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Turno Tarde
Año: 2019
Textos literarios
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OLIVERIO GIRONDO CÉSAR VALLEJO
(1891-1967, Argentina) (1892, Perú; 1938, Francia)
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SUSANA THÉNON CARLOS BATTILANA
(1935-1991, Argentina) (1964, Argentina)
Filatelia
¿por qué grita esa mujer?
¿por qué grita? mi padre
¿por qué grita esa mujer? colecciona estampillas
andá a saber
es una tarea
menor
esa mujer ¿por qué grita? que requiere
andá a saber de atención
mirá que flores bonitas y de goce
¿por qué grita?
jacintos margaritas de joven
ha trabajado en el Correo
¿por qué?
y su amor
¿por qué qué? por las formas y los colores
¿por qué grita esa mujer? posiblemente
se remonte a ese origen
¿y esa mujer?
¿y esa mujer? los sábados
vaya a saber por la mañana
de 1970
estará loca esa mujer
setenta y uno
mirá mirá los espejitos acumula
¿será por su corcel? 4 álbumes
andá a saber y ordena
las nuevas
¿y dónde oíste y viejas estampillas
la palabra corcel? de argentina, usa,
es un secreto esa mujer brasil y canadá
¿por qué grita? las mueve
mirá las margaritas de lugar
la mujer las desplaza
espejitos minuciosamente
pajaritas usando
que no cantan una pequeña pinza
¿por qué grita? de depilar
que no vuelan
yo
¿por qué grita? observo la tarea
que no estorban a la distancia
la mujer y admiro
y esa mujer esa labor
¿y estaba loca mujer? artesanal
la precisión
que requiere
Ya no grita
el cuidado
de una tarea ociosa
(¿te acordás de esa mujer?)
4
Un césped
Sara Gallardo
(1931-1988, Argentina)
En los jardines que van de Palermo a la Recoleta hay un cuadro de césped. Cierto año, los jardineros se
olvidaron de cortarlo. El pasto creció a sus anchas.
Cada media hora corría un tren, con hálito ferruginoso. Las raíces lo sentían pasar. Las lombrices
interrumpían sus caminos.
A su antojo crecieron los pastos.
En otoño, los jugos atravesaron la tierra como la aguja del colchonero el espesor de la lana. Pastos y
lombrices se sorprendieron con la novedad.
Al caer el sol, los porteros de los departamentos quemaban la basura. Aparecían trombas sobre los edificios.
Revoloteando en las telas metálicas de las chimeneas, negros papeles se desmenuzaban en su afán por salir.
Las chispas se entregaban al aire, desaparecían; los hollines ascendían. Otros hollines, salidos de otras
casas, se encontraban con ellos. Juntos formaban nubes. Desbaratadas por un vuelo de pájaros, por el paso
de un tren o un golpe de viento iban a aterrizar sobre el césped.
El césped. Junto a los semáforos de la avenida, colores amarillo, rojo o verde lo tenían según el orden de
paso; y los autos le echaban una estela de humo.
No era un césped. Era casi un pastizal.
Mullido, atraía a los enamorados. A los chicos, que juegan al futbol, o se tambalean, padres detrás. A los
vendedores de helados, cuando ganaba el calor y se sentaban. Y a los que cargando termos de café trataban
de hacerse oír por encima del paso de los trenes. Atraía a los pájaros, porque encontraban buena comida. Y
a los insectos porque era una selva de refugios.
Atraía a los dueños de los perros.
Los perros eran lustrosos, ávidos de correr, de oler, de hacer necesidades.
Tenían dueños de todas clases. Confiados, soltaban las correas. Temerosos, corrían atados a ellos. Y si
mujeres, iban torciéndose los tacos de los zapatos. Los perros sueltos y los perros atados se encontraban,
gimiendo. Los libres disparaban, persiguiéndose, volvían al oír gritar sus nombres.
Hay una hora de la noche, cuando los enamorados se han ido a sus casas y los trenes paran, en que el rocío
cae sobre el césped. El hollín resbala. Cada pasto guarda una gota.
Y los días de lluvia. Sólo agua, lavando, susurrando, mojando. Ni persona, ni perro. Callado, el pasto abre la
boca.
Un día, el intendente municipal recorrió todos los jardines que van desde Palermo hasta la Recoleta. Un rey
había anunciado su visita.
Llegaron los jardineros.
Cortaron todo el pasto. De norte a sur, y de este a oeste.
Y el pasto que moría cantó.
Cantó el aliento y el trepidar del tren, el hollín que baja, los jugos del otoño. Las lombrices. Los
enamorados. Las luces del semáforo. Los vendedores de helados. Los insectos. Los perros atados y los
perros desatados. Y los dueños de los perros. Los pájaros. Los vendedores de café. Los niños crecidos y los
que aprenden a caminar. El rocío, el humo de los autos, la lluvia.
Cantó, esa voz de césped, ese olor de césped cortado.
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La forma de la espada
Jorge Luis Borges
(1899, Buenos Aires, Argentina; 1986, Ginebra, Suiza)
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un
lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en
Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería
vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia
secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien
dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las
aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones.
Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que era
bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o
tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como
antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es
verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de
algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá
me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era
inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones:
el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor
asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho
esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las
cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado
comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en
silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué
exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos
segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún
oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el
portugués:
«Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que
conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven
dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el desierto,
bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba,
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fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino
en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos;
éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el
intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las
ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros
que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no
olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de
ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué
manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier discusión. Las
razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas:
Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la
revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle
causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras,
luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su
inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con
cierta cólera.
Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después,
orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de
tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos
mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di
vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror.
Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené
que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre
la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el
hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil
sollozo.
En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a
quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en
Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en
perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la
planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo
XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento
y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca
la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le
traje una taza de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto balbuceó con
perplejidad:
—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
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Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar
como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un
severo interrogatorio sobre los “recursos económicos de nuestro partido revolucionario”. Sus
preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas
de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi
sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el
sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el
hombro.
Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se
cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde,
no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso
no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso río
es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene
razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún
modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra
no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve
días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron
en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que fueron
ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del
crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la
herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia
en la mano: E N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillería”, me confesó una
noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. También solía
denunciar “nuestra deplorable base económica”, profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso
fin. C'est une affaire flambée murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde
físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes
silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado
un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados
interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido cuando el
amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con
alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi
nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran
cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le
oí exigir unas garantías de seguridad personal.
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Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros
corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien,
harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me
detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de
acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es
un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio».
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un
maniquí por unos borrachos.
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La tristeza
Anton Chejov
(29 de enero de 1860, Taganrog, Rusia;15 de julio de 1904, Badenweiler, Alemania)
La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos,
gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los
lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo,
encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un
alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por
la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les
compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo,
arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo,
están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la
apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de
almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El
ruido aumenta.
-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el
trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también
estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la
derecha!
-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de
Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del
caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño
profundo.
-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el
militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera
conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como
paralizados y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
-¿Qué hay?
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Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
-Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…
-¿De veras?… ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
-No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios
que lo ha querido.
-¡A la derecha! -se oye de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún
latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita
el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado
los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona
vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el
pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal
caballo y trineo.
Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos,
delgados; el tercero, bajo y jorobado.
-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo
que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos, discuten
largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas,
muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más
feo…
-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro…
-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más
aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov
cuatro botellas de caña.
-¡Eso no es verdad! -responde el otro-. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
-¡Palabra de honor!
-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe
atipladamente.
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-¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor!
-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme a tu
caballo perezoso. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está
solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de
mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y
dice:
-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…
-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es
insoportable! Prefiero ir a pie.
-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
-¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
-¿Yo? ¡Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie… Solo me espera la sepultura… Mi
hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo
ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado,
lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
-¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Los sigue con los ojos hasta que
desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado
corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes
alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría
al mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él
conversación.
-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la
puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido
de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
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Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados
en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan
ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso-
piensa- se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
-Sí.
-Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el hospital… ¡Qué
desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a
acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su
desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún
ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla
con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha
pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado
en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría
él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza,
suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las
mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes
de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no
hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para
ganar mucho… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un
verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…
Tras una corta pausa, Yona continúa:
-Sí, amigo… ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente,
sufrirías, ¿verdad?…
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
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Colinas como elefantes blancos
Ernest Hemingway
Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni
árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación
caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del
bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento
en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en
cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
-Tomemos cerveza.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los
tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el
sol y el campo estaba pardo y seco.
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-¿Podríamos probarla?
-Cuatro reales.
-¿Con agua?
-Sí -dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo,
como el ajenjo.
-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
-Fue ocurrente.
-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
-Supongo.
-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su
piel entre los árboles.
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-De acuerdo.
-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una
operación.
-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es
perfectamente natural.
-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que
es perfectamente sencillo.
-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
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-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo
cuando me preocupo.
-Yo no me importo.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos
de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La
sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
-¿Qué dijiste?
-No, no podemos.
-No, no podemos.
-Podemos ir adondequiera.
-Es nuestro.
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-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.
-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella
y miró la mesa.
-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente
dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es
perfectamente sencillo.
-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los
hoteles donde habían pasado la noche.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
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-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.
Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la
distancia, pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba
bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió
atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.
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Nacido de hombre y mujer
Richard Matheson
(1926, Nueva Jersey, Estados Unidos; 2013, California, Estados Unidos)
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XXX - Hoy papá puso otra vez la cadena en la pared antes de aparecer la luz. Tengo
que sacarla otra vez. Papá dijo que yo era malo si iba arriba. Me dijo que no lo haga
otra vez o me pegará fuerte. Eso duele.
Me duele. Dormí de día y puse la cabeza en la pared. Pensé en el lugar blanco de
arriba.
XXXX - Saqué la cadena de la pared. Mamá estaba arriba. Escuché risitas muy altas.
Miré por la ventanita. Vi toda gente chiquita como mamita y también papitos. Son
hermosos.
Estaban haciendo bonitos ruidos y saltaban por la tierra. Movían mucho las
piernas. Son como mamá y papá. Mamá dice que toda la gente normal es así.
Uno de los papás pequeños me vio. Señaló la ventana. Yo me fui resbalando por la
pared hasta abajo en lo oscuro. Me apreté para que no me vieran. Oí las voces junto
a la ventana y pies que corrían. Arriba una puerta hizo ruido. Oí a la mamita que
llamaba arriba. Oí pies pesados y corrí al lugar de la cama. Puse la cadena en la
pared y me acosté mirando para abajo.
Oí a mamá que venía. Estuviste en la ventana me dijo. Escuché que estaba enojada.
No te acerques a la ventana me dijo. Sacaste otra vez la cadena.
Mamá tomó el palo y me golpeó. No lloré. No puedo hacer eso. Pero mi líquido
corrió por toda la cama. Mamá lo vio y se fue para atrás haciendo un ruido. Oh
diosmíodiosmío dijo por qué me hiciste esto. Oí que el palo caía en el piso. Mamá
corrió y subió. Dormí de día.
XXXXX - Hoy había agua otra vez. Cuando mamá estaba arriba oí a la mamita que
bajaba los escalones. Me escondí en la carbonera porque mamá se enoja si la
mamita me ve.
Mamita tenía una cosa pequeña viva. Caminaba en los brazos de ella y tenía las
orejas en punta. La mamita le hablaba.
Todo estaba bien pero la cosa viva me olió. Corrió a la carbonera y me miró con el
pelo todo duro. Hacía un ruido enojado en la garganta. Yo silbé pero la cosa saltó
sobre mí.
Yo no quería lastimarla. Tuve miedo porque me mordió más fuerte que la rata. Yo
la agarré y la mamita gritó. Apreté fuerte la cosa viva. Hacía ruidos que yo nunca
había oído. La apreté más. Estaba toda aplastada y roja sobre el carbón negro.
Me escondí ahí cuando mamá llamó. Yo tenía miedo del palo. Mamá se fue. Subí por
el carbón con la cosa. La escondí debajo de la almohada y me acosté encima. Puse
la cadena en la pared otra vez.
X - Hoy es otro día. Papá puso la cadena apretada. Me duele porque me golpeó. Esta
vez le saqué el palo de la mano y después hice ruido. Papá se fue y tenía la cara
blanca. Salió corriendo de mi lugar y cerró la puerta con llave.
No estoy tan contento. Todo el día hace frío aquí. La cadena tarda mucho en salir
de la pared. Y estoy muy enojado con mamá y papá. Les mostraré. Haré lo mismo
que otro día.
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Primero gritaré y me reiré fuerte. Correré por las paredes. Después me colgaré
cabeza para abajo de todas mis piernas y me reiré y echaré verde por todas partes
hasta que ellos estén tristes porque no fueron buenos conmigo.
Y si quieren golpearme otra vez los lastimaré. Sí los lastimaré.
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La compañía de los lobos
Ángela Carter
(1940 -1992, Reino Unido)
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Hubo una vez un cazador, cerca de aquí, que atrapó a un lobo. Aquel lobo había
masacrado cabras y ovejas; había devorado a un viejo loco que vivía en una cabaña de los
montes y rezaba a Jesús todo el día; se había abalanzado sobre una niña que estaba
cuidando de las ovejas, pero la niña armó tal escándalo que los hombres llegaron con
sus escopetas, lo ahuyentaron y siguieron su rastro por el bosque, aunque el lobo era
listo y les dio esquinazo. Así que aquel cazador cavó una fosa y metió un pato dentro a
modo de cebo, un pato vivo; y tapó la fosa con paja embadurnada de excrementos de lobo.
¡Cuac! ¡Cuac!, hizo el pato, y el lobo apareció con sigilo; un lobo grande, fuerte, que
pesaba tanto como un hombre adulto, y la paja cedió bajo su peso y el lobo a la fosa
cayó. El cazador saltó dentro y le cortó la cabeza y las cuatro patas para tener un trofeo.
Pero ya no había un lobo junto al cazador, sino el tronco ensangrentado de un
hombre sin cabeza, sin pies, sin manos, muerto.
Una bruja de la parte de arriba del valle convirtió una vez en lobos a todos los
invitados de una boda porque el novio se había comprometido con otra. Tenía la
costumbre de ordenarles que la visitaran de noche, por puro resentimiento, para
que se sentaran y aullaran alrededor de su cabaña, ofreciéndole la serenata de su
sufrimiento.
No hace tanto, una joven de nuestro pueblo se casó con un hombre que
desapareció en la noche de bodas. La novia, que había puesto sábanas nuevas en la
cama, se tumbó. El novio dijo que salía a hacer sus necesidades, insistió en ello por
decoro, y ella se tapó hasta el cuello con el cobertor y se quedó tumbada. Y esperó y
esperó y siguió esperando... ¿Por qué tardaba tanto? Hasta que se levantó de la cama y
gritó al oír un aullido que el viento había arrastrado desde el bosque.
Aquel titubeante y larguísimo aullido tenía, a pesar de su terrorífica resonancia, un
fondo de tristeza; como si las fieras desearan ser menos fieras y no supieran cómo, y
no dejaran de lamentar su condición. En los cánticos de los lobos hay una inmensa
melancolía, una melancolía tan infinita como el bosque, tan interminable como las
largas noches de invierno; pero esa tristeza terrible, ese lamento por sus propios e
irremediables apetitos, no enternece nunca el corazón porque no hay ninguna frase
en él que insinúe la posibilidad de que se rediman. Los lobos no pueden recibir la
gracia por su propia desesperación, sino sólo a través de mediadores externos; es por
eso que, a veces, la fiera mira como si casi agradeciera el cuchillo que lo despacha.
Los hermanos de la joven buscaron en las construcciones anexas y en los
pajares, pero no encontraron resto alguno; así que la sensata dama se enjugó las
lágrimas y se buscó otro esposo, que no sentía vergüenza de mear en un orinal y que
pasaba las noches en casa. Le dio un par de hermosos bebés y su felicidad fue tan
firme como un trébede hasta que una noche helada, la noche del solsticio, el gozne
del año, cuando las cosas no encajan tan bien como deberían, la noche más larga, su
primer esposo volvió al hogar.
Un gran golpe en la puerta anunció su llegada, mientras ella removía la sopa para el
padre de sus hijos. Lo reconoció en cuanto levantó el pestillo y abrió la puerta, aunque
habían pasado años desde que llevó luto por él y ahora estaba cubierto de harapos y
tenía una larga melena que, plagada de piojos, le caía por la espalda sin haber conocido
nunca un peine.
—Aquí estoy, parienta —dijo—. Sírveme un plato de repollo; y date prisa.
Entonces, apareció su segundo esposo con leña para el fuego y, cuando el primero
comprendió que ella se había acostado con otro hombre y, peor aún, cuando sus ojos
rojos se clavaron en los niños pequeños que habían entrado en la cocina a ver qué pasaba,
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gritó: «¡Ojalá fuera lobo otra vez, para darle una lección a esta puta!». Y se convirtió en
lobo al instante y arrancó el pie izquierdo al niño mayor antes de verse él mismo
desmembrado con el hacha que usaban para cortar troncos. Pero cuando el lobo exhaló
su último aliento, el pelaje desapareció y la bestia volvió a ser el hombre que había sido
años atrás, cuando había huido de su lecho de bodas, así que ella rompió a llorar y su
segundo esposo la golpeó.
Dicen que el diablo te da un ungüento que te transforma en lobo cuando te frotas
con él. O que nació con los pies por delante y que su padre era un lobo y que su cuerpo
es el de un hombre, pero que sus piernas y genitales son los de un lobo. Y que tiene el
corazón de un lobo.
El lapso natural de un licántropo es de siete años; pero si quemas su ropa humana, lo
condenas a ser lobo hasta el fin de sus días, así que las ancianas de los alrededores creen
que lanzarles mandiles o sombreros sirve de protección, como si la ropa hiciera al
hombre. Pero los ojos, esos ojos fosforescentes, los traicionan en todas sus formas; es lo
único que su metamorfosis no cambia.
Antes de convertirse en lobo, el licántropo se queda totalmente desnudo. Si ves un
hombre desnudo entre los pinos, debes correr como alma que lleva el diablo.
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26
Si su padre hubiera estado en casa, quizás le habría prohibido que saliera; pero
está en el bosque, recogiendo leña, y su madre no se sabe negar.
El bosque se cierra sobre ella como unas fauces.
Siempre hay algo que ver en el bosque, incluso en mitad del invierno: los pájaros
apiñados que han sucumbido al letargo de la estación y se amontonan en las
chasqueantes ramas, demasiado tristes para cantar; los luminosos flecos de los hongos
en los emborronados troncos de los árboles; los ojos cuneiformes de los conejos y
ciervos-, las espigadas huellas de las aves; una liebre tan delgada como una loncha de
panceta, cruzando rauda el camino por donde el fino sol motea las hojas rojizas de los
helechos del año anterior.
Cuando oyó el aullido de un lobo distante, la experta mano de la muchacha buscó
el mango del cuchillo; pero no vio indicio de lobo alguno ni tampoco de ningún
hombre desnudo. Entonces, oyó un ruido entre los arbustos y un hombre
completamente vestido, uno muy joven y apuesto, con casaca verde y sombrero ancho
de cazador, cargado con los pájaros que acababa de cazar, saltó al camino. Ella tenía
la mano en el cuchillo desde el primer chasquido de hojas, pero él rio con un
destello de dientes blancos y le dedicó una cómica aunque respetuosa reverencia. Ella
nunca había visto a un sujeto tan elegante; no entre los rústicos payasos de su pueblo
natal. Así que se fueron juntos, bajo la luz cada vez más tenue de la tarde.
Poco después, ya reían y bromeaban como viejos amigos. Él se ofreció a llevarle
la cesta y ella aceptó; había dejado el cuchillo dentro, pero él le dijo que su escopeta los
protegería.
El día seguía muriendo y la nieve volvía a caer. La jovencita sintió que los primeros
copos se posaban en sus pestañas, pero sólo quedaba un kilómetro y pronto tendrían
un fuego, un té caliente y una bienvenida, una cálida, sin duda alguna, tanto para el
gallardo cazador como para ella misma.
Aquel joven llevaba un objeto extraordinario en el bolsillo. Era una brújula. Ella
miró la diminuta esfera en la palma de su mano y observó la temblorosa aguja con
asombro. Él afirmó que aquella brújula le había permitido cazar sin perderse porque la
aguja siempre señalaba el norte, con absoluta precisión. Ella no lo creyó; sabía que si
dejaba el camino, se perdería al instante. Él se volvió a reír, y babas brillantes
colgaban de sus dientes; dijo que, si abandonaba el camino y seguía por el bosque,
llegaría a casa de su abuela quince minutos antes que ella, porque la brújula le
encontraría un atajo entre la maleza mientras ella continuaba por el largo y sinuoso
camino.
—No te creo. Además, ¿no te dan miedo los lobos?
Él dio una palmadita a la culata de la escopeta y sonrió.
—¿Quieres apostar? —preguntó a la muchacha—. ¿Nos jugamos algo? ¿Qué me
das si llego a casa de tu abuela antes que tú?
—¿Qué quieres que te dé? —replicó con malicia.
—Un beso.
Tópicos de una seducción rústica; la muchacha bajó la mirada y se ruborizó.
Él se alejó por la espesura, llevándose la cesta. La luna ya estaba saliendo, pero
ella olvidó sus temores porque tenía intención de entretenerse para estar segura de
que el apuesto caballero ganara el envite.
La casa de la abuela estaba algo apartada del pueblo. La nieve reciente formaba
remolinos en el jardín de la cocina cuando el joven subió por el sendero nevado de
puntillas, como para no mojarse los pies, llevando la cesta y los pájaros muertos y
tarareando una canción.
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Tiene un débil rastro de sangre en la barbilla; le ha pegado un bocado a una de sus
presas.
Llamó a la puerta con los nudillos.
Vieja y frágil, la abuelita está a un tris de sucumbir a la mortalidad que el dolor de
sus huesos le promete, y casi dispuesta a rendirse por completo. Un joven del pueblo
se había acercado una hora antes para encenderle el fuego que le durará toda la
noche, así que la cocina crepita con las afanosas llamas. La abuelita no tiene más
compañía que su Biblia; es una anciana beata. Se ha apoyado en los cojines de una cama
que, al estilo de los campesinos, reposa en un nicho de la pared; se ha envuelto en el
edredón de patchwork que cosió cuando aún estaba soltera, en una época tan distante
que ya ni se molesta en recordar. Dos spaniel de porcelana, con hocicos negros y
pintas granates, descansan a ambos lados del hogar. Sobre las baldosas, hay una
alfombra de vistosos retales cosidos. El reloj del abuelo va gastando el poco tiempo
que le queda.
Vivir bien es la forma de mantener fuera a los lobos.
Él llamó a la puerta con sus nudillos peludos.
—Soy tu nieta —dijo con voz atiplada.
—Levanta el pasador y entra, querida mía.
Los puedes distinguir por sus ojos, ojos de depredador, nocturnos y devastadores
ojos, tan rojos como una herida; le puedes lanzar tu Biblia y después tu delantal,
abuelita, que tú creíste profilácticos seguros contra esas alimañas del infierno... Y
ahora apelas a Cristo y a su madre y a todos los ángeles del cielo en busca de
protección, pero no te servirá de nada.
Su hocico silvestre es afilado como un puñal. Deja en la mesa su carga dorada de
faisanes roídos y, también, la cesta de tu querida nieta.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué has hecho con ella?
Él se quita el disfraz, la casaca de paño color bosque, el sombrero de pluma metida
en la cinta. Guando la enmarañada melena le cae sobre la camisa blanca, ella ve sus piojos.
La leña del hogar crepita y susurra; la noche y el bosque han entrado en la cocina con la
oscuridad que se ha aferrado a ese pelo.
Él se quita la camisa. Su piel tiene el color y la textura de la vitela. Una franja de
vello crespo desciende hasta su estómago; sus pezones son turgentes y oscuros
como la granadilla, pero está tan delgado que podrías contar sus costillas si te diera la
ocasión. Se quita los pantalones y ella ve lo peludas que son sus piernas. Sus
genitales, enormes. ¡Ah! Enormes.
Lo último que la anciana vio en este mundo fue un hombre joven, de ojos como
brasas, desnudo como la piedra, que se acercaba a su lecho.
El lobo es la encarnación del carnívoro.
Cuando terminó con ella, se relamió los belfos y se vistió con rapidez, hasta quedar
tal como estaba al entrar. Quemó el incomible cabello en el hogar y envolvió los huesos en
un paño que escondió bajo la cama, dentro de un arcón de madera donde encontró un
juego de sábanas limpias; las cambió por las ensangrentadas y metió estas en el cesto
de la ropa sucia. Luego, colocó los cojines, sacudió el edredón de patchwork y, tras
recoger la Biblia que había caído al suelo, la cerró y la puso en la mesa. Todo estaba
como antes, salvedad hecha de la anciana. La leña crepitaba en la chimenea, el reloj
hacía tictac y el joven se sentó a esperar tramposa y pacientemente junto a la cama,
con el gorro de dormir de la abuelita y el edredón.
Toc, toc, toc.
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—¿Quién es? —dice su voz trémula en falsete de abuelita.
—Soy tu nieta.
La jovencita entró con una ráfaga de nieve que se derritió como lágrimas sobre
las baldosas y tal vez se sintió decepcionada al ver que, junto al fuego, sólo estaba su
abuela. Pero entonces, él salió de debajo del edredón y saltó hasta la puerta, contra la
que apretó la espalda para que ella no pudiera huir.
La muchacha miró a su alrededor y vio que en las suaves superficies de los cojines no
había ni una arruga y que, por primera vez, la Biblia estaba cerrada sobre la mesa. El
tictac del reloj sonaba como un látigo. Quiso sacar el cuchillo de la cesta, pero no se
atrevió a acercarse porque los ojos del joven estaban clavados en ella; ojos enormes que
ahora parecían brillar con una luz única, interior; ojos como platos, platos llenos de
fuego griego, diabólica fosforescencia.
—Qué ojos más grandes tienes.
—Son para verte mejor.
Ni rastro de la anciana, salvo un mechón de pelo blanco que se había quedado
en la corteza de un tronco sin arder. Guando ella lo vio, supo que estaba en peligro de
muerte.
—¿Dónde está mi abuela?
—Aquí sólo estamos nosotros, mi amor.
Un gran aullido los envolvió, uno cercano, muy cercano, tan próximo como el
jardín de la cocina, el aullido de una muchedumbre de lobos. Ella sabía que los
peores lobos eran peludos por dentro y se estremeció a pesar del manto escarlata
con el que se abrigó un poco más, como si aun siendo tan rojo como la sangre que
iba a derramar, este la pudiera proteger.
—¿Quién ha venido a cantarnos villancicos? —preguntó ella.
—Las voces que oyes son las de mis hermanos, querida-, yo adoro la compañía de los
lobos. Asómate a la ventana y los verás.
La nieve medio cubría el enrejado cuando abrió la ventana para mirar. Era una
noche blanca de nieve y luna-, la ventisca se arremolinaba sobre las adustas y grises
fieras que descansaban sobre sus cuartos traseros entre nías de coles de invierno,
alzando sus afilados morros al cielo y aullando con todo su corazón. Diez lobos, veinte
lobos, tantos lobos que no los pudo contar, aullando en concierto como si estuvieran
locos o trastornados. Sus ojos reflejaban la luz de la cocina y brillaban como cien velas.
—Hace mucho frío; pobrecitos —dijo—. No me extraña que aúllen.
Cerró la ventana ante el canto fúnebre de los lobos y se quitó el manto
escarlata, del color de las amapolas, del color de los sacrificios, del color de su
menstruación y, puesto que el miedo no le serviría de nada, dejó de sentir miedo.
—¿Qué debo hacer con el manto?
—Échalo al fuego, mi amada. Ya no lo necesitarás.
Dobló el manto y lo arrojó a las llamas, que lo consumieron al instante. A
continuación, se quitó la blusa por encima de la cabeza y sus pequeños pechos relucieron
como si la luna hubiera invadido la estancia.
—¿Qué debo hacer con la blusa?
—Lánzala también al fuego, mi cachorrito.
La fina muselina ascendió en llamas por la chimenea como un pájaro mágico y,
después, les llegó el turno a la falda, a las medias de lana y a los zapatos, que también
acabaron en la lumbre y ardieron para no volver. La luz del fuego relucía en los bordes
de su piel; ya no llevaba más ropa que su inmaculado tegumento de carne.
Deslumbrante y desnuda, se cepillo el pelo con los dedos-, un pelo que parecía tan
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blanco como la nieve del exterior. Luego, caminó directamente hasta el hombre de
ojos escarlata en cuya descuidada melena saltaban los piojos; se puso de puntillas y le
desabrochó el cuello de la camisa.
—Qué brazos más grandes tienes.
—Son para abrazarte mejor.
Todos los lobos del mundo aullaron una canción nupcial mientras ella le daba
libremente el beso que le debía.
—¡Qué dientes más grandes tienes!
Ella vio que sus fauces babeaban y oyó que la habitación se llenaba con el clamor
del «Liebestod» del bosque, pero la prudente jovencita no se inmutó ni siquiera
cuando él dijo:
—Son para comerte mejor.
La muchacha rompió a reír; sabía que ella no era la carne de nadie. Se rio de él en
su cara, le arrancó la camisa y la tiró al fuego, sobre la estela voraz de su propia ropa
desechada. Las llamas bailaron como espíritus de muertos en la Walpurgisnacht y los
viejos huesos que estaban bajo la cama empezaron a tabletear terriblemente, pero ella
no les prestó atención.
La encarnación del carnívoro, sólo la carne inmaculada lo aplaca.
Ella apoyará la espantosa cabeza del lobo en su regazo y le quitará los piojos de la
pelambre y quizás, cuando él la desafíe a comérselos, se los lleve a la boca y se los
coma en una salvaje ceremonia de matrimonio.
La ventisca amainará.
La ventisca amainó, dejando las montañas cubiertas de nieve al azar, como si
una ciega hubiera echado una sábana por encima, las ramas superiores de los pinos del
bosque encaladas, emitiendo crujidos, cargadas de blanco.
Luz de nieve, luz de luna, una confusión de huellas de zarpas.
Todo en silencio, todo inmóvil.
Medianoche, y el reloj da la hora. Es Navidad, el cumpleaños de los licántropos. La
puerta del solsticio se abre de par en par; dejad que entren todos.
¡Mirad! La muchacha duerme profunda y plácidamente en el lecho de la abuela,
entre las garras del tierno lobo.
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Cuánto se divertían
Isaac Asimov (1920, Rusia; 1992, Estados Unidos)
Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy ha encontrado
un libro de verdad!”.
Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le había contado
que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.
Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se quedaban
quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía las mismas palabras
que cuando la leías por primera vez.
Caray dijo Tommy, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de
televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.
Lo mismo digo contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él tenía
trece. ¿En dónde lo encontraste?
En mi casa Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo. En el ático.
¿De qué trata?
De la escuela.
¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había hecho un
examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie había sacudido
tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.
Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con perillas y cables.
Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie esperaba que no supiera
ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con una
enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más
odiaba Margie era la ranura por donde debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un
código que le hicieron aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un
santiamén.
El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.
No es culpa de la niña, señora Jones le dijo a la madre. Creo que el sector de geografía estaba demasiado
acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de edad. Pero el patrón
general de progresos es muy satisfactorio. Y acarició de nuevo la cabeza de Margie.
Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se llevaron el
maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado por completo.
Así que le dijo a Tommy:
¿Quién querría escribir sobre la escuela?
Tommy la miró con aire de superioridad.
Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años -y añadió
altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.
Margie se sintió dolida.
Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo Leyó el libro por encima del hombro de Tommy y
añadió: De cualquier modo, tenían maestro.
Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.
¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?
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Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.
Un hombre no es lo bastante listo.
Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.
Te apuesto a que sabe casi lo mismo.
Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.
Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.
Tommy soltó una carcajada.
Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos los chicos
iban allí.
¿Y todos aprendían lo mismo?
Claro, siempre que tuvieran la misma edad.
Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al que enseña
y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.
Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
No he dicho que no me gustara se apresuró a decir Margie.
Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie llamó:
¡Margie! ¡Escuela!
Margie alzó la vista.
Todavía no, mamá.
¡Ahora! chilló la señora Jones. Y también debe de ser la hora de Tommy.
¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? le preguntó Margie a Tommy.
Tal vez dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo.
Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido ya y
esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos, porque su madre
decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular.
La pantalla estaba iluminada.
La lección de aritmética de hoy habló el maestro se refiere a la suma de quebrados propios. Por favor,
inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.
Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo del abuelo
era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio, se sentaban juntos en el
aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas, así que podían ayudarse a hacer los
deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…
La pantalla del maestro automático centelleó.
Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…
Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto se divertían.
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Punto de vista
Lucia Berlin (en Manual para mujeres de la limpieza)
Imaginemos «Tristeza», el cuento de Chéjov, en primera persona. Un anciano explicándonos que su hijo acaba
de morir. Nos sentiríamos turbados, incómodos, incluso aburridos, y reaccionaríamos precisamente como los
pasajeros del cochero en el relato. La voz imparcial de Chéjov, sin embargo, imbuye a ese hombre de dignidad.
Absorbemos la compasión del autor por él, y nos conmueve en lo más hondo, si no la muerte del hijo, el hecho
de que el viejo termine hablando con el caballo.
Quiero decir que si les presentara así a la mujer sobre la que estoy escribiendo…
«Soy una mujer de cincuenta y tantos años, soltera. Trabajo en la consulta de un médico. Vuelvo a casa en
autobús. Los sábados voy a la lavandería y luego hago la compra en Lucky’s, recojo el Chronicle del domingo
y me voy a casa», me dirían: eh, no me agobies.
En cambio, mi historia se abre con: «Cada sábado, después de la lavandería y el supermercado, Henrietta
compraba el Chronicle del domingo». Ustedes escucharán todos y cada uno de los detalles compulsivos,
obsesivos y aburridos de la vida de esta mujer solo porque está escrita en tercera persona. Caramba, pensarán,
si el narrador cree que hay algo en esta patética criatura sobre lo que merezca la pena escribir, será que lo hay.
Seguiré leyendo a ver qué pasa.
En realidad no pasa nada. La historia, de hecho, ni siquiera está escrita todavía. Sin embargo, aspiro a que, a
fuerza de minuciosidad en el detalle, esta mujer les resulte tan creíble que no puedan evitar compadecerla.
La mayoría de los escritores utilizan accesorios y decorados de su propia vida. Por ejemplo, mi Henrietta toma
cada noche una cena frugal en un mantelito, con exquisitos cubiertos macizos italianos de acero inoxidable.
Un detalle curioso, que podría parecer contradictorio en esta mujer que recorta los vales de descuento de los
rollos de papel de cocina, pero capta la atención del lector. O al menos espero que así sea.
Creo que no daré ninguna explicación en el relato. A mí, sin ir más lejos, me gusta comer con ese tipo de
cubiertos elegante. El año pasado encargué un juego para seis comensales del catálogo navideño del Museo de
Arte Moderno. Muy caro, cien dólares, pero pensé que merecía la pena. Tengo seis platos y seis sillas. A lo
mejor daré una cena en casa, pensé en el momento. Resultó, sin embargo, que eran cien dólares por seis piezas.
Dos tenedores, dos cuchillos, dos cucharas. Un juego individual. Me dio vergüenza devolverlos; pensé: bueno,
a lo mejor el año que viene encargo otro.
Henrietta come con sus preciosos cubiertos y bebe vino de Calistoga en copa. Toma ensalada en un cuenco de
madera y calienta una comida precocinada Lean Cuisine en un plato llano. Mientras cena, lee la sección «Cosas
de este mundo», en la que todos los artículos parecen escritos por la misma persona.
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Henrietta espera el lunes con impaciencia. Está enamorada del doctor B., el nefrólogo. Muchas
enfermeras/secretarias están enamoradas de «sus» doctores. Una especie de síndrome Della Street.
El doctor B. está inspirado en el nefrólogo para el que trabajé durante un tiempo. No estaba enamorada de él,
ni mucho menos. A veces bromeaba y decía que teníamos una relación amor-odio. Era un hombre tan
detestable que sin duda me recordó cómo degeneran las aventuras amorosas, a veces.
Shirley, mi predecesora, sí que estaba enamorada de él. Me enseñó todos los regalos de cumpleaños que le
había hecho. La maceta con la hiedra y la pequeña bicicleta de bronce. El espejo con el koala esmerilado. El
estuche estilográfico. Me contó que al doctor le encantaron todos los regalos salvo el sillín de piel de borrego.
Se lo tuvo que cambiar por unos guantes de ciclista.
En mi relato el doctor B. se burla de Henrietta cuando le regala el sillín, es sarcástico y cruel con ella, como sin
duda podía ser en realidad. Ese sería el punto álgido de la historia, de hecho, cuando Henrietta se da cuenta
del desprecio que siente por ella, de qué patético es su amor.
El día que empecé a trabajar allí, encargué camisones de papel. Shirley los utilizaba de algodón: «Cuadros
azules para los chicos, flores rosas para las chicas». (La mayoría de nuestros pacientes eran tan viejos que
usaban andadores.) Todos los fines de semana, Shirley cargaba con la ropa sucia y se la llevaba a casa en
autobús, y no solo lavaba, sino que además la almidonaba y la planchaba. En eso anda ahora mi Henrietta…
planchando en domingo, después de limpiar su apartamento.
Por supuesto buena parte de mi relato va de las costumbres de Henrietta. Costumbres. Quizá ni siquiera malas
en sí mismas, sino tan arraigadas. Cada sábado, año tras año.
Cada domingo, Henrietta lee las páginas rosas. Primero el horóscopo, siempre en la página 16, como es
costumbre de ese periódico. Normalmente los astros le traen a Henrietta noticias picantes. «Luna llena, sexy
Escorpio, ¡y ya sabes qué significa! ¡Prepárate para que surja la chispa!».
Los domingos, después de limpiar y planchar, Henrietta prepara algo especial para cenar. Capón al horno. Un
salteado instantáneo de Stove Top con salsa de arándanos. Guisantes a la crema. Una chocolatina Forever
Yours de postre.
Después de lavar los platos, ve 60 Minutos. No es que le interese especialmente el programa. Le gustan los
presentadores y tertulianos. Diana Sawyer, siempre distinguida y guapa, y los hombres, todos tan serios,
fiables e implicados en los temas a debate. A Henrietta le gusta cómo mueven la cabeza con gesto taciturno, o
sonríen cuando hay una situación divertida. Y sobre todo le gustan los primeros planos de la esfera del reloj.
El minutero y el tictac del paso del tiempo.
Me está costando mucho escribir sobre el domingo. Plasmar la larga sensación de vacío de los domingos. Sin
correo, las máquinas cortando el césped a lo lejos, la desesperanza.
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O cómo describir que Henrietta se muere de ganas de que sea lunes por la mañana. El clic, clic, clic de los
pedales de la bicicleta del doctor y el chasquido de la llave cuando se encierra en el despacho a ponerse su traje
azul.
Aun así, por desagradable que sea con ella, Henrietta cree que existe un vínculo entre los dos. El doctor tiene
un pie deforme, una pronunciada cojera, mientras que ella tiene escoliosis, una desviación en la columna. Una
joroba, de hecho. Ella es tímida y vergonzosa, pero entiende que él pueda ser tan cáustico. Una vez le dijo que
reunía las dos cualidades necesarias en una enfermera… Ser «estúpida y servil».
Después de Se ha escrito un crimen, Henrietta se da un baño, mimándose con perlas perfumadas de aroma
floral.
Luego ve las noticias mientras se esparce la crema por la cara y las manos. Ha puesto agua para el té. Le gusta
el parte meteorológico. Los pequeños soles sobre Nebraska y Dakota del Norte. Nubes de lluvia sobre Florida
y Luisiana.
Se estira en la cama a tomar una infusión relajante. Echa de menos su vieja manta eléctrica con el regulador
BAJO-MEDIO-ALTO. La que tiene ahora se anunciaba como la «manta eléctrica inteligente». La manta sabe
que no hace frío, así que apenas se calienta. Ojalá se calentara de verdad y la reconfortara. ¡Demasiado lista,
la condenada! A Henrietta se le escapa la risa. Suena chocante en el pequeño dormitorio.
Apaga el televisor mientras toma la infusión, escuchando los coches que entran y salen de la gasolinera Arco
al otro lado de la calle. De vez en cuando un coche se para con un frenazo junto a la cabina telefónica. Después
la puerta se cierra de golpe y el coche arranca y se aleja.
Oye un coche que se acerca despacio hacia los teléfonos. Dentro suena jazz a todo volumen. Henrietta apaga
la luz y levanta la persiana junto a su cama, apenas una rendija. La ventana está empañada. En la radio del
coche suena Lester Young. El hombre que habla por teléfono sujeta el auricular con la barbilla. Se pasa un
pañuelo por la frente. Me apoyo en la repisa fría de la ventana y le observo. Escucho el suave saxo de «Polka
Dots and Moonbeams». Escribo una palabra en el vidrio empañado. ¿Qué? ¿Mi nombre? ¿El de un hombre?
¿Henrietta? ¿Amor? Sea cual sea, la borro antes de que nadie la vea.
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El baldío1
Augusto Roa Bastos (1917-2005, Paraguay)
No tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos
siluetas vagamente humanas, los dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras.
Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la
pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro,
jadeante por el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se
detenía a ratos a tomar aliento. Luego recomenzaba doblando aún más el espinazo
sobre su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía estar en todas
partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a
excrementos de animales, ese olor pastoso por la amenaza de mal tiempo que el
hombre manoteaba de tanto en tanto para despegárselo de la cara. Varillitas de
vidrio o metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos
oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que
allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y
sordo del cuerpo al rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el
opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro del otro se
enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a
tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo a cada forcejeo el ha...
neumático de los estibadores al levantar la carga rebelde al hombro. Era evidente
que le resultaba cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le
empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el propio miedo,
la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar
cuanto antes.
Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se
hubieran podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un
salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las dos piernas
y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado hacia adelante,
estribando fuerte en los hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al
parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en una curva desparramaron
de pronto una claridad amarilla que llegó en oleadas sobre los montículos de
basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió
junto al otro. Por un instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara,
lívida, asustada la una, llena de tierra la otra, mirando hacer impasible. La
oscuridad volvió a tragarlas enseguida.
Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde
la maleza era más alta. Lo acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas,
cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío
o de la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente
regada de sudor y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo
sobresaltó. Subía débil y sofocado del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a
quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura.
1Este cuento forma parte de El baldío, un libro escrito en 1966 que permaneció casi secreto hasta
su reedición en 1993.
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Iba a huir, pero se contuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un
relámpago que arrancó también de la oscuridad el bloque metálico del puente,
mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se arrodilló y
acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del
montón había un bulto blanquecino. El hombre quedó un largo rato sin saber qué
hacer. Se levantó para irse, dio unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar.
Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas, jadeante. Volvió a
arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel del envoltorio
crujió. Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó
en sus brazos. Su gesto fue torpe y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe
lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se incorporó
lentamente, como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo
desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante.
Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y
desapareció en la oscuridad.
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Al abrigo
Juan José Saer (1937, Argentina; 2005, Francia)
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por
encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en
la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías
pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a
dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que
él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a
observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de
que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido
que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El
mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado
lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que,
justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las
nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida:
porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en
lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del
universo.
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El amor
Martín Kohan (en Cuerpo a tierra, 2015)
Con el borde de la mano se despeja el lagrimón, y toda la tristeza se le va tan pronto como esa mojadura. No le queda
ni rastro en la mejilla o en el alma. El paso por la llanura, resignado en un principio, va ganando poco a poco en
decisión. Ya no va con los pies como pegados a las estrías invisibles de la pampa, empastados por un resto de barro
que en verdad no existe, porque no hay ni hubo lluvia en este tiempo. Ya no: ahora se afirman poco menos que en
un apuro, como si esta huida, que en efecto lo es, se hiciera bajo la acuciante inminencia de una partida de
perseguidores, cuando lo cierto es que nadie viene a sus espaldas, nadie acecha, nadie acosa.
A lo lejos, nada se ve, pero se sabe: están los indios. Esa borrosa manada de indóciles son, cuando vienen, una
amenaza, la peor de las amenazas, la más terrible. Pero ahora, que no vienen, sino que aguardan, son un anhelo y
una esperanza. Una esperanza para Fierro, una esperanza para Cruz. Esas magras tolderías donde casi no hay cosa
alguna que no sea lijosa y marrón, vale ahora por una promesa –una promesa de libertad: así la sienten– para estos
dos que hasta hace poco fueran malhechor y autoridad, el forajido y la ley, dos mundos en guerra, dos formas de
mundo; pero que ahora se emparejan en un mismo rencor y en un mismo anhelo.
Van los dos en completo silencio: silencio total. En parte porque la parquedad forma parte de la naturaleza de sus
respectivos temperamentos; es raro que haya locuaces en el fuera de la ley y es raro también que los haya, por el
contrario, o por eso mismo, entre los agentes del orden y las buenas costumbres. En parte es por eso que no se
hablan para nada, y en parte por otra cosa. En un viaje es el paisaje lo que motiva la conversación: lo que se ve, lo
que sucede, lo que pueda ofrecerse a la vista del que viaja. ¿Qué van a decirse estos dos en la pampa argentina tan
lisa y tan hueca, en el desierto constante donde nada existe y nada pasa?
Son esas las razones más notorias del silencio y la compenetración que exhiben mientras andan. Pero en el fondo,
y ellos lo saben, es otra la causa y es otra la explicación. Hay algo que ha pasado y que los dejó pensativos. Apenas
si pueden, por el momento, rumiar para sí mismos, en el secreto del mundo interior, los trazos esquemáticos de sus
cavilaciones. Mal podrían por ahora pronunciar palabra alguna, y de hecho no lo hacen.
Las tolderías se presentan a sus ojos de repente, sin prólogos, sin anunciarse. Es cualidad muy propia del indio ese
aparecer por sorpresa. En estas condiciones resulta inofensivo y hasta simpático que así sea; en los malones, sin
embargo, es lo que asegura al atacante la fiereza y el terror. Los colgajos mal zurcidos de cueros y parantes se
despegan tan poco del suelo de la pampa, y es tan semejante su color y su textura al entorno rural donde existen,
que es poco menos que imposible divisarlos a la distancia.
Al llegar, son bienvenidos. Parece un regreso, y no una llegada: hasta tal punto es cordial la recepción, aun en la
modestia obligada de los menesterosos. Curiosamente, tan sólo las cautivas recelan. Justo esas mujeres, las únicas
que habilitaban la chance de un pelo rubio o una mirada clara en medio del imperio del marrón y del marrón. Son
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ellas las esquivas. ¿Por qué será? Será porque no terminan de ver a dos iguales en Fierro y en Cruz, por más que
vengan del lado civilizado. O será justo al revés: que los sienten así, sus semejantes, dos visitantes de su misma
especie, y es eso mismo justamente lo que les provoca esta rara mortificación a la que sólo puede llamarse pudor
(pudor de que las vean así, desgreñadas y percudidas, o peor que eso, tan adaptadas, tan integradas, tan hechas a
esta vida entre indios y con indios).
No saben los motivos, y en definitiva no importan. No le importan a Fierro, no le importan a Cruz. Las cautivas se
asoman, pispean, reculan, se esconden; a ellos no les interesa, y en definitiva no les prestan demasiada atención. Es
otra su prioridad: hacerse un lugar en esta nueva vida, empezar a respirar este aire que, aunque hediondo en más
de un sector del precario asentamiento, libre está para Fierro de la opresión y la injusticia que signaron sin
clemencia sus últimos años de vida.
Les dan una carpita chica, algo apartada de las fogatas del medio. Pero qué puede afectarles esta leve marginación,
cuando lo cierto es que visiblemente los reciben y los aceptan. Con esmero de recienvenido, empiezan a acomodarse
en su flamante sitio. Despejan el suelo de astillas y piedritas que, aunque ahora no se noten, a la noche, con las
horas, lastimarían la espalda. Estiran un poncho aquí, acomodan lumbre allá. Hacen bulto en una manta, para que
sirva de almohada. Se hacen dueños del lugar.
–Prefiero dormir, Tadeo, más cerquita de la puerta, para dar pronta respuesta si en un peligro me veo.
Cruz escucha con atención estas palabras de Fierro, y se acongoja. Le da pena ver hasta qué punto el pobre no logra
desprenderse todavía de los reflejos del perseguido. No le contesta nada, le parece preferible. A cambio le hace ver
que, por las rendijas generosas de los cueros que los cobijan, la luz del atardecer va menguando. Es el comienzo de
la noche.
Martín Fierro, mientras tanto, se va sacando las botas. Los pies los tiene llagados por las largas caminatas.
Enrojecidos, como con furia, se le hincharon en la parte de los dedos y en las plantas exhiben los globos amarillentos
de unas ampollas turgentes. Cruz los mira y frunce el ceño. Fierro se sopla los empeines, buscando darse alivio.
Quizá convenga remojarlos más tarde.
No cruzan palabra alguna los dos hombres entre sí. Están metidos otra vez cada uno en sus pensamientos. No
obstante esos pensamientos, y puede que ellos lo sepan, son los mismos exactamente, o en su defecto muy
semejantes. Piensan, evocan, sopesan, dirimen: los dos sobre lo mismo. Sobre el beso que se dieron hace horas en
la pampa. Un beso de hombres, según quedó aclarado. Se dieron un beso de hombres. ¿Y de qué otra clase se iban
a dar, si al fin de cuentas hombres son? Se besaron en la boca, entreverando las barbas, ayudando a la apretura de
los labios con una mano apoyada en la nuca del otro, una mano que muda decía: vení para acá. Se besaron, sí, en la
llanura. En la llanura y en la boca. Beso de hombres: así tal cual se consignó. El vuelo de un chajá fue testigo de ese
hecho.
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Ahora se aflojan los dos, se acomodan para el descanso. El rezongo de las ranas les hace saber que hay agua cerca,
y también que se han apagado los últimos destellos de sol en el cielo. Cruz se inclina sobre el cuenco que alberga
una llama y enciende con la vista fija esa viruta entubada en papel que va a fumarse mientras cavila. El olor oscuro
del humo se mezcla con la acidez que despiden en el aire los pies desnudos de Fierro. Fierro se calla, se calla Cruz.
Los ojos se ven muy abiertos a la pobre luz del fueguito.
De pronto irrumpe en la carpa la cara de una india vieja. Asoma la cabeza por la abertura del frente, las tetas le
cuelgan tanto que el suelo parece llamarlas. Lo que dice no se entiende, pero el gesto que les hace sí. Después se va,
posiblemente tosiendo, sin esperar la respuesta. Cruz se incorpora con ademanes lentos, como si hubiese alcanzado
a dormirse y ahora se despertara. Fierro amaga con ponerse las botas y descubre en un instante, con emoción podría
decirse, que ya no hay necesidad de hacerlo, que ya no tiene por qué.
Los indios están comiendo alrededor de las brasas, a esto se debía el llamado de la vieja. Fierro se arrima, con
expresión agradecida, y unos pasos más atrás lo viene acompañando Cruz. Se acuclillan a la par y les arriman unos
platos de barro con algo espeso volcado encima. No se sabe muy bien qué es, pero nada ganarían con averiguarlo.
Es turbio y lo cruzan manchas, el menjunje en la boca no quema pero tarda un poco en diluirse para ser tragado.
Muy cerca de ellos, una cautiva parece interesarse, mientras se lleva a la boca la misma pasta que los demás. Le caen
sobre los hombros unas crenchas deslucidas, pero en el color de sus ojos persiste una especie de atractivo que no
quiere extinguirse del todo. Mira con alguna insistencia al lugar donde se encuentran tanto Fierro como Cruz; pero
a quien mira no es a Cruz, es solamente a Fierro. Lo mira, sin embargo, con una expresión que Cruz, atento a la
circunstancia, distingue perfectamente bien. La distingue bien, y además la reconoce, porque sabe que él miró
también así, y al que miró también así no era otro sino Fierro. El acero de los brazos, las manos invencibles, la
espalda venturosa, la boca de varón. Lo miró también así, apenas lo distinguió, cuando él era todavía un sargento y
comandaba todavía una partida policial. No toleró no estar del lado de ese hombre, al lado de ese hombre; no
consintió que pudiendo juntarse con él debiese plantársele enfrente. Profirió entonces una excusa sonora que los
demás ni siquiera escucharon. Se pasó con dos trancos seguros de un lado del mundo hacia el otro.
Ahora le sube a la boca el gusto amargo del sufrimiento. Muele entre los dientes ese guiso que no le ofrece
resistencia, pero estira el maceramiento cuando advierte que no lo va a poder tragar. Un rencor desconocido lo
sofoca en la garganta. La mujer no para de insinuarse y a él se le cae el plato de las manos. La comida se derrama,
revelando su evidente parecido con la tierra. Se le ven las rodillas a la cautiva astuta, el comienzo de los muslos se
le ve. A Cruz le tiemblan las manos.
Junta como puede la comida sobre el plato, no vaya a ocurrir que se piense que hay desprecio o negligencia de su
parte. Pero seguir comiendo ya no puede. Empuja lo que tiene todavía en la boca con un trago de aguardiente, hace
un gesto difuso que ni él mismo entiende del todo, se para, se incorpora, se va. Se mete entre los trapos que ahora
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le sirven de casa y se acuesta solo a morder la rabia que le está raspando las muelas. Aprieta los puños no menos
que los dientes. Quisiera poder dormirse del todo y ya mismo, pero de pronto quisiera también quedarse despierto
siempre y no volver a dormirse jamás.
En eso está, casi lloroso, cuando sin más aparece Fierro. A Cruz le parece adivinar que se apuró a venir, que se apuró
a volver. Lo siente llegar, agacharse para entrar, lo siente pisar el suelo compacto y volcar su cuerpo gaucho en
dirección al descanso. El sosiego más infinito lo invade como por milagro. Martín Fierro está de vuelta, se ha
acostado junto a él. Boca arriba, lo mismo que él, con la respiración vidriosa del que tanto ha trajinado.
–Nada mejor que dormir con la panza bien llenita. Cuando el hambre se me quita, es que puedo discernir.
Cruz se pregunta si tendrá que tomar estas palabras como una despedida hacia el sueño, pero nota que Fierro no se
duerme todavía. Le gusta comprobar que se prolonga este preludio compartido de lo que será una noche juntos.
Van a dormir, pero no duermen. Una mano de Cruz, una mano de Cruz más que Cruz, se mueve como por reflejo
hacia el lado donde está Fierro. Y en ese breve trayecto se encuentra, no ya con Fierro, sino con la mano de Fierro,
con una mano de Fierro. Una mano que por algún motivo está con la palma vuelta hacia arriba, como si estuviese
por caso pidiendo algo, o más bien esperando algo. Por ejemplo, esto que llega: la mano de Cruz.
Los dedos se entrelazan con una fuerte presión al principio, pero muy pronto se aflojan para empezar a acariciarse.
En medio de tanta aspereza se descubren suavidades. Entre los callos costrosos del trabajo y el trato severo, hay
atajos casi secretos por donde deslizarse en lo blando. Así se entienden en la noche las manos de Fierro y de Cruz.
Hasta que la mano de Fierro se resuelve, como si pudiese tener paciencia y por lo tanto perderla, a adueñarse de la
mano de Cruz y a convertirse en su tutora y su guía.
Cruz intuye lo que pasa, y por eso se deja llevar. Fierro le arrastra la mano hasta hacerla reposar justo ahí donde
quería (justo ahí donde quería quién: donde quería Fierro, donde quería Cruz). Una emoción desconocida y rara,
una especie de ebriedad nunca antes alcanzada, se adueña de Cruz cuando aferra entre sus dedos el socotroco de
Fierro. Fierro en sus manos: eso que tanto quiso. Es suya por fin esa parte que ávido conjeturó, sable en mano
todavía y en plena redada policial. La atesora con fervor entre los dedos, y le pica de pronto la curiosidad de saber
si en su boca cabrá eso que en la mano del todo no cabe. Porque el socotroco de Fierro asomó ya muy despierto, y
Cruz ahora se entiende directamente con él. Soba, prueba, saborea. ¿Se ahoga? ¿No se ahoga? ¿De pronto será su
campanilla, ahí en el fondo del gañote, parte de este mismo asunto?
La noche se puebla de resoplidos de Fierro. La cabeza de Cruz sube y baja, pero con lentitud, como si alguno le
estuviese explicando alguna cosa y él asintiera de continuo para hacerle ver que comprende. Lo crecido crece todavía
más, y Cruz ya no da crédito. Su propio entresijo se enciende y pide libre paso, una leve brisa mueve no poco los
cueros, pero es tanto el calor que se siente que ellos dos ni se dan cuenta.
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–Vos date vuelta, Tadeo, que me voy a acomodar, con tantas ganas de entrar que la hora ya no veo.
Bastan esas pocas palabras para decir el deseo de Fierro, pero al sonar han dicho también, en gozosa coincidencia,
justo el deseo de Cruz: lo mismo que él estaba esperando. Gira de una sola vez para estar ya boca abajo. Sus manos
gauchas han atinado a despejarle el camino a Fierro: no existe para él más obstrucción de calzones o bombachas.
Es un convite neto y lindo, una delicia. Se oye claro que Fierro escupe, pero ¿qué es lo que escupe exactamente?
¿Sus dedos lubricantes, el socotroco, el culo redondo de Cruz? Lo que sea, y acaso todo a la vez; da lo mismo, a decir
verdad. Lo que cuenta es que ya se desploma sobre la ansiedad del compañero, que acomete sin resuello, embate
recto, rompe y raja, entra por fin.
¿Es pura idea de Cruz, o las ranas se han callado? Lo único que ahora se escucha en la noche entre los indios son
sus dos respiraciones. Se diría por su sonido marcado que el aire primero no quiere entrar y después no quiere salir,
que todo hay que hacerlo con esfuerzo y con ahogo. Martín Fierro se sacude sobre Cruz, sacude a Cruz, presiente
que nunca estuvo en su vida tan cerca y tan dentro de nadie. Un desparramo indoloro de chambergos y botas en
torno se produce porque los hombres se agitan ya sin control.
Los dos al tiempo y juntitos, como hechos de un mismo palo. Fierro se derrama en Cruz, y Cruz en la llanura
pampeana. Las simientes casi en hervor van adonde mejor les toca: a lo más hondo del culo o al polvo que es destino
del hombre. Después de tanto curvarse, es un aflojamiento general lo que sucede en la carpa prieta. Fierro con toda
ternura, encima de Cruz todavía, deja que la respiración se sosiegue junto al pelo y la oreja y la boca del otro. Le
juega con un dedo en los rulos endurecidos de la nuca. Le dice cosas.
–Tadeo, lindo Tadeo: qué manera de quererte. Es el goce de tenerte el solo dios en que creo.
Se echan mansos el uno junto al otro. Se pasan de mano en mano el cigarro que Cruz ha encendido. Ven los humos
que cada uno sopla mezclarse en el aire y hacerse uno. Sonríen satisfechos: son felices y lo saben. Han descubierto
el amor.
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Carta perdida en un cajón
Silvina Ocampo (en La furia)
¿Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas entre las
líneas del libro que leo, dentro de la música que oigo, en el interior de los objetos que miro? No
me parece posible que el revestimiento de mi esqueleto sea igual al tuyo. Sospecho que
perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del mío, que el ángel guardián de tu infancia
no se parecía al mío. Como si se tratara de alguien que hubiera entrevisto en la calle, me parece
que no nos hemos conocido en la infancia y que aquella época hubiera sido mero sueño. Pensar
de la mañana a la noche y de la noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz,
en esa manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier trabajo. A veces, al oír
pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir. Imagino las frases que dices, los lugares que
frecuentas, los libros que te gustan. En medio de la noche, me despierto con sobresaltos
preguntándome: «¿dónde estará esa bestia?» o «¿con quién estará?». A veces, con mis amigos,
llevo el diálogo a temas que fatalmente atraen comentarios sobre tu modo de vivir, sobre las
particularidades de tu carácter, o bien paso por la puerta de tu casa, perdiendo un tiempo infinito
en esperarte para ver a qué horas sales o cómo te has vestido. Ningún amante habrá pensado
tanto en su amada como yo en ti. Recuerdo siempre tus manos levemente rojas, y la piel de tus
brazos oscura en los pliegues del codo o en el cuello como arena húmeda. «¿Será suciedad?»,
pienso, esperando con un defecto nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable. Podría
dibujar tu cara con los ojos cerrados, sin equivocarme en ninguna de sus líneas: me guardaré de
hacerlo, pues temo mejorar tus facciones o divinizar la expresión un poco bestial de tus mejillas
prominentes. Será una mezquindad de mi parte pero todas mis mezquindades te las debo a ti.
Después de nuestra infancia, que transcurrió en un colegio que fue nuestra prisión donde nos
veíamos diariamente y dormíamos en el mismo dormitorio, podría enumerar algunos furtivos
encuentros: un día en el andén de una estación, otro día en una playa, otro día en un teatro, otro
día en la casa de unos amigos. No olvidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los otros,
pero el último me parece más significativo. Cuando advertí tu presencia en aquella casa perdí
por la fracción de un segundo el conocimiento. Tus pies lascivos estaban desnudos. Pretender
describir la impresión que me causaron las uñas de tus pies sería como pretender reconstruir el
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Partenón. Creo, sin embargo, que en la infancia tuve el presentimiento de todo lo que iba a sufrir
por ti. Oí a mi madre pronunciar tu nombre cuando entramos a visitar por primera vez aquel
colegio donde había en el jardín tantos jacarandás en flor y aquellas dos estatuas sosteniendo
globos de luz en cada lado del portón.
—Alba Cristián es hija de una amiga mía. La internarán también aquí. Es de tu edad —dijo mi
madre cruelmente.
Sentí un extraño malestar: pensé que era por culpa del colegio donde me iban a internar. Sin
embargo, inconscientemente, como esos antiguos anillos que contenían veneno debajo de un
camafeo o de una piedra, tu nombre semejante también a un círculo me pareció venenoso. Otro
presentimiento me avasalló aquel día del paseo a los lagos de Palermo, cuando nos bajamos a
comer la merienda sobre el césped y que Máxima Parisi te enseñó unas tarjetas postales que no
quiso enseñarme a mí y que al final de la tarde, comiendo un helado de frambuesa, se recostó
sobre tu hombro en el ómnibus que nos llevó de vuelta al colegio. En aquella intimidad que me
excluía, sentí la amenaza de otras desventuras. No creas que olvidé la llave misteriosa de tu mesa
de luz que hacía sonreír a Máxima Parisi ni aquel atado de cigarrillos americanos que fumaron
sin convidarme en la glorieta de los arbustos «cuerpo a tierra», decían ustedes, «como los
soldados», en aquel escondite que aborrecí hasta el día de hoy. No creas que olvidé aquel libro
pornográfico, ni al gato que bautizaban con un nuevo nombre estrafalario cada día, ¡pobre
diablo! Ni aquella suerte de supositorios para perfumar el baño con olor a rosa que disolvían en
un vaso de agua y que se pasaban por el pelo y por los brazos. No creas que olvidé la enfermedad
de Máxima cuando te colgaste de mi brazo todo el día diciéndome que yo era tu amiga predilecta
y que me invitarías a tu casa de campo durante el verano. No me hice ilusiones, además no me
inspirabas ninguna simpatía. No aspiré a tu amistad sino para alejarte de otras. En el fondo de
mi corazón se retorcía una serpiente semejante a la que hizo que Adán y Eva fueran expulsados
del Paraíso.
Sospechaba que mi vida sería una sucesión de fracasos y de abominaciones. No hay niño
desdichado que después sea feliz: adulto podrá ilusionarse en algún momento, pero es un error
creer que el destino pueda cambiarlo. Podrá tener vocación por la dicha o por la desdicha, por la
virtud o por la infamia, por el amor o por el odio. El hombre lleva su cruz desde el principio; hay
cruces de madera tosca, de aluminio, de cobre, de plata o de oro, pero todas son cruces. Bien
sabes cuál es la mía, pero tal vez no sepas cuál es la tuya, pues no todos los seres son lúcidos, ni
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capaces de leer el destino en los signos que diariamente ven a su alrededor. ¿Será cruel
advertírtelo? Me tiene sin cuidado. No siento por ti la menor lástima. Me molesta que alguien
aún crea que somos amigas de infancia. No falta quien me pregunte con tono almibarado y
escandalizado a la vez:
Yo les respondo:
—No me casé con los amigos de infancia. Si ahora tengo poco discernimiento para elegirlos,
¿cómo habrán sido las equivocaciones de mis primeros años? Las amistades de infancia son
erróneas, y no se puede ser fiel al error indefinidamente.
Aquel día, en casa de nuestros amigos, al verte, una trémula nube envolvió mi nuca, mi cuerpo
se cubrió de escalofríos. Tomé un libro que estaba sobre la mesa y comencé a hojearlo
ávidamente: sólo después advertí que el libro se titulaba «Balance de las ventas de animales
bovinos». La dueña de casa me ofreció una naranjada horrible «de alfileres» como
denominábamos toda bebida que llevaba soda. Bebí de un trago para ocultar el temblor de mi
mano; felizmente hacía calor y salí al balcón con el pretexto de tomar fresco y de mirar la vista
que abarcaba el Río de la Plata a lo lejos y en primer plano el Monumento de los Españoles que
divisado de ese ángulo parecía, más que nunca, un gigantesco postre de bodas o de primera
comunión. Sonreí a tu cara de bestia, sonreíste. Vivir así no era vivir. Sentí vértigos, náuseas.
Desde aquel séptimo piso contemplé la calle pensando cómo sería mi caída, si me tiraba de esa
altura. Un puesto de fruta, cajones de basura al pie de la casa (estarían en huelga los basureros)
y una baranda alta me molestaban para imaginar la escena. Traté de concentrarme en esa idea
llena de dificultades para serenarme. Tenía el poder, que ahora no tengo, para desdoblarme:
conversé con la gente que me rodeó, reí, miré a todos lados con los ojos clavados en el fondo de
aquel precipicio con cajones de basura, con frutas y con hombres que pasaban. Todo era menos
inmundo que tu cara. «De cuántas músicas, de cuántas personas, de cuántos libros tengo que
renegar para no compartir mis gustos contigo», pensé al mirar hacia el interior del departamento
a través del vidrio de la ventana. «Quiero mi soledad, la quiero con mil caras impersonales.» Te
miré y a través del vidrio que reverberaba tembló tu cara de piraña como en el fondo del agua.
Pensé en quien no puedo pensar por causa tuya y en el sortilegio que me envolvía. Estás en mí
como esas figuras que ocultan otras más importantes en los cuadros. Un experto puede borrar
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la figura superpuesta pero ¿dónde está el experto? Necesito dar una explicación a mis actos.
Después de haberte saludado con una inusitada amabilidad te invité a tomar té. Aceptaste. Te
dije que en mi casa había pintores. Sugeriste felizmente que sería mejor ir a tu casa. En el
momento en que prepares el té y lo dejes sobre la mesa fingiré un desmayo. Irás a buscar un vaso
de agua que yo te pediré, entonces echaré en la tetera el veneno que traigo en mi cartera. Servirás
el té después de un rato. Yo no tomaré el mío, pensé como delirando mientras me hablabas.
No cumplí mi proyecto. Era infantil. Me pareció más atinado usar ese procedimiento para matar
a L. Deseché la idea porque la muerte no me pareció un castigo.
La conversación recaía sobre ti. Le decía de ti las peores cosas que pueden decirse de un ser
humano. Hablé de suciedad, de mentiras, de deslealtad, de vulgaridad, de pornografía. Inventé
cosas atroces que resultaron maravillosas. No sospeché que por primera vez L. se interesaba en
tu personalidad, en tu vida, en tu manera de sentir y que todo había nacido de mi imaginación.
Durante el tiempo que dediqué a pensar sólo en ti, a hablar de tus horribles vestimentas, de tu
malignidad, de tu falta de asco para meterte en la boca dinero sucio y cosas que encontrabas en
el suelo, con mi complicidad, con mis sospechas, con mi odio construí para ustedes ese edificio
de amor tan complicado donde viven alejados de mí por mi culpa. Quiero que sepas que debes
tu felicidad al ser que más te desdeña y aborrece en el mundo. Una vez que ese ser que te adorna
con su envidia y te embellece con su odio desaparezca, tu dicha concluirá con mi vida y la
terminación de esta carta. Entonces te internarás en un jardín semejante al del colegio que era
nuestra prisión, un jardín engañoso, cuidado por dos estatuas, que tienen dos globos de luz en
las manos, para alumbrar tu soledad inextinguible.
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Claire Keegan
(1968, Irlanda)
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El hacha pequeña de los indios
Abelardo Castillo (1935-2017, Argentina)
Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta
era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad
(o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la
muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella
le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar
nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia
puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por
eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en
seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro,
nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se
regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el
mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el
filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de
indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha
parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al
hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó
esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos,
pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados y
mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego
junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que
cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de
agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una
arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un
jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a los
malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era hermosa –linda
como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho
la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero–, y de pronto estaban
riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería
tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al
espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez
que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña
hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una
porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el
momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó
durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le
había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante
que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta
que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la
muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa
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pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que
decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones.
Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de
los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra
que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había
dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. "Vamos a tener un
hijo", había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.
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Textos críticos y teóricos
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Sobre la literatura
Se dice con frecuencia que la misión del escritor es expresar la realidad de su mundo y
su gente. Es cierto pero hay que añadir que, más que expresar, el escritor explora su
realidad, la suya propia y la de su tiempo. Su exploración comienza y termina con el
lenguaje: ¿qué dice realmente la gente? El poeta y el novelista descifran el habla
colectiva y descubren la verdad escondida de aquello que decimos y de aquello que
callamos. El escritor dice, literalmente, lo indecible, lo no dicho, lo que nadie quiere o
puede decir. De ahí que todas las grandes obras literarias sean cables de alta tensión no
eléctrica sino moral, estética y crítica. Su energía es destructora y creadora pues sus
poderes de reconciliación con la terrible realidad humana no son menos poderosos que
su potencia subversiva. La gran literatura es generosa, cicatriza todas las heridas, cura
todas las llagas y aun en los momentos de humor más negro dice sí a la vida. Pero hay
más. Explorar la realidad humana, revelarla y reconciliarnos con nuestro destino
terrestre, solo es la mitad de la tarea del escritor: el poeta y el novelista son inventores,
creadores de realidades. El poema, el cuento, la novela, la tragedia y la comedia son, en
el sentido propio de la palabra, fábulas: historias maravillosas en las que lo real y lo
irreal se enlazan y se confunden. Los gigantes que derriban a Don Quijote son molinos
de viento y, simultáneamente, tienen la realidad terrible de los gigantes. Son
invenciones literarias que nublan o disipan las fronteras entre ficción y realidad. La
ironía del escritor destila irrealidad en lo real, realidad en lo irreal. La literatura de
nuestra lengua, desde su nacimiento hasta nuestros días, ha sido una incesante
invención de fábulas que son reales aun en su misma irrealidad.
Octavio Paz
Extraído de La Jornada, México, martes 8 de abril de 1997
http://www.poeticas.com.ar/Directorio/poetas.htm
¿Para quién se escribe una novela? ¿Para quién se escribe un poema? Para personas
que han leído alguna novela, algún otro poema. Un libro se escribe para que pueda ser
colocado junto a otros libros, para que entre a formar parte de una estantería hipotética
y, al entrar en ella, de alguna manera la modifique, cambie de lugar a otros volúmenes o
los haga pasar a segunda fila, reclamando que pasen a primera fila algunos otros.
¿Qué hace el librero que “sabe vender”? Dice: “¿Usted ha leído este libro?” Pues
entonces tiene que llevarse este otro”. No es diferente la actitud –imaginaria e
inconsciente- del escritor hacia el lector invisible. Con la diferencia de que el escritor no
puede proponerse sólo la satisfacción del lector (también un buen librero debería tener
más altas miras), sino que debe imaginar a un lector que aún no existe, o bien un
cambio en el lector tal como es hoy día. Lo cual no siempre sucede. En todas las épocas
y las sociedades, una vez establecido un determinado canon estético, un modo
determinado de interpretar el mundo, una determinada escala de valores morales y
sociales, la literatura puede perpetuarse a sí misma mediante sucesivas confirmaciones
y algunas actualizaciones y profundizaciones. Pero a nosotros nos interesa otra
posibilidad de la literatura: la de poner en discusión la escala de valores y el código de
los significados establecidos.
Italo Calvino, de “¿Para quién se escribe? (La estantería hipotética)” en Punto y aparte.
Ensayos sobre literatura y sociedad, Barcelona, Tusquets, 1995.
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La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las
generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus
bibliotecas.
Las emociones que la literatura suscita son quizás eternas, pero los medios deben
constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se
gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen
obras clásicas y que lo serán para siempre.
(...)
Clásico no es un libro... que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro
que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo
fervor y con una misteriosa lealtad.
Jorge Luis Borges, de “Sobre los clásicos” en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé,
1996.
... no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores
que exige el tratamiento de la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el
carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo
verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia
lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No
vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en
su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de
antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de
la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.
Juan José Saer, de “El concepto de ficción”, Buenos Aires, Espasa- Calpe, 1997.
El poema
Tal vez lo que se intenta toda la vida es escribir un solo poema, uno solo. Entonces, el
poeta no sería un pequeño dios, como quería Huidobro, sino apenas un mendigo de la
magia que siempre se da por accidente, el perseguidor de una nota que sabe que no
existe. Como el poeta de las tradiciones árabes, montado por un demonio que lo obliga
a buscar en la lengua lo que la lengua niega, a encontrar la palabra que separa a la
lengua del lenguaje.
El trabajo de la poesía
La poesía da forma al vacío para que éste sea posible.
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Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está
terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir
cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material más prolijo. La última
oportunidad son las pruebas. Uno agradece todas esas chances.
¿Reescibe mucho?
Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve
veces antes de quedar satisfecho.
No sé nada de la inspiración porque no sé qué es... he oído hablar de ella, pero nunca la
vi.
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Piglia, Ricardo. 1986. En Formas breves, Buenos Aires: Anagrama.
En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en
Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del
cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego)
y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste
en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde
un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
III
Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias
quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos
acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los
elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en
cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.
IV
66
¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas
tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El
autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la
historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el
asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que
han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una
edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una
historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las
mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia
ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.
VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood
Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada;
trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta
de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia
anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una
sola.
VII
"El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra
hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece
la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la
narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que
logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos
la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para
apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar,
pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.
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VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia
visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano
y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo
elíptico y amenazador.
IX
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según
los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de
taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura
entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario
Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la
condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer
de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras
de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una
historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada
de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en
"Tema del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma
de narrar.
XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto.
Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver,
bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos
hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo
de lo inmediato", decía Rimbaud.
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El cuento: de los orígenes a la actualidad
(Fragmentos seleccionados)
(En: La historia de la literatura mundial, Jaime Rest, 1968. Buenos Aires: Centro Editor de
América Latina.)
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señalar que, si bien es cierto que el cuento es una variedad narrativa ve
extensión más bien limitada, tampoco en este aspecto existe un criterio muy
estricto: algunos eruditos y cuentistas han coincidido en fijar una longitud
máxima de quince mil palabras, que es aproximadamente la dimensión de “El
capote” del ruso Nikolai Gógol, una de las obras clásicas en la evolución del
género; no obstante, ese tope ha sido superado ampliamente por algunos
“cuentos largos” de considerable celebridad, como Otra vuelta de tuerca y La
lección del maestro de Henry James o La muerte de Iván Ilich de Tolstoi. Para
lograr una definición del cuento, quizá convenga apelar a Edgar Allan Poe,
quien no solo fue uno de los fundadores de esta especie literaria en la narrativa
moderna sino que también hizo una de las principales contribuciones teóricas,
en su intento de fijar una preceptiva para el relato breve. A juicio de este autor
norteamericano, la longitud de un cuento tiene que medirse con un criterio
temporal y psicológico; en tal sentido, postula como duración máxima aquella
que permita leer la narración de un tirón, sin que flaquee la atención; es decir,
un texto cuyo reconocimiento integral requiera “de media hora a una o dos
horas”, o tal vez un lapso algo mayor. La tesis que adelanta Poe se basa en un
contraste bien escogido: mientras la novela logra sus objetivos a través de un
efecto moroso u cumulativo, el cuento debe producir una impresión rápida y de
conjunto, a semejanza de lo que sucede con la poesía lírica. Por lo tanto, tiene
que poseer una arquitectura sumamente orgánica y una poderosa coherencia, a
fin de producir un impacto total, al que deben subordinarse los diversos
materiales y recursos empleados. A causa de ello, en lugar de prevalecer los
habituales ingredientes de la narración –anécdota, caracteres o lo que fuere–, lo
fundamental consiste en que el conjunto de elementos ha de converger hacia
una emoción dominante y congregadora. Una urdimbre tan ajustadamente
entrelazada exige, por necesidad, una estructuración cerrada, un armónico e
intrincado juego de relaciones internas. Por supuesto, ésta es una meta ideal
que rara vez llega a concretarse plenamente; además, según algunos críticos, las
nociones que formuló Poe corren el riesgo de convertirse en normas rígidas y
mecánicas; pero, de cualquier modo, la doctrina enunciada por este narrador ha
conservado un significativo ascendiente y ha prolongado su vigencia hasta
nuestros días. Sea como fuere, es lícito afirmar que las características del cuento
radican en una forma peculiar de organizar los materiales narrativos, más bien
que en una determinada extensión material del relato; mientras la novela se
apoya fundamentalmente en hechos, el cuento se propone explorar las
implicaciones de una situación y trata de manejarse con recursos psicológicos
sumamente tenues y escurridizos. Al mismo tiempo, el cuento tiende a
concentrar la acción narrada y, a diferencia de la novela, suele circunscribir los
sucesos en un lapso comparativamente breve, desde unos pocos instantes hasta
un solo día (como en La fiesta en el jardín de Katherine Mansfield);
coincidentemente, hay una intensificación de la línea argumental, mediante la
exclusión de todo incidente lateral; por añadidura, la exposición suele ser muy
escueta –casi taquigráfica– y a menudo, según el método preferido de Chejov,
70
parece que se ha tomado un fragmento de vida al azar. Pero, según la afirmación
predilecta de James Joyce, el cuento debe ser una “epifanía”, es decir, que por
intrascendente que parezca su fábula, necesariamente ha de proyectarnos hacia
una revelación anímica intensa y sorpresiva, mediante un desenlace que resulte
imprevisto o que deje un recuerdo persistente en nuestra memoria. Además, es
oportuno añadir que las situaciones y personajes del cuento tienden a presentar
rasgos arquetípicos, lo cual confiere a la narración una índole casi mítica.
71
apariencia oriental. Sin embargo, hasta el advenimiento del Romanticismo, el
cuento no es concebido o ejercido como una especie narrativa claramente
diferenciada; se lo consideraba, en cambio, una forma subsidiaria y bastante
menor en la práctica de la ficción. El cambio de actitud –que conduciría a la
edad de oro en la historia del cuento– solo se da en las postrimerías del siglo
XVIII. Primeramente, los filólogos y narradores alemanes se esfuerzan en
revitalizar el relato tradicional y las viejas leyendas germánicas, tarea en la que
sobresale el aporte de los hermanos Grimm; más tarde, comienzan a parecer
creadores originales de la estatura de Hoffmann; por último, entre 1820 y 1850,
la marea cuentística se derrama por toda Europa y alcanza también a los
Estados Unidos, con autores de la talla de Nodier, Mérimée, Nerval, Pushkin,
Gógol, Hawthorne y Edgar Allan Poe. A partir de entonces, la narración breve
moderna queda consolidada como forma literaria de avanzada, cuyo prestigio
habría de prolongarse en innumerables creadores, que incluyen nombres tan
ilustres como Maupassant, Chejov, Kafka, Hemingway, Pirandello, Borges,
Cortázar y Rulfo.
Antón Chejov, uno de los más prominente representantes del cuento moderno, instruía
a su hermano Alexander acerca de los procedimientos narrativos, en una carta fechada
el 10 de mayo de 1886: “A mi juicio, una descripción auténtica de la naturaleza debe ser
muy breve y tiene que poseer especial interés. Es necesario desechar los lugares
comunes, tales como ‘el sol poniente que se bañaba en las olas del mar crepuscular
derramaba su oro purpurino’, o como ‘las golondrinas que volaban sobre la superficie
de las aguas emitían sonidos de regocijo’. En las descripciones de la naturaleza, es
necesario adueñarse de los pequeños detalles, para agruparlos de un modo tal que –
durante la lectura– uno vea el paisaje evocado, con sólo cerrar los ojos. “Por ejemplo, es
posible obtener el efecto pleno de una noche de luna con sólo escribir que en la esclusa
un destello brilló en el cuello de una botella rota, y la sombra compacta y oscura de un
perro –o de un lobo– emergió y huyó. La naturaleza logra animarse, si uno no es
excesivamente melindroso en el empleo de comparaciones entre sus fenómenos y las
actividades humanas ordinarias. “En el ámbito psicológico, el asunto también radica en
los detalles. Que Dios nos libre de los lugares comunes. Lo mejor es rehuir la pintura de
los estados mentales; debemos tratar de esclarecerlos mediante los actos mismos de los
protagonistas. Además, no se necesita retratar muchos personajes; el centro de
gravedad debe residir en sólo dos figuras: él y ella.”
72
Edgar Allan Poe expone su doctrina
73
una concepción de la realidad poco menos que insólita. En el pasado, el cuento
no era más que una variedad del ámbito narrativo, beneficiada con una suerte
mayor o menor; en cambio, en el último siglo y medio se ha ido convirtiendo en
un mundo autónomo, con leyes propias, con objetivos insustituibles. En
particular, por obra de las doctrinas que formula Edgar Allan Poe, resulta
evidente que hemos asistido al nacimiento de un género enteramente novedoso,
cuyo aporte entraña un cambio de naturaleza, más bien una variación de grado.
Para comprender los alcances de este fenómeno, conviene ensayar una
comparación entre el cuento moderno, por un lado, y las modalidades del relato
breve tradicional y de la novela clásica, por otro. Por lo general, en la narrativa
prevalecía una presentación lineal fáctica, aun en los casos en que se incluían
elementos fantásticos, oníricos o simbólicos; en las anécdotas folklóricas y en
las numerosas colecciones medievales ya está presente la tendencia a referir
hechos concretos y claramente definidos, propensión que se torna casi obsesiva
en los novelistas clásicos, ansiosos por trasmitirnos a través del lenguaje la
solidez de sus personajes y del mundo que los circunda, con exactas referencias
sobre la existencia individual o familiar, sobre los esquemas sociales, morales o
económicos. La importancia de los hechos se vuelve todopoderosa; el mundo es
un sistema sólido, ordenado, inequívoco; el relato debe ser ante todo
informativo y las emociones tienen que originarse en los sucesos concretos
cabalmente narrados. En manifiesto contraste, el cuento moderno tiende a
rechazar el carácter lineal y fáctico de los procedimientos anteriores; su
significado es complejo, escurridizo, no radica en los acontecimientos
explicitados sino que suele excederlos; por añadidura, el desenlace
generalmente introduce un elemento de sorpresa, que el curso de la acción no
hacía prever; como consecuencia de ello, nos vemos proyectados hacia una
atmósfera fluida, evanescente, por más sólidas que sean las apariencias; si en
algún momentos debemos sentirnos conmovidos, el impacto preferentemente
surge de algo que no está expresado, que circunda la literalidad, que permanece
flotando en las palabras, que no se halla fijado en la descripción misma de los
sucesos. En síntesis, el cuento moderno aspira a crear un clima, en lugar de
limitarse a referir uno o varios episodios; esto se advierte en la producción de
los narradores más dispares: no solo Henry James –que es un maestro del
sobreentendido– sino también en Maupassant, cuando la urdimbre de su
admirable “Miss Harriet” se elabora en torno de meras interpretaciones
subjetivas, de fugaces visiones de soslayo; a su vez, Hemingway en “Los
asesinos” construye una situación cuya intensidad radica exclusivamente en las
implicaciones del relato; Chejov por antonomasia, toma anécdotas casi
intrascendentes –una tarde estival de vacaciones en que no ocurre nada, una
noche de invierno en que las historias de fantasmas relatadas empiezan a
posesionarse de los narradores–, y a partir de estos cortes en la vida cotidiana
nos sugiere una visión del hombre y de su destino. Por así decirlo, se trata de un
aparente verismo que nos conduce, sin que lo advirtamos, a un efecto
impresionista colmado de sentido: lo importante no es lo sucedido, sino el gusto
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–unas veces agridulce, en otras ocasiones amargo y hasta desolador– que nos
queda después de completada la lectura.
De cuanto hemos señalado, se desprende que el cuento moderno exige al
escritor una especial sutileza expositiva, a fin de sugerir lo que escapa a la
expresión directa y brutal. Pero asimismo exige un mayor refinamiento en la
sensibilidad del lector. Esto no significa que exista una diferencia de calidad a
favor del público actual y en perjuicio del auditorio pretérito, ya que el distingo
se origina no tanto en un perfeccionamiento cuanto en un cambio de actitud: es
razonable sospechar que por debajo de la profunda alteración sufrida por el arte
narrativo en los últimos ciento cincuenta años hay una transformación de la
mentalidad, la disolución y acaso el reemplazo de todo un sistema, de una
concepción íntegra de la realidad. Si algo caracterizó a la novela clásica que
escribían Jane Austen, Balzac e inclusive Dickens ello fue un enfoque basado en
una noción empírico-racionalista del mundo y en una afirmación de la
individualidad. De estos dos criterios, el primero conducía a un ordenamiento
de la experiencia que presentaba una imagen estructurada y orgánica del ámbito
secular en que el hombre se halla inserto; en suma, consolidaba las creencias en
la solidez de nuestra relación con el mundo. A su vez, la exaltación de la
individualidad propiciaba una imagen competitiva de la existencia, en la cual se
medía la trayectoria del personaje novelesco en función de su realización
mundana o de su frustración, según las normas vigentes en la sociedad: una
novela tenía final feliz si el protagonista lograba una afirmación de sí mismo por
la vía del amor, la fortuna y el prestigio; en caso contrario, el desenlace era
desdichado. El cuento moderno –y casi toda la narrativa actual– ha renunciado
a esta formulación. La solidez del mundo y la exaltación del individuo parecen
haber sufrido un repliegue; no se trata de que la literatura de ficción ataque
estos conceptos, simplemente los omite, los ignora. En su reemplazo, la imagen
de la realidad se ha trasladado de la anterior “solidez del mundo” a una especie
de “clima mental”, absolutamente fluido y con frecuencia subjetivo. Esto es lo
que nos proporciona el cuento moderno: en lugar de hechos significativos por sí
solos, una atmósfera en la que los acontecimientos pueden parecer ínfimos pero
se cargan de sentido por la circunstancia de vincularse entre sí hasta formar una
trama muy tenue, una suerte de telaraña que constituye la realidad y el destino;
esta trama resulta casi insubstancial, pero es el más sólido fundamento que
puede apreciarse en los acontecimientos, en los objetos, en la vida humana
misma. Coincidentemente, se ha esfumado el individualismo novelístico y los
protagonistas de los cuentos han tendido a convertirse en arquetipos; de Poe a
Kafka, se advierte un creciente avance de personajes que encarnan situaciones
características más bien que destinos individuales.
De acuerdo con el proceso expuesto, en el desenvolvimiento del cuento moderno
–como género literario original y autónomo– se puede señalar tres etapas
principales: primero, un entronque con el pasado, con la tradición –
especialmente medieval– del relato folklórico, cuyas proyecciones suscitan el
interés de filólogos y narradores alemanes, al filo de 1800; luego, la
75
estructuración gradual de una nueva forma cuentística, destinada a captar una
realidad evanescente y a darle una apariencia de solidez, según el propósito que
inspiró a Poe en la teoría y en la práctica y que lo llevó a una perspectiva estricta
del relato breve; y por último, una ruptura de excesivo formalismo, a fin de
registrar en la narrativa episodios aún más escurridizos, mucho más cotidianos
y decididamente elementales, según procedimientos que en especial ensayan
Chejov y sus continuadores.
76
Todorov, Tzvetan. 2006. Introducción a la literatura fantástica, Buenos Aires:
Paidós (fragmento).
77
El sentimiento de lo fantástico
Julio Cortázar
Conferencia dictada en la Universidad Católica Andrés Bello (Caracas, Venezuela) en 1982.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es
eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma
definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición
preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que
cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias
vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de
esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la
impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están
cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo
un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el
comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me
negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis
maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas
que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al
menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía
explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo
de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí
me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la
cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños
paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de
experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos
llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para
lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en
cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la
causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles
como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por
una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y
poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las
leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad
78
misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo
interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica
aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo
fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de
esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para algunas personas,
en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general
en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el
mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene
nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he
hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe
multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus
positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los
umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que
se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en
nuestra vida interior es exactamente lo mismo. (...)
79
Barrenechea, Ana María. 1972. “Ensayo de una tipología de la literatura
fantástica” en Revista Iberoamericana, Vol. XXXVIII, N° 80, julio-septiembre
(fragmentos).
[…]
80
Jaime Rest, Conceptos de literatura moderna, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1979 (fragmento).
"(…) en la Edad Media prevaleció una cosmovisión sobrenaturalista que hizo posible, en literatura, la
proliferación de cuentos maravillosos en los que se admitía de manera espontánea y normal la
existencia de 'otro mundo', del cual procedían todos los hechos insólitos o extraordinarios que se
introducían en la vida humana de 'este mundo' y la perturbaban. En tal contexto histórico se
consideraban usuales la presencia de las hadas, los milagros de los santos, la acción de Satanás o de
sus prosélitos, las magias y taumaturgias de toda índole, tal como lo confirman innúmeros relatos
considerados absolutamente verídicos y, por supuesto, verosímiles (según se desprende
especialmente de multitud de leyendas religiosas)".
"[Con el transcurso del tiempo] se produjo una radical transformación ideológica que circunscribió los
alcances de la realidad al mundo de la vida cotidiana, al plano del acaecer secular. Estimulada por el
avance de las ciencias y del empirismo filosófico, esta nueva visión estructuró un sistema en el que la
posibilidad de lo mágico, lo extraño o lo siniestro pareció quedar excluida. La óptica empírica,
racionalista y experimental de la mentalidad moderna alcanzó su plenitud con el afianzamiento de la
Ilustración filosófica. Pero en ese mismo período, cuyo apogeo puede situarse en el siglo XVIII, con la
irrupción prerromántica comenzó una renovación del interés por el elemento sobrenatural, acaso
favorecida por hondas convicciones que habían permanecido reprimidas en las zonas más
penumbrosas del inconsciente".
"El intento de restaurar lo maravilloso se había tornado imposible por la solidez del secularismo
imperante, pero como alternativa emergió un tipo de concepción en que los hechos insólitos o
extraordinarios son manejados literariamente con la suficiente vaguedad como para resultar
compatibles con nuestra imagen de la vida cotidiana e inclusive, según opina Tzvetan Todorov, se
presentan como pertenecientes a una zona indeterminada en la que no es posible establecer si tienen
origen en una objetividad sobrenatural o en una subjetividad morbosa. Este fenómeno parece formar
parte de un complejo proceso que ha tendido a trasladar la noción de realidad hacia un plano
psicológico más bien que sociológico y del cual forman parte hechos literarios (como el avance de lo
fantástico o el empleo del monólogo interior) y hechos más generales (como el afianzamiento del
psicoanálisis)".
"(…) la variedad de especies que admite esta producción es múltiple: el horror, lo sobrenatural, lo
monstruoso, lo indeterminado, la especulación metafísica, la conciencia de la culpa o del pecado e
innumerables experiencias humanas de índole fronteriza y penumbrosa han logrado canalizarse en el
área fantástica. Algunas variedades de este tipo han logrado emanciparse y han constituido especies
independientes, como sucede con la ciencia ficción. También la novela detectivesca parece
emparentada en su origen con la producción fantástica, pues suele presentar un enigma indescifrable
para la inteligencia común que requiere las dotes casi sobrehumanas de un investigador excepcional
para resolverlo".
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Ficha: Narrador (Todorov – Genette)
TODOROV
•El narrador sabe menos que el personaje, solo puede referir lo que este
Visión "por afuera" expresa.
GENETTE
GLOSARIO
Historia o diégesis: conjunto de acontecimientos que se cuentan [relaciones temporales y lógicas (causa-
consecuencia)].
Discurso: forma o modo en que se da a conocer la historia.
91
Pampillo, Gloria y Ana Sarchione (2005). "Los estudios narrátológicos" en
Una araña en el zapato. Buenos Aires: Libros de la Araucaria.
Es entonces cuando postula una gramática del texto, una lingüística sin que ella estuviera encarnada en un libro. Pero la obra es al mismo tiem-
po discurso: existe un narrador que relata la historia y frente a él un lector
que supere a la de la frase y se ocupe de la organización de los discursos:
que la recibe. A este nivel. no son los acontecimientos referidos los que
de sus unidades y sus reglas. 15
cuentan. sino el modo en que el narrador nos los hace conocer.
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te Paul Ricoeur, es característico de los estructuralistas la tendencia a La categoría de la historia comprende el nivel de las acciones, llama-
dividir el texto en estamentos, aunque éstos oscilen entre una biparti- das funciones por Barthes -que se organizan en núcleos y catálisis-, y el
ción o tripartición del texto narrativo. El mismo Barthes, cuando propo- de los personajes -que, además de ser sujetos de las acciones, son con-
ne sus niveles de descripción, los compara con los que proponen Todo- formados por el nivel indicia!. La de discurso comprende la representación
rov y Brémond en la antología y admite la diversidad de criterios. El del tiempo, el punto de vista que se selecciona para narrar los hechos y el
modelo que será expuesto aquí es el de Tzvetan Todorov, que responde modo o las formas que se eligen para dar a conocer la historia. Podemos
a una distinción que ya realizaban los formalistas entre la 'fábula' (lo que decir que el discurso es el nivel específico del narrador; dentro del relato,
efectivamente ocurrió) y el 'tema' (la forma en que el lector toma cono- el narrador organiza el mundo que narra, a pesar de que este narrador pue-
cimiento de ello). de ser también un personaje de la historia.
Dice Tzvetan Todorov:
14 is Tzvetan Todorov. "Las categorías de! relato literario". en Análisis estructural del relato. op. cit.
Barthes. op. cit.
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Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires Instituto Superior del Profesorado
Ministerio de Educación “Dr. Joaquín V. González”
Dirección de Educación Superior
NIVEL: Terciario
CARRERA: Profesorado de Lengua y Literatura
CURSO: 1° DIVISIÓN: “A” y “B” TURNO: Tarde
EJE: Formación disciplinar
INSTANCIA CURRICULAR: Taller de Literatura y Teoría literaria
CURSADA: cuatrimestral
CARGA HORARIA: 2 (dos) horas semanales, martes de 13.30 a 14.50
PROFESORA: Silvina Chauvin
CICLO LECTIVO: 2019
OBJETIVOS:
Que a partir de la lectura numerosa, intensiva y compartida de textos literarios los alumnos logren:
desarrollar su capacidad analítica e interpretativa de los textos literarios;
iniciarse en conceptualizaciones que los preparen para abordar estudios de Teoría Literaria;
revisar a través de esas prácticas las proximidades, distancias y contradicciones entre el abordaje
conocido de los textos y su formulación en los estudios superiores especializados;
elaborar una formulación de los problemas de estudio que pueda volver al aula de las materias de
referencia (Taller de Lectura de Textos Literarios, Teoría Literaria y Taller de Literatura Argentina
y Latinoamericana conectada con Española) de un modo enriquecedor para las cursadas.
En primer lugar, se partirá de las experiencias previas de los estudiantes: sus diferentes recorridos por
lecturas literarias. Se comenzará por recuperar los saberes previos que construyeron en el nivel medio,
profundizarlos, problematizarlos y sistematizarlos, o reponerlos en caso de que estuvieran ausentes.
Los ejes sobre los que se articularán las actividades y reflexiones serán la lectura (de textos literarios, de
textos críticos, de textos teóricos), el análisis (de textos literarios) y la escritura (de textos académicos y
literarios, de análisis literarios, de trabajos prácticos).
Como en el taller se trabajará sobre los contenidos y modalidades de abordaje que, en cada materia de
referencia, presentan mayores dudas y dificultades para los alumnos, se propone un programa de
contenidos mínimos abierto que se completará con las sugerencias que realicen los profesores de las
materias de primer año con los que estos espacios se vinculan:
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Análisis narratológico: categorías del relato.
La representación en literatura. La ficcionalidad. Lo verosímil.
El narrador y el punto de vista. Las voces del texto. Polifonía.
METODOLOGÍA O MODALIDAD DE TRABAJO:
En cuanto a la metodología, se implementará la metodología propia del taller de aprendizaje por considerar
que es la adecuada para que los alumnos alcancen los objetivos propuestos, ya que promover el trabajo
grupal y la construcción colectiva del conocimiento favorece la disposición cognitiva y emocional para
aprender. Además, compartir o confrontar opiniones, participar activamente en diferentes modalidades de
trabajo, en grupos de distinto número de integrantes y mediante el uso de diversas estrategias posibilita
un aprendizaje socializado que optimiza los resultados, sobre todo si se entiende que la lectura y la
escritura se construyen como procesos complejos: aprender a confrontar la lectura personal de un texto
literario o teórico e inclusive la lectura de un texto de producción propia con la que otros hacen de ese
texto es una práctica fundamental para poder enriquecer la mirada subjetiva, distanciarse de la propia
producción, detectar las debilidades y fortalezas con las que se cuenta, corregir los problemas, y
convertirse, a la larga, en un lector y escritor autónomo. Lo es también para aprender a compartir los textos
y los conocimientos que se tiene sobre ellos y para adquirir un metalenguaje que permita describirlos.
Por otro lado, esta metodología permitirá a los alumnos aportar temas de interés, cuestión fundamental en
estos talleres que se proponen relevar y trabajar con las dificultades con que mayoritariamente se enfrentan
los estudiantes en los primeros años de la carrera. Asimismo, periódicamente se generarán momentos de
reflexión que permitan la autoevaluación individual y grupal, para hacer consciente lo aprendido y/o las
dificultades que quedan por resolver.
TRABAJOS PRÁCTICOS:
CONDICIONES:
La acreditación del taller se realiza en función de la aprobación de las producciones establecidas por la
cátedra.
Para esta acreditación se deben tener en cuenta no solo el resultado final o la calidad de la producción sino
también los procesos puestos en juego tales como la observación, la confrontación de resultados, el
análisis, la síntesis y la elaboración de conclusiones fundamentadas.
Requisitos básicos:
Asistencia: se requerirá una asistencia a los encuentros presenciales (clases) no inferior al 75 %,
o bien, acreditar la construcción de los saberes requeridos como resultado del cursado del taller con los
instrumentos de evaluación que la cátedra considere convenientes, aun cuando no se cumpliera con el
75% de asistencia obligatoria.
Producción de trabajos: se deberán realizar y aprobar (con nota no inferior a 4) no menos de
tres trabajos prácticos (estos trabajos tendrán diferentes formatos y podrán ser individuales o grupales,
según lo establezca la cátedra).
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Trabajo final: se deberá realizar y aprobar un trabajo final integrador presencial. Se podrá concretar
una instancia de recuperación durante la segunda semana de exámenes del turno inmediato posterior a la
cursada.
Los alumnos que no aprueben la producción de trabajos ni su recuperatorio, deberán recursar el taller.
BIBLIOGRAFÍA ESPECÍFICA:
Lecturas literarias:
Selección de poemas y narrativa breve seleccionada por la cátedra.
Textos críticos:
Sobre la literatura: selección de opiniones de escritores acerca del hecho literario.
Piglia, Ricardo. 1999. “Tesis sobre el cuento”, en Formas breves, Buenos Aires: Temas.
Sobre lo fantástico: selección de fragmentos de textos críticos de Todorov, Cortázar, Barrenechea,
Rest.
Textos teóricos:
Bajtin, Mijail. 1986. Capítulo 1 “La novela polifónica” (fragmento), en Problemas de la poética de
Dostoievski. México: Fondo de Cultura Económica.
Culler, Jonathan. 2014. Breve introducción a la teoría literaria (fragmento). Barcelona: Austral.
Eagleton, Terry. 2010. Cómo leer un poema (fragmentos). Madrid: Akal.
Klein, Irene y otros. 2011. “La mirada indiscreta” y “Dar la voz” en Cuando escribir se hace cuento.
Buenos Aires: Prometeo.
Pampillo, Gloria y Ana Sarchione. 2005. “La historia y el relato” y “Los recursos del relato” en Una
araña en el zapato. Buenos Aires: Libros de la Araucaria.
Vassallo, Isabel. 1985. “Conceptos básicos para el análisis literario”, en Cuentos. Antología para el
segundo nivel. Buenos Aires: Colihue.
BIBLIOGRAFÍA GENERAL:
Bajtín, M. 1986. “El problema de los géneros discursivos” en Estética de la creación verbal. México:
Siglo XXI.
--------------------- Problemas de la poética de Dostoievski. Caps. I, II y III. México: Fondo de Cultura
Económica.
Barthes, Roland. 1970. “Introducción al análisis estructural de los relatos”, en A.A.V.V. Análisis
estructural del relato. Buenos aires: Tiempo Contemporáneo.
Culler, Jonathan. 2014. Breve introducción a la teoría literaria (fragmento). Barcelona: Austral.
101
Ducrot, O. y Todorov, T. 1974. Diccionario enciclopédico de las Ciencias del Lenguaje. Buenos Aires:
Siglo XXI.
Greimas, A. Julien. 1970. “Reflexiones sobre los modelos actanciales”, en Semántica estructural. Madrid:
Gredos.
Iser, Wolfgang. S/f. “La ficcionalización: dimensión antropológica de las ficciones literarias” en Teorías
de la ficción. A. Carrido Domínguez recopilador. Libros El Arco.
Todorov, T. 1970. “Las categorías del relato literario” en A.A.V.V. Análisis estructural del relato. Buenos
Aires: Tiempo Contemporáneo.
-------------- 1976. Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Antología preparada, prologada y
comentada por T. Todorov. Buenos Aires: Siglo XXI.
Vassallo, Isabel. 2000. “Típicas atracciones genéricas. El punto de vista” en A.A.V.V. Historia crítica de
la literatura argentina, Noe Jitrik (dir.), Vol XI. Buenos Aires: Emecé.
Voloshinov, Valentín. 1976. Marxismo y filosofía del lenguaje. Buenos Aires: Nueva Visión.
-------------------------. 1981. “El discurso en la vida, el discurso en la poesía” (1926). Traducido de
Todorov. T. M.Bakhtim. Le principedialogique. Paris: Seuil.
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