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La última lección
de Michel Foucault

Sección de Obras de Sociología

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Traducción:
Horacio Pons

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Geoffroy de Lagasnerie

La última lección
de Michel Foucault
Sobre el neoliberalismo,
la teoría y la política

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Primera edición en francés, 2012
Primera edición en español, 2015

De Lagasnerie, Geoffroy
La última lección de Michel Foucault : sobre el neoliberalismo, la teoría y
la política. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fondo de Cultura
Económica, 2015.
116 p. ; 21x14 cm. - (Sociología)

Traducido por: Horacio Pons


ISBN 978-987-719-070-0

1. Sociología. 2. Neoliberalismo. 3. Teoría Política. I. Horacio Pons, trad.


II. Título

CDD 301

Armado y montaje de tapa: Juan Balaguer

Título original: La dernière leçon de Michel Foucault.


Sur le néolibéralisme, la théorie et la politique
ISBN de la edición original: 978-2-213-67141-3
© 2012, Librairie Arthème Fayard

D.R. © 2015, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A.


El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, Argentina
fondo@fce.com.ar / www.fce.com.ar
Carr. Picacho Ajusco 227; 14738 México D.F.

ISBN: 978-987-719-070-0

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o modificada, en español o en cualquier otro idioma,
sin autorización expresa de la editorial.

Impreso en Argentina – Printed in Argentina


Hecho el depósito que marca la ley 11723

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Índice

Palabras preliminares 13

Introducción 17
Una transgresión 17
El neoliberalismo como ideología de derecha 19
Lo que produce el neoliberalismo 22
Las condiciones de la crítica 24

I. El neoliberalismo, una utopía 31

II. El mercado por todas partes 35

III. La justificación “científica” del mercado 39

IV. De la pluralidad 43

V. Sociedad, comunidad, unidad 47

VI. Deshacer la sociedad 55

VII. Ética liberal y ética conservadora 61

VIII. Inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad 67

IX. Escepticismo y política de las singularidades 75

X. No ser gobernado 81

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XI. Política, derecho, soberanía 85

XII. La desobediencia civil en cuestión 93

XIII. No dejar hacer al gobierno 97

XIV. El homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria 103

Índice de nombres 115

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Para D., por supuesto

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Más que de fundar una teoría en el derecho,
por el momento se trata de establecer una posibilidad.

Michel Foucault

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Palabras preliminares

La cuestión del neoliberalismo ocupa un lugar cada vez más central en


el pensamiento contemporáneo. Repetida de libro en libro y de tribuna
en tribuna, la idea de que la apuesta esencial de nuestro tiempo sería de-
nunciar la invasión de las lógicas neoliberales no deja de imponerse. En
efecto, se insiste una y otra vez en que el neoliberalismo transformaría el
funcionamiento de nuestro mundo. Redefiniría, desde luego, las reglas
de la economía. Pero, más grave, estremecería la organización tradicio-
nal de la sociedad. Este irresistible mar de fondo quebrantaría todo el or-
den social, y de resultas se verían afectadas todas las instituciones sobre
las que este se apoya (el Estado, la escuela, la familia, el derecho, etc.). Es-
taría cristalizándose una manera insólita de concebir la articulación en-
tre la política, lo jurídico y lo económico, y de considerar las relaciones
entre lo individual y lo colectivo. Y tocaría a las ciencias humanas la ur-
gente tarea de estudiar esos fenómenos para discernir sus implicaciones,
evaluar los peligros que entrañan y proponer instrumentos para oponer-
les resistencia.
Habría sido lógico esperar que el resultado de tanta atención pres-
tada a un mismo tema fuera una producción particularmente rica e in-
ventiva. Por desgracia, asistimos antes bien a una uniformación y una
limitación de la vida de las ideas. En la casi totalidad de los sectores del
campo intelectual circulan, en efecto, análisis que pueden superponer-
se unos a otros, y que movilizan las mismas percepciones, las mismas
grillas de lectura. En otras palabras: el problema del neoliberalismo ac-
túa hoy como un factor de erradicación de los clivajes teóricos y políticos.

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la última lección de michel foucault

En lugar de desencadenar una multiplicidad de interpretaciones contra-


dictorias, genera sentimientos análogos en personas de las que habría
cabido esperar la adopción de posiciones alejadas y hasta opuestas. Se
observa actualmente en esta cuestión una especie de encogimiento del
espacio de lo pensable y lo decible, un empobrecimiento de las opciones
posibles y disponibles y, para decirlo en una palabra, una crisis general de
la capacidad de imaginación.
Así, como principio de los innumerables textos que se asignan el
proyecto de denunciar el neoliberalismo encontramos, de manera casi
sistemática, este mismo argumento bajo la forma del lamento: hoy, todo
lo que participa de una lógica de “comunidad” sufriría un proceso de ero-
sión en nombre de una lógica de individualidad y particularismo. El neo-
liberalismo instauraría el reino del egoísmo, del repliegue sobre sí mismo.
Pondría en primer plano el interés particular y el “yo” [“je”] en detri-
mento del “nosotros”, de lo “social”, de la “institución común”. Por con-
siguiente, la moral, la religión, la política, el derecho, etc., perderían su
fuerza prescriptiva e integradora; las relaciones de reciprocidad, de don,
de asistencia, se desmoronarían para ser remplazadas poco a poco por
relaciones mercantiles. De ahora en más, los individuos ya no se some-
terían a ningún principio superior ni a ningún valor trascendente, indis-
pensable para “hacer” o “rehacer la sociedad” (las normas o los valores
compartidos, la reciprocidad). Lo cual provocaría a la vez una crisis del
“lazo social” (la desafiliación), del cuidado mutuo y de las solidaridades,
y una multiplicación de los movimientos minoritarios, esos movimientos
dentro de los cuales los individuos reclaman derechos particulares (cosa
que podríamos llamar… democracia), como expresión de su negativa a
someterse al orden simbólico y la ley.
Habría mucho que decir, desde luego, sobre esos discursos, sobre lo
impensado que hay en ellos y sobre sus límites, sobre las pulsiones que
animan a sus locutores. Pero lo que me interesa más particularmente es
su manera de revelar una transformación del pensamiento de izquierda
y, sobre todo, del humor que impera dentro del espacio de la teoría crí-
tica. Esos enunciados dan testimonio, en efecto, del influjo cada vez
más fuerte de un paradigma o, mejor, de un modo de problematización:
se adhieren a un tipo de percepción en la cual lo que se constituye como
negativo sería la anomia, la desregulación, el desorden, etc.; lo que se de-
signa como un revulsivo es la “descomposición” de nuestras sociedades, la

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palabras preliminares

“destrucción” del mundo común, la “dilución” y la “atomización” sociales.


A la inversa, este marco define como una necesidad positiva la restaura-
ción del “vivir juntos”, la ambición de volver a dar “sentido” a la institución
colectiva, reconstruir el “lazo social”, etcétera.
Hay que ser consciente de esto: esos enunciados no describen nada.
No constituyen en ningún caso análisis serios del fenómeno neoliberal
o de las transformaciones actuales de la sociedad. Forman un sistema
de interpretación, una grilla de inteligibilidad que impone una manera de
ver el mundo (de modo que son posibles otras miradas y pueden elabo-
rarse otras representaciones). Y lo que la hegemonía de esta estructura
ideológica pone de relieve es hasta qué punto la izquierda, y sobre todo
la izquierda radical, ha quedado en cierto modo desorientada, paraliza-
da, desamparada a raíz del advenimiento del neoliberalismo. Parece sin
respuestas frente a la irrupción de este nuevo paradigma. Más aún, la
necesidad de luchar contra esta gubernamentalidad ha desembocado en
una parálisis de las facultades intelectuales e incluso en una suerte de an-
tiintelectualismo: el imperativo de denunciar el neoliberalismo aparece
como primordial; las razones por las cuales esa denuncia puede efec-
tuarse no importan, y esto hace imposible la más mínima reflexión de la
teoría crítica sobre sus propios razonamientos.
La consecuencia de una situación semejante ha sido una inversión,
por no decir una transmutación de los valores: la izquierda habla hoy
el lenguaje del orden, del Estado, de la regulación. Presenta el desorden
como un espectro que habría que esforzarse por conjurar; designa como
patologías la individualización y la diferenciación de los modos de vida, la
proliferación de movilizaciones minoritarias siempre renovadas, etcétera.
Esa es la razón por la cual me parece que hoy nos enfrentamos a la
necesidad de reinventar la izquierda. Es imperativo dar la espalda a ta-
les hechizos y renunciar a las fantasías de regulación y ordenamiento
que se expresan a través de ellos. Tenemos que elaborar un nuevo len-
guaje de observación, fabricar una nueva teoría crítica que no funcio-
ne como una máquina de denunciar el materialismo, el consumismo, la
mercantilización, el individualismo e incluso, simplemente, la libertad,
al extremo de hacer el elogio de la norma colectiva y las trascendencias
institucionales.
Es evidente que el proyecto de restablecer lo que Pierre Bourdieu
llamaba “tradición libertaria de la izquierda” no puede llevarse a cabo

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la última lección de michel foucault

únicamente en un plano polémico y estratégico. Este libro no es un pan-


fleto. Las pulsiones autoritarias que se manifestaron y siguen manifes-
tándose en el marco de la lucha contra el neoliberalismo no vienen de la
nada. Revelan una potencialidad inscripta en la conceptualidad misma
de la teoría social y la filosofía política. Por lo demás, acaso hayan sido
modeladas y convocadas por ellas. Lo cierto es que es necesariamente ese
dispositivo el que conviene tomar por objeto: el que debemos examinar,
reelaborar, reformular. He decidido llevar adelante esa empresa por me-
dio de una relectura de los textos que Michel Foucault dedicó al neolibe-
ralismo (y en especial de su curso Nacimiento de la biopolítica, dictado
en el Collège de France), puesto que, como he de mostrarlo, en su caso la
cuestión pasaba entonces por reflexionar sobre un problema idéntico:
¿cómo elaborar una teoría radical, una filosofía crítica y una práctica
emancipadora en la era neoliberal?

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Introducción

una transgresión

De todos los cursos dictados por Michel Foucault en el Collège de France,


Nacimiento de la biopolítica es probablemente el más comentado.1 Pero es
sobre todo, en muchos aspectos, el más polémico. En efecto, el análisis que
Foucault hace del neoliberalismo, la lectura que propone de los principales
teóricos de esa corriente y la interpretación que da de las políticas inspi-
radas en esta doctrina dieron pábulo al desconcierto: ¿no estaba Foucault,
al final de su vida, convirtiéndose en liberal? ¿Ese curso no sería la manifes-
tación de que, desde principios de la década de 1980, comenzaba a ir por mal
camino? Por perturbadora que pueda parecer esta constatación, ¿no habría
que rendirse a la evidencia de que el autor de Vigilar y castigar, ese perso-
naje central, no obstante, de la izquierda radical posterior a mayo del 68,
estaba, en vísperas de su muerte, a punto de acabar mal y derechizarse,
como pasaría, por otra parte, con muchos de sus discípulos de la época?
En respaldo de este tipo de percepción suele mencionarse el hecho
de que en esas clases Foucault no pronuncia la más mínima crítica contra
el neoliberalismo, en tanto que utiliza fórmulas muy severas con respec-
to al marxismo y el socialismo. Comenta los textos de los neoliberales

1
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Galli-
mard y Seuil, col. Hautes Études, 2004 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Co-
llège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007. En adelante,
todos los números entre corchetes indican las páginas de las ediciones en español. (N. del T.)].

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y demuestra que las políticas implementadas en Alemania por Helmut


Schmidt y en Francia por Valéry Giscard d’Estaing se inscriben en ese
marco de pensamiento, pero jamás se lo ve esbozar siquiera una toma de
distancia con esos programas. Para decirlo en pocas palabras, la tonalidad
de la obra no parece crítica. Todo sucede como si Foucault estuviera atra-
pado por su objeto, fascinado por él. Y como si, lejos de forjar instru-
mentos de resistencia contra la revolución neoliberal que comenzaba a
abatirse sobre el mundo, se conformara con describir su advenimiento. Su
silencio traduciría una especie de asentimiento tácito.
En realidad, me parece que la acusación de que es víctima Foucault
debe explicarse de otra manera. Es la resultante de un fenómeno menos
evidente a primera vista, más insidioso y, por lo tanto, tal vez más funda-
mental: el hecho de que, al decidir dictar un curso consagrado a la tra-
dición neoliberal, Foucault comete la transgresión de pasar una frontera
profundamente inscripta en el campo intelectual.
En el transcurso de los últimos sesenta años, en efecto, se construyó
poco a poco una suerte de muro entre el espacio teórico legítimo o domi-
nante, por un lado, y el neoliberalismo, por otro. Se atribuyó a los teóricos
neoliberales la figura de autores infrecuentables, que a nadie se le ocurri-
ría citar y ni siquiera leer en filosofía política o, a fortiori, en el espacio del
pensamiento crítico, a menos que fuera como un revulsivo, es decir, como
aquello contra lo cual uno forma su reflexión, aquello que tiene como pro-
yecto deshacer. Esos autores aparecen como ajenos al campo de las refe-
rencias posibles y concebibles.
La teoría neoliberal, efectivamente, se percibe en muy vasta medida
como peligrosa y reaccionaria. Se describe a sus principales autores con
los rasgos de personajes dudosos, ideólogos nefastos que habrían tenido
un papel determinante en la implementación de políticas de desregulación
y apartamiento del Estado social. La responsabilidad por el advenimiento
de una “sociedad neoliberal” recaería, en última instancia, en la influencia
cada vez más grande de ese pensamiento, señalado por esta razón como el
enemigo filosófico número uno. Así, al romper con la conminación lanzada
a los intelectuales críticos de ignorar esa tradición o denigrarla por prin-
cipio, Foucault puso en cuestión un reflejo vigorosamente arraigado en el
espacio de la izquierda. Por esa razón se concibió que se “derechizaba” o,
en todo caso, se alejaba de esta familia de pensamiento.

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introducción

el neoliberalismo como ideología de derecha

Históricamente, es indiscutible que la mayoría de los autores neoliberales


exhibieron su proximidad con la derecha, e incluso con su ala más dura.
Numerosos trabajos se aplicaron a mostrar que la “revolución conserva-
dora” que debía abatirse sobre el mundo desde fines de la década de 1970
se había preparado dentro de cenáculos donde se reunían economistas,
intelectuales, ingenieros y hombres de Estado que aspiraban a promover un
neoliberalismo radical. El coloquio Walter Lippmann de 1938 y la Socie-
dad de Mont-Pèlerin creada en 1947 se presentan así como las principales
instancias de elaboración de una ofensiva contra las conquistas del keyne-
sianismo, y de un cuestionamiento, en nombre de la presunta superioridad
moral y económica del libre mercado, de la regulación de la economía y la
intervención del Estado, de la protección social, del derecho al trabajo, de
los sistemas colectivos de asistencia y distribución de la riqueza, etc. Por
otra parte, es innegable que algunos de los teóricos más célebres del neo-
liberalismo, sobre todo Friedrich A. Hayek o Milton Friedman, influyeron
en gobiernos como los de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
La consideración general del neoliberalismo como una doctrina
conservadora, una ideología cuya preocupación esencial sería, bajo una
apariencia erudita o filosófica, ponerse al servicio de una línea políti-
ca reaccionaria, también tiene sus raíces en el hecho de que, a lo largo
del siglo xx, aquel se construyó en el marco de una crítica de todos los
componentes del pensamiento de izquierda, es decir, del marxismo, el
comunismo, el socialismo, el keynesianismo e incluso, en términos más
amplios, del conjunto de las ideologías que reclamaban la implementación
de medidas de inspiración social.
En primer lugar, el pensamiento liberal rechaza categóricamente el
marxismo. Repudia el carácter totalitario de los regímenes comunistas y
afirma sobre todo que, al contrario de lo que consideraba una gran parte
de la izquierda intelectual, hay un vínculo directo entre los totalitarismos
soviético, chino y otros y la teoría marxista. Los liberales siempre recha-
zaron la idea de que esos regímenes podían presentarse como “traiciones”
del marxismo, “desviaciones” o “errores” que no ponían en entredicho ni
la grandeza ni la pertinencia de la hipótesis comunista. Para ellos, dichos
regímenes aplicaron al pie de la letra los dogmas del análisis marxista. Y
el fracaso de esas experiencias históricas signa en consecuencia el fracaso

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no solo del comunismo en cuanto régimen político alternativo al capi-


talismo, sino también del marxismo en cuanto teoría y visión del mundo
articuladas en torno de unos cuantos conceptos (clases sociales, explota-
ción, plusvalía, alienación, etcétera).
Como tal, esta manera de ver no es muy original. No puede explicar
por sí sola el rechazo casi unánime de que es objeto la tradición neoliberal.
Es sabido, en efecto, que esa representación no es privativa de los liberales
y ni siquiera de los autores de derecha, porque se la encuentra por ejemplo
en los socialistas no marxistas e incluso en la tradición anarquista.
En realidad, la especificidad de los neoliberales radica en no haberse
conformado con esos juicios. Sobre la base de su crítica del comunismo
y de su rechazo del marxismo, desarrollaron efectivamente un punto de
vista mucho más radical. Su intención fue partir de los problemas que
planteaban los regímenes comunistas para elaborar un análisis sin con-
cesiones de las democracias occidentales y las tendencias que las animan.
Para ellos, esos regímenes autoritarios y totalitarios, que todo el mundo
coincide en condenar, no pueden percibirse como experiencias excep-
cionales que, en cierta forma, no nos incumban, o que solo nos incum-
ban como objeto de estudio o tema de indignación convencional. Esos
regímenes están mucho más cerca de nosotros de lo que creemos. Deri-
varían lógicamente, en efecto, de un humor ideológico banal y además
de aceptación bastante amplia en las sociedades democráticas, a saber, la
desconfianza hacia el libre mercado: el comunismo solo sería una varian-
te, llevada al extremo, de la ideología consistente en pretender controlar
la producción y la distribución de los bienes, y hasta aumentar, en nom-
bre de valores “morales” (la justicia, la equidad, etc.), la intervención del
Estado en la economía.
La elaboración más nítida de esta concepción, que tiende a presentar
como potencialmente totalitarias todas las medidas encaminadas a una
mayor regulación del mercado y una asignación más justa de los recursos,
está en el célebre texto que el economista austríaco Friedrich Hayek publi-
có en 1944 con el título de Camino de servidumbre. En esta obra fundacio-
nal, la obsesión de Hayek es cuestionar la idea espontáneamente admitida
según la cual lo sucedido en Rusia en los años veinte y en Alemania en los
años treinta (sin que, al igual que en la mayoría de los teóricos liberales, se
trace ninguna distinción fundamental entre el nazismo y el comunismo)
se debería a circunstancias rarísimas que no pueden repetirse. A juicio de

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introducción

Hayek, percibir el comunismo y el nazismo como experiencias aberrantes,


y plantear así la existencia de una especie de inconmensurabilidad entre
el totalitarismo de un lado y las democracias inglesa o estadounidense de
otro, lleva a pasar por alto el hecho de que el estudio de los regímenes au-
toritarios y su advenimiento tiene interés para comprendernos a nosotros
mismos y analizar lo que somos.
Hayek estima necesario partir de la siguiente evidencia: el totalita-
rismo no se impuso en Alemania y Rusia de improviso ni por azar. Fue
el fruto de un lento proceso que puede perfectamente reproducirse entre
nosotros. Si deseamos evitar las mismas tragedias, es preciso entonces
conocer lo que estas nos enseñan. Y afrontar lo que la cuestión totalitaria
nos impone repensar en nuestra manera de llevar adelante nuestra política,
nuestro Estado, nuestro derecho, nuestro sistema económico, etcétera.
La demostración propuesta por Hayek consiste en decir que la raíz del
totalitarismo estaría en un rechazo del liberalismo. La crítica del individua-
lismo, el triunfo de una ética colectivista, la ambición de sustituir el juego
del mercado libre y descentralizado por la autoridad de una instancia que
controle la producción y la distribución de la riqueza son los elementos
que constituyen el punto de partida o, mejor, la base doctrinaria del comu-
nismo y del nacionalsocialismo. Así, cuando estos dogmas comienzan a
difundirse en una nación, cuando los Estados se los apropian, cuando los
intelectuales se deciden a adoptarlos y legitimarlos, el totalitarismo no está
lejos y el país, lenta pero indefectiblemente, y muchas veces sin saberlo, se
interna en el camino de la servidumbre.
En el fondo, el golpe de fuerza de Hayek, y más en general de toda la
corriente neoliberal, ha consistido, por medio de análisis como ese, en ins-
talar la idea —sumamente fuerte y perturbadora— de que entre el comu-
nismo y el nazismo, pero también entre el comunismo y el keynesianismo,
habría algo así como un aire de familia, una comunidad de pensamien-
to, por no hablar de una relación de necesidad. El régimen comunista, el
régimen nazi y los regímenes que promueven las regulaciones sociales
y el Estado de bienestar participarían de un mismo sistema, un mismo
invariante político-económico. Todos partirían de un mismo rechazo del
liberalismo, del individualismo, del mercado libre y descentralizado, etc.,
y, lógicamente articulado con él, de una misma voluntad de utilizar la
coerción para alcanzar objetivos predefinidos en materia de producción o
distribución. Por consiguiente, al contrario de lo que nos imaginamos de

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manera espontánea, el totalitarismo no está detrás de nosotros. Los tota-


litarios están entre nosotros: son quienes instauran un sistema de planifi-
cación o justifican la seguridad social, quienes propician un control de la
economía por el Estado, quienes abogan por una regulación del mercado,
por más impuestos, etcétera.
En realidad, lo que los teóricos del neoliberalismo tratan de efectuar
mediante esos discursos es un doble desplazamiento de los clivajes que
estructuran el espacio político e intelectual. Intentan imponer —en esto,
además, se reconoce una teoría innovadora y original— nuevos sistemas
de clasificación, nuevos principios de visión y división. Como lo muestra
Michel Foucault, los neoliberales se afanaron en criticar la pertinencia de
la distinción tradicional entre “socialismo” y “capitalismo”. Esa distinción
llevaría, en efecto, a poner las políticas keynesianas de regulación del mer-
cado del lado del “capitalismo” (un capitalismo regulado), cuando según
ellos se trata de medidas que participan de la misma intención y la misma
inspiración que el socialismo. Para los liberales, por lo tanto, la verdadera
oposición no es la existente entre “socialistas” y “capitalistas”. Debe es-
tablecerse entre “liberales” y “antiliberales”. De un lado estarían quienes
adhieren a los valores del individualismo y el mercado libre y descentra-
lizado; de otro, todos aquellos que, de los nazis a los comunistas pasando
por los reformistas socialistas y los partidarios del Estado de bienestar,
propician, cada uno a su manera, una ética colectivista.

lo que produce el neoliberalismo

La asociación o, mejor, la reducción que se efectúa de manera bastante


espontánea entre el neoliberalismo y este tipo de análisis extremadamen-
te marcados en términos ideológicos y que traducen una gran violencia
política explica el rechazo de que es objeto esta tradición. Para nuestros
marcos comunes de percepción hay, en efecto, algo incongruente o, para ser
más exactos, algo inaceptable en la idea misma de establecer un vínculo
entre, por un lado, medidas tradicionalmente asociadas al progreso, como
el Estado de bienestar, el seguro de desempleo, las ayudas sociales, los sis-
temas de reparto, y, por otro, los regímenes autoritarios o totalitarios. Esas
tomas de posición estratégicas han contribuido a dar un carácter inaudible
a la doctrina neoliberal en su conjunto.

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introducción

En otras palabras: las afinidades políticas proclamadas por los prin-


cipales autores del neoliberalismo han obstaculizado la recepción de sus
obras y la percepción de las otras potencialidades inscriptas en sus tra-
bajos. En lugar de considerárselos como aportes al debate intelectual,
sus escritos fueron catalogados como meras producciones ideológicas,
animadas por intenciones fundamentalmente reaccionarias, por no decir
extremistas.
La gran audacia de Foucault, y lo que explica la incomprensión que
afecta más que nunca sus textos sobre esta cuestión, es haber roto con
aquella percepción y haber hecho volar en pedazos la barrera simbólica
levantada por la izquierda intelectual, en especial la que se presenta como
radical, contra la tradición neoliberal. Foucault se formó el proyecto de
leer a los principales teóricos de esa corriente, es decir, a quienes dieron
a ese paradigma su radicalidad más intensa (entre ellos, los economistas
Friedrich Hayek, Milton Friedman y Gary Becker). Quiso explorar esa
representación del mundo, reconstruir la lógica de su funcionamiento
y las hipótesis implícitas en las que se basa.
Como es obvio, semejante actitud, en contra de las interpretaciones
que se hicieron espontáneamente de ella, no es sinónimo de una conver-
sión al neoliberalismo: Foucault no da a este sistema el carácter de un
dogma cuyas recomendaciones y programas haya que aceptar y seguir. Su
idea es más sutil: consiste en valerse del neoliberalismo como un test, uti-
lizarlo como un instrumento de crítica de la realidad y el pensamiento. Se
trata de ponerse a la escucha de lo que esa tradición tiene para decirnos,
a fin de emprender un análisis de nosotros mismos. Puesto que enfren-
tarnos a una doctrina concebida como el “negativo” de nuestro espacio
habitual de reflexión equivale, en cierta forma, a enfrentarnos a nuestro
inconsciente, a los límites de nuestra propia reflexión. Esto nos obliga a
interrogarnos sobre lo que tenemos por evidente, aquello que, sin saber-
lo, hacemos a un lado cuando formulamos nuestros problemas. En otras
palabras, Foucault construye aquí una especie de dispositivo experimental:
al sumergirse en ese universo intelectual, pretende vivir y nos invita a
vivir una experiencia de destierro durante la cual se pone a prueba la
posibilidad de pensar de otra manera, de dar a conceptos de la filosofía
política o la teoría crítica tan clásicos como los de Estado, democracia,
mercado, libertad, ley e incluso soberanía significaciones radicalmente
nuevas. Ese retorno de lo reprimido teórico es por eso mismo capaz de

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trastrocar nuestros hábitos e incitarnos a construir nuevos lenguajes de


observación. Brinda a Foucault una oportunidad de imaginar otras for-
mas de mirar la realidad. Casi podríamos decir que funciona como una
especie de higiene mental destinada a someter a una interrogación radical
las categorías de pensamiento y percepción que tenemos en la cabeza sin
darnos cuenta.
En el fondo, quienes presentan como inquietante el proceder de Fou-
cault ignoran la lógica misma de la actitud crítica. Su comportamiento
consiste en postular una definición dogmática y rígida de lo que tiene
que ser la izquierda, y determinar a priori cuáles deben ser los contenidos
o los conceptos de esta tradición: de tal modo, todos los discursos que se
aparten de la norma serán automáticamente señalados como derechistas
o como una traición. Ahora bien, si hubiera que dar una definición de
la izquierda, ¿no sería más bien la que se apoya en la voluntad constante
de repensarse? Si hubiera que caracterizar el gesto crítico, ¿no habría
que invocar la intención de reinterrogar constantemente lo que quiere
decir “crítica”?

las condiciones de la crítica

Dar al neoliberalismo el carácter de un instrumento que abre el camino a


una reflexión sobre nosotros mismos no significa, desde luego, conside-
rarlo como un hecho dado, una evidencia, un fenómeno cuya realidad y
características haya que aceptar pasivamente. Para Foucault, el neolibe-
ralismo no solo representa el punto de partida de una interrogación au-
tocrítica. Como es natural, también es preciso interrogar esta doctrina. Y
por esa razón hay que insistir en el hecho de que una de las apuestas de
Nacimiento de la biopolítica es plantear el problema de las condiciones
de elaboración de un verdadero cuestionamiento de la “gubernamenta-
lidad” neoliberal.
Puesto que uno de los objetivos de Foucault es liberar al pensamiento
de los hechizos, los enunciados en forma de eslóganes utilizados de ma-
nera sempiterna para denunciar las fechorías del neoliberalismo, pero que
ya servían para descalificar el liberalismo clásico y hasta el capitalismo.
Según Foucault, hay en efecto un conjunto de “matrices analíticas” que
se prorrogan “una y otra vez […] desde hace doscientos años, cien años,

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introducción

diez años”:2 esas matrices acusan al capitalismo, al liberalismo y hoy, por


lo tanto, al neoliberalismo de provocar la aparición de una “sociedad de
masas”, una “sociedad de consumo”, una “sociedad del espectáculo” e in-
cluso “una sociedad de la atomización, la uniformación o la masificación”.
En su curso, Foucault se burla de los autores que “prorroga[n] una y otra
vez el mismo tipo de crítica”3 y hablan ese discurso anónimo o, mejor, son
hablados por él. A su entender, esos “lugares comunes de un pensamiento
acerca del cual no se conoce muy bien” cuáles son “su articulación y su es-
queleto” circulan al menos desde comienzos del siglo xx. Y da al respecto
un ejemplo caricaturesco que funciona como un espejo deformante: las
“tesis” formuladas por el sociólogo alemán Werner Sombart entre 1906 y
1934. Foucault resume en estos términos el discurso de Sombart:

¿Qué produjeron la economía y el Estado burgués y capitalista? Una sociedad


en la que los individuos son arrancados de su comunidad natural y se juntan
en una forma, de alguna manera, chata y anónima que es la de la masa. El
capitalismo produce las masas. Y por consiguiente, produce lo que Sombart
no llama exactamente unidimensionalidad, pero da su definición precisa. El
capitalismo y la sociedad burguesa privaron a los individuos de una comuni-
dad directa e inmediata de unos con otros y los forzaron a comunicarse solo
por intermedio de un aparato administrativo y centralizado. Por lo tanto, los
[han] reducido a la condición de átomos, sometidos a una autoridad, una
autoridad abstracta en la que no se reconocen. La sociedad capitalista impuso
asimismo a los individuos un tipo de consumo masivo que tiene funciones
de uniformación y normalización. Por último, esta economía burguesa y ca-
pitalista condenó a los individuos, en el fondo, a no tener entre sí otra comu-
nicación que la que se da a través del juego de los signos y los espectáculos.4

La afirmación de que el capitalismo habría provocado el surgimiento de


un mundo utilitarista, individualista, marcado por el desarrollo de los
fenómenos de masas, de consumo y de uniformación, constituye una
grilla de lectura común y dominante dentro de la izquierda intelectual,
y hasta de cierta fracción de la derecha. Esa caracterización reaparece de

2
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 136 [156].
3
Ibid.
4
Ibid., p. 117 [144 y 145].

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la última lección de michel foucault

manera casi obsesiva. Vemos además que la situación prácticamente no ha


cambiado: aun en nuestros días, la casi totalidad de los discursos hostiles
al neoliberalismo deplora esas mismas cosas.
Según Foucault, es urgente deshacernos de esas matrices analíticas
“con las cuales suele abordarse el problema del neoliberalismo”,5 pues-
to que solo son críticas en apariencia. Llegan a ser incluso, en el fondo,
proclamaciones vacías. Están despojadas de toda eficacia y toda efecti-
vidad. ¿Por qué razón? Porque ignoran la “singularidad” del neolibera-
lismo. Esos discursos tradicionales asimilan, como si fueran la misma
cosa, el neoliberalismo al liberalismo clásico, el liberalismo clásico al
capitalismo, el capitalismo a la dominación de la burguesía, etc. Fabri-
can un gran relato unificador, homogéneo, en el cual nunca hay lugar
para la novedad. “Reduc[en] el presente a una forma reconocida en el
pasado” y consideran el primero como una simple “repetición” del se-
gundo.6 Trasponen matrices históricas antiguas a la situación actual y
dan a entender que “lo que era entonces es lo que es hoy”. Por consi-
guiente, se condenan necesariamente a errar el blanco: enmascaran la
realidad presente en vez de proponer herramientas para comprenderla
y, por lo tanto, ponerla en cuestión.
Precisamente para escapar a esos sesgos Foucault juzga indispensable
leer a los teóricos neoliberales y comprender lo que trataron de hacer. El
punto de partida de un análisis crítico del neoliberalismo debe consistir
en discernir ese fenómeno en su singularidad: “Me gustaría mostrarles
que el neoliberalismo es, justamente, otra cosa. Gran cosa o no, no sé,
pero sin duda es algo. Y lo que querría tratar de aprehender es ese algo
en su singularidad”.7
De tal modo, Nacimiento de la biopolítica puede leerse como una
meditación sobre la crítica, sobre lo que quiere decir y supone ser crítico:
la condición de la formulación de una práctica de resistencia al neolibe-
ralismo radica en poner de manifiesto la especificidad de este fenómeno.
Pero ¿por qué, a partir de ahí, tendríamos que interrogarnos sobre noso-
tros mismos? ¿Por qué razones Foucault va más lejos y propone hacer de
la teoría neoliberal el instrumento de una renovación de la teoría? Porque,

5
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 136 [156].
6
Ibid. [157].
7
Ibid. [156 y 157].

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introducción

a su entender, solo esta actitud permite concebir una recusación del neoli-
beralismo que escape a la nostalgia y no le oponga lo que él ha deshecho.
Damos aquí con un problema central con el que se enfrentaron todos
los grandes autores radicales: ¿cómo desactivar la potencialidad pasatista
o reaccionaria necesariamente inscripta en el corazón de todo proyecto
crítico? ¿Cómo poner en entredicho un orden presente sin desembocar,
casi automáticamente, en una adhesión al orden antiguo o en la percep-
ción de este como un momento que no puede sino añorarse? Y en con-
secuencia, de manera más específica: ¿cómo concebir una investigación
crítica del neoliberalismo que no presente como algo valioso lo que este
deshace y no se aferre, consciente o inconscientemente, a los valores
preliberales?
Para escapar a esas dificultades, Foucault propone pensar la ruptura
histórica generada por el surgimiento de esa gubernamentalidad en tér-
minos de “singularidad”, innovación, es decir, de “positividad”: hay que
poner de relieve la novedad del neoliberalismo. Hay que romper con la
problemática de la “pérdida”, de la “destrucción”, del “duelo” que estruc-
tura la escritura tradicional de la historia del neoliberalismo. No hay que
preguntarse qué “deshacen” las lógicas liberales ni proponerse poner en
evidencia lo que ellas “destruyen”; hay que preguntarse, al contrario, lo
que producen. No hay que lamentar lo que se elabora a través del neoli-
beralismo sino, a la inversa, partir de lo que este es para preguntarse lo
que nos impone reconsiderar.
La intención de Foucault es, con ello, renovar la teoría dándole los
instrumentos para conciliar una percepción positiva de la invención neoli-
beral y una perspectiva de crítica radical. En ese sentido, no es inútil seña-
lar que su gesto es bastante similar al que realizaba Marx en 1875 cuando
la emprendía contra la relación de los socialistas alemanes con el capita-
lismo.8 Uno de los puntos centrales en su Crítica del programa de Gotha
es, en efecto, el reproche planteado a los socialdemócratas por concebir
a la burguesía como un elemento entre otros dentro de una gran clase
“reaccionaria” —en la cual se incluirían tanto miembros de la clase media
como “feudales”— a la que deberían oponerse los “obreros”. Según Marx,

8
Karl Marx, Critique du programme de Gotha, trad. de Sonia Dayan-Herzbrun, París,
La Dispute y Éditions Sociales, 2008 [trad. esp.: Crítica del programa de Gotha, Madrid,
Ricardo Aguilera, 1971].

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la última lección de michel foucault

ese diagnóstico es absurdo. Pasa completamente por alto la singularidad


de la situación económica y social de fines del siglo xix. A su juicio, cap-
tar la “positividad” del capitalismo es comprender y aceptar que la clase
burguesa es una clase auténticamente revolucionaria: ha transformado las
relaciones económicas y emancipado a los individuos de las pertenencias
tradicionales, y ha sustituido las relaciones feudales de sujeción por rela-
ciones jurídicas entre hombres dotados de derechos formalmente “iguales”
y que intercambian unos con otros bienes y servicios por medio de me-
canismos de mercado. Para Marx, el problema de la burguesía no puede
abordarse en términos negativos, sobre todo si se trata, a continuación,
de combatirla. De hacerlo, uno se condena, como los socialdemócratas, a
confundir revolución y reacción, es decir, a presentar como revoluciona-
ria una política que tiende a restaurar y restablecer realidades deshechas
y superadas por la burguesía: esto es, a volver atrás. Eso es lo que Marx
llama “crítica precapitalista del capitalismo”.
Para evitar tales callejones sin salida, Marx afirma la necesidad de
abordar la burguesía y el capitalismo como fenómenos revolucionarios.
Hay que discernir de manera positiva sus aportes: ¿qué produjeron? ¿Qué
inventaron en materia de nuevos derechos, nuevas libertades, nuevas
emancipaciones? ¿Impusieron la existencia de qué realidades inéditas?
En cierto sentido, el comunismo tal como Marx lo define en algunos de sus
textos podría aparecer como una manera de realizar una serie de ideales
emancipadores prometidos y afirmados por la revolución burguesa, pero
que esta no logró poner en vigencia y cuyo advenimiento ella misma im-
pidió al reinstaurar a través del mercado un sistema de explotación y de-
terminación colectivas (las relaciones de clase). La revolución comunista
no se define como reacción a la revolución burguesa. En cierta forma, se
inscribe en su herencia y se esfuerza incluso por radicalizarla, o sea, partir
de lo inventado por ella para reactivarlo, regenerarlo y, en consecuencia,
transformarlo por completo.
Con idéntica intención Foucault aborda, y nos invita a abordar, el
neoliberalismo. Plantea los mismos principios de análisis, los mismos mo-
dos de problematización. También el autor de La voluntad de saber afirma
que la escritura de una historia crítica del fenómeno neoliberal debe poner
de relieve lo que se inventa por su intermedio y los nuevos tipos de orde-
namientos político-económicos, de conceptos, de representaciones, que
impone tomar en cuenta. El neoliberalismo construye nuevas percepciones

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introducción

del Estado, del mercado, de la propiedad de uno mismo o de su cuerpo.


Provoca la aparición de nuevas exigencias democráticas, sociales o cultu-
rales, nuevas relaciones con la violencia, la moral, la diversidad. Cuestiona
la legitimidad de muchos marcos tradicionales de regulación y control.
Ponerse en contacto con lo que esta tradición renueva es, de tal modo,
darse los medios de revelar al mismo tiempo, y en un mismo movimiento,
las promesas de emancipación encarnadas por el neoliberalismo y las ra-
zones por las cuales este no puede cumplirlas. Y eso, con el fin de buscar
en las contradicciones internas que lo atraviesan y lo socavan los puntos
de apoyo de una acción que apunte a transformarlo, sin dejar de sostener
y retomar sus exigencias más valiosas y legítimas. Actitud que se sitúa en
la vereda opuesta a los discursos que, al focalizarse en los peligros que
entrañaría el advenimiento de esta nueva situación, terminan por no
ofrecer como horizonte concebible otra cosa que el retorno al pasado.

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I. El neoliberalismo, una utopía

Solo podremos comprender el interés de Foucault por el neoliberalismo,


cercano a veces a la fascinación, si cumplimos con una condición: rom-
per con el hábito consistente en hacer de él una ideología conservadora
o reaccionaria. En la literatura mediática, política o intelectual hay, en
efecto, una tendencia sumamente marcada a describirlo bajo los rasgos
de una doctrina que, entre sus características esenciales, tendría la de
ser parte integral de la perpetuación del orden. Se trataría de una con-
cepción que se opone de manera permanente al cambio. Y que trabaja,
en lo fundamental, en la preservación de la situación presente.
Esta acción conservadora del neoliberalismo se dejaría ver en la crí-
tica que sus partidarios hacen de las utopías que propugnan el estable-
cimiento de organizaciones alternativas a la economía de mercado. Al
denunciar el socialismo, el comunismo, etc., esos críticos cerrarían el
camino a la posibilidad de imaginar otros modelos de sociedad. No in-
citarían a la rebelión sino a la resignación, a la aceptación de la situación
presente. Más grave aún, los dogmas neoliberales constituirían un obs-
táculo a todo lo que pueda provocar un cambio radical en el funciona-
miento establecido de la economía de mercado; pondrían en entredicho
la validez de cualquier medida, por mínima que sea, capaz de facilitar
por ejemplo una mayor redistribución. En otras palabras, el neoliberalis-
mo se situaría resueltamente del lado del statu quo. Encarnaría una de las
principales fuerzas de resistencia al cambio. Representaría la ideología
de la clase dominante, es decir, de la clase de los individuos que tienen
interés en perpetuar la situación tal y como es.

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la última lección de michel foucault

Esta percepción del neoliberalismo como conservadurismo está sóli-


damente anclada en las mentes, y estructura una buena parte de la retórica
utilizada para descalificarlo. Sin embargo, se funda en un desconoci-
miento profundo de esta tradición. Y hasta representa un gran obstáculo
a su comprensión real, ya que la neutraliza, la asimila a lo ya conocido, la
pone en el nivel de una evidencia, de lo que es fácil combatir y denunciar,
en vez de enfrentar su especificidad.
En efecto, a partir de la Segunda Guerra Mundial, y de manera parti-
cularmente marcada durante la década de 1960, una de las preocupacio-
nes esenciales de los neoliberales fue distinguirse del conservadurismo.
Es cierto, en el pasado liberales y conservadores establecieron alianzas y
pueden a veces coincidir en posturas idénticas. Pero esto solo se debería
a que comparten enemigos comunes (los socialistas, los partidarios del
Estado social). Como escribe Friedrich Hayek en un célebre artículo titu-
lado “Por qué no soy conservador”:

En una época en la que casi todos los movimientos reputados de “pro-


gresistas” recomiendan nuevas intromisiones en la libertad individual,
quienes aman la libertad consagran, como es lógico, sus energías a opo-
nérseles. En esa actitud, están casi siempre en el mismo campo que quie-
nes suelen resistirse a los cambios. En los asuntos de la política cotidiana,
prácticamente no tienen hoy otra opción que apoyar a los partidos con-
servadores.1

Pero, según Hayek (y muchos otros autores sostendrán la misma idea),


la proximidad entre liberales y conservadores no pasa de allí. Es pura-
mente política o, mejor, estratégica y coyuntural. Tiene sus raíces en una
intención compartida de poner un dique a los movimientos que se de-
finen como progresistas. Se trata de una alianza negativa y no debe, en
especial, enmascarar las profundas oposiciones que separan neolibera-
lismo y conservadurismo.

1
Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, en La Constitution de la li-
berté, trad. de Raoul Audouin y Jaques Garello, con la colaboración de Guy Millière, París,
Litec, 1994, p. 401 [trad. esp.: “Por qué no soy conservador”, en Los fundamentos de la liber-
tad, Madrid, Unión, 1991].

32

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el neoliberalismo, una utopía

Esta toma de posición es muy importante en la historia de las ideas,


porque constituye tal vez el elemento esencial de la ruptura entre el neo-
liberalismo y el liberalismo clásico. Es el acta de nacimiento del neoli-
beralismo como doctrina por derecho propio, singular, irreductible a lo
que la precedió.
Los neoliberales no cesarán, en efecto, de afirmarlo y denunciarlo: sus
predecesores se dejaron corromper por el conservadurismo. Se acercaron
en demasía a la derecha conservadora e incluso a la derecha reacciona-
ria, al extremo de diferenciarse solo marginalmente de ellas.2 Satisfechos
desde mediados del siglo xix con el triunfo de algunos de sus ideales, se
replegaron poco a poco sobre sí mismos. Y, por consiguiente, se conten-
taron con defender el orden existente. De ese modo, el liberalismo dejó
gradualmente de ser un movimiento radical hasta transformarse en una
máquina de preservación del statu quo. Se puso del lado del orden y los
poderes constituidos. Y, al oponerse a las doctrinas revolucionarias y las
aspiraciones al cambio, asumió el papel de garante del realismo y “lo ra-
zonable en política”.3
Pero al adoptar esa postura los liberales se traicionaron a sí mismos.
Y, sobre todo, debilitaron sustancialmente su posición, dejando la puer-
ta abierta de par en par al éxito de sus enemigos socialistas: al abando-
nar el terreno de la especulación intelectual y la imaginación política, el
liberalismo clásico ya no fue capaz de suscitar entusiasmo y de aparecer
como proponente de ideales por los cuales mereciera la pena combatir.
Por eso mismo, los socialistas tuvieron la oportunidad de presentarse
como los únicos rebeldes, los únicos auténticos contestatarios. Propo-
nían otro camino, otro programa, otra visión. Esa fue la razón por la
cual se granjearon la adhesión de la mayoría, sobre todo en los medios
intelectuales y estudiantiles: “Durante alrededor de medio siglo, solo
los socialistas propusieron un programa explícito de evolución social,

2
Sobre esta cuestión remito al libro muy informado y útil de Sébastien Caré, La Pensée
libertarienne. Genèse, fondements et horizons d’une utopie libérale, París, Presses Universi-
taires de France, 2009, en especial pp. 8-18.
3
Friedrich Hayek, “Les intellectuels et le socialisme”, en Essais de philosophie, de science
politique et d’économie, trad. de Christophe Piton, París, Les Belles Lettres, 2007, p. 288
[trad. esp.: “Los intelectuales y el socialismo”, en Estudios de filosofía, política y economía,
Madrid, Unión, 2007].

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la última lección de michel foucault

cierta imagen de la sociedad futura por la cual trabajaban y un conjunto


de principios generales para guiar la reflexión sobre puntos precisos”.4
La pretensión de los pensadores neoliberales es pues deshacer esa di-
visión, ese clivaje establecido entre el liberalismo conservador, por un lado,
y el socialismo renovador, por otro; entre el partido del inmovilismo y el
partido del movimiento. A la inversa de los liberales clásicos, discuten al
socialismo su monopolio de la producción de utopías políticas y filosóficas.
Quieren hacer de su doctrina una doctrina radical: revolucionaria. En ese
sentido, no es un azar que uno de los libros fundamentales de la tradición
neoliberal en su versión más extrema, publicado por Robert Nozick en
1974, y cuya aspiración era devolver al liberalismo su poder de desestabi-
lización original, se titule Anarquía, Estado y utopía. De la misma manera,
Hayek hablaba en 1949 de la necesidad de construir lo que llamaba una
“utopía liberal”, por lo cual entendía un “programa que no sea ni una mera
defensa del orden establecido, ni una especie de socialismo diluido, sino
un verdadero radicalismo liberal que no tema herir las susceptibilidades
de los poderosos (sindicatos incluidos), que no sea demasiado secamente
práctico y que no se limite a lo que hoy parece políticamente posible”.5
Comprender el neoliberalismo no es, por lo tanto, comprender una
realidad económica y social que esté dotada de una materialidad y una ob-
jetividad. Es discernir un proyecto, una ambición jamás consumada y que
necesita reactivarse perpetuamente. Es tener que aprehender algo que es
del orden de la “aspiración”. Foucault va incluso más lejos al definir el libe-
ralismo como una suerte de ética, “de reivindicación global, multiforme,
ambigua, con anclaje a derecha e izquierda”.6 No es algo constituido, que
funcione como una alternativa política a la cual se puede asociar un pro-
grama bien definido o un plan determinado. Constituye algo más difuso:
un humor, un “foco utópico”, un “estilo general de pensamiento, análisis
e imaginación”.7

4
Friedrich Hayek, “Les intellectuels et le socialisme”, op. cit., p. 286.
5
Ibid., p. 292.
6
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París,
Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 224 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica.
Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2007, p. 254].
7
Ibid., p. 225.

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II. El mercado por todas partes

¿Cuál es la naturaleza de la utopía neoliberal? ¿Qué acción transfor-


madora pretenden llevar a cabo sus autores? ¿Qué visión de la sociedad
promueven? A primera vista, todo esto es bastante simple de enunciar:
lo esencial del proyecto neoliberal consiste en establecer una verdadera
mercantilización de la sociedad. Para esos teóricos, el objetivo es claro:
hay que construir una nueva sociedad donde impere la competencia. La
única forma de organización social válida es el mercado. El contrato y el
intercambio interindividual deben valorarse contra todos los demás ti-
pos de relaciones humanas y contra los modos alternativos de asignación
de los recursos.
Esta utopía mercantil, esta ambición de difundir el mercado por to-
das partes, constituye una de las razones por las cuales las relaciones entre
el liberalismo clásico (Smith, Ricardo, Say) y el neoliberalismo no pueden
pensarse en términos de continuidad y linealidad. En efecto, entre estas
dos tradiciones hay, en relación con ese punto, ruptura y discontinuidad:
cada una de ellas promueve concepciones distintas del mercado, de su
lugar en la sociedad y, más importante aún, de la relación entre la racio-
nalidad económica y el Estado.1
El liberalismo clásico del siglo xviii, uno de cuyos principales repre-
sentantes fue Adam Smith, se desplegaba, en efecto, bajo la consigna

1
Véase Wendy Brown, Les Habits neufs de la politique mondiale. Néolibéralisme et néo-
conservatisme, trad. de Christine Vivier con la colaboración de Philippe Mangeot e Isabelle
Saint-Säens, París, Les Prairies Ordinaires, 2007.

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la última lección de michel foucault

del laissez-faire. Se trataba de restringir la intervención del Estado, de


fijarle una serie de límites para despejar un espacio “libre” donde los
mecanismos del mercado pudieran actuar sin coacciones externas. En la
gubernamentalidad liberal encontramos así, por un lado, el mercado y
la racionalidad económica, y por otro, el Estado y la racionalidad polí-
tica, y toda la apuesta consiste en decir al Estado: “A partir de tal límite,
cuando se trate de tal o cual cuestión y cruzadas las fronteras de tal do-
minio, no intervendrás más”.2
El neoliberalismo, por su parte, es muy diferente, y su proyecto es
mucho más radical. Para discernir sus características, Foucault se apoya
en dos tradiciones: el ordoliberalismo alemán de la posguerra, reunido en
torno de la revista Ordo (Walter Eucken, Franz Böhm), y los economis-
tas de la Escuela de Chicago (Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Gary
Becker). A su entender, esta concepción no pretende en absoluto disponer
un espacio específico y propio para el mercado, que coexista además con
otras racionalidades y sobre todo con la razón de Estado. Al contrario,
aquí se trata de difundir el mercado por todas partes. Los mecanismos
competitivos no deben quedar circunscriptos a ciertos sectores. Deben
extenderse a toda la sociedad; deben cumplir su papel regulador lo más
ampliamente posible, en la mayor cantidad de sectores del mundo social.
La utopía neoliberal es incorporar el máximo de realidades a un entra-
mado mercantil.
Esta ambición de erigir en ley la ley del mercado y someter a ella el
conjunto de los aspectos de la vida en sociedad explica por qué el neo-
liberalismo no se reconoce en la doctrina clásica del laissez-faire. Puesto
que, para realizarse, la utopía neoliberal supone el establecimiento de un
verdadero intervencionismo político y jurídico, que por otra parte no es,
insiste Foucault, “menos dens[o], menos frecuente, menos activ[o], me-
nos continu[o] que en otro sistema”.3 Pero ese intervencionismo tiene de
específico el hecho de no apuntar en absoluto a “corregir” el mercado,
oponer a la racionalidad económica una racionalidad social o política,

2
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París,
Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 120 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica.
Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007,
pp. 148 y 149].
3
Ibid., p. 151 [179].

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el mercado por todas partes

obstaculizar el funcionamiento normal de la competencia mediante la


invocación de exigencias éticas, morales o de justicia social. Al contra-
rio, su meta es ponerse al servicio de la forma mercado, trabajar en su
desarrollo y su institución generalizada. El neoliberalismo querría trans-
formar la sociedad por medio de una verdadera “política de la compe-
tencia” destinada a la propagación integral de la forma mercado:

[El gobierno neoliberal] debe intervenir sobre la sociedad misma en su tra-


ma y su espesor. En el fondo —y es aquí que su intervención va a permitirle
alcanzar su objetivo, a saber, la constitución de un regulador de mercado
general sobre la sociedad—, tiene que intervenir sobre esa sociedad para
que los mecanismos competitivos, a cada instante y en cada punto del espe-
sor social, puedan cumplir el papel de reguladores.4

Esta acción afecta, como es obvio, todos los sectores del mundo social,
en primera fila de los cuales está el Estado. El liberalismo clásico man-
tenía una frontera entre lo económico y lo político y autorizaba debido
a ello una forma de coexistencia pacífica entre la racionalidad mercan-
til y la racionalidad política (con tal de que cada una se quedara en su
lugar). El neoliberalismo, a la inversa, pretende subordinar la raciona-
lidad política (y todos los demás dominios de la sociedad) a la racio-
nalidad económica. El Estado se pone bajo la vigilancia del mercado;
debe gobernar no solo para el mercado, sino asimismo en función de lo
que impone la lógica mercantil:

Para el neoliberalismo, el problema no era para nada saber —como en el


liberalismo del tipo de Adam Smith, el liberalismo del siglo xviii— cómo
podía recortarse, disponerse dentro de una sociedad política dada, un espa-
cio libre que sería el del mercado. El problema del neoliberalismo, al con-
trario, pasa por saber cómo se puede ajustar el ejercicio global del poder
político a los principios de una economía de mercado. En consecuencia, no
se trata de liberar un lugar vacío sino de remitir, referir, proyectar en un arte
general de gobernar los principios formales de una economía de mercado.5

4
Ibid. [179].
5
Ibid., p. 137 [157].

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la última lección de michel foucault

Según Foucault, ese sistema es absolutamente específico porque, en este


caso, la legitimidad del Estado y sus actos no deriva de un principio autó-
nomo y propio. Es la economía la que funda la política y determina las
formas y la naturaleza de la intervención pública.

38

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III. La justificación “científica” del mercado

En muchos aspectos, una de las principales explicaciones de la hostilidad


suscitada por la corriente neoliberal radica en esa adhesión a la forma
mercado y en su voluntad de difundirla, instituirla y aplicarla a todos los
dominios; para decirlo en pocas palabras, en su idea un poco loca de pen-
sar una sociedad donde imperen la lógica competitiva y la racionalidad
mercantil. A menudo basta con mencionar este aspecto para provocar de
inmediato una especie de pavor y la expresión de reacciones indignadas.
En efecto, existe —y de manera sumamente extendida— una forma
de hostilidad al “mercado”. En el inconsciente colectivo, y sobre todo a
la izquierda del espacio intelectual, el “mercado” es un término intensa-
mente desvalorizado. A tal punto que, en el debate, uno de los instrumen-
tos polémicos de más amplia utilización para desacreditar o descalificar
una idea, una reivindicación, una reforma, etc., consiste en afirmar que
se inscribe en la “lógica del mercado”, es decir, en una lógica liberal, sin
que se entienda muy bien por qué la “lógica del mercado” ha de encarnar
una realidad tan negativa.
Pensar la positividad del neoliberalismo exige liberarse de ese tipo
de reflejos. Hay que interrogarse de manera más sutil sobre las razones
por las cuales los intelectuales neoliberales adhieren con tanto vigor a la
forma mercado: ¿por qué hacen de este modo particular de organización
el único posible e incluso, para decirlo con más exactitud, el único vale-
dero? ¿Qué es, a sus ojos, lo tan precioso e irremplazable en el mercado,
para ver en él un dispositivo que sería menester extender a toda la socie-
dad y todos los sectores posibles?

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la última lección de michel foucault

Es cierto, podemos deshacernos con facilidad de tales problemas si


afirmamos que el mercado es el instrumento de la explotación económi-
ca, de la que los neoliberales serían partidarios. En esta óptica, la teoría
neoliberal no sería otra cosa que la ideología de la clase dominante y, en
definitiva, defendería el mercado a fin de defender —y hasta de incre-
mentar— los privilegios adquiridos por quienes tienen interés en la per-
petuación del sistema actual.
Esta representación no me parece muy interesante. En primer lugar
porque reduce de manera demasiado brutal la teoría neoliberal a objeti-
vos económicos y sociales. De ese modo, propone una interpretación re-
ductiva (y banal) de una tradición que también es, no hay que olvidarlo,
una gran tradición intelectual, una contribución al debate en el campo
de la sociología, la economía, la filosofía, etc. Cuando se describe al neo-
liberalismo con los rasgos de una pequeña doctrina económica de clase,
desaparece toda su dimensión conceptual.
Pero, en especial, presentar el mercado como la ideología de la cla-
se dominante es leer a los teóricos neoliberales en función de un siste-
ma teórico contra el cual ellos se definen. Es mirarlos desde un punto de
vista exterior. Es aplicarles categorías que ellos pretenden deshacer. Está
claro que, a priori, una actitud como esa no es ilegítima. No obstante, ha
impedido comprender la singularidad de ese paradigma, los nuevos tipos
de problemas planteados por él y las nuevas maneras de plantearlos. La
ambición de Foucault sería antes bien esforzarse por ponerse en el lugar
de esos autores para captar su visión del mundo.
Foucault menciona desde luego, puesto que es indispensable, el ar-
gumento más difundido y conocido que los neoliberales utilizan para
justificar el mercado y la idea de que los mecanismos competitivos de-
berían estar inscriptos en el centro mismo del funcionamiento de la
sociedad. Con mucha frecuencia, su argumento principal se presenta
como de naturaleza técnica. Lo han formulado diferentes escuelas: la es-
cuela austríaca, de Carl Menger y Ludwig von Mises a Friedrich Hayek,
pero también la escuela marginalista (Walras, Jevons, Marshall, etc.).
Dicho argumento se apoya en el razonamiento económico para afirmar
que ese modo específico de asignación de los recursos sería el que exhi-
be la mayor eficacia. A corto o mediano plazo, cualquier otro modelo de
organización de la producción y el reparto de las riquezas se revelaría
menos productivo: el comunismo, el intervencionismo, el dirigismo, el

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la justificación “científica” del mercado

monopolio; todos estos sistemas, que tienen por característica común la


de poner trabas al juego descentralizado de los mecanismos mercantiles
y el ajuste libre de los precios en función de las variaciones de la ofer-
ta y la demanda, llevarían necesariamente a una “pérdida de eficiencia”,
una “destrucción de riqueza colectiva”, una baja del bienestar privado o
social, en comparación con lo que permitiría obtener el equilibrio com-
petitivo (al margen de algunos casos excepcionales y locales). En con-
secuencia, el mercado aparece aquí como una técnica de coordinación
entre otras, pero que tendría la característica de ser la más eficiente. En
la síntesis que propone de la obra de Hayek, Catherine Audard escribe,
por ejemplo:

Hayek es sin lugar a dudas el pensador moderno que mejor comprendió


que la incapacidad del comunismo para rivalizar con el capitalismo no se
debe a que sea moralmente inferior, sino a que es ineficaz porque no en-
tiende la naturaleza de los procesos económicos. No es el planificador sino
el empresario quien está mejor situado para discernir los procesos econó-
micos, porque los comprende “desde adentro” y recibe permanentemente la
información necesaria por intermedio del mercado y el sistema de precios.1

Resulta fácil, a no dudar, comprender por qué los neoliberales hacen hin-
capié en este tipo de argumento: pueden dar así a su política una autori-
dad científica. Todo sucede aquí como si la discusión sobre el mercado
fuera de orden puramente técnico. Se trataría simplemente de evaluar de
manera objetiva la eficacia relativa de los diferentes sistemas económicos
posibles. Por lo tanto, y en contra de las apariencias o de lo que suele de-
cirse de él, el neoliberalismo no sería una ideología. Contaría con funda-
mentos científicos y solo restaría inclinarse frente a la lógica implacable
del razonamiento matemático.
En muchos aspectos, entonces, esta forma de adosar el discurso neo-
liberal a una retórica y una argumentación científicas se emparienta, en
los teóricos de esta corriente, con una operación estratégica. Se trata de
ejercer efectos de intimidación: esta doctrina tendría la ciencia de su

1
Catherine Audard, Qu’est-ce que le libéralisme? Éthique, politique, société, París, Ga-
llimard, 2009, pp. 374 y 375. Véase también Roger Guesnerie, L’Économie de marché, ed.
actualizada y aumentada, París, Le Pommier, 2006.

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la última lección de michel foucault

lado, y las teorías alternativas deberían resolverse a aceptar la evidencia


de las cifras. Tal vez se trate también de desdramatizar la reflexión sobre
el mercado, escapar a las fantasías que suscita, haciendo como si solo
fuera cuestión de comparar tranquilamente la optimalidad relativa de los
diferentes mecanismos de asignación de los recursos, de modo que la
violencia que provocan los escritos neoliberales no tendría razón de ser.
En Nacimiento de la biopolítica, Foucault no da mucha cabida a ese
aspecto del razonamiento neoliberal. Se interesa más en la manera como
la reflexión sobre la forma mercado entra en resonancia con toda una
serie de apuestas políticas, éticas, filosóficas, etc. Precisemos no obstan-
te que no se trata aquí de oponer las consideraciones “técnicas” o “eco-
nómicas” a las preocupaciones “teóricas”. Una de las especificidades del
neoliberalismo es, en efecto, hacer que esas dimensiones sean insepara-
bles y estén ineludiblemente ligadas una a otra: muchas veces, al plan-
tear problemas técnicos esos autores se ven en la necesidad de ocuparse
de problemas políticos, sociales, éticos, etc. Hay algo así como una lógi-
ca productora del razonamiento económico que lleva a quienes la ma-
nejan a salir de la economía. Por consiguiente, desde el punto de vista
de la teoría social o la filosofía política, lo que está en juego en el neoli-
beralismo se inscribe en un mismo sistema, un mismo dispositivo que lo
que está en juego en él desde un punto de vista económico o “científico”.
Estamos ante las dos caras de una misma actividad. De modo que no es
una casualidad que en los escritos del autor que probablemente haya ido
más lejos que nadie en la defensa del neoliberalismo como técnica social
dotada de la mayor eficacia, Friedrich Hayek, encontremos los avances
teóricos más profundos y radicales acerca de lo que puede significar el
pensamiento neoliberal, y podríamos hacer una observación análoga res-
pecto del economista Gary Becker.

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IV. De la pluralidad

La representación tradicional de la filosofía neoliberal se apoya en la


idea de que se trataría de una doctrina que pone en su centro el valor de
la libertad y, asociados a él, los valores de la propiedad privada y los de-
rechos naturales. La preocupación de esta corriente sería defender la so-
beranía de cada individuo sobre su cuerpo y su propiedad. Esta defensa
puede asumir, por supuesto, diferentes formas. Se la ejerce de manera
más o menos radical, más o menos vigorosa. Pero todas las versiones
se inscribirían, no obstante, en un dispositivo conceptual común que
plantea ante todo el principio de una legitimidad plena y cabal de cada
quien para utilizar lo que posee como mejor le parezca, y que descalifica
a continuación como ilegítimas e injustificables las acciones tendientes a
restringir ese uso. El liberalismo y el neoliberalismo configurarían así el
concepto de “libertad” como el instrumento privilegiado de su crítica
radical de las instancias que, según ellos, tienden a violar los derechos
de propiedad de los individuos; entre esas instancias está en primer lu-
gar el Estado, cuyo intervencionismo económico y social desembocaría
necesariamente en la multiplicación de mecanismos coercitivos (el im-
puesto, la regulación, etc.). La defensa del mercado se inscribiría pues en
un marco más general de defensa de la libertad: es indiscutible, además,
que los neoliberales siempre presentaron la libertad económica como
una libertad política tan importante como las demás.1

1
Véase por ejemplo Milton Friedman, “Liberté économique et liberté politique”, en Ca-
pitalisme et liberté, trad. de A. M. Charno, París, Robert Laffont, 1971, pp. 21-37 [trad. esp.:

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la última lección de michel foucault

En apoyo de esta representación podemos mencionar el hecho de


que la mayoría de los grandes libros de esta tradición se afirman en su
título mismo como meditaciones sobre el concepto de libertad, desde
De la libertad de John Stuart Mill hasta los Cuatro ensayos sobre la liber-
tad, recopilación de los principales ensayos de Isaiah Berlin, pasando
por Los fundamentos de la libertad de Hayek y La ética de la libertad de
Murray Rothbard, uno de los teóricos de la doctrina libertaria y anar-
cocapitalista.
El gesto de Foucault va a consistir en recusar esa representación,
relativizar el lugar que ocupa el concepto de libertad —y por ende, tam-
bién el de “derecho natural”— en el pensamiento neoliberal, y proponer
una visión alternativa de esta tradición. Foucault sostiene, en efecto, que
el concepto central del enfoque neoliberal no es el de libertad sino el de
pluralidad. El valor de libertad cumple desde luego un papel importan-
te, pero a menudo subordinado, secundario en relación con la noción de
pluralidad: con frecuencia, la función de aquella es servir a esta. En otras
palabras, el neoliberalismo debe concebirse como una meditación sobre
la multiplicidad, una reflexión sobre la sociedad que sitúa en su centro el
tema de la pluralidad. La especificidad de ese paradigma estriba en que
nos fuerza a preguntarnos lo que implica y quiere decir vivir en una so-
ciedad compuesta de individuos o grupos que experimentan modos de
existencia diversos.
En ese marco hay que comprender el lugar asignado a la forma mer-
cado. Según los neoliberales, esta constituye en efecto el único modo de
regulación adaptado a una característica esencial de las sociedades con-
temporáneas, que es la diversidad fundamental de los sectores de acti-
vidad y la pluralidad de las formas de existencia. Más aún: una vez que
nos situamos del lado de la diversidad, de la pluralidad, de la innova-
ción social, no podemos sino abogar por un desarrollo de la lógica mer-
cantil contra todas las otras modalidades de organización, en primera
fila de las cuales está la lógica de Estado.
Entre quienes defendieron esta concepción está Friedrich Hayek.
Para él, la característica fundamental de la sociedad moderna es su hetero-
geneidad. La industrialización generó un movimiento masivo de división

“La relación entre libertad económica y libertad política”, en Capitalismo y libertad, Ma-
drid, Rialp, 1966].

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de la pluralidad

del trabajo. La especialización produjo una proliferación de los sectores


de actividad. El mundo contemporáneo está más diferenciado que el
mundo antiguo. Y la consecuencia de esa situación sería la imposibili-
dad de una administración centralizada de la economía:

El control y el dirigismo no presentan dificultades en una situación lo bas-


tante simple para permitir a un solo hombre o un solo consejo abarcar to-
dos los sucesos. Pero cuando los factores que deben considerarse se tornan
tan numerosos que es imposible tener una visión sinóptica de ellos, entonces
—pero solo entonces— se impone la descentralización.2

El Estado y la administración pretenden sustituir al mercado en nombre


del interés general, el bien común, el bienestar social… Pero ¿qué sentido
tienen esos valores en un mundo diverso? ¿Cómo concebir un plan “co-
lectivo” en el cual se reconozcan todos los individuos? ¿Cómo pretender
poseer un código moral completo y universalmente válido o seguir una
dirección en la cual todo el mundo quiera ir? “Ninguna mente podría
abarcar la infinita variedad de necesidades diversas de individuos diver-
sos que se disputan los recursos disponibles y atribuyen una importancia
determinada a cada uno de ellos.”3 Es esta imposibilidad fundamental de
fabricar un conocimiento “total”, de construir una visión unificadora
de la sociedad, la que explica por qué la única actitud concebible sería el
rechazo de todo control centralizado y la promoción de la lógica mer-
cantil, que deje a los individuos libres en su accionar y no los dirija. La
filosofía neoliberal, concluye pues Hayek, parte del

hecho indiscutible de que los límites de nuestra facultad de imaginación no


permiten incluir en nuestra escala de valores más de un sector de las ne-
cesidades de la sociedad entera y, como las escalas de valores, en sentido
estricto, no pueden existir más que en la mente de los individuos, solo hay
escalas de valores parciales, escalas inevitablemente diversas y a menudo
incompatibles.

2
Friedrich Hayek, La Route de la servitude, trad. de Georges Blumberg, París, Presses
Universitaires de France, 1985, p. 42 [trad. esp.: Camino de servidumbre, Madrid, Alianza,
2000].
3
Ibid., p. 49.

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Por esta razón, es preciso “dejar que el individuo, dentro de determi-


nados límites, tenga la libertad de ajustarse a sus propios valores y no a
los de otro, y que sus fines sean todopoderosos y escapen a la dictadura
de los otros”.4

4
Friedrich Hayek, La Route de la servitude, op. cit., p. 49.

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V. Sociedad, comunidad, unidad

Al imponer la idea de que la reflexión sobre la sociedad debe poner


en primer plano las nociones de “diversidad” y “multiplicidad” y fijarse
como meta la invención de dispositivos que permitan proteger y hacer
proliferar las diferencias, el neoliberalismo persigue un objetivo teórico
bien preciso. Pretende encarnar una ruptura con el conjunto de las co-
rrientes intelectuales que se afanan en construir una visión “monista” del
mundo social. En ese sentido, el enemigo principal del neoliberalismo no
ha sido, como se cree con demasiada frecuencia, el socialismo o el mar-
xismo o, en términos más generales, los programas dirigistas y colectivis-
tas. Es cierto, estas doctrinas fueron a menudo los blancos de sus ataques
más violentos. Pero la polémica incesante contra las corrientes anticapi-
talistas fue un obstáculo para la comprensión del pensamiento neoliberal.
El objeto de la oposición incesante del neoliberalismo, aquello con-
tra lo cual este se levantó con más fuerza y constancia, es una actitud fi-
losófica más general, que vemos plasmada en escuelas, países o períodos
distintos, pero que, según sus defensores, tiene su verdadero nacimiento
en el pensamiento de la Ilustración: la actitud consistente en promover
una percepción unificante o unificadora de la sociedad a través de la
valoración de todo lo que concierne a lo “común”, lo “colectivo”, lo “ge-
neral”, en detrimento de lo que está en la órbita de lo individual, lo par-
ticular, lo local.
Para los neoliberales, una pulsión autoritaria y conservadora ani-
ma la filosofía política tradicional. Esta construye en forma sistemáti-
ca una teoría de la soberanía política y del derecho en el marco de una

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la última lección de michel foucault

fijación obstinada con la pluralidad y la diversidad. Como si, para que la


sociedad sea “posible”, para constituir un “cuerpo político” digno de ese
nombre, siempre fuera necesario inventar dispositivos que regulen y en-
marquen la pluralidad social, a fin de limitar la multiplicidad de modos
de existencia y lograr, con ello, producir orden, unidad y colectividad. En
resumen, según los neoliberales, la teoría social siempre es totalizadora. Y
es incapaz de imaginar lo que sería una sociedad auténticamente plural.
Paradójicamente, serían las filosofías del contrato las que mejor ilus-
tran esta postura, de Rousseau a Rawls pasando por Kant. Estos autores
habrían impuesto una manera bien específica de plantear el “problema”
del orden social o, mejor, de constituir justamente el orden social como
un “problema”: se postula en primer lugar la existencia de individuos di-
ferentes, con vidas separadas e intereses potencialmente contradictorios.
Y no bien se empiezan a sacar conclusiones de ello aparece un dilema:
¿cómo hacer posible la cooperación social? ¿Cómo instituir algo que sea
la “sociedad” y esté dotado de cierta coherencia? “Contrato social” es el
nombre dado a esta institución a la que se atribuye unificar la sociedad y
hacer surgir de lo “general” un marco reconocido por todos e irreductible
a los intereses “particulares”.
En ese sentido, hay que insistir en el hecho de que los teóricos neo-
liberales formulan una reinterpretación de la filosofía del contrato y la
Ilustración. En efecto, a menudo se asocia esta tradición a la lucha contra
el particularismo étnico, racial o cultural. Ella afirmaría la superioridad
del universalismo contra el influjo de las pertenencias locales en nom-
bre de los valores de la autonomía personal, la libertad individual y la
igualdad formal. Ahora bien, en realidad los neoliberales ven en el pen-
samiento de la Ilustración otra manera de instituir la comunidad. Ese
pensamiento liberaría a los individuos de las comunidades naturales para
mejor someterlos a un nuevo tipo de colectivo: la comunidad política.
Para mostrarlo, los neoliberales llevan a cabo una deconstrucción
del concepto central de ese paradigma, el de autonomía: en efecto, ¿qué
significa para la Ilustración, sobre todo en Rousseau o en Kant, ser au-
tónomo? No es ser independiente o estar libre de trabas (conforme a la
definición que Isaiah Berlin da de la representación liberal de la libertad
como mera no interferencia o “libertad negativa”). Ser autónomo es no
querer obedecer a las propias pulsiones, pasiones, inclinaciones natura-
les. La autonomía es el “apartamiento exitoso respecto […] de las fuerzas

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sociedad, comunidad, unidad

de las que yo mismo no sea responsable”. En ese marco, la “libertad” se


concibe como el acto consistente en “darme a mí mismo órdenes a las
que obedezco porque soy libre de actuar como quiera”.1 En otras pala-
bras, al sujeto de la Ilustración no le gusta elegir por elegir, no le gusta
la elección como tal: siempre está a la búsqueda de la buena elección. Es
libre si y solo si se da por ley su ley “verdadera”, su “verdadera voluntad”
(esta es la concepción de la “libertad positiva”).2 Ahora bien, es precisa-
mente la comunidad política la que va a concebirse en este caso como la
instancia de elaboración de esa ley superior que, según se supone, todo
ser racional debe querer y reconocer como suya. Tal como escribe Isaiah
Berlin, “la autodeterminación individual se convierte ahora en la au-
torrealización colectiva, y la nación, en una comunidad de voluntades
unidas en busca de la verdad moral”.3 Sin duda hay por lo tanto una afi-
nidad de principios entre el pensamiento de la Ilustración y la noción de
comunidad, porque, a través del concepto de autonomía, la libertad se
concebirá como sometimiento a la voluntad de la nación.
Los análisis de Rousseau en El contrato social son célebres. Rousseau
supone un estado en el cual los hombres deben enfrentar obstáculos per-
judiciales para su conservación: el estado primitivo, el estado de natu-
raleza, en el que los individuos evolucionan de manera separada, ya no
es viable. Pone en peligro la especie y la supervivencia de cada cual. Por
esa razón, los hombres están obligados a unirse. Es preciso pues instituir
un pueblo, lo cual supone, según Rousseau, salir del estado de indivi-
duos tomados en forma aislada para dar nacimiento a una “comunidad”.
Y toda la apuesta del contrato social es “demostrar” que la condición de
constitución de dicha comunidad política es un acto de represión de las
“divergencias”. El contrato social no es, en sentido estricto, un contrato:
es el nombre dado por Rousseau a un momento en que los individuos

1
Isaiah Berlin, En toutes libertés. Entretiens avec Ramin Jahanbegloo, trad. de Gérard
Lorimy, París, Le Félin, 2006, p. 114 [trad. esp.: Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbe-
gloo, Madrid, Anaya y Mario Muchnik, 1993]. Sobre la oposición entre “libertad negativa”
y “libertad positiva”, véase, del mismo autor, Liberty. Incorporating Four Essays on Liberty,
Oxford, Oxford University Press, 2002 [trad. esp.: Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid,
Alianza, 1998]. El lector también puede remitirse a los trabajos de Quentin Skinner, en es-
pecial La Liberté avant le libéralisme, trad. de Muriel Zagha, París, Seuil, 2000 [trad. esp.:
La libertad antes del liberalismo, México, cide y Taurus, 2006].
2
Isaiah Berlin, En toutes libertés, op. cit., p. 60.
3
Ibid., p. 125.

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la última lección de michel foucault

renuncian a lo que los define como particulares y parciales —es decir,


a lo que los separa y los distingue a los unos de los otros— para cons-
tituirse como individuos “morales”, “comunitarios”, que se asignan como
voluntad la voluntad “general”. En consecuencia, un cuerpo social solo
es aquí posible y hasta pensable a partir del momento en que un marco
viene a sustituir la ley de la individualidad por la de la comunidad. El
surgimiento de un pueblo supone un acto de fundación por medio del
cual el interés y la voluntad “generales” destruyen el juego de los intere-
ses particulares:4

Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de su esencia, encontra-


remos que queda reducido a los términos siguientes: “Cada uno pone en
común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general; y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisi-
ble del todo”. Este acto de asociación convierte al instante la persona parti-
cular de cada contratante en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de
tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo
acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que
se constituye así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo
el nombre de Ciudad y hoy el de República o cuerpo político, al que sus
miembros denominan Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo,
Potencia en comparación con sus semejantes. En cuanto a los asociados,
toman colectivamente el nombre de Pueblo y particularmente el de ciuda-
danos como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos por estar some-
tidos a las leyes del Estado.5

En este pasaje se advertirá con claridad que el tema de la unidad, la co-


munidad, la generalidad, contra la diversidad y la particularidad, es un

4
Véase Louis Althusser, Politique et histoire, de Machiavel à Marx. Cours à l’École
Normale Supérieure. 1955-1972, París, Seuil, 2006 [trad. esp.: Política e historia: de Maquia-
velo a Marx. Cursos en la Escuela Normal Superior, 1955-1972, Buenos Aires, Katz, 2007].
5
Jean-Jacques Rousseau, Du Contrat social, París, Flammarion, 1992, pp. 39 y 40 [trad.
esp.: El contrato social, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1984, pp. 21 y
22 (trad. modificada)]. Véase también Ernst Cassirer, Le Problème Jean-Jacques Rousseau,
trad. de Marc Buhot de Launay, París, Hachette Littératures, 2006 [trad. esp.: “El problema
de Jean-Jacques Rousseau”, en Rousseau, Kant, Goethe. Filosofía y cultura en la Europa del
Siglo de las Luces, México, Fondo de Cultura Económica, 2007].

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sociedad, comunidad, unidad

aspecto insistente de la retórica de Rousseau y su concepción del orden


político social y de lo que hace que una sociedad merezca llamarse tal.
Esta concepción de la sociedad como cuerpo cuya formación su-
pone “la unanimidad al menos una vez”, es decir, el acuerdo y el con-
senso, y que se presenta como entidad supraindividual destinada a
unificar las conciencias particulares, vuelve a encontrarse en términos
casi idénticos en Kant. En efecto, en la Fundamentación de la metafísica
de las costumbres este enuncia la idea de que la construcción de un “pue-
blo” supone la instauración de una “constitución” destinada a “reunir” la
“multitud” de los hombres. La cosa pública, en consecuencia, se piensa
una vez más como una instancia de unificación destinada a instaurar
el reino del “interés común de los hombres” contra su particularidad:
“Un Estado es la unificación de una multitud de hombres bajo leyes
jurídicas”,6 escribe así Kant, que en un pasaje también especialmente
explícito agrega:

El conjunto de las leyes que es necesario promulgar universalmente para


producir un estado jurídico es el derecho público. Se trata pues de un sis-
tema de leyes para uso de un pueblo, es decir, de una multitud de hombres
o de una multitud de pueblos que, al mantener relaciones de influencia re-
cíproca, requieren, para ser partícipes de lo que es de derecho, un estado
jurídico obediente a una voluntad que los unifique: una constitución. Este
estado de relación mutua en que se encuentran los individuos en el pueblo
se denomina estado civil, y su todo, en la relación que mantiene con sus
propios miembros, se llama Estado. Este, en razón de su forma o, en otras
palabras, en cuanto su vínculo es el interés común que todos tienen en per-
manecer en estado jurídico, se llama cosa pública.7

La política es la acción consistente en “ordenar” una “muchedumbre de


seres racionales”.8

6
Immanuel Kant, Métaphyisique des mœurs, en Œuvres philosophiques, vol. 3, París,
Gallimard, col. Bibliothèque de la Pléiade, 1986, pp. 577 y 578 [trad. esp.: Fundamentación
de la metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 2005].
7
Ibid., p. 575.
8
Véase Hannah Arendt, Juger. Sur la philosophie politique de Kant, trad. de Myriam
Revault d’Allones, París, Seuil, 1991, p. 36 [trad. esp.: Conferencias sobre la filosofía política
de Kant, Barcelona, Paidós, 2003].

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la última lección de michel foucault

Para terminar esta presentación y esta genealogía de la idea de la política


como ordenamiento, podemos recordar que uno de los últimos represen-
tantes de esta escuela de pensamiento es John Rawls.9 Esta observación
permite además destacar hasta qué punto la tradición “social liberal”
elaborada por el propio Rawls o por Amartya Sen es antagónica con la
doctrina neoliberal, a la vez menos radical y menos interesante que esta.
Puesto que para esos dos autores se trata siempre de preguntarse cómo
conciliar los principios liberales con las exigencias de la cohesión social y
la preservación de la autoridad de la comunidad política. En otras pala-
bras, la posición de Rawls o de Sen podría describirse como un nacional-
liberalismo, porque se funda en la idea de que es necesario poner fin a
la aplicación de los valores liberales en el momento en que estos amena-
cen perjudicar el imperativo de unidad de la nación. En tanto que, para
los neoliberales, esos valores se tornan interesantes precisamente cuando
inducen a poner en cuestión los conceptos de sociedad, unidad, comu-
nidad política (o nacional), y a indagar en la visión sobre la que dichos
conceptos se fundan.
En el autor de Teoría de la justicia encontramos un gesto y una ma-
nera de plantear los problemas que son análogos a los de Rousseau y
Kant. Es cierto, Rawls afirma que el pluralismo constituye el punto de
partida de un análisis liberal. Pero, justamente, es el punto de partida y
no de llegada. En otras palabras, es lo que, a continuación, toda la teo-
ría de la justicia como equidad va a tener que contener, a la búsqueda de
un dispositivo que, a pesar de ese pluralismo, permita unificar y ordenar
la sociedad: lo que Rawls llama una “estructura básica” o un “consenso
mínimo”. En consecuencia, una vez más, el problema del orden social
y político termina por ser aquí el de saber cómo “agrupar” a individuos
profundamente divididos, cómo encontrar una base de “consenso” a des-
pecho de la diversidad de intereses y creencias: “El liberalismo político se
pregunta cómo es posible una sociedad estable y justa cuyos ciudadanos

9
Como es obvio, también podríamos haber mencionado a Jürgen Habermas, quien,
por ejemplo en Droit et démocratie. Entre faits et normes, trad. de Rainer Rochlitz y Chris-
tian Bouchindhomme, París, Gallimard, 1997 [trad. esp.: Facticidad y validez. Sobre el dere-
cho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Madrid, Trotta,
1998], presenta el derecho como una instancia de integración y cohesión, de construcción
procedimental de la “reciprocidad” en un mundo diferenciado.

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sociedad, comunidad, unidad

libres e iguales están, no obstante, profundamente divididos”.10 Y Rawls


habla a continuación el lenguaje del orden y la unidad, característico de
ese modo de análisis y esa episteme. Querría, en efecto, determinar

cómo puede la sociedad democrática bien ordenada por la teoría de la jus-


ticia como equidad establecer y preservar su unidad y su estabilidad, ha-
bida cuenta del pluralismo razonable que la caracteriza. En una sociedad
semejante, una sola doctrina general razonable no puede garantizar la base
de la unidad social y proporcionar el contenido de la razón pública para
las cuestiones políticas fundamentales. Así, si queremos comprender cómo
puede unificarse una sociedad bien ordenada, debemos introducir otra idea
básica del liberalismo político para acompañar la idea de una concepción
política de la justicia, a saber, la idea de un consenso traslapado de doctrinas
generales razonables.11

10
John Rawls, Libéralisme politique, trad. de Catherine Audard, París, Presses Universi-
taires de France, col. Quadrige, 1995, p. 171 [trad. esp.: Liberalismo político, México, Fondo
de Cultura Económica, 1995].
11
Ibid. Es sorprendente comprobar que incluso un autor como Will Kymlicka, a pesar
de abogar por una nueva concepción de la ciudadanía en la era multicultural, que abra el
camino al establecimiento de derechos particulares para las minorías, no deja de insistir en
que ese dispositivo no sería una amenaza para la “unidad nacional”. Por inscribir su pro-
yecto en la filosofía del contrato y el derecho, Kymlicka se condena a concebir su trabajo
como una reflexión sobre los “lazos que unen”, sobre la “autoridad de la comunidad políti-
ca” y sobre el sentimiento de pertenencia a una “cultura común” (son sus expresiones). Y, a
su juicio, es justamente la redefinición de la ciudadanía que él propone la que podría reno-
var la función “integradora” de esta. Véase Will Kymlicka, La Citoyenneté multiculturelle.
Une théorie libérale du droit des minorités, trad. de Patrick Savidan, París, La Découverte,
2001 [trad. esp.: Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías,
Barcelona, Paidós, 1996].

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VI. Deshacer la sociedad

No cabe duda de que a esa genealogía podría objetársele que los análisis
de Rousseau, Kant, Rawls o Habermas son muy diferentes unos de otros,
que sus conceptos de derecho, Estado, soberanía y pueblo no se pueden
superponer y que hablar a su respecto de familia de pensamiento supon-
dría una simplificación abusiva o cierta descontextualización de las obras.
Pero, para los neoliberales, esas distinciones de contenido no tie-
nen gran importancia. No son pertinentes. Para ellos, lo esencial está en
otra parte. Se trata de situarse en otro nivel, más elevado, y cuestionar lo
que podríamos designar como un programa de percepción, una manera
de conceptualizar la política y problematizar el concepto de sociedad. A
partir de Rousseau y Kant, lo que los neoliberales pretenden examinar
es una actitud, una manera de plantear las cuestiones. A su entender, la
filosofía de la Ilustración se caracteriza ante todo por una fijación obsti-
nada con la pluralidad y la diversidad. La multitud y la individualidad se
conciben en esa filosofía como los aspectos contra los cuales habría que
pensar necesariamente mecanismos, dispositivos o instituciones desti-
nados a producir la unidad, la coherencia, lo común. La filosofía ilumi-
nista sostiene sistemáticamente que la constitución de un “pueblo”, una
“soberanía” o un cuerpo político debe exigir una represión de lo “par-
ticular” por medio de la fabricación de un marco “general” al que los su-
jetos tengan que someterse.
Los teóricos del contrato habrían instalado en el pensamiento con-
temporáneo una obsesión por la unidad y el orden. La voluntad cons-
tante de dar “cohesión” al mundo representaría una de las inspiraciones

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esenciales de la teoría política y social moderna. La encontraríamos en


una serie de discursos de muy diferente naturaleza: ideológicos, tecno-
cráticos, etc. Y la prueba de la influencia ejercida por ese modo de pen-
samiento sería que, aun cuando se construyan contra la filosofía de la
Ilustración, muchas corrientes reconocen no obstante su pertinencia y
lo hacen suyo. Así sucede con la tradición socialista y sociológica, de
Saint-Simon y Durkheim, por ejemplo. Como es evidente, estos autores
tienen pocos puntos en común con Rousseau o Kant, no se representan
de la misma manera la cuestión del sujeto, el derecho, la política, etc.
Pero también en ellos la elaboración del concepto de “sociedad” se afe-
rra a una visión unificadora. Se la pone bajo el signo de la búsqueda de
la integración, la cohesión, la producción del consenso: la colectividad
debe afirmar su influjo regulador contra los fermentos de disolución del
lazo social que encarnarían el individualismo, los movimientos sociales
y la competencia de los intereses particulares.1 Por lo demás, la lectura de
los textos donde Durkheim comenta a Hobbes o Rousseau es particular-
mente instructiva. Es notable constatar que en ellos el autor de El suicidio
acepta y se apropia de la problemática y el marco de análisis plantea-
dos por los filósofos: ¿cómo concebir la solidaridad, los fines comunes e
impersonales, contra las pasiones egoístas y antisociales? Solo difiere la
solución propuesta, porque, para el sociólogo, la sociedad como comu-
nidad no procede de un acto político artificial: es una realidad natural,
sui géneris, que resulta del fenómeno de la asociación entre los hombres.2
La intención de los intelectuales neoliberales es cuestionar ese modo
de análisis. El objetivo que se fijan es indagar en la obsesión por la cons-
trucción de algo que sea del orden de la “comunidad”. Les es comple-
tamente ajena, y hasta peligrosa, la idea de que pensar la sociedad o la
política impone pensar la construcción de una entidad supraindividual,
e implica así, de algún modo, la necesidad de dar existencia a un marco

1
Sobre las afinidades entre las filosofías del contrato y el durkheimismo, véase Didier
Eribon, D’une révolution conservatrice et de ses effets sur la gauche française, París, Léo
Scheer, 2007.
2
Véanse por ejemplo Émile Durkheim, Hobbes à l’agrégation. Un cours de Émile Durkheim
suivi par Marcel Mauss, París, Éditions de l’ehess, 2011 [trad. esp.: Hobbes entre líneas, Buenos
Aires, Interzona, 2014], y, del mismo autor, Le Contrat social de Rousseau, París, Kimé, 2008
[trad. esp.: “El contrato social de Rousseau”, en Montesquieu y Rousseau. Precursores de la
sociología, Madrid, Miño y Dávila, 2001].

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trascendente con respecto a la pluralidad y el juego de los intereses par-


ticulares. En ese sentido, no es exagerado afirmar que estos autores se
esfuerzan de hecho por deconstruir e incluso destruir la noción misma
de “sociedad”, entendida como instancia que reúna a las personas más
allá de su diferencia. (Conviene señalar, claro está, que toda la apuesta con-
siste aquí en mostrar que lo “común” y lo “general” son nociones vacías
de sentido. No se trata en ningún caso de elegir privilegiar lo “particular”
sobre lo “general”, lo “local” sobre lo “global”. Los neoliberales no invierten
los valores, sino que refutan ese sistema de oposición como tal, su perti-
nencia misma o el hecho de que designe una realidad cualquiera. Preten-
den deconstruir ese marco de pensamiento a fin de poner de relieve el
carácter extremadamente problemático de las visiones que instaura y los
peligros que comporta, sobre todo desde un punto de vista político.)
Esto aparece en los textos de Isaiah Berlin consagrados a lo que él
llamaba la “Contrailustración”, es decir, los autores que se definieron
contra los teóricos de la Ilustración y sus herederos. Todo el envite de la
reflexión de Berlin es mostrar hasta qué punto el pensamiento de la Ilus-
tración está obsesionado con una fantasía de “totalidad armoniosa” y la
ambición de establecer una sociedad de seres racionales que persiguen
fines colectivos y comulgan así en una especie de unanimidad. La premisa
fundamental de esta corriente sería que

los hombres están hechos (esto es un axioma, a la vez psicológico y socio-


lógico) para buscar la paz y no la guerra, la armonía y no la discordia, la
unidad y no la pluralidad. Los disensos, los conflictos, la competencia en-
tre seres humanos son en esencia procesos patológicos: puede ser que estas
tendencias sean inevitables en determinada etapa de su desarrollo, pero no
dejan de ser anormales porque no realizan los fines que todos los hombres,
como hombres, tienen forzosamente en común: las metas permanentes y
compartidas que los hacen humanos.3

Según Berlin, el gesto realizado por los autores incluidos bajo el rótulo
de antiiluministas —y a quienes, por esta razón, se calificó de manera

3
Isaiah Berlin, Le Sens des réalités, trad. de Gil Delannoi y Alexis Butin, París, Les Be-
lles Lettres, 2011, p. 166 [trad. esp.: El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia,
Madrid, Taurus, 2000].

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casi generalizada como conservadores o reaccionarios— consistió en su-


blevarse contra esa obsesión por la unidad, contra esa voluntad de dar
siempre coherencia a la sociedad. Para ellos, la pluralidad del mundo
social y cultural es irreductible; debe constituir un punto de llegada y
no el punto de partida contra el cual deba necesariamente definirse una
teoría política. El “mundo común”, lo “colectivo”, la “voluntad general”,
la búsqueda perpetua de algo que sea del orden de lo “universal” son
mitos, y mitos peligrosos.
Berlin cita en especial a Johann Gottfried von Herder y a Edmund
Burke. Estos se levantaron contra el “monismo” de la Ilustración porque,
a su entender, esta visión presupone por fuerza la posibilidad de encon-
trar una solución única, final, universal a los problemas humanos. Ahora
bien, para los antiiluministas “hay varios ideales que vale la pena perse-
guir, algunos incompatibles con otros”. En ese sentido, la idea de una “so-
lución de conjunto a todos los problemas humanos, que, si tropieza con
resistencias demasiado grandes, puede exigir el recurso a la fuerza para
protegerla, esta misma idea, lleva al derramamiento de sangre y a la in-
tensificación del sufrimiento humano”.4
Así, en Herder encontramos la siguiente afirmación: nunca hay una
única respuesta válida a las grandes preguntas que se hace la huma-
nidad; “las diferentes civilizaciones persiguen objetivos diferentes” y
es “legítimo que lo hagan”.5 Por consiguiente, la reflexión política debe
tomar nota de esa diversidad en lugar de pretender reducirla por me-
dio de sistemas unificadores. “Herder imaginaba diferentes entornos,
diferentes orígenes, diferentes lenguajes, diferentes gustos y diferentes
aspiraciones. Si usted admite que puede haber más de una respues-
ta válida a un problema, esa admisión es en sí misma un gran descu-
brimiento, que conduce al liberalismo y la tolerancia.”6 En el caso de
Burke, la misma intención pluralista desembocó en la puesta en entre-
dicho de la idea de “naturaleza humana universal”. No hay un “hombre
natural” o un “hombre racional” que sea idéntico en todas partes. Hay

4
Isaiah Berlin, En toutes libertés. Entretiens avec Ramin Jahanbegloo, trad. de Gérard
Lorimy, París, Le Félin, 2006, p. 68 [trad. esp.: Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo,
Madrid, Anaya y Mario Muchnik, 1993].
5
Ibid., p. 92.
6
Ibid., p. 96.

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hombres diferentes desde siempre, por sus artes, sus culturas, sus cos-
tumbres, sus gustos, sus caracteres, etcétera.7
Más allá de la polémica específica entre los filósofos iluministas y
los filósofos antiiluministas, Berlin trata de poner de manifiesto el he-
cho de que el espacio intelectual, político e ideológico es el ámbito de
un enfrentamiento entre dos temperamentos, dos actitudes, dos maneras
irreductibles de problematizar lo que significa la noción de sociedad y
comprender la naturaleza de las relaciones interhumanas.

La historia del pensamiento político ha sido, en vasta medida, un duelo en-


tre dos grandes concepciones antagónicas de la sociedad. Por un lado se
encuentran los defensores del pluralismo, de la variedad, de un mercado
abierto a las ideas, un orden de cosas que implica conflictos y la necesidad
constante de conciliación, un orden que está siempre en una situación de
equilibrio imperfecto […]. Por otro lado se encuentran quienes creen que
esta situación precaria es una forma de enfermedad crónica y provisoria,
porque la salud consiste en la unidad, la paz, la supresión de la posibilidad
misma de desacuerdo, el reconocimiento de un solo fin o de una serie de
fines no conflictivos, los únicos racionales, con el corolario de que el de-
sacuerdo racional no puede sino afectar los medios.8

Los representantes de esta segunda tradición son Platón, Spinoza, Hel-


vétius, Rousseau, Fichte e incluso Hegel. Y, según Berlin, Marx también
fue uno de los miembros de esta familia de pensamiento. En contra de
las apariencias, el comunismo no es un pensamiento del conflicto y la
pluralidad; es una de las últimas encarnaciones del monismo en política:
las observaciones de Marx sobre “las contradicciones y los conflictos
inherentes al progreso social son simples variaciones sobre el tema del
progreso ininterrumpido de los seres humanos y el de su síntesis en virtud
de la comprensión y el control de su entorno y de ellos mismos”.9

7
Ibid., p. 97.
8
Isaiah Berlin, Le Sens des réalités, op. cit., p. 168.
9
Ibid.

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VII. Ética liberal y ética conservadora

De hecho, el autor en el cual más se apoya Foucault para reflexionar


sobre el problema de las relaciones entre sociedad, totalización y multi-
plicidad es Friedrich Hayek. El economista austríaco fue, en efecto, uno
de los principales artífices de la deconstrucción neoliberal de los con-
ceptos de la filosofía política, las nociones de “mundo común”, “bien pú-
blico” o “voluntad general”. En su opinión, los discursos que utilizan esas
expresiones están siempre y necesariamente azuzados por pulsiones de
orden y control, una voluntad de orientar las conductas individuales y
una intención de limitar la diversidad de los planes de vida en nombre de
exigencias instituidas como “superiores”.
Hayek dedicó en particular un célebre artículo al uso del término
“social”: en el espacio político o ideológico es habitual valorar y dar realce
a los comportamientos “sociales”, es decir, las conductas en pos del in-
terés general más que del interés particular, y que convergen en el bien
del “pueblo”, la “nación” o la “sociedad”. Ahora bien, según Hayek hay
que desconfiar de esas conminaciones, porque presuponen, de manera
implícita o explícita, la “existencia de metas colectivas” y “colectivamente
reconocidas”:1 en ellas, por lo tanto, la sociedad se piensa como un “todo”.
Más grave aún, esta representación daría origen, por fuerza, a un “deseo”

1
Friedrich Hayek, “Social? Qu’est-ce que ça veut dire?”, en Essais de philosophie, de
science politique et d’économie, trad. de Christophe Piton, París, Les Belles Lettres, 2007,
p. 360 [trad. esp.: “¿Qué es lo ‘social’? ¿Qué significa?”, en Estudios de filosofía, política y eco-
nomía, Madrid, Unión, 2007].

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profundamente autoritario: el de “orientar la acción individual hacia me-


tas y actividades subordinadas a los intereses de la ‘comunidad’”.2 En este
aspecto, esas doctrinas son cualquier cosa salvo neutrales. No valoran lo
universal contra lo local; se hacen cómplices de mecanismos de domina-
ción política e imposición social, al otorgar la “precedencia a ciertos valo-
res” particulares.3 Puesto que lo que llamamos “intereses de la sociedad”
son, casi siempre, los “intereses de la mayoría”.4
Así como Berlin opone dos grandes concepciones antagónicas de la
sociedad, Hayek distingue, a partir de allí, dos grandes éticas políticas.
Y es notable advertir que lo hace desde el punto de vista de su relación
con el orden o el desorden. Está, por un lado, la actitud conservadora,
que caracteriza a los “conservadores” en el sentido tradicional, pero asi-
mismo, dice Hayek, a los socialistas. En este aspecto, Hayek hace además
una observación interesante: en la historia de las ideas es sumamente fre-
cuente ver a los socialistas, con el transcurso de los años, terminar por
ser conservadores y convertirse al conservadurismo. Mucho más escasos
son los que se convierten en liberales. Ahora bien, en su opinión, el he-
cho de que el “socialista arrepentido” encuentre la mayoría de las veces
un “nuevo remanso de paz mental e intelectual en el regazo conserva-
dor”, y no en el “regazo liberal”, no debe nada al azar. Es la demostración
de que existe una afinidad profunda entre el conservadurismo y el socia-
lismo, mientras que el liberalismo obedece a un sistema de valores com-
pletamente distinto.5
En lo esencial, el conservador y el socialista compartirían pulsio-
nes de orden, tendencias al paternalismo y la adoración del poder. Esto
se traduciría sobre todo en su miedo a la novedad, a la innovación so-
cial, a lo inédito: “Uno de los rasgos fundamentales de la actitud con-
servadora es el miedo al cambio, la desconfianza hacia la novedad
como tal, en tanto que la actitud liberal está impregnada de audacia y
confianza, dispuesta a dejar que las evoluciones sigan su curso aunque

2
Friedrich Hayek, “Social? Qu’est-ce que ça veut dire?”, op. cit., p. 357.
3
Ibid., p. 361.
4
Ibid., p. 360.
5
Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, en La Constitution de la liber-
té, trad. de Raoul Audouin y Jaques Garello, con la colaboración de Guy Millière, París,
Litec, 1994 [trad. esp.: “Por qué no soy conservador”, en Los fundamentos de la libertad,
Madrid, Unión, 1991].

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ética liberal y ética conservadora

no pueda preverse a dónde llevarán”. Una de las características esen-


ciales del conservadurismo sería, por consiguiente, una predilección
por la autoridad, pero que adoptará formas diferentes según las tradi-
ciones: los conservadores hacen el elogio de la nación y el nacionalis-
mo, los filósofos de la Ilustración convocan a la subordinación de las
voluntades particulares a la voluntad general, los socialistas pretenden
volver a dar sentido a lo “colectivo” o al “mundo común” contra el in-
dividualismo, etc. Pero lo que se trasluciría en cada uno de esos casos
es una misma fijación obstinada con lo espontáneo, lo que escapa a un
poder regulador; en pocas palabras, una misma intención de contro-
lar la diversidad social e instaurar un punto de vista superior: “El con-
servador no se tranquilizará ni se dará por satisfecho hasta que una
sabiduría superior vigile y supervise los cambios, y él sepa que una au-
toridad está encargada de garantizar que dichos cambios se produzcan
‘en orden’”.6
La ética neoliberal se presenta en oposición a esa inclinación al or-
den. Propone liberar a la teoría y la filosofía políticas de las pulsiones
autoritarias que las atraviesan y que son una exigencia lógica de la vi-
sión unificadora y monista de la sociedad construida por ellas. El neo-
liberalismo se pone del lado del desorden, de la inmanencia, y por lo
tanto del pluralismo. Un mundo neoliberal jamás podrá estar unificado,
totalizado. No se construye en el horizonte de un “lo común” por venir;
se concibe esencialmente plural y por consiguiente animado por lógicas
contradictorias entre sí e irreconciliables:

Cuando digo que el conservador carece de principios, no quiero decir que


esté despojado de convicciones morales. El conservador común y corriente
es, sin disputa, un hombre de convicciones morales muy fuertes. Lo que
quiero decir es que no tiene principios políticos que le permitan trabajar
con personas cuyos valores morales difieren de los suyos en procura de la
elaboración de un orden político donde los unos y los otros puedan obede-
cer a sus convicciones respectivas. Ahora bien, solo la aceptación de prin-
cipios que permitan la coexistencia de diferentes grupos de valores hace
posible la construcción de una sociedad apacible en la que el recurso a la
fuerza sea mínimo. Aceptar esos principios implica que consintamos en

6
Ibid., p. 397.

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tolerar muchas cosas que no nos gustan. Hay unos cuantos valores de los
conservadores que me agradan más que los de los socialistas; pero, a los
ojos de un liberal, la importancia que atribuye personalmente a ciertos ob-
jetivos no es una justificación suficiente para obligar a otro a que también
los persiga.7

Toda la teoría social del neoliberalismo apunta así a desmentir la idea


de la presunta necesidad de un “plan” superior que instaure el “consen-
so” entre los individuos, o un “contrato” fundado en la represión de los
intereses particulares en nombre de exigencias más generales. Es muy
posible imaginar un mundo fundamentalmente plural, que deje expre-
sarse a los diversos modos de existencia y las contradicciones, en lugar
de pretender reprimirlos. Y precisamente en esta perspectiva se inscribe
la utopía de una “mercantilización” de la sociedad: el mercado, en efecto,
se concibe aquí como la instancia que permite el desarrollo de un “orden
espontáneo que deja a los individuos la libertad de utilizar su propio co-
nocimiento en beneficio de sus propias metas”.8 El mercado no es una
organización. No se funda en una idea de armonía, unidad, coherencia.
Está abierto a la heterogeneidad:

En contraste con una organización, un orden espontáneo no necesita ni una


meta ni la aprobación de los resultados concretos que produzca para que
haya un acuerdo sobre su carácter deseable. Como es independiente de toda
meta particular, se lo puede utilizar en la búsqueda de numerosísimas metas
individuales divergentes y hasta opuestas, y nos asistirá en nuestros esfuerzos
en procura de esos fines. Así, el orden del mercado, en particular, no se apoya
en metas comunes.9

Y, según Hayek, es además esta propiedad del mercado de facilitar la


aparición de realidades contradictorias de manera espontánea, incon-
trolable e imprevisible la que explica la resistencia de que es objeto:

7
Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, op. cit., p. 398.
8
Friedrich Hayek, “Les principes d’un ordre social libéral”, en Essais de philosophie…,
op. cit., p. 250 [trad. esp.: “Principios de un orden social liberal”, en Estudios de filosofía…,
op. cit.].
9
Ibid., p. 251; el énfasis nos pertenece.

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ética liberal y ética conservadora

Tomado por sí solo, no hay probablemente ningún factor que contribuya


tanto a la repugnancia de la gente a dejar que el mercado funcione libre-
mente como su incapacidad para comprender que el equilibrio entre oferta
y demanda, exportaciones e importaciones u otros parámetros análogos, se
producirá sin una intervención deliberada.10

10
Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, op. cit.

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VIII. Inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

Deconstruir el conjunto de las visiones totalizadoras del mundo social:


tal es la tarea que se asignan los pensadores neoliberales. Para decirlo
de otra manera, su gran contribución a la historia intelectual consistió
en deshacer uno de los fundamentos implícitos de las teorías sociales y
las filosofías políticas tradicionales, el de dar a la pluralidad y la hetero-
geneidad la figura de una polaridad negativa contra la cual habría que
constituir necesariamente la “soberanía”, la “sociedad”, lo “político”, etc.
La forma mercado brinda la posibilidad de quitar de la reflexión sobre
el mundo toda invocación de una instancia trascendente (ya tome una
forma política, jurídica, sociológica o cualquier otra) que supuestamen-
te unifica y organiza la diversidad social. El neoliberalismo impone la
imagen de un mundo desorganizado por esencia, un mundo sin centro,
sin unidad, sin coherencia, sin sentido.1 Con ello desbarata lo que Didier
Eribon llama “concepciones hegelianas y sintéticas” de la realidad, las
grillas de lectura que no logran pensar la pluralidad y la heterogeneidad
porque siempre buscan alcanzar la “convergencia” o la “alianza”.2

1
En cierta forma, aquí se trata de aplicar al espacio de las conductas la concepción del
mercado libre de las ideas que vale para el espacio de las opiniones, conceptualizado como
una instancia puramente formal abierta a la disputa. Véase Marcela Iacub, De la pornogra-
phie en Amérique. La liberté d’expression à l’âge de la démocratie délibérative, París, Fayard,
2010, p. 102.
2
Didier Eribon, “Réponses et principes”, en French Cultural Studies, vol. 23, núm. 2,
mayo de 2012. Véase también “Les Frontières et le temps de la politique”, intervención en el

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la última lección de michel foucault

En muchos aspectos, es esta empresa de descalificación de los mar-


cos de análisis unificadores lo que sedujo a Michel Foucault. En efecto,
este no deja de insistir, en Nacimiento de la biopolítica, en el hecho de
que la teoría neoliberal anula la posibilidad misma de una mirada “cen-
tral, totalizadora y dominante”.3 Y escribe:

El homo œconomicus es el único oasis de racionalidad posible dentro de un


proceso económico cuya naturaleza incontrolable no impugna la racionalidad
del comportamiento atomístico del homo œconomicus; al contrario, la funda.
Así, el mundo económico es opaco por naturaleza. Es imposible de totalizar
por naturaleza. Está originaria y definitivamente constituido por puntos de
vista cuya multiplicidad es tanto más irreductible cuanto que ella misma ase-
gura al fin y al cabo y de manera espontánea su convergencia. La economía es
una disciplina atea; es una disciplina sin Dios; es una disciplina sin totalidad;
es una disciplina que comienza a poner de manifiesto no solo la inutilidad,
sino también la imposibilidad de un punto de vista soberano, de un punto de
vista del soberano sobre la totalidad del Estado que él debe gobernar.

Y concluye: “El liberalismo, en su consistencia moderna, se inició pre-


cisamente cuando se formuló esa incompatibilidad esencial entre, por
una parte, la multiplicidad no totalizable característica de los sujetos de
interés, los sujetos económicos, y, por otra, la unidad totalizadora del so-
berano jurídico”.4
La manera un poco exaltada como Foucault retoma aquí el tema
neoliberal de la “multiplicidad”, y muestra cómo desemboca en una
concepción de la sociedad liberada de toda trascendencia (la economía
como disciplina atea, sin Dios, sin totalidad, etc.), no puede interpretar-
se como una adhesión tácita del autor de Vigilar y castigar al paradigma
neoliberal.

“Concluding Panel” del coloquio “Sexual nationalisms”, Ámsterdam, 26 a 28 de enero de


2011 (disponible en el sitio de Internet del autor: <http://didiereribon.blogspot.com>).
3
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París,
Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 296 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica.
Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2007, p. 332].
4
Ibid., pp. 285 y 286 [325 y 326]; el énfasis nos pertenece.

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inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

En realidad, lo que le interesa es una idea muy fuerte, según la cual


siempre hay una voluntad de control en el fundamento de los discur-
sos totalizadores. Las teorías unificadoras están necesariamente atrave-
sadas por pulsiones de orden. Por su forma misma, reproducen efectos
de poder, de dominación, al convocar por ejemplo a la constitución de
instancias trascendentes. En síntesis, son pensamientos cómplices de la
soberanía.
Si este tema fue tan importante para Foucault, es porque representó
uno de los grandes ejes de su crítica del marxismo (y asimismo, por otra
parte, del psicoanálisis), llevada adelante desde mediados de la década
de 1970. Aquí nos situamos, pues, en el marco de una reflexión sobre el
problema de la resistencia, una interrogación sobre las condiciones de la
elaboración de una crítica radical del funcionamiento del orden social:
¿qué teoría es la más capaz de producir efectos de emancipación? ¿Qué
analítica brinda la posibilidad de comprender de la manera más adecua-
da la mecánica del poder, permitiendo desestabilizarla y frenarla?
La intuición fundamental de Foucault es que el marxismo es una
doctrina insuficiente, por ser insuficientemente crítica. Es cierto, a pri-
mera vista se presenta como una teoría que pone en cuestión los fun-
damentos del orden económico y social y que da instrumentos para
desestabilizarlo, abolirlo y hasta superarlo. Pero el problema esencial del
marxismo es no haber indagado en la forma totalización: hizo suya en
su integridad la ambición de construir una visión unificadora de la reali-
dad, es decir, de reducir lo que pasa en la sociedad a unos cuantos prin-
cipios elementales y predeterminados. Al hacerlo, en el momento mismo
en que esta doctrina pretende suministrar armas contra la dominación,
ejerce a su vez efectos de poder, de autoridad, de censura. Por un lado
porque, por el hecho mismo de adoptar un punto de vista englobador,
es incapaz de cuestionar la idea de soberanía y representa incluso una
de las modalidades posibles del ejercicio de esta. Por otro, porque, al so-
meter la reflexión sobre la sociedad a nuevos “trascendentales”, oculta
necesariamente luchas parciales y realidades minoritarias presentes o ve-
nideras que escapan o escaparán a su grilla de lectura.
Es en su curso del Collège de France de 1976, publicado con el títu-
lo de Defender la sociedad, donde Foucault plantea esta crítica del mar-
xismo y, en términos más generales, de todas las teorías “englobadoras”
(una de cuyas encarnaciones es el psicoanálisis, que, además, es tal vez

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la última lección de michel foucault

la hoy dominante a escala internacional).5 A su entender, uno de los fe-


nómenos más importantes desde los años sesenta —y sobre todo en el
momento de 1968— fue la aparición de una multitud de ofensivas “dis-
persas”, “discontinuas”, “particulares”, “locales”, que apuntaban al fun-
cionamiento de la institución psiquiátrica, la moral o la jerarquía sexual
tradicionales, el aparato judicial y penal, etc.6 Y lo que impresiona a Fou-
cault es la extrema productividad de esos discursos regionales. Menciona
entonces la “sorprendente eficacia de las críticas discontinuas y particu-
lares”. La proliferación de las luchas parciales permitió poner en eviden-
cia “una especie de desmenuzamiento general de los suelos, incluso y
sobre todo de los más conocidos, sólidos y próximos a nosotros, a nues-
tro cuerpo, a nuestros gestos de todos los días”.7
Como es obvio, el autor de Vigilar y castigar no se detiene en esa
constatación. Puesto que en lo que quiere insistir es en el hecho de que
esas críticas locales solo pudieron salir a la luz en el marco de un cues-
tionamiento de las teorías totalizadoras: esas luchas sectoriales surgieron
a través de un combate contra los paradigmas centralizadores. Consis-
tieron en la reaparición de “saberes sometidos” y contenidos históricos
“marginados”, “descalificados”, “sepultados, enmascarados en coheren-
cias funcionales o sistematizaciones formales”: “Los saberes sometidos
son esos bloques de saberes históricos que estaban presentes y enmas-
carados dentro de los conjuntos funcionales y sistemáticos, y que la crí-
tica pudo hacer reaparecer”.8 Foucault se refiere al ejemplo del saber del
psiquiatrizado, el enfermo, el enfermero, el delincuente; en síntesis, ese
“saber de la gente” olvidado por el marxismo y que no es en absolu-
to, aclara, un saber “común, un buen sentido sino, al contrario, un sa-
ber particular, un saber local, regional, un saber diferencial, incapaz de
unanimidad”.9 En otras palabras, todo el desafío radica aquí en poner

5
Michel Foucault, “Il faut défendre la société”. Cours au Collège de France, 1975-1976,
ed. de Mauro Bertani y Alessandro Fontana, bajo la dirección de François Ewald y Alessan-
dro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 1997 [trad. esp.: Defender la
sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 2000].
6
Ibid., pp. 6 y 7 [18 y 19].
7
Ibid., p. 7 [20].
8
Ibid. [21].
9
Ibid., p. 9; el énfasis nos pertenece.

70

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inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

en juego “saberes locales, discontinuos, descalificados, no legitimados,


contra la instancia teórica unitaria que pretende filtrarlos, jerarquizarlos,
ordenarlos”.10
De tal modo, Michel Foucault opone en ese texto dos modos de
producción de la crítica: están, por una parte, los discursos que se efec-
túan en los “términos mismos de la totalidad”, y por otra, las ofensivas
dispersas, no centralizadas, que, para establecer su validez, no necesi-
tan “el visado de un régimen común”.11 Ahora bien, la genealogía y la
arqueología del poder en las sociedades contemporáneas solo pueden
llevarse a cabo y desplegarse en toda su amplitud con la condición de
suprimir la “tiranía de los discursos englobadores”:12 las teorías “tota-
litarias” (la palabra es de Foucault), como el marxismo y el psicoanáli-
sis, tienen un efecto fundamentalmente “inhibidor”. Llevan “de hecho,
[a] un efecto de frenado”. A veces pueden, es cierto, proporcionar ins-
trumentos utilizables en un nivel local, pero justamente a condición de
que la “unidad teórica del discurso qued[e] como suspendida o, en todo
caso, recortada, tironeada, hecha añicos, invertida, desplazada, caricatu-
rizada, representada, teatralizada, etcétera”.13
En el fondo, la idea esencial defendida por Foucault es que, a su vez
y muy a menudo a su pesar, los discursos totalizadores producen necesa-
riamente efectos de sujeción y jerarquización. “Minorizan” a los sujetos
de la experiencia. Ahora bien, la genealogía siempre se situará del otro
lado. Procurará sacar a la luz el reverso de los procesos de totalización.
Se define como una empresa para “romper el sometimiento de los sabe-
res históricos y liberarlos, es decir, hacerlos capaces de oposición y lucha
contra la coerción de un discurso teórico unitario, formal y científico”.14
La elaboración de un pensamiento crítico requiere de tal modo dar-
se los medios de estar a la escucha de las diversas luchas que surgen en
el espacio social, acompañar su irrupción y, por ende, discernirlas en su
singularidad. Hay que adoptar una actitud de apertura a lo inédito y, por
consiguiente, renunciar a las grillas de lectura que inmovilizan la per-
cepción y fijan o predeterminan la mirada que se puede posar sobre el

10
Ibid. [22].
11
Ibid., p. 8 [20].
12
Ibid., p. 9 [22].
13
Ibid., pp. 7 y 8 [20].
14
Ibid., p. 11 [23 y 24].

71

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la última lección de michel foucault

mundo. Puesto que esas grillas generan efectos de dominación y oculta-


ción; participan del ejercicio del poder en vez de permitir revelar su me-
cánica. Una teoría crítica debe liberarse de la tentación de la totalización.
Debe renunciar a construir paradigmas destinados a otorgar una cohe-
rencia “general” a lo que sucede en el nivel “local”.

Como se recordará, la deconstrucción neoliberal de las concepciones


“monistas” y de los paradigmas unificadores desembocaba en una va-
loración de las nociones de inmanencia, pluralidad y multiplicidad (la
forma mercado representaba la instancia que brindaba la posibilidad de
imaginar una sociedad incoherente, heterogénea, por encima de la cual
no se cernía ningún horizonte unificador). “Inmanencia”, “pluralidad”,
“multiplicidad”: tales son los conceptos que Michel Foucault pone en el
centro de su teoría del poder.
Foucault desarrolla ese punto en la sección de La voluntad de sa-
ber dedicada a la elaboración de su “método” (esta es la palabra que él
utiliza) de análisis del poder. ¿Por qué le parece necesaria esa cuestión
de método? Porque la palabra “poder”, que utiliza a lo largo de todo su
trabajo, “corre el riesgo de inducir varios malentendidos. Malentendidos
acerca de su identidad, su forma, su unidad”.15 Y Foucault acomete con-
tra las teorías que tienden a fabricar una imagen demasiado unificadora,
demasiado centralizadora del poder: las que hablan del “Poder” como
un “conjunto de instituciones y aparatos que garantizan la sujeción de
los ciudadanos en un Estado dado” (las teorías del contrato social) o las
que designan con ello un “sistema general de dominación ejercido por
un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos, por derivaciones
sucesivas, atravesarían todo el cuerpo social” (las teorías sociológicas o
marxistas).16 A esos paradigmas, que construyen trascendentales y pien-
san en términos de unidad y totalidad, Foucault opone otra concepción,
habitada por las nociones de inmanencia y multiplicidad: “Me parece
que por poder hay que entender en primer lugar la multiplicidad de las

15
Michel Foucault, Histoire de la sexualité, vol. 1: La Volonté de savoir, París, Galli-
mard, 1976, p. 121 [trad. esp.: Historia de la sexualidad, vol. 1: La voluntad de saber, México,
Siglo xxi, 1985].
16
Ibid.

72

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inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

relaciones de fuerza que son inmanentes al dominio donde se ejercen, y


que son constitutivas de su organización”.17
Hacer inteligible el ejercicio del poder hasta en sus “efectos más ‘pe-
riféricos’” impone fabricar un punto de vista que no confine el “poder”
en un lugar específico, que no suponga la existencia de un “punto cen-
tral”, un “foco único” a partir de los cuales se propaguen los mecanismos
de control: “La condición de posibilidad del poder […] es el basamen-
to móvil de las relaciones de fuerza que, debido a su desigualdad, indu-
cen sin cesar estados de poder, pero siempre locales e inestables”. Hay en
consecuencia una “omnipresencia del poder: no porque tenga el privile-
gio de agruparlo todo bajo su invencible unidad, sino porque se produce
a cada instante, en todos los puntos o, mejor, en todas las relaciones de
un punto con otro. El poder está en todas partes; no es que lo englobe
todo, es que viene de todos lados”.18

17
Ibid., pp. 121 y 122.
18
Ibid.

73

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IX. Escepticismo y política de las singularidades

“La sociedad no existe”: esta fórmula, típica de la doctrina neoliberal,


se percibe con frecuencia como un marcador ideológico extremadamen-
te fuerte, el eslogan bajo el cual se reunirían todos los que reivindican
una filosofía individualista y libran una guerra política contra las refor-
mas de inspiración social y una guerra teórica contra la sociología, en
particular. Pero, en cierto sentido, esta idea expresa a la perfección el
tipo de percepción que, desde mediados de la década de 1970, Foucault
trató de instalar e imponer: el poder se ejerce de manera difusa; está en
todas partes, actúa de manera diseminada, y las luchas parciales, loca-
les, diferenciales que surgen a intervalos regulares no se inscriben en un
conjunto más amplio y global dentro del cual haya que resituarlas para
comprenderlas y discernir su sentido. Esas luchas contienen en sí mis-
mas su propio valor, su propia significación. Conforme a una percepción
bastante cercana a la concepción nietzscheana del acontecimiento (el Ser
se resume en la pluralidad de los acontecimientos), Foucault afirma que
no hay algo que se llame “la sociedad” y dentro de la cual aparezcan de
tiempo en tiempo combates y movilizaciones: esas movilizaciones y esos
combates deben pensarse por sí mismos, con prescindencia de cualquier
horizonte. Las teorías totales y totalitarias borran la pluralidad, la hetero-
geneidad, la incoherencia del mundo social; reprimen las batallas secto-
riales, que solo pueden, por lo tanto, acceder a la visibilidad contra ellas.
(En otras palabras, en la expresión “la sociedad no existe”, reinterpretada
en este sentido, lo que se negaría no es la existencia de lo social, sino más
bien la totalización llevada a cabo a través de la idea de que habría algo

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la última lección de michel foucault

que se llama la sociedad. Lo que no existe, aquello cuya realidad se recusa,


no es la idea de mundo social sino ese la unificador.)
En Foucault, como es sabido, la construcción de esta nueva analítica
del poder desembocó en la fabricación de una nueva imagen del intelec-
tual. Si las luchas se desarrollan de manera local y regional, si escapan a
los marcos totalizadores, el intelectual debe erigirse, entonces, en “intelec-
tual específico”. Debe renunciar a la figura —impuesta sobre todo por Sar-
tre, pero también muy presente en el marxismo— del intelectual univer-
sal, es decir, el intelectual que se hace “escuchar como representante de lo
universal”, como la “conciencia de todos”.1 El intelectual universal aborda
las luchas particulares por medio de grandes conceptos o discursos prefa-
bricados. Por consiguiente, las integra necesariamente a un combate más
general, que se libraría en nombre de la Justicia, de la Ley ideal, del comu-
nismo venidero, etc. A la inversa, el intelectual específico rechaza esa ten-
tación permanente de resignificar, recodificar o recolonizar los combates
sectoriales mediante discursos unitarios. Foucault insta así a inventar un
nuevo modo de vinculación entre la teoría y la práctica, que a su entender,
además, ya estaría desarrollándose desde fines de los años sesenta:

Los intelectuales han tomado la costumbre de trabajar no en lo “universal”,


lo “ejemplar”, lo “justo y verdadero para todos”, sino en sectores determi-
nados, puntos precisos donde los situaban o bien sus condiciones profesio-
nales de trabajo, o bien sus condiciones de vida (la vivienda, el hospital, el
asilo, el laboratorio, la universidad, las relaciones familiares o sexuales). Allí
cobraron, a buen seguro, una conciencia mucho más concreta e inmediata
de las luchas. Y dieron con problemas que eran específicos, “no universales”,
a menudo diferentes de los del proletariado o las masas.2

Si me parece importante abordar este punto, es porque resulta sor-


prendente comprobar la existencia de un gesto casi idéntico en los
neoliberales. También en ellos la crítica del papel de los universales y
los trascendentales en la teoría política y social desemboca en una crítica

1
Michel Foucault, “La fonction politique de l’intellectuel”, en Dits et écrits, 1954-1988,
ed. de Daniel Defert y François Ewald con la colaboración de Jacques Lagrange, 4 vols.,
vol. 2, París, Gallimard, 1994, texto núm. 184, p. 109 [trad. esp.: “Verdad y poder”, en Micro-
física del poder, Madrid, La Piqueta, 1979].
2
Ibid.

76

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escepticismo y política de las singularidades

de la figura del intelectual “universal” o, mejor, de la idea de que el inte-


lectual pueda forjar una visión sintética de la sociedad.
Los neoliberales, en efecto, no dejaron de oponerse a la actitud con-
sistente en otorgar un poder desmesurado al pensamiento. Esta actitud
sería característica del marxismo, pero habría nacido, en realidad, con la
Ilustración, sobre todo en Voltaire y Rousseau. Los filósofos iluministas
habrían fabricado un mito filosófico de consecuencias políticas peligro-
sas: el de la omnipotencia del intelecto. La Ilustración cree que la razón
posee un poder ilimitado. Todo sucede como si fuera posible decretar la
sociedad, construirla conforme a un plan forjado por la mente. La Ilus-
tración procedería así de un “racionalismo constructivista”. Consideraría
que una “razón independientemente existente es capaz de planificar la
civilización (véase la cita de Voltaire: ‘Si queréis buenas leyes, quemad las
que tenéis y dictaos otras nuevas’)”.3 El racionalismo de la Ilustración se
negaría a reconocer los límites de la razón. Al contrario, legitimaría una
forma de narcisismo intelectual que lleva a los científicos y los filósofos
a pensarse como el centro del mundo, los únicos capaces de acceder a
una visión total de la sociedad y escapar a la parcialidad. Este “intelec-
tualismo erróneo” derivaría a menudo en la creencia en los méritos de
un gobierno de los científicos y los expertos.4
La ética neoliberal recusa esta imagen del pensamiento. El liberalis-
mo se presenta como una doctrina modesta. Adhiere a una actitud hu-
milde, que consiste en aceptar y reconocer sus propios límites y sus pro-
pias limitaciones. Lejos de pensar que el orden social puede deducirse de
una construcción teórica a priori, cree que depende de fuerzas múltiples
y espontáneas que escapan por principio al conocimiento humano y a
una visión que se pretenda totalizadora; Hayek, por ejemplo, escribe:

Creo por mi parte que ese falso racionalismo, que se impuso durante la Re-
volución Francesa, y que ejerció su influencia en los cien últimos años por

3
Friedrich Hayek, “Les principes d’un ordre social libéral”, en Essais de philosophie, de
science politique et d’économie, trad. de Christophe Piton, París, Les Belles Lettres, 2007,
pp. 248 y 249 [trad. esp.: “Principios de un orden social liberal”, en Estudios de filosofía, po-
lítica y economía, Madrid, Unión, 2007].
4
Véase Isaiah Berlin, La Liberté et ses traîtres. Six ennemis de la liberté, trad. de Laurent
Folliot, París, Payot, 2007, pp. 56-60 [trad. esp.: La traición de la libertad. Seis enemigos de
la libertad humana, México, Fondo de Cultura Económica, 2004].

77

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la última lección de michel foucault

intermedio de los movimientos gemelos del positivismo y el hegelianismo,


es una manifestación de desmesura intelectual, en franco contraste con la
humildad intelectual —la esencia del verdadero liberalismo— que trata con
respeto las fuerzas sociales espontáneas a través de las cuales el individuo
construye cosas más grandes de lo que le cabe imaginar.5

En ese sentido, se comprende que la filosofía política neoliberal tenga


sus raíces en una filosofía del conocimiento cuyo punto de partida es la
aceptación de los límites del pensamiento. El científico no puede verlo
todo y saberlo todo. Debe renunciar a la ambición “loca” de compren-
der y dominar la totalidad de los procesos diversos que se elaboran en el
mundo. Por principio, muchas cosas se le escapan:

El liberalismo procede así del descubrimiento de un orden autoengendrado


o espontáneo de los asuntos de la sociedad (el mismo descubrimiento que
condujo a admitir la existencia de un objeto para las ciencias sociales teó-
ricas), que posibilitaba el uso del conocimiento y las destrezas de todos los
miembros de la sociedad en mayor medida de lo que hubiese sido posible
en orden alguno creado por una dirección central, y del deseo consiguiente
de utilizar del modo más completo posible esas poderosas fuerzas autoor-
ganizadoras.6

La teoría neoliberal constituye de tal modo una doctrina escéptica, que


parte del principio de los límites estrechos del entendimiento humano,
razón por la cual Hume es una de sus referencias más importantes.7
Es indudable que Foucault no suscribiría la totalidad de estas pro-
posiciones. No plantea sus análisis en esos mismos términos, con las
mismas palabras. Sin embargo, en muchos aspectos encontró en el neo-
liberalismo la preocupación consistente en adoptar una actitud que per-
mite estar atento, abierto, receptivo a la multiplicidad de los hechos que

5
Friedrich Hayek, “Allocution d’ouverture d’un colloque à Mont-Pèlerin”, en Essais de
philosophie…, op. cit., p. 240 [trad. esp.: “Discurso inaugural de una conferencia en Mont-
Pèlerin”, en Estudios de filosofía…, op. cit.].
6
Friedrich Hayek, “Les principes d’un ordre social libéral”, op. cit., p. 249.
7
Friedrich Hayek, “La philosophie juridique et politique de David Hume”, en Essais de
philosophie…, op. cit., pp. 173-194 [trad. esp.: “La filosofía jurídica y política de David
Hume (1711-1776)”, en Estudios de filosofía…, op. cit.].

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escepticismo y política de las singularidades

se elaboran en el mundo social. Las teorías de pretensión universal, los


grandes relatos, enmascaran y deforman la realidad en el momento
mismo en que pretenden aprehenderla. Pero, sobre todo, al predetermi-
nar los marcos y las categorías de análisis, impiden estar a la escucha de
lo que se inventa: incapacitan para ver lo inédito cuando aparece, y por lo
tanto discernirlo en su singularidad.
Por esa razón, no es falso describir a Michel Foucault, como no hace
mucho propuso hacerlo Paul Veyne,8 con los rasgos de un pensador es-
céptico, un filósofo que recusa el valor de los universales, de los trascen-
dentales, de las ideas generales, y se libera de toda referencia a lo que
pueda llamarse Verdad, Moral, Virtud, etc. No obstante, no es posible
coincidir con la operación efectuada por el historiador de la Antigüe-
dad, que consiste en invocar ese escepticismo radical para negar el ca-
rácter político de la obra y la vida de Foucault. Según Veyne, la crítica
foucaultiana de los universales y las ideas abstractas priva de toda posi-
bilidad de dar un fundamento cualquiera, una justificación cualquiera
a la acción política. Esta, por consiguiente, sería siempre arbitraria y en
cierto sentido absurda. Foucault habría tenido entonces con referencia a
ella una duda profunda, una distancia de principio, y la naturaleza exac-
ta de su proceder se situaría muy lejos del “mito” del filósofo activista y
de izquierda que predomina en Francia y Estados Unidos.
A mi juicio, el escepticismo de Foucault no puede percibirse como
una forma de abandono del compromiso o, mejor, como una actitud casi
necesariamente conducente a una despolitización. Al contrario, la crítica
de las ideas “generales”, de las teorías “totalizadoras” o de los pensamien-
tos del “fundamento” constituye el punto de partida de la invención de
una nueva política, que se definirá como una política de las singularida-
des, una política de acompañamiento y respaldo de las luchas múltiples y
los combates sectoriales. Toda la apuesta del proceder de Foucault radica
en liberar al pensamiento de los mitos y las actitudes que le prohíben ser
a la vez radical y eficaz: la obsesión por la coherencia, por lo universal,
por los valores colectivos, por el “sentido de la Historia”, etc. Todo esto
impide comprender tal como son y por lo que son las batallas que sur-
gen. El escepticismo de Foucault representa así el punto de partida de un

8
Paul Veyne, Foucault, sa pensée, sa personne, París, Albin Michel, 2008 [trad. esp.:
Foucault. Pensamiento y vida, Barcelona, Paidós, 2009].

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la última lección de michel foucault

trabajo de sí sobre sí mismo cuya función es deshacerse de los hábitos


que frecuentan la política tradicional y que, en realidad, son despoliti-
zadores, porque incapacitan para aprehender las luchas en sus singulari-
dades. Para decirlo en pocas palabras, es el punto de partida de la rein-
vención de una política emancipadora.

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X. No ser gobernado

Estamos tan acostumbrados a considerar el neoliberalismo como una


ideología triunfante y como la encarnación típica de un sistema hege-
mónico contra el cual habría que movilizarse, que asociarlo a las luchas,
las prácticas de la resistencia y la emancipación es, a primera vista, nece-
sariamente contrario a nuestras categorías de percepción. Sin embargo,
es sorprendente comprobar que el tema de la crítica, de la renuencia, de
los instrumentos de que disponemos para cuestionar las dominaciones
que se ejercen sobre nosotros, y en particular las dominaciones políti-
cas, recorre con insistencia la reflexión de Foucault sobre los aportes de
la tradición neoliberal. Foucault no es ingenuo, desde luego: no ignora
que el surgimiento y la instauración de una gubernamentalidad neoli-
beral provocaron el desarrollo de mecanismos de poder, de control, de
jerarquización cuyo análisis es necesario emprender para poner freno a
su funcionamiento. Pero esas percepciones no tienen nada de original.
Constituyen incluso el punto de partida, el basamento de la mayoría de
los estudios. Se trata de afirmaciones reflejas que llevan siempre a atri-
buirse el mismo proyecto: discernir lo “negativo” del paradigma neolibe-
ral, sacar a la luz sus zonas de sombra, sus peligros, sus amenazas.
El proyecto de Foucault marca una ruptura con esta posición. El
problema que él pretende plantear aspira a suscitar más revuelo. Su in-
tención es más compleja. Foucault se propone modificar nuestra percep-
ción espontánea del discurso neoliberal. Así, una de las ideas centrales
de la demostración efectuada en Nacimiento de la biopolítica es que a tra-
vés del neoliberalismo se elabora y también se introduce algo liberador,

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la última lección de michel foucault

emancipador, crítico. Por otra parte, Foucault toma la precaución de enun-


ciar explícitamente ese punto ya en la primera clase de su curso, cuando,
al final, se dirige a sus oyentes para destacar que se cometería un gran
error si se considerara que la indagación sobre el liberalismo y el neoli-
beralismo, la reconstrucción del surgimiento y las propiedades de esos
nuevos modos generales de regulación de los comportamientos, solo pre-
sentan un interés histórico o documental. Esos problemas, dice, nos son
contemporáneos. Se “nos plantea[n] […] en nuestra actualidad inmediata
y concreta”. Conciernen al presente, a la situación en la cual nos move-
mos. Y Foucault precisa: “¿De qué se trata cuando se habla de liberalis-
mo, cuando a nosotros mismos se nos aplica en la actualidad una política
liberal? ¿Y qué relación puede tener esto con esas cuestiones de derecho
que llamamos libertades?”. Después formula un interrogante más im-
portante y también más audaz, por medio del cual efectúa una notable
comparación entre el neoliberalismo económico y ciertas prácticas de
resistencia que se desarrollan en nombre del liberalismo político: “¿Cuál
es la cuestión en todo esto, en este debate de nuestros días en que, curio-
samente, los principios económicos de Helmut Schmidt hacen un raro
eco a tal o cual voz procedente de los disidentes del Este? ¿De qué se trata
todo este problema de la libertad, del liberalismo?”.1
¿Cómo justifica Foucault esta asociación entre, por un lado, el libe-
ralismo y el neoliberalismo, y, por otro, los movimientos de disidencia?
¿Qué tiene de potencialmente emancipador el discurso neoliberal? O,
para ser más exactos, ¿en qué sentido es posible encontrar en ese discurso
instrumentos, armas para librar luchas políticas y democráticas?
La potencialidad crítica inscripta en la racionalidad neoliberal se
arraiga en el hecho de que esta tradición se afirmó en el marco de una
oposición al Estado o, mejor, a la razón de Estado. En efecto, en la raíz
de la actitud liberal y luego neoliberal no hay un cuerpo constituido de
axiomas teóricos o filosóficos, y tampoco ningún principio ideológico
básico. Si se quisiera caracterizar lo que reúne a los intelectuales neo-
liberales más allá de sus diferencias a veces muy grandes, habría que

1
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Ga-
llimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 25 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso
en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 41].

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no ser gobernado

invocar antes bien un rasgo de carácter, un conjunto de obsesiones casi


psicológicas. Puesto que su pulsión común, dice Foucault, es una “fobia
al Estado”.2 Anima a los liberales una fijación obstinada con el Estado,
cuya intensidad ilustra aquel con la cita de unas palabras del historia-
dor del arte Bernard Berenson: “Dios sabe que temo la destrucción del
mundo por la bomba atómica, pero al menos hay otra cosa que temo
tanto: la invasión de la humanidad por el Estado”.3 Según Foucault, el
neoliberalismo está atravesado por la idea de que “siempre se gobier-
na demasiado” o, al menos, de que “siempre es necesario suponer que
se gobierna demasiado”.4 En otras palabras, hay en el neoliberalismo la
formulación de una interrogación radical sobre la gubernamentalidad
estatal. Esta doctrina no se conforma con preguntarse cuáles serían los
mejores medios o los medios menos costosos de alcanzar objetivos po-
líticos. Cuestiona la posibilidad misma del Estado. Impone dar una res-
puesta a esta pregunta: “¿Por qué, entonces, habrá que gobernar?”.5
En ese sentido, no me parece falso decir que Foucault percibió el neo-
liberalismo como una de las encarnaciones contemporáneas de la tradi-
ción crítica. En una conferencia de 1978 titulada “¿Qué es la crítica?”, y
pronunciada apenas unos meses antes de su curso Nacimiento de la biopo-
lítica, Foucault asocia en efecto la crítica a una actitud, un gesto consisten-
te en situarse del lado de los gobernados y levantarse contra las formas de
gobierno. Está claro, prosigue Foucault, que esta reivindicación de liber-
tad no se basa en un rechazo encantatorio de todo gobierno. Se apoya en
una voluntad más modesta, más difusa. Da testimonio de una intención
de no ser gobernado “de este modo, por esto, en nombre de estos prin-
cipios, con vistas a tales o cuales objetivos y por medio de tales o cuales
procedimientos, no de aquel modo, no para eso, no por ellos”. Foucault
define la crítica como “el arte de no ser tan gobernado”.6 Ese es también
uno de los aspectos del arte neoliberal.

2
Ibid., pp. 77 y 78 [94].
3
Ibid., p. 77.
4
Ibid., p. 324 [360].
5
Ibid. [361].
6
Michel Foucault, “Qu’est-ce que la critique? (Critique et Aufklärung)”, en Bulletin de la
Société Française de Philosophie, año 84, núm. 2, abril-junio de 1990, p. 38 [trad. esp.: “¿Qué es
la crítica? (Crítica y Aufklärung)”, en Daimon. Revista de Filosofía, núm. 11, 1995, pp. 5-26];
el énfasis nos pertenece.

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XI. Política, derecho, soberanía

Si el embate antiestatista que impregna el neoliberalismo despierta


el interés de Foucault, es porque abre el camino a una deconstrucción
del paradigma que, a su entender, fabrica obediencia en las sociedades
contemporáneas: la filosofía política, la teoría del derecho, la creencia
en el Estado.
Los comentarios dedicados a Michel Foucault insisten la mayor par-
te de las veces en la renovación que él aportó a la concepción del poder,
y en su manera de mostrar que este funcionaba en forma difusa, des-
perdigada, diseminada, y que las sociedades contemporáneas debían
describirse en términos de sociedades disciplinarias cuyos numerosos
dispositivos normalizadores invisten los cuerpos y modelan las sub-
jetividades. No obstante, me parece que una presentación de esas ca-
racterísticas tiende a ocultar otra dimensión importante de la obra de
Foucault: la verdadera guerra que esta libra contra la filosofía política y
la filosofía del derecho.
Desde mediados de la década de 1970, en efecto, una de las preocu-
paciones de Michel Foucault fue poner en cuestión, deconstruir lo que él
llamaba “concepción jurídica de la soberanía”. Por ello no entendía una
teoría bien constituida, sino más bien un modo de análisis, un sistema
de representaciones, una manera de pensar el poder que recorrería Occi-
dente desde la Ilustración, y quizás aun antes. Ese dispositivo se articula
alrededor de unos cuantos conceptos claramente identificables: Con-
trato, Ley, Derecho, Voluntad General, etc. A través de ellos, el dispo-
sitivo construye toda una serie de mitos, y hasta de mistificaciones, que

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la última lección de michel foucault

dan forma a nuestra manera de observar la realidad, de percibir el Esta-


do, de interpretar el significado de la política. En el fondo, el elemento
esencial de esa grilla es presentar el Estado como un lugar de libertad o
liberación; se afirma que la política sería el marco donde los hombres, al
liberarse del influjo de la pasión y del juego de los intereses particulares,
construirían por medio de la Razón y la discusión no violenta un orden
legítimo, una Voluntad General cuya expresión y encarnación sería la ley
(la noción de “democracia deliberativa” constituye la reactivación más
reciente de este tema); en síntesis, ese sistema plantea la existencia de
una relación entre la política, o el derecho, y la emancipación: la figura
del ciudadano, la aspiración a lo universal y la imagen del hombre libre.1
Está claro que Foucault no lo ignora: en la historia, ese sistema
pudo tener y a veces puede seguir teniendo un papel subversivo, de im-
pugnación del orden constituido. Puesto que esta retórica es desde luego
la de la Revolución Francesa, la de Rousseau. Pero Foucault se apresu-
ra a agregar que hay una enorme sobrestimación de la ruptura llevada
a cabo por la filosofía de la Ilustración en la teoría política. A su pare-
cer, el discurso jurídico no es una invención de la burguesía, que se ha-
bría opuesto a la arbitrariedad monárquica. Se trata, al contrario, de un
sistema de representación sobre el cual ya se apoyaba el poder real (que
lo utilizó sobre todo contra los sistemas feudales). En otras palabras, el
discurso de la Ilustración no introdujo en la historia del pensamiento la
ruptura que suele verse en él. En realidad, su característica esencial fue
volver contra la monarquía el discurso jurídico que esta misma había in-
ventado: “El mecanismo teórico por medio del cual se efectuó la crítica
de la institución monárquica, ese instrumento teórico, fue el instrumen-
to del derecho, que había sido establecido por la propia monarquía”.2

1
Sobre el tema del vínculo entre conquista de la libertad y construcción de una esfera
política relativamente autónoma, véase por ejemplo Hannah Arendt, Qu’est-ce que la politi-
que?, trad. de Sylvie Courtine-Denamy, París, Seuil, 1995 [trad. esp.: ¿Qué es la política?,
Barcelona, Paidós e ice de la Universidad Autónoma de Barcelona, 1997]. En el período
contemporáneo, probablemente sea Jürgen Habermas quien defiende de manera más ex-
plícita esta posición.
2
Michel Foucault, “Les mailles du pouvoir”, en Dits et écrits, vol. 2: 1976-1988, París,
Gallimard, col. Quarto, 2001, p. 1003 [trad. esp.: “Las mallas del poder”, en Estética, ética y
hermenéutica, en Obras esenciales, vol. iii, Barcelona, Paidós, 1999, p. 238].

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política, derecho, soberanía

¿Cómo es posible relacionar el pensamiento de la Ilustración con el


sistema monárquico? ¿Qué vínculo hay entre la teoría del derecho, la fi-
losofía política y la figura del Rey y el Soberano?
En eso radica toda la apuesta de la demostración de Foucault y de
la deconstrucción que este pretende llevar a cabo. En efecto, Foucault
querría transformar la percepción que tenemos de la filosofía del dere-
cho y la teoría política. Quiere poner de manifiesto el hecho de que la
axiomática jurídico-política, tal como la vemos funcionar en Rousseau,
en Hobbes y hasta en Rawls, Habermas o Kymlicka (y, en cierto sentido,
incluso en Derrida),3 no actúa en favor de la libertad, la emancipación
individual. Su propiedad fundamental es, de hecho, la de actuar en favor
de una legitimación del Estado y la dominación política; esa axiomá-
tica fabrica una imagen del “sujeto de derecho” como sujeto obediente
desde siempre, sometido desde siempre a un soberano cuya superiori-
dad y trascendencia debería reconocer. En otras palabras, aun cuando
ese tipo de dispositivo haya podido tener un papel revolucionario, y pue-
da a veces encarnar un instrumento de limitación del poder del Estado
en nombre del “derecho de gentes”, no deja de ser cierto que se mantiene
necesariamente encerrado en el marco de la razón de Estado y es, por lo
tanto, solidario del ejercicio de la razón jurídica.
Según Foucault, el problema de la filosofía política es ante todo el
problema del soberano: Rousseau, afirma, “al elaborar su teoría del Esta-
do, trató de mostrar cómo nace un soberano, pero un soberano colec-
tivo, un soberano como cuerpo social, o mejor, un cuerpo social como
soberano”.4 La obsesión del pensamiento jurídico siempre fue determinar
cómo es posible constituir una “unidad política” definida por “la existen-
cia de un soberano individual o no, poco importa, pero poseedor por un
lado de la totalidad de sus derechos individuales y al mismo tiempo prin-
cipio de la limitación de estos derechos”.5

3
Véase Jacques Derrida, Du droit à la philosophie, París, Galilée, 1990.
4
Michel Foucault, “Les mailles du pouvoir”, op. cit., p. 1003 [238].
5
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París,
Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 286 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica.
Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2007, p. 326].

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la última lección de michel foucault

En consecuencia, la axiomática jurídico-deductiva no se sitúa ante


todo del lado de la resistencia, de la indocilidad, de la renuencia. No se
pone en el lugar de los gobernados. Se sitúa del lado del Estado. Habla
el discurso del Estado. Se afana en encontrar las maneras de justificar la
práctica gubernamental y la pretensión del Estado de ser lo que es.6 Para
hacerlo, construye toda una ficción del origen del Estado que debe mos-
trar cómo puede constituirse un poder “según cierta legitimidad funda-
mental, más fundamental que todas las leyes, que es una especie de ley
general de todas las leyes y puede permitir a estas funcionar como tales”.7
Y lo que Foucault pretende demostrar es que la concepción de esa legiti-
midad fundamental supone necesariamente la fabricación de cierta ima-
gen del sujeto como sujeto obediente: el ciudadano.
La teoría de la soberanía se adosa a esa figura central de la filoso-
fía occidental que es el sujeto de derecho. Sujeto de derecho y soberanía
constituyen las dos caras de un mismo paradigma. Uno no puede funcio-
nar sin otro. Ahora bien, ese sujeto, contrariamente a lo que se cree, no es
en primer lugar un ser que tenga conciencia de sus derechos y obre con el
fin de hacerlos actuar e imponerlos contra la razón de Estado. Al contra-
rio, se trata de un “sujeto a someter”:8

¿Qué caracteriza al sujeto de derecho? Que al principio tiene derechos na-


turales, claro está. Pero en un sistema positivo se convierte en sujeto de dere-
cho cuando acepta al menos el principio de ceder esos derechos naturales,
de renunciar a ellos, y suscribe una limitación de esos derechos, acepta el
principio de la transferencia. Es decir que el sujeto de derecho es por defi-

6
Por eso mismo, este modo de análisis está consustancialmente ligado a una actitud,
una manera, para el filósofo, de subjetivarse como legislador, de soñarse como hombre uni-
versal. La teoría política se pretende neutral. Querría llegar después de la batalla, ponerse
en el centro y por encima de la refriega. Su función sería hacer posible un armisticio, ima-
ginando cómo fundar un orden que reconcilie. En términos más generales, esto nos lleva-
ría a interrogarnos sobre las relaciones entre la filosofía y el Estado, entre el punto de vista
filosófico y el punto de vista estatal. Véase Jean-Louis Fabiani, Les Philosophes de la Répu-
blique, París, Minuit, 1988.
7
Michel Foucault, “Il faut défendre la société”. Cours au Collège de France, 1975-1976,
ed. de Mauro Bertani y Alessandro Fontana, bajo la dirección de François Ewald y Alessan-
dro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 1997, p. 38 [trad. esp.: Defender
la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 2000, p. 50]; el énfasis nos pertenece.
8
Ibid.; el énfasis nos pertenece.

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política, derecho, soberanía

nición un sujeto que acepta la negatividad, acepta la renuncia a sí mismo,


acepta, de alguna manera, escindirse y ser en cierto nivel poseedor de una
serie de derechos naturales e inmediatos, y en otro nivel, acepta el principio
de renunciar a ellos y se constituye por eso como otro sujeto de derecho
superpuesto al primero. La división del sujeto, la existencia de una tras-
cendencia del segundo sujeto en relación con el primero, una relación de
negatividad, de renuncia, de limitación entre uno y otro, caracterizarán la
dialéctica o la mecánica del sujeto de derecho, y en ese movimiento surgen
la ley y el interdicto.9

Así, el sistema voluntad-ley nos modela siempre de manera negativa,


limitativa. Lejos de destacar y valorar las capacidades de resistencia, in-
docilidad, renuencia, funciona como un principio de sujeción.
La filosofía política se sitúa pues del lado del mantenimiento del or-
den, del lado del Estado. No es un discurso de la libertad, de la autono-
mía, del individuo. Es un discurso de la obediencia; se basa en un acto
de legitimación del soberano, o de algo que representa la soberanía. En
otras palabras, no se sitúa del lado de las luchas sociales y no podrá pro-
porcionar instrumentos de resistencia. Proporciona a los gobernantes un
discurso que les da derecho a gobernar.
Además, la idea de que la axiomática jurídico-política, el lengua-
je del contrato social, de la voluntad general, de lo “político”, tienen la
función esencial de contrarrestar los movimientos de movilización e im-
pugnación mediante una llamada al orden político —y de que, en con-
secuencia, sirven para preservar al soberano de toda recusación radical
que pueda poner en peligro los fundamentos de su dominación y la
creencia en su legitimidad—, constituye la apuesta principal del curso de
Foucault en el Collège de France titulado Defender la sociedad.
En ese curso, Foucault toma por objeto la obra de Thomas Hobbes
y no la de Rousseau, y se hace dos grandes preguntas: por una parte,
¿por qué, con qué fin, en qué contexto y contra quién escribió Hobbes el
Leviatán? Y por otra, ¿cómo explicar que esta obra se haya constituido
como la fundadora de la filosofía política moderna?
Foucault rompe con las lecturas internas de los textos filosóficos
para mostrar hasta qué punto el Leviatán es un libro político que se

9
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., pp. 278 y 279 [315 y 316].

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la última lección de michel foucault

inscribe en una batalla ideológica: no se comprenderá nada de esta obra


si no se advierte que Hobbes escribe contra un adversario bien preciso.
Se opone a un conjunto de discursos que circulan y hasta proliferan en
la Inglaterra de mediados del siglo xvii. Esos discursos adoptan la forma
de análisis históricos: cuentan la conquista de los normandos sobre los
sajones, recuerdan la batalla de Hastings de 1066, la invasión de Ingla-
terra por las tropas de Guillermo el Conquistador, etc. ¿Por qué revivir
ese recuerdo del pasado? Para destacar que fue la guerra la que presidió
el nacimiento del Estado inglés. El origen de la dominación política de
la realeza y la nobleza en Inglaterra es impuro. Se estableció por la san-
gre, la arbitrariedad de una batalla, el sojuzgamiento de un grupo por
otro. Por consiguiente, la Corona inglesa no es legítima. No tiene funda-
mentos legales para gobernar. No representa al pueblo sino a un grupo
particular de conquistadores que se esfuerza por mantener su domina-
ción sobre otro.
A juicio de Foucault, la importancia de este tipo de discurso es mos-
trar cómo pudo (y, por ende, aún puede) la práctica de la historia utili-
zarse estratégicamente como un arma contra el soberano.10 La política
no representa a los ciudadanos más allá de sus intereses particulares. No
es el dominio de lo común, sino de la conquista. Es la “continuación de la
guerra por otros medios”: las leyes, el derecho, el Estado se inscriben en
una batalla original que prolongan. Su objetivo es mantener la relación
de fuerza inicial en favor de los vencedores: “En esta hipótesis, el papel
del poder político sería reinscribir perpetuamente esa relación de fuerza,
por medio de una especie de guerra silenciosa, y reinscribirla en las ins-
tituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los
cuerpos de unos y otros”.11
Al sacar a la luz la guerra como rasgo permanente de las relaciones
sociales y políticas, este proceder genealógico convoca casi necesaria-
mente a la insurrección: al negarse a considerar al soberano como al-
guien que nos representa, poner de manifiesto los orígenes grises del
Estado y designarlo por lo tanto como un adversario, da a la rebelión

10
Michel Foucault, “Il faut défendre la société”, op. cit., p. 255 [175]. Un gesto idéntico
moviliza el “proceder genético” de Bourdieu. Véase Pierre Bourdieu, Sur l’État. Cours au
Collège de France, 1982-1992, ed. de Patrick Champagne, Rémi Lenoir, Franck Poupeau y
Marie-Christine Rivière, París, Raisons d’Agir y Seuil, 2012.
11
Michel Foucault, “Il faut défendre la société”, op. cit., p. 16 [29].

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una forma de necesidad lógica e histórica. Y Hobbes, según Foucault,


habría escrito el Leviatán justamente para silenciar ese historicismo, para
desactivar la potencialidad subversiva que contiene. Y aun en líneas más
generales, agrega Foucault, la totalidad del discurso filosófico-jurídico
de la tradición occidental se construyó en una fijación obstinada con la
lucha, la conflictividad, y se postuló en oposición a los discursos que co-
difican las relaciones políticas en términos de enfrentamiento, es decir
que reinscriben el Estado en la guerra social en lugar de reconocerle una
superioridad.
Las nociones de contrato, derecho, cesión, representación permi-
tieron en efecto a Hobbes fabricar otra visión, otro relato, otra grilla de
inteligibilidad que no es la que encontramos plasmada en el discurso
histórico de la conquista. Para él, efectivamente, una vez que los venci-
dos, los derrotados, los “débiles” prefirieron la vida a la muerte, una vez
que cedieron y detuvieron la batalla, suscribieron un contrato, aceptaron
obedecer y, por eso mismo, “reconstituyeron una soberanía, hicieron de
sus vencedores sus representantes, volvieron a instalar un soberano”. En
otras palabras, no es la guerra, la derrota, la que funda de manera brutal
y fuera de la ley el nacimiento del Estado. Es la voluntad de los vencidos
de detenerla. Es, dice Foucault,

el miedo, la renuncia al miedo, la renuncia a los riesgos de la vida. Esto es


lo que abre las puertas del orden de la soberanía y un régimen jurídico que
es el del poder absoluto. La voluntad de preferir la vida a la muerte: esto va
a fundar la soberanía, una soberanía que es tan jurídica y legítima como la
constituida según el modelo de la institución y el acuerdo mutuo.12

Foucault bien lo sabe: el Leviatán suscitó miedo en la historia del pensa-


miento en razón de su carácter radical, de su elogio del absolutismo, de
su tendencia a legitimar cualquier autoridad estatal establecida. Y mu-
chos teóricos políticos elaboraron teorías diferentes, menos autoritarias,
que otorgaban menos “derechos” al soberano. Pero, para los filósofos,
dice Foucault, siempre vale más dar demasiado al Estado que no darle lo
suficiente. En otras palabras, el interés principal que representa el estudio
del dispositivo inventado por Hobbes estriba en mostrar hasta qué punto

12
Ibid., p. 82 [92].

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la última lección de michel foucault

el discurso de la teoría política es no solo un discurso reactivo, sino tam-


bién, y necesariamente, el discurso del Estado: las nociones de contrato,
voluntad general, ciudadano, política, etc., siempre tuvieron por función
cumplir un papel de legitimación. Por consiguiente, ese paradigma no
tiene nada de liberador. Funciona como un discurso de la sumisión, un
discurso de gobernantes, un discurso al servicio de la razón de Estado.
Funda la constitución jurídica de la soberanía política a partir de un acto
inaugural de sujeción e incluso de autosujeción, por medio del cual los
sujetos se constituyen o son constituidos como sujetos que quieren ser
gobernados. Lo cual se sitúa exactamente en el extremo opuesto de un
proceder crítico, que debe tomar por objeto las relaciones de sujeción y
estudiar cómo fabrican subjetividades. Por lo tanto, esas relaciones no
deben presuponerse o plantearse como una necesidad: deben ponerse
en el centro del análisis. A condición de deconstruirlas, seremos capaces
de proporcionar a los gobernados instrumentos para emanciparse. En
otras palabras, debemos situarnos necesariamente fuera del marco de la
filosofía del derecho y de los mitos de la política para buscar cómo fun-
dar una práctica teórica de la resistencia, la lucha y la insumisión.

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XII. La desobediencia civil en cuestión

La deconstrucción foucaultiana de la filosofía política y de la teoría


del derecho no solo se inscribe, desde luego, en el marco de una dis-
cusión histórica sobre los aportes del pensamiento de la burguesía y la
Ilustración. Está ligada a preocupaciones políticas contemporáneas. En
ese marco, es evidente que uno de los blancos de Foucault es la filosofía
conservadora tradicional, que siempre se valió de la ficción de la autono-
mía de lo político y del sujeto racional y de derecho contra el marxismo,
contra la idea de las luchas (y de la lucha de clases en particular) o contra
el determinismo sociológico.1 Pero puede señalarse que esta controver-
sia se despliega asimismo en el espacio de la teoría radical. En ese caso
remite a la cuestión de los instrumentos de la crítica, la manera como es
posible fundar un discurso de resistencia a la lógica estatal y acompa-
ñar los movimientos de insumisión que aspiran a una mayor libertad.
Puesto que, según Foucault, una práctica que hace suyas las categorías
jurídicas, que utiliza ese juego de conceptos y trata de descalificar el Es-
tado presente apelando a su derecho, su ciudadanía, un “universal por
venir”, etc., se condena a mantenerse dentro del régimen de la soberanía:
se opone a un estado dado de las relaciones de poder como tales. En una
palabra, adhiere a un sistema de sujeción al que no cuestiona.
Tal fue además el envite del célebre debate de 1974 durante el cual
Michel Foucault confrontó con Noam Chomsky en torno de la cuestión

1
Véase Didier Eribon, D’une révolution conservatrice et de ses effets sur la gauche
française, París, Léo Scheer, 2007.

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la última lección de michel foucault

de la desobediencia civil.2 En esta polémica Foucault parece aún muy


marcado por las categorías de pensamiento marxistas contra las cuales se
pronunciaría más adelante. A menos que la utilización de esas categorías
sea la resultante del hecho de que se conforma con discutir con Chomsky
en el propio terreno de este y dentro del sistema por él planteado. Lo cierto
es que una de las cuestiones centrales que atraviesan el debate es la de
si existe algo que pueda designarse como los “fundamentos” de la insu-
rrección obrera, e incluso, más generalmente, de las manifestaciones de
oposición política. ¿Es pertinente procurar justificar las movilizaciones
antiestatales? ¿Esas acciones pueden o deben pensarse por medio de ca-
tegorías jurídicas, y tratar de legitimarlas invocando el hecho de que se
inscriben en el horizonte de la legalidad, la justicia, la racionalidad?
La posición defendida por Chomsky es la más clásica y tranquili-
zadora. A su entender, el combate de los oprimidos debe librarse nece-
sariamente en nombre de la ley y de una justicia más pura. La rebelión
contra el Estado se efectúa en nombre de la idea de una sociedad mejor.
En ese sentido, habría que refutar los discursos que presentan como “ile-
gales” algunos de sus modos de acción. Esta calificación se apoyaría en
una ratificación de la definición de la justicia y la ley tal como la impone
el orden político establecido. Ahora bien, Chomsky opina que, en reali-
dad, es la lucha de clases la que tiene el derecho de su lado: el verdadero
derecho, el derecho racional. Es ella la que está justificada, aunque solo
lo esté por una justicia ideal y una legalidad superior venidera. En conse-
cuencia, el auténtico criminal es, a la inversa, el Estado actual: “Cuando
realizo un acto que el Estado considera ilegal, yo estimo que es legal; es
decir, considero que el Estado es criminal”.3 Chomsky compara la lucha
de clases con los actos de resistencia y desobediencia contra las guerras
imperialistas y sobre todo contra la guerra de Vietnam:

Elementos interesantes de este derecho [internacional], como los inscriptos


en los principios de Núremberg y en la Carta de las Naciones Unidas, auto-
rizan de hecho, aún más, en mi opinión requieren del ciudadano que actúe

2
Michel Foucault y Noam Chomsky, “De la nature humaine: justice contre pouvoir”, en
Dits et écrits, vol. 1, París, Gallimard, 2001, texto núm. 132, pp. 1339-1380 [trad. esp.: “De
la naturaleza humana: justicia contra poder”, en Estrategias de poder, en Obras esenciales,
vol. ii, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 57-104].
3
Ibid., p. 1369 [89].

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la desobediencia civil en cuestión

contra su propio Estado de una manera que es erróneamente considerada


criminal por el Estado. No obstante, se actúa con toda la legalidad, pues este
derecho internacional prohíbe la amenaza o el uso de la fuerza en los asun-
tos internacionales, salvo en circunstancias muy concretas que nada tienen
que ver con las condiciones en las que se desarrolla la guerra de Vietnam.
En este caso concreto, en el de la guerra de Vietnam, que a mí me interesa
enormemente, el Estado norteamericano actúa como un criminal. Y la gen-
te tiene derecho a impedir que los criminales cometan crímenes. Y aunque
el criminal pretenda que tu acción, cuando intentas pararlo, es ilegal, eso no
es necesariamente la verdad.4

Chomsky se inscribe así en la axiomática jurídico-deductiva, el camino


rousseauniano: el camino de la Revolución Francesa. Presupone que es
impensable no procurar fundar, legitimar las rebeliones, aunque solo sea
para poder distinguir la que es “justa” de la que no lo es. Por lo tanto,
siempre habría que disponer de un criterio de juicio, una norma para
evaluar la realidad, y son el razonamiento jurídico y el concepto de dere-
cho los que nos permitirían tenerlos: una rebelión será legítima, justa,
cuando sea posible inscribirla en el marco de una legalidad venidera —o,
mejor, someterla a esa legalidad— y definir sobre esa base la situación
presente como ilegal.5
Está claro que Foucault no recusa del todo la idea de que ese marco
puede ofrecer, desde cierto punto de vista, instrumentos de resistencia.
Pero no deja de ser cierto que, en su opinión, adosar la lucha social y
política a ese aparato conceptual nunca examinado como tal es fuerte-
mente problemático, porque los conceptos de “ley”, “justicia”, “sujeto de
derecho” se inscriben en el sistema que pretenden combatir. Por lo tanto,
en definitiva reproducirán necesariamente efectos de sujeción. Lejos de
darnos los medios de deshacer, deconstruir los mecanismos del ejercicio
de la soberanía política, ratifican, prolongan y naturalizan esos dispositi-
vos: “Me parece que la idea de justicia fue inventada y puesta en práctica
en diferentes tipos de sociedades como instrumento de un poder políti-
co y económico determinado, o como arma contra ese poder. Pero me

Ibid. [90]; el énfasis nos pertenece.


4

Véase Sandra Laugier y Albert Ogien, Pourquoi désobéir en démocratie?, París, La


5

Découverte, 2010.

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la última lección de michel foucault

parece que de todas formas la noción misma de justicia funciona en el


interior de una sociedad de clase”.6 Y por esa razón, concluye Foucault
un poco más adelante:

Contrariamente a lo que usted piensa, no me puede impedir creer que estas


nociones de naturaleza humana, de justicia, de realización de la esencia hu-
mana, son nociones y conceptos que se formaron en el interior de nuestra
civilización, en el interior de nuestro tipo de saber y de nuestro modo de
filosofar […], y que no podemos, por lo tanto, por muy lamentable que esto
resulte, servirnos de estas nociones para describir o justificar un combate
que debería —que debe en principio— estremecer los fundamentos mismos
de nuestra sociedad.7

6
Michel Foucault y Noam Chomsky, “De la nature humaine…”, op. cit., p. 1373 [94
(traducción ligeramente modificada)].
7
Ibid., p. 1374 [96 (traducción ligeramente modificada)].

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XIII. No dejar hacer al gobierno

¿Cómo salir del discurso del Estado? ¿Cómo combatir al Estado sin re-
currir a las armas, los vocabularios, los conceptos que nos inscriben, de
hecho, en un dispositivo estatal y que eo ipso nos configuran, por lo tan-
to, como sujetos obedientes, sujetos sometidos a un soberano? Esas son
las cuestiones que Michel Foucault se esforzó por responder desde me-
diados de la década de 1970. Lo que está en juego es importante. No por-
que solo se trate, como podría creerse, de elaborar una nueva teoría del
poder, alternativa e incluso opuesta a la concepción tradicional. En reali-
dad, se trata más bien de reflexionar sobre los medios con que contamos
para escapar a las ideas del fundamento, para romper con el razonamien-
to jurídico y para liberarnos de los mitos de la ley y “lo” político. Foucault
querría aquí asumir una nueva actitud: no ponerse, como los filósofos
políticos, del lado del Estado y los gobernantes, sino, al contrario, situar-
se del lado de los gobernados, sus combates y sus aspiraciones.
En muchos aspectos, me parece que su interés por el liberalismo y el
neoliberalismo solo puede comprenderse en ese contexto. A su entender,
en efecto, si el neoliberalismo introdujo una ruptura en la historia del
pensamiento, fue sobre todo porque hizo volar en pedazos los elemen-
tos constitutivos de la filosofía política y el normativismo jurídico. En
otras palabras, Foucault vio en los conceptos de “mercado”, “racionalidad
económica”, homo œconomicus, etc., instrumentos críticos sumamente
poderosos que permitían descalificar el modelo del Derecho, la Ley, el
Contrato, la Voluntad General, etc. Ese paradigma abre paso a la posibi-
lidad de hablar un lenguaje que no sea el del Estado.

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la última lección de michel foucault

Así, en Nacimiento de la biopolítica Foucault opone dos grandes tra-


diciones de análisis del poder y el soberano. Por un lado está el camino
axiomático, jurídico-deductivo, el camino rousseauniano del que acaba-
mos de hablar. Pero hay asimismo una tradición absolutamente alterna-
tiva, cuyo origen se remonta al radicalismo inglés. Esa tradición inventó
una nueva forma de examinar el Estado y oponerse, por abajo, a la razón
de Estado. Su característica principal es que no participa en el juego del
soberano. No utiliza las categorías del derecho. No plantea la cuestión de
la legitimidad de la acción del Estado. Se interesa en algo completamente
diferente, es decir, en su “utilidad”.
Cuando se analizan las prácticas gubernamentales, la actitud habi-
tual consiste en preguntarse si son “legítimas” o no, si la acción estatal
tiene un fundamento legal. Ahora bien, la economía política concibió un
nuevo modo de problematización: considera las prácticas gubernamen-
tales “desde el punto de vista de sus efectos”. Foucault toma el ejemplo
de los impuestos. Los liberales, los radicales ingleses, para plantear el
problema, no van a preguntarse qué es lo que autoriza a un soberano a
recaudar impuestos. Van a limitarse a decir:

[Q]ué va a pasar cuando se recaude un impuesto y cuando esto se haga en


un momento preciso y sobre tal o cual categoría de personas o tal o cual
categoría de mercancías. Importa poco que ese derecho sea legítimo o no,
el problema pasa por saber qué efectos tiene y si estos son negativos. En ese
momento se dirá que el impuesto en cuestión es ilegítimo o, en todo caso,
que no tiene razón de ser. Pero la cuestión económica siempre va a plantear-
se en el interior del campo de la práctica gubernamental y en función de sus
efectos, no en función de lo que podría fundarla en términos de derecho.1

Según Foucault, la propiedad esencial del radicalismo y el liberalismo


ingleses es pues que lograron emanciparse, liberarse del pensamiento
del Estado, debido a una aguda desconfianza con respecto a los dirigen-
tes y los gobernantes. Esta tradición fabricó algo inédito: una forma de

1
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Galli-
mard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 17 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en
el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 32].

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no dejar hacer al gobierno

analizar la política de manera no política. No pensará, como lo hacen


los revolucionarios y teóricos de la Ilustración, en términos de dere-
cho, legitimidad, contrato, etc. Evaluará la ley desde el punto de vista
de su utilidad o su inutilidad, es decir, de sus consecuencias perjudi-
ciales o no.
Foucault insiste en que el neoliberalismo contemporáneo se inscribe
en esa filiación. Hace suyo ese modo de cuestionamiento, esa manera de
problematizar, pero los radicaliza y los generaliza, como se ve sobre todo
en Estados Unidos. A partir de los años sesenta, en efecto, la crítica neo-
liberal del Estado concibió el mercado, el razonamiento mercantil, como
un instrumento de evaluación del gobierno. Los neoliberales erigieron
una suerte de “tribunal económico permanente” del gobierno para juz-
gar, ponderar cada una de sus actividades en nombre de la ley del mer-
cado. En otras palabras, en el dispositivo neoliberal la forma mercado se
vuelve permanentemente contra el gobierno. Ya no se trata, como en el
caso del liberalismo clásico, de pedir al Estado que “deje hacer” al merca-
do. Se trata de partir del mercado para “no dejar hacer al gobierno”:

La grilla económica podrá y debe permitir testear la acción gubernamen-


tal, juzgar su validez, permitir objetar en la actividad del poder público sus
abusos, sus excesos, sus inutilidades, la prodigalidad de sus gastos. En pocas
palabras, con la aplicación de la grilla económica […] se trata de inculcar
y justificar una crítica política permanente de la acción política y la acción
gubernamental. Se trata de filtrar toda la acción del poder público en tér-
minos del juego de la oferta y la demanda, en términos de eficacia sobre los
datos de ese juego, en términos del costo que implica esa intervención del
poder público en el campo del mercado. Se trata, en suma, de constituir, con
respecto a la gubernamentalidad efectivamente ejercida, una crítica que no
sea simplemente jurídica o simplemente política. Es una crítica mercantil,
el cinismo de una crítica mercantil opuesta a la acción del poder público.2

Es obvio que Foucault no ignora los peligros que puede representar


ese tipo de práctica. Por lo demás, menciona como ejemplo de ins-
titución que se asigna el objetivo de evaluar la política en términos de
costos y beneficios el American Enterprise Institute, destacado ejemplo

2
Ibid., p. 252 [284].

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de la reacción republicana contra el Estado de bienestar y la sanción de


medidas sociales por parte de los demócratas.
Pero creo que, en el fondo, su principal interés está en el gesto de in-
sumisión e incluso, cabría decir, la especie de golpe de Estado que llevan a
cabo los neoliberales. Los discursos que siguen presos en las categorías de
la política permanecen inscriptos dentro del sistema del soberano. Pue-
den, es cierto, invocar esos derechos para poner límites al ejercicio del
gobierno (cuando algunas de sus acciones aparecen como ilegítimas o ex-
trajurídicas), pero jamás pueden impugnar el fundamento de la autoridad
pública, interrogar la forma Estado en sí misma y recusar su pretensión
fundamental de hacernos obedecer. Al rechazar las categorías jurídicas
y disolver la práctica gubernamental en la economía, el neoliberalismo
va mucho más lejos. No se conforma con limitar el poder del soberano:
“Hasta cierto punto lo hace caducar […] decreta su caducidad”.3 La pro-
blemática neoliberal tiene una función de descalificación del soberano. El
cálculo económico desmitifica lo político, lo derriba de su pedestal. Aquí
se recusa la idea de que habría que obedecer a la ley porque es legítima,
porque es la encarnación de una “voluntad” jurídica y general. No se le
reconoce una autoridad específica. Queda sometida a la evaluación uti-
litarista. No tiene valor en sí misma; solo lo tendrá si sus beneficios son
superiores a sus costos, de modo que la idea misma de obediencia, de res-
peto de la autoridad, no tiene sentido en el marco neoliberal.
Por esa razón Foucault insiste en que el mundo económico y el mundo
jurídico-político aparecen como mundos “heterogéneos e incompatibles”.4
El homo juridicus, el sujeto de derecho, es un hombre que acepta la negati-
vidad, la trascendencia, la limitación, la obediencia a la ley. Pero el homo
œconomicus, por su parte, no renuncia jamás a su interés: se inscribe en
una mecánica egoísta, sin duda, pero sobre todo sin trascendencia; nun-
ca detiene el proceso de maximización de su utilidad en nombre de exi-
gencias presentadas como “superiores”.5 De ese modo, hace imposible la

3
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 296 [332].
4
Ibid., p. 286 [326].
5
Ibid., p. 279 [316]. Se advierte, pues, que no se trata aquí de elaborar una crítica gro-
sera del Estado en nombre del individuo, puesto que tanto la tradición jurídica como la
económica son tradiciones individualistas. Sin embargo, no fabrican un mismo concepto
de individuo: en un caso, este se construye como un sujeto obediente, mientras que en otro
es un agente que afirma sus intereses.

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no dejar hacer al gobierno

constitución de una unidad política definida por la existencia de un so-


berano, porque ese proceso requiere la renuncia a los propios derechos,
su transferencia a algún otro:6 el homo œconomicus “no se integra al con-
junto del que forma parte, al conjunto económico, a través de una trans-
ferencia, [una] sustracción, [una] dialéctica de la renuncia, sino de una
dialéctica de la multiplicación espontánea”,7 que es la del mercado libre y
centralizado, el intercambio en que la voluntad de cada cual va a concor-
dar con la voluntad de los otros. El neoliberalismo sustituye así la coac-
ción moral o social por los contratos; privilegia la forma asociaciones (en
plural) en desmedro de la organización estatal.8 Y por esta razón pudo
acompañar ciertas utopías comunitarias, como por ejemplo en Robert
Nozick, que define la sociedad neoliberal como un espacio indetermina-
do que deja a cada uno la posibilidad de promover una sedición y crear
nuevos mundos.9

El homo œconomicus aparece pues, en sentido propio, como un ser ingo-


bernable. En otras palabras, no solo hay que concebir esta figura como
un modelo o una herramienta de conocimiento utilizada por la ciencia
económica. Se trata de un instrumento polémico, un arma construida,
sistematizada y teorizada a fin de sostener un discurso crítico del Es-
tado, de cuestionamiento del ejercicio de la soberanía. El neoliberalis-
mo constituye en ese sentido una de las formas que, en un momento
dado, tomaron “la afirmación o la reivindicación de la independencia de
los gobernados” con respecto a la gubernamentalidad.10 Y por esa razón
tiene un carácter tan precioso a los ojos de Foucault. En efecto, al opo-
ner la lógica jurídica y la lógica neoliberal, el homo juridicus y el homo
œconomicus, Foucault consigue poner de manifiesto hasta qué punto, en
las sociedades contemporáneas, el poder político funciona a fuerza de
obediencia, resignación, negatividad. La salida de ese dispositivo revela

6
Ibid., p. 286 [326].
7
Ibid., pp. 295 y 296 [332].
8
Véase Henri Arvon, Les Libertariens américains. De l’anarchisme individualiste à
l’anarcho-capitalisme, París, Presses Universitaires de France, 1983.
9
Robert Nozick, Anarchie, État et utopie, trad. de Évelyne d’Auzac de Lamartine, París,
Presses Universitaires de France, 1988, p. 365 [trad. esp.: Anarquía, Estado y utopía, Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988].
10
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 43 [62].

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la última lección de michel foucault

ser con ello una tarea urgente, que exige inventar modos de cuestiona-
miento no políticos de lo político. Foucault nos invita por eso mismo a
repensar las condiciones de elaboración de una práctica emancipadora,
y nos impone tomar conciencia del hecho de que una crítica del neolibe-
ralismo que haga el elogio del derecho, la política o la soberanía no sería
satisfactoria sino, al contrario, potencialmente regresiva y reaccionaria.

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XIV. El homo œconomicus, la psicología
y la sociedad disciplinaria

Para cerrar esta exploración de la relación de Foucault con el neolibe-


ralismo, me gustaría mencionar un último aspecto. Este es más difícil
de abordar que los anteriores, porque Foucault solo le dedica algunas
páginas en su curso. En ese sentido, podríamos sentirnos inclinados a
creer que se trata de una cuestión lateral y de importancia relativa. En
realidad, me parece que se trata de un punto central, ya que remite a la
cuestión de la norma, del funcionamiento del poder disciplinario en las
sociedades contemporáneas, y a una cuestión paralela, la del papel de la
psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis.
Esta interrogación atraviesa dos clases de Nacimiento de la biopolítica
consagradas a la economía de la elección racional, al modelo del homo
œconomicus y sobre todo a los trabajos de Gary Becker. El objetivo de
esas clases es destacar que no puede considerarse al neoliberalismo úni-
camente bajo el aspecto de una doctrina política o filosófica. También
hay que tomar en cuenta el hecho de que aportó a la ciencia económica
una sustancial renovación epistemológica.
Foucault señala en efecto que, desde Adam Smith y hasta mediados
del siglo xx, el análisis económico se definía por su objeto: se presenta-
ba como el estudio de los mecanismos de producción, intercambio y re-
parto de las riquezas. La economía era la ciencia de un sector específico
de la realidad, la realidad económica, caracterizada por ejemplo por el
consumo, la inversión, la división del trabajo, el crecimiento, etc. Ahora
bien, el neoliberalismo, en especial en su versión estadounidense, pro-
puso otra concepción. Refirió la economía no a un objeto sino a una

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actividad: la ciencia económica es la ciencia de las elecciones racionales.


Se define como “el análisis del modo de asignación de recursos a fines
que son antagónicos”. Foucault precisa:

En otras palabras, tenemos recursos escasos para cuya utilización eventual


no contamos con un solo fin o con fines acumulativos, sino con fines entre
los cuales es preciso elegir, y el punto de partida y el marco general de refe-
rencia del análisis económico deben ser el estudio del modo como los indi-
viduos asignan esos recursos escasos a fines que son excluyentes entre sí.1

Esta redefinición de la disciplina económica —formulada por primera


vez por Lionel Robbins— tuvo un papel considerable en la historia del
pensamiento. Dio inicio a un movimiento que se designó como el impe-
rialismo de la economía en las ciencias sociales: una vez que la economía
se postula como la ciencia de las elecciones racionales, el estudio de la
manera como los individuos deciden asignar sus recursos a tal uso y no
a tal otro, aquella tiene derecho a atribuirse como proyecto el análisis del
conjunto de los comportamientos humanos y no solo los que se codifi-
can tradicionalmente como económicos; tener hijos o no tenerlos, casar-
se o no casarse, cuidar la propia salud o no, proseguir los estudios o no,
drogarse o no…, son acciones que constituyen otras tantas decisiones re-
sultantes de cálculos explícitos o implícitos y, en consecuencia, están de
derecho en la órbita de un análisis económico.
Uno de los golpes de fuerza del neoliberalismo consiste, así, en pro-
ponerse descifrar en términos mercantiles toda una serie de realidades y
relaciones no mercantiles. El hombre ya no se piensa como un ser com-
partimentado que hace razonamientos económicos para sus acciones
económicas, pero que obedece más bien a valores sociales, morales, po-
líticos, psicológicos, etc., en los otros ámbitos de su existencia. Se lo con-
ceptualiza como un ser unificado, coherente. Se supone, entonces, que
aplica el cálculo económico a todo, es decir que se comporta como una
pequeña empresa empeñada, a cada instante, en maximizar su utilidad

1
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París,
Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 228 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica.
Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2007, p. 260].

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el homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria

bajo la coacción de los recursos a su disposición: el neoliberalismo se


propone utilizar el modelo del homo œconomicus como grilla de inteligi-
bilidad de todos los actores y todas las acciones.2
Es sabido que esta figura del hombre como ser racional constituye
probablemente una de las facetas más criticadas de la disciplina econó-
mica en su versión “ortodoxa”. Se la presenta como un revulsivo: sería
la demostración de que el neoliberalismo tiende a mostrarnos bajo los
rasgos mutiladores de seres interesados, materialistas, egoístas. Nos ha-
ría pasar por monstruos fríos y máquinas de calcular (para retomar la
expresión de Marcel Mauss), cuando en realidad somos seres comple-
jos, personas definidas por afectos, emociones y pasiones, valores espi-
rituales, etc. Aun en los sectores de la teoría crítica que pretenden erigir
al individuo en un valor de izquierda y el individualismo en un proyecto
emancipador, es sorprendente comprobar que, contra el homo œconomi-
cus, se esgrime la figura antimaterialista y antiutilitarista de la persona
dotada de sentimientos, afectividad, sentido moral, conforme a una retó-
rica asombrosamente cercana al personalismo cristiano.
Michel Foucault no recurre, en Nacimiento de la biopolítica, a esos
modos de descalificación. Muy por el contrario, se interroga sobre la
productividad del modelo del homo œconomicus y la fecundidad del ges-
to consistente en utilizar ese esquema para analizar los comportamien-
tos. Y, en ese marco, desarrolla extensamente un ejemplo bien preciso: el
del crimen, el castigo y la política penal tal como la estudió Gary Becker,
economista estadounidense laureado con el Premio Nobel, en un célebre
artículo de 1968 titulado “Crimen y castigo: un enfoque económico”.

Si Foucault decide desarrollar este ejemplo, no es desde luego por azar.


Se sabe que el estudio de los fenómenos de “desviación” y la manera de
codificarlos, construirlos y problematizarlos constituyó para él uno de los
instrumentos privilegiados de revelación del modo de funcionamiento
del poder “disciplinario” en las sociedades contemporáneas.
En efecto, desde mediados de la década de 1970, en sus cursos del
Collège de France El poder psiquiátrico y Los anormales y después, claro
está, en Vigilar y castigar, Foucault se consagró a analizar las metamorfosis

2
Gary S. Becker, The Economic Approach to Human Behavior, Chicago, University of
Chicago Press, 1976, p. 14.

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la última lección de michel foucault

del sistema penal y de la representación del criminal a partir de fines del


siglo xix. Uno de los temas que atraviesan su reflexión es mostrar hasta
qué punto la irrupción de la pericia psiquiátrica en la institución judicial
contribuyó a transformar radicalmente la percepción y el tratamiento del
criminal. Ya no se concibe a este como un simple “infractor”, término
por el cual Foucault entiende a un individuo definido por sus actos, por
lo que ha hecho. La pericia psicológica impone la idea de que el crimen
es también, y tal vez ante todo, la manifestación de una vida perversa,
de tendencias desviadas, de pulsiones inmorales y de inclinaciones de-
sordenadas, adquiridas especialmente en la infancia. De ese modo, ya no
se reduce a un mero acto de transgresión de la ley. Es un comportamien-
to arraigado en una psicología. El criminal deja de ser concebido como
un hombre normal; se lo construye como una “personalidad aparte”. Así,
Foucault sostiene en Los anormales:

[L]a pericia psiquiátrica permite doblar el delito, tal como lo califica la ley,
con toda una serie de otras cosas que no son el delito mismo, sino una serie
de comportamientos, maneras de ser que, claro está, se presentan en el dis-
curso del perito psiquiatra como la causa, el origen, la motivación, el punto
de partida del delito. En efecto, en la realidad de la práctica judicial, van a
constituir la sustancia, la materia misma susceptible de castigo.3

La importancia histórica de ese dispositivo obedece al hecho de haber


redefinido la representación del criminal y, por lo tanto, la significación
de lo que es un crimen en su relación con la ley. El crimen se convierte
en algo más que una conducta ilegal. Es la consecuencia y la manifesta-
ción de una irregularidad con respecto a normas éticas.

[L]a pericia psiquiátrica permite constituir un doblete psicológico ético del


delito. Es decir, deslegalizar la infracción tal como la formula el código, para
poner de manifiesto detrás de ella su doble, que se le parece como un her-
mano o una hermana, no sé, y hace de ella, justamente, ya no una infracción

3
Michel Foucault, Les Anormaux. Cours au Collège de France, 1974-1975, ed. de Valerio
Marchetti bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y
Seuil, col. Hautes Études, 1999, p. 15 [trad. esp.: Los anormales. Curso en el Collège de France
(1974-1975), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 28 (traducción ligera-
mente modificada)].

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el homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria

en el sentido legal del término, sino una irregularidad con respecto a una
serie de reglas que pueden ser fisiológicas, psicológicas o morales.

Y Foucault concluye: “De hecho, lo que el psiquiatra propone en ese mo-


mento no es la explicación del crimen: lo que hay que castigar es en reali-
dad la cosa misma, y sobre ella debe cabalgar y pesar el aparato judicial”.4
En otras palabras, el surgimiento de la psiquiatría, del poder psi-
quiátrico, contribuyó a dar un nuevo espesor a las divisiones establecidas
por la ley. La separación entre lo lícito y lo ilícito se acompañó de varias
otras significaciones. En lo sucesivo, separa igualmente lo moral de lo in-
moral, lo normal de lo anormal, etc. El sistema judicial ya no tiene que
vérselas con un “infractor” sino con un “delincuente”. La criminalidad ya
no se evalúa desde un punto de vista legal, sino desde un punto de vista
psicológico moral. En ese sentido, el poder psiquiátrico fabrica un nuevo
tipo de hombre, el homo criminalis, caracterizado por el hecho de que,
para definirlo, es menos pertinente su acto que su vida. Lo cual implica
no solo que resulte imposible aprehenderlo sin conocer su biografía y su
modo de existencia (no basta con preguntar al delincuente qué ha hecho,
hay que interrogarlo sobre lo que él mismo es), sino asimismo —y con
igual importancia— que, en cierta forma, el criminal existe con anterio-
ridad a su crimen (y, en última instancia, al margen de él), acto este que
no constituye más que la manifestación última de desarreglos psicológi-
cos o morales preexistentes.5
Foucault destaca hasta qué punto esa psicologización del ámbito de
la criminalidad contribuyó a modificar la función de la pena y el papel
de la institución judicial: estas ya no solo procuran reprimir un acto o
imponer una reparación del daño. Se integran a un dispositivo de aten-
ción y enderezamiento del criminal. Puesto que el “anormal” ya no solo
debe ser castigado en el sentido penal del término. Debe ser reeducado,
corregido, transformado. La reconceptualización del crimen encarada
por la psiquiatría desembocó así en la instauración de un nuevo tipo de
poder en el cruce de lo médico y lo judicial: el poder de “normalización”.
Y este, como es obvio, no surgió de la nada ni de manera autónoma:

4
Ibid., pp. 16 y 17 [29 y 30].
5
Michel Foucault, Surveiller et punir. Naissance de la prison, París, Gallimard, 1975,
p. 292 [trad. esp.: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, Siglo xxi, 1976].

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la última lección de michel foucault

representa una de las modalidades del nacimiento de las disciplinas como


técnicas modernas de control y adiestramiento de los individuos.
Como lo ha mostrado Didier Eribon, una de las ideas centrales de-
sarrolladas por Foucault desde mediados de los años setenta es pues que,
en nuestras sociedades, la mecánica del poder está consustancialmente
ligada a la emergencia y la difusión de la “función psi”, es decir, de la psi-
quiatría y el psicoanálisis, así como de las nociones de interioridad, per-
sonalidad, inconsciente familiar, etc. De modo tal que una crítica radical
de las normas de sujeción no puede ahorrarse una crítica radical de la
concepción psicológica del sujeto.6
Y precisamente por eso el proceder neoliberal, y en especial su ma-
nera de analizar el crimen, intrigaron tanto a Foucault. Ese modo de aná-
lisis, marcado por un antipsicologismo fundamental, le pareció capaz, en
efecto, de dar paso a una deconstrucción del discurso psiquiátrico y del
paradigma disciplinario.
De hecho, el antipsicologismo constituye el aspecto metodológico
básico de la economía neoclásica: es su fundamento negativo. Gary Bec-
ker lo enuncia de manera extremadamente fuerte en la introducción a su
obra The Economic Approach to Human Behavior. Becker insiste allí en
que la economía moderna se asigna como proyecto romper con las cien-
cias que pretenden explicar el comportamiento de los individuos invo-
cando sus gustos, sus inclinaciones morales, su psicología, su cultura, su
identidad, etc. A su entender, esta actitud es simplista y lleva a proponer
explicaciones perezosas y a menudo casi tautológicas. Pero, sobre todo,
los análisis de esta índole se refieren a realidades inobservables, a carac-
terísticas mentales “internas” que, más que establecerse objetivamente,
se presuponen. Esa es la razón por la cual la economía se propone partir
del postulado inverso: presupone que los individuos son idénticos, que
tienen gustos y disgustos comparables.7 Por consiguiente, se vedará por
principio explicar la diferencia de sus comportamientos en función de la
diferencia de sus rasgos “psicológicos”. Para rendir cuentas de la varia-
bilidad de las prácticas solo podrá invocar la diferencia de los entornos

6
Didier Eribon, Échapper à la psychanalyse, París, Léo Scheer, 2005 [trad. esp.: Escapar
del psicoanálisis, Barcelona, Bellaterra, 2008].
7
George J. Stigler y Gary S. Becker, “De gustibus non est disputandum”, en The American
Economic Review, vol. 67, núm. 2, marzo de 1977, pp. 76-90.

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el homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria

en los que se han movido las personas, la disimilitud de los contextos en


los cuales viven. En otras palabras, la economía trata a los actores como
homines œconomici superponibles pero que se encuentran en situaciones
distintas. Lo cual abre el camino a una politización de la casi totalidad de
las dimensiones de la existencia humana.
Es fácil comprender con ello en qué sentido la aplicación del mode-
lo del homo œconomicus al crimen va a transformar radicalmente la per-
cepción de ese fenómeno y sus “causas”: puesto que aquí no se presumirá
en ningún caso que el criminal difiere del “adaptado”. No se le atribuirán
características psicológicas o inclinaciones singulares, perversas. El he-
cho de llevar a cabo actividades criminales o, a la inversa, actividades
legales no es la expresión de tendencias inscriptas en un psiquismo. Esa
elección depende sencillamente de las incitaciones objetivas que reciben
los individuos, de los beneficios (o los costos) que son capaces de extraer
al realizar tal acto y no tal otro: el crimen es un acto racional. Un crimi-
nal solo es alguien que corre el riesgo de ser castigado por la ley porque,
en la situación concreta en la que se encuentra, la anticipación de la ga-
nancia del crimen es superior a la anticipación de la pérdida que sufrirá
si lo detienen o castigan.8
La importancia de este tipo de análisis radica en primer lugar, como
se comprenderá, en desdramatizar la reflexión sobre el crimen, liberarla
del influjo que ejercen sobre ella las categorías morales y moralizadoras.
Pero sobre todo, la economía neoclásica, y Gary Becker en particular,
arrancan al criminal de las garras de la psiquiatría: en efecto, dice Fou-
cault, si se define el crimen como

la acción cometida por un individuo al correr el riesgo de ser castigado por


la ley, verán que no hay entonces ninguna diferencia entre una infracción al
código de circulación y un asesinato premeditado. Esto quiere decir asimis-
mo que el criminal, según esta perspectiva, no está marcado ni es interroga-
do en absoluto sobre la base de rasgos morales o antropológicos. El criminal
es cualquier hijo de vecino.

8
Gary S. Becker, The Economic Approach to Human Behavior, op. cit., pp. 40-46. Véase
también, del mismo autor, “The Economic Way of Looking at Life” (conferencia de recep-
ción del Premio Nobel, 1992), en The Journal of Political Economy, vol. 101, núm. 3, junio
de 1993, pp. 385-409.

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la última lección de michel foucault

La economía clásica neoliberal produce así lo que Foucault llama “bo-


rradura antropológica del criminal”. Recusa la pertinencia de las opera-
ciones de clasificación de los individuos entre normales y anormales, así
como todas las distinciones que han podido establecerse entre “crimina-
les natos, criminales ocasionales, perversos y no perversos, reincidentes,
etc.”. Todo esto, dice Foucault, “no tiene ninguna importancia”.9 Por con-
siguiente, con el neoliberalismo queda potencialmente desestabilizada o
se derrumba la totalidad del sistema penal, dado que este se apoya en la
patologización del criminal y el poder psiquiátrico:

En ese sentido, se darán cuenta de que el sistema penal ya no tendrá que


ocuparse de esa realidad desdoblada del crimen y el criminal. Se ocupará
de una conducta, de una serie de conductas que producen acciones, y estas
acciones, de las que los actores esperan una ganancia, son afectadas por un
riesgo especial que no es el de la mera pérdida económica sino el riesgo
penal e incluso el de esa misma pérdida económica infligida por un sistema
penal. El propio sistema penal, por lo tanto, no tendrá que enfrentarse con
criminales, sino con gente que produce ese tipo de acciones.10

Se comprende entonces por qué Michel Foucault vio el neoliberalismo


como una instancia de crítica radical de los fundamentos del ejercicio
del poder disciplinario. Hay en efecto una relación consustancial entre
las disciplinas y la psicología: la disciplina caracteriza el tipo de poder
que se asigna el proyecto de investir e instituir los psiquismos. Pretende
corregir a los individuos desde adentro mediante mecanismos internos
de sujeción. Esta concepción aparece, por ejemplo, en la redefinición ac-
tual de la función de la ley tal como la ha estudiado Marcela Iacub, una
ley que se erige cada vez más como una instancia simbólica destinada
a actuar sobre las subjetividades y regular las conciencias, en lugar de
los comportamientos.11Ahora bien, el antipsicologismo de la economía

9
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., pp. 258 y 264 [293, 301 y 302].
10
Ibid., p. 258 [293].
11
Marcela Iacub, “Le couple homosexuel, le droit et l’ordre symbolique”, en Le Crime
était presque sexuel et autres essais de casuistique juridique, París, Flammarion, 2009. Véase
también, de la misma autora, “L’esprit des peines: la prétendue fonction symbolique de la
loi et les transformations réelles du droit pénal en matière sexuelle”, en L’Unebévue, núm.
20, otoño de 2002, pp. 9-28.

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el homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria

la lleva a descalificar esa imagen del poder. Este no debe actuar sobre
los jugadores: no puede sino conformarse con intervenir en las reglas
del juego y las variables del medio. Debe retirarse de las mentes y darse
como único punto de aplicación las coordenadas exteriores a las cuales
los individuos se enfrentan y responden. En otras palabras, la política
neoliberal no es disciplinaria. Encarna una tentativa de resistirse a esa
concepción del poder en nombre de otro tipo de política, que se definirá
como una política pura y estrictamente “ambiental”.12
Pero, por otra parte, me parece importante destacar que, al redefinir
el campo legítimo de intervención del poder, el neoliberalismo promue-
ve asimismo una visión del mundo y un proyecto de sociedad que no tie-
nen nada que ver con el proyecto de una sociedad disciplinaria.
Foucault, en efecto, insiste in extenso en el hecho de que la cons-
trucción psiquiátrica de una cantidad de individuos como “anormales”
está consustancialmente ligada al establecimiento de mecanismos de
enderezamiento y normalización. En otras palabras, la sociedad disci-
plinaria se construye en el horizonte de la norma. Valora la conformi-
dad. Interviene en los individuos mediante procedimientos de sujeción
interna destinados a adiestrarlos, pautarlos, predisponerlos a jugar se-
gún las reglas del juego. En un plano ideal, la sociedad disciplinaria sería
una sociedad sin crimen, sin desviación, sin diferencias. Es cierto, una
de las características del poder disciplinario es que funciona en la indi-
viduación, que fabrica individuos. Pero esta acción particularizada tiene
justamente la función de incrementar la eficacia de las operaciones de
adiestramiento.13
Ahora bien, la aplicación del razonamiento económico a la política
penal va a introducir una ruptura con respecto a esta visión de las cosas.
Los economistas parten de una constatación simple: es cierto, disminuir
la delincuencia (lo que ellos llaman enforcement) es beneficioso. Pero, al
mismo tiempo, esa lucha tiene un precio, en términos de efectivos po-
liciales, de funcionamiento de la justicia, etc. Por consiguiente, la idea
misma de suprimir por completo el crimen e identificar y castigar a la
totalidad de los criminales es absurda. El costo de una política semejante
sería desmesurado, desproporcionado, es decir, muy ampliamente supe-

12
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 274 [309 y 310].
13
Michel Foucault, Surveiller et punir, op. cit., p. 200.

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la última lección de michel foucault

rior a los beneficios que la sociedad obtuviera de ella. Y sobre esa base
los neoliberales se proponen una reformulación del problema de la po-
lítica penal. Ya no se trata de preguntarse, a semejanza de lo que se hace
clásicamente, cómo luchar contra el crimen y cómo reprimirlo. Se trata
más bien de determinar —Foucault cita aquí a Gary Becker— “cuán-
tos delitos deben permitirse […], cuántos delincuentes deben quedar
impunes”.14
Entonces, ¿cuál es el ideal, el horizonte de una sociedad neoliberal?
No, de ningún modo, el de la normalización. La idea de los economistas,
a juicio de Foucault, es más bien que “la sociedad no tiene una necesidad
indefinida de conformidad. La sociedad no tiene ninguna necesidad de
obedecer a un sistema disciplinario exhaustivo. Una sociedad está có-
moda con cierto índice de ilegalidad y estaría muy mal si quisiera redu-
cirlo indefinidamente”.15 En consecuencia, la sociedad neoliberal no se
fija como objetivo la normalización, el control de los individuos. Es una
sociedad de la pluralidad. Está marcada por algo así como una “toleran-
cia” otorgada a los individuos “infractores” y las prácticas minoritarias.
No procura suprimir los “sistemas de diferencias” sino optimizarlos, por
medio del establecimiento de sistemas descentralizados de compensa-
ción entre los agentes.
Está claro —y Foucault lo sabe— que ese proyecto de sociedad cons-
tituye una pura construcción intelectual. Pero el uso que él le da permite
discernir lo que entendía cuando se proponía valerse del neoliberalismo
como un test, un instrumento de crítica de la realidad y el pensamiento.
Puesto que por medio de la imagen del homo œconomicus Foucault des-
taca la posibilidad de imaginar una representación del acto criminal que
no sea la proporcionada por la psicología o la psiquiatría. Con ello se de-
rrumba la pretensión de la psiquiatría de proponer una descripción fiel
de un dato empírico (el hombre “concreto”, el hombre tal cual es, el hom-
bre en su verdad). Si son concebibles otras construcciones al margen del
discurso psicológico, eso significa que este también constituye una cons-
trucción. El carácter ficticio del homo œconomicus permite pues, por la
comparación, revelar la multitud de hipótesis implícitas y de elecciones

14
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 262 [298].
15
Ibid., p. 261.

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el homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria

arbitrarias en las cuales se apoya el poder psiquiátrico, y es manifiesto


entonces que también la figura del “anormal” supone un artificio.
El razonamiento económico, el razonamiento por modelo y abs-
tracción, suele ser criticado por su irrealismo. Pero nos damos cuenta de
que encarna un instrumento muy vigoroso de desnaturalización: pone
en cuestión la imagen que nos hacemos de la realidad; nos fuerza a rom-
per con la adhesión espontánea que acordamos a esta, y nos enfrenta a
la posibilidad de imaginar otras maneras de mirarla y construirla, con-
trariamente al enfoque etnográfico dominante en las ciencias sociales,
que resulta en análisis redundantes del mundo. La analítica neoclásica
ofrece armas para deshacer el influjo de los modos de pensamiento psi-
cologizantes y morales y poner freno a la mecánica implacable del fun-
cionamiento del poder disciplinario. En otras palabras, reconstituir lo
producido por el neoliberalismo no representa un objetivo en sí. Es una
estrategia. Es, para Foucault, una táctica teórica que permite entrever la
forma que podría tomar una ofensiva contra la sociedad disciplinaria: es
uno de los puntos de apoyo posibles para la elaboración de prácticas de
desujeción.

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Índice de nombres

Althusser, Louis: 50 n. Giscard d’Estaign, Valéry: 18.


Arendt, Hannah: 51 n., 86 n. Guesnerie, Roger: 41 n.
Arvon, Henri: 101 n. Guillermo el Conquistador, Guillermo I
Audard, Catherine: 41. de Inglaterra, llamado: 90.

Becker, Gary: 23, 36, 42, 103, 105, 108, Habermas, Jürgen: 52 n., 55, 86 n., 87.
109, 112. Hayek, Friedrich A.: 19-21, 23, 32,
Berenson, Bernard: 83. 33 n., 34, 36, 40-42, 44, 45, 61,
Berlin, Isaiah: 44, 48, 49, 57-59, 62, 62, 64, 65 n., 77, 78 n.
77 n. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: 59.
Böhm, Franz: 36. Helvétius, Claude-Adrien: 59.
Brown, Wendy: 35 n. Herder, Johann Gottfried von: 58.
Burke, Edmund: 58. Hobbes, Thomas: 56, 87, 89-91.

Caré, Sébastien: 33 n. Iacub, Marcela: 67 n., 110.


Cassirer, Ernst: 50 n.
Chomsky, Noam: 93-95, 96 n. Jevons, William Stanley: 40.

Derrida, Jacques: 87. Kant, Immanuel: 48, 51, 52, 55, 56.
Durkheim, Émile: 56. Kymlicka, Will: 53 n., 87.

Eribon, Didier: 56 n., 67, 93 n., Laugier, Laura: 95 n.


108.
Eucken, Walter: 36. Marshall, Alfred: 40.
Marx, Karl: 27, 28, 59.
Fabiani, Jean-Louis: 88 n. Mauss, Marcel: 105.
Fichte, Johann Gottlieb: 59. Menger, Carl: 40.
Friedman, Milton: 19, 23, 43 n. Mill, John Stuart: 44.

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la última lección de michel foucault

Nozick, Robert: 34, 101. Say, Jean-Baptiste: 35.


Schmidt, Helmut: 18, 82.
Ogien, Albert: 95 n. Sen, Amartya: 52.
Skinner, Quentin: 49 n.
Platón: 59. Smith, Adam: 35, 37, 103.
Sombart, Werner: 25.
Rawls, John: 48, 52, 53, 55, 87. Spinoza, Baruch: 59.
Reagan, Ronald: 19. Stigler, George J.: 108 n.
Ricardo, David: 35.
Robbins, Lionel: 104. Thatcher, Margaret: 19.
Rothbard, Murray: 44.
Rousseau, Jean-Jacques: 48, 49, Veyne, Paul: 79.
50 n., 51, 52, 55, 56, 59, 77, Voltaire, François Marie Arouet,
86, 87, 89. llamado: 77.
Von Mises, Ludwig: 36, 40.
Saint-Simon, Henri de: 56.
Sartre, Jean-Paul: 76. Walras, León: 40.

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Esta edición de La última lección de Michel Foucault, de Geoffroy de Lagasnerie,
se terminó de imprimir en el mes de junio de 2015 en los Talleres Gráficos
Nuevo Offset, Viel 1444, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
Consta de 2.500 ejemplares.

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