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Jerome Bruner

Capítulo 4. “La intención en la estructura de la acción y de la interacción”1

[101] Para empezar, voy a dar por supuesto, para desarrollarlo más adelante, que la mayor parte
de lo que, en el lenguaje normal, llamamos “acción humana” está guiado por intenciones del
siguiente tipo y de la siguiente manera. Existe intención cuando un individuo actúa de forma
persistente para alcanzar un estado final, elige entre medios y/o caminos alternativos para
alcanzarlo, insiste en desplegar medios y corrige los medios desplegados para aproximarse más al
estado final, y, por último, da por terminada su actividad una vez alcanzadas determinadas
características del estado final. El ciclo consta, por tanto de los siguientes elementos: la meta, la
opción de medios, la persistencia y corrección, y una orden final de paralización. El ciclo es, desde
luego, muy parecido a una unidad TOTE (Miller, Galanter y Pribram, 1960). En un ciclo de este tipo
hay unas cuantas características sin especificar. La más importante tiene que ver con la naturaleza
de la retroalimentación o retroacción (feedback) y de la corrección. Lógicamente, la
retroalimentación de un ciclo de acción como éste depende siempre del contexto: se calcula en
relación a la señal de alimentación o proacción (feedforward) inherente al objeto que tiene la acción
del organismo. Un procedimiento de corrección consiste en un nuevo despliegue de medios, a fin
de reducir al mínimo la discrepancia entre la posición actual y la que se había anticipado como
adecuada para alcanzar el estado final que se persigue. Más adelante, para referirnos a los
contextos restringidos en que tienen lugar estos ciclos, utilizaremos el nombre de formatos.
En la descripción que acabo de hacer, hay todavía una cuestión que es preciso aclarar. En
este tipo de acción humana dirigida a un fin, no es necesario que el actor sea capaz de explicar o
sea consciente de la naturaleza de sus intenciones. La acción intencional tiene lugar, en gran parte,
por debajo del umbral de conciencia que podemos [102] comunicar a los demás. Un ejemplo
conocido es el de conducir un automóvil mientras charlamos con un amigo. Pero me gustaría dejar
muy claro que los actos intencionales que pueden comunicarse y son conscientes tienen
necesariamente un carácter especial. La distinción es importante no sólo en el sentido ético que se
persigue en conceptos como el de “responsabilidad”, sino también desde el punto de vista de cómo
es que la comunicabilidad consciente amplía el ámbito de correcciones a que puede recurrir el actor.
Quizás sea porque, gracias al vehículo del lenguaje, las intenciones conscientes se hacen más
fáciles de combinar. Es preciso que mencione esta cuestión, tan banal en realidad, por razones
obvias. Voy a discutir sobre las bases de la acción intencional en la relación que se desarrolla entre
madre e hijo, y, para ello, es de crucial importancia cuándo y cómo alcanza el niño el estado de
conciencia comunicable respecto a lo que intenta hacer. No sólo voy a decir que la acción tiene de
hecho una cualidad intencional de este tipo, sino también que las personas con quienes
interaccionamos perciben en ella esa cualidad. No todas las conductas se ven como guiadas por
intenciones. Algunas acciones se ven como causadas por acontecimientos, al margen de lo que el
actor pretendía. La respuesta de los demás a una acción depende decisivamente de si la consideran
causada o intencional. Si se considera o se interpreta de la segunda manera, se verá sujeta, con
mayor frecuencia, a un tipo de corrección que no puede aplicarse a la acción que se considera
causada. Para ilustrarlo, podemos remitirnos a los dos tipos de oración que propone Anscombe,
una para la conducta causada y otra para la acción intencional:

Me voy a marear

1
Este artículo está basado en una comunicación presentada en la reunión sobre “La Organización
de la acción”, organizada por la Maison Des Sciences de L’Homme en París, 12 de enero de
1979. [Versión castellana de Juan Carlos Gómez Crespo].
Voy a cruzar la calle

En este último caso, un espectador puede responder: “Ten cuidado con el tráfico”, que seria una
forma inadecuada de respuesta en el primero. Acciones y conducta (si se me permite usar estos
términos para referirme a los actos intencionales y causales, respectivamente) tienen asignadas,
como veremos, distintas condiciones. Las acciones intencionales se juegan en base a condiciones
de preparación, necesida, sinceridad y oportunidad: las conductas causadas, no (Searle, 1969).
Esto es cierto tanto para la acción explícita como para los actos de habla.
Otra observación preliminar. Tiene que ver con la textura de la teoría de la acción que estoy
proponiendo, con su posible descomposición en unidades elementales. Sabemos que los actos
intencionales pueden convertirse en componentes, o servir de subrutinas mediadoras de otros actos
intencionales. Es evidente que las intenciones pueden subordinar o ser subordinadas
sucesivamente unas en otras, o, dicho en términos técnicos, poseen la propiedad de la iteratividad
y la recurrencia. En algunos sistemas de conducta intencional, como, por ejemplo, hablar un
lenguaje natural, pueden discernirse o analizarse unos niveles que componen el acto comunicativo
(digamos, una emisión). Estos tienen la propiedad de que no pueden comprenderse de abajo a
arriba; sólo son susceptibles de interpretación sise consideran de arriba a abajo. Cuando decimos
que un fonema es el conjunto de rasgos distintivos que lo constituyen, y que los fonemas y sus
variantes alofónicas son los componentes de los morfemas (ya sean derivativos o inflexivos), y que
los morfemas, de alguna manera, rellenan las casillas gramaticales de una oración, etc., estamos
usando una forma de determinación que va de arriba a abajo. Todo nivel inferior está limitado de tal
manera por el nivel superior [103] que resulta extraordinariamente difícil describir cómo se produce
o, incluso, cómo se comprende el lenguaje. El lenguaje es un caso muy especial, en el sentido de
que los rasgos de diseño de este sistema son, en muchos aspectos, muy diferentes a los de
cualquier otro sistema de acción intencional que se conozca en el mundo biológico (y no pretendo
excluir al mundo social al usar el término biológico). Sin embargo, en cualquier sistema de acción,
desde las habilidades motrices adquiridas hasta actividades tan simbólicas y reguladas como
coquetear o jugar a la bolsa, puede hacerse una descripción de cómo se articulan los componentes
para formar estructuras de acción de orden superior. Y lo más importante es que cualquier persona
que aprende a llevar a cabo una acción intencional organizada, como un hábito, ha de ser capaz de
descifrar las reglas de composición (y de descomposición) del sistema.
Esto no quiere decir que la conducta causada no sea jerárquica, descomponible y
recomponible. Se trata sólo de subrayar el hecho de que la formación y la transformación de las
acciones intencionales está sujeta a controles de distinto tipo. Somos capaces de cambiar el
procedimiento mediante el que saludamos a otra persona incorporando, de forma más o menos
inmediata, la información procedente de la retroalimentación. En la acción intencional, “saber qué”
se convierte en “saber cómo” de forma mucho más directa que en el caso de la conducta causada.
Cuando una acción aparentemente intencional no está sujeta a este tipo de transformación directa
del conocimiento en acción, es cuando empezamos a buscar causas.
Esto me lleva a la última observación preliminar que tengo que hacer. Lo más característico
de las acciones de nuestra especie es que, a lo largo del desarrollo nuestras intenciones llegan a
superar nuestra capacidad para llevarlas a cabo, y, a decir verdad, incluso nuestra capacidad de
reconocer cuáles son exactamente. El niño pequeño suele exhibir una inquietud en función de la
situación, una especie de activación general, que se da antes de que sea totalmente capaz de
identificar los medios que conducen a un fin; y la verdad es que existen una serie de datos en el
campo de la motivación que sugieren que, sometido a unas condiciones de activación de este tipo,
puede ser necesario para el organismo inmaduro aprender cuál es el estado final que pone término
a la intencionalidad difusa (si puedo usar una expresión tan extraña como sinónimo de activación).
Desde luego, resulta necesario que el niño aprenda a desplegar los medios precisos para alcanzar
el estado final deseado. Una característica de organismos como el humano, con un período de
inmadurez durante el que está claramente desvalido, es que no pueden actuar para alcanzar sus
fines (o para aprenderlos, si a eso vamos) mediante una conducta de ensayo y error, y carecen de
un repertorio suficiente de rutinas d ensayo innatas que pudieran guiarles en este proceso de
ensayo y error. Por eso, dependen, como nunca ninguna especie lo ha hecho a lo largo de la
evolución, del establecimiento de una relación tutelar con adultos que puedan ayudarles a aprender
cómo llevar a cabo sus acciones intencionales dirigidas a un fin. Resulta evidente que algo parecido
ocurre en la adquisición del lenguaje y en otros tipos de habilidades sociales aprendidas.Resulta
también evidente que sucede esto cuando observamos cómo aprende el niño a enfrentarse con el
mundo de los objetos durante los dos primeros años de vida. Y, si no resulta evidente a primera
vista, espero poder hacer que lo sea en breve.
A estas alturas, algunos lectores tendrán la impresión de que la distinción que hemos hecho
entre acción intencional y conducta causada no es muy diferente a la que [104] existe entre operante
y respondiente. ¿Es la acción intencional, en el sentido que le damos aquí, lo mismo que el
condicionamiento operante? El profesor Skinner comenta lo siguiente:

“Las formulaciones que utilizan palabras como “incentivo” y “propósito” pueden reducirse
generalmente a formulaciones sobre el condicionamiento operante, y sólo se necesita introducirles
un cambio muy pequeño para llevarlas al dominio de la ciencia natural. En lugar de decir que un
hombre actúa por las consecuencias que tienen que seguir a su conducta, decimos sencillamente
que actúa por las consecuencias que, en el pasado, han seguido a una conducta similar. Por
supuesto, esto no es más que la Ley del Efecto o condicionamiento operante” (1953).

Skinner habla así del condicionamiento operante:

“Un operante es un fragmento identificable de conducta del que puede decirse, no que no pueda
encontrarse ningún estímulo capaz de elicitarlo (puede haber un respondiente cuya respuesta tenga
la misma topografía), sino que, en las ocasiones en que se observa su aparición, no puede
detectarse ningún estímulo correlacionado. Se estudia como un acontecimiento que aparece
espontáneamente con una frecuencia dada” (1938).
“Cambiar la frecuencia… (del operante)… es el proceso de condicionamiento operante (p.66, 1953).
No es correcto decir que el reforzamiento operante “fortalezca” la respuesta que le precede. La
respuesta ya ha ocurrido y no puede cambiarse. Lo que cambia es la probabilidad futura de que se
den respuestas de la misma clase. Lo que se condiciona es el operante en cuento clase de
conducta, y no la respuesta como caso particular” (p. 87, 1953).

Hay una diferencia fundamental entre su versión y la mía, así como otras, también
fundamentales, que surgen de aquella. Yo diría que los actos intencionales se producen en realidad
por las consecuencias que prevé el actor, aún cuando, a la hora de la verdad, puedan producirse
otras consecuencias. Para ello, es necesario que una teoría de la acción intencional conceda un
puesto de honor a la representación del mundo como el conjunto de relaciones posibles entre
medios y fines. En efecto, que reforcemos o no los actos de los demás es algo que depende de
cómo consideremos que están desplegando los medios y los fines; con previsión, anticipación,
ingenuidad, etc. La mayor parte de la conducta humana, incluida la conducta de los niños pequeños,
es juzgada y recompensada, no mediante la administración de bolitas de comida, sino por la
interpretación que de ella hacen los demás. Lo cual no quiere decir que la conducta, en lo que a su
modificación se refiere, no sea sensible a las consecuencias que la siguen. Eso es evidente. Pero
una de las cosas que cambian a raíz de las consecuencias es precisamente la anticipación de las
consecuencias futuras. Gracias a los estudios de Tversky y Kahneman (1978), sabemos que las
hipótesis sobre consecuencias rara vez obedecen al patrón que prescriben las funciones del
condicionamiento operante. Despreciar el papel que desempeña la anticipación, a partir del
procesamiento complejo de la experiencia pasada, en la formación y en la transformación de la
conducta es ignorar una de las propiedades más interesantes y genuinas de la conducta humana:
su carácter de resolución de problemas.
¿Es entonces la acción intencional lo mismo que la conducta de ensayo y error? Confieso
que desde la célebre controversia entre Krechevsky y Spence sobre el papel de la hipótesis frente
al del azar en el aprendizaje discriminativo, me parece que esta distinción no tiene mucho sentido.
¿Qué cantidad de respuestas consecutivas a la izquierda necesitamos para considerar a esta
conducta como una hipótesis? ¿Cuántas [105] consecuencias negativas necesita un “ensayo”
programado al azar para ser suprimido? A Tolman le gustaba decir que la conducta es dócil,
fácilmente sujeta a corrección. Sin embargo, gran parte de las actividades de resolución de
problemas guiadas por hipótesis conscientes y comprobadas son rígidas, como consecuencia de la
——del sujeto ——, de una manera u otra, que son casos atípicos o especiales. En mi opinión,
tendremos un horizonte más despejado si adoptamos sólo una de las dos posturas o bien una
conducta de determinadas características está guiada por hipótesis e intenciones, o bien está
guiada por un proceso de “ensayo y error” basado en la acumulación de experiencias pasadas. En
lo que viene a continuación, voy a adoptar descaradamente la primera postura, a sabiendas de que,
algún día, serán los datos quienes decidan.

Sobre la interacción
Si reflexionamos un poco sobre los interesantes problemas planteados en la introducción, resulta
evidente que, para que entre niño y adulto reine un estado de transacción, los adultos tienen que
tener en mente alguna idea sobre la naturaleza del desarrollo humano. Es decir, por coger el caso
del lenguaje, el adulto, para ayudar al niño a adquirir el lenguaje, no sólo tiene que saber en qué
consiste esa adquisición para el ser humano, sino que además ha de tener una teoría evolutiva
sobre cuál puede ser el comportamiento de un niño que está en camino hacia ese estado final. Ya
he comentado lo importante que es el concepto de intención para las teorías adultas de la conducta
infantil, y más adelante volveré sobre ello. Si hay algo de verdad de la doctrina del Dispositivo para
la Adquisición del Lenguaje (el LAD de Chomsky, 1965), incorporado, si no innato, en los niños que
se enfrentan al caudal lingüístico que les rodea, creo que debería de haber algo parecido en el
adulto, que merecería el nombre de Sistema de Apoyo para la Adquisición del Lenguaje (SAAL) (el
SAAL de Bruner). Desde este punto de vista, la adquisición del lenguaje es un diálogo entre el
mecanismo de adquisición del niño y el servicio asistencia del adulto, entre el LAD y el SAAL. El
descubrimiento por parte de Shaltz y Gelman (1973) de que los niños de cuatro años son capaces
de hablar a los de dos utilizando adecuadamente el registro de “lenguaje infantilizado” (Baby Talk)
sugiere que el servicio adulto de asistencia abre las puertas a sus posibles clientes desde muy tierna
edad. Y las investigaciones de los últimos años sobre la interacción lingüística entre madre e hijo
vienen a poner de relieve que existe, en enorme proporción, una fina sintonización en las respuestas
que da la madre al habla del hijo (o, simplemente, a su esfuerzo por hablar), cuya presencia no
puede explicarse sencillamente porque la madre haya tenido contacto con otros niños o porque
haya leído la introducción a Chomsky de John Lyons (1970).
Respecto a la cuestión de cómo se puede ayudar al niño manipular el mundo de los objetos,
existe un problema parecido. David Wood y sus colaboradores han explorado cómo se las arreglan
las madres para ayudar a sus hijos a hacer cosas como beber en una taza o encajar las piezas de
un juego de construcción. La conducta de la madre esta constituida por una serie de curiosas e
interesantes maniobras en torno al tema que hemos estado explorando. Es evidente que actúa en
base a una teoría del [106] comportamiento infantil que es compleja y sutil, y susceptible de
actualización. A continuación voy a especificar algunas de las maniobras que Wood, Ross y yo
hemos observado en un estudio sobre cómo enseñan las madres a sus hijos de entre 3 y 5 años de
edad a encajar las piezas de un juego de construcción para hacer una pirámide.

1. Dar ejemplo: normalmente, la madre no sólo proporciona al niño un modelo de la pirámide


acabada, construyéndola con lentitud y exagerando sus acciones para subrayarlas sino que también
hace lo mismo con aquellas partes de la pirámide que le parecen necesarias para que el niño
construya los componentes. Y sólo lo hace después de haber conseguido que el niño concentre su
atención.

2. Dar pistas: una vez que el niño ha adquirido algún tipo de rutina o subrutina para articular un
medio y un fin, la madre le da pistas sobre cuál es el momento oportuno para usarla y alcanzar un
resultado feliz.

3. Dar Apoyo (Andamiaje): la madre va reduciendo sistemáticamente el número de grados de


libertad que el niño tiene que controlar cuando lleva acabo una parte de la tarea; así, por ejemplo,
le ayuda a poner bien en su sitio las piezas cuando el niño intenta colocarlas en la construcción. Por
otra parte, mediante lo que es un apoyo o andamiaje atencional, le protege de la distracción
delimitando el lugar donde la tarea se lleva acabo y ritualizándola. Hablaré de esto dentro de poco,
en el contexto de la adquisición del lenguaje, refiriéndome a ello como “construcción de formatos”,
un procedimiento para limitar la complejidad de las tareas a aquellas situaciones en que el niño es
capaz de llevarlas acabo y de evaluar la información procedente de la retroalimentación sin ayuda
de nadie.

4. Subir el Listón: una característica de la mayor parte de las madres que hemos observado es que,
cuando el niño ya ha dominado un componente de la tarea, encuentran la manera de estimularle
para que lo incorpore en una rutina más compleja que le permita alcanzar una meta más lejana.
Muchas veces es algo que tiene más de “provocar” al niño que de “enseñarle” (como decía una
madre, es picar al niño para que “haga un último esfuerzo”). Pero su función es ciertamente
saludable, y es además un elemento de variación en la interacción madre-hijo, que evita el
aburrimiento y la pérdida de interés en la acción como consecuencia de la repetición de una serie
de refuerzos que sólo vienen a confirmar lo que el niño ya sabe: que sabe.

5. Dar Instrucciones: Y para terminar, algo que es irónico. Precisamente cuando el niño ya sabe
como se hace y puede incluso explicar lo que hace, es cuando la madre empieza a usar en serio y
con éxito las instrucciones verbales. Las instrucciones verbales aparecen sólo cuando el niño es
capaz de codificar sus actos en referencia conjunta con el interlocutor, su madre. La señal que
desencadena su uso es la capacidad del niño para decir que esta haciendo algo (en respuesta a la
pregunta “¿Qué estás haciendo?”) y para empezar a dar razones de por qué lo hace.

La conclusión que me veo obligado a sacar es que la madre actúa como si el niño tuviera intenciones
en su mente, como si intentara desplegar medios para llevarlas acabo, como se intentara corregir
los errores, como si en su cabeza estuviera la idea de la tarea acabada, pero no tuviera la capacidad
suficiente para coordinar todo esto de manera que quedasen satisfechas sus propias exigencias y
las de su madre. Esta impone regularidad y limitaciones a la tarea del niño, tiene en cuenta la
capacidad de su canal para procesar información, lo mantiene activado arreglándoselas para dejar
el [107] éxito absoluto un poco más allá de su alcance. Me encuentro ante dos conclusiones
posibles: o la madre es víctima de su sentido común y la verdad es que no comprende la acción (ya
que lo que tendría que hacer, en tal caso, es poner al niño en una caja de Skinner y diseñar un
programa de refuerzo para su respuestas operantes), o lo cierto es que su conducta es la apropiada
para un miembro inmaduro de la especie que, en efecto, actúa a tenor de los principios de la acción
intencional que antes he propuesto.
Y ahora, la adquisición del lenguaje. No es el momento adecuado para entrar en profundidad
en el tema de las funciones que realiza lenguaje o de la manera en que se desarrolla algunos
mecanismos o procedimientos convencionalizados a través de los cuales se cumplen esas
funciones. En estos momentos, prefiero no meterme directamente en este problema. Baste con
decir que, para mí, cualquier teoría del lenguaje, especialmente si intenta conectar con los trabajos
sobre su adquisición, ha de tener necesariamente algún componente del tipo de la teoría de los
actos de habla y el ciclo de Grice (Grice, 1957), más un conjunto de normas de control para regular
las presuposiciones. A manera de ilustración, me gustaría tomar, en primer lugar, el caso del niño
cuando aprende a poner etiquetas lingüísticas, y, después, cuando adquiere formas de petición. Lo
que voy a decir corre parejo con lo que ya he dicho sobre adquisición de habilidades manipulativas.

Poner etiquetas
Pensemos en un niño que está aprendiendo poner etiquetas verbales a los objetos. Anat Ninio y yo
(Ninio y Bruner, 1978) observamos a Richard en su propia casa una vez cada dos semanas, desde
que tenía ocho meses de edad hasta que cumplió los dos años, grabando mediante videotape sus
acciones con el fin de poder estudiarlas más adelante. Nuestras visitas se producían a las horas en
que normalmente él y su madre se dedicaban a jugar. Es lo que se llama “observación natural en
un escenario familiar”. En el ejemplo que vamos a discutir, él y su madre “leen” las ilustraciones de
un libro, y Richard está aprendiendo a ponerles una etiqueta. Antes de que dé comienzo este tipo
de aprendizaje, han tenido que establecerse una serie de cosas. Richard ha adquirido la conducta
de señalar con el dedo como un acto puramente indicativo, resaltando mediante este gesto los
objetos que le resultan extraños o inesperados, más que las cosas que quiere que le den. Además,
ha desarrollado la “hipótesis de la semanticidad”: los sonidos, de alguna manera, se refieren a los
objetos o a los acontecimientos. Por otra parte, hace ya mucho tiempo que Richard y su madre han
establecido rutinas de alternancia de turnos perfectamente reguladas, las cuales, probablemente,
estaban ya en pleno desarrollo cuando el niño tenía tres o cuatro meses (Stern, 1977). Y, por último
Richard aprendido que los libros son para mirarlos, no para comérselos o para romperlos; que los
objetos representados en ellos son para que se responda de determinada manera y con sonidos
que se colocan en una posición privilegiada dentro del diálogo.
Analizar los videos que se obtienen en este tipo de situaciones es difícil y lleva mucho
tiempo. El análisis requiere sistemas de codificación fáciles de manejar y fiables, con el fin de extraer
y transcribir en categorías útiles lo que es una conducta rica y [108] compleja. Me gustaría señalar,
de paso, que el sistema de categorías empleado en los estudios de las primeras etapas de la
adquisición del lenguaje y de los actos de habla no es, en manera alguna, neutral desde el punto
de vista teórico. Dudo mucho que pueda haber categorías neutrales en el estudio de la conducta.
Si eligiésemos un sistema de categorías definidas en “centímetros, gramos y segundos”, el sistema
clásico “e.g.s” de la “psicología objetiva”, la naturaleza lingüística de lo que observamos se nos
escaparía, porque nuestras redes serían demasiado anchas. Nuestra técnica de análisis se basaba
de forma bastante directa en un modelo transaccional, en el que se buscan regularidades en las
secuencias de intercambios lingüísticos y gestuales entre la madre y el niño. En un análisis de este
tipo, el objetivo es descubrir estructuras de interacción; prácticamente igual que en cualquier forma
de análisis lingüístico cuya fuente de datos sea el discurso. Nuestros datos son episodios de
“lectura”, estrictamente definidos en base a unas condiciones de inicio y finalización. Estos
episodios, a su vez, pueden dividirse en turnos y rondas (Garvey, 1974) y en distintas formas de
respuesta de coordinación entre la madre y el niño. Este tipo de análisis no introduce, por tanto,
ninguna innovación especial. La única advertencia que cabe hacer es que debe ser sensible a los
aspectos lingüísticos de los intercambios, y esto es algo que nos aboca inevitablemente a una teoría
del lenguaje. El lector interesado en los detalles del análisis puede consultar el artículo de Ninio y
Bruner (1978).
En cuanto al papel de la madre en la “lectura de libros”, ésta, como todas las madres que
hemos observado, introduce drásticas limitaciones en el lenguaje que utiliza dentro del formato,
manteniendo una estabilidad y una regularidad. Durante los diálogos que mantiene con Richard al
“leer el libro”, utiliza cuatro tipo de expresiones, y además en un orden extraordinariamente fijo. En
primer lugar, para llamarle la atención, le dice “Mira”. En segundo, y con un tono de voz claramente
ascendente, le pregunta “¿Qué es esto?”. En tercer lugar, aplica una etiqueta a la imagen: “Es un
X”. Y, por último, en respuesta a las acciones del niño, dice: “Muy bien”. Todos estos tipos de
expresión muestran un alto grado de dependencia respecto a la conducta de Richard. La madre
sólo dice “¿qué es esto?”, si el niño ya ha respondido a “mira”, y sólo pone la etiqueta cuando el
niño ha dado algún tipo de respuesta, gestual o vocal, al “¿qué es esto?”. En cada caso, una sola
señal verbal cubre entre un 50 y un 90% de los ejemplos. Como ya hemos señalado, la madre de
Richard utiliza esos cuatro componentes verbales de una manera que está estrechamente ligada a
lo que su hijo dice o hace. Cuando introduce una modificación en su respuesta, es que tiene una
buena razón para hacerlo. Así, si el niño inicia una secuencia señalando con el dedo y vocalizando,
la madre siempre responde en el momento adecuado de la secuencia y no desde el principio. Su
sintonización es realmente excelente. Por ejemplo, si, después de la pregunta, Richard pone la
etiqueta adecuada a la imagen, la madre prácticamente siempre se saltará su fase de etiquetado y
responderá “Sí”. Igual que las otras madres que hemos estudiado, ésta sigue las normas corrientes
de cortesía que regularía cualquier diálogo entre adultos.
De acuerdo con la descripción de Roger Brown, el lenguaje que los adultos utilizan al
dirigirse a los niños sería una versión imitativa de la forma en que hablan estos últimos. Brown
(1977) dice: “Los niños ya hablan como niños, de manera que ¿qué utilidad puede tener el que los
padres hagan lo mismo? No cabe duda de que enseñar a los niños el lenguaje adulto es tarea de
los padres” (p. 10). Brown resuelve el dilema [109] diciendo: “En mi opinión, el propósito fundamental
de los padres al usar con sus hijos un lenguaje infantil es comunicarse, comprender y ser
comprendido, mantener dos mentes centradas en lo mismo” (p.12). Aunque estoy de acuerdo con
Brown me gustaría señalar que ese lenguaje, en cuanto a contenido y a entoncación, es lenguaje
infantil, pero la estructura del diálogo en el que se —— es adulta.
Para asegurar que las dos partes están de verdad centradas en lo mismo, la madre
desarrolla una técnica, que usa para enseñar a su hijo a qué aspecto del ambiente se refiere una
etiqueta determinada. Esta técnica consiste en hacer que el 90% de las etiquetas se refieran a
objetos considerados en su totalidad. Como quiera que la mitad del 10% restante consta de nombres
propios que también se refieren a una totalidad, no parece que la madre cree muchos problemas al
niño, suponiendo que éste también responde a los objetos en su totalidad y no a sus rasgos por
separado.
La conducta de la madre (muchas veces, de forma inconsciente) está exquisitamente
sintonizada con la del hijo. Cuando el niño responde a su “Mira”, mirando, la madre añade
inmediatamente una pregunta. Cuando el niño responde la pregunta con un gesto o una sonrisa, la
madre saca a relucir una etiqueta. Pero cuando el niño es capaz de vocalizar de tal manera que
sugiere una etiqueta, la madre “sube el listón”: Omite la etiqueta y repite la pregunta hasta que el
niño vocaliza, y si éste no la dice bien del todo, entonces la emite ella.
Más adelante, cuando el niño ya sabe responder con vocalizaciones más cortas que
corresponden a palabras, la madre no acepta una vocalización cualquiera. Cuando el niño empieza
a producir etiquetas constantes y reconocibles para los objetos, la madre sólo acepta éstas. Por
último, el niño produce las palabras adecuadas en el lugar apropiado del diálogo. Pero incluso ahora
la madre sigue sintonizada con la pauta de desarrollo del hijo, ayudándole a reconocer las etiquetas
y a hacerlas cada vez más precisas. Por ejemplo, desarrolla dos formas de hacer la pregunta “¿Qué
es esto?”. Una, para preguntar por palabras que ella cree que su hijo ya conoce, con entonación
descendente; la otra, para palabras nuevas, con entonación ascendente.
Incluso en un juego tan sencillo como el de poner etiquetas, la madre y el niño son
perfectamente capaces de distinguir entre lo conocido y lo nuevo. El hecho de que las etiquetas
viejas, ya establecidas, sean la base a partir de la cual la madre elaborará una serie de comentarios
y preguntas para introducir nueva información es algo más que un hecho curioso:

Madre: “¿Qué es esto?” (con entonación descendente)


Niño: “Pez”
Madre: “Sí. ¿Y ves cómo nada?”
[110]

Cuando la madre da por supuesto que su hijo ha adquirido una etiqueta determinada, suele
prescindir del “Mira”, destinado a llamar la atención del niño, en el momento de ir a empezar el
juego. En estas insignificantes peculiaridades del lenguaje, la madre proporciona al niño indicios
muy útiles sobre la estructura de su lengua nativa. Estos indicios no se basan sólo en su
conocimiento del lenguaje, sino también en el conocimiento, sometido a constantes modificaciones,
que posee sobre la capacidad del niño para captar determinadas distinciones, formas o reglas. El
niño está sensibilizado a ciertas limitaciones del estructura de su diálogo con la madre, y no parece
que se dedique a imitarla directamente. Digo esto porque la probabilidad de que el niño repita la
etiqueta que acaba de oír no cambia mucho por el hecho de que la madre haya imitado la etiqueta
dicha previamente por el niño, se haya limitado a decir “Sí”, o, sencillamente, haya dado su visto
bueno riéndose. En todos estos casos, el niño repite la etiqueta aproximadamente la mitad de las
veces, que es más o menos la misma proporción que se produce cuando la madre no da ninguna
respuesta. Por otra parte, la probabilidad de que el niño emita la etiqueta es ocho veces mayor en
respuesta a la pregunta “¿Qué es esto?” que en respuesta a su emisión por la madre.
No quiero decir que los niños no pueden usar o no usen de hecho la imitación durante la
adquisición del lenguaje. El lenguaje, en parte, ha de basarse en la imitación; pero, aunque el niño
imite a otra persona, aprender el lenguaje supone resolver una serie de problemas comunicándose
en una situación de diálogo. Parece que el niño intenta establecer contacto con su madre con el
mismo tesón con que ésta intenta llegar hasta él.
El diálogo tiene lugar en un contexto. Los niños aprenden a comunicarse por vez primera en
situaciones sumamente concretas, como cuando la madre o el niño se llaman la atención sobre un
objeto, pidiendo al otro que le ayude o participe. Desde un punto de vista formal, el formato de la
comunicación consiste en una intención, un conjunto de procedimientos y un objetivo. En este
sentido, los formatos de la adquisición del lenguaje se parece mucho a las tareas que describen
Wood, Bruner y Ross (1976).

Hacer peticiones
Otra función fundamental del lenguaje es la de pedir algo a otra persona. Carolyn Roy y yo (Bruner,
Roy y Ratner, 1982) hemos estudiado su desarrollo durante los dos primeros años de vida. Para
hacer una petición es necesario indicar de alguna manera que se quiere algo y qué es lo que se
quiere. Resulta difícil separar estos dos aspectos en los primeros procedimientos que usan los
niños. El niño empieza por vocalizar con una pauta de entonación característica mientras intenta
alcanzar con ansia un objeto cercano que desea, y que la mayoría de las veces sostiene la madre.
Como la práctica totalidad de las primeras interacciones, a la madre le corresponde la tarea de
hacer las interpretaciones, y lo hace con una sorprendente habilidad. A lo largo del análisis de
nuestros datos sobre Richard, desde los ocho a los 24 meses de edad, y sobre Jonathan, desde los
ocho a los 18 meses, nos dimos cuenta de que muchas veces parecía como si sus madres les
intentaran hacer rabiar, poniendo fuera de su alcance objetos que evidentemente querían coger. Un
análisis más detenido puso de manifiesto [111] que no se trataban absoluto de hacerles rabiar. Lo
que las madres pretendían era que los niños intentasen alcanzar con la mano lo que querían, y que
“dijesen algo” (Como decía una madre instando a su hijo), obligándoles a manifestar sus intenciones
con mayor claridad. Cuando los niños pedían objetos que estaban en las inmediaciones, era más
probable que las madres les preguntaran: “¿De verdad lo quieres?” y no: “¿Quieres el X?”. El primer
paso que da la madre es pragmático, hacer que el niño señale que quiere el objeto.
Los niños efectúan tres tipos de peticiones, reflejando una organización cada vez más
compleja en campos que no tiene nada que ver con el lenguaje. El primer tipo de petición que
aparece tiene por meta la obtención de objetos cercanos y visibles. Posteriormente se amplía hasta
incluir objetos distantes o ausentes, para los que resulta fundamental la capacidad de comprender
contextualmente palabras como tú/yo, esto/eso y aquí/allí. El segundo tipo de petición tiene por
meta conseguir ayuda para acciones ya en curso, y el tercer tipo se utiliza para persuadir a la madre
de que comparta alguna actividad o experiencia.
Cuando los niños empiezan a pedir objetos, es típico que dirijan su atención y su intento de
alcanzar exclusivamente hacia el objeto en cuestión, abriendo y cerrando el puño y con el
acompañamiento de una vocalización “típica”, estereotipada, con una pauta de entonación
característica. A medida que esta forma de pedir va desarrollándose entre los 10y 15 meses, un
observador nota de inmediato dos cambios. Al intentar alcanzar objetos lejanos, el niño ya no se
limita a mirar sólo el objeto que desea, sino que mira alternativamente al objeto y a su madre.
También cambia la pauta de la vocalización: o se hace más larga, o se repite la subida y la bajada
del tono, y además es más insistente.
Las primeras formas verbales estables son etiquetas idiosincráticas que se aplican a los
objetos, y que, poco a poco, se convierten en sustantivos normales que sirven para indicar el objeto
deseado. Además, los niños inician y terminan sus peticiones con sonrisas. El ritmo que sigue el
desarrollo de esta pauta depende del conocimiento que el niño tiene, y comparte con su madre,
sobre la localización de las cosas y la disposición de ésta para ir a buscarlas si se le piden
adecuadamente. En cuanto el niño empieza a pedir objetos distantes y no presentes, la madre tiene
la oportunidad de exigir que se especifique el objeto deseado; pasa a insistir sobre los aspectos
referenciales en lugar de los pragmáticos. Empiezan a imponerse nuevas condiciones. Por ejemplo,
la petición debe ser “legítima” y “apropiada”; el objeto, esencial; hay que ajustarse a los aspectos
horarios; y, si la petición no es atendida, se supone que el niño debe comprender y aceptar las
razones que su madre le dé.
Las peticiones de actividad conjunta son distintas a las peticiones de objeto. En mi opinión,
podríamos considerarlas como precursores de la invitación. Consisten en que el niño pida al adulto
que comparta con él una actividad o una experiencia (mirar juntos por la ventana contemplando el
jardín, jugar al caballito, leer juntos). Son la forma más lúdica de petición, y, por eso mismo, dan
lugar a una gran cantidad de lenguaje de considerable complejidad. Es precisamente en este
formato donde se plantean por primera vez las cuestiones de la agentividad y de la participación
(creación de turnos), provocando importantes cambios lingüísticos. La mayoría de estas peticiones
se refieren a actividades muy ritualizadas y fáciles de predecir. Suele haber en ellas rondas y turnos,
y no existe un resultado específico que pueda considerarse la [112] “meta” de la actividad. La
actividad es en sí misma remuneradora. Es en esta situación donde el niño se enfrenta por primera
vez con la cuestión de la participación y de los turnos, adoptando formas lingüísticas de señalización
como “más” y “otra vez”. Éstas aparecen por primera vez en las situaciones de ejecución conjunta
de papeles, pero se transfieren inmediatamente a las formas de petición de objetos distantes.
Es también en estas situaciones de ejecución conjunta de papeles donde aparecen las
primeras palabras estables del niño, y donde, a partir de los 18 meses, se produce la gran explosión
de las combinaciones de palabras. Aparecen “más X” (con un sustantivo) y combinaciones como “ir
abajo”, “montar mamá”, “mamá leer”, “Aileen hace”. Y es precisamente también en estas situaciones
donde surgen los genuinos “congraciativos” en posiciones apropiadas, como cuando, antes de
hacer una petición, el niño dice “mamá bonita”. Estos “congraciativos” sirven para asegurarse de
que el otro siga actuando como un medio para realizar las intenciones del niño.
A partir de los 17 meses, las madres que hemos estudiado empiezan a exigir a sus hijos que
se atuvieran de forma más estricta a los turnos y a los papeles de cada uno. Esta exigencia es más
fácil de plantear cuando ambos están haciendo algo juntos, ya que en estas situaciones las
condiciones de participación están definidas con la mayor claridad, y, al ser en plan de juego, es
menos probable que se agote la paciencia del niño para esperar a que sea su turno. Pero el brusco
incremento que experimenta la agentividad como tema de los diálogos refleja también el surgimiento
de una diferencia entre los deseos del niño y de la madre. Esta puede querer que el niño realice
una acción que ella le ha pedido, pero puede que el niño opine lo contrario sobre quién debe llevarla
a cabo. Además, es más frecuente que se produzca una negociación entre ambos cuando lo que el
niño hace es una petición de ayuda, al contrario de lo que sucede en una actividad compartida,
donde la claridad con que están definidos los papeles favorece la aceptación o el rechazo. Una
pauta de desarrollo que se repite durante el primer año de vida es el traspaso del papel de agente
de la madre al niño en todo género de intercambios. Ya en el período comprendido entre los nueve
y los 12 meses, Richard fue tomando poco a poco la iniciativa en los juegos de toma y daca (Bruner,
1978); los juegos de “cucú tras tras” siguen una línea semejante de desarrollo (Ratner y Bruner,
1978). En la “lectura de libros” también se produjo una rápida transición por parte de Richard. El
intercambio de papeles forma parte importante de la idea de guión que tiene el niño, y creo que es
un ejemplo típico de la clase de experiencia del “mundo real” que hace que sea tan
extraordinariamente sencillo para él dominar muy poco después los cambios deícticos, esos
cambios contextuales en el significado de las palabras que resultan esenciales para comprender el
lenguaje. El marco de referencia que, mediante la comunicación prelingüística, han establecido en
su diálogo madre e hijo proporciona una situación en la que el niño puede adquirir esta función del
lenguaje. Resolver un problema como el que plantea la adquisición de la función deíctica es una
tarea social, que consiste en descubrir un procedimiento que dé resultado, igual que sus
procedimientos prelingüísticos de comunicación lo daban. Y los resultados que el niño necesita
pueden interpretarse en relación con el intercambio de papeles.
El último tipo de petición, la petición de un acto de apoyo, tiene una propiedad muy especial.
Está estrechamente ligada a la naturaleza de la acción en que participa el niño. Para pedir a los
demás que le ayuden a realizar sus propias acciones, los niños [113] necesitan saber por lo menos
dos cosas. Una de ellas se refiere a la representación del curso de la acción, y supone una meta y
un conjunto de medios para alcanzarla. El segundo requisito es tener alguna idea de los ——
encontrarse en la gramática de casos (cfr. Fillmore, 1969).
Un niño llega a comprender la estructura de una tarea en la medida en que sus peticiones
de apoyo para llevarla a cabo se van haciendo cada vez más diferenciadas. Estas peticiones no
aparecen con un mínimo de frecuencia hasta los 17 o 18 meses, y consisten en pasar el “trabajo” o
la “acción” o la totalidad de la tarea a un adulto, una cajita de música a la que hay que dar cuerda o
dos objetos que hay que juntar. Con el tiempo, el niño es capaz de hacer las cosas mucho mejor.
Puede entregar una herramienta al adulto, o dirigirle la mano o dar una palmadita sobre el objetivo
(por ejemplo, en la silla a la que quiere que le suban). El niño selecciona y pone de relieve rasgos
fundamentales de la acción, pero de tal manera que no depende de lo que el adulto está haciendo
en ese momento. Por último, hacia los dos años de edad, con la aparición de palabras mediante las
que puede referirse a aspectos particulares de la acción, el niño entra en una nueva etapa: la de
pedir acciones por el procedimiento de dirigir sucesivamente los segmentos que las componen. Su
conducta verbal está gobernada por los pasos que se van dando en la realización de la tarea.
He aquí un ejemplo de este sistema de dirección sucesiva. Resulta que Richard quiere
convencer a su madre para que abra un armario, con el fin de sacar algo de dentro. La madre está
sentada (Y en avanzado estado de gestación). El niño hace, sucesivamente, las siguientes
peticiones:

“mamá, mamá, mamá ven… arriba, arriba, arriba… armario… arriba armario, arriba armario, arriba
armario, arriba… levanta… armario, armario… armario arriba, armario arriba… Armario arriba…
Teléfono… mamá… mamá saca teléfono.”

La madre, después de cada una de las dos primeras peticiones, le pone pegas y le pregunta
qué quiere. Intenta que el niño exponga su petición en un orden “legible” antes de responderle, que
dé una razón en términos del objetivo de la acción. En tanto, Richard consigue algo parecido a una
petición con forma de frase, organizando sus expresiones sucesivas de tal manera que parecen
guiadas por la idea que tiene el de cuáles son los pasos necesarios para realizar la acción. La
gramática que, en principio, rige esta larga secuencia de peticiones relacionadas con una tarea es,
por tanto, una especie de gramática temporal, que se basa en la comprensión no sólo de las
acciones necesarias, sino también del orden en que dichas acciones han de llevarse acabo. Este
fragmento de lenguaje infantil es una especie de guión interpersonal basado en el conocimiento que
tiene el niño de lo que hay que hacer para alcanzar su objetivo en el mundo real. Esta es la matriz
en la que se desarrolla el lenguaje.
En mi opinión, el acto de hacer una petición es un modelo ideal para el tema general de
nuestra discusión. Incluso la forma que la petición adopta en el lenguaje y en el contexto de
oportunidad y adecuaciones que se produce, depende de la formulación y transmisión de
intenciones, y, por su misma naturaleza, da lugar forzosamente [114] a lo que al principio del artículo
he llamado intenciones explícitas, susceptibles de ser comunicadas. No es ninguna casualidad que
la madre, antes de dar por terminadas sus lecciones sobre la petición, insista en en que el niño, casi
como si fuera un discípulo de la filosófica Miss Anscombe (1957), aclare (o, por lo menos, esté
dispuesto a aclarar) qué es lo que se trae entre manos cuando emprende una línea de conducta en
la que necesita a otra persona para que le ayude a cambiar su “estado del mundo”, por parafrasear
a Hintikka (1974).
Una última cuestión. Las intenciones en cuya realización participa más de una persona son
el material a partir del cual se constituye la vida social. Los psicólogos sociales llaman a la
coordinación de estas intenciones “proceso de negociación”. No cabe duda de ello; pero la
negociación necesita un contexto o formato, o, como algunos prefieren decir, un guión, para que las
dos o más series de intenciones se mezclen entre sí sin sobresaltos. Gran parte de la psicología
evolutiva de los primeros tiempos acentuaba el carácter egocéntrico de los niños, el cual,
lógicamente, sólo les permitía participar en los guiones de tal forma y manera que no podían tener
en cuenta el papel de los demás. Al examinar las conversaciones que mantienen niños de cuatro
años (como han hecho Nelson y Gruendel, 1977), resulta evidente que gran parte de lo que se ha
considerado como egocentrismo del niño no es más que su incapacidad para captar la naturaleza
del guión. Según estos autores, los niños de cuatro años que, en las tareas normales
(adultocéntricas) de la escuela de Ginebra, dan muestra de egocentrismo, son capaces, sin
embargo, de mantener diálogos como el siguiente con un teléfono de juguete:

Gay: Hola
Dan: Hola
Gay: ¿Qué tal?
Dan: Muy bien.
Gay: ¿Con quién hablo?
Dan: Con Daniel. Soy tu padre, y tengo que hablarte.
Gay: Vale.
Dan: Cuando llegue a casa esta noche vamos a tomar… mantequilla de cacahuate y un bocadillo
de mermelada…eh…para cenar.
Gay: Uhmmm. ¿A dónde vamos a ir a cenar?
Dan: A ninguna parte, pero vamos a cenar a las once.
Gay: Bueno, yo había pensado que saliéramos esta noche.
Dan: Bueno, eso es lo que haremos.
Gay: Salimos.
Dan: Lo que vamos a hacer es, es, vamos a ir a McDonald’s.
Gay: Sí, vamos a McDonald’s. Y ah, ah, ah, lo que tienen de cena esta noche es hamburguesas.
Dan: Vale, hamburguesas. Muy bien, hasta luego.
Gay: Adiós.

Volviendo a mis observaciones preliminares, podemos adoptar tres puntos de vista distintos para
explicar por qué hemos considerado en otro tiempo que la organización de la acción era distinta a
como la he descrito aquí. De acuerdo con un punto de vista, el “lenguaje mecánico” (o lenguaje de
máquina) del sistema en el nivel “natural” [115] o biológico corresponde de hecho a la descripción
que han hecho los defensores del modelo de “ensayo y error con refuerzo”. En mi opinión, puede
decirse que los argumentos de Von Holst y Mittelstaedt (1950) y de Miller, Galanter y Pribram (1960)
se lo ponen muy difícil a esta explicación, al demostrar que incluso en el nivel molecular ha de haber
presente alguna “intención” que haga posible el surgimiento de un término de corrección
subsiguiente. Según el segundo punto de vista, es el proceso de socialización el que da a la acción
humana esa forma tan sumamente intencional. Esto es, sin lugar a dudas, verdad, en el sentido de
que los adultos, en su interacción con los niños, recurren a los más complejos sistemas
intencionales. Sin embargo, lo que resulta fundamental es que el niño sea capaz de responder a
esta “instigación” que le hacen los adultos de su sociedad. Según el tercer punto de vista, la
actividad intencional del hombre es necesaria dada la naturaleza del sistema “sociotécnico” en que
el humano se introduce. El sistema sociotécnico de la sociedad humana puede concebirse como
una antología de “dispositivos protéticos” que adoptan la forma de medios para alcanzar fines. La
evolución de la especie ha llevado las pautas de acción del hombre hacia formas más orientadas a
las intenciones, más sensibles a los medios, más correctivas. Es probable que los anteriores puntos
de vista sobre la acción fueran el resultado de un espíritu reduccionista con arreglo al cual la mejor
manera de explicar la “verdadera” naturaleza del hombre es usando un modelo filogenético primitivo
que ignore el proceso evolutivo que ha llevado al ser humano a convertirse en un manipulador de
instrumentos y de símbolos.
Y, ahora, permítaseme terminar por donde empecé. Los datos sobre la interacción entre el
niño y el adulto hablan, en mi opinión, en favor del hecho de que la conducta humana se encuentra
organizada y controlada por intenciones reales y atribuidas. La sabiduría popular de la especie, con
arreglo a la cual los niños se educan para participar en la cultura humana, refleja esta organización.
En mi opinión, la Psicología debería tomar nota y hacer lo mismo.

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