí en las manos rugosas, hechas para palpar lo inmediato
como si fuera lejano, para tocar lo lejano como si fuera
un cuerpo desconocido. ¿O es que acaso las manos mendi­
gas ignoran la bofetada o la caricia? Más que nadie co­
nocen los recodos del mundo, su extensión áspera o sus
ensenadas suavísimas, y si les fuera dado el arte no que­
rrían otro arte que el tuyo. Aquí se quedarán, hasta tanto
no escampe, distraídos en sueños de a medio vaso el olvi­

79
do de vino, atentos a un horizonte puertas adentro de las
rutas perdidas.
El agua de los canales repite un agua que se repite.
Barcas que son casas, casas que son altos velámenes de
piedra, conversan con el viento de la distancia, desde la
mar al puerto y desde el puerto a las ventanas, en un
diálogo parecido a la soledad. Nadie se asoma a los bal­
cones. Debe haber ruecas en los cuartos y un hilo de
siglos que no termina de tejer. Debe haber todavía la
sombra de la noche anterior aferrándose a las cortinas, y
unos rostros de penumbra, a medio camino entre la cla­
ridad y los deseos. Sólo se ven cristales y su reflejo ador­
milado y la duplicación de un cielo que no se atreve a
despertar del todo. Está bien, hay que seguir de largo de
brazo del siglo. Si los sueños abrieran los ojos y comenza­
ran a ver de pronto los ojos de todos, la luz sería excesiva
y ya nadie podría dormir. N os acostumbramos, parece de­
cir un árbol de copa lenta, no menos navegante que las
barcas, las casas. Si los sueños despiertan, nada habrá que
no emprenda una redonda navegación.
Por la Spiegel Straat han dicho que se llega al museo
Van Gogh. Otra vez otra lluvia y sus menudas gotas he­
ladas se mueven en torbellino buscando los talones, tre­
pando por la espalda y la frente en un llamado desde
arriba, imperioso y caudal. El visitante no tiene nada
contra la lluvia, ni mucho menos contra el aire, denso de
alturas y de errancias. Es nada más un poco de frío, que
obliga como puede a inclinar el cuerpo a cada paso, desa­
fiándolo a proseguir. Si se piensa en tus días de poco pan
y muchos vendavales, Vicent Van Gogh, una pequeña
tormenta en un soplo de nada. Se sabe que atabas el
caballete con cuerdas rápidas y la luz velocísima del día
no le ganaba el resplandor de tus trazos. ¿Recuerdas esa
noche de estrellas en Arles, frente al café de la plaza,
redondo de velas el sombrero y más velas aún en el caba­
llete? Los parroquianos decidieron considerarlo una lo­
cura, cuando tú sólo querías iluminar en el cuadro un pe­
dazo de noche. Habría que cultivar entonces semejante
locura, tu vida febril y generosa en contra de tanta sensa­
tez mezquina, tu vida de fértil humildad en contra de tanta
riqueza estéril. Pero no es justo de ninguna manera, Vi-
cent Van Gogh, te robaron la vida, y tú en cambio de­

80
vuelves la puerta clara de tus cuadros, por donde todos
pueden entrar y encontrarse en la fraternidad de la más
desnuda belleza.
Y a tarde en la noche, al amparo del café, una muchacha
repite sobre una misma copa el mismo sueño de a medio
vaso el olvido de vino. No, pequeña, el visitante no habla
holandés, no habla en verdad ninguna lengua ni viene de
parte alguna. Ahora sueña únicamente, mirando afuera
sobre los techos, con el duro camino, que permite a los
hombres no separarse de las estrellas.

81
ANOTACIONES A LA ORILLA DE LOS DIAS

Una de las sorpresas más sinuosas de la memoria es el


olvido. De no mediar esa niebla que borra la experiencia
y la retira muchas veces hasta lo irrecuperable, nuestros
días se contaminarían de tal modo de pasado que nunca
accederíamos al porvenir — ese presente infinitamente
cercano— , siempre fluyente. La sed deambula las arenas
y propaga su sol de manera monótona, como en eternidad.
El olvido se parece a las arenas de la sed. De allí que la
existencia sea tan insaciable. Pretende perdurar en el ins­
tante de una rueda cada vez en movimiento, sin saberse
declive, detención abrupta, moneda de pronto gastada que
un avaro recuerda.

# # #

El tiempo de la memoria suele semejarse a las ondula­


ciones imprevistas de un oleaje sin sueño. Al alba — ¿y
cuándo es alba en la memoria?— retiraría sus aguas de
fatiga y anhelaría el sol, propiciador de treguas a mediodía.
Pero el avance de la sombra no se detiene en el recuerdo,
ignora el día de ayer, mezcla la música al silencio, y otra
vez el oleaje trepa en la playa y ocupa todo, amparado en
la noche. La rotación del universo hace cosas de bien y
ama los mundos. Concede pausas a la tierra y le da lluvia
a los veranos y hojas a octubre y fuegos al cielo en tem­
pestad. También dirige el viento y lo pone a soplar anti­
guas confidencias para sosiego de los bosques y escándalo
de los colores del amanecer. La rotación del universo le da
edades al tiempo y obsesiona al espacio confiándole re­
motas extensiones.
Asimismo, sopla en el hombre sueños, experiencias,
ocasiones de triunfo y de fracaso, días de amor y noches
que se aferran a las tinieblas, el encuentro del mar y el
asombro de niebla de las colinas, la fuga de unos ojos
que se añoraban en una desconocida muchedumbre, la so­

82
ledad al fondo de la lluvia, la placidez de la ceniza, horas
de intimidad junto al silencio, júbilos lentos que terminen
como en un fuego que recibe y resuelve toda discordia.

* * *

Los hábitos de la naturaleza son perplejos pero lumino­


sos. Una sabiduría de milenios nos ha enseñando a imi­
tarla en sus procedimientos: podar lo excesivo para otor­
garle nueva vitalidad; consentir los florecimientos súbitos,
las caídas abruptas, las germinaciones serenas. Un labriego
no es sólo el que trabaja la tierra, la fécunda, la obtiene.
También es quien más íntimamente es trabajado por ella,
fecundado, enriquecido. La tierra enseña la abundancia
pero asimismo las vegetaciones estrictas, casi pobres, cuan­
do no la pobreza germinal definitiva. Un labriego reco­
noce más la memoria de la tierra que todos los censos
agrícolas, estadísticas agrarias. El artificio cultural, cuan­
do quiere superar la naturaleza, deviene en agente de un
proceso del cual finalmente resultará víctima. La sabidu­
ría de un labriego es sutil, mágica, compleja. Registra
los más delgados cambios de viento, de las figuras de las
nubes, del aumento o disminución de las aguas, del entu­
siasmo o desfallecimiento de los follajes, de las rotacio­
nes de las estrellas. Lo que un labriego olvida lo recuerda
la tierra, y lo que la tierra recuerda es siempre grande, se
trate de largas lluvias o desamparadas sequías o urgentes
cielos bajo el sol. Sobre todo a las noches la tierra no las
olvida. De algún modo confía en ese inmenso viaje ilu­
minado, que algunos reconocen como un mapa resplan­
deciente.
# * *

El olvido del aire, como una moneda húmeda, no es el


vacío, sino el viento sin hojas, sin extensiones verdes, re­
corriendo su propio sueño. Podríamos ver un desierto in­
finitamente quieto, anclado en la sequía como en la noche
de un puerto, sin marea. Bastará el aletazo de agua de los
vientos, la luna roja de una ráfaga, y la contemplación nos
llevará hacia sí como hacia un viaje sin fronteras, como

83
dormimos en el corazón de un vértigo. La mano pura del
movimiento nos tomará venciéndonos sin exigencia, úni­
camente inermes a la sorpresa de girar, a la violencia lu­
minosa de abandonarnos a una estrella que no recuerda,
pues su memoria está en la luz y la luz no requiere para
vivir más que su próximo destello.
Fidelidad del viento a la montaña que va a nacer y que
se anuncia en la perplejidad de ese pájaro-sueño, ese pája­
ro-flor ya en su raíz volando, ese pájaro-flecha de siete
puntas que busca siete relámpagos simultáneos para dar
en el blanco.
* * *

Las palabras, como forma vana de compartir el universo,


tienen, con todo, un raro prestigio. Sin embargo, nadie
que quiera, por ejemplo, atraer agua para saciarse, reuni­
rá las sílabas que refieren esa obsesión de viaje que ali­
menta la tierra. Bastará con extender la mano, en alarde
fácil o fatigado, y allí estará la vasija o el manantial, la
palma cóncava y el río, el pozo o la botella que Ja permiten.
La sed y el gesto de agotarla son suficiente. Lo demás
queda afuera. La palabra que sostiene la sed, la que
pronuncia el ademán, la que convoca el agua.
La devoción de los pueblos míticos quiso creer que con
el deseo y con el nombre ritual del deseo se hacía propicia
la realidad. N o sabremos nunca la fortuna de estas invo­
caciones, pero sí sabemos que en nosotros son formas de
consecución siempre pospuestas.
# # *

El conjuro y la prédica, el razonamiento y el balbuceo,


son por igual maneras de estar, y de estar histórico. Me­
diante las palabras deducimos y conservamos un conoci­
miento, actuamos sobre la realidad, la modificamos. Si uno
solo de los conjuros o de los razonamientos nos permitie­
ran un acuerdo duradero con el mundo, habría por fin fe­
licidad o cualquier otra idea que implicara plenitud, de­
senvolvimiento armónico del hombre, edad de oro, N ir­
vana, Paraíso. Pero todo esto es nostalgia y la realidad se
mueve manejada por distintas potencias. Si la civilización

84
cambia el mundo, no sabemos muy bien qué dirección
lleva ese cambio, ni siquiera si lleva alguno, salvo hacia
estadios que el hombre prodigiosamente ha figurado como
infernales, círculos de impiedad que ascienden y descien­
den con minuciosa desventura. La conciencia crítica no
constata otra cosa, a pesar de todos los augurios de la
conciencia ilusa, aferrada con boba beatitud a un progreso
moral que se traiciona en todo momento y en todas par­
tes-
El otro progreso, el de la ciencia y la tecnología, tiene
ya representación en uno de los Caprichos registrados por
Goya: El Sueño de la Razón produce monstruos, en el
cual el pintor se abandona a la visita onírica de lechuzas
y murciélagos, y a la vigilancia de un gato de maleficios,
auspiciador nocturno y acechante.

# # #

El ojo que ve, no ve lo mismo que nombra la boca. La


mano que palpa no palpa nunca lo que la boca nombra.
La mano que escribe, no escribe nunca lo que palpa la
mano y lo que el ojo ve. Las palabras entorpecen, enton­
ces, la anulación de la distancia entre la mirada y el árbol,
los dedos y la calma rugosa' de una porción de arena.
Cualquier vocablo que interpongamos entre un árbol agi­
tado por la lluvia y su contemplación, reduce la experien­
cia. Si el árbol es un eucaliptus, por ejemplo, no sabría­
mos más acerca del húmedo movimiento de sus ramas si
ignorásemos su nombre. El árbol tendrá siempre una ca­
bellera de agua que el viento desordena, llámese eucaliptus
o castaño, o abedul. Asimismo con los dedos que se plie­
gan al contacto de fiebre de la arena. Los antiguos fenicios
tenían un nombre de su lengua que buscaba la arena. Sin
embargo, dejaron correr entre sus dedos la misma sus­
tancia granulosa, hecha de la desagregación de rocas cris­
talinas o de sílice impuro. Henos aquí; fenicios y contem­
poráneos, comprobando esa materia que sostiene las in­
mediaciones del mar y llamándola de manera distinta.
Pero la arena es la misma y esa complicidad nos hermana.
La evidencia simple de haberla palpado alguna vez, en
el siglo X X IV antes de nuestra era, o apenas un año atrás,
dice más de la misma arena que de los nombres que pudiera

85
otorgársele. La naturaleza acostumbra ser indiferente a los
siglos y a todo cuanto los hombres ponen en ellos. Los
hombres resbalan sus ojos por las aguas de una cascada,
pero la cascada resbala sus aguas antes que mirada alguna
la viera, y seguirá fluyendo después.

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INDICE

5 / Grandes sueños
7 / Saludo a Vallejo
1 0 /D e b e r del arte
12/H ölderlin saluda las estatuas
1 4 / La cabaña de Poe
1 7/ E l cielo verde de la Martinica
1 9/ E l río
2 1 / Junto a vientos de invierno
23 / Los caminos, los viajeros
25 / Una palabra en el verano
27 / El viejo que mira el mar
2 9 / U n a isla
32 / Apagar el sol en otros hombres
35 / Ramos Sucre, el aún desconocido
37 / Amanecer de las islas
3 9 / L a s palabras verdaderas
42 / Rotación de los días
44 / La pesadilla de Borges
47 / Elocuencia y verdad
4 9 / L o s rabiosos días de Dylan Thomas
5 1 / Vida y poesía
5 3 / E l gesto verdadero
55 / Costumbre de sequía
57 / El corazón es un cazador solitario
60 / Los negros ganan a veces
62 / La propia muerte
6 5 /M octezum a y la espiga de fuego
68 / Quevedo, el otro, el desollado
70 / Mundo bárbaro y avaro
72 / Paisano
75 /L o s muertos jóvenes
7 7 /L a mujer de la noche
7 9 /S a lu d o a Van Gogh
82 / Anotaciones a la orilla de los días
ESTE LIBRO SE TERMINO DE
IMPRIMIR EL DIA 19 DE AGOSTO
DE M IL NOVECIENTOS OCHENTA
Y DOS E N L A S P R E N S A S
VENEZOLANAS DE E D I T O R I A L
ARTE, E N LA CIUDAD DE
CARACAS
FU N D A R TE

Fundación para la Cultura y las Artes del Distrito Federal

Nacido en Caracas en 1946, Eleazar León ha ido


perfilando, lenta pero tesoneramente, un mundo
propio dentro de la nueva poesía venezolana a través
de libros como Por .lo que tienes de ceniza, U.C.V.,
1974; Estación durable, Monte Avila, 1976; Cruce de
caminos, U.C.V., 1977. Licenciado en Letras,
Eleazar León dirige actualmente el Taller de Poesía
de la Escuela de Letras de la Universidad Central de
Venezuela.
Este conjunto de reflexiones sobre la poesía, los poetas,
el arte, muestran un nuevo aspecto de su
preocupación estética y humanística. Sin ser
propiamente ensayos — rigor y acaso solemnidad
que el autor ha querido evitar— estos textos son
diversos modos de invitación a acércanos, tal vez a
entrar, a ese mundo de libros y autores, de viajes y
reflexiones en torno al arte. L a palabra del poeta
alienta en cada vocablo, en la respiración de una
prosa pulcra y musical que dibuja sus temas no desde
la erudición o la probación de una determinada
razón, sino desde el respeto y la admiración por cada
cosa tratada. Por eso no es un libro para discutir
ni polemizar; es un aliado para conversar, una
invitación a compartir.

Cuadernos de Difusión / 78

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