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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo


Fundamentos de
los Estudios
Literarios

Selección de textos
de narrativa breve
2018

Carrera de Letras
Carrera de Francés
FFyL – UNCuyo
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
ÍNDICE

La pata de mono…………………………………………………………………………………………………..3
William Wymark Jacobs (Reino Unido, 1863 — 1943)

El nacimiento de la col…………………………………………………………………………………………10
Rubén Darío (Nicaragua, 1867 — 1916)

La mujer del almacén……………………………………………………………………………………………11


Katherine Mansfield (Nueva Zelanda, 1888 — Francia, 1923)

Los dos reyes y los dos laberintos……………………………………………………………………….20


Jorge Luis Borges (1899—1986)

Lo secreto……………………………………………………………………………………………………………..21
María Luisa Bombal (Chile, 1910—1980)

Circe………………………………………………………………………………………………………………………24
Julio Cortázar (Argentina, 1914—1984)

Progenie………………………………………………………………………………………………………………..31
Philip Kindred Dick (Estados Unidos, 1928—1982)

El cenizo………………………………………………………………………………………………………………..46
Jorge Zuhair Jury (Argentina, 1937—…)

Parece una tontería……………………………………………………………………………………………..58


Raymond Clevie Carver (Estados Unidos, 1939—1988)

La cifra del Cuyano Salamanquero……………………………………………………………………..76


Bettina Ballarini (Argentina, 1960-…)

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
1. La pata de mono
William Wymark Jacobs (Reino Unido, 1863 — 1943)
I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban
cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez, el primero tenía ideas personales
sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba el comentario de la
vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo
advirtiera.
—Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.
—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.
—Mate —contestó el hijo.
—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia—
De todos los barriales, este es el peor. El camino es un pantano. No sé en qué piensa la gente.
Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras
murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre
se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta, lo oyeron condolerse con el recién
venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido con los ojos salientes y la cara rojiza.
El sargento mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó
la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y
ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero
que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era
apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.
—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.

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—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando
levemente, volvió a sacudir la cabeza.
—Me gustaría ver esos viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue,
Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
—Nada —contestó el soldado, apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.
—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgano el sargento.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los
labios; volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo el sargento
mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
—Un viejo faquir le dio poder mágico —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy santo... Quería
demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele
impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron, que sus risas desentonaban.

—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

—Las he pedido —dijo, y su rostro, curtido palideció.


—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
—Se cumplieron —dijo el sargento.
—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera, fue la muerte. Por
eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White—.
¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha
causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es
un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría?
—No sé —contestó el otro—. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
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—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
—Si usted no la quiere, Morris, démela.
—No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de
lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

—¿Cómo se hace?
—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe
temer las consecuencias.
—Parece de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No le
parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del
sargento.

—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White—, pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la
comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del
sargento en la India.

—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el
forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos
gran cosa.
—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo
obligué. Insistió en que tirara el talismán.
—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar
tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó perplejamente.

—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo.
—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano
sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara
solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

—Quiero—doscientas—libras —pronunció el señor White.


Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo
corrieron hacia él.

—Se movió —dijo mirando con desagrado el objeto y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano, como
una víbora.

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—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—.
Apostaría que nunca lo veré.
—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte
que nunca. El señor White se sobresaltó cuando se golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio
inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en el medio de la cama —dijo Herbert
al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará
cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad, y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era
tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua
para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la
mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus
temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior, y esa pata de
mono, arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White— ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas
tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes, en esta época? Y si consiguieran las doscientas
libras, ¿qué mal podrían hacerte?
—Pueden caer de arriba y lastimarle la cabeza —dijo Herbert.
—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre.
—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert levantándose de la
mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó, hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del
comedor, se burló de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta, corrió
a abrirla y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre, se refirió con cierto malhumor a los militares
de costumbres intemperantes.

—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.
—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo
jurarlo.
—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.
—Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa
y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y
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reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón, por fin se
decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del
almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía
disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó
cortésmente que les dijera el motivo de la visita, el desconocido estuvo un rato en silencio.

—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.


La señora White tuvo un sobresalto.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias,
señor. —Y lo miró patéticamente.
—Lo siento... —empezó el otro.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.


—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la
confirmación de sus temores, en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su
marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.


—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana, tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como
en sus tiempos de enamorados.

—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

—La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin
darse vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco a las
órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

—Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niega toda responsabilidad en el
accidente—prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le
remiten una suma determinada.

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El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios
secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

—Doscientas libras —fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y
se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto
y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa
que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa
desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no
tenían nada que decirse, sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se
encontró solo. El cuarto estaba a oscuras, oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó
en la cama para escuchar.

—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a tomar frío.


—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados
de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

—La quiero. ¿No la has destruido?


—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

—Sólo ahora he pensado ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
—¿Pensaste en qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió enseguida—. Sólo hemos pedido uno.
—¿No fue bastante?
—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo
vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

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—Dios mío, estás loca.
—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela:

—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.


—Nuestro primer deseo se cumplió ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
—Fue una coincidencia.
—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer. El marido se dio vuelta y la miró.
—Hace diez días que está muerto y además —no quiero decirte otra cosa— lo reconocí por el traje.
Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
—Tráemelo —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su
lugar. Tuvo miedo que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes que él
pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la
mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y
blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

—Pídelo —gritó con violencia.


—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió la mujer.

El hombre levantó la mano.

—Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer
en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de ahí,
hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer, que estaba en la ventana. La vela se
había consumido; hasta apagarse, proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto
después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron, escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva, el señor
White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro;
simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su
cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

—¿Qué es eso? —gritó la mujer.


—Una laucha —dijo el hombre—. Una laucha. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
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—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltaran—. Me había olvidado que
el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.
—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras
bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer,
anhelante:

—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...—. Los golpes volvieron a resonar en toda la
casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el
mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la
puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio
valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

FUENTE: The Lady of the Barge, 1902


***

2. El nacimiento de la col
Rubén Darío (Nicaragua, 1867 — 1916)

En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores fueron creadas, y antes de que Eva fuese
tentada por la serpiente, el maligno espíritu se acercó a la más linda rosa nueva en el momento en que
ella tendía, a la caricia del celeste sol, la roja virginidad de sus labios.
—Eres bella.
—Lo soy —dijo la rosa.
—Bella y feliz — prosiguió el diablo—. Tienes el color, la gracia y el aroma. Pero…
—¿Pero?...
—No eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de bellotas? Ésos, a más de ser frondosos, dan
alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen bajo sus ramas. Rosa, ser bella es
poco…

La rosa entonces —tentada como después lo sería la mujer— deseó la utilidad, de tal modo que
hubo palidez en su púrpura.
Pasó el buen Dios después del alba siguiente.

—Padre —dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza—, ¿queréis hacerme útil?
—Sea, hija mía —contestó el Señor, sonriendo.
Y entonces vio el mundo la primera col.

FUENTE: Periódico La Tribuna, Buenos Aires, 1893


***
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1. La mujer del almacén
Katherine Mansfield (Nueva Zelanda, 1888 — Francia, 1923)

Durante todo el día hizo un calor terrible. El suelo levantaba un viento cálido, que silbaba entre los
montecillos de hierba y se arrastraba por todo el camino, empujando. El blanco polvo calcáreo se
elevaba en remolinos, impulsado por el viento, envolviéndonos la cara y posándose sobre nuestros
cuerpos como otra piel reseca e irritante. Los caballos iban con paso lento, resoplando. El que llevaba la
carga estaba enfermo, con una gran llaga abierta que hería su vientre. De vez en cuando se detenía en
seco, giraba la cabeza para mirarnos, como a punto de llorar, ¿relinchando? Cientos de alondras gemían
en el aire. El cielo se había teñido de un color brilloso y los gemidos de las alondras me parecieron los
que hacía la tiza al escribir en un pizarrón. Se veía sólo una extensión de manojos de hierba, una fila
tras otra de montones de hierba, con alguna flor púrpura perdida o zarzas secas cubiertas de telarañas
densas.
Jo cabalgaba adelante. Llevaba una camisa azul de tela gruesa, pantalones de pana y botas altas de
montar. Un pañuelo blanco con lunares rojos —parecía que acababa de limpiarse la sangre de las
narices— le rodeaba el cuello. Bajo las alas anchas de su sombrero se veían mechones de cabellos
blancos; sus cejas y el bigote estaban cubiertos de polvo. Jo cabalgaba balanceándose muy suelto sobre
la silla y se quejaba de tanto en tanto. Ni una sola vez en el día, cantó aquello que decía:
“No me interesa, porque verás, tengo a mi suegra siempre delante”.
Era el primer día, luego de un mes de estar juntos, en que no le habíamos oído canturrear aquella
canción. Su silencio nos ponía melancólicos. Jim iba junto a mí, blanco de polvo, de la cabeza a los pies.
Su rostro parecía el de un payaso y sus ojos negros brillaban más que nunca en esa máscara
empolvada; a cada rato, sacaba la lengua para humedecerse los labios. Su chaqueta corta, de tela
gruesa de algodón y los pantalones azules, sostenidos por un cinturón muy ancho, mostraban su color
ante los huecos abiertos en la capa de polvo. Apenas si habíamos cruzado algunas palabras desde el
amanecer.
A mediodía nos detuvimos junto al borde barroso de un arroyo para almorzar galletas duras y
duraznos.

—Tengo el estómago como buche de gallina —dijo Jo—. Veamos, Jim: tú que eres el guía de nuestro
grupo, ¿dónde diablos está ese almacén del que siempre nos hablas? “Por supuesto”, nos dices,
“yo conozco un buen almacén, con sus troncos gruesos para atar los caballos y una pradera verde
bordeada por un arroyo. Su dueño es un buen amigo mío”, nos has dicho, “un tipo correcto que
te ofrece un trago de whisky y luego te da la mano”. Me gustaría ver ese almacén, Jim, aunque
sólo fuera para calmar mi curiosidad. No quiero decir con eso que dude de tu palabra, tú lo sabes
muy bien, pero…

Jim se echó a reír.

—No olvides que en el almacén hay una mujer, Jo; una hermosa mujer de ojos azules y cabello rubio
como el oro, que te ofrece algo mejor que el whisky antes de estrecharte la mano. Métete eso en
la cabeza y no lo olvides.
—El calor te debilita la cabeza —comentó Jo, subiendo al caballo. Clavó las espuelas en los ijares y
nosotros lo seguimos unos metros más atrás. A poco de andar me quedé medio dormida sobre la
silla y, entre sueños, tuve la desagradable sensación de que todos los caballos se detenían. De
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pronto me vi encima de un caballito de madera y mi madre, que se hallaba detrás de mí, me
retaba por levantar tanto polvo de la alfombra. “La has gastado tanto que sus hermosos dibujos
desaparecieron”, me decía y se abalanzó sobre mí para darme un golpe en los riñones. Empecé a
llorar en voz baja y me desperté asustada y encontré a Jim inclinado sobre mí, sonriendo con
malicia.
—Esa sí que es buena —me dijo—. Acabo de sorprenderte. ¿Qué te sucede? ¿En qué mundo
andabas?
—Ninguno —le respondí con énfasis, alzando la cabeza—. ¡Gracias a Dios, por fin llegamos a alguna
parte!

Estábamos al pie de la colina y, más abajo, se veía un techo de chapa acanalada. Ocupaba el centro
de un amplio jardín, distanciado del camino. A su alrededor, una pradera verde se extendía con un
arroyo zigzagueante. El paraje estaba aislado por una cantidad de sauces jóvenes. Por la chimenea,
ascendía recto un hilillo de humo azul, asomando por un rincón del techo. Mientras observaba la forma
de aquel cobertizo vi salir a una mujer seguida por una niña y un perro ovejero. La mujer parecía llevar
en la mano una larga vara negra. Nos había visto y estaba haciéndonos alguna seña. Los caballos
soltaron un prolongado y sonoro resoplido final. Jo se quitó el ancho sombrero, dio un grito, sacó pecho
y empezó a cantar aquello de “no me interesa, porque ya ves…” De repente, el sol reapareció entre las
nubes pálidas e iluminó con brillosos resplandores aquella escena. Uno de los rayos acentuó el cabello
rubio de la mujer, resplandeció el delantal agitado por el viento y brilló también el rifle que llevaba en
la mano. La chiquilla se escondió detrás de su madre, y el perro ovejero, de pelaje blanco y sucio,
regresó trotando al cobertizo, con la cola entre las patas. Tiramos de las riendas, los caballos se
detuvieron en seco y desmontamos.

—¡Hola! —gritó la mujer—. Creía que eran tres buitres. Mi chica llegó corriendo, azorada. “Mamá”,
me dijo, “vienen bajando por la colina tres cosas grises”. Yo me preparé para recibirlas, estén
seguros de eso. “Tienen que ser buitres”, le respondí a la chica. No saben la cantidad de buitres
que hay por aquí.

La niña nos dirigió la mirada con uno de sus ojos, por detrás de las faldas de su madre, y se ocultó de
nuevo.

—¿Dónde está su hombre? —preguntó Jim.

La mujer parpadeó rápidamente, se pasó una mano por la boca y giró la cabeza para observarnos.

—Se fue a la esquila —nos dijo, demorando su respuesta—. Hace casi un mes que anda fuera.
Supongo que no permanecerán aquí, ¿verdad? Una tormenta se avecina.
—No se intranquilice, pero nos quedamos —afirmó Jo—. ¿De modo que está sola, señora?

Permaneció quieta, con la cabeza gacha y empezó a acomodar los pliegues del delantal. Luego nos
miró de reojo, uno a uno, con una expresión de pajarito hambriento. Me sonreí al pensar en la burla
que le había hecho Jim a Jo, hablándole siempre sobre aquella hermosa mujer del almacén. Cierto era
que ella tenía los ojos azules y el poco pelo que le quedaba era rubio como el oro viejo, pero no era
bonita. Su figura tenía un aspecto ridículo que daba lástima. Al observarla, se tenía la impresión de que
bajo su blanco delantal, sólo había palos y alambres retorcidos. Los dientes de delante le faltaban, sus
manos largas, agrietadas y enrojecidas, le colgaban inútiles de los brazos y llevaba un par de botas de
hombre arrugadas, cubiertas de polvo.
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—Voy a soltar los caballos en el prado —dijo Jim—. ¿No tiene por casualidad algún linimento? El
pobre Poi tiene una llaga hecha un demonio.
—¡Un momento! —gritó la mujer con algo de histérica. Se quedó en silencio, mirándonos, llena de
ira: las narices se le dilataron, temblándole al respirar. Y volvió a gritar con el mismo tono chillón
—. Es mejor que no se detengan. Váyanse y se acabó. No quiero que los caballos pasten en mi
prado. Tienen que irse; no tengo nada para ofrecerles.
—¡Vaya, que me cuelguen! —dijo Jo sorprendido. Me apartó hacia un costado—. El diablo salió de
su cuerpo —murmuró—. Será porque hace tiempo que está sola. Si la tratamos con respeto,
volverá a la coherencia.

Pero no fue necesario poner en práctica la propuesta. La mujer había vuelto a sus cabales por sí sola.

—Quédense, si quieren —nos dijo de mala gana, encogiendo los hombros. Luego giró y me dijo—: Si
viene conmigo, le daré el linimento para el caballo.
—Muy bien, yo se los llevaré después al prado.

Seguí por el largo sendero que atravesaba el jardín. A ambos lados había plantado repollos y tal vez
por eso el lugar olía a agua podrida. También había flores: una fila de amapolas dobles y toda una
plantación de arvejillas de olor. Me llamó la atención una porción de tierra removida en medio de las
flores, señalada por hileras de conchas y caracoles. Al rato advertí que aquel terreno pertenecía a la
niña, porque al pasar frente a él se desprendió de las faldas de su madre y corrió para escarbar esa
porción de tierra con una percha rota. El perro atravesaba el umbral de la puerta, matando las pulgas a
mordiscos. La mujer lo apartó de nuestro camino, de una patada.

—¡Eh, fuera de aquí, bestia inmunda…! La casa está desordenada. No tuve tiempo de arreglarla…
Estuve planchando. ¡Adelante!

La “casa” era tan sólo una habitación amplia cuyas paredes estaban empapeladas con las hojas de
viejos diarios londinenses. A primera vista, me pareció que el número más actual era de la época del
jubileo de la Reina Victoria. Había una mesa con una tabla de planchar, un cubo de agua, algunos
recipientes de madera, un diván desarmado con un forro de crin negro y varias sillas de cañas rotas y
apoyadas contra la pared para que no se cayeran. La repisa que se hallaba encima de la estufa estaba
adornada con papel encarnado, flores, tallos y hojas secas en floreros cubiertos de polvo y con una
imitación de Richard Seddon en colores. Había cuatro puertas: una, por el olor, parecía dar al almacén;
la otra, seguramente al patio trasero; en la tercera, que estaba entreabierta, se podía ver una cama. Las
moscas, volando en bandada, zumbaban contra el cielo raso. Y sobre las cortinas de la única ventana
tenía adheridos papeles matamoscas y un montón de tréboles secos.
De repente me encontré sola en la amplia habitación. La mujer se había ido al almacén a buscar el
linimento. Oía sus pasos recios y sus murmullos groseros. Hablaba sola, se preguntaba y se respondía:
“Tengo linimento”, decía. “¿Dónde habré puesto la botella? Estará detrás del frasco de los pepinillos…
No está”. Desocupé un rincón sobre la mesa para sentarme allí, balanceando las piernas. Oía la lejana
voz de Jo, cantando en el prado y los golpes del martillo de Jim clavando las estacas para afirmar la
tienda de campaña. Era el momento del crepúsculo. En Nueva Zelanda los días no gozan de la
penumbra del poniente: tienen una media hora de luz extraña y siniestra, donde todo es grotesco,
deforme y espantoso, como si el alma salvaje del país emergiera de repente sobre antiguos poderes y
renegara de lo que contemplaba. Al verme sola en la gran habitación, iluminada por la escabrosa luz del
poniente neocelandés, sentí miedo. Aquella mujer tardaba demasiado en encontrar el linimento. ¿Qué
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estaría haciendo allí dentro? Me pareció que la había oído golpear con las manos alguna mesa y la
escuché quejarse otra vez, luego toser y limpiarse la garganta. Tuve deseos de gritar que regresara,
pero me contuve y esperé en silencio. “¡Qué vida atroz, Dios mío!”, pensaba yo. “¿Cómo será eso de
compartir un día tras otro, con esa niña roñosa y el perro sucio siempre cerca? ¿Qué será eso de
planchar aquí y de…? ¡Loca! ¡Claro que está loca! Quisiera saber hace cuánto tiempo que vive aquí.
Quisiera que me hablara…”

En ese preciso momento, la mujer asomó su largo perfil por la puerta.

—¿Qué era lo que querían? —me preguntó.


—Linimento.
—¡Ah, me había olvidado! Ya lo encontré. Estaba junto al frasco de pepinillos —al decir esto, me
alargó la botella—. Se la ve nerviosa —agregó—. Le voy a preparar unos panecillos dulces para la
cena. Hay un poco de lengua en el almacén y si les gusta, cocinaré un repollo.
—Muy bien, gracias —repuse sonriendo—. Luego venga a nuestra tienda, en el prado, y lleve a la
niña para que nos acompañe a tomar la merienda.
Sacudió la cabeza, mostrando los labios.
—Oh, no. Creo que no iremos. Les mandaré a la niña con las cosas, cuando termine de cocinar los
panecillos. ¿Quiere que le amase algunos más para llevarlos mañana?
—Gracias.
Se quedó de pie en la puerta, apoyada contra el marco.
—¿Qué edad tiene la niña?
—En Navidad cumplirá seis años. Tuve muchos dolores de cabeza con ella, por varias cuestiones. No
pude darle leche hasta que la chica tuvo un mes, estaba desnutrida y flaca como una varilla.
—No se parece a usted. ¿Salió a su padre?

Así como se había exaltado antes, cuando nos indujo a que nos fuéramos, ahora se enfadó contra
mí.

—¡No! ¡No es verdad! —gritó hecha una furia—. Se parece a mí. Es mi vivo retrato. Hasta un ciego
puede verlo. —Luego, se dirigió a la niña, que seguía removiendo su terreno.
—Ven acá, rápido, Else, y deja de remover esa tierra.

Me encontré con Jo pasando sobre el cerco del prado.

—¿Qué tiene la vieja bruja en el almacén? —me preguntó.


—No sé. No entré.
—¡Vaya! ¡Qué tontería! Jim te anda buscando. ¿Qué estuviste haciendo durante todo este tiempo?
—Buscando el linimento. Oye, Jo: qué elegante y bien peinado estás.

Jo se había aseado, traía el pelo reluciente, peinado con raya al medio. Había elegido un saco limpio
por encima de la camisa. Me hizo un guiño.
Jim me quitó de las manos la botella de linimento. Me fui sola, a través del prado, donde los sauces
se juntan, para bañarme en el arroyo. El agua clara me cubría el cuerpo, suave como el aceite. Entre las
hierbas y las raíces de las orillas, el agua formaba orlas de espuma que se agitaban. Me quedé en el
agua mirando cómo los sauces movían sus hojas por un momento y luego las dejaba quietas. El aire
traía olor a lluvia. Me olvidé de la mujer y de su hija, hasta que regresé a la tienda. Jim estaba tendido

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sobre el césped, mirando el fuego de la hoguera que acababa de encender. Le pregunté si la chica había
traído algo de comer y dónde estaba yo.

—¡Bah! —repuso Jim con disgusto, girando su cuerpo para acostarse de espaldas y observar de cara
al cielo—. ¿No te has dado cuenta de que Jo está como embrujado? Se fue al almacén demasiado
prolijo y me dijo: “¡Que me cuelguen si esa mujer no es más bonita de noche que de día! De
todas maneras, muchacho, es carne de mujer”. Esas palabras me dijo.
—Recuerda que tú tienes la culpa por haber hecho creer a Jo, y a mí también, que había una mujer
bella en este almacén.
—No. No se trata de eso. Escucha: no puedo entenderlo. Hace cuatro años pasé por este lugar y
permanecí dos días aquí. El marido de esa mujer fue compañero mío cuando ambos
deambulábamos por las costas occidentales. Es lo que yo llamo un buen tipo, del tamaño de un
toro y con una voz similar a un trombón. La mujer había sido camarera en una cabaña de la costa,
hermosa como una muñeca. Cuando estuve en este almacén, cada quince días, la diligencia
pasaba. Todo esto era antes de que inauguraran el ferrocarril de Napier. Y puedo asegurar que
aquella mujer no perdía el tiempo. Recuerdo que me dijo, en un momento de confesión, que ella
besaba de ciento veinticinco maneras diferentes y todas sensuales e irresistibles.
—¡Vamos, Jim! Por supuesto que no se trata de la misma mujer.
—Tiene que serlo…, de otra manera no me lo explico. Lo que yo creo es que su marido se fue y la
abandonó. Que engañe a otro con la historia de la esquila. ¡Qué terrible soledad! Los únicos que
aparecerán por aquí, de vez en cuando, serán los maoríes.

A pesar de la oscuridad, divisamos el blanco delantal de la niña. Caminaba arrastrándose hacia


nosotros, con una enorme canasta al brazo y una olla de leche en la mano. Revisé dentro de la canasta
mientras la chica me miraba hacer.

—Ven aquí —le dijo Jim haciéndole gestos con el dedo.

Se acercó. La lámpara que colgaba del techo de la tienda la alumbró de cuerpo entero. Era una
pobre criatura escuálida y débil, con el cabello blancuzco y los ojillos tristes. Se había parado con las
piernas abiertas y el vientre al aire.

—¿Qué haces durante el día? —le preguntó Jim.

La chica escarbó con el dedo meñique su oreja, miró lo que había sacado y respondió:

—Dibujo.
—¿Eh? ¿Qué dibujas? ¡Deja de escarbarte las orejas!
—Dibujos.
—¿Dónde los haces?
—En papeles llenos de grasa, con el lápiz de mamá.
—¡Vaya! ¡Cuántas palabras de golpe! —Jim la miraba sonriendo, con algo de afecto—. ¿Ovejitas que
hacen beee y vaquitas que hacen mu?
—No. Todas las cosas. Los dibujaré a todos antes de que se vayan, a sus caballos y a la tienda y a ésa
con ningún vestido en el arroyo —dijo, señalándome a mí—. Yo la veía desde un lugar donde ella
no me veía.
—Te felicito —le respondió Jim—. Así llegarás lejos en la pintura.

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Entonces, le preguntó algo atrevido:

—¿Dónde está papá?

La chica pareció asustarse y comenzó a balbucear.

—No se lo voy a decir porque no me gusta su rostro. Y volvió a escarbarse la otra oreja.
—Bueno —le dije—. Vete a casa, llévate la canasta y avísale al otro hombre que venga a comer.
—No quiero.
—¡Te voy a dar una cachetada si no obedeces! —la amenazó Jim, con suma violencia.
—¡Ay, ay! Se lo diré a mamá, se lo diré a mamá —dijo la chica y salió corriendo.

Comimos hasta hartarnos. Había llegado la hora del café y los cigarrillos, cuando Jo regresó, muy
colorado y contento, con una botella de whisky en la mano.

—Bébanse los dos un trago —nos dijo alzando muy fuerte la voz y sacudiendo la botella en nuestras
narices—. ¡Vamos! ¡Levanten las copas!
—Ciento veinticinco maneras distintas… —le murmuré a Jim en el oído.
—¿Eh? ¿Cómo dicen? ¡Basta de eso! —dijo Jo, serio—. ¿Por qué se la agarran siempre conmigo?
Parecen niños de escuela dominical en una excursión. Si quieren saberlo, nos ha invitado a los
tres para que visitemos su casa esta noche y charlemos. Yo —levantó la mano, como si quisiera
detener nuestras felicitaciones antes de tiempo— he sabido tratarla y sé cómo tranquilizarla.
—Te creo —comentó Jim riendo—. Pero ¿te dijo dónde está su marido?

Jo lo miró entre sorprendido e irritado.

—En la esquila. Ella misma te lo dijo, idiota.

La mujer había limpiado y arreglado la habitación, incluso la adornó con un ramo de arvejillas en el
centro de la mesa. Fui a sentarme al lado de ella, frente a Jo y Jim. Además de las flores de adorno,
sobre la mesa había una lámpara de petróleo, la botella de whisky, vasos y una jarra de agua. La chica,
arrodillada en el suelo, dibujaba en un papel de envoltura. Me pregunté, sobresaltada, si acaso no
estaría reproduciendo la escena del arroyo.
No había duda de que Jo tenía razón cuando dijo que la mujer se vería mejor de noche. En verdad,
esa noche presentaba mejor aspecto. Las hebras de su cabello rubio estaban prolijas, recogidas y
alisadas, tenía cierto color en las mejillas y brillaban sus ojos. Y advertimos que sus pies se hallaban
apretados, bajo la mesa, por las botas de Jo. Su delantal grasoso había sido reemplazado por una falda
de lana negra y una blusa blanca. La chica llevaba una cinta azul en el pelo. Así, en la atmósfera
asfixiante de aquella habitación, entre el zumbido de las moscas que giraban en espirales ascendentes
hacia el techo y descendían sobrevolando la mesa, nos emborrachamos lentamente.

—Ahora escúchenme —interrumpió la mujer dando puñetazos sobre la mesa—. Hace seis años que
me casé y he tenido cuatro abortos. Le dije a mi marido: ¿Quién crees que soy yo para que me
tengas aquí? Si estuviéramos en la Costa, te haría colgar por infanticidio. Y le repetía: has
doblegado y sometido mi espíritu, me has arruinado el cuerpo, la apariencia. ¿Para qué? ¡Eso es
lo que quiero saber! ¿Para qué? —Se agarró la cabeza con las manos, apoyó los codos sobre la
mesa, mirándonos fijamente. Y comenzó a hablar de nuevo, con rapidez—. Durante días enteros,
que sumados formaban meses, me torturaban la cabeza aquellas dos benditas palabras. ¿Para
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qué? A veces estaba aquí, frente a la estufa, cocinando papas, y al levantar la tapa de la cacerola
para moverlas, oía las mismas palabras de siempre y no sólo aquel “¿Para qué?”, con las papas y
con la chica y con… Quiero decir que… quiero decir… —un ataque de hipo la interrumpió—.
¡Usted sabe lo que quiero decir, señor Jo!
—Lo sé —dijo Jo rascándose la cabeza.
—Lo peor era —continuó la mujer, inclinándose sobre la mesa— que me dejaba sola mucho tiempo.

Cuando las diligencias dejaron de venir, se iba por muchos días, semanas y hasta meses, dejándome
encargada del almacén. Y después regresaba, contento como en Pascuas. “¡Hola!”, me decía. “¿Cómo
has estado? Ven aquí y dame un beso”. Y yo iba. Y cuando me negaba a ser afectuosa, él volvía a irse, a
desaparecer sin decir nada. Aunque si yo me mostraba complaciente, también se iba. Cuando lo
recibía, esperaba hasta hacerme bailar sobre un dedo y después se despedía: “Bueno; hasta siempre.
Ya me voy”. ¿Y creen que yo podía retenerlo? ¡No! Yo, no.

—Mamá —gritó la chica—. Hice un dibujo de todos ellos, bajando por la colina, y de ti y de mí y el
perro, abajo.
—¡Cállate! —gritó la mujer.

La luz de un relámpago iluminó en forma eléctrica la habitación y a los pocos segundos se oyó el
sacudón del trueno.

—Menos mal que se larga —comentó Jo—. El clima nos ha estado sofocando desde hace tres días.
—¿Dónde está ahora su marido? —insistió Jim, acentuando cada palabra.

Metió la cabeza entre sus brazos, apoyados sobre la mesa, y empezó a lloriquear.

—Se ha ido a la esquila y otra vez me dejó —gritó entre gemidos.


—¡Eh! ¡Cuidado con esos vasos! —exclamó Jo—. Levante la cabeza y tome otro trago. No tiene
sentido alguno llorar por maridos ausentes. La has hecho buena, Jim.
—Señor Jo —suspiró la mujer, levantando la cabeza y secándose las lágrimas con la solapa de su
chaqueta blanca—, usted es un tipo decente. Si yo fuera mujer de secretos, le confiaría todo a
usted. Y no crea que me opongo a beberme otro vaso de whisky.

La luz de los relámpagos era cada vez más fuerte, lo mismo que la potencia de los truenos. Jim y yo
estábamos en silencio. La chica seguía de rodillas, apoyada en el banco y sin moverse. Tenía la punta de
la lengua fuera de la boca y, de vez en cuando, soplaba sobre el papel en que dibujaba.

—Es la soledad —exclamó la mujer, dirigiéndose hacia Jo, que la escuchaba con afecto—. Es la
tristeza de estar aquí, como una gallina ponedora en su nido.

Jo extendió su brazo sobre la mesa y tomó la mano de la mujer. A pesar de que la posición de los dos
parecía muy incómoda, sobre todo al servirse whisky y al beberlo, mantuvieron unidas sus manos,
como si estuvieran adheridas.
Me levanté para acercarme a la niña. Ella, por su parte, se incorporó con decisión y se sentó sobre el
banco y los papeles de sus dibujos, mirándome con desconfianza.

—No puede verlos —dijo, desafiante.


—Vamos, no seas tonta.
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Jim se acercó a nosotros. Los dos habíamos bebido bastante, tomamos a la niña por los brazos y la
arrancamos del banco para ver sus dibujos. Los analizamos y, para mi asombro, estaban bien hechos,
algo repulsivos y groseros. Eran las composiciones de un lunático, hechas con la habilidad de un
lunático. No había duda de que la niña tenía la mente perturbada. Y ahora se mostraba alegre de que
viéramos sus dibujos. A medida que los mostraba, sus nervios eran crecientes, reía, temblaba y tiritaba
en nuestros brazos con una fuerza muy particular.

—¡Mamá! —gritó en un momento dado, en un punto extremo de la excitación—. Voy a hacerles el


dibujo que tú me dijiste que no hiciera nunca. Lo haré ahora.

Con una velocidad inusitada, la mujer se levantó de la mesa, se lanzó hacia su hija y la golpeó con
brusquedad en la cabeza, con las dos manos abiertas.

—¡Te daré azotes desnuda si te atreves a decir eso otra vez! —le gritaba, convertida en una fiera.

Jo estaba muy embriagado como para darse cuenta de lo que sucedía. Jim tomó los brazos de la
mujer para que no siguiera pegando a la niña. La niña no lloró ni lanzó un solo grito. Al terminar el
forcejeo, se acercó pausadamente a la ventana y se quedó allí despegando las moscas del papel.
Todos volvimos a la mesa. Esta vez me senté junto a Jim para que la mujer se ubicara al lado de Jo y
se reclinara sobre su pecho. Nos quedamos los cuatro diciendo estupideces. “Este cayó cerca. Otro
más, y otro”, y Jo, justo en medio del estruendo de un trueno: “Ahora viene. Ya está. Agárrense. Ya
llega”, hasta que empezaron a caer gotas gruesas sobre el techo de chapas acanaladas, que
perturbaban.

—Será mejor que esta noche se queden a dormir aquí —dijo la mujer.
—Así es —afirmó Jo que, por otra parte, estaba más que interesado por el ofrecimiento.
—Saquen lo que necesiten de la tienda. Ustedes dos pueden dormir en el almacén junto con la niña,
que ya está acostumbrada a dormir allí y no le importará.
—Nunca he dormido ahí, mamá —interrumpió la niña.
—¡Cállate y no digas mentiras! El señor Jo puede dormir aquí.

La distribución de lugares resultó absurda, pero era inútil cambiar su propuesta. Sin duda, Jo y la
mujer ya se habían puesto de acuerdo.
Mientras ella organizaba este plan, Jo permaneció inmóvil en su silla, con una seriedad pocas veces
vista en él, con los carrillos enrojecidos y jugando con el bigote.

—Préstanos una linterna —dijo Jim—. Iré a buscar las cosas a la tienda.

Salimos juntos. La lluvia nos golpeaba la cara y al caminar sentíamos debajo de nosotros la tierra
blanda, como si fueran cenizas. Como niños frente a una aventura, y corriendo por el prado, saltando,
gritando, riendo entre el pavoroso estruendo de los truenos.
Al volver al almacén, la niña ya estaba acostada sobre el mostrador. La mujer nos entregó una
lámpara y Jo tomó, de manos de Jim, el bolso con su ropa y salió con la cabeza baja, cerrando la puerta.

—¡Buenas noches! —gritó desde el otro lado.

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Jim y yo nos dejamos caer sobre dos bolsas de papas, sin poder aguantar la risa. De las vigas del
techo colgaban bolsones repletos de cebollas y piernas de jamón. Por doquiera que miráramos se
hallaban los anuncios del “Café Camp” y estantes con latas de carne. Nos los mostrábamos uno al otro,
tratando de leer los títulos de letras más pequeñas, entre risas e hipos. La niña nos miraba desde el
mostrador, sin otra expresión que su mirada triste. De pronto, arrojó a un costado la frazada y saltó al
suelo. Se quedó donde había caído, muy seria, con su camisón de franela gris, rascándose el empeine
de un pie con la uña del dedo gordo del otro pie. No le prestamos casi nada de atención.

—¿De qué se ríen? —nos preguntó molesta.


—¡De ti! —repuso Jim, rápido—. De ti y de tu tribu, niña mía.

La niña se ofuscó de pronto y se daba golpes con los puños, gritando:

—¡No quiero…, no quiero que se rían de mí! ¡Malos! ¡Malditos!

Jim se acercó a la chica, la alzó con poca firmeza y la arrojó con violencia sobre el mostrador.
—¡Duérmete y calla! O dibuja, si quieres. Aquí tienes lápiz, y usa si quieres el libro de cuentas de tu
mamá.

Nos quedamos sentados en silencio, y entre el murmullo de la lluvia oímos claramente los pesados
pasos de Jo en el piso de madera de la habitación vecina, luego una puerta que se abría, y un rato
después, cerrarse la misma puerta.

—Es la soledad —murmuró Jim.


—¡Pobre de él! ¡Ciento veinticinco distintas maneras de besar, señor mío!

La chica arrancó violentamente una hoja del libro de cuentas de su madre y, desde el mostrador, la
arrojó hacia donde estábamos nosotros.

—¡Allí está! —nos dijo con su voz chillona de niña caprichosa—. Aunque no lo quiere mamá, lo hice.
Lo hice porque me encerró aquí, con ustedes. El dibujo que ella no quiere que haga. Dijo que me
mataría si lo hacía, pero lo hice igual. ¡No me importa! ¡No me importa!

La chica había dibujado a una mujer disparando un rifle contra un hombre y a la misma mujer
haciendo un foso en la tierra para enterrar al muerto. Saltó del mostrador y se puso a caminar por el
interior del almacén, mordiéndose las uñas. Jim y yo nos quedamos sentados sobre las bolsas, sin decir
palabra, al lado del dibujo, hasta que comenzó a aclarar. La lluvia había cesado y la niña dormía
respirando con dificultad. Salimos rápidamente del almacén y corrimos hacia el prado, a nuestra tienda.
En el cielo color rosa transitaban pequeñas nubes blancas y soplaba un viento frío con olor a hierba
mojada. Cuando montamos para partir, Jo salió de la casa y nos hizo señas de que nos fuéramos.
—Los alcanzaré después —gritó.

En el primer recodo del camino, perdimos de vista aquel lugar.

FUENTE: Rhythm (1912), escrito en 1912

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2. Los dos reyes y los dos laberintos
Jorge Luis Borges (1899—1986)

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las
islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan
perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se
perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios
y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia
(para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó
afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la
puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía
otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó
sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus
castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo
llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: “Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en
Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora
el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que
forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.” Luego le desató las ligaduras y lo
abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no
muere.

FUENTE: El Aleph, 1949

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
3. Lo secreto
María Luisa Bombal (Chile, 1910—1980)

Sé muchas cosas que nadie sabe.


Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.
Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.
Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una
luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.
Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno…
Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes
medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.
Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un
terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.
Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta
aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.
Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo
a una sirenita llorando.
Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro
impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse
dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y
que susurraba, susurraba… algo así como un mensaje.
¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?
No lo sé.
Por mi parte debo confesar que lo entendí.
Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de
suspirarnos al oído…

—Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción.
Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la
superficie de las aguas…

Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso,
acaecido igualmente allá en lo bajo.
Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y
que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.
Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas
estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.
Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente.
Ordenó levar ancla.
Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara
una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.
El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna,
color verde—umbrío, bañaba por parejo.
Sin embargo había aún peor:
Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—Condenado Mar —vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta.
Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida
hora…

Airado, volcó frente y largavista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que
velara esa luna de nefando resplandor.
Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.
Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo
invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.
Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras,
orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que no corría el menor
soplo de viento.

—A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a
reconocer la costa.

La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su


Capitán último en fila, arma de fuego en mano.
La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.
Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán.
Pero. . .

—Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y


los otros proseguir. Adelante.

Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se


había escapado para embarcarse en “El Terrible” (que era el nombre del barco pirata, así como el
nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y
contando cada uno de ellos.

—Vaya el lerdo… el patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan
pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su
cinturón salpicado de sangre.

“Niños a bordo” —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.

—Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en
esta arena los pies no dejan huella?
—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica este, seco y brutal.

Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico
se obstina en buscar la suya.

—Vamos, hijo —masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha
de tardar. . .
—Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias.

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Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.
“¿Dije Gracias?” —se pregunta El Chico, sobresaltado.
“¡Lo llamé: hijo!” —piensa estupefacto el Capitán.

—Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio…

Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.

—…del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted?
Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…
—¿Qué clase de bichos?
—Bueno, de estrellas de mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién
destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de
atracárseme…
—Ja. Y tú asustado, ¿eh?
—Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos
empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi
Capitán, tengo que decirle algo… y es que noté… que ellas sí dejaban huellas. . .

El terrible no contesta.

Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un
silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.
A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un
sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la
ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente
y resignado.

—Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.

Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito
y del mal humor.

—Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar…
sin embargo, nunca te oí blasfemar.
Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.

—Chico, dime, tú has de saber… ¿En dónde crees tú que estamos?


—Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho…
—Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas,
estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.

Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien
que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y
ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.
Fuente: La última niebla; La amortajada (1988), escrito en 1944

***
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4. Circe
Julio Cortázar (Argentina, 1914—1984)

And one kiss I had of her mouth,


as I took the apple from her hand.
But while I bit it, my brain whirled
and my foot stumbled; and I felt
my crashing fall through the tangled
boughs beneath her feet, and saw the dead
white faces that welcomed me in the pit.

DANTE GABRIEL ROSSETTI,


The Orchard—Pit.

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la
cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre.
Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras
con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia —“no porque yo lo crea, pero si fuese
verdad, ¡qué horrible!”— y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule.
Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en
Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia
con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a
estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo
puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. Ala de la casa de altos le negó el
saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a
los Mañara y acercarse —a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos
novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce
años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario
creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre
Celeste: “La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su
madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo
dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera
avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a
veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo—Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una
humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en
Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro
Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era
ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza
Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas —todavía estaba de negro— los
veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor
sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el
espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y
comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el

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antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con
ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le
andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a
acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus
dedos. la madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta
Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo —Mario vio dos en una sola tarde, en
San Isidro—, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco,
que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada.
Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado
a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron
demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la
incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una
pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue
otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero
de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una
noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba
todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la
compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido
fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene
un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la
estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía
ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros
sombreros para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que
anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de
ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los
patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los
sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió
Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en
esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz —Mario vería a veces el
tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito
arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para
el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro
las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara
de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo.
Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y
un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los
zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había
sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en
pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el
revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas
al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si
Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a
Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo
precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con
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una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de
sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez
jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba
proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le
extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia;
una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres
y que había volcado casi todas las botellas. “A Héctor...”, empezó plañidera su madre, y no dijo más por
no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los
novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas
nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue
comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con
teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga.
Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.

—Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. —Y lo miraron salir y se miraron
hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora
suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto
turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.

Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba
comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones.
Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la
manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos
bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para
mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón,
mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como
una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario
sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido
decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le
volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los
dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. El se
imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer
novio, pero vivo.”
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de
olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él
iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta
los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los
licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un
poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír,
pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no
se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio
encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que
absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni
mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro
cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta
tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía
—a veces, a solas— como íntimamente ajeno y oscuro.
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Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos.
Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En
diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices
un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se
ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de
luz naranja, de olor quemante. “Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso”, dijo una o dos veces.
Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban
como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al
pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El
alcohol es malo para el corazón”. Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación
que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los
Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los
bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina.
Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir
muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca
y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba —algo apenas amargo, con un asomo de menta
y nuez moscada mezclándose raramente—, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a
aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita
siguiente —también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano— le permitió probar otro
ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un
sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban
trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo
entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que
había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a
Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los
bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos
de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias.
Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía
despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde
debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la
penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día.
Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque
vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que
muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada
del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del
ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y
después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el
peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que
desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales,
su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su
respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en
habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente
prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado,
otro novio, el que sigue para morir.
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Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio
se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose,
sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar
los ojos y definir —con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia— el sabor de un
trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por
Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de
tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a
las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los
viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró
más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la
vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez
más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento
interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los
licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin
razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y
si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas
simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el
sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las
novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando
el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando
encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se
acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella
noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor),
como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas
caídas la noche de Rolo en el zaguán.
—El pez de color está tan triste —dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas
vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la
boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una
lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
—Hay que renovarle más seguido el agua —propuso.
—Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.

A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros
tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de
golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca —del velorio de Rolo— sujeta
sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo
como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse
y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa,
le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi
mágico.

—Entonces sos mi novio —dijo—. Qué distinto me parecés, qué cambiado.

Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su
cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina.
Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo
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abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el
tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos
del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara
y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del
hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo
y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano,
con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera
de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía
hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul,
Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Ultima Hora y los párrafos subrayados con tinta
azul. “Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares”.
Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron
alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era
regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda
desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se
propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de
esos rumores. Alos cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la
cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que usted tendría
cuidado con el escalón de la cancel”. Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario
pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda
de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en
diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y
hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían
menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería
guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por
encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que
hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a
ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas
fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que
no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de
Medrano y Rivadavia.

—Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden,
que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.
—Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
—Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...
—Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más
dura de lo que te pensás.
—Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja —atinó a decir indefenso Mario.
—No es por eso, sabés —Bebía su cerveza como para que le tapara la voz—. Antes fue igual, yo la
conozco bien.
—¿Antes de qué?
—Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.

Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de
despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar
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mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la
de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara
habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de
ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás
cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces.
Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia
creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara
le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de
unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos
curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más.
Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Ultima Hora. A una muda
consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón,
manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz
velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el
casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a
equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la
recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.

—Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama...

Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las
once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses
criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le
encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se
quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar
que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a
bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a
la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en
la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna
se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra
pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que
comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la
bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones —claro que si no tenía ganas, pero nadie le
merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto—. Le ofrecía el
bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con
una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había
bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto,
anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los
ojos crecidos —o era la sombra de la sala—, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi
un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como
si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los
flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante
en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa
blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados
con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del carapacho triturado.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo
que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se
cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de
lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y
apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y
delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había
encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la
casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba
seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor,
oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra,
pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela
otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que
habían estado ahí agazapados y esperando que él —por fin alguno— hiciera callar a Delia que lloraba,
hiciera cesar por fin el llanto de Delia.

FUENTE: Bestiario, 1951

***

5. Progenie
Philip Kindred Dick (Estados Unidos, 1928—1982)

Doyle tenía prisa. Tomó un vehículo de superficie, agitó cincuenta créditos ante el rostro del chofer
robot, se secó el rostro sudoroso con un pañuelo rojo que sacó del bolsillo, se desabrochó el cuello de
la camisa, continuó sudando, se humedeció los labios y tragó saliva lastimosamente durante todo el
trayecto hasta el hospital.
El vehículo de superficie frenó con suavidad frente al gran edificio del hospital, rematado por una
cúpula blanca. Ed saltó del coche y subió los escalones de tres en tres, abriéndose paso a empujones
entre los visitantes y enfermos convalecientes que paseaban por el amplio jardín central. Descargó su
peso sobre la puerta y desembocó en el vestíbulo, donde dejó patidifusos a los empleados y directivos
que estaban enfrascados en sus ocupaciones.
— ¿Dónde? —preguntó Ed, mirando alrededor.
Tenía las piernas separadas y los puños apretados, y jadeaba. Su respiración era ronca, como la de
un animal. En el vestíbulo se hizo el silencio. Todos habían dejado de trabajar para contemplarle.
— ¿Dónde? —repitió Ed—. ¿Dónde está ella? ¿Dónde están los dos?
Era una suerte que Janet hubiera dado a luz en ese día concreto. Próxima Centauri estaba muy lejos
de la Tierra y el servicio de transporte era malo. Ed, intuyendo el nacimiento de su hijo, se había
marchado de Próxima unas semanas antes. Acababa de llegar a la ciudad. Mientras depositaba su
maleta en la cinta transportadora de equipajes de la estación, un correo robot le entregó el mensaje:
Hospital Central de Los Ángeles. Ya.
Ed corrió, y mucho. Mientras corría, no dejó de sentirse complacido por haber adivinado el día
exacto, casi la hora. Una intuición excelente. Ya las había tenido antes, durante los años que pasó

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haciendo negocios en las «colonias», la frontera, la zona civilizada por la Tierra en la que todavía farolas
eléctricas iluminaban las calles y las puertas se abrían manualmente.
Iba a costarle acostumbrarse a aquello. Se volvió hacia la puerta por la que había entrado y se sintió
como un idiota. La había abierto de un empujón, haciendo caso omiso de la célula fotoeléctrica. La
puerta se estaba cerrando despacio. Se calmó un poco y guardó el pañuelo en el bolsillo. Los
empleados del hospital reanudaron su trabajo. Uno de ellos, un fornido robot último modelo, se acercó
a Ed y se detuvo.
El robot equilibró hábilmente su tablero de notas. Sus ojos fotoeléctricos examinaron las facciones
enrojecidas de Ed.

— ¿Me permite preguntarle a quién busca, señor? ¿A quién desea localizar?


— A mi esposa.
— ¿Su nombre, señor?
—Janet, Janet Doyle. Acaba de dar a luz.

El robot consultó su tablero.

—Por aquí, señor.

Se internó por un pasillo.


Ed le siguió, nervioso.

— ¿Se encuentra bien? ¿He llegado a tiempo?

La ansiedad le devoraba de nuevo.


—Se encuentra perfectamente, señor. —El robot levantó su brazo metálico y se abrió una puerta
lateral—. Entre, señor.

Janet, ataviada con un elegante traje de malla azul, estaba sentada ante un escritorio de caoba.
Sujetaba un cigarrillo entre los dedos, tenía las piernas cruzadas y hablaba con rapidez. Un médico bien
vestido, sentado al otro lado del escritorio, la escuchaba en silencio.

— ¡Janet! —exclamó Ed, entrando en la habitación.


—Hola, Ed —respondió ella, mirándole apenas—. ¿Acabas de llegar?
—Claro. ¿Ya..., ya ha terminado todo? Quiero decir... ¿Ya ha ocurrido?

Janet rio exhibiendo sus blancos y radiantes dientes.

—Por supuesto. Entra y siéntate. Te presento al doctor Bish.


—Hola, doctor. —Ed tomó asiento nerviosamente en un extremo de la mesa—. Entonces, ¿ya ha
terminado?
—El acontecimiento ya se ha producido —dijo el doctor Bish.

Su voz era débil y metálica. Sólo entonces comprendió Ed, sobresaltado, que el médico era un robot.
Un robot de alto nivel, de forma humanoide, no como los vulgares obreros de miembros metálicos. Le
había confundido. Había estado ausente tanto tiempo... El doctor Bish era regordete, parecía bien
alimentado, tenía facciones bondadosas y utilizaba gafas. Sus manos grandes y carnosas descansaban

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sobre la mesa; llevaba un anillo en un dedo. Traje a rayas finas y corbata. Un alfiler de corbata
adornado con un diamante. Uñas cuidadosamente arregladas. Cabello negro con raya en medio.
Pero su voz le había delatado. Eran incapaces de dotar a sus voces de un sonido realmente humano.
El sistema que combinaba aire comprimido con un disco giratorio era insuficiente. Por lo demás,
resultaba de lo más convincente.

—Tengo entendido que está establecido cerca de Próxima, señor Doyle —dijo el doctor Bish con
placidez.
—Sí —corroboró Ed.
—Está muy lejos, ¿eh? Nunca he ido allí, aunque tengo muchas ganas. ¿Es verdad que están a punto
de alcanzar Sirio?
—Escuche, doctor...
—Ed, no seas impaciente.

Janet apagó su cigarrillo y le dirigió una mirada de desaprobación. No había cambiado nada en seis
meses. Pelo rubio y cara menuda, boca roja, ojos fríos como piedrecitas azules. Y ahora, había
recuperado su perfecta figura.

—Le traerán dentro de unos minutos. Han de lavarle, ponerle gotas en los ojos y tomarle una foto de
las ondas cerebrales.
— ¿Le? Entonces, ¿es un chico?
—Por supuesto. ¿Ya no te acuerdas? Estabas conmigo cuando me dieron las inyecciones. Los dos
estuvimos de acuerdo. No habrás cambiado de opinión, ¿verdad?
—Demasiado tarde para cambiar de opinión, señor Doyle —señaló el doctor Bish con su voz
monótona, aguda y serena—. Su esposa ha decidido llamarle Peter.
—Peter —asintió con la cabeza Ed, algo aturdido—. Está bien. Lo decidimos los dos, ¿no es cierto?
Peter. —Dejó que la palabra sonara en su mente—. Sí, está muy bien. Me gusta.

La pared se desvaneció de súbito, pasó de ser opaca a transparente. Ed se volvió a toda prisa.
Contemplaron una habitación brillantemente iluminada, llena de aparatos médicos y enfermeros robot
vestidos de blanco. Un robot avanzó hacia ellos empujando un carrito.
En el carrito había un contenedor, un gran envase metálico.
La respiración de Ed se aceleró. Se sintió casi mareado. Se acercó a la pared transparente y se quedó
mirando el envase metálico del carrito.
El doctor Bish se puso en pie.

— ¿No quiere verle usted también, señora Doyle?


—Por supuesto.

Janet se acercó a la pared, colocándose junto a Ed. Observó con aire crítico, cruzándose de brazos.
El doctor Bish hizo una señal. El enfermero introdujo las manos en el envase y sacó una cubeta de
alambre, aferrando las asas con sus abrazaderas magnéticas. En la cubeta, goteando a través del
alambre, estaba Peter Doyle, todavía húmedo del baño, con los ojos abiertos de estupefacción. Era
todo rosado, a excepción de la franja de cabello que coronaba su cráneo y sus grandes ojos azules. Era
diminuto, arrugado y desdentado, como un sabio viejo y reseco.

—Dios mío —dijo Ed.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
El doctor Bish hizo una segunda señal. La pared se abrió. El enfermero robot entró en la habitación,
sujetando la cubeta goteante. El doctor Bish sacó a Peter de la cubeta y lo sostuvo en alto para
examinarlo. Le dio vueltas y vueltas, mientras le observaba desde cada ángulo.

—Creo que todo está correcto —dijo por fin.


—¿Cuál ha sido el resultado de la foto de las ondas cerebrales? —preguntó Janet.
—El resultado ha sido bueno. Indica excelentes tendencias. Muy prometedor. Alto desarrollo del...
—El doctor se interrumpió—. ¿Qué sucede, señor Doyle?

Ed había extendido las manos.

—Déjeme tomarle, doctor. Quiero abrazarle. —Sonrió de oreja a oreja—. Quiero saber si pesa
mucho. Parece muy grande.
El doctor Bish abrió la boca, horrorizado. Janet y él tragaron saliva.

—¡Ed! —exclamó Janet en tono áspero—. ¿Qué te pasa?


—Por el amor de Dios, señor Doyle —murmuró el médico.

Ed parpadeó.

— ¿Cómo?
—Si llego a imaginar que albergaba esa idea en su mente...

El doctor Bish devolvió rápidamente el niño al enfermero. Éste lo sacó de la habitación y lo introdujo
de nuevo en el envase metálico. El carrito y el robot se desvanecieron al instante, y la pared se ajustó
en su sitio con estrépito.
Janet, encolerizada, agarró a Ed por el brazo.

—¡Santo Dios, Ed! ¿Has perdido la cabeza? Vamos, salgamos de aquí antes que hagas otra
barbaridad.
—Pero...
—Vamos. —Janet dirigió una nerviosamirada al doctor Bish—. Ya nos vamos, doctor. Muchas gracias
por todo. No le haga caso. Lleva mucho tiempo fuera.
—Entiendo —dijo con suavidad el doctor Bish. Había recobrado su compostura—. Confío en verla
pronto, señora Doyle.

Janet empujó a Ed hacia el pasillo.


—Ed, ¿qué te ocurre? He pasado la mayor vergüenza de mi vida. —Dos círculos rojos teñían las
mejillas de Janet—. He estado a punto de darte una patada.
—Pero, ¿qué...?
—Ya sabes que no te está permitido tocarle. ¿Qué quieres hacer, arruinar su vida?
—Pero...
—Vamos. —Salieron a toda prisa al jardín del hospital. La luz del sol se derramó sobre ellos—.
Podrías haberle hecho un daño irreparable. Es posible que ya lo hayas hecho. Será culpa tuya si
crece descarriado y..., y neurótico y emotivo.

Ed se acordó de repente. Sus facciones reflejaron una enorme desdicha.

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—Tienes razón. Lo olvidé. Sólo los robots pueden acercarse a los niños. Lo siento, Jan. Me dejé llevar
por mis sentimientos. Espero que puedan remediar lo que hice.
— ¿Cómo pudiste olvidarlo?
—Todo es tan diferente en Prox...

Ed llamó con un gesto a un vehículo de superficie. Se sentía abatido y avergonzado. El conductor


frenó ante ellos.

—Jan, lo siento muchísimo. De veras. Estaba muy nervioso. Vamos a tomar una taza de café y
charlaremos. Quiero saber lo que te contó el médico.

Ed pidió una taza de café y Janet un coñac con hielo. El Salón de las Ninfas estaba totalmente a
oscuras, a excepción de una tenue luz que surgía de la mesa. Esparcía una pálida iluminación que
bañaba todo el local, un brillo fantasmal que no parecía brotar de ningún lugar en concreto. Una
camarera robot se movía de un lado a otro en silencio, sosteniendo una bandeja con bebidas. Se oía
débilmente música grabada que provenía de la parte trasera.

—Sigue —dijo Ed.


—¿Que siga?

Janet se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Sus pechos brillaron tenuemente a la
pálida luz.

—No hay mucho más que contar. Todo fue a pedir de boca. No duró mucho. Me pasé casi todo el
rato hablando con el doctor Bish.
—Me alegro de haber venido.
—¿Qué tal fue el viaje?
—Bien.
—¿Ha mejorado el servicio? ¿Dura tanto como antes?
—Más o menos igual.
—No entiendo por qué has de trabajar tan lejos. Está tan..., tan aislado de todo. ¿Qué te atrae de
allí? ¿Hay tal demanda de fontaneros?
—Son necesarios. Es una zona fronteriza. Todo el mundo desea comodidades. —Ed hizo un gesto
vago—. ¿Qué te dijo acerca de Peter? ¿Cómo será? Aunque supongo que es un poco pronto para
eso...
—Me lo iba a decir cuando empezaste a comportarte de aquella forma. Le llamaré por videófono
cuando lleguemos a casa. Su pauta ondularia debería ser buena. Proviene de la mejor materia
prima genética.
—Al menos, por tu parte —gruñó Ed.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
—No lo sé. No mucho. Tendré que regresar. Me gustaría verle de nuevo, antes de marcharme. —
Dirigió una mirada esperanzada a su mujer—. ¿Crees que será posible?
—Supongo que sí.
—¿Cuánto tiempo tendrá que quedarse allí?
—¿En el hospital? No mucho. Unos cuantos días.

Ed vaciló.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—No me refería al hospital exactamente. Me refiero con ellos. ¿Cuánto tiempo pasará antes que
podamos llevarle a casa?

Se hizo el silencio. Janet terminó su coñac. Se reclinó en la silla y encendió un cigarrillo. El humo,
mezclado con la pálida luz, flotó hacia Ed.

—Ed, me parece que no lo entiendes. Has estado fuera mucho tiempo. Han pasado muchas cosas
desde que tú eras niño. Nuevos métodos, nuevas técnicas. Ellos han descubierto muchas cosas
que ignoraban. Están haciendo progresos, por primera vez. Saben lo que deben hacer. Están
desarrollando una auténtica metodología para tratar a los niños. Para el período de crecimiento.
Desarrollo de las actitudes. Aprendizaje. —Dedicó una brillante sonrisa a Ed—. He estado leyendo
muchas cosas.
—¿Cuánto tiempo pasará antes que nos lo den?
—Dentro de unos días saldrá del hospital y lo llevarán a un centro de orientación infantil. Le
someterán a pruebas y estudios. Determinarán sus diversas capacidades y sus facultades latentes.
La dirección que parezca tomar su desarrollo.
—¿Y después?
—Después, le colocarán en la división educativa apropiada, para que reciba el aprendizaje correcto.
¡Ed, creo que va a ser alguien importante! Lo adiviné por la mirada del doctor Bish. Estaba
examinando las gráficas de sus pautas ondulatorias cuando entré. Había algo en su cara. ¿Cómo
podría describírtelo? —Buscó la palabra—. Bueno, casi..., casi una mirada de envidia. De
auténtica ambición. Se toman mucho interés en lo que hacen. Él...
—No digas él. Es una máquina.
—¡Ed, por favor! ¿Qué se te ha metido en la cabeza?
—Nada. —Ed bajó la vista, hosco—. Sigue.
—Quieren asegurarse que su aprendizaje sea el correcto. Mientras esté en esa institución, no
pararán de hacerle pruebas de inteligencia. Después, cuando cumpla nueve años, será transferido
a...
—¿Has dicho nueve años?
—Por supuesto.
—Pero entonces, ¿cuándo estará con nosotros?
—Ed, pensé que ya lo sabías. ¿He de repetirlo de nuevo?
—¡Por Dios, Jan! ¡No podemos esperar nueve años! —Ed se enderezó de un salto—. Nunca había
oído nada semejante. ¿Nueve años? Caramba, para entonces casi será un hombrecito.
—Exactamente. —Janet se inclinó hacia adelante, apoyando el codo desnudo sobre la mesa—.
Mientras crezca ha de estar con ellos, no con nosotros. Después, cuando termine de crecer,
cuando ya no sea tan dúctil, podremos estar con él cuanto queramos.
—¿Después? ¿Cuando tenga dieciocho años? —Ed se puso en pie de un salto, echando la silla hacia
atrás—. Voy ahora mismo a llevármelo.
—Siéntate, Ed. —Janet le miró con calma, uno de sus esbeltos brazos caído sobre el respaldo de la
silla—. Siéntate y compórtate como un adulto, para variar.
—¿Es que no te importa? ¿Te resulta indiferente?
—Por supuesto que me importa. —Janet se encogió de hombros—. Pero es necesario. De lo
contrario, no se desarrollará correctamente. Es por su bien, no por el nuestro. No existe para
nosotros. ¿Quieres crearle conflictos?

Ed se apartó de la mesa.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—Hasta luego.
—¿Adónde vas?
—A dar una vuelta. No soporto este tipo de lugares. Me molestan. Hasta luego.

Ed caminó hacia la puerta. Ésta se abrió. Ed salió a la calle, iluminada por el radiante sol de
mediodía. Parpadeó para acostumbrar su vista a la luz cegadora. La gente pasaba por su lado. Gente y
ruidos. Adaptó su paso al de la muchedumbre.
Estaba aturdido. Lo sabía, por supuesto. Oculto en el fondo de su mente. Las nuevas técnicas de
cuidar niños. Pero se trataba de un concepto abstracto. No tenía nada que ver con él. Ni con su hijo.
Pasear le tranquilizó. Se irritaba por nada. Janet tenía razón, por supuesto. Era por el bien de Peter.
Peter no existía para ellos, como un perro o un gato. Un animal doméstico tenía que rondar por la casa.
El niño era un ser humano, tenía su propia vida. El aprendizaje era para él, no para ellos. Servía para
desarrollarle, para desarrollar sus capacidades, sus potencias. Debía ser moldeado, debía realizarse,
adquirir confianza en sí mismo.
Nadie mejor que los robots para hacerlo, naturalmente. Los robots le formarían científicamente,
siguiendo una técnica racional, sin depender de caprichos emocionales.
Un robot no se enfadaba. Un robot no regañaba o se quejaba. No golpeaba ni gritaba a los niños. No
daba órdenes conflictivas. No discutía con sus iguales o utilizaba a los niños para sus propios fines. Y,
con robots de por medio, no podía existir el complejo de Edipo.
Nada de complejos. Se había descubierto mucho tiempo atrás que las neurosis se iniciaban durante
el aprendizaje infantil, según la educación recibida de los padres. Las inhibiciones, modales, lecciones,
castigos, premios. Neurosis, complejos, desarrollo mal encauzado, todo emanaba de la relación
subjetiva existente entre el niño y los padres. Si los padres, como factor, pudieran eliminarse...
Los padres nunca podían ser objetivos en lo referente a sus hijos. Siempre proyectaban sobre ellos
de una manera sesgada y emocional. Inevitablemente, el punto de vista de los padres estaba
distorsionado. Ningún padre podía ser el instructor idóneo de su hijo.
Los robots, en cambio, podían estudiar al niño, analizar sus necesidades, sus deseos, poner a prueba
sus capacidades e intereses. Los robots no intentarían obligar al niño a conformarse a un cierto molde.
El aprendizaje recibido se sometería a los intereses y necesidades indicados por el estudio científico.
Ed llegó a la esquina. El tráfico pasaba zumbando ante sus ojos. Avanzó, absorto en sus
pensamientos.
Oyó un sonido metálico y un estruendo. Unas rejas de acero cayeron frente a él para detenerle. Un
control de seguridad robot.

—¡Señor, vaya con más cuidado! —dijo una voz estridente, muy cerca de él.
—Lo siento.

Ed retrocedió. Las rejas de control se alzaron. Esperó a que el semáforo cambiara. Era por el bien de
Peter. Los robots le educarían bien. Más tarde, superado el período de crecimiento, cuando ya no fuera
tan manejable, tan sensible...

—Será mejor para él —murmuró Ed.

Lo repitió, a media voz. Algunas personas le miraron y enrojeció. Claro que sería mejor para él. Sin
duda alguna.
Dieciocho años. No podría estar con su hijo hasta que cumpliera dieciocho años. Prácticamente, un
adulto.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
El semáforo cambió. Ed cruzó la calle con los demás peatones, abismado en sus pensamientos,
procurando mantenerse dentro de la franja de seguridad. Era mejor para Peter. Pero dieciocho años era
mucho tiempo.

—Una barbaridad de tiempo —murmuró Ed, frunciendo el ceño—. Demasiado tiempo.

El doctor 2g-Y Bish examinó minuciosamente al hombre que se hallaba de pie frente a él. Sus relés y
bancos de memoria cliquetearon mientras reducían la identificación de imagen y transmitían diversas
comparaciones posibles a la computadora.

—Le recuerdo, señor —dijo por fin el doctor Bish—. Usted es el hombre de Próxima. De las colonias.
Doyle. Edward Doyle. Veamos. Fue hace algún tiempo. Deben ser...
—Nueve años —dijo Ed Doyle, sombrío—. Exactamente nueve años, casi coincidiendo con el día de
hoy. El doctor Bish entrecruzó las manos.
—Siéntese, señor Doyle. ¿En qué puedo servirle? ¿Cómo está la señora Doyle? Creo recordar que
era una mujer muy simpática. Mantuvimos una agradabilísima conversación durante su parto.
—Doctor Bish, ¿sabe dónde está mi hijo?

El doctor Bish reflexionó, tabaleando sobre el escritorio. Entrecerró los ojos mirando a la distancia.

—Sí. Sí sé dónde está su hijo, señor Doyle.

Ed Doyle se serenó.

—Estupendo.

Asintió con la cabeza y dejó escapar un suspiro de alivio.

—Sé exactamente dónde se halla su hijo. Le envié a la Estación de Investigaciones Biológicas de Los
Ángeles hace un año. Recibe en ella un aprendizaje especializado. Su hijo, señor Doyle, ha
demostrado capacidades excepcionales. Me atrevería a decirle que es uno de los pocos dotados
de posibilidades reales que hemos encontrado.

—¿Puedo verle?
—¿Verle? ¿A qué se refiere?

Doyle logró controlarse con un esfuerzo.

—Creo que me he expresado con claridad.

El doctor Bish se acarició la barbilla. Su cerebro fotoeléctrico zumbaba, trabajando a toda velocidad.
Mientras contemplaba al hombre sentado ante él, los interruptores lanzaban ondas de energía que
aceleraban el rendimiento y viajaban entre los electrodos con suma rapidez.

—¿Desea encontrarse con él cara a cara? Ése es un posible significado de la palabra que ha
empleado. ¿O quiere hablar con él? A veces, la palabra encubre un contacto más directo. Es una
palabra poco exacta.
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—Quiero hablar con él.
—Entiendo. —Bish sacó sin prisas unos formularios del distribuidor automático de su escritorio—.
Primero, tendrá que llenar los impresos de rigor, por supuesto. ¿Cuánto rato quiere hablar con él?

Ed Doyle clavó la vista en el rostro imperturbable del doctor Bish.

—Quiero hablar con él varias horas. A solas.


—¿A solas?
—Sin robots merodeando por las cercanías.

El doctor Bish calló. Acarició los papeles que sostenía y dobló las esquinas con las uñas.

—Señor Doyle —empezó con cautela—, me pregunto si se halla en el estado emocional apropiado
para visitar a su hijo. ¿Hace mucho que ha llegado de las colonias?
—Salí de Próxima hace tres semanas.
—Por tanto, ¿acaba de llegar a Los Ángeles?
—En efecto.
—¿Ha venido sólo para ver a su hijo, o por otros asuntos?
—Sólo para ver a mi hijo.
—Señor Doyle, Peter pasa por un período muy crítico. Ha sido trasladado recientemente a la
Estación Biológica para cursar estudios superiores. Hasta el momento, se le han impartido
conocimientos generales. Lo que nosotros llamamos el período no diferenciado. Acaba de entrar
en un nuevo período. Durante los últimos seis meses, Peter ha empezado a profundizar en su
interés específico, la química orgánica. Seguirá...
—¿Qué opina Peter sobre eso?
—No le comprendo, señor. —Bish frunció el ceño.— ¿Cómo se siente? ¿Es eso lo que desea?
—Señor Doyle, su hijo tiene la posibilidad de llegar a ser uno de los mejores bioquímicos del mundo.
Nunca nos habíamos encontrado, en todo el tiempo que llevamos trabajando en el aprendizaje y
desarrollo de seres humanos, con una facultad más despierta e integrada a la hora de asimilar
datos, construir teorías o formular elementos que la que su hijo posee. Todos los test apuntan a
que no tardará en llegar a la cumbre del campo que ha escogido. Sólo es un niño, señor Doyle,
pero quienes deben recibir una educación son los niños.

Doyle se levantó.

—Dígame dónde puedo visitarle. Hablaré con él dos horas y el resto dependerá de él.
—¿El resto?

Doyle apretó la mandíbula. Hundió las manos en los bolsillos. Su rostro enrojecido expresaba
firmeza y determinación. Después de los nueve años transcurridos se le veía más corpulento, robusto y
entrado en carnes. Su cabello ralo había encanecido. Utilizaba prendas holgadas, sin planchar. Parecía
obstinado.

—Muy bien, señor Doyle —suspiró el doctor Bish—. Tenga los papeles. La ley le permite ver a su hijo
siempre que lo solicite por los cauces reglamentarios. Puesto que ya ha terminado su período no
diferenciado, también podrá hablar con él durante noventa minutos.
—¿A solas?

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—Puede sacarle del perímetro de la Estación durante ese lapso. —El doctor Bish empujó los papeles
hacia Doyle—. Rellénelos y mandaré que traigan a Peter. —Miró con firmeza al hombre que se
hallaba de pie frente a él—. Espero que recuerde que cualquier experiencia emocional en este
período crucial puede inhibir seriamente su desarrollo. Él ya ha elegido su especialidad, señor
Doyle. Se le debe permitir madurar en este sentido, sin que ninguna situación le perturbe. Peter
ha estado en contacto con nuestro personal técnico durante todo su período de aprendizaje. No
está acostumbrado al contacto con otros seres humanos. Tenga cuidado.

Doyle no dijo nada. Tomó los papeles y sacó su estilográfica.


Apenas reconoció a su hijo cuando dos asistentes robot le sacaron del enorme edificio de hormigón
de la Estación y le depositaron a escasos metros del vehículo de superficie de Ed.
Ed abrió la puerta al instante.

— ¡Pete!

Su corazón latía violenta y dolorosamente. Contempló a su hijo acercarse al coche y arrugó la frente
bajo la brillante luz del sol. Serían cerca de las cuatro de la tarde. Una tenue brisa soplaba en el
estacionamiento, arrastrando algunos papeles y desperdicios.
Peter estaba delgado y caminaba con la espalda recta. Se detuvo. Sus ojos eran grandes, de color
castaño oscuro, como los de Ed. El cabello era claro, casi rubio. Más parecido al de Janet. Sin embargo,
había heredado la mandíbula de Ed, la línea firme, bien proporcionada y dibujada. Ed le sonrió. Habían
pasado nueve años. Nueve años desde que el enfermero robot había levantado el envase del carrito
para enseñarle el diminuto bebé arrugado, rojo como una langosta hervida.
Peter había crecido. Ya no era un bebé. Era un jovencito orgulloso y serio, de rasgos firmes y grandes
ojos.

—Peter —dijo Ed—, ¿cómo estás?

El muchacho se detuvo junto a la puerta del coche. Miró a Ed con calma. Sus ojos parpadearon,
abarcando el coche, el chofer robot, el hombre corpulento vestido con un arrugado traje de tweed que
le sonreía nerviosamente.

—Entra, entra—Ed se acercó—. Vamos. Iremos a pasear por ahí.

El muchacho le miró de nuevo. De pronto, Ed fue consciente de las bolsas que hacía su traje, de sus
zapatos sucios, de su barbilla mal afeitada. Se sonrojó, sacó su pañuelo rojo del bolsillo y se secó la
frente, nervioso.

—Acabó de bajar de la nave, Pete. Vengo de Próxima. No he tenido tiempo de cambiarme. Estoy un
poco impresentable. El viaje es muy largo.
—Cuatro coma tres años luz, ¿verdad? —asintió Peter con la cabeza.
—Se tardan tres semanas. Entra. ¿No quieres entrar?

Peter se sentó a su lado. Ed cerró la puerta de un golpe.

—Vámonos. —El coche se puso en marcha—. Vaya... —Ed miró por la ventana—. Vaya por allí.
Paralelo a la colina. Fuera de la ciudad. —Se volvió hacia Peter—. Odio las grandes ciudades. No
me acostumbro a ellas.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—No hay ciudades grandes en las colonias, ¿verdad? —murmuró Peter—. No estás acostumbrado a
la vida urbana.

Ed se relajó. Su corazón latía a la velocidad normal.

—No. De hecho, sucede todo lo contrario, Peter.


—¿Qué quieres decir?
—Me marché a Prox porque no soporto las ciudades.

Peter calló. El vehículo de superficie ascendía hacia las colinas por una autopista de acero. La
Estación, inmensa e imprecisa, se extendía como un montón de ladrillos de cemento directamente bajo
ellos.
Circulaban muy pocos coches por la carretera. En esos días, la mayor parte del transporte se
efectuaba por aire. Los vehículos de superficie empezaban a desaparecer.
Iban por el borde de las colinas, por una carretera recta y llana. A ambos lados crecían árboles y
matorrales.

—Qué bonito es esto —comentó Ed.


—Sí.
—¿Cómo..., cómo te ha ido? Ha pasado mucho tiempo desde que te vi, sólo una vez, cuando
acababas de nacer.
—Lo sé. Tu visita consta en los registros.
—¿Te ha ido todo bien?
—Sí. Muy bien.
— ¿Te tratan bien?
—Por supuesto.

Al cabo de un rato, Ed se inclinó hacia adelante.

—Pare aquí —indicó al chofer robot.

El coche aminoró la velocidad y se desvió a un lado de la carretera.

—Señor, no hay nada...

Esto es maravilloso. Salgamos. Daremos un paseo. El coche se detuvo. La puerta se abrió como de
mala gana. Ed salió a toda prisa del coche. Peter le siguió lentamente, desconcertado.

—¿Adónde vamos?
—A ningún sitio. —Ed cerró la puerta de un golpe—. Vuelva a la ciudad —ordenó al conductor—. No
le necesitaremos.

El coche se fue. Ed caminó hacia el arcén. Peter le siguió. La colina descendía hacia los suburbios de
la ciudad. Un amplio panorama se extendía ante sus ojos, la gran metrópolis iluminada por el sol del
atardecer. Ed respiró profundamente y abrió los brazos. Se quitó la chaqueta y se la colgó al hombro.
—Vamos. —Empezó a bajar por la ladera—. Pongámonos en marcha.
—¿Hacia dónde?
—Demos un paseo. Alejémonos de esta maldita carretera.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Descendieron por la ladera, avanzando con cuidado, agarrándose a las hierbas y raíces que brotaban
de la tierra. Por fin llegaron a una planicie, cerca de un gran plátano. Ed se dejó caer al suelo, jadeando
y secándose el sudor del cuello.

—Nos sentaremos aquí.

Peter se sentó con cautela, algo alejado. La camisa azul de Ed estaba manchada de sudor. Se aflojó la
corbata y el cuello de la camisa. Después, rebuscó en los bolsillos de la chaqueta. Sacó su pipa y el
tabaco.
Peter le miró llenar la pipa y encenderla con una enorme cerilla de azufre.

—¿Qué es eso? —murmuró.


—¿Esto? Mi pipa. —Ed sonrió y dio una chupada a la pipa—. ¿Nunca habías visto una pipa?
—No.
—Pues es una buena pipa. La compré en mi primer viaje a Próxima. Fue hace mucho tiempo, Peter.
Hace veinticinco años. Yo tenía diecinueve. El doble que tú.

Apartó el tabaco y se recostó, con expresión seria y preocupada.

—Sólo diecinueve años. Fui a trabajar de fontanero. Reparaciones y ventas, cuando tenía la
oportunidad de vender algo. Cañerías Terrestres. Un gran anuncio publicitario que se veía por
todas partes. Oportunidades ilimitadas. Tierras vírgenes. Gane un millón. Oro en las calles. —Ed
lanzó una carcajada.
—¿Cómo te fue?
—Bien, bastante bien. Tengo mi propia empresa, ya lo sabes. Atendemos a todo el sistema de
Próxima. Tengo seiscientos empleados a mis órdenes. Abarcamos reparaciones, mantenimiento,
construcciones... Me costó mucho tiempo. No resultó fácil.
—Ya.
—¿Tienes hambre?
—¿Cómo? —preguntó Peter, volviéndose.
—¿Tienes hambre? —Ed extrajo de la chaqueta un paquete envuelto en papel marrón y lo
desenvolvió—. Aún me quedan un par de bocadillos del viaje. Cuando vengo desde Prox siempre
traigo algo de comida. No me gusta comer en el restaurante. Te despluman.
—Alargó el paquete—. ¿Quieres uno?
—No, gracias.

Ed eligió un bocadillo y se puso a comer. Lo hizo con nerviosismo, mientras lanzaba frecuentes
miradas a su hijo. Peter se mantenía en silencio, a cierta distancia, mirando al frente con rostro
inexpresivo. Su hermoso rostro no reflejaba nada.

—¿Va todo bien? —preguntó Ed.


—Sí.
—No estarás resfriado, ¿verdad?
—No.
—No quiero que pilles un catarro.

Una ardilla pasó corriendo frente a ellos, en dirección al plátano.


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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Ed le tiró un pedazo de bocadillo. La ardilla se alejó, para acercarse después poco a poco. Les miró
con severidad, erguida sobre las patas traseras, meneando su gran cola gris.

—Mírala —rio Ed—. ¿Habías visto antes una ardilla?


—Creo que no.

La ardilla salió huyendo con el pedazo de bocadillo. Se escabulló entre los arbustos y los matorrales.

—No hay ardillas en Prox —dijo Ed.


—No.
—Me gusta volver a la Tierra de vez en cuando. Contemplar las cosas de siempre. Sin embargo,
están desapareciendo.
—¿Desapareciendo?
—Desapareciendo. Destruidas. La Tierra siempre está cambiando. —Ed movió la mano en dirección
a la ladera de la colina—. Esto también desaparecerá algún día. Talarán los árboles, aplanarán la
tierra. Algún día excavarán toda la cordillera y se la llevarán. La utilizarán para rellenar algún lugar
cercano a la costa.
—Eso escapa a nuestro campo de acción.
—¿Cómo?
—No me imparten ese tipo de materias. Creo que el doctor Bish ya te lo dijo. Trabajo en bioquímica.
—Lo sé —murmuró Ed—. Dime, ¿cómo demonios te metiste en ese rollo, bioquímica?
—Los test demostraron que mis capacidades apuntaban en ese sentido.
—¿Te gusta lo que haces?
—Qué pregunta más extraña. Claro que me gusta lo que hago. Es el trabajo que mejor se adapta a
mis características.
—Pues a mí me parece de lo más extraño que un chico de nueve años se meta en algo semejante.
—¿Por qué?
—Dios mío, Peter. Cuando yo tenía nueve años hacía el zángano por la ciudad. A veces en la escuela,
fuera de ella casi siempre, vagando de un lado a otro. Jugando, leyendo, entrando a hurtadillas en
las pistas de lanzamiento de cohetes en cuanto podía. —Reflexionó unos momentos—. Haciendo
toda clase de cosas. Cuando tenía dieciséis años me fui a Marte. Me quedé allí una temporada.
Trabajé de picador. Fui a Ganímedes. Ganímedes estaba superexplotado. Allí no había nada que
hacer. De Ganímedes salté a Prox. Trabajé como un esclavo, sin parar. En un gran carguero.
—¿Te quedaste en Próxima?
—Pues claro. Encontré lo que quería. Un hermoso lugar, al aire libre. Ahora, nos estamos
preparando para conquistar Sirio, ya lo sabes. —Ed hinchó el pecho—. He abierto una sucursal en
el sistema de Sirio. Un pequeño comercio al por menor, con servicio de mantenimiento.
—Sirio se halla a ocho coma ocho años luz del Sol.
—Está muy lejos. A siete semanas de aquí. Un viaje pesadísimo. Lluvias de meteoros. Se te ponen
por corbata.
—Me lo imagino.
—¿Sabes lo que estoy planeando? —Ed se volvió hacia su hijo, con el rostro encendido de esperanza
y entusiasmo—. Llevo mucho tiempo pensándolo. Es posible que me vaya allí. A Sirio. Tenemos
una bonita tienda. Yo mismo dibujé los planos. Un diseño especial, acorde con las características
del sistema.

Peter asintió con la cabeza.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—Peter...
—¿Sí?
—¿No te interesaría volar a Sirio y echar una ojeada? Es un buen sitio. Cuatro planetas limpios.
Vírgenes. Montones de espacio. Kilómetros y kilómetros de espacio disponible. Acantilados y
montañas. Océanos. Poca gente. Algunos colonos, familias, unos pocos edificios. Llanuras
inmensas.
—¿A qué interés te refieres?
—Al de hacer el viaje. —Ed estaba pálido. Espasmos nerviosos le torcían la boca—. Pensé que quizá
te gustaría venir conmigo y echar un vistazo. Se parece mucho al Prox de hace veinticinco años.
Bonito y limpio. No hay ciudades.

Peter sonrió.

—¿Por qué sonríes?


—Por nada. —Peter se puso en pie bruscamente—. Si hemos de volver a la Estación, será mejor que
nos pongamos en marcha, ¿no crees? Se está haciendo tarde.
—Claro. —Ed se levantó con cierta dificultad—. Claro, pero...
—¿Cuándo volverás al Sistema Solar?
—¿Volver? —Ed siguió a su hijo. Peter ascendió la colina, en dirección a la carretera—. No corras
tanto.

Peter aminoró el paso. Ed le alcanzó.

—No sé cuándo volveré. No lo hago muy a menudo. Nada me ata aquí, en especial desde que Janet
y yo nos separamos. De hecho, he venido esta vez para...
—Por aquí. —Peter salió a la carretera.

Ed corrió a su lado, ajustándose la corbata y poniéndose la chaqueta, jadeante.

—Peter, ¿qué me contestas? ¿Quieres volar conmigo a Sirio y echar un vistazo? Es un bonito lugar.
Trabajaríamos juntos. Codo con codo. Si quieres.
—Pero ya tengo un trabajo.
—¿Ese rollo? ¿Ese maldito rollo de la química?

Peter volvió a sonreír.


Ed, sonrojado, le miró con el ceño fruncido.

—¿Por qué sonríes? —inquirió. Su hijo no contestó—. ¿Qué pasa? ¿Qué te divierte tanto?
—Nada, no te pongas nervioso. Estamos lejos de la ciudad.

Caminó con algo más de rapidez. Su ágil cuerpo se balanceaba a cada zancada.

—Se está haciendo tarde. Hemos de darnos prisa.

El doctor Bish consultó su reloj de pulsera subiéndose la manga de su chaqueta a rayas.

—Me alegro de que hayas vuelto.


—Despidió al vehículo de superficie—murmuró Peter—. Tuvimos que bajar la colina a pie.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Afuera había oscurecido. Las luces de la Estación se encendieron automáticamente en todas las
hileras de edificios y laboratorios.
El doctor Bish se puso en pie.

—Firma al final de este formulario, Peter.

Peter obedeció.

—¿Qué es?
—Un certificado indicando que le has visto de acuerdo con lo que estipula la ley.

Nosotros no hemos intentado impedírtelo en ningún momento.


Peter le devolvió el documento. Bish lo archivó con los demás. El niño se dirigió hacia la puerta del
despacho.

—Me voy a cenar al autoservicio.


—¿Aún no has cenado?
—No.

El doctor Bish se cruzó de brazos y examinó al muchacho.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué opinas de él? Es la primera vez que vez a tu padre. Te habrá
resultado una experiencia extraña. Siempre has estado entre nosotros, tanto aprendiendo como
trabajando.
—Fue... peculiar.
—¿Recibiste alguna impresión? ¿Reparaste en algo especial?
—Es muy sentimental. Descubrí una evidente parcialidad en todo lo que decía y hacía. Una
distorsión constante, virtualmente uniforme.
—¿Algo más?

Peter vaciló, demorándose en el umbral. Después, sonrió.

—Otra cosa.
—¿Cuál?
—Noté... —Peter lanzó una carcajada—. Noté que desprendía un olor característico, un olor
constante y acre, todo el rato que pasé con él.
—Me temo que les ocurre a todos ellos —dijo el doctor Bish—. Ciertas glándulas de la piel.
Productos residuales que libera la sangre. Te acostumbrarás cuando pases más tiempo con ellos.
—¿He de vivir entre ellos?
—Son tu raza. ¿Cómo vas a trabajar con ellos, si no? Todo tu aprendizaje fue diseñado con esa meta.
Cuando te hayamos enseñado todo lo que sabemos, tu...
—Ese olor acre me recordó algo. Lo estuve pensando todo el rato que pasé con él, intentando
identificarlo.
—¿Ya lo has descubierto?

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Peter reflexionó, concentrado en sus pensamientos. Profundas arrugas surcaron su pequeño rostro.
El doctor Bish esperó pacientemente junto a su escritorio, cruzado de brazos. El sistema automático de
calefacción nocturna entró en funcionamiento y caldeó la habitación con una agradable temperatura.

—¡Ya lo sé!—exclamó Peter de repente.


—¿Qué era?
—Los animales del laboratorio de biología. Era el mismo olor. El mismo olor de los animales que
utilizamos en los experimentos.
El médico robot y el prometedor muchacho intercambiaron una mirada. Ambos compartieron una
sonrisa secreta, privada. Una sonrisa de total comprensión.
—Creo que sé a lo que te refieres —dijo el doctor Bish—. De hecho, sé exactamente a qué te
refieres.

FUENTE: If, 1954, escrito en 1952.

***

8. El cenizo
Jorge Zuhair Jury (Argentina, 1937—…)

Se revolvió bajo la cobija oscura. La cama crujió. Se arrebujó y siguió durmiendo. Los barrotes se
alzaban como huesos sobre el elástico y en la mitad de los picados hierros delanteros se veían dos
ángeles de bronce a los que la Francisca devota y sentimental se entretuvo en pintar de celeste cuando
el Aniceto estuvo preso. Sobre la cabecera había un cuadro de santería de barrio, piadoso y macabro.
De un alambre colgaban un par de camisas, un traje, dos enaguas y una falda. Atado de una pata por
un cordel a una estaca, un gallo de riña cenizo picoteaba la tierra en medio de la pieza.

El tibio sol de las once se colaba por una hendija de la ventana. Dio otro sacudón, bostezó y miró el
gallo. La cresta imperceptible le coloreaba como un tajo en la cabeza pequeña, tenía el pico amarillo,
filoso y encorvado como aguja colchonera, el pecho agudo y los espolones firmes. Guapo y peleador,
entre domingo y domingo rajó más de un buche de cuajo.

—¡Carajito con mi compadre...!

Metió los pies dentro de las alpargatas y en calzoncillo chancleteó los tres pasos que lo separaban
del gallo. Lo acarició, lo desató, lo alzó como a un chico, y con él en brazos fue hasta la ventanita a
mirar hacia la casa del gringo Yiyo, el italiano usurero, sordo, menudo y de cabeza enorme que vivía
enfrente, y al que la noche anterior le había vendido el reloj pulsera de la Francisca en cien pesos que
quedaron en la mesa de codillo. Ahora necesitaba el reloj para tomar el tiempo en los masajes diarios
que le daba al gallo. El italiano estaba como de costumbre carpiendo el jardincito raquítico del frente.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—¡Don Yiyo...!

El italiano siguió rompiendo cascotes con su azadoncito minúsculo.

—Cada día está más sordo el hijo’e puta...

Se apartó de la ventana y se sentó en la cama. Miró las enaguas que colgaban del alambre y sintió
rabia contra él mismo porque la Francisca había llorado por la venta y ahora no le quedaba ni el reloj ni
la plata. Se quedó pensando en ella. Seguramente a esta hora estarían poniendo la mesa. Imaginó una
mesa muy larga y sentada a ella, pálida y fría, la escasa familia del farmacéutico llevándose la comida a
la boca con lentitud y en silencio. Le molestó y escupió. Ya de por sí, todos los farmacéuticos le
desagradaban; tenían cara de convalecientes y antiguos. Se juró que el domingo cuando ganara el
cenizo le compraría un relojito, y por sobre todo si alguna otra vez discutían, no volvería a gritarle
concubina nunca más. Se puso los pantalones y salió llevando en una mano la tetera y en la otra al
gallo a buscar agua en el surtidor que abastecía el loteo. Estaba por poner la tetera bajo el chorro
cuando la vio, traía un balde en una mano y un jarroncito en la otra. Debía de haber hecho varios
viajes porque tenía mojada toda la cadera y la pierna izquierda y la tela se le adhería a la piel
marcándole las formas.

—¿No llena?
—Primero usté —contestó el Aniceto.

Se quedó agachada, apoyada una mano sobre el surtidor y la otra en el asa del balde. Los reflejos
rojos del escote se le fundían en la base de los pechos blanquecinos. Retiró el balde, colocó el jarrón y
se quedó mirándolo al Aniceto.

—¿Por qué anda con ese gallo en los brazos?


—Porque éste no es un gallo cualquiera y si lo dejo en el suelo se pondría a picotear y perdería la
línea... ¡Es de riña...!
—Ah... de riña.
—Sí, de riña... El asunto de los gallos de riña es muy interesante y si usté me permite yo podía
contarle cosas muy lindas sobre todo de éste que es guapo como pocos para el puazo... Bueno,
todo es cuestión que le interese... cuestión de ideología.
—Yo voy a bailar todos los sábados al centro de los municipales... Mi padrino trabaja en la
cuadrilla...
—El sábado me tiene allí.

Esa noche cuando llegó la Francisca le dijo que para el sábado necesitaba cien pesos.

El sábado a mediodía cuando la Francisca vino de trabajar le dio los cien pesos. A la tarde le pidió
que le diera una asentadita al traje.

—Tengo que ver a un señor en la confitería de la plaza. El tipo trabaja en la municipalidá y es


posible que me dé un puestito liviano.

El Aniceto se puso a cebar mate mientras la Francisca le asentaba el traje. El Aniceto comenzó a
charlar. Charlaba mucho el Aniceto.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Sin duda debe estar muy contento con la propuesta, pensó la Francisca, pero no podía imaginarlo
trabajando.
Al asentar la plancha sobre el trapo mojado subía un vapor con olor a su hombre que la envolvía
agradablemente.
Al fin consiguió imaginarlo trabajando. No le gustó. El Aniceto trabajando y el gallo solo. No lo
comprendía. El Aniceto lejos y la pieza sola. El Aniceto en algún lugar, lejos de ella, de la pieza y el
gallo. No le agradó.
Cuando el Aniceto salió ya era noche cerrada. Un montón de perros le ladró en la oscuridad. Por los
ladridos se dio cuenta la Francisca de que iba cortando camino. Se dio vuelta en el catre y se durmió
pensando en el Aniceto y la municipalidad.
Por la boca de los altoparlantes atronaba la música. Sobre la puerta iluminando la entrada diez
focos en arco esparcían su luz sobre los cabellos aceitosos. Las colonias, las brillantinas y las aguas de
rosas se mezclaban a cada golpe de brisa. Al costado de la puerta tres lustradores pasaban paños y
cepillos riéndose, insultándose y dándose manotazos. Apoyó el pie en uno de los cajones y a su lado
vio al loco Renato.

—¿Qué hacés, Renato...?


—¿Qué tal... cómo va el cenizo?
—Bien... Mañana tiene una encontrada con un gallo de Tres Esquinas, un colorao.
—¿Nos vemos adentro?
—Bueno.

El Renato pagó y él se quedó con la vista fija en el paño hasta que lo terminaron de lustrar, pagó y
se arrimó a la ventanilla de entradas.

—Una Caballero... —pidió, y como siempre la palabra lo hizo sentir ridículo, le resultaba ampulosa,
como pedida desde la montura de un caballo de naipe. Algo parecido sentía dentro del baile con
las madres que quedaban solas mientras las hijas salían a bailar y sólo les faltaba fumar
despreocupadamente un cigarrillo para parecerse a los hombres que esperaban turno en el
prostíbulo; tenían como aquéllos la misma expresión vacía, la misma apariencia vegetativa.

Entró. Por la orilla venían bailando en ochos y medias lunas el loco Renato y la chica del surtidor. La
sangre le subió a la cara. La miró tranquilo tratando de restarle importancia al asunto y de buena gana
le hubiera dado una cachetada.
Cuando terminó la pieza el Renato la acompañó hasta la mesa y fue a sentarse cinco mesas más
adelante. La orquesta comenzó otro tango.
El Renato se acercó invitándola a bailar, ella se negó; y el Loco se volvió avergonzado sin dejar de
mirarla esperando la oportunidad de que intentara levantarse para armar el escándalo.
Ella no dejaba de mirar al Aniceto. Él lo sabía, pero estaba decidido a no salir.
Cuando el Renato se dio cuenta del porqué de la negativa bordeó la pista y se arrimó hasta donde
estaba el Aniceto.
—Perdone, hermano... Yo no sabía.
—Siga bailando compadre. Lo que es yo, no la saco.
—Lo está mirando... saquelá...
—No... No corre.
—¡Saquelá, no sea otario...! ¡Baila como los dioses la cosa!

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Se encontraron en el medio de la pista. Apoyó la mano en la cintura breve y entraron en el tango. El
rostro ardiente le quemaba la mejilla y los dedos suaves le hurgaban la nuca.

—¿Cómo te llamás?
—Lucía.

Se imaginó acostado con Lucía: ella se acurrucaba a su lado con la cabeza entre su pecho y su brazo,
y con la misma mano alcanzaba a acariciarle la cintura. Con la Francisca no. La Francisca ponía el brazo
y él se dormía toda la noche sobre el brazo de ella. La Francisca podía ser una gran amiga o una gran
madre, pero mujer no. Qué macana, pobre Francisca, pensó.

—Lucía.
—Qué.
—Nada.
—Qué.
—Te quiero.

Se besaron.

—¿Te puedo ver el lunes?


—¿Y por qué no mañana?
—Porque mañana me voy a Godoy Cruz, pelea mi cenizo con un colorao de Tres Esquinas.

Empujó el viejo portón de madera y entró llevando al gallo bajo el brazo. La lona del picadero
estaba salpicada de grumos rojos como si le hubieran sacudido brochazos. El Aniceto y el de Tres
Esquinas se arrimaron llevando cada uno su gallo en la palma. Los hombres hicieron silencio y miraron
al colorado tratando de encontrarle algo que lo desmereciera como desafiante del cenizo, pero no le
hallaron nada, por el contrario, tenía aspecto imponente y tranquilo, era sin duda un veterano del
reñidero, agalludo y avisado porque no tenía una marca que demostrara descuido.

En medio del silencio se alzó la voz del juez:

—La pelea es a cuarenta y cinco minutos... Los dos son gallos ganadores... Calzan púas de media
pulgada... ¡Están en pesos iguales!

El primero que entró al picadero fue el colorado. El Aniceto dejó al cenizo.

Los gallos se quedaron mirando. Giraron. Bajaron y subieron la cabeza con exactitud y volvieron a
quedar tensos. El colorado se alzó levemente hacia atrás afirmándose para el puazo, pero no saltó. Se
corrieron buscando posición. Bajaron las cabezas casi hasta el suelo, entreabieron las alas y se
encontraron en un salto. Cayeron y volvieron a encontrarse una y otra vez. Las patas buscaban de
ubicar la púa, los picos cortantes iban y venían como navajazos. Se apartaban y quedaban jadeando
con las colas gachas. Giraron en redondo, dieron un paso atrás, se afirmaron y se alzaron en una nueva
atropellada. Brillaban las púas, se abrían las alas buscando en el aire un punto de apoyo, los cogotes
curvos se movían rápidos, los picos caían a fondo con golpes certeros. Las apuestas corrían parejas, los
hombres inseguros daban poca usura.

—¡Voy cien al cenizo...! ¡Cien al cenizo!


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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—¡Pago...! ¡Pago y cien más...! ¡Y cien más al colorado!... ¡Voy cien contra noventa al colorao!

En medio del picadero los gallos resollaban entre los giros, las vueltas y el arañar de la arena en las
corridas. Por momentos se apartaban con los ojos vidriosos y los cogotes balanceantes hasta que se
saltaban en un revolear de plumas y sólo se oía el jadear cortado de las embestidas.

—¡Le tocó un ojo!


—¡Hay cien contra cincuenta al colorao!
—¡Pago!
—¡Hay doscientos a cien al colorado! ¡Doy doscientos a cien señores!

El cenizo sacudía la cabeza, cabeceaba con un ojo tocado. El colorado cargó y se confundieron en un
remolino de plumas, púas y cabezas que se acometían enardecidas, febriles, Los galleros tendían un
manto de apuestas sobre el reñidero. Los gallos vibrantes de furia y sangre querían matar y matar
pronto.

—¡Y hay trescientos a cien a mi colorao!


—¡Hechos! —gritó el Aniceto—. ¡Hechos y quinientos más!
—¡Hechos!

Las patas de muslos fibrosos no se daban tregua, los tendones recios se estiraban y se recogían y
volvían a estirarse violentos.

—¡Lo despicó!
—¡El colorao está despicao!

Los gallos se apartaron temblando. Bajo el pico del colorao corrió la sangre caliente sobre las
plumas resecas. Amagó y cargó de nuevo en un atropellar desordenado hasta que el cenizo le volvió a
hundir el espolón debajo del pico y un borbotón de sangre le salió a ronquidos.
Las manos del de Tres Esquinas se cerraron sobre el colorado que sacudía la cabeza con el pico
colgando. El Aniceto cobró y salió acariciando el lomo del cenizo. Se detuvo frente a una vidriera con
plataforma de cartón en la que se veían, cubiertos de polvo, tres anillos, dos relojes, y los cadáveres de
cuatro moscas patas arriba. Entró.

—Vea... Quiero un anillito para mujer... Que no sea muy caro... ni... en fin, es para un regalo.

Cuando llegó a la pieza, la Francisca escarbaba las brasas con un palito.

—¡Ganó otra vez mi compadre...!

Soltó el gallo, se quitó el saco y al colgarlo se le cayó el estuche con el anillo.

—Es un encargo de un amigo... Mañana se lo tengo que entregar...

La Francisca lo alzó y se lo fue probando por entre los dedos agrietados de lavandina.

—Linda la piedra, ¿no? —dijo el Aniceto—. Buen, por lo menos tiene pinta...

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
La Francisca dio vuelta la piedra hacia abajo como un cintillo de casamiento y lo dejó así.
Esa noche el Aniceto se acostó pensando en la Lucía. Pitó hasta tarde pensando en ella, sólo los
reflejos nerviosos de la Francisca encogiendo de vez en cuando una pierna lo volvían a la oscuridad de
la pieza. Le molestó sentirla junto a él. La ceniza le cayó en la palma, tiró el pucho y se dio vuelta. La
Francisca soñaba con cintillos y casamientos.
A la otra tarde el Aniceto volvió a ponerse el traje. La Francisca lo vio frente al espejito pasándose el
peine mojado una y otra vez; lo vio después mirar el clavel marchito dentro del vaso de agua, decidirse
al fin, sacarlo y ponérselo en el ojal.

—Buen... ¿me das el anillo?

La Francisca se lo dio. Lo puso en el estuche y salió. Esa noche la Francisca durmió sola.
Al día siguiente, ya tarde, regresó el Aniceto, le dio un poco de maíz molido al gallo y volvió a salir.
Después
vinieron noches muy largas en las que la Francisca sentía que la cama estrecha era grande para ella
sola. A veces se despertaba sobresaltada y triste y se quedaba ratos sin poder dormir, entonces se
levantaba y se ponía a tomar mate.
El gallo fue perdiendo peso. Todas las mañanas antes de irse a la casa del farmacéutico le dejaba
agua y maíz y cuando volvía por las noches apenas si había picoteado.

Al ir a buscar agua en la palangana se encontró en el surtidor con la otra. Esa era la mujer. Quedó
como sin sangre, como un juego oscuro avergonzado y triste. Muchas noches cuando se despertaba
con el pecho oprimido había tratado de imaginar al Aniceto a esas horas, de ubicarlo con la mujer,
pero no pudo, le costaba porque entonces la mujer era sólo una idea, no tenía rostro, quizá por esto
hubo momentos entre mate y mate en los que no sufría, momentos fugaces en los que se limitaba a
estar y nada más. Y al volver a la verdad de la cama vacía, de mujer despreciada, su dolor no iba más
allá de una angustia pasiva que la desesperaba porque no la dejaba llorar. Ahora la mujer estaba ahí
frente a ella, tenía forma. Ahí, de pie, la mujer era una verdad. Se agachó para llenar la palangana sin
poder dejar de mirarle el anillo. Más arriba la mujer comenzó de silbo burlón. La miró. La mujer
sonreía. La siguió mirando. A la Lucía se le fue desdibujando la sonrisa, sentía la mirada hurgarle por
dentro como si la estuviera viendo acostada con el Aniceto. Le dio la espalda y se fue sin llenar. La
Francisca la vio alejarse por entre las paredes sin terminar y sábanas remendadas.

Esa misma noche volvió el Aniceto. Ella estaba sentada en la cama. El no la miró ni le dijo una
palabra, arrimó la tetera al fuego y se puso en cuclillas a hacerle cariños al gallo. Le hubiera gustado
verla llorar pero la pava hervía y la Francisca no lloraba. Al rato crujió la cama y los pies de la Francisca
pasaron frente a él hasta el alambre donde colgaba la ropa. Volvió a pasar y sintió ruido de papeles. Se
quedó donde estaba, sabiendo que la Francisca preparaba la ropa para irse. El había venido
precisamente a eso, a decirle que se fuera, pero el hecho de que lo hubiera decidido ella lo golpeó.
Cada ruido del papel doblándose lo humillaba. Sintió ajustar el cordón sobre el paquete, anudar, y
cuando se incorporó a encender el cigarrillo vio a la Francisca frente a él con el bulto bajo el brazo.
Detrás de ella la noche entraba por la puerta entreabierta.

—Bueno... —dijo la Francisca—, chau...

El Aniceto encendió y a la luz del fósforo le vio brillar los ojos humedecidos.

—Chau...
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
La vio volverse, salir a la oscuridad, alejarse con paso lento y perderse en la noche.

Se detuvo un rato apoyado contra el marco torcido de la puerta. La luz de la vela le daba en la
espalda y su sombra alargada tiritaba sobre la tierra despareja.

—Y buen... Después de todo...

Al entrar vio al alambre donde la Francisca colgaba la ropa y sintió lástima. Bajó la vista y se quedó
mirando al cenizo que pestañeaba somnoliento al lado del brasero.

—Se fue la Francisca... —le dijo.

Se metió las manos en los bolsillos y comenzó a silbar. Apagó la vela y salió. Cruzó por entre los
baldíos cortados de casas, charcos, y pedazos de adobes hasta lo de la Lucia. Ella estaba entre las
sombras conversando con un hombre. Vio que el hombre se iba y desaparecía en las sombras.

—Quién es el tipo ese...


—Un primo.
—¿Qué primo?
—¡Un primo, che!

El Aniceto sintió que la cachetada le andaba por el brazo.

—¿Así que un primo?


—¡Ajá!...

De la oscuridad brotó un perrito y el Aniceto se agachó a rascarle una oreja.

—La largué a la Francisca... Estoy solo...

Lo último le sonó a súplica. Soy una porquería pensó, a la final la Francisca fue más hombre que yo,
se fue y se fue...

—¡Vine a decirte que te vengás a vivir conmigo a la pieza...


—¿Con vos?
—Sí, conmigo... ¿Qué, acaso no me querés? ¿Qué, no habíamos quedado en eso?
—Sí.
—¿Y entonces?
—Y... no sé.

Se hizo un silencio pesado.

—¡Bien, mirá, quedate nomás con el tipo ése! ¡Con el primo ése!
—Está bien.
—¡Y claro que está bien!
—¿Y qué..? ¡Ultimamente yo soy dueña!

La vio cubrirse con los brazos cuando ya era tarde, la cachetada le sonó en la cara.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—¡Pa’que aprendas a ser yegua!
El perrito se alejó al tranco lento con la cola entre las piernas. La Lucía fue bajando los brazos.

—¡A mí no me ves más! —le dio la espalda y caminó hacia la casa. El Aniceto la alcanzó antes de
que entrara, la tomó de la cintura.
—¡Escuchá, perdoname!...
—¡Soltá!...

De un manotón se quitó la mano de la cintura y entró.

El Aniceto se volvió despacio por el mismo camino. Llegó a la pieza y se tiró en la cama. Se buscó el
atado de cigarrillos. Fue a sacar uno y notó que se le habían acabado.

—¡Carajo!

Estrujó el paquete y lo tiró. Se levantó, alzó un pucho, escarbó en las brasas y lo prendió. Amanecía
cuando recién pudo dormirse. Se despertó tarde, con los ojos enrojecidos y un dolor punzante en la
nuca. Anduvo toda la siesta rondando de lejos la casa de la Lucía pero no la vio, Después, cansado, se
fue al bar de los billares, compró un atado de cigarrillos y con las últimas monedas pidió un café. Se
quedó ahí pensando en ella hasta que se hizo de noche. Después, por ver si la veía, se fue hasta la
puerta del bailable.

—¿Cómo va el cenizo?
—Bien, Renato.
—¿No entrás?
—No... Estoy esperando a la Lucía...
—¿Todavía seguís con ella?
—Más o menos... ¿por?
—Está adentro con un tipo...

Fue como si le hubieran dado un puntazo, tuvo el mismo frío extraño que cuando lo alcanzaron a
cortar por las costillas, la herida no duele pero el cuerpo se descompone, se siente vacío.

—Bueno... —se pasó la mano por la mejilla—... gracias... Chau, Renato...


—Chau.

Se alejó con las manos en los bolsillos bordeando el largo murallón del bailable. La Lucía con otro.
Cruzó el puente y entró en las calles grises terrosas del loteo. En uno de los ranchos la voz de un
borracho arrastraba una tonada, otro lo acompañaba a golpes de bordonas con infinito respeto. El
Aniceto los vio de pasada por entre la lona que les hacía de puerta. Siguió. La voz del borracho quedó
atrás con el lamento... “Las tonadas son tonadas y se cantan como son... se cantan cuando uno quiere
o lo pide el corazón...”
La distancia fue apagando los ruidos. El silencio se fue agrandando. Entró en la pieza. Un sollozo
seco le fue llenando el pecho, le brotó un quejido y se echó a llorar bajito. Se estuvo un rato así,
llorando y cruzándosele la imagen de la Lucía. La veía en el baile ajustada a los brazos en el primer
beso y después, las caderas y los hombros desnudos dentro de las cuatro paredes.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—Fue fácil... con el otro será igual...

Llegó hasta la casa del gringo Yiyo y golpeó. Se abrió la puerta con un crujido y de la oscuridad
apareció la cabeza pajiza del hijo.

—¿’Ta tu viejo?
—¡Sí!... ’ta acostado... ¿Qué querés?
—Necesito plata... Decile que le vendo la cama por lo que me dé...
—Esperá...

Desapareció la cabeza y al rato volvió.

—Dice que no... que cama tenemo.


—Qué macana... Buen...
—Chau Aniceto...
—Esperá.
—Qué.
—Decile que le vendo el gallo...
—¿El gallo?
—Sí.
—¿Cuánto querés?
—Que me dé un cien...
—Viá ver...

La cabeza volvió a desaparecer en la oscuridad. El Aniceto escuchó los pasos que volvían.

—¿Y...?
—Dice que bueno pero que te da setenta porque es muy flaco.
—Y qué quiere, si es de riña...
—El dice así...
—Bueno... Esperá que te lo traigo.

Lo desató de la estaca y casi dolido se lo dejó en las palmas al muchacho. Se guardó los setenta
pesos y se fue al baile. Se sentó en un rincón y pidió una cerveza. Tuvo vergüenza de levantar la vista.
Se estuvo un rato así hasta que no pudo más y miró. El Renato pasó bailando con una gorda; desde la
pista le hizo un guiño.

A la Lucía no la veía por ningún lado. El Renato vino hacia la mesa.

—Che, llegaste tarde, hace un ratito se fue la Lucía con el tipo.


—Ahá...
—Qué mina sucia ¿no? Hay cada una...
—Yo no vine por ella... Por mí se puede morir... Después de todo que Dios la ayude...
—Buen... te dejo Aniceto, me voy a bailar. ¿Qué te pareció la gorda?
—Pa los gastos... —medio sonrió.
—Bueno, chau...
—Chau...

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
La orquesta rompió con un chillido de violines. Se los quedó mirando. Los músicos de los bailables le
daban lástima. Al ir bailando siempre trataba de no pasar cerca del tablado, y a veces cuando por
casualidad llegaba cerca de ellos, lo invadía un sentimiento de vergüenza; consideraba una falta de
respeto que tuviesen que estar ahí por el par de pesos que él había dado al entrar. Ahora desde su
mesa los odió por complacientes y absurdos, le desagradaron más que los que se movían al compás de
su música. Tuvo la sensación de que estaba entre locos que se complementaban. Dejó de mirarlos.
Sobre la mesa brillaban las tres monedas del vuelto. Había vendido el gallo.

—¡Por esa basura!... ¡Me debería morir!...

Imaginó al cenizo acurrucado en el gallinero del italiano.

—¡Yo no soy un hombre, soy una mierda...! ¡Vender el gallo!

Salió. Por el lado del puente unos perros lo ladraron y él los dejó hacer porque iba pensando en el
gallo y nada más. Llegó a la pieza, encendió el pedazo de vela, se quitó los zapatos y la cama crujió al
hundirse sobre el elástico flojo. Dio una vuelta y quedó con la vista fija en el techo de caña. Sintió una
angustia fría en el estómago. Prendió un cigarrillo.

—¡Venir a vender el gallo!... ¡Gringo roñoso!

Aspiró una bocanada profunda y otra y otra más, y cuando el cigarrillo se hizo pucho encendió otro
con la misma brasa. La vela se fue consumiendo y la luz se hizo más débil. El Aniceto se volvió a m
irarla. Siempre le desagradaron las velas chorreadas de sebo, desde muchos años, desde muy lejos,
cuando la abuela lo obligaba a rezar por las noches frente a un Cristo crucificado, santos de yeso y
sahumerio con olor a muerto.

—¡Capaz que lo mate!...

La idea le quedó latiendo en las sienes. Se imaginó al italiano con esa boca comiéndose al gallo.

—¡Pa’qué se lo habré vendido!...

El gringo y su familia y su mujer altísima y flaca de nariz colorada y ojitos de cerdo. El gringo no le
llegaba al hombro a la mujer y era un asco que esos dos hayan llegado a tener hijos. Y no sólo tuvieron
hijos, sino que tenía una casa de adobes, un gallinero, y plata para cuando él necesitara venderle algo.
Pobre cenizo, pensó.

—¡Inmigrantes! —escupió.

Imaginó un barco repleto de gringos, un barco lleno de cabezas rubias, de piel transparente y venas
azules, fumando pipas apestosas, riéndose a carcajadas con dientes desparejos y sucios de tabaco.

—Y vienen y tienen más que uno...

Chisporroteó la vela y la pieza quedó a oscuras.


Dice que te da setenta porque es flaco. Lo quiere para comérselo. Se le empaparon las manos de
sudor.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—Se lo robo... ¡Voy y se lo robo!

Se sentó en la cama. Caminó hasta la puerta. El loteo dormía. Las casas a medio hacer mostraban el
perfil dentado de los adobes. Le molestó tanta quietud. Miró hacia la casa del gringo. Dio un paso. A lo
lejos cantó un gallo, se detuvo.

—¡Se lo robo y se acabó!

Cruzó los dos baldíos que lo separaban de la casa. Bordeó los fondos buscando el lugar más bajo del
tapial. Apoyó las manos sobre la pared y subió. Quedó recostado sobre el muro. Miró hacia adentro y
sintió miedo. Se acordó de la Francisca. Iba a descolgarse cuando volvió a escuchar de lejos el canto del
gallo; otro más cercano le contestó y después otro y muchos más, y todos los gallos del loteo tajearon
la noche de gritos agudos. Quedó inmóvil sobre el murallón. Los gritos siguieron hasta pasar por sobre
él y estallaron dentro del gallinero del italiano.

—Dónde estará mi compadre...

El canto de los gallos se fue perdiendo en la distancia. El Aniceto se dejó caer despacio. Cuando tocó
suelo le entraron ganas de reírse. Se fue incorporando despacio. Caminó los pocos pasos que lo
separaban del gallinero, levantó la puerta de alambre y entró. Sobre los palos torcidos se
amontonaban los bultos redondos de las gallinas. Se quedó mirándolas tratando de distinguir al cenizo.
Todo era igual.

—Compadre... —dijo a media voz.

Un bulto cloqueó, se movió y quedó quieto.

—Compadre...

El bulto volvió a moverse y a cloquear. Estiró la mano y lo agarró. Tuvo la sensación de lo


irremediable: pesaba más, éste no era el cenizo. El galo levantó la cabeza, chilló y pataleó. Quiso
apretarlo, silenciarlo para siempre pero se le escapó con chillidos y aletazos de entre las manos. Todos
los bultos se convulsionaron en pataleos, corridas y aletazos.

—¡Ladronni!... ¡Ladroni! ¡Yiyo han entrado ladroni, socorro!

El grito histérico de la mujer del gringo atravesó las paredes miserables y corrió metálico por las
venas del Aniceto. Las gallinas saltaban por sobre él, se arremolinaban, atropellaban la alambrada,
caían y volvían a atropellar cacareando, graznando, escandalizando.

—¡Putísima madre!... —el sudor le bajó por los párpados, le saló la boca.
—¡Ladroni Yiyo, santo Dío socorro!...

El Aniceto se metió las manos en los bolsillos buscando los fósforos. Encendió, miró hacia todos
lados.

—¡Compadre...!
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Crestas palpitantes, ojos despavoridos, picos entreabiertos, respirando a ronquidos y desde la pieza
los gritos de la mujer:

—¡No, Yiyo no... Lo matan al mío marito! ¡Socorro...!

Se estiró por sobre los palos hacia el bulto del rincón, era el cenizo, Lo alzó rápido. Se enredó entre
los palos, cayó y se volvió a levantar. Se le incrustaron los triángulos de la alambrada en la cara. Se
corrió, encontró la puerta y salió. Sintió un golpe en la espalda. Un estampido. Tosió. Giró. Otro golpe,
otro estampido. Una tibieza suave le bañó la mano que sostenía al cenizo; el gallo se le ablandó en la
palma. Entre la sombra de la última pieza vio la silueta borrosa del gringo y la escopeta. Volvió a toser.
Se tambaleó hasta el tapial. Los perros ladraban. Se afirmó, juntó todas sus fuerzas y trepó. Una
bocanada de sangre le ahogó la garganta, le llenó la boca y corrió por el muro. Se dejó caer con el gallo
al otro lado. Quedó sentado en la calle apoyado contra el tapial y el gallo muerto entre los brazos. Del
otro lado las gallinas cacareaban y la mujer flaca seguía escandalizando con gritos desgarradores que
se mezclaban con los ladridos y formaban un infierno de ruidos que fatigaban al Aniceto y lo hundían
en un cansancio profundo porque le ardía y le dolía la espalda y las manos y el gallo atravesado de
perdigones.

—Pucha digo...

Sintió que la noche se le metía adentro. Por las piernas se empezó a quedar ciego. Después fue
subiendo despacio y todos los gritos juntos se fueron alejando por sobre su cabeza para arriba, muy
arriba, hasta hacerse un chillido fino y destemplado, hasta que se perdió como un hilito. Después
nada. Todo era blanco, un blanco pálido, y en el medio un punto, y el punto se fue agrandando y eran
las voces que volvían y se sonrió porque era la boca abierta de un gallero que apostaba, de muchos
galleros que apostaban rodeándolo. Y el punto era la lona sanguinolenta de un picadero, y sobre la
arena un gallo colorado que atropellaba a ciegas, entreabría las alas y volvía a atropellar el aire porque
él todavía no había echado al cenizo. Los hombres gritaban apuestas a su gallo y él tenía el cenizo en
los brazos. Se agachó para echarlo al redondel, para enfrentarlo con ese gallo loco, pero alguien dijo
que no echara su gallo a la arena porque estaba muerto. El gallo colorado siguió solo dando vueltas y
puazos y escuchó a los hombres seguir gritando apuestas a su cenizo.

—Están todos locos... —dijo—. Yo me voy.

Crispó las manos sobre el gallo.

FUENTE: El dependiente y otros cuentos, 1969

***

9. Parece una tontería


Raymond Clevie Carver (Estados Unidos, 1939—1988)

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
El sábado por la tarde fue a la pastelería del centro comercial. Después de mirar las fotografías de
pasteles pegadas en las páginas de una especie de álbum, encargó uno de chocolate, el preferido de su
hijo. El que escogió estaba adornado con una nave espacial y su plataforma de lanzamiento bajo una
rociada de blancas estrellas, y con un planeta escarchado de color rojo en el otro extremo. El nombre
del niño, SCOTTY, iría escrito en letras verdes bajo el planeta. El pastelero, que era un hombre mayor
con cuello de toro, escuchó sin rechistar mientras ella le decía que el niño cumpliría ocho años el lunes
siguiente. El pastelero llevaba un delantal blanco que parecía un guardapolvo. Los cordones le pasaban
por debajo de los brazos, se cruzaban en la espalda y luego volvían otra vez delante, donde los había
atado bajo su amplio vientre. Se secaba las manos en el delantal mientras la escuchaba. Seguía con la
vista fija en las fotografías y la dejaba hablar. No la interrumpió. Acababa de llegar al trabajo y se iba a
pasar toda la noche junto al horno, de modo que no tenía una gran prisa.

Ella le dio su nombre, Ann Weiss, y su número de teléfono. El pastel estaría hecho para el lunes por
la mañana, recién sacado del horno, y con tiempo suficiente para la fiesta del niño, que era por la tarde.
El pastelero no parecía animado. No hubo cortesía entre ellos, sólo las palabras justas, los datos
indispensables. La hizo sentirse incómoda, y eso no le gustó. Mientras estaba inclinado sobre el
mostrador con el lapicero en la mano, ella observó sus rasgos vulgares y se preguntó si habría hecho
algo en la vida aparte de ser pastelero. Ella era madre, tenía treinta y tres años y le parecía que todo el
mundo, sobre todo un hombre de la edad del pastelero, lo bastante mayor para ser su padre, debería
haber tenido niños y conocer ese momento tan especial de las tartas y las fiestas de cumpleaños.
Deberían de tener eso en común, pensó ella. Pero la trataba de una manera brusca; no grosera,
simplemente brusca. Renunció a hacerse amiga suya. Miró hacia el fondo de la pastelería y vio una
mesa de madera, grande y sólida, con moldes pasteleros de aluminio amontonados en un extremo; y,
junto a la mesa, un recipiente de metal lleno de rejillas vacías. Había un horno enorme. Una radio
tocaba música country—western.

El pastelero terminó de anotar los datos en la libreta de encargos y cerró el álbum de fotografías. La
miró y dijo:

—El lunes por la mañana.

Ella le dio las gracias y se volvió a su casa.

El lunes por la mañana, el niño del cumpleaños se dirigía andando a la escuela con un compañero.
Se iban pasando una bolsa de patatas fritas, y el niño intentaba adivinar lo que su amigo le regalaría por
la tarde. El niño bajó de la acera en un cruce, sin mirar, y fue inmediatamente atropellado por un coche.
Cayó de lado, con la cabeza junto al bordillo y las piernas sobre la calzada. Tenía los ojos cerrados, pero
movía las piernas como si tratara de subir por algún sitio. Su amigo soltó las patatas fritas y se puso a
llorar. El coche recorrió unos treinta metros y se detuvo en medio de la calle. El conductor miró por
encima del hombro. Esperó hasta que el muchacho se levantó tambaleante. Oscilaba un poco. Parecía
atontado, pero ileso. El conductor puso el coche en marcha y se alejó.

El niño del cumpleaños no lloró, pero tampoco tenía nada que decir. No contestó cuando su amigo le
preguntó qué pasaba cuando a uno le atropellaba un coche. Se fue andando a casa y su amigo continuó
hacia el colegio. Pero, después de entrar y contárselo a su madre —que estaba sentada a su lado en el
sofá diciendo: «Scotty, cariño, ¿estás seguro de que te encuentras bien?», y pensando en llamar al

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médico de todos modos—, se tumbó de pronto en el sofá, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ella, al ver
que no podía despertarle, corrió al teléfono y llamó a su marido al trabajo. Howard le dijo que
conservara la calma, que se mantuviera tranquila, y después pidió una ambulancia para su hijo y él, por
su parte, se dirigió al hospital.

Desde luego, la fiesta de cumpleaños fue cancelada. El niño estaba en el hospital, conmocionado.
Había vomitado y sus pulmones habían absorbido un líquido que sería necesario extraerle por la tarde.
En aquellos momentos parecía sumido en un sueño muy profundo, pero no estaba en coma, según
recalcó el doctor Francis cuando vio la expresión inquieta de los padres. A las once de la noche, cuando
el niño parecía descansar bastante tranquilo después de muchos análisis y radiografías y no había nada
más que hacer que esperar a que se despertara y volviera en sí, Howard salió del hospital. Ann y él no
se habían movido del lado del niño desde la tarde, y se dirigía a casa a darse un baño y cambiarse de
ropa.

—Volveré dentro de una hora —dijo.

Ella asintió con la cabeza.

—Muy bien —repuso—. Aquí estaré.

Howard la besó en la frente y se cogieron las manos. Ella se sentó en la silla, junto a la cama, y miró
al niño. Esperaría a que se despertara, recuperado. Luego podría descansar.

Howard volvió a casa. Condujo muy deprisa por las calles mojadas; luego se dominó y aminoró la
velocidad. Hasta entonces la vida le había ido bien y a su entera satisfacción: universidad, matrimonio,
otro año de facultad para lograr una titulación superior en administración de empresas, miembro de
una sociedad inversora. Padre. Era feliz y, hasta el momento, afortunado; era consciente de ello. Sus
padres aún vivían, sus hermanos y su hermana estaban establecidos, sus amigos de universidad se
habían dispersado para ocupar su puesto en la sociedad. Hasta el momento se había librado de la
desgracia, de aquellas fuerzas cuya existencia conocía y que podían incapacitar o destruir a un hombre
si la mala suerte se presentaba o si las cosas se ponían mal de repente. Se metió por el camino de
entrada y paró. Le empezó a temblar la pierna izquierda. Se quedó en el coche un momento y trató de
encarar la situación de manera racional. Un coche había atropellado a Scotty. El niño estaba en el
hospital, pero él tenía la seguridad de que se pondría bien. Howard cerró los ojos y se pasó la mano por
la cara. Bajó del coche y se dirigió a la puerta principal. El perro ladraba dentro de la casa. El teléfono
sonaba con insistencia mientras él abría y buscaba a tientas el interruptor de la luz. No tenía que haber
salido del hospital. No debía haberse marchado.

—¡Maldita sea! —exclamó.

Descolgó el teléfono.

—¡Acabo de entrar por la puerta!


—Tenemos un pastel que no han recogido —dijo la voz al otro lado de la línea.
—¿Cómo dice? —preguntó Howard.
—Un pastel —repitió la voz—. Un pastel de dieciséis dólares.

Howard apretó el aparato contra la oreja, tratando de entender.

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—No sé nada de un pastel —dijo—. ¿De qué me habla, por Dios?
—No me venga con ésas —dijo la voz.

Howard colgó. Fue a la cocina y se sirvió un whisky. Llamó al hospital. Pero el niño seguía en el
mismo estado; dormía y no había habido cambio alguno. Mientras la bañera se llenaba, Howard se
enjabonó la cara y se afeitó. Acababa de meterse en la bañera y de cerrar los ojos cuando volvió a
sonar el teléfono. Salió de la bañera con dificultad, cogió una toalla y fue corriendo al teléfono
diciéndose: «Idiota, idiota», por haberse marchado del hospital.

—¡Diga! —gritó al descolgar.

No se oyó nada al otro extremo de la línea. Entonces colgaron.

Llegó al hospital poco después de media noche. Ann seguía sentada en la silla, junto a la cama.
Levantó la cabeza hacia Howard y luego miró de nuevo al niño. Scotty tenía los ojos cerrados y la cabeza
vendada. La respiración era tranquila y regular. De un aparato que se alzaba cerca de la cama pendía
una botella de glucosa con un tubo que iba de la botella al brazo del niño.

—¿Qué tal está? ¿Qué es todo eso? —preguntó Howard, señalando la glucosa y el tubo.
—Prescripción del doctor Francis —contestó ella—. Necesita alimento. Tiene que conservar las
fuerzas. ¿Por qué no se despierta, Howard? Si está bien, no entiendo por qué.

Howard apoyó la mano en la nuca de Ann. Le acarició el pelo con los dedos.

—Se pondrá bien. Se despertará dentro de poco. El doctor Francis sabe lo que hace.

Al cabo del rato, añadió:

—Quizá deberías ir a casa y descansar un poco. Yo me quedaré aquí. Pero no hagas caso del chalado
ese que no deja de llamar. Cuelga inmediatamente.
—¿Quién llama?
—No lo sé. Alguien que no tiene otra cosa que hacer que llamar a la gente. Vete ahora.

Ella meneó la cabeza.

—No —dijo—, estoy bien.


—Sí, pero ve a casa un rato y vienes a despertarme por la mañana. Todo irá bien. ¿Qué ha dicho el
doctor Francis? Que Scotty se pondrá bien. No tenemos que preocuparnos. Está durmiendo, eso
es todo.

Una enfermera abrió la puerta. Les saludó con la cabeza y se acercó a la cama. Sacó el brazo del niño
de debajo de las sábanas, le cogió con los dedos la muñeca, le encontró el pulso y consultó el reloj. Al
cabo de un momento volvió a meter el brazo bajo las sábanas y se acercó a los pies de la cama donde
anotó algo en una tablilla.

—¿Qué tal está? —preguntó Ann.


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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
La mano de Howard le pesaba en el hombro. Sentía la presión de sus dedos.

—Estado estacionario —dijo la enfermera—. El doctor volverá a pasar pronto. Acaba de llegar. Ahora
está haciendo la ronda.
—Estaba diciéndole a mi mujer que podría ir a casa a descansar un poco —dijo Howard—. Después
de que venga el doctor.
—Claro que sí —repuso la enfermera—. Creo que los dos podrían hacerlo perfectamente, si lo
desean.
La enfermera era una escandinava alta y rubia. Hablaba con un poco de acento.
—Ya veremos lo que dice el doctor —dijo Ann—. Quiero hablar con él. No creo que deba seguir
durmiendo así. Me parece que no es buena señal.

Se llevó la mano a los ojos e inclinó un poco la cabeza. La mano de Howard le apretó el hombro,
luego se desplazó hacia su nuca y le dio un masaje en los músculos tensos.

—El doctor Francis vendrá dentro de unos minutos —dijo la enfermera, saliendo de la habitación.

Howard miró a su hijo durante unos momentos, el breve pecho que subía y bajaba con movimientos
regulares bajo las sábanas. Por primera vez desde los terribles momentos que sucedieron a la llamada
de Ann a su oficina, sintió que el miedo se apoderaba verdaderamente de él. Empezó a menear la
cabeza. Scotty estaba bien, pero en vez de dormir en casa, en su cama, estaba en un hospital con la
cabeza vendada y un tubo en el brazo. Y eso era lo que necesitaba en aquel momento.

Entró el doctor Francis y le estrechó la mano a Howard, aunque se habían visto unas horas antes.
Ann se levantó de la silla.

—¿Doctor? —dijo.
—Ann —contestó él, saludándola con un movimiento de cabeza—. Veamos primero cómo va.
Se acercó a la cama y le tomó el pulso al niño. Le alzó un párpado y luego el otro. Howard y Ann, al
lado del doctor, miraban. Luego el médico retiró las sábanas y escuchó el corazón y los pulmones del
niño con el estetoscopio. Palpó el abdomen con los dedos, aquí y allá. Cuando terminó, se acercó a los
pies de la cama y estudió el cuadro. Anotó la hora, escribió algo en la tablilla y luego miró a Ann y a
Howard.

—¿Qué tal está, doctor? —preguntó Howard—. ¿Qué tiene exactamente?


—¿Por qué no se despierta? —dijo Ann.

El médico era un hombre guapo, de hombros anchos y rostro tostado por el sol. Llevaba un traje azul
con chaleco, corbata a rayas y gemelos de marfil. Con los cabellos grises bien peinados por las sienes,
parecía recién llegado de un concierto.

—Está bien —afirmó el médico—. No es para echar las campanas al vuelo, podría ir mejor, según
creo. Pero no es grave. Sin embargo, me gustaría que se despertase. Tendría que volver en sí muy
pronto.

El médico miró al niño una vez más.

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—Sabremos algo más dentro de un par de horas, cuando conozcamos los resultados de otros
cuantos análisis. Pero no tiene nada, créanme, excepto una leve fractura de cráneo. Eso sí.
—¡Oh, no! —exclamó Ann.
—Y un ligero traumatismo, como ya les he dicho. Desde luego, ya ven que está conmocionado. Con
la conmoción, a veces ocurre esto. Este sueño profundo.
—Pero, ¿está fuera de peligro? —preguntó Howard—. Antes dijo usted que no estaba en coma. Así
que a esto no lo llama usted estar en coma, ¿verdad, doctor?

Howard esperó. Miró al médico.

—No, yo no diría que esté en coma —dijo el médico, mirando de nuevo al niño—. Está sumido en un
sueño profundo, nada más. Es una reacción instintiva del organismo. Está fuera de peligro, de eso
estoy completamente seguro, sí. Pero sabremos más cuando se despierte y conozcamos el
resultado de los demás análisis.
—Está en coma —afirmó Ann—. Bueno, en una especie de coma.
—No es coma; todavía no. No exactamente. Yo no diría que es coma. Todavía no, en todo caso. Ha
sufrido una conmoción. En estos casos, esta clase de reacción es bastante corriente; es una
respuesta momentánea al traumatismo corporal. Coma. Bueno, el coma es un estado prolongado
de inconsciencia, algo que puede durar días o incluso semanas. No es el caso de Scotty, por lo que
sabemos hasta el momento. Estoy convencido de que su situación mejorará por la mañana. Ya lo
creo. Sabremos más cuando se despierte, cosa que ya no tardará mucho. Claro que ustedes
pueden hacer lo que quieran, quedarse aquí o irse a casa un rato. Pero, por favor, márchense del
hospital con toda tranquilidad, si así lo desean. Ya sé que no es fácil.

El doctor miró de nuevo al niño, le observó, se volvió a Ann y dijo:

—Trate de no preocuparse, mamá. Créame, estamos haciendo todo lo posible. Ya sólo es cuestión de
un poco más de tiempo.

La saludó con la cabeza, estrechó la mano de Howard y salió de la habitación.


Ann puso la mano sobre la frente del niño.

—Al menos no tiene fiebre —dijo—. Pero, ¡qué frío está, Dios mío! ¿Howard? ¿Crees que esa
temperatura es normal? Tócale la cabeza.

Howard tocó las sienes del niño. Contuvo el aliento.

—Creo que es normal que se encuentre así en estas circunstancias —dijo—. Está conmocionado,
¿recuerdas? Eso es lo que ha dicho el médico. El doctor acaba de estar aquí. Si Scotty no
estuviese bien, habría dicho algo.

Ann permaneció en pie un momento, mordisqueándose el labio. Luego fue hacia la silla y se sentó.

Howard se acomodó en la silla de al lado. Se miraron. El quería decir algo más para tranquilizarla,
pero también tenía miedo. Le cogió la mano y se la puso en el regazo, y el tener allí su mano le hizo

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sentirse mejor. Luego se la apretó y la guardó entre las suyas. Así permanecieron durante un rato,
mirando al niño, sin hablar. De vez en cuando, él le apretaba la mano. Finalmente, Ann la retiró.

—He rezado —dijo.

El asintió.

—Creía que casi se me había olvidado, pero se me ha venido a la cabeza. Lo único que he tenido
que hacer ha sido cerrar los ojos y decir: «Por favor, Dios, ayúdanos, ayuda a Scotty», y lo demás ha
sido fácil. Las palabras me salían solas. Quizá, si tú también rezaras...
—Ya lo he hecho —repuso él—. He rezado esta tarde; ayer por la tarde, quiero decir, después de
que llamaras, mientras iba al hospital. He rezado.
—Eso está bien.

Por primera vez sintió Ann que estaban juntos en aquella desgracia. Comprendió sobresaltada que,
hasta entonces, aquello sólo le había ocurrido a ella y a Scotty. Había dejado a Howard al margen,
aunque estuviera en ello desde el principio. Se alegraba de ser su mujer.
Entró la misma enfermera, le volvió a tomar el pulso al niño y comprobó el flujo de la botella que
colgaba encima de la cama.
Al cabo de una hora entró otro médico. Dijo que se llamaba Parsons, de Radiología. Tenía un tupido
bigote. Llevaba mocasines, vaqueros y camisa del Oeste.

—Vamos a bajarle para hacerle otras radiografías —les dijo—. Necesitamos más, y queremos
hacerle una exploración.
—¿Qué es eso? —preguntó Ann—. ¿Una exploración?

Estaba de pie, entre el médico nuevo y la cama.

—Creí que ya le habían hecho todas las radiografías.


—Me temo que nos hacen falta más. No es para alarmarse. Necesitamos simplemente otras
radiografías, y queremos hacerle una exploración en el cerebro.
—¡Dios mío! —exclamó Ann.
—Es un procedimiento enteramente normal en estos casos —dijo el médico nuevo—. Necesitamos
saber exactamente por qué no se ha despertado todavía. Es un procedimiento médico normal y no hay
que inquietarse por eso. Lo bajaremos dentro de un momento.

Al cabo de un rato, dos celadores entraron en la habitación con una camilla con ruedas. Eran de tez y
cabellos morenos, llevaban uniformes blancos y se dijeron unas palabras en una lengua extranjera
mientras le quitaban el tubo al niño y lo pasaban de la cama a la camilla. Luego lo sacaron de la
habitación. Howard y Ann subieron al mismo ascensor. Ann miraba al niño. Cerró los ojos cuando el
ascensor empezó a bajar. Los celadores iban a cada extremo de la camilla sin decir nada, aunque uno
de ellos dijo en cierto momento algo en su lengua, y el otro asintió despacio con la cabeza. Más tarde,
cuando el sol empezaba a iluminar las ventanas de la sala de espera de la sección de radiología, sacaron
al niño y volvieron a subirlo a la habitación. Howard y Ann volvieron a subir con él en el ascensor, y de
nuevo ocuparon su sitio junto a la cama.

Esperaron todo el día, pero el niño no se despertó. De cuando en cuando, uno de ellos salía de la
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habitación para bajar a la cafetería a tomar un café y luego, como si recordaran de repente y se
sintieran culpables, se levantaban de la mesa y volvían apresuradamente a la habitación. El doctor
Francis volvió por la tarde, examinó al niño otra vez y se marchó después de comunicarles que estaba
volviendo en sí y se despertaría en cualquier momento. Las enfermeras, diferentes de las de la noche,
entraban de vez en cuando. Entonces una joven del laboratorio llamó y entró. Vestía pantalones y blusa
blanca, y llevaba una bandejita con cosas que puso sobre la mesilla de noche. Sin decir palabra, sacó
sangre del brazo del niño. Howard cerró los ojos cuando la enfermera encontró el punto adecuado para
clavar la aguja.

—No lo entiendo —le dijo Ann.


—Instrucciones del doctor —dijo la joven—. Yo hago lo que me dicen. Me dicen que haga una toma
y yo la hago. De todos modos, ¿qué es lo que le pasa? Es encantador.
—Le ha atropellado un coche —contestó Howard—. El conductor se dio a la fuga.

La joven meneó la cabeza y volvió a mirar al niño. Luego cogió la bandeja y salió de la habitación.

—¿Por qué no se despierta? —dijo Ann—. ¿Howard? Quiero que esta gente me responda.

Howard no contestó. Volvió a sentarse en la silla y cruzó las piernas. Se pasó las manos por la cara.
Miró a su hijo y luego se recostó en la silla; cerró los ojos y se quedó dormido. Ann fue a la ventana y
miró al aparcamiento. Era de noche, y los coches entraban y salían con los faros encendidos. De pie
frente a la ventana, con las manos apoyadas en el alféizar, en lo más profundo de su ser sentía que algo
pasaba, algo grave. Tuvo miedo, y los dientes le empezaron a castañetear hasta que apretó la
mandíbula. Vio un coche grande que se detenía frente al hospital y alguien, una mujer con un abrigo
largo, se metió en él. Deseaba ser aquella mujer y que alguien, cualquiera, la llevase a otro sitio, a un
lugar donde la esperase Scotty cuando ella saliera del coche, pronto a decir: ¡Mamá!, y a dejar que le
rodeara con sus brazos.

Poco después se despertó Howard. Miró al niño. Luego se levantó, se desperezó y se dirigió a la
ventana, a su lado. Los dos miraron al aparcamiento. No dijeron nada. Pero parecían comprenderse
hasta lo más profundo, como si la inquietud les hubiese vuelto transparentes del modo más natural del
mundo.

Se abrió la puerta y entró el doctor Francis. Esta vez llevaba un traje y una corbata diferentes. Tenía
los cabellos grises bien peinados sobre las sienes y parecía recién afeitado. Fue derecho a la cama y
examinó al niño.

—Tendría que haber despertado ya. No hay razón para que continúe así —dijo—. Pero les aseguro
que todos estamos convencidos de que está fuera de peligro. No hay razón en absoluto para que
no vuelva en sí. Muy pronto. Bueno, cuando se despierte tendrá una jaqueca espantosa, desde
luego. Pero sus constantes son buenas. Son lo más normales posible.
—Entonces, ¿está en coma? —preguntó Ann.

El médico se frotó la lisa mejilla.

—Llamémoslo así de momento, hasta que despierte. Pero ustedes deben estar muy cansados. Esto
es duro. Mucho. Váyanse tranquilamente a tomar un bocado. Les vendrá bien. Dejaré una
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enfermera aquí con él mientras ustedes están fuera, si es que con eso se van más tranquilos.
Vamos, vayan a comer algo.
—Yo no podría tomar nada —dijo Ann.
—Hagan lo que quieran, claro —dijo el médico—. De todos modos quiero decirles que las constantes
son buenas, que los análisis son negativos, que no hemos encontrado nada y que, cuando
despierte, saldrá del paso.
—Gracias, doctor —dijo Howard.

Volvieron a darse la mano. El médico le dio una palmadita en el hombro y salió.

—Creo que uno de nosotros debería ir a casa a echar un vistazo —dijo Howard—. Hay que dar de
comer a Slug, en primer lugar.
—Llama a un vecino —sugirió Ann—. A los Morgan. Cualquiera dará de comer al perro, si se le pide.
—Muy bien —dijo Howard.

Al cabo de un momento, añadió:

—¿Por qué no lo haces tú, cariño? ¿Por qué no vas a casa a echar un vistazo y vuelves luego? Te
vendría bien. Yo me quedaría aquí con él. En serio. Necesitamos conservar las fuerzas. Tendremos
que quedarnos aquí un tiempo incluso después de que despierte.
—¿Por qué no vas tú? —dijo ella—. Da de comer a Slug. Come tú.
—Yo ya he ido. He estado fuera una hora y quince minutos, exactamente. Vete a casa una hora y
refréscate. Y luego vuelves.

Ann trató de pensarlo, pero estaba demasiado cansada. Cerró los ojos e intentó considerarlo de
nuevo. Al cabo de un momento dijo: —Quizá vaya a casa unos minutos. A lo mejor, si no estoy aquí
sentada mirándole todo el tiempo, despertará y se pondrá bien. ¿Sabes? Tal vez se despierte si no estoy
aquí. Iré a casa, tomaré un baño y me pondré ropa limpia. Daré de comer a Slug y luego volveré.

—Yo me quedaré. Tú ve a casa, cariño. Yo veré cómo van las cosas por aquí.

Tenía los ojos empequeñecidos e inyectados en sangre, como si hubiera estado bebiendo durante
mucho tiempo. Sus ropas estaban arrugadas. Le había crecido la barba. Ella le tocó la cara y retiró la
mano en seguida. Comprendió que quería estar solo un rato, no tener que hablar ni compartir la
inquietud. Cogió el bolso de la mesilla de noche y él la ayudó a ponerse el abrigo.

—No tardaré mucho —dijo.


—Siéntate y descansa un poco cuando llegues a casa —dijo él—. Come algo. Date un baño. Y
después, siéntate y descansa. Te sentará muy bien, ya verás. Luego vuelve. Tratemos de no
preocuparnos. Ya has oído lo que ha dicho el doctor Francis.

Permaneció de pie con el abrigo puesto durante unos momentos, intentando recordar las palabras
exactas del médico, buscando matices, indicios que pudieran dar un sentido distinto a lo que había
dicho. Intentó recordar si sus rasgos habían cambiado cuando se inclinó a examinar al niño. Recordó
cómo había dormido, la expresión de su rostro cuando le levantaba los párpados y escuchaba su
respiración.

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Fue hasta la puerta y se volvió. Miró al niño y luego al padre. Howard asintió con la cabeza. Salió de
la habitación y cerró la puerta tras ella.
Pasó delante del cuarto de las enfermeras y llegó al fondo del pasillo, buscando el ascensor. Al final
del corredor, torció a la derecha y entró en una pequeña sala de espera donde vio a una familia negra
sentada en sillones de mimbre. Había un hombre maduro con camisa y pantalón caqui, y una gorra de
béisbol echada hacia atrás. Una mujer gruesa, en bata y zapatillas, estaba desplomada en una butaca.
Una adolescente en vaqueros, con docenas de trenzas diminutas, estaba tumbada cuan larga era en un
sofá, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. Al entrar Anna, la familia la miró. La mesita
estaba cubierta de envoltorios de hamburguesas y de vasos de plástico.

—Franklin —dijo la mujer gorda, incorporándose—. ¿Se trata de Franklin?

Tenía los ojos dilatados.

—Dígame, señora —insistió—. ¿Se trata de Franklin?

Intentaba levantarse de la butaca, pero el hombre la sujetó del brazo.

—Vamos, vamos —dijo—, Evelyn.


—Lo siento —dijo Ann—. Estoy buscando el ascensor. Mi hijo está en el hospital y ahora no puedo
encontrar el ascensor.
—El ascensor está por ahí, a la izquierda —dijo el hombre, señalando con el dedo.

La muchacha dio una calada al cigarrillo y miró a Ann. Sus ojos parecían rendijas, y sus labios anchos
se separaron despacio al soltar el humo. La mujer negra dejó caer la cabeza sobre los hombros y dejó
de mirar a Ann, que ya no le interesaba.

—A mi hijo lo ha atropellado un coche —le dijo Ann al hombre. Era como si necesitara explicarse—.
Tiene un traumatismo y una ligera fractura de cráneo, pero se pondrá bien. Ahora está
conmocionado, pero también podría ser una especie de coma. Eso es lo que de verdad nos
preocupa, lo del coma. Yo voy a salir un poco, pero mi marido se queda con él. A lo mejor se
despierta mientras estoy fuera.
—Es una lástima —contestó el hombre, removiéndose en el sillón.

Bajó la cabeza hacia la mesa y luego volvió a mirar a Ann. Aún seguía allí de pie.

—Nuestro Franklin está en la mesa de operaciones. Le han dado un navajazo. Han intentado
matarle. Hubo una pelea donde él estaba. En una fiesta. Dicen que sólo estaba mirando. Sin
meterse con nadie. Pero eso no significa nada en estos días. Esperamos y rezamos, eso es todo lo
que se puede hacer.

No dejaba de mirarla.

Ann miró de nuevo a la muchacha, que seguía con la vista fija en ella, y a la mujer mayor, que
continuaba con la cabeza gacha, aunque ahora con los ojos cerrados. Ann la vio mover los labios,
formando palabras. Sintió deseos de preguntarle cuáles eran. Quería hablar más con aquellas personas
que estaban en la misma situación de espera que ella. Tenía miedo, y aquella gente también. Tenían
eso en común. Le hubiera gustado tener algo más que decir respecto al accidente, contarles más cosas
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de Scotty, que había ocurrido el día de su cumpleaños, el lunes, y que seguía inconsciente. Pero no
sabía cómo empezar. Se quedó allí de pie, mirándolos, sin decir nada más.

Fue por el pasillo que le había indicado aquel hombre y encontró el ascensor. Esperó un momento
frente a las puertas cerradas, preguntándose aún si estaba haciendo lo más conveniente. Luego
extendió la mano y pulsó el botón.

Se metió en el camino de entrada y paró el coche. Cerró los ojos y apoyó un momento la cabeza
sobre el volante. Escuchó los ruiditos que hacía el motor al empezar a enfriarse. Luego salió del coche.
Oyó ladrar al perro dentro de la casa. Fue a la puerta de entrada, que no estaba cerrada con llave.
Entró, encendió las luces y puso una tetera al fuego. Abrió una lata de comida para perros y se la dio a
Slug en el porche de atrás. El perro comió con avidez, a pequeños lametazos. No dejaba de entrar
corriendo a la cocina para ver si ella se iba a quedar. Al sentarse en el sofá con el té, sonó el teléfono.

—¡Sí! —dijo al descolgar—. ¿Dígame?


—Señora Weiss —dijo una voz de hombre.

Eran las cinco de la mañana, y creyó oír máquinas o aparatos de alguna clase al fondo.

—¡Sí, sí! ¿Qué pasa? —dijo—. Soy la señora Weiss. Soy yo. ¿Qué ocurre, por favor?

Escuchó los ruidos de fondo.

—¿Se trata de Scotty? ¡Por amor de Dios!


—Scotty —dijo la voz de hombre—. Se trata de Scotty, sí. Este problema tiene que ver con Scotty.
¿Se ha olvidado de Scotty?

Colgó.

Ann marcó el número del hospital y pidió que la pusieran con la tercera planta. Requirió noticias de
su hijo a la enfermera que contestó el teléfono. Luego dijo que quería hablar con su marido. Se trataba,
según explicó, de algo urgente.
Esperó, enredando el hilo del teléfono entre los dedos. Cerró los ojos y sintió náuseas. Tenía que
comer algo, forzosamente. Slug entró desde el porche y se tumbó a sus pies. Movió el rabo. Ann le tiró
de la oreja mientras el animal le lamía los dedos. Se puso Howard.

—Acaba de llamar alguien —dijo con voz entrecortada, retorciendo el cordón del teléfono—. Dijo
que era acerca de Scotty.
—Scotty va bien —le aseguró Howard—. Bueno, sigue durmiendo. No hay cambios. La enfermera ha
venido dos veces desde que te marchaste. Una enfermera o una doctora. Está bien.
—Ha llamado un hombre. Dijo que era acerca de Scotty —insistió.
—Descansa un poco, cariño, necesitas reposo. Debe ser el mismo que me llamó a mí. No hagas caso.
Vuelve después de que hayas descansado. Después desayunaremos o algo así.
—¿Desayunar? —dijo Ann—. No me apetece.
—Ya sabes lo que quiero decir. Zumo, o algo parecido. No sé. No sé nada, Ann. ¡Por Dios, yo
tampoco tengo hambre! Es difícil hablar aquí, Ann. Estoy en el mostrador de recepción. El doctor
Francis va a volver a las ocho de la mañana. Entonces tendrá algo que decirnos, algo más
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concreto. Eso es lo que ha dicho una de las enfermeras. No sabía nada más. ¿Ann? Tal vez
sepamos algo más para entonces, cariño. A las ocho. Vuelve antes de las ocho. Entretanto, yo
estoy aquí con Scotty, que está bien. Sigue igual.
—Yo estaba tomando una taza de té cuando sonó el teléfono. Dijeron que era acerca de Scotty.
Había un ruido de fondo. ¿Había ruido de fondo en la llamada que atendiste tú, Howard?
—No me acuerdo —contestó él—. Quizá fuese el conductor del coche, que a lo mejor es un
psicópata y se ha enterado de lo que le ha pasado a Scotty. Pero yo me quedo aquí con él.
Descansa un poco, como pensabas. Date un baño y vuelve a las siete o cosa así, y cuando venga el
médico hablaremos los dos con él. Todo saldrá bien, cariño. Yo estoy aquí, y hay médicos y
enfermeras cerca. Dicen que su estado es estacionario.
—Tengo un susto de muerte —dijo Ann.

Dejó correr el agua, se desnudó y se metió en la bañera. Se enjabonó y se secó rápidamente, sin
perder tiempo en lavarse el pelo. Se puso ropa interior limpia, pantalones de lana y un jersey. Fue al
cuarto de estar, donde el perro la miró y golpeó una vez el suelo con el rabo. Estaba empezando a
amanecer cuando salió y subió al coche.
Entró en el aparcamiento del hospital y encontró un sitio cerca de la puerta principal. Se sintió
vagamente responsable de lo que le había ocurrido al niño. Dejó que sus pensamientos derivaran hacia
la familia negra. Recordó el nombre de Franklin y la mesa cubierta de envoltorios de hamburguesas, y a
la adolescente mirándola mientras fumaba el cigarrillo.

—No tengas hijos —le dijo a la imagen de la muchacha mientras entraba por la puerta del hospital —.
Por amor de Dios, no los tengas.

Subió hasta el tercer piso en el ascensor con dos enfermeras que acababan de salir de servicio. Era
miércoles por la mañana, poco antes de las siete. Había un empleado que buscaba a un tal doctor
Madison cuando las puertas del ascensor se abrieron en la tercera planta. Salió detrás de las
enfermeras, que se fueron en la otra dirección, reanudando la conversación que habían interrumpido
cuando ella entró en el ascensor. Siguió por el corredor hasta la pequeña sala de espera donde estaba
la familia negra. Se habían ido, pero los sillones estaban desordenados de tal modo que sus ocupantes
parecían haberse levantado de ellos un momento antes. La mesa seguía cubierta con los mismos vasos
y papeles, y el cenicero lleno de colillas.

Se detuvo ante el cuarto de enfermeras. Una enfermera estaba detrás del mostrador, peinándose y
bostezando.

—Anoche había un muchacho negro en el quirófano —dijo Ann—. Se llamaba Franklin. Su familia
estaba en la sala de espera. Me gustaría saber cómo está.

Otra enfermera, sentada a un escritorio detrás del mostrador, alzó la vista del gráfico que tenía
delante. Sonó el teléfono y lo cogió, pero siguió mirando a Ann.

—Ha muerto —dijo la enfermera del mostrador; seguía con el cepillo del pelo en la mano, pero
tenía la vista fija en Ann—. ¿Es usted amiga de la familia, o qué?
—Conocí a su familia anoche. Mi hijo también está en el hospital. Creo que está conmocionado. No
sabemos con exactitud qué es lo que tiene. Me preguntaba cómo estaría Franklin, eso es todo.

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Siguió por el pasillo. Las puertas de un ascensor, del mismo color que las paredes, se abrieron en
silencio y un hombre calvo y escuálido con zapatos de lona y pantalones blancos sacó un pesado
carrito. La noche anterior no se había fijado en aquellas puertas. El hombre empujó el carrito por el
pasillo, se detuvo frente a la puerta más cercana al ascensor y consultó una tablilla. Luego se inclinó y
sacó una bandeja del carrito. Llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación. Ann olió el
desagradable aroma de la comida caliente al pasar junto al carrito. Apretó el paso, sin mirar a ninguna
enfermera, y abrió la puerta de la habitación del niño.
Howard estaba de pie junto a la ventana con las manos a la espalda. Se volvió al entrar ella.

—¿Cómo está? —preguntó Ann.

Se acercó a la cama. Dejó caer el bolso al suelo cerca de la mesilla de noche. Le parecía haber estado
mucho tiempo fuera. Tocó el rostro del niño.

—¿Howard?
—El doctor Francis ha venido hace poco —dijo Howard.

Ann le observó con atención y pensó que tenía los hombros abatidos.

—Creía que no iba a venir hasta las ocho —se apresuró a decir.
—Vino otro médico con él. Un neurólogo.
—Un neurólogo —repitió ella.

Howard asintió con la cabeza. Ella vio claramente que tenía los hombros hundidos.

—¿Qué han dicho, Howard? ¡Por amor de Dios! ¿Qué han dicho? ¿Qué ocurre?
—Han dicho que van a bajarle para hacerle más pruebas, Ann. Creen que tendrán que operarle,
cariño. Van a operarle, cielo. No comprenden por qué no despierta. Es algo más que una
conmoción o un simple traumatismo, eso ya lo saben. Es en el cráneo, la fractura, creen que tiene
algo..., algo que ver con eso. Así que van a operarle. Intenté llamarte, pero ya debías haber salido.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Oh, Howard, por favor! —exclamó, agarrándole de los brazos.
—¡Mira! —dijo Howard—. ¡Scotty! ¡Mira, Ann!

La volvió hacia la cama.


El niño había abierto los ojos, cerrándolos de nuevo. Volvió a abrirlos. Durante un momento sus ojos
miraron al frente, luego se movieron despacio sobre las órbitas hasta fijarse en Howard y Ann
para luego desviarse otra vez.

—Scotty —dijo su madre, acercándose a la cama.


—Hola, Scott —dijo su padre—. Hola, hijo.

Se inclinaron sobre la cama. Howard tomó entre las suyas la mano del niño, dándole palmadas y
apretándosela. Ann le besó la frente una y otra vez. Le puso las manos en las mejillas.

—Scotty, cariño, somos mamá y papá —dijo ella—. ¿Scotty?

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El niño los miró, pero sin dar muestras de reconocerlos. Luego se le abrió la boca, se le cerraron los
ojos y gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones. Entonces su rostro pareció relajarse y
suavizarse. Se abrieron sus labios cuando el último aliento ascendió a su garganta y le salió suavemente
entre los dientes apretados.
Los médicos lo denominaron una oclusión oculta, y dijeron que era un caso entre un millón. Tal
vez, si hubiesen descubierto algo y operado inmediatamente, podrían haberle salvado. Pero lo más
probable era que no. Al fin y al cabo, ¿qué habrían podido buscar? No había aparecido nada, ni en los
análisis ni en las radiografías.
El doctor Francis estaba abatido.

—No puedo expresarles cómo me siento. Lo lamento tanto que no tengo palabras —les dijo
mientras les conducía a la sala de médicos.

Había un médico sentado en una butaca con las piernas apoyadas en el respaldo de una silla, viendo
un programa matinal de televisión. Llevaba el uniforme de la sala de partos, pantalones anchos, blusa y
una gorra que le cubría el pelo, todo de color verde. Miró a Howard y Ann y luego al doctor Francis. Se
levantó, apagó el aparato y salió de la habitación. El doctor Francis condujo a Ann al sofá, se sentó a su
lado y empezó a hablar en tono bajo y consolador. En un momento dado, se inclinó y la abrazó. Ann
sintió el pecho del médico inhalar y exhalar de manera regular contra su hombro. Mantuvo los ojos
abiertos y le dejó abrazarla. Howard fue al baño, pero dejó la puerta abierta. Tras un violento acceso de
llanto, abrió el grifo y se lavó la cara. Luego salió y se sentó en la mesita del teléfono. Miró al teléfono
como si pensara en qué hacer primero. Hizo unas llamadas. Al cabo del rato, el doctor Francis utilizó el
teléfono.

—¿Hay algo más que pueda hacer por el momento? —les preguntó.

Howard meneó la cabeza. Ann miró con fijeza al doctor Francis como si fuese incapaz de
comprender sus palabras.

El médico los acompañó a la puerta del hospital. Eran las once de la mañana. Ann se dio cuenta de
que movía los pies muy despacio, casi con desgana. Le parecía que el doctor Francis les obligaba a
marcharse cuando ella tenía la impresión de que deberían quedarse, cuando quedarse era lo más
adecuado. Miró al aparcamiento, se volvió y miró a la entrada del hospital. Meneó la cabeza.

—No, no —dijo—. No puedo dejarle aquí.

Oyó sus propias palabras y pensó que no era justo que utilizase el mismo lenguaje de la televisión,
cuando la gente se siente agobiada por muertes repentinas o violentas. Quería encontrar palabras
originales.

—No —repitió.

Sin saber por qué, le vino a la memoria la mujer negra con la cabeza caída sobre el hombro.

—No.
—Más tarde hablaré con usted —dijo el doctor Francis a Howard—. Aún tenemos tarea por delante,
aspectos que debemos aclarar a nuestra entera satisfacción. Hay cosas que necesitan explicación.
—La autopsia —dijo Howard.
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El doctor Francis asintió con la cabeza.

—Entiendo —dijo Howard, que añadió—: ¡Oh, Dios mío! No, no lo entiendo, doctor. No puedo, es
imposible. Sencillamente, no puedo.

El doctor Francis le rodeó los hombros con el brazo.

—Lo siento. Bien sabe Dios que lo siento.

Le quitó el brazo de los hombros y le tendió la mano. Howard se quedó mirándola y luego la
estrechó. El doctor Francis abrazó otra vez a Ann. Parecía lleno de cierta bondad que ella no llegaba a
comprender. Apoyó la cabeza en su hombro pero mantuvo los ojos abiertos. No dejaba de mirar al
hospital. Cuando se fueron, volvió la cabeza.

En casa, se sentó en el sofá con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard cerró la puerta de la
habitación del niño. Puso la cafetera y buscó una caja vacía. Había pensado recoger algunas cosas del
niño que estaban esparcidas por el cuarto de estar. Pero en cambio se sentó junto a ella en el sofá, dejó
la caja a un lado y se inclinó hacia adelante, con los brazos entre las rodillas. Se echó a llorar. Ella le
puso la cabeza sobre sus rodillas y le dio palmaditas en la espalda.

—Se ha muerto —dijo.

Por encima de los sollozos de su marido oyó silbar la cafetera en la cocina.

—Vamos, vamos —dijo tiernamente—. Se ha muerto, Howard. Ya no está con nosotros y tenemos
que acostumbrarnos. A estar solos.

Al cabo de un rato, Howard se levantó y empezó a deambular por la habitación con la caja en la
mano. No metía nada en ella, sino que recogía algunas cosas del suelo y las ponía al lado del sofá. Ella
siguió sentada con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard dejó la caja y llevó el café al cuarto de
estar. Más tarde, Ann llamó a algunos parientes. Después de cada llamada, cuando le contestaban, Ann
decía unas palabras sin tino y lloraba durante unos momentos. Luego explicaba tranquilamente, con
voz reposada, lo que había ocurrido y les informaba de los preparativos. Howard sacó la caja al garaje,
donde vio la bicicleta de Scotty. Soltó la caja y se sentó en el suelo, junto a la bicicleta. Luego cogió la
bicicleta y la abrazó torpemente. La estrechó contra sí, y el pedal de goma se le clavó en el pecho. Hizo
girar una rueda.

Ann colgó después de hablar con su hermana. Buscaba otro número cuando el teléfono sonó. Lo
cogió a la primera llamada.

—¿Diga?

Oyó un ruido de fondo, como un zumbido.

—¿Diga? —repitió—. ¡Por el amor de Dios! ¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere?
—Su Scotty, lo tengo listo para usted —dijo la voz de hombre—. ¿Lo había olvidado?
—¡Será hijoputa! —gritó por el teléfono—. ¡Cómo puede hacer algo así, grandísimo cabrón!

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—Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty? —dijo el hombre, y colgó.
Howard oyó los gritos, acudió y la encontró llorando con la cabeza apoyada en la mesa, entre los
brazos. Cogió el aparato y escuchó la señal de marcar.

Mucho más tarde, justo antes de media noche, tras haberse ocupado de muchas cosas, el teléfono
volvió a sonar.

—Contesta tú —dijo ella—. Es él, Howard, lo sé.

Estaban sentados a la mesa de la cocina, bebiendo café. Howard tenía un vaso pequeño de whisky
junto a la taza. Contestó a la tercera llamada.

—¿Diga? ¿Quién es? ¡Diga! ¡Diga!

Colgaron.

—Ha colgado —dijo Howard—. Quienquiera que fuese.


—Era él —afirmó Ann—. El hijoputa ése. Me gustaría matarle. Me gustaría pegarle un tiro y ver
cómo se retuerce.
—¡Por Dios, Ann!
—¿Has oído algo? ¿Un rumor de fondo? ¿Un ruido de máquinas, como un zumbido?
—Nada, de veras. Nada parecido —contestó Howard—. No ha habido bastante tiempo. Creo que
había música. Sí, sonaba una radio, eso es todo lo que puedo decirte. No sé qué demonios pasa.

Ella meneó la cabeza.

—¡Si pudiera ponerle la mano encima! —dijo.

Entonces cayó en la cuenta. Sabía quién era. Scotty, la tarta, el número de teléfono. Retiró la silla de
la mesa y se levantó.

—Llévame a la galería comercial, Howard.


—Pero, ¿qué dices?
—La galería comercial. Sé quién es el que llama. Sé quién es. El pastelero, el hijo de puta del
pastelero, Howard. Le encargué una tarta para el cumpleaños de Scotty. Es él. Es él, que tiene el
número y no deja de llamarnos. Para atormentarnos con el pastel. El pastelero, ese cabrón.

Fueron a la galería comercial. El cielo estaba claro y brillaban las estrellas. Hacía frío, y pusieron la
calefacción del coche. Aparcaron delante de la pastelería. Todas las tiendas y almacenes estaban
cerrados, pero había coches al otro extremo del aparcamiento, frente al cine. Las ventanas de la
pastelería estaban oscuras, pero cuando miraron por el cristal vieron luz en la habitación del fondo y,
de cuando en cuando, a un hombre corpulento con delantal que entraba y salía de la claridad, uniforme
y mortecina. A través del cristal, Ann distinguió las vitrinas y unas mesitas con sillas. Intentó abrir la
puerta. Llamó a la ventana. Pero si el pastelero los oyó, no dio señales de ello. No miró en su dirección.

Dieron la vuelta a la pastelería y aparcaron. Salieron del coche. Había una ventana iluminada, pero a
demasiada altura como para que pudiera verse el interior. Cerca de la puerta trasera había un cartel
que decía: REPOSTERIA, ENCARGOS. Ann oyó débilmente una radio y algo que crujía: ¿la puerta de un

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horno al bajarse? Llamó a la puerta y esperó. Luego volvió a llamar, más fuerte. Apagaron la radio y se
oyó un ruido como de algo, un cajón, que se abriera y luego se cerrara.

Quitaron el cerrojo a la puerta y abrieron. El pastelero apareció en el umbral, atisbándolos.

—Está cerrado —dijo—. ¿Qué quieren a estas horas? Es media noche. ¿Están borrachos o algo por el
estilo?

Ann dio un paso hacia la luz que salía de la puerta abierta. Al reconocerla, los pesados párpados del
pastelero se abrieron y cerraron.

—Es usted —dijo.


—Soy yo. La madre de Scotty. Este es el padre de Scotty. Nos gustaría entrar.
—Ahora estoy ocupado —dijo el pastelero—. Tengo trabajo que hacer.

Ella había entrado de todos modos. Howard la siguió. El pastelero se apartó.

—Aquí huele a pastelería. ¿Verdad que huele a repostería, Howard?


—¿Qué es lo que quieren? —preguntó el pastelero—. A lo mejor quieren su tarta. Eso es, han
decidido venir por ella. Usted encargó un pastel, ¿verdad?
—Es usted muy listo para ser pastelero —repuso ella—. Howard, éste es el hombre que no deja de
llamarnos por teléfono.

Ann apretó los puños, mirándole con furia. Sentía que algo le consumía las entrañas, una cólera que
le daba la impresión de ser más de lo que era, más que cualquiera de los dos hombres.

—Oiga, un momento —dijo el pastelero—. ¿Quiere recoger su pastel de tres días? ¿Es eso? No
quiero discutir con usted, señora. Ahí está, poniéndose rancio. Se lo doy a la mitad del precio
convenido. No. ¿Lo quiere? Pues es suyo. A mí ya no me vale de nada, ni a nadie. Ese pastel me
ha costado tiempo y dinero. Si lo quiere, muy bien; si no lo quiere, pues bien también. Tengo que
volver al trabajo.

Les miró y se pasó la lengua por los dientes.

—Más pasteles —dijo Ann.

Sabía que era dueña de sí, que dominaba lo que le consumía las entrañas. Estaba tranquila.

—Señora, trabajo dieciséis horas diarias en este local para ganarme la vida —dijo el pastelero,
limpiándose las manos en el delantal—. Trabajo aquí día y noche para ir tirando.

Al rostro de Ann afloró una expresión que hizo retroceder al pastelero.

—Vamos, nada de líos —sugirió.

Alargó la mano derecha hacia el mostrador y cogió un rodillo que empezó a golpear contra la palma
de la mano izquierda.

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
—¿Quiere el pastel, o no? Tengo que volver al trabajo. Los pasteleros trabajan de noche.

Tenía ojos pequeños y malévolos, pensó Ann, casi perdidos entre las gruesas mejillas erizadas de
barba. Su cuello era voluminoso y grasiento.

—Ya sé que los pasteleros trabajan de noche —dijo Ann—. Y también llaman por teléfono de noche.
¡Hijo de puta!

El pastelero siguió golpeando el rodillo contra la palma de la mano. Lanzó una mirada a Howard.

—Tranquilo, tranquilo —le dijo.


—Mi hijo ha muerto —dijo Ann con un tono frío y cortante—. El lunes por la mañana lo atropello un
coche. Hemos estado con él hasta que murió. Pero naturalmente usted no tenía por qué saberlo,
¿verdad? Los pasteleros no lo saben todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero Scotty ha muerto. ¡Ha
muerto, hijo de puta!
De la misma manera súbita en que brotó, la cólera se apagó dando paso a otra cosa, a una sensación
de náusea y de vértigo. Se apoyó en la mesa de madera salpicada de harina, se llevó las manos a la cara
y se echó a llorar, sacudiendo los hombros de atrás adelante.

—No es justo —dijo—. No es justo, no lo es.

Howard la abrazó por la cintura y miró al pastelero.

—Debería darle vergüenza —dijo al pastelero—. ¡Qué vergüenza!

El pastelero dejó el rodillo de amasar en el mostrador. Se desató el delantal y lo arrojó al mismo


sitio. Los miró y meneó la cabeza, despacio. Sacó una silla de debajo de la mesa de juego, sobre la que
había papeles y recetas, una calculadora y una guía telefónica.

—Siéntense, por favor —dijo a Howard—. Permítanme que les ofrezca una silla. Tomen asiento, por
favor.

Fue hacia la parte delantera de la tienda y volvió con dos sillitas de hierro forjado.

—Siéntense ustedes, por favor.

Ann se secó las lágrimas y miró al pastelero.

—Quisiera matarle —dijo—. Verle muerto.

El pastelero hizo sitio en la mesa. Puso a un lado la calculadora, junto con los montones de papeles y
recetas. Tiró la guía de teléfonos al suelo, donde aterrizó con un golpe seco. Howard y Ann se sentaron
y acercaron las sillas a la mesa. El pastelero hizo lo mismo.

—Permítanme decirles cuánto lo siento —dijo el pastelero, apoyando los codos en la mesa—. Sólo
Dios sabe cómo lo lamento. Escuchen. Sólo soy un pastelero. No pretendo ser otra cosa. Quizá
antes, hace años, fuese un ser humano diferente. Lo he olvidado, no lo sé seguro. Pero si alguna
vez lo fui, ya no lo soy. Ahora soy un simple pastelero. Eso no justifica lo que he hecho, lo sé. Pero
lo siento mucho. Lo siento por su hijo, y por la actitud que he adoptado.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Puso las manos sobre la mesa y las volvió hacia arriba para mostrar las palmas.

—Yo no tengo hijos, de modo que sólo puedo imaginarme lo que sienten. Lo único que puedo
decirles es que lo siento. Perdónenme, si pueden. No creo ser mala persona. Ni un cabrón, como
dijo usted por teléfono. Tienen que comprender que todo esto viene de que ya no sé cómo
comportarme, por decirlo así. Por favor, permítanme preguntarles si pueden perdonarme de
corazón.
Hacía calor en la pastelería. Howard se levantó, se quitó el abrigo y ayudó a Ann a quitarse el suyo. El
pastelero les miró un momento, asintió con la cabeza y se levantó a su vez. Fue al horno y pulsó unos
interruptores. Cogió tazas y sirvió café de una cafetera eléctrica. Sobre la mesa puso un cartón de leche
y un tazón de azúcar.
—Quizá necesiten comer algo —dijo el pastelero—. Espero que prueben mis bollos calientes. Tienen
que comer para conservar las fuerzas. En momentos como éste, comer parece una tontería, pero
sienta bien.
Les sirvió bollos de canela recién sacados del horno, con la capa de azúcar aún sin endurecer. Sobre
la mesa puso mantequilla y cuchillos para extenderla. Luego se sentó con ellos a la mesa. Esperó.
Aguardó hasta que cogieron un bollo y empezaron a comer.
—Sienta bien comer algo —dijo, mirándolos—. Hay más. Coman. Coman todo lo que quieran. Hay
bollos para dar y tomar.

Comieron bollos de canela y bebieron café. Ann sintió hambre de pronto y los bollos eran dulces y
estaban calientes. Comió tres, cosa que agradó al pastelero. Luego él empezó a hablar. Le escucharon
con atención. Aunque estaban cansados y angustiados, escucharon todo lo que el pastelero tenía que
decirles. Asintieron cuando el pastelero les habló de la soledad, de la sensación de duda y de limitación
que le había sobrevenido en sus años maduros. Les contó lo que había sido vivir sin hijos durante todos
aquellos años. Un día tras otro, con los hornos llenos y vacíos sin cesar. La preparación de banquetes y
fiestas. Los glaseados espesos. Las diminutas parejas de novios colocadas en las tartas de boda.
Centenares de ellos, no, miles, hasta la fecha. Cumpleaños. Imagínense cuántas velas encendidas. Su
trabajo era indispensable. El era pastelero. Se alegraba de no ser florista. Era preferible alimentar a la
gente. El olor era mucho mejor que el de las flores.
—Huelan esto —dijo el pastelero, partiendo una hogaza de pan negro—. Es un pan pesado, pero
sabroso.
Lo olieron y luego él se lo dio a probar. Tenía sabor a miel y a grano grueso. Le escucharon. Comieron
lo que pudieron. Se comieron todo el pan negro. Parecía de día a la luz de los tubos fluorescentes.
Hablaron hasta que el amanecer arrojó una luz pálida por las altas ventanas, y ni se les ocurría
marcharse.

FUENTE: Catedral, 1981

***
10. La cifra del Cuyano Salamanquero
Bettina Ballarini (Argentina, 1960-…)

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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Para Raúl Fernando Pena

La que anima con su guitarra y su voz el bodegón de la fiesta es Librada Adaro. Lucido pañuelo al
cuello, muy delgada, varios años sin precisión de cuántos, apariencia enfermiza y un perfil cuyos rasgos
muestran entereza y donaire cuando se inclina con los rasguidos sobre el encordado. Aunque en esos
instantes, se hace más patente que de su barbilla y sus brazos florece un vello hirsuto. Excesivo. Como
dicen que hace muchos siglos atrás le había crecido a la joven portuguesa que luego se convirtió en
Santa Librada1.

—Viene ‘el Pozo ‘el Tala, en San Luis ahicitonomá de San Francisco, ande hay una capiia a la Santa
Librada, la que cuida de los malo matrimonioj. ‘Icen que su madre la iamóde’se modo pa’ que no
le tocara un borracho vago como el d’ eia y tampoco se la ievara el Ave María, como l’ icen aiá al
Innombrable por miedo a nombralo. Se ve que le dio resultao, tanto que la susodicha sacó el
natural que icen tenía la Santa. ¿Quién hai de querer una mujer tan peluda? ¡Ni el mesmito Ave
María! ¡Jajajá!—me ilustradon Juan Liborio mientras se empina un trago de vino negro y espeso
desde la bota2.—No le convido, maistra, iaqu’esto no corresponde a laj dama.— con un puño de
la camisa seca el vino que le rezuma de las comisuras—. Pero ióheiconocío otra relación del
asunto3. Asigún mi han dicho, esta Librada, como l’otra, la Santa, no tuvo varón. Así parece. Pero
no es tan así, es un caso raro, aqueia 4 tenía un moro prometido al que no quiso y esta quería un
galán muy coiciao5. Ese jué su entuerto6. Al Berto le andaban detrás toítas7 y él se dejaba alcanzá
por todaj, y parece que alcanzó a la Librada. ¿Ve?
—¿Y quién es el Berto? No lo había sentido nombrar antes por acá. ¿Alguien del Pozo del Tala?
—No, maistra, no. De acacitonomá. Un mozo ‘el puesto’El Balde ‘el Águila, majaiá ‘e loj Limpio pa´l
este8.Pero él sabía andálaj travesía 9 entera dejando críoj10; d’esto que li hablo hace muchoj año.
Vamoj a degustáunojpastele frito11 y si quere le relato cómo se dio todo.

1
La Santa, de origen portugués, ha recibido distintos nombres gracias a las muy variadas leyendas de la imaginación popular, a la antigüedad de la misma
y la cantidad de países donde ha sido venerada como la patrona de las mujeres mal casadas desde alrededor del siglo XV. . Según una de esas leyendas,
era integrante de un grupo de nonellizas (nueve hijas de un solo parto). Su padre, el rey de Portugal, la ofreció en matrimonio al rey moro de Sicilia. Ella,
que no quería casarse con este, realizó su voto de virginidad y oró con arduo deseo a Dios para que la convirtiese en un ser repulsivo y así desanimar a su
pretendiente. Dios respondió, pues, a sus oraciones, haciéndole crecer vello por todo el cuerpo y además, barba. Al verlo, el rey musulmán rompió su
compromiso y partió de Portugal. Lleno de ira y desesperación el padre de Wilgefortis, Santa Librada, la acusó de herejía y la mandó a crucificar.
2
Recipiente o vasija de cuero que se emplea para contener líquidos. Su uso más tradicional es como recipiente de vino. Su forma original, de España, es de
gota o lágrima, bien recta o con la boca curvada y está impermeabilizada en el interior. Para beber se empina a cierta altura de la boca para que el vino
caiga directamente dentro de ella.
3
Pero yo he conocido otra versión del asunto.
4
Aquella.
5
Codiciado, deseado.
6
Problema, encrucijada.
7
Toditas, diminutivo de todas.
8
Un poco más allá de los Altos Limpios, hacia el este.
9
En el pasado, se llamó “travesías” a las desoladas y desérticas planicies que unían Mendoza, San Juan y San Luis. Era lugar de tránsito de diligencias y
carros cargados con frutos secos, cueros y vino para Buenos Aires. Territorio considerado altamente peligroso, no solo por la inhospitalidad de su medio
ambiente, sino por la frecuente presencia de bandoleros que asaltaban viajeros y cargas, entre estos se nombra a Martina Chapanay y Santos Guayama.
Dice Sarmiento en Facundo de las travesías: "Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado desierto, que, por su falta completa de agua,
recibe el nombre de travesía. El aspecto de aquellas soledades es, por lo general, triste y desamparado, y el viajero que viene del Oriente no pasa la
última represa o aljibe de campo sin proveer sus chifles, de suficiente cantidad de agua."
10
Críos, niños, hijos.
11
Pasteles fritos, empanadas que se fríen en grasa o aceite.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
La negra olla con tres patas está plena de grasa que hierve al son del fuego vehemente de unos
trozos de algarrobo. De su vientre, salen chillando 12 los pasteles fritos. Don Juan Liborio solivianta uno
entre sus manos y me lo ofrece:

—Tenga cuidao. Tuavía está que pela13.

De las escasas comidas típicas del desierto, aprecio con glotonería los pasteles fritos de los días de
fiesta. Lo tomo y le doy un mordisco abarcador. Como es de sospechar, no ha sido suficiente el tiempo
de salir de la olla y me quemo. Don Juan Liborio me mira abrir la boca y apantallarme con una mano. Su
mirada tiene cierta sorna criolla que le cuesta ocultar.

—¡No li hei dicho ió que tuviera cuidao! Tome. En esta ocasión es caso ‘e juerza mayor.—Me alcanza
la bota para que el vino me refresque. No quita su mirada con la especulación de que tampoco
sabré manejar ese modo de beber. Pero tantos momentos de observarlos empinar el recipiente,
más la quemazón de mi lengua, me permiten esta vez desempeñarme con alguna soltura.
—¡Ve que había salío baquiana14pa’l chifle15 la maistra, wón16!¡Casi lo termina!
—No no. Buena alumna nomás. ¿Y cómo es esa historia del Berto con la Librada?

Desde el centro de la fiesta, Librada Adaro comienza a ejecutar la cueca “La Juana Bailona” y varias
parejas salen al compás. Parado en el otro extremo del bodegón, el Catalino adelanta apenas su
pañuelo invitándome. Don Juan Liborio también lo ve.

—No lo disprecie, maistra. Ese hombre está soltero y próspero con su majada y la zampa 17qui crece a
monotone en su puesto y unoj científico li han dicho que es güenísimapa’l engorde ‘e loj ternero.
—Me da risa su postura casamentera, que no es más que otro rasgo recalcitrante de la cultura del
lugar.
—Pero yo no sé bailar la cueca, ni siquiera moverme con gracia a la par de cualquier música.
Además, si a su edad el hombre está soltero, no ha de ser mansito y parece un picaflor 18 igual al
Berto ese que nunca me termina de contar. Y otra cosa, como no tengo costumbre de tomar vino,
ya estoy mareada con el que tomé de su bota.
—¡Jajajá! No ande discutiendo y vaya. Hai dicho ricién que es güena aluna. Bué, ahí tiene un
maistro. Usté haga lo quiéll’iga. Tome un pañuelo —se quita el suyo del cuello y me lo entrega
como un talismán que habrá de ayudarme en el aprendizaje—. Quen no si haiadejaoievá por esta
música cuiana19, no podrá comprendé la historia del Berto y la Librada. Vaya, pelenciera, ia sabe
que en estaj fiesta despreciá un baile o un obligo20 no es bien visto.
12
Chirriando.
13
“Tenga cuidado. Todavía está muy caliente.” El uso “que pela” se refiere a que para desplumar las aves domésticas, como gallinas y pollos, o quitar los
pelos —pelar—los cerdos después de sacrificarlos para la cocción e ingesta, se emplea agua muy caliente, hirviendo.
14
Baqueana, experta.
15
En el lenguaje criollo, se llamaba chifle al asta de buey que solía usarse como recipiente de líquidos para beber.
16
Uso por “huevón” o “güevón”. En Mendoza y en Chile es un vocativo o apelativo, es decir, está destinado a la persona que se le habla. Si tal persona no
existiese como receptor, por la costumbre casi suele emplearse como interjección o exclamación. En ningún caso representa una ofensa en estos lugares,
porque también se puede tratar así a un amigo de confianza.
17
Arbusto forrajero.
18
En Cuyo y otras zonas de la Argentina, suele usarse “picaflor” (nombre también del colibrí) para designar al hombre que, como el ave, anda libando de
flor en flor, o de mujer en mujer.
19
Cuyana, de Cuyo, región argentina que histórica y culturalmente comprende las provincias de Mendoza, San Juan y el oeste de San Luis. El 22 de enero
de 1988, los gobernadores de las provincias argentinas de La Rioja, Mendoza, San Juan y San Luis firmaron el Tratado de Integración Económica del
Nuevo Cuyo, que incorpora, desde un punto de vista económico y productivo, la provincia de La Rioja.
20
Trago de vino que en Cuyo se ofrece al cantor cuando ha acabado su interpretación y que debe beber hasta el fondo, o “a fondo blanco”.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo
Me acerco al Catalino y le doy un saludo agradecido por haberme invitado la cueca y le confieso que
no la sé bailar. Él insiste en enseñarme a llevar el pañuelo en las vueltas y medias vueltas y en el floreo,
cuando “La Juana Bailona” se acaba. Con el alivio de no tener que abochornarme por tropiezos
aprendices ni por mi mareo, dejo colgando el pañuelo junto a mi cadera. La Librada emprende ahora un
nuevo rasguido y el punteo solo con el pulgar, mientras con los dientes y el dedo índice sostiene tenso
su pañuelo hacia el encordado. Y así, con la mandíbula apretada contra el pañuelo, canta algo que no
alcanzo a entender. Ya ninguno baila. Permanecen en actitud de respeto.
Desde el fondo de no sé dónde, aparece un hombre vencido por el castigo del tiempo o del dolor y
se arrodilla frente a la cantora que impávida continúa su difícil y mágica interpretación.

—Mejor que mirá es ver, maistra. Ese es el Berto —me dice en voz baja don Juan Liborio. Su tono
misterioso somete mi razón a una pura manifestación de magia—Cuentan que el Berto había
pedido en la Salamanca y el Innombrable lo hizo habiloso 21 en la guitarra y el canto. Pero como lo
vio que era un alborotado22 con lajmujere, le concedió la cifra 23 que si tocaba y cantaba la tonada
“Duerme niña” como usté ve ahora a la Librada, lo escucharía nada má la qu’él quería suia 24. Y
d’esta manera anduvo sembrando críoj por laj travesía, como l’ije. Supo iegá 25 un día al Pozo’el
Tala aiá26 en San Luis. La Librada era no májqu’una niña, pero muy donosa 27 y él se propasó28 con
su famosa cifra. Como la mismita Santa del pueblo, eia 29 dejó de comé y le crecieronesoj pelo
chuzo30. Ió31 no entiendo bien cómo son loj asunto entre Dio y el Innombrable, pero parece que
discutieron. El Malo se ievó en cuerpo y alma al Berto cuando iegó el plazo del contrato que
firmaron en la Salamanca y la Santa Librada le dio a la niña el don de iamar 32 con ese canto al
mismo Bertopa’ que su alma y su cuerpo no si escabuian33 en el fuego del Infierno.

Una fuerte ráfaga de viento zonda arrasa contra las carpas y el nylon del bodegón. Lo último que
recuerdo es que me desmayé contra un poste de la estructura y que escuché patente la carcajada
estridente de don Juan Liborio como a lo lejos. Pero cantó un gallo a deshoras 34.

FUENTE: Los ojos del desierto, 2016


***

21
Habilidoso.
22
Apasionado.
23
Según recopilación oral (Fuente: Felipa Flores, Vista Flores, Tunuyán, Mendoza, atención de Raúl Fernando Pena), la “cifra” es una frase musical de
encantamiento o brujería.
24
Suya.
25
Llegar.
26
Allá.
27
Con mucha gracia, hermosa.
28
Abusó de ella.
29
Ella.
30
Vello hirsuto y abundante.
31
Yo.
32
Llamar.
33
Escabullan.
34
Según la creencia, el canto del gallo a deshora anuncia la salvación de las almas.
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Antología de Narrativa breve 2017 - Introducción a la Literatura, FFyL, UNCuyo

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