de una ciudad que ha dejado de creer en el silencio y que sélo un recién nacido se atrevi6
a romper con un vagido ignorante, reencaminando la vida hacia su sonoridad habitual de
pregones, abures, comadreos y canciones de tender la ropa al sol. Entonces fue cuando Ti
Noel pudo echar algunas cosas dentro de su saco, consiguiendo de un marino borracho
Jas monedas suficientes para beberse cinco vasos de aguardiente, uno encima del otro.
Tambaleandose a la luz de la luna, tomé el camino de regreso, recordando vagamente una
cancién de otros tiempos, que solia cantar siempre que volvia de la ciudad. Una cancién
en la que se decian groserias a un rey. Eso era lo importante: a un rey. Asi, insultando a
Henri Christophe, cansndose de imaginarias exoneraciones en su corona y su prosapia,
cencontré tan corto el andar que cuando se eché sobre su jergén de barba de indio llegé a
preguntarse si habia ido realmente a la Ciudad del Cabo.
v
CRONICA DEL 15 DE AGOSTO
—Quasi palma exaltata sum in Cades, et quasi plantatio rosae in Jericho. Quasi oliva
speciosa in campis, et quasi platanus exaltata sum juxta aquam in plateis. Sicut
cinnamonum et balsamum aromatizans odorem dedi: quasi myrrah electa dedi suavitatem
odoris.
Sin entender los latines dichos por Juan de Dios Gonzalez con inflexiones
abaritonadas el mas seguro efecto, la reina Maria Luisa hallaba aquella mafiana una
misteriosa armonja entre el olor del incienso, la fragancia de los naranjos de un patio
cercano y ciertas palabras de la Leccién liturgica que aludian a perfumes conocidos cuyos
nombres se estampaban sobre los potes de porcelana del apotecario de Sans-Souci. Henri
Christophe, en cambio, no lograba seguir la misa con la atencién recomendable, pues
sentia su pecho oprimido por un inexplicable desasosiego. Contra el parecer de todos,
habia querido que la misa de Asuncién se cantara en la iglesia de Limonade, cuyos
marmoles grises, delicadamente veteados, daban una deleitosa impresién de frescor,
haciendo que se sudara un poco menos bajo las casacas abrochadas y el peso de las
condecoraciones. Sin embargo, el rey se sentia rodeado de fuerzas hostiles. El pueblo que
Ju habia aclamado a su Hegada estaba Heno de malas intenciones, al recordar demasiado,
sobre una tierra fértil, las cosechas perdidas por estar los hombres ocupados en la
construcci6n de la Ciudadela. En alguna casa retirada —lo sospechaba— habria una
imagen suya hincada con alfileres o colgada de mala manera con un cuchillo encajado en
el lugar del corazén. Muy lejos se alzaba, a ratos, un palpito de tambores que no tocaban,
probablemente, en rogativas por su larga vida, Pero ya se daba comienzo al Ofertorio,
—Assumpta est Maria, in caelum; gaudent Angeli, collaudantes benedicunt Dominum,
alleluia!
De pronto, Juan de Dios Gonzilez comenz6 a retroceder hacia las butacas reales,
resbalando torpemente sobre los tres peldaftos de marmol. La reina dejé caer el rosario.
El rey Ilev6 la mano a la empufiadura de la espada. Frente al altar, de cara a los fieles otro
sacerdote se habia erguido, como nacido del aire, con pedazos de hombros y de brazos
aun mal corporizados. Mientras el semblante iba adquiriendo firmeza y expresién, de su
boca sin labios, sin dientes, negra como agujcro de gatera, surgia una vor tremebunda
que llenaba la nave con vibraciones de drgano a todo registro, haciendo temblar los
vitrales en sus plomos.
http//:amauta.lahaine.org 37