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Instituto de Expansión de la Consciencia Humana

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La Indolencia, Madre de todos los Pecados


(artículo publicado en revista Uno Mismo Nº169, Enero 2004)

Alejandro Celis H.

En ese excelente instrumento de autoconocimiento que es el Eneagrama, se habla de


tres pasiones o pecados centrales en los que nos perdemos en nuestro camino hacia la
liberación, a saber: el miedo, la mentira y la pereza. En forma absolutamente
involuntaria inicié la tríada en artículos anteriores (UM 166 y 168), y al terminar el
segundo me quedó claro que lo que seguía resultaba obvio.

La Pereza -como se la entiende aquí- suele ser confundida con simple flojera, pero los
perezosos -los que caracterológicamente son los 9 del Eneagrama, así como los
Mentirosos o Vanidosos son los 3 y los Miedosos los 6- no son necesariamente flojos,
sino que pueden ser muy activos. El tema es otro: tiene que ver con movilizarse por el
propio desarrollo, la propia consciencia y el propio y auténtico bienestar. Volveré
sobre este tema específico más adelante.

Las Pasiones

Sin intentar ser apocalíptico y mucho menos moralista, es fácil ver, en el espectáculo
que ofrece nuestro mundo actual, un despliegue en Cinerama, Technicolor,
Sensurround y sonido Dolby Stereo de las pasiones que describe el Eneagrama.
Además de las tres mencionadas, están la Ira, el Orgullo, la Envidia, la Avaricia, la
Gula y la Lujuria. Todas estas -llamémosles "perspectivas"- para ver la realidad son, a
mi juicio, más que "pecados" desde el punto de vista tradicional, más que algo de lo
cual sentirse culpable, formas en las que olvidamos a nuestro ser interior.

Y, como dijo Jesús, "El que esté libre de pecado, que lance la primera piedra". Claramente,
los cristianos olvidaron muy pronto esta lección, porque en su fanatismo se han
sentido no sólo con derecho, sino con la misión -recuérdese la evangelización de los
indígenas americanos- de rescatarnos a todos de las tentaciones del demonio.
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El Moralismo

Ante la bajeza de las pasiones, ante las aberraciones que llenan las primeras páginas
de la prensa, la reacción de nuestra sociedad occidental ha sido la denuncia, el ceño
fruncido, el dedo acusatorio, el sentirse "moralmente superior" al resto de los
mortales. Como decía, éste es un error trágico que ha cometido la iglesia católica
prácticamente desde sus inicios, una vez desaparecido el inspirador ejemplo directo
de Jesús. El asunto sería tragicómico y la ridiculez extrema de todo el asunto, digna
de contemplar desde un palco, si no fuera por las devastadoras consecuencias de esta
actitud. Entre éstas, la Inquisición -por nombrar el ejemplo más grave- y, por
supuesto, la simple generación de culpa y vergüenza por no estar "a la altura" de esos
estándares morales, algo que hemos heredado todos de nuestro condicionamiento
social católico.

Y quizás lo peor es que esa actitud simplemente no funciona. Y, ¿por qué no


funciona? Porque simplemente, cada uno de nosotros es, potencialmente, capaz de las
peores bajezas -y también de las mayores grandezas- porque todos formamos parte
de la misma humanidad. Entonces, cuando nos erigimos en jueces y nos declaramos
moralmente superiores a los demás, nos vemos obligados a reprimir cualquier
posibilidad de "caer" en lo mismo que ellos. Examinemos las noticias: las peores
atrocidades las cometen quienes se han dado el lujo de juzgar a sus semejantes y de
auto-nombrarse como garantes de la libertad y la bondad humanas -recuérdese el
ejemplo de los EEUU-, o quienes nos juzgan a todos por pensar en el divorcio o por
tener hábitos que no dañan a nadie -algo tan inocente como frecuentar una playa
nudista o contemplar una película determinada- pero que son juzgados por estas
supuestas autoridades en la materia como reprobables.

Al reprimir, al imponerse a sí mismo en forma rígida no sentir o actuar de


determinadas formas, el efecto es el opuesto al deseado: nos retorcemos
internamente, y lo que deseamos eliminar se ve reforzado. La consecuencia obvia es
la culpa y la represión, intentar negar que somos seres humanos de carne y hueso,
que experimentamos pasiones y que olvidaremos no una, sino un millón de veces
nuestra naturaleza más íntima. Si desea verificarlo, simplemente examine los
numerosos ejemplos que se están desplegando generosamente a nuestro alrededor.
Prácticamente la peor y más retorcida inmoralidad en que puede caer un ser humano
es la pedofilia, el abuso sexual -a veces con violencia- de niños. ¿Quiénes han sido
acusados de esos actos en el último tiempo? Aquellos que posan como ciudadanos
modelos: sacerdotes y personas de ultra derecha, en extremo conservadoras y
moralistas. Lo repito: no es el libertinaje el que produce las peores patologías, sino,
paradójicamente, la represión y el moralismo. No me crea a mí: vea las noticias.

La puerta de salida
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A mi juicio, lo más hermoso del Eneagrama es que no sólo describe nuestro ego
retorcido y predecible, sino que también describe la puerta de salida de ese ego. En
ese sentido, el eneagrama es auténticamente trans-personal: nos guía a trascender
nuestro ego o personalidad. Me gusta considerar a los supuestos pecados como
simples olvidos, un olvido de nuestro Origen, de la simple gloria y magnificencia de
nuestro verdadero Ser. ¿En qué sentido un "olvido"? Piense usted en lo que le ocurre
cuando se obsesiona con el consumismo, con la comida y la bebida, con el sexo. ¿Le
queda acaso alguna neurona para acordarse de su conexión con el Todo, con su ser
interior, con la trascendencia? Yo diría que ninguna. Y, ¿acaso eso es "malo"?
¿Debemos pasarnos la vida entera rezando, meditando y cantando loas al Señor(a)? Y
sin embargo, de eso han tratado de convencernos: de que "caemos", "pecamos", cada
vez que eso ocurre... ¿quién se puede salvar de eso? Y, ¿para qué?

Estamos en esta Tierra. No estamos entre ángeles, desencarnados, tocando el arpa,


libres de los sentidos, la mente y las pasiones. Si alguna vez nos encontramos en esa
situación, es obvio que probablemente no haya mucho en qué distraerse. En la Tierra,
la situación es diferente: "La vida es un carnaval", canta Celia Cruz. Apoyo esa idea.
No estamos aquí para negar al cuerpo, negar el sexo, negar las pasiones, negar los
sentidos, sino para disfrutar de todo eso. Nada de lo que vemos, olemos o palpamos
es ajeno al Origen común de todo lo que existe... ¿por qué negarlo? ¿por qué polarizar
las cosas en "lo bueno" y "lo malo"?

Lo que propongo es que la liberación -el "recordarse a sí mismo" de que hablan los
Sufis- se alcanza estando en el mundo, sin negar nada de lo que hay en él ni en
nosotros. Si simplemente aceptamos todo aquello, no habrá terreno para el cultivo de
patologías, porque no negaremos ningún aspecto de nuestro Ser. Tarde o temprano
sentiremos la sed del Infinito, aquello que nos indica que hay algo más que la
sensorialidad... y entonces lo buscaremos. Y, eventualmente, recordaremos quiénes
somos, pero no a través de la negación ni la represión. Esta perspectiva es afín al
Tantra y al Taoísmo, pero también quisiera aquí rendir un homenaje de gratitud a
quien fue mi maestro por siete años, Osho Rajneesh, de quien aprendí -o a través de
quien recordé- que ése era mi camino. El cometió muchos excesos que no me
enorgullecen, pero debo reconocer lo mucho que aprendí de él.

La Pereza o Indolencia

Ahora volvamos a la Indolencia. En realidad, la palabra "pereza" es engañosa, como


dije en un principio, pues no nos referimos a inactividad. Desde mi perspectiva, lo
que aquí hay es un profundo escepticismo y desesperanza, una sensación de que
nada vale la pena, y mucho, muchísimo menos aún, buscar la propia felicidad y
plenitud, estados que se perciben como imposibles e inalcanzables. Entonces, ¿para
qué moverse? ¿qué sentido tiene? Y entonces, el Indolente -y todos compartimos en
alguna medida esta actitud- cae en el desgano, en la desidia, la apatía y un cierto
grado de depresión. Y entonces, lo único que vale la pena es la satisfacción inmediata,
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y todo el resto puede irse al demonio: los buenos propósitos, la salud, los principios,
porque todo da lo mismo, no importa un carajo. Que se venga el mundo abajo, "Total,
¡qué importa, qué más da!".

El Indolente -y, repito, en alguna medida todos nosotros- no se siente incluido en el


Universo, se siente ajeno, "dejado de la mano de Dios" -suponiendo que crea en algo
así-, no merecedor de cualquiera de las bendiciones que reciben los demás. Y si esa
sensación es la que subyace a su actitud de desidia, ¿podemos acaso culparlo?
Entonces, no se trata de un "pecado", sino de que hay algo que no está viendo, algo
que ha olvidado. No hay que culparle, hay que ayudarle a recuperar el respeto por sí
mismo, a que recupere la fe en sí mismo, en la vida y en que es posible para él o ella
lograr la plenitud: que no es la última de las ovejas descarriadas.

Una vez recuperada la fe en que sí es posible que yo -sí, yo, y no sólo los otros-
podemos, de verdad, tener un espacio, validar nuestra existencia, nuestras
preferencias, nuestras emociones, nuestro espacio en el mundo, casi todo el camino
está hecho. ¿No es cierto acaso que todos sabemos lo que necesitamos hacer para
buscar esa consciencia que tanto decimos anhelar? Para algunos, se trata de expresar
lo que de verdad sienten; para otros, elegir esas opciones de vida -trabajo o pareja,
por ejemplo- que estén más de acuerdo con lo que nos permitirá crecer y
desarrollarnos; para otros más, esforzarse por ser más conscientes minuto a minuto
para lograr sobreponerse a un hábito destructivo, etcétera. El principal obstáculo no
es saber qué necesitamos hacer ni tampoco lo es sobreponerse a la desidia, sino verle
algún sentido a la posibilidad de moverse.

Y después, el asunto ocurre -como absolutamente la vida entera- minuto a minuto. Es


cierto, a veces se pierde la fe; es cierto, las cosas se mezclan: de la pereza nos vamos al
miedo y de allí a la mentira o viceversa. El punto es, ¿cuán intenso es nuestro deseo
de liberarnos de la trampa y del círculo vicioso de nuestro ego? ¿Cuán intenso
nuestro deseo de liberarnos? Si ésta es nuestra primera prioridad, nada podrá
detenernos; por supuesto, a veces las pasiones nos la ganarán: nos dejaremos
enceguecer por la gula, el sexo, la imagen, el temor o lo que sea. Pero lo hermoso de la
vida es que recomienza minuto a minuto: no importa nuestro pasado o el grado de
ceguera de que hemos hecho gala antes. Todo comienza de nuevo ahora. El pasado ya
quedó atrás y nuevamente podemos ser conscientes de nuestras opciones más
importantes y esenciales.

En cada instante tenemos las opciones abiertas: podemos escoger dejarnos llevar por
alguna pasión... y luego pagar el precio, o no hacerlo. Si disfrutamos de un almuerzo
descomunal, es obvio que eso tendrá consecuencias en el cuerpo, pero podemos
asumir eso responsablemente: no es necesario sentirse culpable ni pecador. Y lo
mismo con las otras pasiones, a pesar de que socialmente algunas tienen peores
connotaciones que otras. Y cuando las prioridades se enturbian y la comodidad física
prevalece, ¿qué hacer? Si logramos sobreponernos a la comodidad, levantarnos de esa
cómoda poltrona y actuar, bien está; y si no, no. Así de simple. El asunto es:
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asumamos que tenemos un cuerpo, que muchas veces nos hará olvidar nuestra
verdadera naturaleza. Y el juego consiste en jugar en la Tierra -para lo cual el cuerpo
es indispensable- y, entre un olvido y otro, recordar quiénes somos, hasta que ya no
lo olvidemos más. Y aún entonces seguiremos disfrutando de los sentidos, pues lo
que vemos no es ajeno a nuestra naturaleza más íntima.

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