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VIAJE ESPELUZNANTE AL SUR DEL RIO OHIO

Mariana Enríquez
Siete años después del huracán, Nueva Orleans ofrece tours
por las zonas devastadas. Más de la mitad de su población
nunca volvió a la ciudad y los que quedaron no saben pegar
ladrillos. La cronista y escritora Mariana Enríquez recorrió
sus calles y descubrió que también se come de primera, se
escucha el mejor blues y abundan los rituales vudú. Y
después fue a Memphis: la prueba de que la sociedad
posracial es sólo un slogan mediático y en donde cada
esquina habla de segregación. En la tierra que vio crecer y
morir a Elvis, no existen las economías precarias y solidarias:
los pobres pasan hambre, no tienen garrafa social y no se
cuelgan de la luz. Primera parte de una gran crónica de viaje
por el sur de Estados Unidos.

Qué recorrido raro, me decían. Yo avisaba que partía hacia el sur de


Estados Unidos ¿Es raro? Yo amo el gótico sureño, a Johnny Cash y a
Nueva Orleans. Hay gente que ama Bollywood. En serio: el amor es
siempre extraño y nunca se elige. Tampoco los territorios de la
imaginación.

¿Sabés lo que significa extrañar Nueva Orleans?

-¿Argentina? ¿Eso es un país?

El señor taxista que nos trae, a mi compañero y a mi, desde el aeropuerto,


no entiende de dónde venimos. Le decimos que sí, que es un país.

-¿Y dónde queda?


En el sur, le decimos, pero en el sur de América del Sur.

-¿Cerca del polo?

Cuando bajamos del taxi, mi compañero se da cuenta de que no supimos


explicarle bien de dónde veníamos a ese hombre que, nos advirtió, sólo
conocía la geografía de los Estados Unidos. -Seguramente entendió que
Argentina queda a orillas de la Antártida y que se habla inglés -me dice.

Estamos en New Orleans, Louisiana. Los collares de plástico de colores


cuelgan de los balcones y los árboles, se anudan en las rejas de las casas,
se incrustan en el asfalto y algunas calles brillan de cuentas verdes,
amarillas, violeta, rojas, azules, plateadas. Mardi Gras quedó atrás hace
más de un mes pero en New Orleans el sol ilumina los restos de la fiesta
y la ciudad ya se prepara para el año que viene. En los barrios más pobres,
los indios del carnaval disponen sus trajes de plumas, que pueden pesar
cuarenta y cinco kilos y se confeccionan en unos nueve meses. Los indios
del Mardi Gras son hombre negros, organizados en tribus: conforman algo
parecido a scolas, pero no es exactamente lo mismo. Casi nada de lo que
ocurre en Nueva Orleans es comparable con alguna otra cosa. La ciudad
incluso fue diferente en su trato a los esclavos: Congo Square, la plaza
central, cerca del Barrio Francés, era el lugar donde, en el siglo XVIII, los
negros podían reunirse los domingos y compartir sus tradiciones, su
religión, su música. Así New Orleans es gumbo –que sabe igual a una
sopa de Africa Oeste-, es jazz y blues, es vudú. También es Tennessee
Williams y su tranvía, que recorre la calle del Canal y la avenida St.
Charles. Y el lugar donde nacieron Truman Capote y Louis Armstrong. La
ciudad de La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Y de los
vampiros de Anne Rice. Es la ciudad de Arthur Smith, artista outsider que
renueva constantemente la tumba de sus familiares en el cementerio St.
Louis N° 1, cerca de Tremé, el barrio de los negros libres en tiempos de
esclavitud, hoy el barrio de los músicos. Arthur cambia el aspecto del nicho
según la época: le pone corazones en San Valentín, guirnaldas rojas y
verdes en Navidad, collares en Mardi Gras, lo pinta de celeste para
Pascua; Arthur hizo exposiciones y su casa fue otra obra de arte –antes
de que debiera ser demolida después de Katrina. Arthur es la delicia: le
pide a mi compañero que le saque una foto junto a su nicho recién pintado,
cuenta en enloquecedor detalle la historia de sus muertos e invita a visitar
al resto de sus parientes, y de su arte, en el cementerio Holt, el
camposanto de los indigentes. Nueva Orleans es ciudad de cementerios,
pero ninguno es más hermoso y emocionante que Holt, mantenido por
quienes amaron a esa gente que no pudo pagar un lugar donde caerse
muerta. En Holt está Buddy Bolden, pionero del jazz, genio de la trompeta,
que murió loco, hospitalizado, en 1931; tuvo un brote durante el desfile de
Mardi Gras. Su tumba está sin marcar. Hace algunos años, la ciudad le
dedicó un monumento donde se lo nombra como el mejor cornetista de la
Historia, después del arcángel Gabriel.

En el cementerio St Louis Nº 1 está emplazada la segunda tumba más


visitada de los Estados Unidos, la de la sacerdotisa vudú Marie Laveau,
muerta en 1881. Es una bóveda familiar y nunca le faltan ofrendas a su
alrededor y, sobre todo, ante su puerta. Para pedirle un favor a esta
poderosa mujer -para algunos una sanadora, para otros una fuerza oscura
que danzaba con serpientes en los pantanos que rodean la ciudad- hay
que, primero, golpear tres veces las paredes blancas de la tumba;
después, trazar con el dedo tres cruces sobre la superficie y, por último,
caminar alrededor de la bóveda, también tres veces. El pedido no debe
ser pronunciado en voz alta y tampoco deben escribirse las cruces, pero
pocos contienen el deseo de dejar su marca en la tumba de Marie que está
cubierta de equis, como patitas de araña. El St. Louis Nº 1 cierra muy
temprano, a las dos de la tarde, y el guardia anuncia el cierre de las puertas
a los gritos: suele dejar a los guías encerrados si le hacen difícil su trabajo.
Al cercano St. Louis Nº 2, un cementerio más grande y más misterioso,
sólo van los locales: queda a los pies del Iberville Housing Project, un
conjunto de monoblocs que, se dice, es el barrio más peligroso de la
ciudad.

Más emocionante resulta buscar un poco de vudú. De zombies está lleno,


pero son todos de Wisconsin y otros estados del Medioeste: caminan por
el Barrio Francés -no se atreven a salir de ahí: les han dicho que la ciudad
está infestada de criminales y no lo cuestionan- con sus bermudas y sus
gorras y su asombrosa obesidad; caminan lentamente y boquiabiertos,
como ancianos, aunque la mayoría son jóvenes. Allí, en el Barrio Francés,
apenas a una cuadra de la trepidante e insoportable Bourbon Street, llena
de souvenires feos, borrachos gritones y chicas en tetas, está el pequeño
Museo del Vudú. Charles, el director, es quien recomienda a la sacerdotisa
Miriam Chamani, la única en la ciudad con un altar vudú abierto al público.

Miriam está sentada detrás de un escritorio, cerca de la computadora,


donde recibe a los visitantes sonriente, en su vestido blanco. Dirige el
Centro Cultural y Templo Espiritual Vudú desde mediados de los años ’90
y, dice, ha trabajado para gente de todo el mundo.

-Trabajé para un grupo de psiquiatras argentinos, una vez -se ríe-. Venían
a una conferencia internacional: por la mañana iba a sus clases científicas,
por la tarde venían a mi templo.

-¿Y qué pedían?

-Ah, cosas.

La sacerdotisa Miriam es discreta. En seguida se desvía del tema.

-Uno de los psiquiatras se enamoró de mi. Pero me dio miedo.

-¿Por qué?

Ella abre los ojos, levanta las manos:

-¡Me dijo que quería comerme toda!

-Ay, sacerdotisa, pero lo decía cariñosamente.

-¿Cómo va a ser cariñoso el canibalismo?

-Es una manera de decir en Argentina.

Ella no está tan segura. De todos modos, no quería tener un romance con
el psiquiatra argentino. Está casada con un canadiense ecologista que
nada sabe de vudú ni le importa. Y también está casada con Oswan, su
esposo nacido en Belice, que murió en 1995; pero Oswan el espíritu de
Oswan sigue vivo allí mismo, en el centro cultural.

-Es un poco agotador -admite Miriam-. Es como tener dos cosas. Pero
Oswan siempre fue encantador, muy sociable. ¡Tiene una risa hermosa!
Trata de no darme mucho trabajo. Llegamos juntos a Nueva Orleans. Él
nunca me mintió. Me dijo que iba a vivir poco, en este plano, porque estaba
enfermo. Yo lo acepté así.

A Oswan se lo ve muy delgado en las fotos que Miriam tiene en su oficina.


Se conocieron en Chicago. Pero Miriam es sureña: nació en Mississippi
hace setenta años, en una familia que trabajaba los campos de algodón.
Escapó de la segregación ni bien terminó la secundaria y se hizo
enfermera en Nueva York. Ahora está a punto de abrir una sucursal del
Templo en Rusia.

Detrás y al costado de la oficina está el enorme altar de la sacerdotisa, dos


ambientes repletos de ofrendas. Deja sacar fotos. No pide dinero. Es
modesta: ni siquiera cuenta los detalles de cuando bendijo la breve unión
de Lisa Marie Presley y Nicolas Cage -quizá porque la bendición no fue
efectiva: el matrimonio de la estrella de cine y la hija del Rey duró apenas
cinco meses. Recomienda, sí, una visita a la enorme tumba en pirámide
blanca que Cage, fan intenso de la ciudad, se hizo construir en el
cementerio St. Louis Nº 1.

¡Pero basta de muerte! Vamos a comer. Cocina creole, cocina cajún:


nombres de la dicha. Enormes cangrejos fritos. Deditos de cocodrilo en
salsa picante. Sopa de tortuga. Ostras Rockerfeller, gratinadas; etoufflé de
langostinos de río, cangrejo y camarones; la jambalaya, que se parece a
una paella pero es mejor; el muffuleta, brutal sandwich de fiambre con
salsa de aceitunas negras. Pez gato. Pralines. No hay chiringuito que
venda comida mala: en esta ciudad bendita se puede entrar en un bar
oscuro que sirve almuerzo para jubilados y comer el plato más exquisito
imaginable. Los orgullosos nativos se declaran orgullosamente a salvo de
dos de las grandes manías nutricionales de los Estados Unidos: comer
todo orgánico o comer basura hasta morir. Están, en su gran mayoría,
bastante flacos, lo que resulta raro teniendo en cuenta que son dueños de
una de las mejores tradiciones culinarias del mundo. Sucede, claro, que
en Nueva Orleans la gente camina. Hay veredas. En muchas otras
ciudades es común salir de la casa directo hacia el auto; más allá de la
puerta está el césped, que acaba directamente en el cordón, sin vereda de
por medio. Para poder movernos en el resto del viaje, compramos un
teléfono celular por diez dólares: será necesario para llamar taxis. Yo no
manejo; mi compañero tampoco. Esta discapacidad empieza a revelarse
problemática cuando descubrimos que en el Sur escasea -o sencillamente
no existe- el transporte público, y que muchos pueblos están fuera de
nuestro alcance. Oxford, Mississippi, por ejemplo, tierra de William
Faulkner. No tiene aeropuerto, no tiene estación de tren, ya no está en el
recorrido del Greyhound. Y, sin embargo, en Oxford está la Universidad de
Mississippi, una de las más importantes de la región. Sin auto no hay
manera de alcanzarla a menos que uno decida caminar por la ruta o hacer
dedo.

Para qué ir tan lejos. Busco, cerca de la Catedral y la plaza Jackson, la


casa donde William Faulkner escribió “La paga de los soldados”, su
primera novela. Es una librería: hay varias en Nueva Orleans. Ya no
quedan tantas librerías en el país, desde que la gente compra online.
Busco la casa de Tennessee Williams, donde escribió “Un tranvía llamado
deseo”. No está abierta al público, pero sus alrededores se convirtieron en
uno de los distritos gays más movidos del centro de la ciudad, con drag
queens trasnochadas sobre sus tacos gritándole al celular: “¿Quién está
en la cama de quién y dónde?”.

Cruzo en ferry el Mississippi y cuando veo por primera vez sus aguas
marrones, barrosas, me dan ganas de llorar y de arrojarme, de tener mi
bautismo. Es extraño: hay que subir hasta el río, la ciudad fue construida
en un pozo. La música no hay que buscarla: la mayoría de los trompetistas
callejeros son fabulosos. También los recién llegados, como Jane, de
Oregon, que toca el banjo al lado de una tienda de antigüedades, con un
vestidito pobre y voz tímida. Tampoco hay que buscar historias de
fantasmas. Los nativos, que son locuaces y duros y amables, las ofrecen
gratis.
-¿Les interesa esa casa? -pregunta una chica que toma cerveza en la
esquina con su novio, de traje negro y largas rastas. Mi compañero y yo
estamos tratando de ver qué se esconde detrás de las ventanas de una
mansión en la esquina de la calle Royal.

-Nos contaron que está encantada.

Ella se acerca, confidente.

-Es la mansión LaLaurie. La dueña, en el siglo XIX, tenía esclavos en el


sótano. Los torturaba. No les daba de comer. Una esclava adolescente se
suicidó, se tiró al patio, porque no aguantaba más ser castigada.

-La quisieron linchar -agrega su novio. En Louisiana no era costumbre


maltratar a los esclavos. A diferencia de nuestros vecinos de Mississippi.

-¿Y fue presa?

-No. Se escapó a Francia. Tengo un amigo que trabajó en la casa,


pintando las paredes. Dice que sentía una gota de agua cayéndole en la
cabeza, todo el tiempo. Pero nunca tuvo el pelo mojado. Una cosa es
cierta: la casa, con lo hermosa que es, nunca tiene dueño más de dos años
seguidos. Algo echa a la gente.

La mansión LaLaurie queda muy cerca del Laffite’s Blacksmith Shop, un


bar que sobrevivió el gran incendio de 1788 y quizá por eso fue elegido
por un grupo de locales como el lugar donde quedarse cuando la ciudad
fue evacuada después del huracán Katrina. El Barrio Francés no se inundó
-ninguno de los barrios turísticos se inundó, porque son los más altos y los
más ricos, y en New Orleans el dinero compra altura- pero en la ciudad,
tierra arrasada, no había electricidad ni comida ni servicios. Muchos, sin
embargo, se negaron a abandonarla. Y ahora, que ha sobrevivido, la
ciudad acepta sumar a sus leyendas la del huracán Katrina. Se ofrecen,
casi de forma clandestina, tours por las zonas más afectadas, las que
todavía están destruidas o semirecuperadas, pobladas de la voluptuosa
vegetación tropical que amenaza con tragarse esas barriadas desoladas.
Pero está mal visto, es de cuervos, contratar estos paseos.
Katrina, el desastre natural más grave sufrido por Estados Unidos, dejó mil
quinientos muertos y un millón de desplazados. Muchos volvieron: la
ciudad ya recuperó el 50% de su población. Es posible que esa otra mitad
nunca regrese. El 80% de la ciudad estuvo bajo el agua y una breve
recorrida lejos de los barrios turísticos muestra muchas casas
abandonadas, otras en demolición, o nuevos complejos que se van
construyendo lentamente.

Todos tienen una historia de Katrina pero, ¿no es grosero preguntarles?


No hay tiempo siquiera de considerar el dilema. Los locales cuentan. De
inmediato.

-Yo no estaba –dice Dennis, dueño de una casa de huéspedes del


hermoso Garden District, que está arreglando el techo, hundido por el
viento del huracán-. Estaba en el Este, llevando a mi hija a la Universidad.
Mi esposa tomó el último avión que salió de Nueva Orleans. Como en las
películas.

Dennis deja las herramientos en el suelo, sobre la alfombra, para abrirle la


puerta a un hombre altísimo, rubio, tímido. Es Erling, el vecino noruego. Lo
presenta y Erling se confunde entre dar la mano, dar un beso, dar una
palmada.

-Él se metió al hotel para cuidarlo, porque lo estaban robando, se llevaron


todo -Dennis no parece enojado, ni siquiera resentido. Entiende que con
toda la ciudad bajo el agua, ¿qué iba a hacer la gente si no saquear?
Después se ríe- Seguimos hablando de Katrina. No estamos recuperados.
Lo peor es tener que refaccionar, es muy caro, se tarda tanto. Quedamos
pocos en la ciudad pero ése no es todo el problema: el drama es que nadie
sabe trabajar con las manos. ¡Todos quieren estudiar! Los únicos que
sabemos levantar un techo somos viejos como Erling y yo, y no tenemos
fuerza. Y a veces no tenemos ganas.

Erling niega. A él ganas no le faltan. En una de las paredes del patio de la


casa de huéspedes, junto a la piscina, pintó un mural donde se ve el
Mississippi y el Barrio Francés y el Garden District y la frase “Do You Know
What It Is To Miss New Orleans”, el título de aquella canción de Louis
Armstrong en la voz de Billie Holiday. Erling ama su ciudad adoptiva –
todavía habla un inglés atravesado- con un amor torpe y apasionado.

De noche, en Magazine Street, nos encontramos para cenar con otro


adoptivo enamorado de New Orleans, Idelver, profesor de literatura
latinoamericana en la Universidad de Tulane. Él tampoco estaba en la
ciudad cuando Katrina, pero sabe que los extravagantes ricos que viven
en las mansiones de la monumental avenida St. Charles nunca dejaron
sus casas, se quedaron sin luz, encerrados, tomando cerveza caliente y
comiendo sardinas en lata. Él extraña, sobre todo, a los restaurants
hondureños que estaban frente al gigantesco lago Pontchartrain, allí desde
donde vino el agua, donde se perdió todo. Pero, cuenta, algunos volvieron
a abrir sus puertas. A esta ciudad no se la puede matar, dice, y se enoja
porque hay quien piensa que New Orleans es peligrosa y esa idea le quita
turistas, los turistas que necesita. Idelver es brasileño: sabe reconocer una
ciudad peligrosa cuando la ve.

-La mayoría de New Orleans es pobre –dice-. Y hay crimen, claro: son
jóvenes negros matando jóvenes negros en los ghettos, por drogas. Eso
es todo. Desgraciadamente. Chicos que no le importan a nadie.

Esa noche, en el Maple Leaf Bar de Oak Street, un barrio cercano a la


Universidad que, se nota, está muy de moda, vemos el show de los martes
de la Rebirth Brass Band, uno de los grupos más tradicionales de la
ciudad. Es una introducción clásica, para nada secreta, a la música de
New Orleans. Pero aquello suena como punk rock, todos esos trombones
en un local chico aturden, hacen temblar, son aullidos de resistencia y
desafío.

Memphis Blues Again

Llegamos a Memphis, Tennessee, en tren. Nuestro anfitrión, Aaron, cree


que estamos locos por usar la red ferroviara, el Amtrak.
-¡Vuelen, un avión les saldrá más barato!
Tiene razón. El tren es cómodo pero lento -muy lento- y es imposible
confiar en sus horarios. Amtrak es, para un norteamericano,
imperdonablemente ineficiente. La regla es volar y los aviones de las
líneas más económicas funcionan como micros de media distancia. Es
decir: llega el vuelo, la gente se baja, el avión se limpia y sube la siguiente
camada de pasajeros. Como en África.
Es muy común encontrarse con gente de clase media que ni siquiera
compra champú en el supermercado por considerarlo “tóxico”, pero vuelan
una vez por mes. Cuando se les dice que cada vuelo es comparable a
quemar un bosque, parpadean y, sencillamente, lo niegan. Pedirles que
no vuelen, o que usen menos el auto, es como pedirles que se corten un
brazo.

Y en cierto sentido tienen razón: sin auto no hay dónde ir. Lo comprobamos
en la esquina de Cooper y Central, en Midtwon. Estúpidamente,
esperamos un taxi. Dos avenidas, nos decimos: alguno pasará.

Muy pajueranos.

Tras media hora de inútil espera -treinta minutos sin siquiera ver una
persona caminando- cruzamos hacia un Starbucks para que nos den un
número de taxi. (No encontramos la parada del bus que nos indicó Aaron.
Tampoco vimos pasar ningún bus). En el parking del café vemos un taxi,
con taxista adentro. Le rogamos. Él acepta llevarnos al centro, al Museo
de los Derechos Civiles. Y nos explica, entre sorprendido y
condescendiente, que Memphis no es New York, que no hay taxis por la
calle y que cuidado con caminar por cualquier lado, porque esta ciudad
tiene muchos barrios peligrosos y están todos diseminados. Le insinuamos
que no tenemos miedo. ¡Venimos de América Latina! “¿Cuánto hace que
llegaron a Memphis?”, pregunta. Muy poco, le confesamos. ¿Cómo saber
si exagera? La paranoia es alta: si uno mira televisión durante media hora,
queda temblando. Pero lo mismo pasa si uno mira televisión en Buenos
Aires y, en la realidad, la ciudad es de las más seguras del continente.
Imposible saber la verdad cuando los locales viven en estado de miedo y
sugestión. El taxista nos deja una tarjeta con su número de teléfono.
El museo de los Derechos Civiles de Memphis, Tennessee, queda en el
Motel Lorraine, donde fue asesinado, el 4 de abril de 1968, Martin Luther
King. En los años de la segregación, el motel alojaba a los artistas negros
más importantes de la historia: a Ray Charles, a Otis Redding, a Aretha
Franklin. Muchos descansaban de sus shows; otros sencillamente
encontraban en el motel un lugar tranquilo donde encontrarse con sus
amigos músicos blancos. Ahí se juntaban, por ejemplo, los artistas del sello
Stax, cuna del soul de Memphis, uno de las pocas compañías
discográficas interraciales de los años ’60 –si no la única.

El museo de Stax queda lejos del Museo de los Derechos Civiles. Fue
reconstruido en 2008: durante años sólo quedaba de ese lugar, que editó
discos maravillosos y fue importantísimo para la integración en el Sur, una
placa y un baldío en uno de los barrios más peligrosos y pobres de la
ciudad. El Museo de los Derechos Civiles queda a seis cuadras del
Mississippi y a diez de Vance, otro ghetto, no menos pobre ni menos
peligroso.

Todo en Memphis es sobre la raza. La ciudad encarna ese tema molesto


en el que nadie quiere pensar porque, después del triunfo de Barack
Obama, académicos y periodistas proclamaron que EE.UU vivía en una
sociedad posracial. Cada lugar de Memphis habla de segregación y
rascismo, triunfos y asesinatos, blues, soul, rock’n’roll. En la ciudad donde
MLK fue asesinado no hay avenida MLK, ni calle MLK ni pasaje MLK. En
pocos días será el 4 de abril y, finalmente, bautizarán con el nombre del
líder una avenida –bueno, parte de una avenida. 44 años después del
crimen. ¡44 años!

A pocas cuadras del Motel Lorraine, en Beale Street -la calle musical de la
ciudad, con sus bares de blues, especialmente el club-cadena de B.B.
King-, hay una muestra de fotos de Edward S. Withers, uno de los
fotógrafos afroamericanos más famosos: el hombre que retrató el blues de
Memphis, el sur segregado, las estrellas negras del baseball. La estrella
de la muestra es una foto de la huelga de basureros de 1968, que movilizó
a Martin Luther King hasta la ciudad. Los trabajadores, que reclamaban
por salarios, discriminación y condiciones sanitarias, marcharon con
pancartas que expresaban, muy sencillamente, su dignidad: “I Am A Man”,
decían, “Soy un hombre”. MLK llegó hacia el final de la huelga -que duró
más de un mes- y, un día antes de ser asesinado en el balcón de la
habitación 306, dio un discurso, en el que dijo: “Y llegué a Memphis, y
muchos empezaron a hablar de amenazas. ¿Qué quieren hacerme
algunos de nuestros hermanos blancos? Bueno, no sé qué va a pasar. Nos
enfrentamos a días difíciles. Pero ya no me importa. Porque estuve en la
cima de la montaña. Como todos, me gustaría vivir una larga vida. Pero
eso no me preocupa, sólo quiero hacer la voluntad de Dios. Y él me ha
permitido llegar a la cima de la montaña. Y desde ahí, he visto la tierra
prometida”.

La iglesia donde dio ese discurso, Mason Temple, queda en South


Memphis, uno de los barrios más pobres de la ciudad.

Aaron, nuestro anfitrión, es maestro de chicos en riesgo. Está cansado de


trabajar con ellos y sus familias, dice, pero siente algo parecido al deber.
Aaron cree que sus chicos no tienen futuro, aunque no se anima a
enunciarlo tan brutalmente. Prefiere contar sobre los inviernos de
Memphis, cuando las familias que no pueden pagar el gas, encienden
braseros y, por descuido, incendian sus casas de madera. No existen
economías precarias y solidarias, aquí nadie se cuelga de la luz ni hay
garrafa social y la gente pasa hambre, explica. Nos lleva al boulevard
Belvedere: es el área más lujosa de Memphis, con sus casas de piedra y
sus jardines de césped húmedo, hortensias y orquídeas. Belvedere
termina en la avenida Central: del otro lado, el ghetto. Otro ghetto. Pero
las mansiones no tienen rejas, ni muros, ni anuncios de alarmas.

-Entonces no es tan peligroso –le decimos.

-Es que acá están todos armados –dice él.

Antes de ir a comer la famosa y clásica barbacoa de Memphis –el dueño


del local, medio borracho, acabará besando y masticando la cabeza de un
cerdo: es el aniversario de su exitoso negocio-, hablamos, como todo el
país, de Trayvon Martin, un adolescente de 17 años, negro, desarmado,
asesinado por un vecino de un barrio cerrado. El asesino fue George
Zimmerman, de madre peruana y padre judío que, como civil, hacía de
vigilante en su comunidad. Trayvon notó que Zimmerman lo seguía y lo
encaró. Llevaba capucha, como cualquier adolescente, y además llovía;
había ido a comprar golosinas, lo esperaba su medio hermano: era
bienvenido, era un invitado de ese barrio. Después de la discusión,
Zimmerman le disparó. Por la ley Stand Your Ground del estado de Florida,
disparatada en su codificación de la defensa propia, Zimmerman quedó,
en un principio, libre. El caso fue retomado y Zimmerman puesto bajo
custodia –nunca encarcelado-, pero ya el escándalo era nacional y la duda
acerca de si fue un crimen rascista, instalada, persistente.

En el homenaje a MLK una senadora por Tennessee, afroamericana,


decidió hablar con una capucha puesta, parada junto al Reverendo Jesse
Jackson. En casa de Aaron, un hermoso primer piso en la calle Halbert del
distrito histórico de Memphis, dos amigas canadienses tienen miedo: ¿y si
hay disturbios?, se preguntan. A nosotros nos parece que nada pasará.
Cuando entramos a la habitación donde se alojaba MLK en el motel
Lorraine –se puede entrar, también, a la habitación desde donde apuntó
James Earl Gray, el asesino, cruzando la calle- vimos a un hombre
enorme, un hombre obeso, que llevaba la cara de Obama en la remera, un
Obama tan grande como su vientre. Decían las letras estiradas:
“Comandante en jefe”. Y, en la espalda, “El cambio ha llegado”, una
respuesta al himno de los derechos civiles “A Change is Gonna Come” que
en 1964 escribió e hizo famoso el extraordinario cantante Sam Cooke, otro
hombre negro asesinado en un motel, a los 33 años, en Los Ángeles.

Los disturbios no ocurren y nos vamos a ver a Elvis, a Graceland. Está


enterrado allí, junto a sus padres y su abuela; a su hermano Jesse, muerto
al nacer, sólo lo recuerda una placa: el cuerpo del bebé ha quedado sin
identificar en una tumba sin nombre del cementerio de Tupelo, Mississippi.

No se puede subir al primer piso, donde Elvis murió en 1977, a los 42 años;
y el recorrido por el resto de la mansión es frenético, porque hay
demasiada gente. Nos apretamos, nos codeamos para sacarle fotos a su
“jungle room”, a su piano blanco, a la habitación para mirar TV, a la cocina,
donde se preparaban las famosas hamburguesas con mantequilla de
maní. De la mansión se sale a un museo que conserva todos sus trajes:
tanto ha cambiado nuestra percepción del cuerpo que, cuando vemos los
últimos shows de Elvis en Las Vegas, no nos parece un hombre gordo.
Apenas robusto. Los trajes tampoco parecen de talla grande. La mayoría
de los que están visitando su casa son por lo menos dos veces más gordos
que Elvis. De Graceland se sale cruzando la calle, hacia otro predio, que
alberga sus aviones, sus autos, sus motos y el más grande supermercado
de merchandising imaginable. Es tan apabullante que solo compramos
postales y huimos hacia los estudios Sun.

Sun abrió en 1950 y la idea de su dueño, Sam Phillips, era grabar música
folk afroamericana, es decir, blues: preservar esas voces, ese genio, un
trabajo de musicología. Grabó a Howlin’ Wolf, Ike Turner, Little Milton,
Rufus Thomas, B.B. King. Pero el dinero no alcanzaba: no podía venderle
sus discos a los blancos, no podía promocionar ni pagarle a sus artistas.
Sam Philips, que debería ser canonizado, incluso tuvo que ser internado
en una clínica psiquiátrica y recibir electroshock para superar la depresión
que el fracaso de Sun le causaba.

El estudio estaba abierto al público: cualquiera podía ir y grabar una


canción para su novia, para su mamá, para probarse. Era otra forma de
obtener el esquivo financiamiento. En 1953 Elvis entró al estudio.
Escuchamos su primera grabación, en Sun Records, escuchamos a ese
chico de 18 años cantar “My Happiness”. Su voz es tierna, hermosa,
estremecedora: es la voz de un dios adolescente. La voz mensajera de la
música negra.

Ahí, en Sun, lejos de la locura y el merchandising de Graceland, lejos de


sus aviones y sus autos y la mansión, empezamos, apenas, a entender lo
que debió significar este chico de ojos azules cantando canciones de
bluseros negros en la Memphis segregada de 1954; empezamos a
entender que en su voz estaba el futuro.
BLUES, POBREZA Y VUDÚ Y LA TIERRA DE ELVIS.
Mariana Enríquez
En Nashville los pobres odian a Obama por comunista. En
Lawrenceburg, al norte del río Ohio, un Wal Mart vende
armas de color rosa para las damas. Al sur, en Petersburg,
los creacionistas juran que el universo fue creado por Dios
hace 6 mil años y que los dinosaurios convivieron con los
hombres. En Louisville, los marginales viven viajando en
los ómnibus o duermen en ciudades carpas. Segunda parte
de la gran crónica del sur de Estados Unidos, por la escritora
Mariana Enríquez.

Pascua en Lawrenceburg: dinosaurios y hombres

En un casino de Lawrenceburg, una pequeña localidad en el límite de tres


estados –Ohio, Indiana y Kentucky- los ancianos pasan la noche frente a
las maquinitas, a veces enganchados con un cable de la ficha que
introducen en la ranura, así no tienen que cargar de monedas y el juego
les resulta más cómodo: parecen viejos cyborgs, medio dormidos,
escuchando lejanamente al pésimo imitador de Elvis que canta sobre el
escenario –o al pésimo imitador de Rod Stewart. Lawrenceburg es parte
del rust belt, del cinturón industrial de los Estados Unidos, aunque en estos
años lo que realmente dinamiza la economía de la pequeña ciudad es el
fastuoso casino flotante sobre el río Ohio. Vinimos en una única y breve
excursión al Norte para visitar a Brian, amigo, escritor, dueño de una granja
-que heredó de su abuela.

Brian fue huésped en mi casa de Buenos Aires hace tres años, cuando
visitó Argentina, y está feliz de recibirnos, a mi compañero y a mi. Se siente
un poco aislado en Lawrenceburg pero, al mismo tiempo, la granja y el
pueblo dormilón son el retiro ideal para un escritor: Brian vive solo y está
terminando su segunda novela. En el pueblo saben que es escritor pero
posiblemente lo conocen mucho más porque hizo campaña por Barack
Obama, con gran dedicación. ¿Logró convencer a alguien? No está
seguro. Los demócratas de Lawrencenburg son bastantes, pero todos
querían a Hillary.

Con su auto -por fin podemos movernos normalmente, sin desesperar por
un transporte público o llamar a taxis y esperarlos por veinte o treinta
minutos- nos lleva a ver el Wal-Mart, donde se venden armas de todo
tamaño y color –hay escopetas rosadas, para chicas- además de, claro,
munición. Nos lleva a Cincinatti, una de las ciudades más importantes del
estado de Ohio, al mirador del hotel Hilton, desde donde se puede ver esta
ciudad modesta y hermosa.

-En el sur, cuando les contábamos‘nos vamos para Cincinatti’ se reían.


Decían: ‘que tengan suerte’. ¡Pero esta ciudad es genial!
Masticamos una Goetta, la salchicha alemana traída a la ciudad por los
inmigrantes a fines del siglo XIX.

-Bueno -dice Brian-. Ustedes sabrán que entre el norte y sur suele haber
malentendidos y roces.

Cincinatti es la ciudad donde Harriet Beecher Stowe escribió La cabaña


del tío Tom basándose en las historias que le contaban los esclavos
escapados del sur, sobre todo de Kentucky, el estado del otro lado del río
que practicaba la esclavitud. Ohio, claro, no permitía la esclavitud. Y esta
ciudad, por su condición limítrofe, fue un centro de actividad de
abolicionistas -y también de cazadores de esclavos.

Brian nos pasea por el centro de la ciudad y nos cuenta que, hace unos
años, tenía miedo de pasar por ahí; se trata de una parte del barrio Over-
The-Rhine, en algún momento considerado de los más peligrosos del país,
tanto que sus calles fueron usadas en la película Traffic para rodar las
escenas de casas de crack y venta de drogas y adicción –tanto cumplía el
barrio su aspecto de estereotipo de crimen urbano. Pero en los últimos
años llovieron sobre el antiguo barrio de inmigrantes alemanes, de gran
belleza arquitectónica, millones de dólares de inversión inmobiliaria. Y
ahora hay galerías de arte y restaurantes y boutiques de diseñadores indie
por todos lados. También se está renovando Washington Park, el parque
céntrico que solía ser refugio de dealers y clientes. Hay gente que sigue
teniendo miedo de ir a comer allí por la noche, pero es una minoría: el lento
ingreso en la gentrificación de Over-The-Rhine es obvio.

Hay otras áreas de Cincinatti que impresionan por su riqueza actual y por
su aún más impactante lujo pasado. Clifton, por ejemplo, alguna vez hogar
de apenas siete (¡siete!) mansiones de los millonarios más importantes de
la ciudad. Muchas de esas casas fueron demolidas; pero se mantiene en
pie el tremendo castillo neogótico Scarlet Oaks, alguna vez propiedad del
barón del acero George K. Schoenberger, hoy un geriátrico; todavía se
pueden visitar sus magníficas, enormes, oscuras salas victorianas, con
diseños de murciélagos y lechuzas; lejos, se escuchan los quejidos de los
ancianos ya dementes. El castillo fue, antes, un instituto psiquiátrico. Los
enfermeros, dicen, evitan esas salas preservadas, con sus muebles
millonarios. Muy cerca está el cementerio Spring Grove, un jardín
magnífico con su deslumbrante Arboretum de más de 1.200 especies de
árboles, sus rosados cerezos en flor, su pasmoso rosedal, su bosque
propio.

La vida aquí, en lo alto de esta colina de Ohio, fue estupenda para los
pocos que la disfrutaron.

Nuestro amigo y su bendito auto también nos llevan a los pueblos que
parecen inmóviles al borde del río Ohio, en el estado Indiana. Pueblos que
se llaman Aurora, Madison, Patriot; todos recuerdan las vidas pequeñas y
desesperadas de Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson y la melancolía
de los cuentos de Ray Bradbury, que pasó su infancia por aquí cerca.
Mujeres guías de casas victorianas -hay muchas en la zona–que esperan
a los escasos visitantes sentadas en la puerta. Extrañas mujeres devotas
de estas mansiones -como Hillforest, de estilo renacimiento italiano, en la
localidad de Aurora, 3.000 habitantes- que suelen juntarse a tomar el té y
usar vestidos de época -de aquella época. Cines que están en peligro de
cierre como el Ohio Theatre de Madison, fundado en 1938, que necesita
150.000 dólares para su renovación digital y está buscando socios en el
pueblo para poder sacar un crédito y alquilar el equipo necesario antes de
2013, cuando ya sólo habrá películas digitales. Madison es un pueblo
hermoso, quieto, dorado, otoñal.

Pero Brian sostiene que hay un lugar que nos gustará mucho más, en el
sentido perverso del gusto. Que él nos lleva pero no nos acompaña porque
“no quiere darle dinero a esa gente”. Habla del Creation Museum, el Museo
del Creacionismo, ubicado en Petersburg, Kentucky. Decidimos dejar la
excursión para la Pascua, que se avecina.

El creacionismo es un tema importante en Estados Unidos. Sus partidarios


quieren que se enseñe en las escuelas y con frecuencia retiran a sus hijos
del sistema educativo. Teoría y doctrina, sostienen que la Evolución
formulada por Darwin es una equivocación y una mentira y una blasfemia,
y que el mundo fue creado por Dios hace 6.000 años, como lo cuenta la
Biblia en el Génesis. Y literalmente creado en siete días, en el Edén y
demás. El museo está destinado a la demostración de la verdad del
creacionismo. Fundado y dirigido por un australiano llamado Ken Ham, no
es un emprendimiento modesto: se trata de una brutalidad de 6.500 metros
cuadrados, con planetario, jardín japonés, jardín botánico, café (se llama
“Noé”), restorán, cine, y zoológico, además de animatronics de patriarcas
de la Biblia y dinosaurios –porque, se entiende, si Dios creó a los animales
en el sexto día, los creó a todos juntos, no creó primero a los dinosaurios
y después a los demás, por lo tanto hombres y bestias convivieron. ¿Y por
qué no se comieron a Adán y Eva los Tyrannosaurus Rex? Porque eran
vegetarianos, explica el museo, porque el Paraíso nada moría (sólo las
plantas). Hay un Noé animado -un muñeco parlante- que responde
preguntas sobre el Arca. Por ejemplo: “¿Cómo hizo para subir a los
dinosaurios?”. “Jo jo jo”, ríe. despreciativo el patriarca, y contesta: “¿Acaso
creías que los subí yo? ¡Dios me ayudó! Y además había lugar de sobra
porque no subieron al Arca dinosaurios adultos, sino bebés, a veces en
huevos!”.

¡Pero por supuesto! Noé responde muchas preguntas más, inclusive


algunas concernientes a las condiciones sanitarias de a bordo -¿cómo y
con qué frecuencia se limpiaba la mierda animal?; ¿cómo se evitaba el
olor?- y cada respuesta llega con esa risa despreciativa por los individuos
de poca fe que tienen semejantes dudas. Noé es francamente
insoportable.

El Museo del Creacionismo acaba de comprar otro terreno enorme para


construir una réplica a escala del Arca. ¿Y las medidas de dónde las
sacaron? En algún lado, en algún panel, lo explican, pero el museo es
abrumador en su ignorancia y cretinismo y y tamaño y riqueza, así que
salimos antes de averiguar la respuesta y no compramos nada en el
apabullante giftshop, a la salida, aunque ofrecen remeras que dicen “Yo
creo”, libros para niños que explican el aborto, corbatas con dinosaurios
montados por hombres e incontables refutaciones de Darwin.

Volvemos ansiosos de compartir esta visión de la locura, pero en el camino


de vuelta, nuestro amigo Brian nos pide, por favor, contención. “En casa
estamos festejando Pascua, y hay muchos creacionistas. Mi madre, por
ejemplo”. ¿Esa mujer deliciosa, amable? Ella misma. Sólo podemos hablar
con sus hermanos, ultraprogresistas: uno de ellos se casó en una
ceremonia africana en Kenya, el otro es maestro y envía a su hijo a hacer
trabajo comunitario a Nicaragua. Los dos nos acosan a preguntas,
fascinados por ese lugar que no quieren pisar. Hay tíos y tías que
preguntan y nosotros no sabemos si son creyentes o no, entonces decimos
que el Museo del Creacionismo es fascinante, y no mentimos.

La fiesta de Pascua sigue, los chicos buscan huevos en el enorme terreno


de la granja y los viejos devoran el buffet. Cae la tarde y es el sueño
americano.

El único que faltó a la fiesta es Mike, el primo. El primo en desgracia. Hace


tres años, en plena burbuja inmobiliaria, Mike compró dos casas en Los
Angeles y pensó que su vida estaba resuelta. Perdió ambas y ganó
deudas. Tuvo que mudarse a la casa de su suegro, una vergüenza
innombrable en Estados Unidos. Tiene dos hijos: ambos padecen autismo.
Mike es albañil de lujo y está construyendo un baño de huéspedes en la
casa de Brian. No oculta el desprecio que siente por su primo escritor. En
días anteriores, sus apariciones en la granja, martillo en mano, resultaban
espeluznantes: Mike está lleno de violencia contenida, de rabia. No
entiende cómo pudo pasarle a él.
Mike sigue siendo republicano. También es creacionista. Cuando le dicen
que la reforma de salud de Obama le vendría muy bien, para sus hijos,
para él mismo, ahora que es pobre y seguramente ya no será rico en esta
vida, Mike se ofende y niega y repudia el sistema propuesto por el
presidente, que juzga comunista.

El baño que está construyendo en casa de su primo es el único trabajo


que Mike pudo conseguir en meses, salvo por el arreglo del piso de la casa
de su otro primo, el votante de Obama que manda a su hijo rubio a
Nicaragua.

Greyhound o nunca despreciar las advertencias

La mujer que entra a la estación de Greyhound de Louisville, Kentucky,


camina arrastrando su bolso y respira por la boca, abierta en una O. Los
ojos le sobresalen del rostro como si fuera una enferma hipertiroidea.
Tiene el pelo largo atado en una cola de ratón. Parece salida de un
apocalipsis zombie: más que respirar, gruñe, y mira a su alrededor con
extrema tensión.

Estamos aterrados. Creemos que puede mordernos. Sin embargo, a nadie


más le llama la atención la mujer zombie obesa. Esta es una estación de
Greyhound y ella es el tipo de visión normal en un lugar como este.

Nos avisaron, largamente, acerca del Tema Greyhound. Que los omnibus
no se comparan con los cómodos micros de larga distancia argentinos.
Que los pasajeros constituyen un grupo social más que marginal en
EE.UU.: los ciudadanos que no puede manejar (o no saben, o no se les
permite), los que no pueden pagar un pasaje de avión, los que no tienen
otra opción. Nos advirtieron e incluso nos insistieron: no tomen Greyhound,
la pasarán mal. Nosotros resoplamos: bah, yo soy latinoamericana, él
recorrió Africa, nada nos espantará.

Cuánta equivocación.
Un skinhead con la palabra “psicópata” tatuada en el cuello. Un hombre en
muletas que lee pornografía violenta en su Kindle –cuando miré de reojo
la pantalla, la escena que leía hablaba de una violación y un ano sangrante
y labios bebiendo sangre y mierda. Una mujer maltratando a sus dos hijos
de menos de seis años. Un hombre hablando por teléfono, sin cesar, de
su maleta perdida: la tenía en Cincinatti y después desapareció y dónde
está mi maleta, una y otra vez. En loop. Todos enojados, se corta el aire,
cada discusión parece poder terminar en el desastre. Las dos horas hasta
Nashville nos contractura la espalda y el alma.

-Estuve menos nervioso en una combi en el Congo –dice mi compañero.


Lo dice en serio.

Más tarde, en una coqueta casa de East Nashville, nuestro huésped nos
cuenta que hay gente viviendo en esos micros. No tienen casa ni auto pero
les queda algo de dinero en el banco o todavía pueden usar la tarjeta de
crédito. Se bañan y comen en las estaciones y duermen en el Greyhound.
Y así viven, en movimiento, por todo Estados Unidos.

Los que ni eso les queda viven en las Tent Cities, las ciudades de carpas.
Hay una en Nashville; muchos de los que viven allí se quedaron sin casa
después de la gran inundación de 2010. Los sin techo de Nashville tienen
su propia revista, The Contributor. La reparten en The Strip, la calle
principal, donde los turistas vienen a escuchar música country, o en el más
secreto distrito de Five Points donde los miércoles, en el bar Five Spots,
se juntan músicos tradicionales con sus banjos y violines a tocar bluegrass
y folk: la mayoría tiene más de setenta años.

Nashville es mi paraíso personal. Puedo ver el traje negro de Johnny Cash


en el Auditorio Ryman; sobre ese escenario Johnny hizo su show televisivo
entre 1969 y 1971, un programa que le mostró a Estados Unidos a Bob
Dylan, Joni Mitchell, Ramblin’ Jack Elliot, Pete Seeger, Odetta, Ray
Charles y Louis Armstrong -que murió ocho meses después de su
participación. Sobre ese escenario, también, mucho años antes y
totalmente drogado, Johnny se enfureció y rompió cada una de las
lamparitas que iluminaban las tablas. Arranque que le valió la expulsión de
la asociación que controla el negocio del country, el Grand Ole Opry;
expulsión que le ganó el amor y el respeto de todos los demás. En el
Country Music Hall Of Fame apoyo la mano sobre el vidrio que cubre el
traje bordado de Gram Parsons y casi me arrodillo frente a la memorabilia
de Hank Williams–aunque me enojan e indignan las ausencias en ese
Vaticano del country, gobernado por sus obispos sordos que prefieren
darle lugar a Keith Urban (el marido de Nicole Kidman) y no a Townes Van
Zandt (uno de los mejores compositores de la música popular de la
historia, punto). Trato de fotografiar en vano el Cadillac blanco de Elvis y
en el Strip, cuando una banda de covers toca “Tennessee Waltz” y hay
parejas que bailan y abrimos las cervezas Yazoo, me dan ganas de llorar
y me doy cuenta, una vez más, que hay algo en esta música y en esta
parte del mundo que me conmueve y que no hay lecciones sobre
imperialismo que puedan evitarlo.

Cuando volvemos a casa de Matt y Laura, nuestros anfitriones,


encontramos en la cocina al vecino de diez años, Martikus. Por ser
extranjeros venidos de tan lejos, nos dedica baile y canción. Martikus canta
como Michael Jackson y, si le pusiera más ganas, bailaría igual de bien.
Su falsete recuerda, también, a Smokey Robinson. Martikus va a
ganar American Idol en algunos años. Él lo sabe: es obvio.

-Queremos ser tus managers.

-No, gracias -dice Martikus, con falsa modestia, y se va revoleando sus


rastas.

Cenamos con Matt y Laura. Ella nos cuenta sobre su padre, un ingeniero
que vive en Mobile, Alabama. Un hombre culto, dice, que nunca tuvo un
exabrupto racista, por lo menos que ella recuerde. Un hombre que, desde
que Obama ganó las elecciones, ha enloquecido. Grita que el presidente
quiere arruinar el país. Que es comunista. Que nació en Kenya. Matt y
Laura alquilan una casa que siempre está fría porque decidieron no
encender la calefacción: es demasiado cara. En dos meses, cuando ella
termine su posgrado, volverán a Alabama y al calor. Pero, como no tienen
dinero, volverán a casa de ese padre. “Se ofende si le digo que su reacción
es racista”, dice Laura. “No sé cómo hablar con él. Dice cosas
vergonzosas. Está fuera de sí”.
Esa noche, con mi compañero, reconsideramos el Tema Greyhound.
Seguramente exageramos. Fue una mala impresión. Deberíamos sacar un
pasaje para finalmente ir a Tupelo, a ver la casa natal de Elvis. Pero
cuando casi nos convencemos, leemos la prensa local y se nos paran los
pelos: en un Greyhound venido de Louisville (¿sería el nuestro?) llegó a
Nashville un joven que, en nueve horas, hizo desastres: robó armas, robó
un negocio, robó un taxi. Entró a las oficinas de un hotel, cagó sobre los
escritorios y pintó con mierda las paredes. Después asaltó a algunos
pasajeros con peluca de mujer y llorando. Terminada la faena, se metió en
un baño y se afeitó la cabeza. La policía lo encontró en Opryland, una
especie de Parque Temático y Hotel del establishment country: estaba
escondido bajo el agua, en una pileta.

Descartamos en seguida la excursión a Tupelo. Nunca pudimos confirmar


si este hombre (William Todd, 24 años) fue nuestro compañero de viaje en
Tennessee.

Los fantasmas de Savannah

“Lo único que quieren son fantasmas. Trato de ofrecerles Historia, pero no
hay modo”, dice Paul, el guía parapetado en la puerta de la casa Sorrel-
Weed, una mansión colonial de estilo neogriego y uno de los ejemplos más
hermosos de arquitectura antebellum en Savannah. Los tours de
fantasmas, anuncia, son a las siete de la tarde, después de la caída del
sol. “¿Se llenan?”, queremos saber.

Él pone los ojos en blanco. Sucede que en 2005 llegó a la ciudad un equipo
del programa de TV Ghost Hunters, que es muy popular en Estados
Unidos. Estudiaron la ciudad y en particular esta casa porque, sabían, a
mediados del siglo XIX, en el pequeño galpón para carruajes del patio,
apareció muerta y mutilada una esclava negra, posiblemente asesinada
por el rico dueño, Francis Sorrel.

Usaron equipos de grabación en el lugar del crimen y allí capturaron una


voz femenina pidiendo ayuda. Esa grabación, la evidencia de los
fantasmas de la casa Sorrel, es material obligado en cada tour macabro
de la ciudad –pero, para poder ser parte de esas caminatas nocturnas,
para poder escuchar las historias de espíritus y crímenes, hay que reservar
con semanas de anticipación. Y eso a pesar de que hay una veintena de
tours. Es lo único que vienen a buscar, como dice el Paul el guía, los miles
de turistas que recorren las veintidós plazas de Savannah, tomando
champagne por la noche en las calles empedradas –es uno de los pocos
lugares en Estados Unidos donde está permitido beber en la vía pública–,
gritando de asombro ante las mansiones y las antigüedades y la
insoportable belleza de la ciudad. Savannah es, dicen las guías, la ciudad
más encantada de los Estados Unidos y todos quieren pruebas.

La grabación, los gritos de la mujer, entonces. Los escuchamos en un tour


barato y estúpido que incluye recreaciones y una guía disfrazada de
jovencita gótica. Es decepcionante. Lo que allí se escucha puede ser una
radio lejana o una gata en celo atrapada en lo alto de una palmera.

Savannah, fundada en 1733, ocupada por el general Sherman durante la


Guerra Civil en 1864 y ofrecida como regalo de Navidad para el presidente
Abraham Lincoln ese mismo año –el general no la incendió por encontrarla
demasiado bonita– se toma su condición de ciudad fantasmagórica con
cierta pesadumbre porque, es cierto, no hay evidentes escalofríos bajo
esos árboles chorreantes de musgo español, ni aunque se susurren miles
de historias de niñas que murieron quemadas y siguen jugando entre los
olmos. Ni siquiera resulta espeluznante el cementerio Laurel Grove, en
pleno centro, que se usa como parque y paseo de perritos. Hay tumbas
con fechas de nacimiento y muerte cambiadas, porque los soldados de
Sherman, que establecieron cuartel en el cementerio, se aburrían. Entre
las piedras gastadas y semienterradas, todo es apacible; los guías insisten
en que los soldados habrían dormido dentro de los panteones, por el frío,
y en algunos casos practicado necrofilia, pero la verdad es que siempre
hace bastante calor en Savannah y los soldados, si quisieron amar,
seguramente se habrán amado entre ellos, que estaban vivos. Le
preguntamos a Jayson, nuestro anfitrión, si tiene fantasmas en su casa,
ubicada en el límite del distrito histórico. “No. Y eso que vivo entre una
iglesia y una funeraria”.
En efecto, desde todas las ventanas de la casa de Jayson se pueden ver
los movimientos de los funebreros. A eso se dedica durante gran parte del
día Ross, el novio de Jayson, que tiene unos sesenta años, está jubilado
y viene de Missouri. Recién se está acostumbrando a Savannah. El distrito
histórico es muy hermoso, dice, pero para comprar algo hay que irse fuera
de la ciudad, y el resto no es así de coqueto.

Es un entramado de autopistas enloquecedor. Pero tiene confianza en su


adaptación. Savannah, resulta obvio, es una ciudad gay friendly. Ross,
Jayson y sus amigos se la pasan en el porche, con sus remeras de arco
iris, y todo el barrio los saluda con alegría.

Savannah tuvo un rey durante muchos años: el restaurador y anticuario


Jim Williams. Que fue inmortalizado en toda su gloria y su miseria
en Medianoche en el jardín del bien y del mal, crónica de John Berendt de
1994 y película de Clint Eastwood tres años después. El libro cuenta el
asesinato de Danny Hansford, un bello taxi-boy local, a manos de Jim, su
amante rico, uno de los ciudadanos más respetados del Sur, que había
establecido residencia en la mansión Mercer de Savannah después de
restaurar cincuenta propiedades en la región. El crimen ocurrió en 1981 y
Williams fue juzgado cuatro veces hasta ser encontrado inocente. El libro,
editado después de la muerte del sofisticado Jim, lo cree culpable. Y revela
la práctica de magia negra en la ciudad, convierte en una estrella a la drag
queen y transexual Lady Chablis y populariza, en su foto de portada, la
imagen de una escultura funeraria del cementerio Bonaventure, una niña
de piedra de largo vestido, que sostiene platos en cada una de sus manos,
para que de ellos coman los pájaros. Una estatua que provoca un
malentendido casi tan grande como el de los fantasmas. Hay otros miles
de turistas que vienen a Savannah obsesionados por el libro y entre sus
obsesiones está ver a la niña. Pero ella ya no está en el cementerio: está
en un museo. Y no es lo mismo verla fuera de su ambiente natural, es otra
decepción. Al cementerio Bonaventure, sin embargo, no le hace falta la
niña de los pájaros. Su triste hermosura, su elegancia, su silencio
quebrado apenas por el murmullo del río cercano, es indescriptible.

En la popular casa de Jim Williams el guía es un jovencito de Detroit, que


habla a una velocidad inaudita para esta perezosa ciudad del Sur. Cuando
enseña el estudio de Jim, allí donde murió Danny después de ser baleado,
dice, y es la única referencia: “Aquí ocurrió, ustedes saben, ese
accidente desafortunado.”.

Lady Chablis actúa una vez por mes en Club One, Jefferson Street, cerca
del barrio victoriano que es, también, el barrio negro. Conseguir entradas
es tan imposible como conseguir un buen tour de fantasmas. Eso permite
que uno de los lugares más encantadores de Savannah esté siempre
vacío: frente a la catedral, modesta y gris, está la casa museo de Flannery
O’Connor, donde la escritora vivió hasta los doce años. No quedan muchas
de sus cosas, pero está su juego de muñecas y la extraña cuna-cárcel en
forma de ataúd blanco en la que dormía para estar protegida de los
mosquitos. También sus libros, que Flannery juzgaba sumariamente en la
portada, apuntando con letra infantil: “Libro malo” o “Aburridísimo”. Los
turistas que entran, de Tulsa, Oklahoma, preguntan si esta es la autora de
“Santuario”. Se les informa que ése es Faulkner, y que su casa queda en
Oxford, Mississippi, un poco lejos. Que Flannery es la autora de ese cuento
que seguro leyeron en la escuela, ése sobre un asesino serial que mata a
una familia que va camino de Florida, de vacaciones, y todo porque se
desvían cuando la abuela quiere ver cierta mansión, fragmento decadente
del viejo sur. “Ah, qué gracioso, ¡nosotros vamos para Florida después!”
dicen los turistas. Es posible intuir la sonrisa del guía nativo.

Los nativos de Savannah no son fáciles de encontrar pero son


inconfundibles. Por ejemplo, suelen referirse oblicuamente a todo lo que
los inquieta. A Medianoche en el jardín del bien y del mal le dicen “El libro”.

Y a la guerra civil la llaman “el inconveniente”.


EL ESTILO EN LA MIRADA
Perfil de Hebe Uhart
Mariana Enríquez y Eduardo Carrera
Fogwill dijo que era la mejor escritora argentina. A ella no
le importa la editorial en la que va a publicar, no se fija en
las tapas y si hay que cambiarle el título, se lo cambia. Está
jubilada pero sigue escribiendo. Organiza asados para todos
sus amigos en la parrilla del edificio: el fuego lo prende el
portero y las ensaladas siempre son las mismas. Hebe Uhart
cree que muchos escritores argentinos son narcisistas. Y
dice que pecan de un internismo brutal: escriben pensando
en los amigos, profesores y conocidos.

La estación de trenes de Frankfurt queda justo frente al hotel donde se


hospeda Hebe Uhart. Ella y un grupo de escritores, una reducida pero
notable delegación argentina, están en la ciudad para la Feria. Hebe tiene
preparadas todas sus conferencias para las mesas del stand nacional,
prolijamente impresas. Pero no se queda todo el día en la feria: es
caminadora y curiosa; quiere conocer. Pasa bastante tiempo en la estación
porque le gusta el mercado con sus puestos turcos, el amabilísimo señor
de la cervecería que trata de hacerse entender, el restorán al paso de
comida china. Es un pequeño mundo y a Hebe Uhart le gustan los
pequeños mundos, con sus rituales y lenguajes, aunque aquí todos hablan
alemán y no entender nada la desespera un poco.
Una noche, antes de volver al hotel, después de una cena bastante
copiosa, Hebe Uhart y los escritores que la acompañan se detienen a mirar
a un chico, de unos veinte años, que claramente vive en la calle, duerme
en la estación, y tiene como mascota un hurón, ese animal de hocico
puntiagudo y ojos tiernos, doméstico pero levemente salvaje.
Hebe se para frente al animal, le apunta con el dedo.
—¡Cuis!— dice, en voz alta.
El chico, la mira: parece desconcertado.
—¡Cuis!— repite ella, bien claro, como si eso facilitara la comunicación. —
¿Es un cuis sí o no?

La decepciona un poco comprobar que no, que no es un cuis. Se queda


un rato jugando con el animalito y tratando de hablar con su dueño. Tiene
un poco de nostalgia, parece. Horas después, bien temprano por la
mañana, conseguirá que un taxista la lleve al zoológico. No podrá
convencer a ninguno de los escritores para que la acompañen. Pero Hebe
Uhart no se ofende ni se resiente por cosas así. La visita a la jaula de los
monos, dice cuando vuelve al hotel, al mediodía, estuvo buenísima.
En su último libro, “Un día cualquiera” cuenta sobre los monos que le gusta
ver. En el cuento “Hola, chicos” se lee: “En el zoo de Buenos Aires hay una
jaula con papiones. El cartel indica: ‘Papión sagrado de la India’. He ido a
visitarlos tres veces; iría una cuarta. Siempre que voy me detengo antes
frente del mono araña marimoña, que es el mejor equilibrista que he visto”.
Pasar una tarde con Hebe Uhart es así: está llena de charlas sobre monos
y novios; conversaciones largas, de pequeñas aventuras, de literatura
involuntaria.

***

Hebe Uhart ve y escucha atentamente y registra, registra sin parar, se le


nota en la mirada inquisidora de sus ojos pequeños y oscuros. Elvio
Gandolfo, escritor y crítico, amigo, que la conoce y admira desde hace más
de cuarenta años, escribió: “Hebe Uhart se encuentra entre aquellos
escritores donde un modo de mirar produce un modo de decir, un estilo:
Eudora Welty, Felisberto Hernández, Mario Levrero, Juan José Millás,
Rodolfo Fogwill o Clarice Lispector”. Fogwill dijo alguna vez que Hebe era
la mejor escritora de la Argentina.
Ella, ya lejos de Frankfurt, en su departamento de Almagro, sirve el
lemoncello que le regaló una alumna de su taller de narrativa, abre la
ventana que da a un balcón con plantas preciosas, azaleas, santa ritas, y
dice:
—Bah.
Y después:
—Cuando uno escribe, si es bueno, le termina llegando el reconocimiento.
Mirá que voy a ser la mejor escritora de la Argentina, ¿qué quiere decir
eso? Nada.

No hay falsa modestia. Incluso la incomoda ese reconocimiento que llegó


todo junto, especialmente después de la publicación de sus “Relatos
reunidos” (2010). Y quiere cambiar de tema, rápido. Hablar, por ejemplo,
de otro viaje, el que hizo a Bolivia cuando era “muy jovencita”. “Lo hice
hace cincuenta años. Fui de turismo. Primero a La Paz y después a Perú,
en tren. Fui con dos amigas, una era un personaje tipo princesa en su
camarote. Se parecía a Jeanne Moreau. Después fuimos a Perú. Yo tengo
primos peruanos. Los hermanos de mi abuela emigraron a Lima y mi
abuela emigró acá. Tengo un primo peruano de mi misma edad que me
llevó por Lima y he vuelto como cuatro veces”.
A Hebe le gusta viajar, le gustó siempre. Ese placer es obvio en sus dos
libros de crónicas de viaje, “Viajera crónica” (2011) y “Visto y oído” (2012).
La Patagonia, Ecuador, Córdoba, Roque Pérez, pueblos de la provincia de
Buenos Aires con pasajes así: “Para variar, le pedí que me hablara de las
costumbres de los animales. Me dijo: el caballo es mejor guardián que el
perro, yo tenía uno que con el hocico me abría la tranquera, al caballo hay
que saber palenquearlo. Uno ve a un caballo de frente y es un cristiano”,
escribe. No tiene sueños de viajes a lugares grandiosos: no piensa en la
China ni en la India.

—No entendería nada, sería como un asalto a los sentidos. ¿Cómo hago
yo para absorber todo eso? Tampoco me gusta la naturaleza plena, no me
gusta el glaciar ni las ballenas. A mí me gustan los pueblos chicos, porque
son abarcables, porque se los camina y se los conoce.
Y porque, claro, en los lugares más chicos la gente está dispuesta a saciar
la voraz curiosidad de la escritora: ella pregunta, quiere saber; charlar con
ella es ser entrevistado. Sabe cuándo detenerse y tiene calculados los
límites del pudor. Ella es pudorosa aunque, dice, todos sus cuentos son
en alguna medida autobiográficos y los de “Un día cualquiera”, aún más.
“En la peluquería” relata sus horas en la peluquería de Medrano y
Rivadavia, a la que va seguido.

Mientras se hace los pies, habla con María. Hebe nunca se pinta las uñas,
no le interesa, no tiene tiempo. Desde hace unos años, está
particularmente intrigada con los animales.
—Es muy curiosa —dice María, sentada en uno de los cuartitos de
depilación de la peluquería—. De chica yo vivía en Corrientes, éramos
muchos hermanos y teníamos animales: monos, avestruces, loros, perros,
gatos. Hebe pregunta mucho por el mono. Quiere saber cómo la
convivencia con el mono.
—¿Y vos qué le decís?
—Que el mono es muy inteligente, quizá más que nosotros.
María le recomendó varias veces un viaje a los esteros del Iberá: ahí
podría ver de cerca a los animales. Hebe lo viene planeando hace rato,
aunque no sabe bien cuándo, porque en el verano hace demasiado calor.
Escribe Hebe: “Cuando está María, la correntina, prefiero ir con ella;
inmediatamente se acuerda de todos los animales que tenía su papá en el
campo de Corrientes, el tatú, la yegüita alimentada a biberón y el pájaro
carpintero. Y ese cubículo frío y blanco, mezquino, se llena
inmediatamente de animalitos del campo y el bosque”.
Alertado por María, Maximiliano, el dueño, buscó el texto en internet. “Yo
no soy mucho de leer, pero me gustó. Alguien te cuenta que fue a la
peluquería y decís “qué aburrido”, pero ella no, lo hace entretenido, te
enganchás”, dice Maximiliano detrás de uno de los mostradores de
Caprice: en el cuento el nombre de la peluquería es el mismo.
Ese relato son sus peripecias y lucecitas diarias pero también, como
siempre, la novela familiar: Moreno, la familia inmigrante y el ascenso
social; su tía loca que tiraba baldes de agua a las paredes y humedecía la
casa para siempre, protagonista de decenas de cuentos; su experiencia
como docente en colegios rurales, los vecinos, los viajes a Buenos Aires
a comprar ropa. Su mundo, cartografiado en detalle, hasta que no queda
un recoveco de la memoria que no haya sido aireado y de ese rincón sale
la frase rescatada, elegida, ese asombro, el humor oblicuo, una forma de
escribir que mezcla el estupor con la filosofía, la atención y el tesoro: como
si lo más normal fuera rarísimo. Uno de sus cuentos más famosos, “El
budín esponjoso”, de 1977, empieza: “Yo quería hacer un budín
esponjoso. No quería hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión.
Uno come galletitas y parece que les faltara alguna cosa: por eso se
comen sin parar”. Después de leer esto, ya no se puede comer galletitas
de la misma manera, sin pensar en esa tercera dimensión ausente. Elvio
Gandolfo escribía en su prólogo para “Camilo asciende”, (de 1987): “Lo
que la convierte a la vez en un ejemplo muy poco frecuente de penetración
filosófica o antropológica y en portadora de un humor opresivo,
desopilante, es que se incluye a sí misma en esa mirada, a través de sus
distintos alter ego cuando hablan en primera persona”. Etnógrafa
vocacional, la llamó Graciela Speranza. Una de las mejores dialoguistas
desde Puig. La mejor cronista de viajes de los últimos cuarenta años,
según Gandolfo.

Cuando escucha los elogios, ella mira fijo.


—Qué se yo —dice. Y se va a servir café.

Pía Bouzas es escritora, docente y, después de ir tres años al taller de


Uhart, se hicieron amigas. Se visitan, se leen. Pero es una amistad
extraña. “Hay mucha diferencia de edad y ella es reservada: no somos
pares. Me alegra tenerla cerca porque es una mujer muy sabia”. Pía tiene
poco más de cuarenta años. Cuando se conocieron, en los ’90, Hebe
atravesaba lo que Pía define como “un momento editorial complicado”.
Estaba por publicar, pero las fechas se dilataban, y el libro no salía y eso,
cree Pía, la angustiaba. “Creo que a ella la afectaba. Si bien no tiene
narcisismo, creo que quería reconocimiento. No es una anacoreta. Sufría
bastante la falta de lectores. Pero cuando el reconocimiento le llegó, la
encontró parada en un lugar que no tiene nada de vedette. Cuando dice
que creerse muy escritor hace mal a la función de escritor, realmente lo
piensa”.
En el taller, leían a Chejov, Erskine Caldwell, cronistas brasileños, Saki,
Daniel Moyano, Clarice Lispector. Nada sistemática, ninguna línea clásica,
nunca Cortázar ni Borges ni Rulfo ni García Márquez. Pía llegó al taller a
través de una amiga: había estudiado Letras.

—Fue muy cómico —cuenta—. Quería aprender lo efectivo y a Hebe no le


interesa eso en lo más mínimo. Al principio yo estaba entre fascinada y
enojada. Decía ¿cómo no me señala el conficto entre los personajes?
Solamente hacía intervenciones muy particulares.

—¿Y por qué te quedaste?

— Porque es una gran maestra. Le interesa que cuentes algo que sea
tuyo. Trata de ayudarte a que descubras tu mundo, a encontrar lo más
singular y propio que tengas.

A Hebe no le interesan las traducciones: para ella no existen, quién sabe


lo que pasa en otro país.

Y de las presentaciones de los libros, Hebe prefiere ir a comer con sus


amigos. No le importa la posteridad. “Yo vivo hoy”, dice siempre. Tampoco
le llaman la atención los grupos. “Recuerdo un cuento donde ella relata
que es directora de una escuela durante el Proceso, pero no se habla del
Proceso. Sin embargo, hay una tristeza muy profunda en el personaje; la
anécdota, en contraste, es mínima. No tiene nada que ver con los grandes
discursos y la tradición literaria de los 70. Me cuesta encontrarle una
tradición. Salvo los autores que ella menciona, Mansilla, o Fray Mocho,
muy atrás”.

***

Hebe Uhart vino a Buenos Aires a estudiar Filosofía desde Moreno. Se


mudó cuando tenía unos 25 o 26 años. Empezó la universidad en la calle
Viamonte y siguió en la sede de Independencia pero la terminó en Rosario,
provincia de Santa Fe. Se le hizo muy difícil ese último año, rendir las
equivalencias, estar lejos de las cátedras que ya conocía. ¿Por qué lo
hizo?
Sacude la cabeza –el pelo corto, bien teñido, muy cómodo– y enciende
otro cigarrillo.

—Me fui escapada por un amor. Me enamoré de un hombre casado y mis


amigos me dijeron ‘andate’. La verdad: me fui por boluda. Mi mamá me
descubrió esas cartas que escriben las jóvenes para sí mismas, que dicen
‘no puede ser, no puede ser’. Una chica de ahora no se va. Sufre una
semana y listo. Me fui un año. Cuando volvía acá, vomitaba. También una
mentalidad pasiva mía. Andá a saber.

Hay otros novios en la vida de Hebe Uhart. Lo poco que cuenta –a los
novios no los incluye casi en ningún cuento: son esa parte de su vida que
no expone ni comparte– habla de relaciones intensas. Elvio Gandolfo la
conoce desde los años ’60 y es uno de sus más tempranos entusiastas:
supo ver desde el principio esa mirada extraña de Hebe, su diferencia
radical. Y se acuerda de un “camionero grandote”, aunque no está
totalmente seguro porque, con Hebe, a veces le cuesta distinguir entre
ficción y realidad. Dice, en un bar cerca de su casa, en Palermo, los
anteojos gruesos y hablar precipitado de lector voraz: “El tipo se borró con
el camión y ella se lo fue a buscar a Entre Ríos. Andaba por los campos,
golpeando las tranqueras a ver si había pasado por ahí”. Se acuerda
también de que el camionero comía con el torso descubierto. “Era pintón,
como de ‘Rápido y furioso’”. Pero, dice Gandolfo, no sabe si Hebe tuvo
una pareja importante, un gran amor. Pía asegura que hubo un hombre de
Tandil muy importante hace más de veinte años. “Es reservada y sobre
todo en la vida amorosa o de su familia. Hay zonas sobre las que no quiere
entrar y no escribe sobre eso tampoco, no le gusta transitarlas: creo que
son lugares de dolor. Una vez me contó que se había vuelto encontrar con
el de Tandil veinte años después, tomaron una cerveza. Y le dijo al
hombre: ‘La cerveza ya no nos hace lo que nos hacía antes’. Después me
lo negó. ‘Yo no digo esas cosas’”.
Hay un novio del que Hebe sí habla, y mucho. Ignacio, el poeta borracho.
Fue, dice, mucho más importante que el casado de Rosario.
—Con ese me hice la película, muy fuerte, pero la verdad es que estuve
dos veces nada más con él. Con Ignacio no fue una película. Fue muy real.
Y no sólo por Ignacio, sino por lo que Ignacio significó. En ese momento,
la casa de Hebe en Moreno era toda desdicha. Su hermano había muerto
a los 27 años, en un accidente (de esta muerte joven, cercana, nunca
escribe). Su primo, también de 27, aviador, murió en esos años. Y su
prima, muy joven, de un problema cardíaco. Su tía loca estaba viviendo en
la casa.

—Yo era invisible. Y me fui con Ignacio. Me rajé. Ibamos por ahí, por los
cafés. Él chupaba. Las mujeres jóvenes todas creen que los regeneran a
los borrachos. Que si una hace bien todo, él va a cambiar. Yo hice todo, lo
llevé a un psquiatra, le compré vitaminas y él las tiró a la mierda. Cuando
la otra persona no quiere, no quiere. Cuando estaba sobrio era muy bueno,
me quería.

Ignacio era buen poeta, dice Hebe pero era “incoherente”: no podía
publicar y apenas escribir.

—¿Qué sentías con él?

—Me sentía útil. En mi casa, con toda esa desgracia que había, nadie me
miraba ni me podía mirar. Mi mamá, muy eficiente, hacía todo, yo quedaba
de lado. Y mi papá murió por esa época. Con Ignacio yo me sentía
eficiente. Él no hacía nada y me miraba como si fuera una sabia. Decía
que no podía ir a trabajar porque no tenía pantalones. Entonces mi mamá
le compró un traje con dos pantalones. Los borrachos son como los perros,
pelean al lado de los tachos de basura. Entonces el traje se le rompió todo.
Yo iba a la sastrería a ver si se lo podían reparar y él esperaba en el café
de la esquina para ver mis gestiones. Los empleados de tienda antes eran
muy decentes, de muy buena presencia, y miraban el pantalón y decían
“cómo se pudo haber hecho eso”.

El romance duró unos cuatro años. Hacia el final, ya no podía llevarlo a


reuniones porque Ignacio se ponía malo, agresivo. Sufría, hablaba de
poesía toda la noche y no comía. La iba a buscar a su trabajo –una
biblioteca en ese momento– totalmente borracho. Pero la salvó.
—Me sacó de una cosa hecatómbica. Mi casa era una locura.
***

A Hebe le importa publicar y agradece a quien quiera editarla. Le gustan


los sellos “caseros”, como los llama. No se fija en las tapas y si hay que
cambiarle el título, se lo cambia. Todo lo que rodea al libro no le importa
mucho.
Las editoriales de sus libros son todas pequeñas e independientes: Menhir
(Rosario), Goyanarte, Fabril, Cuarto Mundo, CEAL, Torres Agüero, Pluma
Alta, Bajo la luna, Simurg. Recién en 2003 publicó en Adriana Hidalgo y un
año después en Interzona. Luego, sí, en Bajo la luna, una editorial
independiente pero de mayor visibilidad. Y, ahora, ya famosa, Alfaguara.
En 1972 publicó por editorial Fabril “La gente de la casa rosa”, con prólogo
de Haroldo Conti. Pero si en esa época su literatura era tan secreta y
periférica, ¿cómo consiguió el prólogo de Haroldo Conti? ¿Eran amigos?
No, amigos no.

—Era amigo de amigos míos. Y me hizo hacer de prejurado para un


concurso de cuentos del Cordobazo, en los 70. Después me hizo un
prólogo divino, pero antes me hizo laburar. Eran 700 cuentos. Por eso no
quiero ser más jurado: es mucho trabajo y mucha responsabilidad. Encima
todos los cuentos del mismo tema. Yo no sé por qué cayó, creo que por
su amistad con Paco Urondo. ¿Qué podría haber hecho él? Guardar armas
en su casa, esas cosas que se hacían.

—¿Y Fogwill, que decía que sos la mejor, era tu amigo?

—No, tampoco. Fogwill era amigo de Elvio Gandolfo, que sí es mi amigo.


No tengo muchos amigos escritores. Además, de Fogwill no se podía ser
amigo, te hacía quedar mal. Una vez lo invité a una presentación cuando
tenía el nene chiquito, de brazos. “Contá cuándo ibas con Ignacio por ahí”,
gritaba. Me hinchaba las pelotas. Yo cuento lo que quiero contar. Pero “Los
Pichiciegos” qué lindo que es. La gente de los talleres no lo quiere leer, sin
embargo. No quieren leer de Malvinas casi nunca así que ya no lo doy.
Hace cinco años, el Viejo Hotel Ostende armó un encuentro de escritores:
pasaron varios días ahí, en la playa, fuera de temporada, filmados por
Mariano Llinás. Estaban Hebe Uhart y Fogwill. “¡La mejor escritora
argentina!” dijo Fogwill ni bien la vio y Hebe le retrucó “dejate de joder”. Y
eso fue más o menos todo. La incomodaba, decía, que la llamara así
adelante de los demás. Cuando hablaban, solos y por los rincones, se
podía intuir cierta complicidad. Pero Hebe prefería estar con los invitados
más jóvenes: contarles sobre Ignacio el novio borracho, dar consejos a las
chicas sobre sus dramas sentimentales y tomar notas en una visita a un
pueblo cercano, donde la directora de un museo local decía, en la visita
guiada, “acá los indios eran totalmente mansos”.

Hebe, maravillada, anotaba. Estas son las piedras preciosas que ella
encuentra y atesora. Las conversaciones sobre cómo matar una vizcacha.
Una mujer que dice “este caballo es de cuarta”. Su tía que hablaba con la
televisión y decía “qué limpita esta chica” cada vez que veía una
propaganda de shampoo donde la modelo se bañaba. De vuelta en el
hotel, Hebe le daba algunas pitadas a un porro –poco, para probar– y
después pasaba largos ratos mostrando su valija colorida, muy cómoda y
útil para viajar, y preguntando sobre la historia del Viejo Hotel, que alguna
vez estuvo bajo la arena y fue inspiración de Silvina Ocampo y Bioy
Casares. Pero si fumó fue alentada por el espíritu de estudiantina del
evento. Ella, sólo tabaco. Ni siquiera fumaba en los intensos años ’60.
Cuenta: “Recuerdo haber probado alguno que otro cigarro de marihuana,
pero no me producía gran efecto. Y nada más. Drogas duras tampoco.
Muy pocos tomaban drogas duras”.

***

Una vez separada de Ignacio empezó a cambiar. Pasaron dos cosas al


mismo tiempo: comenzó a leer literatura política y después eligió ser
vicedirectora de una escuela rural. Ese puesto, esa experiencia, la hizo
salir de la burbuja. —Entre Ignacio y los amigos de la calle Corrientes el
mundo resultaba limitadísimo —dice.
La escuela quedaba en el barrio Los Cuatro Vientos de Moreno. “Elegí ir
ahí para ayudar al proceso de liberación nacional. Iba ebria de ideales”.
Tomaba el colectivo hasta Once, ahí el tren y después caminaba diez
cuadras. Les llevaba material de lectura a los chicos, pero también les
llevaba medias. La escuela tenía sólo primaria, y era en el campo. Casitas
bajas, los años 70. Ahí, dice, aprendió “cosas de la vida”.

—Después me di cuenta de que una persona sola no puede ayudar, que


necesita un equipo. Me desilusioné. Pero me hizo salir, antes no le daba
pelota a nadie. Era bastante antojadiza y veleidosa, creía que podía hacer
cosas que no podía. Tenía arranques de hacer cosas extraordinarias.
Maduré yendo a la escuela de campo. A mí nunca jamás nadie me había
pedido nada. Mi sueldo era para mí, para comprar boludeces. Entonces
me di cuenta de que había tenido muchos pajaritos en la cabeza, de irme,
de buscar una beca, de viajar a París. Me di cuenta de que había otras
personas que hacían sacrificios, que aportaban a la casa. Que venían a
dedo porque resultaba caro ir en micro. Me dio vergüenza de lo que yo
pensaba, de que estuviera tan autocentrada. Ahí tomé color. Hay gente
que no toma color ni a los 40. Gente que sigue reclamando y echando la
culpa a los padres.

Se acuerda de los signos del terror durante sus años de docente en la


década del ’70. “Pero no tenía idea, ni a nadie cerca que haya sido
secuestrado”. Cuando llegaba a la estación de Moreno había policías con
perros y en las comisarías estaban las metralletas apuntando. En la
escuela, no había que hablar con una chica, porque su novio era teniente
del ejército. Y Lela, que sigue siendo su amiga, otra maestra, se salvó por
un pelo. “Mi amiga estuvo en una toma de una fábrica pero sobre todo ella
tenía un novio a quien buscaban: a ella la querían para que diera
información. Todo Moreno estaba bajo la base aérea de José C Paz. Ella
ya era en ese momento una figura conocida en el pueblo porque trabajaba
como maestra. Entonces la citaron de la base, y por la confianza de ser de
Moreno ella fue sola, sin ningún recaudo. La interrogaron, le preguntaron
por el novio que estaba en una organización armada. Sabían todo de ella.
A todo ese grupo no los mataron, pero les fijaron destino en un colegio
donde el ejército entraba y vigilaba”.
—Entonces sí sabía lo que pasaba.

—Pero no tenía la global completa, la idea. Sabía, pero una cosa es saber,
tener la información, y otra cosa es saber con toda el alma. A mí se me
cayeron todas las fichas mucho después, me entró lo que pasó cuando lo
escuché a Scilingo por televisión. Cuando contó lo de los aviones (en el
año 1995). Eso. Antes tenía la información. Pero con Scilingo caí de la
atrocidad.
—¿Con quién trabajabas en Moreno?

—Cuando fui a la escuela entré de costado a los movimientos


tercermundistas. En toda la zona de Moreno a Luján trabajaban los
tercermundistas, hacíamos teatro en La Reja. Había una monja irlandesa
que hablaba, la pobre, como si se le entendiera. Y otra argentina que
estaba con la Teología de la Liberación. Pero no era un grupo de armas,
era un grupo cristiano. Como el padre Pepe, que se salvó por un pelo. Yo
compraba El descamisado pero por modalidad propia hubiera preferido
otra línea de penetración que no fuera militarizada. Había una discusión
interna, sobre si la forma de penetración debía ser lenta o militarizada.
Pero bueno.

—¿Nunca escribiste sobre esto?—Quise. También quise escribir sobre las


veces que fuimos a ver a Perón en los 70, pero no estoy conforme. No me
gusta lo que escribí.

—¿Lo viste a Perón?—No, no llegamos. Fue la primera vez que volvió,


durante el gobierno de Lanusse. Fuimos en micros de Moreno, estaban los
caminos cortados bordeando Rivadavia y entramos por un camino de tierra
a Lobos. No se permitía a la gente que llegaba acercarse, pero tratábamos,
íbamos dos del bracete con un muchacho flaquito y nos corrían a gases.
Y como el viaje era tan largo desde Moreno, cuando llegamos, unos se
metieron en los chalets de Ezeiza y vieron llegar a Peron por televisión. La
multitud era interesante vista en sus particularidades porque había todo
tipo de personas y actitudes: Un hombre decía que él se quedaria ahí
tranquilo en uno de esos chalecitos de Ezeiza, otro decía no sé qué cosa
y la dueña de un micro dijo que si hacía eso ella quemaba los micros y no
teníamos cómo volver.

Después de Moreno, dando clase en la secundaria, tuvo una experiencia


muy ingrata en el Nacional Buenos Aires. El celador era de la policía de
Morón. A los chicos no los dejaban ir al baño durante la clase. “Yo le tenía
terror a ese colegio. Es la caja de resonancia de todos los procesos
políticos que hay en el país y en la dictadura era terrorífico”. Ella
necesitaba trabajar y la hija de uno de sus primos le contó que en el
Nacional había una suplencia de latín y se fue, con pantalón y blusa. Le
dijeron que debía usar pollera. El rector tenía bigotes estilo manubrio y la
entrevista, dice Hebe, fue un interrogatorio. “Sepa usted señorita que acá
no discriminamos a ningún judío, a ningún italiano”, le dijo. “Era
inadmisible, yo nunca más trabajé incómoda”. Si iba a tomar un café al
buffet se desesperaba si se le corría la media. “Cuando se murió el rector
la mitad de los profesores festejaron con champagne. En los actos los
chicos estaban en un silencio helado. Ese colegio es difícil, yo no le guardo
cariño. Esa sala de profesores, tan fría. Tiene lindos cuadros, pero es todo
tan sombrío. Yo prefiero un colegio ventilado, aireado, más chiquito.”

***

Organiza asados en su casa: mejor dicho, en la terraza del edificio donde


tiene su departamento. Tiene distintos grupos de invitados. Los alumnos
del taller con los que tiene más afinidad, amigos escritores como Gandolfo,
Irene Gruss, Eduardo Muslip, Pía Bouzas o los “trasandinos” Alejandra
Costamagna, Alejandro Zambra y Diego Zúñiga. También a veces se
reúne con sus compañeros de cátedra: durante veinte años enseñó
filosofía en la Universidad de Lomas de Zamora, daba clases un día por
semana de 9 a 12, de 12 a 17 y de 9 a 22. Al principio no había combis y
tomaba el colectivo en Liniers, dos horas sobre el 188 hasta el sur. Se hizo
amiga de varios profesores. “En las cátedras o es gente muy buena o es
nido de sierpes.”. En la UBA, trabajó en la cátedra de Filosofía con Tomás
Abraham que escribió sobre ella: “Hebe tiene una mirada rara. Toca y se
va. No le gusta que se le impongan. Es un ser libre, inaprensible. Sus
palabras se miden con una vara pequeña. Le gustan las frases cortas y
odia discutir. Prefiere intervenir con interrogantes”.

Está jubilada hace siete años. Los que van dicen que los asados son muy
divertidos. Eso sí, las ensaladas son siempre las mismas. Ahora consiguió
que encienda el fuego el portero.

El portero en cuestión se llama Norberto: hace el fuego, pone la carne y


se va. Le gusta hacerle el favor. Siempre le dice: “Hebe, tenemos que
hacer un asado porque la parrilla se oxida”. Norberto trabaja hace poco
más de tres años como encargado del edificio de Almagro. Adora a Hebe.
“Más que buena: buenísima es”. Cuenta, Uhart es una de las pocas
personas que da propina aparte de las expensas. Suele hacerle comida:
platos árabes, por ejemplo, que Norberto nunca había probado. Él no sabía
que era una escritora “famosa”. Se fue enterando al ver llegar periodistas
con cámaras y también por la cantidad de alumnos que van a los talleres
lunes y sábados: muchos se van después de las ocho de la noche. Chicas
grandes, dice, hasta un señor de más de 70 años.

Cuando se va de viaje, Hebe siempre le avisa a Norberto. El hombre


parece muy contento por esa confianza, aunque como todos los que la
conocen a veces tiene que responder a sus preguntas.

Un día, por ejemplo, Norberto salía del edificio para ir a la Fiscalía que está
en Beruti y Coronel Díaz. Lo habían citado como testigo en relación a un
departamento vacío del edificio. Se la cruzó a Hebe, que venía con bolsas
del lavadero. Él le contó a dónde iba. Ella le preguntó: “¿Tenés miedo?”.
“Es muy sociable”, cuenta Pía Bouzas. “Y le encanta viajar sola. Tiene que
ver con algo vital: la sociabilidad y los viajes la mantienen muy viva y muy
activa. Tiene mucha energía aunque es una mujer grande; tiene una
enorme libertad. No le interesa que la aprueben. Se toma libertades
enomes para las formas, en la vida y en los cuentos”. Es pudorosa,
también, con una forma extraña de pudor, porque escribe en primera
persona, porque es charlatana, y sin embargo hay algo secreto en ella,
algo duro. Algunas de sus amistades son largas y, de alguna manera,
tácitas, sin la necesidad del contacto diario. Así es la que tiene con la actriz
y maestra de teatro Martha Rodriguez, por ejemplo. Se conocieron hace
cuarenta años, cuando Laura Yusem montó la obra de Hebe sobre los
borrachos. Eran vecinas, de Almagro. Pasaron años de conexión
intermitente hasta que, en 2009, Martha quiso escribir, con Yusem una
dramaturgia sobre dos de sus cuentos más famosos, “Guiando la hiedra”
y “Querida mamá”, ambos de 1997. Graciela Speranza escribió, para el
prólogo de Relatos reunidos, que todo el arte narrativo de Hebe Uhart se
resumen en “Guiando la hiedra”. “Podría leerse como suma poética o hilo
invisible que guía los relatos. ‘Aquí estoy acomodando las plantas’ se dice
en el comienzo, como una advertencia, un desafío, una declaración de
principios. La mirada apenas se aparta de las macetas con plantas del
jardín, pero la vida entera parece desvelarse en ese aleph discreto,
doméstico y barrial”.

Cuando Martha y Laura le preguntaron a Hebe si podían adaptar sus


textos, ella les dijo:

—Hagan lo que quieran.

Después fue a algunos ensayos. Desde 2009, la obra se reestrena


periódicamente, y le va siempre bien. Cada vez que Martha la llama para
avisarle de un nuevo reestreno –lo acaba de hacer, hace días– Hebe dice
lo mismo:

—Che, ¿otra vez? ¿Y por qué? ¿Quién lo pidió? ¿No es mucho?


A su taller van famosos: ella los llama así riéndose, pero no da nombres,
salvo el de Diego Frenkel, cantante de La Portuaria que “duró varios
meses”. La llaman para charlas y conferencias y aperturas de festivales,
recibe premios, la invitan a talleres en el interior del país. Gandolfo está
orgulloso
—Por suerte se consagró antes de morir. Con Fogwill pasaba lo mismo:
en un círculo se decía que era buenísimo, circulaba, pero le dieron bola de
verdad hace unos diez años. Antes era un escritor de escritores. De Hebe
se decía que era muy buena pero entre la gente que lee literatura. Ahora,
si tenés que poner a un escritor nacional, ponés a a Hebe Uhart. Para ella
es una suerte.
¿Qué pasó para que la mirada azorada de esta mujer brillante y discreta
se haya vuelto central? Pía Bouzas tiene una teoría: “Yo creo que, además
de su trabajo y perseverancia, le llegaron los lectores. Los escritores más
jóvenes empezaron a mirar más parecido a ella, el detalle, lo que no es
central, ni que va por la ruta del escritor programático. Encontró un camino
por fuera de la tradición masculina argentina, que no es sólo por escritores
hombres sino una manera de tratar el lenguaje. Eso están en consonancia
con la búsqueda de lo escritores más jóvenes. Ella toca grandes temas, la
inmigración, la familia, lo argentino, pero lo aligera”,

En su departamento de Almagro –el barrio de la más media de las clases


medias, dice– busca libros de cronistas brasileños para regalar, porque
ella ya “no va a leerlos”. Sirve café en tacitas pequeñas. Menciona de
pasada un gato hermoso que tuvo, que se murió y la dejó muy triste: no
quiere más gatos. Un alumno la llama por teléfono para avisarle que no
viene: en este momento tiene tres turnos, y aproximadamente unos 15
talleristas, aunque el número fluctúa. Muchos se van, también. Es que a
Hebe hay cierta tendencia de la literatura contemporánea que la tiene
molesta y cuando la encuentra en sus talleres, la señala, la corta. “Acá en
Argentina no falta ni talento ni inteligencia”, dice, con cuidado. “Pero me
parece que los escritores están mal colocados. Mal encarados. Se colocan
de manera muy egocéntrica o narcisista. ¿Sí o no? Hay muchos jóvenes
que escriben bien pero los embalurda que son egocéntricos. Es esa actitud
medio arltiana muy altanera; Arlt, en sus “Aguafuertes cariocas”, se enoja
porque en Río se van a dormir a las 10 de la noche. ¿Y por qué le molesta?
¿Por qué es una vida de mierda esa? Muy autocentrado. Hay una alharaca
de lo que no te gusta, por ejemplo. Como si estuvieran mirando solamente
para adentro y mal, no da resultado. No importa tanto lo que piensa uno.
Es un internismo brutal: también escriben para los pares. Escriben
pensando en los amigos, en los conocidos, en los profesores. A lo mejor
estoy prejuzgando y a lo mejor no conozco todo bien, pero noto que se
escribe internamente”.

—¿Y eso cómo se soluciona?

—Ah, eso es difícil porque es cultural. Pero se debe solucionar levantando


la cabeza y mirando alrededor. ¿Sí o no?

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