de aquel servidor a quien sabia eternamente atormentado por el deseo, y que la miraba
siempre de soslayo, con una falsa mansedumbre de perro muy ardido por la tralla, Sol
pegarle con una rama verde, sin hacerle daifo, riendo de sus visajes de fingi
do dolor. A la verdad, le estaba agradecida por Ia enamorada solicitud que ponia en todo
Jo que fuera atencién a su belleza. Por eso permitia a veces que el negro, en recompensa
de un encargo prestamente cumplido o de una comunién bien hecha, le besara las piernas,
de rodillas en el suelo, con gesto que Bernardino de Saint-Pierre hubiera interpretado
como simbolo de la noble gratitud de un alma sencilla ante los generosos empefias de la
lustracién.
Y asi iba pasando el tiempo, entre siestas y desperezos, creyéndose un poco
Virginia, un poco Atala, a pesar de que a veces, cuando Leclerc andaba por el sur, se
solazara con el ardor juvenil de algin guapo oficial. Pero una
tarde, cl peluquero franeés que la peinaba con ayuda de cuatro operarios negros, se
desplomé en su presencia, vomitando una sangre hedionda a medio coagular. Con su.
corpiito moteado de plata, un horroroso aguafiestas habia comenzado a zumbar en el
al de Paulina Bonaparte.
Vil
SAN TRASTORNO
A a maiiana siguiente, instada por Leclere que acababa de atravesar pueblos
diezmados por la epidemia, Paulina huyé a la Tortuga seguida por el negro Soliman y las
camaristas cargadas de hatos. Los primeros dias se
distrajo baiiandose en una ensenada arenosa y hojeando las memorias de! cirujano
Alejandro Oliverio Oexmelin, que tan bien habia conocido los habitos y fechorias de los
corsarios y bucaneros de América, de cuya turbulenta vida en la isla quedaban las ruinas
de una fea fortaleza. Se reia cuando el espejo de su aleoba le revelaba que su tez
bronceada por el sol, se habia vuelto la de espléndida mulata. Pero aquel descanso fue de
corta duracién, Una tarde. Leclere desembareé en la Tortuga con el cuerpo destemplado
por siniestros escalofrios, Sus ojos estaban amarillos. El médico militar que 1o
acompaiaba le hizo adininistrar fuertes desis de ruibarbo.
Paulina estaba aterrorizada. A su mente volvian imagenes, muy desdibujadas, de
una epidemia de célera en Ajaccio. Los atatides que salian de las casas en hombros de
hombres negros; las viudas veladas de negro, que aullaban al pie de las higueras; las hijas,
vestidas de negro, que se querian arrojar a las tumbas de los padres, y a quienes habia que
sacar de los cementerios a rastras. De pronto se sentia angustiada por la sensacién de
encierro que habia tenido muchas veces, en la infancia. La Tortuga, con su tierra reseca,
sus peilas rojizas, sus eriales de cactos y chicharras, su mar siempre visible, se le
asemejaba, en estos momentos, a la isla natal. No habia fuga posible. Detris de aquella
puerta estorbaba un hombre que hubja tenido la torpeza de traer la muerte apretada entre
los entorchados. Convencida del fracaso de los médicos, Paulina escuché entonces los
consejos de Solimén, que recomendaba sahumerios de incienso, indigo, cascaras de limén,
¥ oraciones que tenian poderes extraordinarios como la del Gran Juez, la de San Jorge y
la de San Trastorno. Dejé lavar las pucrtas de la casa con plantas aromaticas y desechos
de tabaco. Se arrodillé a los pies del erucifijo de madera obscura, con una devocién
aparatosa y un poco campesina gritando con el negro, al final de cada rezo: Malo, Presto,
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