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CLASE 4
¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMPRESAS?
Por Charles Handy
Profesor
José Luis Farías G.
Marzo 2019
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¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMPRESAS?1
Por Charles Handy
¿Será posible que los capitalistas lleguen a echar abajo el capitalismo? A principios
de este año, un periodista del New York Time formulaba esa pregunta a medida que
se acumulaban uno tras otro los escándalos contables en algunas grandes empresas
estadounidenses. Su conclusión era que no, que probablemente no. Unas pocas
manzanas podridas no lograrían contaminar al resto, los mercados sabrían separar
las buenas de las malas y luego el mundo seguiría marchando como antes.
Estos escenarios extremos habrían sido para la risa hace pocos años, cuando parecía tan
evidente el éxito del capitalismo al estilo estadounidense, pero nadie debería reírse ahora.
En los últimos escándalos, la verdad fue sacrificada en aras de la conveniencia y la
necesidad (como lo entendían las empresas) de asegurar a los mercados que se iban a
alcanzar las utilidades anunciadas. John May, analista bursátil de un servicio estadounidense
para inversionistas, puntualizó que los anuncios pro forma de utilidades que hicieron las 100
mayores empresas del Nasdaq en los primeros nueve meses de 2001 sobrepasaron las
ganancias efectivas y auditadas en US$ 100.000 millones. Y ahora parece que incluso las
cuentas auditadas a menudo mostraron las cosas mejor que lo que realmente eran.
La confianza, además, es muy frágil. Es como una pieza de porcelana, que una
vez que se rompe nunca vuelve a ser la misma. Y la confianza depositada por la
gente en las empresas, y en quienes la lideran, se está resquebrajando. Muchas
personas sienten que los directivos no dirigen sus empresas en beneficio del
consumidor ni siquiera en el de sus accionistas o empleados, sino sólo por ambición
personal y buscando su propio beneficio económico. Una encuesta realizada a
principios de este año por Gallup descubrió que 90% de los estadounidenses sentía
que no podía confiar en que la gente al mando de corporaciones cuidara de los
intereses de sus empleados, y sólo 18% pensaba que las corporaciones se
preocupaban mucho de sus accionistas. De hecho, 43% pensaba que los altos
directivos sólo se preocupaban de sí mismos. En Gran Bretaña, según otra encuesta,
esta cifra llegaba a 95%.
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HBR Junio 2010. Recopilado y adaptado para los estudiantes de la FEN. UDP:
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¿Qué es lo que ha salido mal? Resulta tentador culpar a quienes ocupan los
puestos más altos. "El capitalismo es la convicción increíble de que los hombres más
malvados harán las cosas más malvadas por el máximo de bien de todos", escribió
una vez Keynes. Exageraba, desde luego. Es posible acusar a algunos líderes
empresariales de codicia, falta de escrutinio de los asuntos corporativos o de haber
sido insensibles o indiferentes a la opinión pública, pero afortunadamente sólo unos
pocos han sido culpables de haber estafado de manera deliberada o de haber
actuado con maldad. Lo único que han hecho ha sido participar en el juego según las
nuevas reglas.
También han tenido una gran culpa en esto las opciones de acciones (stock options),
convertidas en las nuevas hijas predilectas del capitalismo bursátil. En 1980 sólo 2% del
salario de los ejecutivos estaba vinculado a las opciones de acciones, y ahora se cree que
ese porcentaje puede ser superior a 60%. Como es hasta cierto punto natural, los ejecutivos
quieren hacer efectivas sus opciones de acciones lo más rápidamente posible, en vez de
confiar en la gestión que emprenderán sus sucesores. Las opciones de acciones han
adquirido también popularidad en Europa, al salir a la bolsa cada vez más empresas.
Muchos europeos piensan, sin embargo, que las opciones de acciones baratas son sólo una
forma más de permitir que los directivos roben a sus empresas y a sus accionistas.
En Europa, la gente alza las cejas -a veces de envidia, casi siempre de indignación-
cuando ve lo que ganan los ejecutivos en el capitalismo bursátil. Los informes de
que en EE.UU. los CEO ganan más de 400 veces el salario de sus empleados de
más bajo sueldo es una burla del ideal de Platón, según el cual -en un mundo más
pequeño y simple, es verdad- ninguna persona debería valer más de cuatro veces
más que otra. Algunos se preguntan si los altos ejecutivos deben ganar tanto más
que quienes sirven a la sociedad en muchas otras profesiones. Esta desconfianza
se alimenta de la sospecha, cierta o no, de que las empresas se ocupan mucho más
de sí mismas que de los demás.
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Los europeos observan a Estados Unidos con una mezcla de envidia e inquietud. Por
un lado, admiran el dinamismo, la energía emprendedora y la insistencia de que todo
el mundo tiene derecho a trazar su propia vida, pero ahora que ven cómo las bolsas
europeas siguen el camino descendente emprendido por Wall Street, también les
preocupa que los defectos del modelo capitalista estadounidense sean contagiosos.
Este mal estadounidense no tiene que ver sólo con una dudosa ética personal o con
el hecho de que haya empresas deshonestas distorsionando su contabilidad. Lo que
ha sucedido es que se ha trastocado toda la cultura empresarial del país. Esta
cultura, que embelesó a estados unidos durante toda una generación, descansaba
en la doctrina de que el mercado era rey, siempre daba prioridad al accionista y creía
que las empresas eran el motor clave del progreso, por lo que tenían preferencia en
las decisiones políticas. Fue una doctrina embriagadora que lo simplificaba todo en
aras del balance, y que infectó a Gran Bretaña durante los años de Margaret
Thatcher. No cabe duda de que logró activar el espíritu emprendedor en ese país,
pero también contribuyó a que se deteriorara la sociedad civil y a que se erosionara
la atención y el dinero para los sectores no corporativos, como la salud, la educación
y el transporte, en una negligencia cuyas consecuencias acosan al gobierno británico
actual.
Hoy, con la perspectiva de los años, se puede ver que, durante el boom de los 90,
Estados Unidos creó valor donde no existía. Empujando al alza la capitalización
bursátil de empresas hasta 64 veces su utilidad o incluso más. Además, este no es ni
de lejos el único problema que tiene el país. Es posible que el nivel de
endeudamiento de los consumidores estadounidenses sea insostenible. Junto con
las deudas que el país tiene con extranjeros; a esto hay que añadirle la erosión de la
confianza en los balances y en los directorios de algunas de las corporaciones más
grandes de Estados Unidos. Todo esto hace que comience a aparecer cuestionable
todo el sistema de canalizar el ahorro de los ciudadanos hacia inversiones
productivas. Este contagio es el que teme Europa.
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El fundamentalismo capitalista puede haber perdido su brillo, pero lo que urge ahora
es conservar la energía que producía el viejo modelo, a la vez que se solucionan sus
defectos. Ayudaría mucho que se aprobara una regulación mejor y más estricta, así
como se separarán de manera más clara las labores de auditoría y consultoría. Y
desde ahora todas las partes interesadas debieran tomar más en serio el gobierno
corporativo; las responsabilidades van a estar mejor definidas, se detallarán mejor
las sanciones y se nombrarán organismos de control. Pero todo esto es como poner
un parche en una herida abierta: no logrará que se cure la enfermedad de fondo de
la cultura empresarial.
Ambos lados del Atlántico estarían de acuerdo en que hay, primero, una necesidad
clara e importante de cumplir con las expectativas de los accionistas, que son los
propietarios teóricos de la empresa. Sin embargo, lo más apropiado sería llamar a la
mayoría de ellos inversionistas, e incluso quizá apostadores. No tienen ni el orgullo ni
la responsabilidad que confiere la propiedad, y a decir verdad sólo están ahí por el
dinero. Es cierto que la dirección ejecutiva no consigue cumplir con sus expectativas
financieras, el precio de la acción caerá, exponiendo a la empresa a predadores no
deseados y dificultando sus posibilidades de encontrar nuevo financiamiento. Pero
pensar que las necesidades de los accionistas son el propósito de la empresa es
caer en una confusión lógica, que consiste en confundir una condición necesaria con
una suficiente. Para vivir hace falta comer: la comida es una condición necesaria de
la vida. Pero si sólo vivimos para comer y hacemos de la comida el único propósito
de la vida, terminamos horriblemente gordos. En otras palabras, el propósito de un
negocio no es obtener utilidades y punto, sino lograr utilidades para que el negocio
pueda hacer algo más o mejor. Ese "algo" es lo que verdaderamente justifica al
negocio. Los propietarios saben que esto es así; a los inversionistas no les hace falta
preocuparse por ellos.
Muchos pensarían que esto es solo un juego de palabras, pero no es así. Se trata de
un asunto moral. Confundir los medios con el fin es como encerrarse en sí mismo,
uno de los grandes pecados, según San Agustín. Las sospechas que despierta el
capitalismo están ancladas en la sensación de que sus instrumentos, las
corporaciones, son inmorales, porque no tienen más propósito que satisfacerse a sí
mismo. Es posible que esta afirmación sea muy injusta para muchas empresas, pero
ha sido su propia retórica y conducta lo que las ha rebajado. Cuando se piensa en
una organización resulta saludable preguntarse si la inventaríamos en caso de que
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no existiera. La respuesta tendrá que ser "sólo si pudiera hacer algo mejor o más útil
que nadie", y la obtención de utilidades sería el medio para ese fin más amplio.
La idea de quienes financian una empresa no sólo son sus financistas, sino sus
legítimos propietarios, se remonta a la época de las primeras empresas, cuando el
propietario era quien efectivamente financiaba, y era, normalmente, además el CEO.
Una segunda idea también anticuada, y relacionada con la anterior, es que la
empresa es una propiedad, sujeta a las leyes de propiedad. Esto tuvo su razón de
ser hace dos siglos, cuando surgió el derecho corporativo y una empresa se
constituía a partir de un conjunto de activos físicos. Ahora que el valor de una
empresa radica fundamentalmente en su propiedad intelectual, en sus marcas y
patentes y en la habilidad y experiencia de su personal, parece inverosímil tratarla
como si fuera propiedad de financistas que pueden disponer de ella a su gusto. Es
posible que así lo diga la ley, pero no parece justo. ¿No será que quienes tienen esa
propiedad intelectual, quienes aportan su tiempo y su talento en lugar de dinero,
deberían tener algunos derechos, algo que decir sobre lo que para ellos es "su"
empresa?
Todavía hay algo peor, la contabilidad y la ley tratan a los empleados de las
empresas como si fueran propiedad de los dueños, y se les registra como costos y
no como activos, esto es, por decir lo menos, degradante. Los costos son cosas que
han de minimizarse, mientras que los activos son cosas de las que hay que felicitarse
y hay que lograr que crezcan. Hay que revertir el lenguaje y la forma de medir la
actividad empresarial. Una buena empresa, es una comunidad que cuenta con un
propósito, y una comunidad no es algo que se pueda "poseer". Las comunidades
están formadas por miembros y esos miembros tienen ciertos derechos, incluido el
derecho a votar o a expresar sus puntos de vista en los temas importantes. Es
irónico que los países que más presumen de sus principios democráticos deriven su
riqueza de instituciones antidemocráticas, en las que el verdadero poder está en
manos de gente de afuera, y el poder de adentro lo ejerce una dictadura o, en el
mejor de los casos, una oligarquía.
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Sin embargo, los países de la Europa continental siempre han considerado a la
corporación como una comunidad cuyos miembros tienen derechos legales, incluido,
por ejemplo; en Alemania, el derecho de los empleados a tener la mitad menos uno
de los asientos en el directorio, así como numerosas garantías contra el despido sin
causa justificada y un conjunto de prestaciones legales. Estos derechos limitan la
flexibilidad de la gestión, pero ayudan a crear un sentido de comunidad y generan el
tipo de lealtad y compromiso que pueden ayudar a que una empresa supere
momentos difíciles, así como también hacen posible la sensación de seguridad que
favorece la innovación y la experimentación. Los accionistas son vistos como
fideicomisarios de la riqueza heredada del pasado. Tienen como deber preservar y, si
es posible, incrementar esa riqueza para que pueda ser transmitida a generaciones
futuras.
Un enfoque de este tipo resulta más fácil para las empresas del continente. Sus
sistemas de propiedad son más cerrados y se apoyan más en el financiamiento
bancario a largo plazo, lo que las protege de posibles predadores y de las presiones
a favor de las utilidades de corto plazo. En la mayoría de los casos, el capital
accionario de las empresas se concentra en manos de otras empresas, bancos o
redes familiares. Asimismo, tampoco los fondos de pensiones son ni tan amplios ni
tan poderosos como en Estados Unidos y Gran Bretaña. Las estructuras de
propiedad y de gobierno varían de un país a otro, pero se puede decir que en general
Europa continental no rinde tanto culto al capital accionario; de ahí que las compras
hostiles sean mas difíciles y no abunden tanto, y las empresas puedan prestar una
mayor atención al largo plazo y a las necesidades de sus contribuyentes más que de
sus accionistas.
Cada país esta moldeado por su propia historia. Los países anglosajones no podrían
adoptar ninguno de los modelos europeos ni aunque lo quisieran. No obstante,
ambas culturas deben restablecer la confianza en las posibilidades que ofrece el
capitalismo para la creación de riqueza, así como en sus instrumentos, las
corporaciones. Hay cosas que deben cambiar en ambas culturas. Para empezar,
sería importante que hubiera más honestidad y realismo a la hora de informar los
resultados. Pero ahora que son tantos los activos invisibles, y por lo tanto no
contables, de una empresa y cuando resultan tan complejas redes de alianzas, joint
ventures y alianzas en subcontrataciones, nunca va a ser posible ofrecer una imagen
financiera sencilla de una gran empresa o encontrar una cifra que lo englobe todo. El
nuevo requisito exigido en Estados Unidos de que los CEO y directores financieros
se responsabilicen de la veracidad de los informes contables de sus empresas,
puede ayudarles enormemente a concentrarse, pero difícilmente se puede esperar
que revisen el trabajo de sus contadores y auditores.
Sin embargo, si con este nuevo requisito se consigue que la contabilidad cuente la
verdad de principio a fin se habrá obtenido algo bueno. Si una empresa se toma en
serio la idea de que es una comunidad creadora de riqueza, formada por miembros y
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no tanto por empleados, entonces sus miembros considerarán razonable validar los
resultados de su trabajo antes de presentarlos a los financistas, quienes a su vez
podrán tener una mayor confianza en la exactitud de esos informes. Y si la caída del
mercado bursátil logra que disminuya el culto a las opciones de acciones y, en lugar
de ello, las compañías deciden recompensar a su personal clave con una parte de
los beneficios, entonces la probabilidad de que esos miembros tengan un auténtico
interés en la veracidad de las cifras será aun mayor. De hecho, parece justo que no
solo se repartan dividendos a quienes han aportado dinero, sino también a quienes
contribuyan con su capacidad. Al fin y al cabo, la mayoría de los accionistas no han
dado dinero alguno a la empresa, sino únicamente a los anteriores dueños de las
acciones.
Puede ser sólo cosa de tiempo para que lleguen a aprobarse estos cambios. De
hecho, algunos, cuyos activos personales son altamente valorados -banqueros,
corredores de bolsa, actores de cine, deportistas, etcétera- ya obtienen una parte de
las utilidades, o un bono, como condición de su empleo. Otros, como los escritores,
obtienen toda su remuneración de una participación en el flujo de ingresos. Es muy
probable que siga creciendo esta forma de pago vinculada al desempeño, en la que
es posible identificar el aporte de un solo miembro o un grupo, a medida que crezca
el poder negociador de las personas claves con mayor talento. No hay que olvidar los
ejemplos de organizaciones como los equipos deportivos o las editoriales, cuyo éxito
siempre ha estado vinculado al talento de los individuos y quienes a lo largo de los
años o incluso de los siglos, han tenido que compartir de la mejor manera los riesgos
y las recompensas vinculados al trabajo innovador. En el floreciente mundo de los
negocios basados en el talento, los empleados van a estar cada vez menos
dispuestos a vender el fruto de sus activos intelectuales por un salario anual.
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El antiguo juramento hipocrático de los médicos al titularse incluye el mandato de no
hacer daño. Lo que reclaman los manifestantes antiglobalización de hoy en día es
que los negocios globales no solo hacen daño, sino también que ese daño es mayor
que su beneficio. Para rebatir esas acusaciones, así como para restablecer la
reputación de la empresa como aliada y no como enemiga del progreso en el mundo,
hace falta que los líderes de esas empresas hagan un juramento semejante. No
dañar significa algo más que cumplir con las exigencias legales referidas al medio
ambiente, las condiciones de empleo, las relaciones comunitarias y la ética. La ley
siempre va detrás de las mejores prácticas. Las empresas deben tomar la delantera
en áreas como la sustentabilidad ambiental y social, y no dejar que se las arrincone
en una posición defensiva.
John Browne, CEO de la gigante petrolera BP, es uno de los que están dispuestos a
defender esta idea. En una conferencia transmitida por la BBC en 2000 afirmo que la
actividad empresarial no se opone al desarrollo sustentable, sino que, de hecho, es
esencial para lograr la sustentabilidad, porque solo las empresas pueden producir las
innovaciones tecnológicas y ofrecer los medios para que progrese de verdad en este
campo. La actividad empresarial necesita, para su propia supervivencia, un planeta
sustentable, porque muy pocas empresas son de corto plazo; lo que quieren es
seguir haciendo negocios una y otra vez, década tras década. Muchos otros líderes
empresariales están de acuerdo ahora con Browne y han comenzado a tomar
medidas para que sus acciones sean consistentes con sus palabras. Incluso hay
algunos que se han dado cuenta de que se puede ganar dinero creando los
productos y servicios necesarios para alcanzar la sustentabilidad.
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ganando si logran verse a sí mismas como comunidades, cuyos miembros tienen no
solo habilidades y talentos individuales. No son recursos humanos anónimos.
La imagen que tiene hoy la opinión publica de la cultura empresarial mejoraría mucho
si se fomentara la democracia corporativa y se mejorara la conducta corporativa;
pero si esos cambios no van acompañados por una nueva visión acerca del
propósito de los negocios serán vistos como meros paliativos. Ha llegado el
momento de alzar nuestra mirada por encima de lo puramente pragmático. La
constitución alemana establece lo siguiente en su articulo 14 punto 2: “La propiedad
impone obligaciones. Su uso también debe servir al bien común”. La constitución de
Estados Unidos no contiene ninguna cláusula de este tipo, aunque es un sentimiento
que encuentra eco en la filosofía de ciertas empresas. Dave Packard señaló en
alguna ocasión: “Creo que mucha gente supone, equivocadamente, que la única
razón que tiene una empresa para existir es la de ganar dinero. Aunque no pongo en
duda que esa sea una consecuencia importante de la existencia de una empresa,
hace falta profundizar aun más y hallar las auténticas razones por las que existimos.
Cuando se ahonda en ello, se llega a la conclusión de que si un grupo de personas
se junta y existe como la institución que llamamos empresa, es con el fin de alcanzar
colectivamente un objetivo que no se podría lograr de manera individual: hacen un
aporte a la sociedad. Esta frase puede sonar trillada, pero es fundamental”.
El mundo de los negocios ha sido siempre un agente activo del progreso, al crear
nuevos productos, difundir la tecnología e incrementar la productividad, impulsar la
calidad y mejorar el servicio. Ayuda a que las cosas buenas de la vida estén
disponibles y al alcance de cada vez más gente. Este proceso es alentado por la
competencia y encuentra su impulso en la necesidad de dar ganancias razonables a
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quienes arriesgan su dinero y sus carreras; la actividad empresarial es, en sí misma,
una causa noble. Pero hay que ir más allá: tal como hacen las organizaciones
benéficas, hace falta medir el éxito en términos de los resultados que se obtienen no
sólo para uno mismo, sino para los demás.
George W. Merck, hijo del fundador de la empresa farmacéutica del mismo nombre,
insistió siempre en que la medicina era para los pacientes, no para las
ganancias. En 1987, de acuerdo con este valor central, sus sucesores decidieron
repartir un medicamento llamado Mestizan, que cura la oncocercosis o ceguera de
río, una enfermedad que afecta a varios países en desarrollo. La medida
probablemente no fue consultada a los accionistas, pero de haberlo sido, muchos de
ellos se habrían sentido orgullosos de formar parte de este gesto.
Los negocios no siempre pueden permitirse el lujo de ser tan generosos con tanta
gente, pero hacer el bien no excluye la posibilidad de obtener ganancias razonables.
Se puede ganar dinero, por ejemplo, sirviendo a los pobres al igual que a los ricos.
Hace poco C.K. Prahalad y Allen Hammond lo expresaron con claridad en esta
revista: existe, en el mundo en desarrollo, un enorme mercado olvidado de miles de
millones de pobres. Algunas empresas, como Unilever y Citicorp, están comenzando
a adaptar sus tecnologías para entrar en este mercado. Unilever ya vende en la India
una ración de helado a dos centavos de dólar tras replantear su tecnología de
refrigeración. Citicorp ya puede proveer servicios financieros, también en la India, a
gente con solo U$25 para invertir, y esto también ha sido posible, porque se ha
replanteado la tecnología utilizada. Estas empresas están ganando dinero en ambos
casos, pero el motor que impulsa sus acciones surge de la necesidad de atender a
consumidores hasta ahora olvidados. No pocas veces el lucro resulta del progreso.