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La antigua Roma aún importa


Muchas tradiciones de aquel imperio siguen vigentes. Entenderlas,
cree la experta británica en antigüedad clásica, nos ayuda a conocer
mejor nuestro mundo
MARY BEARD

16 OCT 2015 - 17:37 CEST

EVA VÁZQUEZ

A finales del siglo IV d. C., el río Danubio era el paso de Calais de Roma. Lo que
solemos denominar las invasiones bárbaras, la llegada de hordas (quizá
muchedumbres) al Imperio Romano, podrían calificarse también como unos
movimientos masivos de inmigrantes económicos o refugiados políticos del norte de
Europa. Y las autoridades romanas tenían tan poca idea de afrontar aquella crisis
como las nuestras, además de que, por supuesto, eran menos compasivas. En una
famosa ocasión, que incomodó incluso a algunos observadores romanos, vendieron
carne de perro para alimentar a los que habían logrado cruzar el río en busca de asilo
(entonces, como ahora, el perro no estaba destinado al consumo humano). No fue
más que uno más de una serie de pulsos, concesiones y conflictos militares que
acabaron por destruir el poder central de Roma en la parte occidental de su imperio.
La situación se agravó por la calculada estrategia de los romanos orientales, que, en
la práctica, eran entonces ya un Estado separado: su solución a la crisis migratoria
consistió en dirigir a los inmigrantes hacia el oeste y traspasar el problema a otros.

Es tentador pensar en los antiguos romanos como una versión de nosotros mismos.
Pusieron en marcha desastrosas expediciones militares a las mismas zonas del
mundo en las que hemos fracasado tantos siglos después. Irak fue una tumba para
los romanos como lo ha sido para nosotros. Y una de sus peores derrotas, en el año
53, a manos de un imperio rival en el este, se produjo cerca de la frontera actual
entre Siria y Turquía. Con un giro especialmente macabro, que recuerda a las
bravuconadas sádicas del Estado Islámico: el enemigo cortó la cabeza del
comandante romano y la utilizó como parte del atrezzo en una representación de
Las Bacantes de Eurípides, en la que la cabeza del rey Penteo, decapitado por su
madre, tiene un papel siniestro y destacado.

En Italia, la vida romana también tenía aspectos que nos resultan familiares. Vivir en
una capital con un millón de habitantes, la mayor aglomeración urbana en Occidente
hasta el siglo XIX, planteaba problemas que nos resultan conocidos: desde la
congestión del tráfico (una ley intentó impedir que circularan vehículos pesados por
la ciudad durante el día y, como consecuencia, la noche se llenó de un ruido
espantoso), hasta problemas rudimentarios de urbanismo (¿qué altura debía
autorizarse para los edificios de pisos, y en qué materiales debían construirse para
que no fueran presa del fuego?). Por su parte, las clases políticas tenían todo tipo de
preocupaciones. Hubo infinitas e inútiles leyes para evitar que los funcionarios se
llenaran los bolsillos con dinero público. Hasta Marco Tulio Cicerón, político, poeta,
filósofo y bromista, de reconocida honradez, dejó un puesto en el extranjero con una
pequeña fortuna en la maleta; por lo visto había ahorrado mucho dinero de sus
dietas.

También había debates interminables sobre el reparto de cereal gratis o


subvencionado a los ciudadanos que vivían en la capital. ¿Era un uso apropiado de
los recursos del Estado y un precedente del que enorgullecerse, la primera vez en
Occidente que un Estado había decidido garantizar la subsistencia básica a muchos
de sus ciudadanos? ¿O era una forma de estimular la holgazanería y una
extravagancia que las arcas del Estado no podían permitirse? Una vez descubrieron
a un rico conservador romano haciendo cola para recoger su ración, que había
criticado con vehemencia y que, desde luego, no le hacía ninguna falta. Cuando le
preguntaron el motivo, respondió: “Si habéis decidido repartir las propiedades del
Estado, yo no me voy a quedar sin lo que me corresponde”. No es una lógica muy
diferente a la del millonario moderno que reclama su licencia de televisión o su
abono de transporte gratuitos.

Pero tal vez no sea tan sencillo. Estudiar la antigua Roma desde la perspectiva del
siglo XXI es caminar por la cuerda floja, hacer equilibrios que requieren una
imaginación muy particular. Si se mira a un lado, todo parece familiar, o puede
manipularse para que lo parezca. No sólo las aventuras militares o los problemas de
la vida urbana y las migraciones. Hay conversaciones a las que casi podemos
incorporarnos sobre qué es la libertad o los problemas del sexo. Hay chistes que
todavía entendemos, edificios y monumentos que reconocemos y una vida familiar
que nos resulta comprensible, con todas sus peleas, sus divorcios y sus
adolescentes problemáticos. Muchos hemos sentido la desilusión de Cicerón con su
hijo Marco en el siglo I a.C., porque, en la Universidad de Atenas, prefería irse de
juerga y beber que asistir a clases de filosofía. Igual que el dilema que revela un
juego que vendían para que uno mismo pudiera predecir su fortuna. Entre las
muchas preguntas que podían hacer los angustiosos compradores estaba: “¿Me
pillarán cometiendo adulterio?”. Y entre las muchas respuestas posibles que podía
recibir (dependiendo de cómo cayeran los dados) estaba la más prudente y realista:
“Sí, pero todavía no”.
Al otro lado de la cuerda de equilibrista, sin embargo, se encuentra un territorio
completamente ajeno. Parte de él es bien conocido. La institución del esclavismo
trastocaba cualquier idea de lo que constituía un ser humano. La suciedad era
estremecedora. En la antigua Roma y en todas las ciudades antiguas en general no
existía apenas ningún sistema fiable de recogida de residuos, y se hablaba de perros
vagabundos que entraban en cenas de lo más elegante llevando en la boca trozos
humanos que habían cogido en la calle. Por no hablar de las carnicerías que eran los
combates de gladiadores ni las muertes por enfermedades cuya cura hoy damos por
descontada. Más de la mitad de los romanos morían antes de cumplir 10 años. El
parto era tan letal para las mujeres como la guerra para los hombres.

La antigua Roma sigue siendo relevante por razones muy distintas; sobre todo,
porque los debates romanos nos han proporcionado un modelo y un lenguaje que
siguen definiendo nuestra manera de entender el mundo y reflexionar sobre
nosotros mismos, desde la teoría más elevada hasta el humor más chabacano,
capaces de provocar risa, asombro, horror y admiración más o menos en la misma
medida. Desde luego, la cultura occidental no es sólo heredera del pasado clásico, ni
querríamos que lo fuera. Por fortuna, hay muchas y variadas influencias que forman
nuestro tejido cultural: el judaísmo, el cristianismo y el islam no son más tres de las
más conocidas. Ahora bien, al menos desde el Renacimiento, muchas de nuestras
premisas sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia política, el
imperio, el lujo, la belleza e incluso el humor se han formado y puesto a prueba en un
diálogo con los romanos y sus textos.

Lo vemos en el vocabulario de la política moderna, desde los senadores hasta los


dictadores, y en las frases hechas y los tópicos. “Desconfío de los griegos incluso
cuando traen regalos” es la advertencia que Virgilio, en la Eneida, pone en boca de
un anciano troyano al ver aparecer el famoso caballo de Troya, un regalo-trampa de
sus enemigos griegos. Y la palabra plebeyo sigue utilizándose como insulto.

Lo vemos también en la geografía política de la Europa actual. La razón principal de


que Londres sea la capital del Reino Unido, pese a tener una situación incómoda en
muchos sentidos, es que los romanos hicieron de ella la capital de la provincia de
Britannia, una región peligrosa, decían, al otro lado del gran océano que rodeaba el
mundo civilizado. Gran Bretaña es, en muchos sentidos, una creación de Roma.

Sin embargo, lo que hemos heredado de Roma por encima de todo son muchos de
los principios fundamentales y los símbolos con los que definimos y debatimos la
política y la acción política. El asesinato de Julio César en los Idus de marzo del año
44 a. C. fue, en realidad, una operación chapucera. Pese al glamour que da a la
conspiración la versión de Shakespeare, el cabecilla era Marco Junio Bruto, un tipo
nada atractivo, cuyo único motivo de fama hasta entonces había sido sacar casi un
50% de interés de los préstamos a los desgraciados habitantes de Chipre.

El asesinato causó varias víctimas inocentes por lo que llamaríamos fuego amigo. Y
a medio plazo, no erradicó el poder unipersonal, como esperaban los asesinos, sino
que contribuyó a reforzarlo. Aun así, entre otros gracias a Shakespeare, es desde
entonces el modelo y la justificación para acabar con los tiranos en nombre de la
libertad. No es casualidad que John Wilkes Booth usara Idus como clave para el día
en el que planeaba matar a Abraham Lincoln. Casi todos los magnicidios cometidos
en la política occidental han tenido como telón de fondo los Idus de marzo.

Lo importante aquí es el debate, no la resolución. La antigua Roma no es una lección


sin más, ni tampoco una civilización a la que debemos admirar y estar agradecidos.
En el mundo clásico —tanto Roma como Grecia— hay mucho que reclama nuestro
interés. Pero otra cosa es la admiración. Después de 50 años de trabajar sobre y con
ellos, tengo que controlarme cuando oigo hablar de los “grandes” conquistadores
romanos o incluso el “gran” imperio romano. Desde luego, no se lo parecía a quienes
se encontraban con la espada de un romano en su garganta. No obstante, los
debates romanos están en la base de los nuestros, y lo estuvieron en los de nuestros
predecesores, que a su vez nos dejaron sus propios problemas, soluciones e
interpretaciones. No sólo me refiero a Catilina y las libertades civiles, sino también a
las anécdotas morbosas y a menudo ficticias de los emperadores, que han inspirado
nuestras opiniones sobre la corrupción política y los excesos y las justificaciones,
malas y buenas, de la expansión imperialista y la intervención militar.
La historia de Roma se reescribe sin parar. Es una labor en marcha, y siempre hay
que corregir los mitos y las medias verdades de los que vinieron antes, como sin
duda habrá que corregir los nuestros. En mi opinión, lo que más debemos revisar es
la idea unívoca de los romanos como matones. Tiene una forma inocua y
humorística, en las historias del valiente Astérix y sus enfrentamientos con las
legiones romanas (que es la primera imagen que tenemos casi todos). Pero resulta
mucho más engañosa cuando se disfraza en la respuesta a algunos de los mayores
interrogantes sobre la Roma antigua. ¿Cómo consiguió una ciudad a orillas del Tíber,
pequeña, corriente y sin grandes ventajas, llegar a dominar la península itálica y la
mayor parte del mundo conocido? ¿Tal vez, como se dice muchas veces, no era más
que una comunidad entregada a la agresión y la conquista, construida sobre los
valores del triunfo militar y poco más?

La realidad es que los romanos no empezaron su andadura con un grandioso plan de


conquistar el mundo. Acabaron por justificar su imperio por un destino manifiesto, y
Virgilio utilizó su épica nacional, la Eneida, para hacer en retrospectiva que Júpiter
profetizara que Roma iba a ser “un imperio sin límites”. Pero los motivos iniciales de
sus conquistas no son tan fáciles de discernir. De lo que no cabe duda es de que, al
adquirir su imperio, los romanos no se dedicaron a avasallar cruelmente a unos
pueblos inocentes.

La conquista romana fue despiadada, desde luego. La campaña de César en la Galia


se ha comparado, no sin razón, con un genocidio, y varios romanos la calificaron
como tal en aquel entonces. Uno de los rivales políticos de César llegó a sugerir que
se le juzgara por crímenes de guerra y que el jurado lo formaran miembros de las
tribus a las que había derrotado. Sin embargo, Roma se expandió en un mundo que
no estaba formado por comunidades que convivían en paz, sino que estaba plagado
de violencia endémica, centros de poder apoyados en la fuerza militar y pequeños
imperios. Casi todos los enemigos de Roma eran tan militaristas como los romanos
y, desde nuestro punto de vista, igual de sádicos. Por eso es un problema la imagen
de Astérix, que indica que los adversarios de César en la Galia contaban con el
ingenio, la inventiva, la poción mágica y poco más. Un griego que visitó la Galia
varias décadas antes de la invasión de César contó que había visto cómo colgaban
las cabezas de los enemigos como trofeos delante de las cabañas.
Lo que necesita explicación no es el carácter militarista de los romanos o su
agresividad psíquica, sino por qué, en un mundo en el que todos eran violentos, los
romanos triufaban más que sus enemigos y rivales. La respuesta tiene poco que ver
con tácticas superiores e incluso mejor material militar; está más relacionada con el
número de soldados sobre el terreno. Al menos en sus primeros siglos, la costumbre
habitual de Roma, única en el mundo antiguo y en la mayor parte del moderno, era
convertir a los que había derrotado en ciudadanos romanos y transformar a los
viejos enemigos en aliados y futura mano de obra. Fue un imperio construido —y eso
era en lo que debían de confiar los desesperados refugiados en el Danubio, cuando
hacía ya mucho tiempo que esta política era ya impracticable— sobre la base de
ofrecer la ciudadanía e incorporar a los extranjeros.

Fue además un imperio en el que las críticas más duras procedían de los propios
romanos. Roma no fue simplemente la hermana pequeña, primitiva y revoltosa de la
Grecia clásica, en la que sólo se dedicaban a la ingeniería, la eficacia militar y el
absolutismo, frente a unos griegos que preferían la curiosidad intelectual, el teatro y
la democracia. A algunos romanos les convenía fingir que era así, y a muchos
historiadores modernos les ha convenido presentar el mundo clásico como una
mera dicotomía entre dos culturas muy diferentes. Pero es un error en los dos
sentidos. Las ciudades-estado de Grecia estaban tan deseosas de ganar batallas
como los romanos, y en su mayoría tenían muy poco que ver con el breve
experimento democrático de Atenas. Y varios escritores romanos no sólo no
defendieron el poderío imperial, sino que analizaron con agudeza los orígenes y las
repercusiones de sus intervenciones en el mundo.

La historia de Roma duró más de mil años (más de dos mil si tenemos en cuenta los
siglos del imperio bizantino en Oriente). Para bien o para mal, Roma está enraizada
en nuestras tradiciones políticas, culturales y literarias, en nuestras formas de
pensar. No es arriesgado decir que, desde el año 19 a. C., no ha habido un solo día en
el que alguien, en alguna parte, no haya leído la Eneida, y no hay muchos otros libros,
aparte de la Biblia, de los que se pueda decir lo mismo. No pretendo formar un club
de fans de la antigua Roma. No hacemos ningún favor a los romanos
considerándolos héroes, pero tampoco demonizándolos. Y no nos haremos ningún

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