El domingo siguiente, a la puesta del sol, Henri Christophe tuvo la impresién de
que sus rodillas, sus brazos, aun entumecidos, responderian a un gran esfuerzo de
voluntad. Dando pesadas vueltas para salir de la cama, dejé caer sus pies al suelo,
quedando, como quebrado de cintura, de media espalda sobre el lecho. Su lacayo Soliman
Jo ayudé a enderezarse. Entonces el rey pudo andar hasta la ventana, con pasos medidos,
como un gran autémata, Llamadas por el servidor, la reina y las princesas entraron
quedamente en la habitacién, colocndose en un rineén obscuro debajo de un retrato
‘ecuestre de Su Majestad. Ellas sabian que en Haut -le-Cap se estaba bebiendo demasiado.
En las esquinas habia grandes calderos llenos de sopas y carmes abucanadas, ofrecidas
por cocineras sudorosas que tamborileaban sobre las mesas con espumaderas y
cucharones. En un callején de gritos y risas bailaban los paftuelos de una calenda.
El rey aspiraba el aire de la tarde con creciente alivio del peso que habia agobiado
su pecho. La noche salia ya de las faldas de las montaias, difuminando el contorno de
Arboles y laberintos. De pronto, Christophe observé que los misicos de la capilla real
atravesaban el patio de honor, cargando con sus instrumentos. Cada cual se acompanaba
de su deformacién profesional. El arpista estaba encorvado, como giboso, por el peso del
arpa, aquel otro, tan flaco, estaba como grivido de una tambora colgada de los hombros;
otro se abrazaba a un helicén. Y cerraba la marcha un enano, casi oculto por el pabellén
de un chinesco, que a cada paso tintineaba por todas las campanillas. El rey iba a
extrafiarse de que, a semejante hora, sus misicos salieran asi, hacia el monte, como para
dar un concierto al pie de alguna ceiba solitaria, cuando redoblaron a un tiempo ocho
cajas militares. Era la hora del relevo de la guardia. Su Majestad se dio a observar
cuidadosamente a sus granaderos, para cerciorarse de que, durante su enfermedad,
observaban la rigida disciplina a que los tenia habituados. Pero, de stibito, la mano del
monarca se alzé en gesto de colérica sorpresa. Las cajas destimbradas, habian dejado el
toque reglamentario, desacompasindose en tres percusiones distintas, producidas, no ya
or palillos, sino por los dedos sobre los parches.
tan tocando el manducumén! grité Christophe, arrojando el bicomnio al suelo. En
ese instante la guardia rompié filas atravesando en desorden la explanada de honor. Los
oficiales corrieron con el sable en claro. De las ventanas de los cuarteles empezaron a
descolgarse racimos de hombres con las casacas abiertas y el pantalén por encima de kas
botas. Se dispararon tiros al aire. Un abanderado lacerd el estandarte coronas y delfines
del regimiento del Principe Real. En medio de la confusi6n, un peloton de Caballos
Ligeros se alejé del palacio a galope tendido, seguido por las mulas de un furgén lleno de
monturas y arneses. Era una desbandada general de uniformes, siempre arreados por las
cajas militares golpeadas con los puiios. Un soldado palidico, sorprendido por el motin,
salié de la enfermeria envuelto en una sdbana, ajustindose el barbuquejo de un chacd. Al
pasar debajo de la ventana de Christophe hizo un gesto obsceno y escapé a todo correr.
Luego, fue la calma del atardecer, con la remota queja de un pavo real. El rey volvié la
cabeza. En la noche de la habitacién, la reina Maria Luisa y las princesas Atenais y
‘Amatista lloraban. Ya se sabia por qué la gente habia bebido tanto aquel dia en Hautle-
Cap.
Christophe eché a andar por su palacio, ayudindose con barandas, cortinas y
cspaldares de sillas. La ausencia de cortesanos, de lacayos, de guardias, daba una terrible
vaciedad a los corredores y estancias. Las paredes parecian mas altas, las baldosas, ms
anchas. El Salén de los Espejos no reflejé mas figura que la del rey, hasta el trasmundo
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