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El más fastidioso de los muertos se llamaba Tomás Bondi.

Frecuentemente el encargado del cementerio encontraba


tierra removida junto a la tumba de Tomás y advertía que la lápida de mármol, donde decía "Tomás Bondi (1939-2004)
Premio Volante de Oro al mejor colectivero", estaba corrida un metro o dos.

El finado Tomás Bondi extrañaba a su colectivo. A diferencia de los demás muertos a quienes a lo sumo se les daba por
aullar o salir a dar una vuelta convertidos en fantasmas, él necesitaba manejar un poco su colectivo.

Salía de la tumba, pasaba ante el encargado del cementerio, que no lo veía porque los fantasmas son invisibles, y
caminaba treinta cuadras hasta la empresa de transporte donde en vida había trabajado.

Se metía en el galpón donde quedaban estacionados los vehículos y cuando veía a su colectivo, el 121, casi lloraba de
emoción.

Al rato se ponía a pasarle una franela. Limpiaba los espejitos, lustraba los faros, les sacaba brillo a los vidrios. El
problema era el sereno. En cuanto veía que un trapo limpiaba al colectivo, solo, sin ser sostenido por nadie, salía
corriendo y abandonaba el puesto de trabajo.

Después, Tomás Bondi ponía al 121 en marcha y salía a dar una vuelta. Se detenía en todas las paradas y la gente subía.
Cuando notaban que era un colectivo que nadie manejaba, trataban de escapar despavoridos, pero Tomás ya había
arrancado y cerraba las puertas.

Recién se podían bajar en la parada siguiente.

Por un tiempo la gente habló con terror de aquel colectivo sin conductor pero luego empezó a notar que no era
peligroso. Además se detenía junto al cordón de la vereda como corresponde, esperaba a que subieran las viejitas y
nunca pasaba un semáforo en rojo.

—Como si lo manejara el finado Tomás Bondi —comentó una vez un jubilado.

La gente comenzó a dejar pasar a los colectivos conducidos por choferes y se quedaba esperando el 121 porque en él,
encima, no había que pagar boleto.

Un día los dueños de la empresa de transporte decidieron abandonar el colectivo fantasma en un desarmadero donde
se apilaban restos de camiones, autos y otras chatarras.

La siguiente vez que Tomás Bondi salió de su tumba y fue a buscar a su colectivo, no lo encontró. Fue terrible para él y
volvió llorando al cementerio. Se metió en el ataúd, cerró la tapa, corrió la lápida con la mente, acomodó la tierra y
comenzó a emitir tristísimos aullidos que le ponían los pelos de punta al encargado del cementerio.

Así pasó una semana.

Para entonces los empleados del desarmadero terminaron de separar cada parte del 121 y finalmente un domingo el
colectivo murió. Esa misma noche se convirtió en fantasma de colectivo, idéntico a como era en vida, pero invisible.
Encendió su motor, acomodó los espejitos y arrancó.

A las doce de la noche Tomás estaba aullando como hacía últimamente, cuando de pronto escuchó algo que le pareció
un sueño: la bocina del 121. ¿Cómo podía ser? Pero era. Tomás salió de la tumba a toda carrera y en la entrada al
cementerio encontró al 121 fantasma.

Desde entonces Tomás sale todas las noches a dar una vuelta en el 121 y lleva a pasear a todos los muertos del
cementerio. Como no alcanzan los asientos, muchos tienen que ir parados, otros van colgados del estribo y dos, que en
vida trabajaron en un circo, van en el techo haciendo acrobacias.

Ninguna persona viva puede ver ni oír al 121 aunque Tomás pone la radio a todo volumen, toca bocinazos en las
esquinas y los muertos cantan canciones de hinchadas de fútbol. Las noches en la ciudad volvieron a ser silenciosas. El
encargado del cementerio también pasa las noches tranquilo porque los muertos, cuando regresan del paseo,
acomodan sus tumbas prolijamente y se van a dormir.

UNA NOCHE DE VERANO


El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente como para
demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le
obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición -tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su
estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la situación-, el estricto confinamiento de toda su
persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo
aceptó sin perderse en cavilaciones.

Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado
por la extraña suerte que le había correspondido. No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en
aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora
aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo
fue paz para Henry Armstrong.

Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos
que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes
fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una noche
propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres
hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se sentían razonablemente seguros.

Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una Facultad de Medicina que se hallaba a unas millas de distancia; el tercero
era un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía muchos años Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de
sepulturero, y su chanza favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar". Por la naturaleza de lo que ahora
estaba haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro de registro podía hacer suponer.

Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían verse un caballo y un carruaje ligero, esperando.

El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada la tumba unas horas antes ofrecía
poca resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd
requirió más esfuerzo, pero Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el
montón de tierra, dejando al descubierto el cadáver, ataviado con pantalones negros y camisa blanca.

En aquel preciso instante, un relámpago zigzagueó en el aire, desgarrando la oscuridad, y casi inmediatamente estalló
un fragoroso trueno. Arrancado de su sueño, Henry Armstrong incorporó tranquilamente la mitad superior de su cuerpo
hasta quedar sentado.

Profiriendo gritos inarticulados, los hombres huyeron, poseídos por el terror, cada uno de ellos en una dirección distinta.
Dos de los fugitivos no hubieran regresado por nada del mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.

Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con el terror de su aventura latiendo
aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la Facultad.

-¿Lo has visto? -exclamó uno de ellos.

-¡Dios! Sí... ¿Qué vamos a hacer?

Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con un caballo uncido y atado por el
ronzar a una verja, cerca de la sala de disección. Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un
banco, a oscuras, vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.

-Estoy esperando mi paga -dijo.

Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la cabeza manchada de sangre y arcilla por
haber recibido un golpe de azada.

Ambrose Bierce

EL GUANTE DE ENCAJE

MARÍA TERESA ANDRUETTO

Cierta vez un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo que une al poblado que llaman
Capilla de Garzón con Pampayasta. Cuando iban pasando por el campo de los Zárate, en el cruce mismo con el camino
nuevo, una mujer muy joven vestida de fiesta, los detuvo.
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la luna era intensa y el color del vestido,
blanco brillante. -Mi novio sa ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo- dijo cuando el carro se
detuvo- ¿Podrá Ud. llevarme hasta la entrada de Pampayasta? Yo vivo allí.
- Cómo no, señorita -contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el carro. Viajaron en silencio un buen rato,
hasta que empezaron a hablar de cosas sin importancia, más por ser amables que por verdadera necesidad de decir
algo. En esas conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba Encarnación.
Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar, dejo: -Convide, hijo, a
Encarnación con un bollo de añís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos. Y el
muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó desesperada unos tragos. Algo del vino cayó
sobre el vestido y dejó allí en el pecho, una mancha rosada como un pétalo. - ¡Qué lástima! -habló ella- ¡Era tan blanco!
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban a pasar años antes
de que volviera a ofrecerle algo.
Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde está el boliche de Severo Andrada, les dijo que habían
llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a la casa de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo
siguieron viaje. Habían hecho unas cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y
descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa
donde habían dejado a Encarnación, para devolvérselo.
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se detuvieron en la
esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos. - ¡Avemaría purísima!- llamó como lo
hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado del sueño.: - ¿Qué se le
ofrece?
- ¿Aquí vive una señorita Encarnación? -preguntó el paisano. El dueño abrió la puerta. Estaba pálido. Y se quedó
mirando a los dos forasteros sin decir palabra.
- Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro.- El hombre siguió mirándolos en
silencio.
- No lo tome a mal -insistió el paisano-. Tuvo un problema y nos pidió que la acercáramos. - El hombre seguía en silencio.
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que éste habló: -
Es mi hija, pero está muerta... ayer se cumplieron veinte años...
- Dijo que venía de bailar...- recordó el paisano-.
-Hace veinte años... - contó el padre- para el día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales. Del corazón,
¿sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban pegaron media vuelta murmurando una disculpa.
Pero el padre de la joven exclamó: - El guante... por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años para la fiesta de
Santa Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a ponérselo.
El muchacho entregó el guante de encaje. Después alcanzó en silencio a su padre que ya estaba sentado en el carro
azuzando a los caballos.

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