Вы находитесь на странице: 1из 3

Cuando nació, en 1732, estaba de moda el Barroco de Bach y Haendel.

Al morir,
recién inaugurado el XIX, arrancaba el Romanticismo de Beethoven. El puente
principal entre ambos estilos fue Haydn, compositor por excelencia del período clásico
junto con Mozart y autor de más horas de música, unas trescientas cuarenta, que
todos sus colegas citados. Sus partituras se convirtieron en referente de la
sinfonía y el cuarteto de cuerda. Creó la melodía base para los himnos nacionales
de Austria y Alemania. Y algunos de sus oratorios, varios conciertos, sonatas, óperas
y misas continúan destacando en el repertorio actual.

A trancas y barrancas

Nada auguraba este destino imborrable el día que Haydn vino al mundo. Fue en
Rohrau, un pueblecito austríaco en la frontera con Hungría. Pese a su humildad, su
hogar resplandecía de música. El padre del futuro compositor –y de su hermano
Michael, otro autor destacado– solía tañer el arpa y cantar en familia. Estos
conciertos domésticos constituyeron la primera escuela de Joseph, que, heredero de
una voz magnífica, no tardó en ser confiado a un pariente para que progresara en sus
estudios musicales.

Cuando lo echaron del coro por haber cambiado la voz al


entrar en la adolescencia, hubo de cubrir sus lagunas de
forma autodidacta.

Fue entonces, durante su estancia en Hainburg, cuando aprendió a tocar el clavecín y


el violín, y sería descubierto por el director del prestigioso coro infantil de la catedral
de San Esteban. Allí, en Viena, cantó con los famosos Niños Cantores y continuó
profesionalizándose, aunque no de la manera en que hubiera deseado. Además de
pasar hambre –se apuntaba a cualquier recital en un salón nobiliario con tal de
acceder a los canapés–, apenas recibía lecciones de composición y teoría musical.
Y cuando lo echaron del coro por haber cambiado la voz al entrar en la
adolescencia, hubo de cubrir sus lagunas de forma autodidacta.

Mientras realizaba mil trabajos para ganarse el pan, tuvo la fortuna de ser criado de
Porpora, el maestro vocal del castrato Farinelli. De él asimiló los conocimientos
básicos que le faltaban, al igual que de un tratado contrapuntístico de Fux y de los
pentagramas del quinto hijo de Johann Sebastian Bach, Carl Philipp Emanuel. Gracias
a estos barrocos ilustres conoció su primer éxito. El del estreno de la ópera El
diablo cojuelo, que le dio notoriedad entre la aristocracia vienesa. Y por fin
llegaron los ansiados ingresos fijos con un contrato de Kapellmeister, o director mu-
sical, para el conde Morzin.

Libre, pero lacayo

En el terreno personal, cometió el error de casarse con la hermana de su novia, que


se metió a monja. Fue un matrimonio aciago, sin hijos y con bajezas mutuas. Ella
usaba sus partituras originales para hacerse los rizos, mientras que él saltaba de
lecho en lecho pese a ser un hombre feo, con la cara picada de viruela y una nariz
prominente. Compensaba sus defectos con una inmensa simpatía y su talento
artístico.

Su mujer usaba sus partituras originales para hacerse los


rizos, mientras él saltaba de lecho en lecho.

Este último don, además, le brindó un empleo soñado: Kapellmeister de los Es-
terházy, un poderoso clan húngaro. Pasó casi tres décadas a su servicio, a menudo
en Esterháza, su palacio veraniego, o en su residencia de Eisenstadt. En esta época
compuso la mayor parte de su obra, con una orquesta a su disposición para
experimentar cuanto quisiera, y conoció a Mozart en una de las pocas escapadas
a las que tuvo permiso (tenía estatus de lacayo, librea incluida). Con él tocó
cuartetos y compartió risas, aunque le sobrepasara en 24 años.
El castillo Eszterháza, donde pasó varias décadas Joseph Haydn.

Este período tan fértil concluyó al morir el príncipe Miklós József, el principal
benefactor de los Esterházy. Con licencia para medrar a sus anchas, Haydn prota-
gonizó dos giras triunfales por Londres y tomó en Viena a alumnos como Beetho-
ven. Sus últimos años aún fueron fecundos, hasta que una enfermedad lo
postró. “Soy un teclado viviente”, se lamentaría, por no contar con las fuerzas para
anotar las ideas que seguían acosándolo. Ni falta que hacía. En 1808, el año antes de
morir, incluso el díscolo Beethoven, ya el titán del Romanticismo, le besó las manos
emocionado cuando estrenó La Creación. Hasta los oficiales napoleónicos, que es-
taban saqueando Viena, detuvieron sus acciones para acudir a su funeral.

Вам также может понравиться