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Mariana Enríquez
Siete años después del huracán, Nueva Orleans ofrece tours
por las zonas devastadas. Más de la mitad de su población
nunca volvió a la ciudad y los que quedaron no saben pegar
ladrillos. La cronista y escritora Mariana Enríquez recorrió
sus calles y descubrió que también se come de primera, se
escucha el mejor blues y abundan los rituales vudú. Y
después fue a Memphis: la prueba de que la sociedad
posracial es sólo un slogan mediático y en donde cada
esquina habla de segregación. En la tierra que vio crecer y
morir a Elvis, no existen las economías precarias y solidarias:
los pobres pasan hambre, no tienen garrafa social y no se
cuelgan de la luz. Primera parte de una gran crónica de viaje
por el sur de Estados Unidos.
-Trabajé para un grupo de psiquiatras argentinos, una vez -se ríe-. Venían
a una conferencia internacional: por la mañana iba a sus clases científicas,
por la tarde venían a mi templo.
-Ah, cosas.
-¿Por qué?
Ella no está tan segura. De todos modos, no quería tener un romance con
el psiquiatra argentino. Está casada con un canadiense ecologista que
nada sabe de vudú ni le importa. Y también está casada con Oswan, su
esposo nacido en Belice, que murió en 1995; pero Oswan el espíritu de
Oswan sigue vivo allí mismo, en el centro cultural.
-Es un poco agotador -admite Miriam-. Es como tener dos cosas. Pero
Oswan siempre fue encantador, muy sociable. ¡Tiene una risa hermosa!
Trata de no darme mucho trabajo. Llegamos juntos a Nueva Orleans. Él
nunca me mintió. Me dijo que iba a vivir poco, en este plano, porque estaba
enfermo. Yo lo acepté así.
Cruzo en ferry el Mississippi y cuando veo por primera vez sus aguas
marrones, barrosas, me dan ganas de llorar y de arrojarme, de tener mi
bautismo. Es extraño: hay que subir hasta el río, la ciudad fue construida
en un pozo. La música no hay que buscarla: la mayoría de los trompetistas
callejeros son fabulosos. También los recién llegados, como Jane, de
Oregon, que toca el banjo al lado de una tienda de antigüedades, con un
vestidito pobre y voz tímida. Tampoco hay que buscar historias de
fantasmas. Los nativos, que son locuaces y duros y amables, las ofrecen
gratis.
-¿Les interesa esa casa? -pregunta una chica que toma cerveza en la
esquina con su novio, de traje negro y largas rastas. Mi compañero y yo
estamos tratando de ver qué se esconde detrás de las ventanas de una
mansión en la esquina de la calle Royal.
-La mayoría de New Orleans es pobre –dice-. Y hay crimen, claro: son
jóvenes negros matando jóvenes negros en los ghettos, por drogas. Eso
es todo. Desgraciadamente. Chicos que no le importan a nadie.
Y en cierto sentido tienen razón: sin auto no hay dónde ir. Lo comprobamos
en la esquina de Cooper y Central, en Midtwon. Estúpidamente,
esperamos un taxi. Dos avenidas, nos decimos: alguno pasará.
Muy pajueranos.
Tras media hora de inútil espera -treinta minutos sin siquiera ver una
persona caminando- cruzamos hacia un Starbucks para que nos den un
número de taxi. (No encontramos la parada del bus que nos indicó Aaron.
Tampoco vimos pasar ningún bus). En el parking del café vemos un taxi,
con taxista adentro. Le rogamos. Él acepta llevarnos al centro, al Museo
de los Derechos Civiles. Y nos explica, entre sorprendido y
condescendiente, que Memphis no es New York, que no hay taxis por la
calle y que cuidado con caminar por cualquier lado, porque esta ciudad
tiene muchos barrios peligrosos y están todos diseminados. Le insinuamos
que no tenemos miedo. ¡Venimos de América Latina! “¿Cuánto hace que
llegaron a Memphis?”, pregunta. Muy poco, le confesamos. ¿Cómo saber
si exagera? La paranoia es alta: si uno mira televisión durante media hora,
queda temblando. Pero lo mismo pasa si uno mira televisión en Buenos
Aires y, en la realidad, la ciudad es de las más seguras del continente.
Imposible saber la verdad cuando los locales viven en estado de miedo y
sugestión. El taxista nos deja una tarjeta con su número de teléfono.
El museo de los Derechos Civiles de Memphis, Tennessee, queda en el
Motel Lorraine, donde fue asesinado, el 4 de abril de 1968, Martin Luther
King. En los años de la segregación, el motel alojaba a los artistas negros
más importantes de la historia: a Ray Charles, a Otis Redding, a Aretha
Franklin. Muchos descansaban de sus shows; otros sencillamente
encontraban en el motel un lugar tranquilo donde encontrarse con sus
amigos músicos blancos. Ahí se juntaban, por ejemplo, los artistas del sello
Stax, cuna del soul de Memphis, uno de las pocas compañías
discográficas interraciales de los años ’60 –si no la única.
El museo de Stax queda lejos del Museo de los Derechos Civiles. Fue
reconstruido en 2008: durante años sólo quedaba de ese lugar, que editó
discos maravillosos y fue importantísimo para la integración en el Sur, una
placa y un baldío en uno de los barrios más peligrosos y pobres de la
ciudad. El Museo de los Derechos Civiles queda a seis cuadras del
Mississippi y a diez de Vance, otro ghetto, no menos pobre ni menos
peligroso.
A pocas cuadras del Motel Lorraine, en Beale Street -la calle musical de la
ciudad, con sus bares de blues, especialmente el club-cadena de B.B.
King-, hay una muestra de fotos de Edward S. Withers, uno de los
fotógrafos afroamericanos más famosos: el hombre que retrató el blues de
Memphis, el sur segregado, las estrellas negras del baseball. La estrella
de la muestra es una foto de la huelga de basureros de 1968, que movilizó
a Martin Luther King hasta la ciudad. Los trabajadores, que reclamaban
por salarios, discriminación y condiciones sanitarias, marcharon con
pancartas que expresaban, muy sencillamente, su dignidad: “I Am A Man”,
decían, “Soy un hombre”. MLK llegó hacia el final de la huelga -que duró
más de un mes- y, un día antes de ser asesinado en el balcón de la
habitación 306, dio un discurso, en el que dijo: “Y llegué a Memphis, y
muchos empezaron a hablar de amenazas. ¿Qué quieren hacerme
algunos de nuestros hermanos blancos? Bueno, no sé qué va a pasar. Nos
enfrentamos a días difíciles. Pero ya no me importa. Porque estuve en la
cima de la montaña. Como todos, me gustaría vivir una larga vida. Pero
eso no me preocupa, sólo quiero hacer la voluntad de Dios. Y él me ha
permitido llegar a la cima de la montaña. Y desde ahí, he visto la tierra
prometida”.
No se puede subir al primer piso, donde Elvis murió en 1977, a los 42 años;
y el recorrido por el resto de la mansión es frenético, porque hay
demasiada gente. Nos apretamos, nos codeamos para sacarle fotos a su
“jungle room”, a su piano blanco, a la habitación para mirar TV, a la cocina,
donde se preparaban las famosas hamburguesas con mantequilla de
maní. De la mansión se sale a un museo que conserva todos sus trajes:
tanto ha cambiado nuestra percepción del cuerpo que, cuando vemos los
últimos shows de Elvis en Las Vegas, no nos parece un hombre gordo.
Apenas robusto. Los trajes tampoco parecen de talla grande. La mayoría
de los que están visitando su casa son por lo menos dos veces más gordos
que Elvis. De Graceland se sale cruzando la calle, hacia otro predio, que
alberga sus aviones, sus autos, sus motos y el más grande supermercado
de merchandising imaginable. Es tan apabullante que solo compramos
postales y huimos hacia los estudios Sun.
Sun abrió en 1950 y la idea de su dueño, Sam Phillips, era grabar música
folk afroamericana, es decir, blues: preservar esas voces, ese genio, un
trabajo de musicología. Grabó a Howlin’ Wolf, Ike Turner, Little Milton,
Rufus Thomas, B.B. King. Pero el dinero no alcanzaba: no podía venderle
sus discos a los blancos, no podía promocionar ni pagarle a sus artistas.
Sam Philips, que debería ser canonizado, incluso tuvo que ser internado
en una clínica psiquiátrica y recibir electroshock para superar la depresión
que el fracaso de Sun le causaba.
Brian fue huésped en mi casa de Buenos Aires hace tres años, cuando
visitó Argentina, y está feliz de recibirnos, a mi compañero y a mi. Se siente
un poco aislado en Lawrenceburg pero, al mismo tiempo, la granja y el
pueblo dormilón son el retiro ideal para un escritor: Brian vive solo y está
terminando su segunda novela. En el pueblo saben que es escritor pero
posiblemente lo conocen mucho más porque hizo campaña por Barack
Obama, con gran dedicación. ¿Logró convencer a alguien? No está
seguro. Los demócratas de Lawrencenburg son bastantes, pero todos
querían a Hillary.
Con su auto -por fin podemos movernos normalmente, sin desesperar por
un transporte público o llamar a taxis y esperarlos por veinte o treinta
minutos- nos lleva a ver el Wal-Mart, donde se venden armas de todo
tamaño y color –hay escopetas rosadas, para chicas- además de, claro,
munición. Nos lleva a Cincinatti, una de las ciudades más importantes del
estado de Ohio, al mirador del hotel Hilton, desde donde se puede ver esta
ciudad modesta y hermosa.
-Bueno -dice Brian-. Ustedes sabrán que entre el norte y sur suele haber
malentendidos y roces.
Brian nos pasea por el centro de la ciudad y nos cuenta que, hace unos
años, tenía miedo de pasar por ahí; se trata de una parte del barrio Over-
The-Rhine, en algún momento considerado de los más peligrosos del país,
tanto que sus calles fueron usadas en la película Traffic para rodar las
escenas de casas de crack y venta de drogas y adicción –tanto cumplía el
barrio su aspecto de estereotipo de crimen urbano. Pero en los últimos
años llovieron sobre el antiguo barrio de inmigrantes alemanes, de gran
belleza arquitectónica, millones de dólares de inversión inmobiliaria. Y
ahora hay galerías de arte y restaurantes y boutiques de diseñadores indie
por todos lados. También se está renovando Washington Park, el parque
céntrico que solía ser refugio de dealers y clientes. Hay gente que sigue
teniendo miedo de ir a comer allí por la noche, pero es una minoría: el lento
ingreso en la gentrificación de Over-The-Rhine es obvio.
Hay otras áreas de Cincinatti que impresionan por su riqueza actual y por
su aún más impactante lujo pasado. Clifton, por ejemplo, alguna vez hogar
de apenas siete (¡siete!) mansiones de los millonarios más importantes de
la ciudad. Muchas de esas casas fueron demolidas; pero se mantiene en
pie el tremendo castillo neogótico Scarlet Oaks, alguna vez propiedad del
barón del acero George K. Schoenberger, hoy un geriátrico; todavía se
pueden visitar sus magníficas, enormes, oscuras salas victorianas, con
diseños de murciélagos y lechuzas; lejos, se escuchan los quejidos de los
ancianos ya dementes. El castillo fue, antes, un instituto psiquiátrico. Los
enfermeros, dicen, evitan esas salas preservadas, con sus muebles
millonarios. Muy cerca está el cementerio Spring Grove, un jardín
magnífico con su deslumbrante Arboretum de más de 1.200 especies de
árboles, sus rosados cerezos en flor, su pasmoso rosedal, su bosque
propio.
La vida aquí, en lo alto de esta colina de Ohio, fue estupenda para los
pocos que la disfrutaron.
Nuestro amigo y su bendito auto también nos llevan a los pueblos que
parecen inmóviles al borde del río Ohio, en el estado Indiana. Pueblos que
se llaman Aurora, Madison, Patriot; todos recuerdan las vidas pequeñas y
desesperadas de Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson y la melancolía
de los cuentos de Ray Bradbury, que pasó su infancia por aquí cerca.
Mujeres guías de casas victorianas -hay muchas en la zona–que esperan
a los escasos visitantes sentadas en la puerta. Extrañas mujeres devotas
de estas mansiones -como Hillforest, de estilo renacimiento italiano, en la
localidad de Aurora, 3.000 habitantes- que suelen juntarse a tomar el té y
usar vestidos de época -de aquella época. Cines que están en peligro de
cierre como el Ohio Theatre de Madison, fundado en 1938, que necesita
150.000 dólares para su renovación digital y está buscando socios en el
pueblo para poder sacar un crédito y alquilar el equipo necesario antes de
2013, cuando ya sólo habrá películas digitales. Madison es un pueblo
hermoso, quieto, dorado, otoñal.
Pero Brian sostiene que hay un lugar que nos gustará mucho más, en el
sentido perverso del gusto. Que él nos lleva pero no nos acompaña porque
“no quiere darle dinero a esa gente”. Habla del Creation Museum, el Museo
del Creacionismo, ubicado en Petersburg, Kentucky. Decidimos dejar la
excursión para la Pascua, que se avecina.
Nos avisaron, largamente, acerca del Tema Greyhound. Que los omnibus
no se comparan con los cómodos micros de larga distancia argentinos.
Que los pasajeros constituyen un grupo social más que marginal en
EE.UU.: los ciudadanos que no puede manejar (o no saben, o no se les
permite), los que no pueden pagar un pasaje de avión, los que no tienen
otra opción. Nos advirtieron e incluso nos insistieron: no tomen Greyhound,
la pasarán mal. Nosotros resoplamos: bah, yo soy latinoamericana, él
recorrió Africa, nada nos espantará.
Cuánta equivocación.
Un skinhead con la palabra “psicópata” tatuada en el cuello. Un hombre en
muletas que lee pornografía violenta en su Kindle –cuando miré de reojo
la pantalla, la escena que leía hablaba de una violación y un ano sangrante
y labios bebiendo sangre y mierda. Una mujer maltratando a sus dos hijos
de menos de seis años. Un hombre hablando por teléfono, sin cesar, de
su maleta perdida: la tenía en Cincinatti y después desapareció y dónde
está mi maleta, una y otra vez. En loop. Todos enojados, se corta el aire,
cada discusión parece poder terminar en el desastre. Las dos horas hasta
Nashville nos contractura la espalda y el alma.
Más tarde, en una coqueta casa de East Nashville, nuestro huésped nos
cuenta que hay gente viviendo en esos micros. No tienen casa ni auto pero
les queda algo de dinero en el banco o todavía pueden usar la tarjeta de
crédito. Se bañan y comen en las estaciones y duermen en el Greyhound.
Y así viven, en movimiento, por todo Estados Unidos.
Los que ni eso les queda viven en las Tent Cities, las ciudades de carpas.
Hay una en Nashville; muchos de los que viven allí se quedaron sin casa
después de la gran inundación de 2010. Los sin techo de Nashville tienen
su propia revista, The Contributor. La reparten en The Strip, la calle
principal, donde los turistas vienen a escuchar música country, o en el más
secreto distrito de Five Points donde los miércoles, en el bar Five Spots,
se juntan músicos tradicionales con sus banjos y violines a tocar bluegrass
y folk: la mayoría tiene más de setenta años.
Cenamos con Matt y Laura. Ella nos cuenta sobre su padre, un ingeniero
que vive en Mobile, Alabama. Un hombre culto, dice, que nunca tuvo un
exabrupto racista, por lo menos que ella recuerde. Un hombre que, desde
que Obama ganó las elecciones, ha enloquecido. Grita que el presidente
quiere arruinar el país. Que es comunista. Que nació en Kenya. Matt y
Laura alquilan una casa que siempre está fría porque decidieron no
encender la calefacción: es demasiado cara. En dos meses, cuando ella
termine su posgrado, volverán a Alabama y al calor. Pero, como no tienen
dinero, volverán a casa de ese padre. “Se ofende si le digo que su reacción
es racista”, dice Laura. “No sé cómo hablar con él. Dice cosas
vergonzosas. Está fuera de sí”.
Esa noche, con mi compañero, reconsideramos el Tema Greyhound.
Seguramente exageramos. Fue una mala impresión. Deberíamos sacar un
pasaje para finalmente ir a Tupelo, a ver la casa natal de Elvis. Pero
cuando casi nos convencemos, leemos la prensa local y se nos paran los
pelos: en un Greyhound venido de Louisville (¿sería el nuestro?) llegó a
Nashville un joven que, en nueve horas, hizo desastres: robó armas, robó
un negocio, robó un taxi. Entró a las oficinas de un hotel, cagó sobre los
escritorios y pintó con mierda las paredes. Después asaltó a algunos
pasajeros con peluca de mujer y llorando. Terminada la faena, se metió en
un baño y se afeitó la cabeza. La policía lo encontró en Opryland, una
especie de Parque Temático y Hotel del establishment country: estaba
escondido bajo el agua, en una pileta.
“Lo único que quieren son fantasmas. Trato de ofrecerles Historia, pero no
hay modo”, dice Paul, el guía parapetado en la puerta de la casa Sorrel-
Weed, una mansión colonial de estilo neogriego y uno de los ejemplos más
hermosos de arquitectura antebellum en Savannah. Los tours de
fantasmas, anuncia, son a las siete de la tarde, después de la caída del
sol. “¿Se llenan?”, queremos saber.
Él pone los ojos en blanco. Sucede que en 2005 llegó a la ciudad un equipo
del programa de TV Ghost Hunters, que es muy popular en Estados
Unidos. Estudiaron la ciudad y en particular esta casa porque, sabían, a
mediados del siglo XIX, en el pequeño galpón para carruajes del patio,
apareció muerta y mutilada una esclava negra, posiblemente asesinada
por el rico dueño, Francis Sorrel.
Lady Chablis actúa una vez por mes en Club One, Jefferson Street, cerca
del barrio victoriano que es, también, el barrio negro. Conseguir entradas
es tan imposible como conseguir un buen tour de fantasmas. Eso permite
que uno de los lugares más encantadores de Savannah esté siempre
vacío: frente a la catedral, modesta y gris, está la casa museo de Flannery
O’Connor, donde la escritora vivió hasta los doce años. No quedan muchas
de sus cosas, pero está su juego de muñecas y la extraña cuna-cárcel en
forma de ataúd blanco en la que dormía para estar protegida de los
mosquitos. También sus libros, que Flannery juzgaba sumariamente en la
portada, apuntando con letra infantil: “Libro malo” o “Aburridísimo”. Los
turistas que entran, de Tulsa, Oklahoma, preguntan si esta es la autora de
“Santuario”. Se les informa que ése es Faulkner, y que su casa queda en
Oxford, Mississippi, un poco lejos. Que Flannery es la autora de ese cuento
que seguro leyeron en la escuela, ése sobre un asesino serial que mata a
una familia que va camino de Florida, de vacaciones, y todo porque se
desvían cuando la abuela quiere ver cierta mansión, fragmento decadente
del viejo sur. “Ah, qué gracioso, ¡nosotros vamos para Florida después!”
dicen los turistas. Es posible intuir la sonrisa del guía nativo.
***
—No entendería nada, sería como un asalto a los sentidos. ¿Cómo hago
yo para absorber todo eso? Tampoco me gusta la naturaleza plena, no me
gusta el glaciar ni las ballenas. A mí me gustan los pueblos chicos, porque
son abarcables, porque se los camina y se los conoce.
Y porque, claro, en los lugares más chicos la gente está dispuesta a saciar
la voraz curiosidad de la escritora: ella pregunta, quiere saber; charlar con
ella es ser entrevistado. Sabe cuándo detenerse y tiene calculados los
límites del pudor. Ella es pudorosa aunque, dice, todos sus cuentos son
en alguna medida autobiográficos y los de “Un día cualquiera”, aún más.
“En la peluquería” relata sus horas en la peluquería de Medrano y
Rivadavia, a la que va seguido.
Mientras se hace los pies, habla con María. Hebe nunca se pinta las uñas,
no le interesa, no tiene tiempo. Desde hace unos años, está
particularmente intrigada con los animales.
—Es muy curiosa —dice María, sentada en uno de los cuartitos de
depilación de la peluquería—. De chica yo vivía en Corrientes, éramos
muchos hermanos y teníamos animales: monos, avestruces, loros, perros,
gatos. Hebe pregunta mucho por el mono. Quiere saber cómo la
convivencia con el mono.
—¿Y vos qué le decís?
—Que el mono es muy inteligente, quizá más que nosotros.
María le recomendó varias veces un viaje a los esteros del Iberá: ahí
podría ver de cerca a los animales. Hebe lo viene planeando hace rato,
aunque no sabe bien cuándo, porque en el verano hace demasiado calor.
Escribe Hebe: “Cuando está María, la correntina, prefiero ir con ella;
inmediatamente se acuerda de todos los animales que tenía su papá en el
campo de Corrientes, el tatú, la yegüita alimentada a biberón y el pájaro
carpintero. Y ese cubículo frío y blanco, mezquino, se llena
inmediatamente de animalitos del campo y el bosque”.
Alertado por María, Maximiliano, el dueño, buscó el texto en internet. “Yo
no soy mucho de leer, pero me gustó. Alguien te cuenta que fue a la
peluquería y decís “qué aburrido”, pero ella no, lo hace entretenido, te
enganchás”, dice Maximiliano detrás de uno de los mostradores de
Caprice: en el cuento el nombre de la peluquería es el mismo.
Ese relato son sus peripecias y lucecitas diarias pero también, como
siempre, la novela familiar: Moreno, la familia inmigrante y el ascenso
social; su tía loca que tiraba baldes de agua a las paredes y humedecía la
casa para siempre, protagonista de decenas de cuentos; su experiencia
como docente en colegios rurales, los vecinos, los viajes a Buenos Aires
a comprar ropa. Su mundo, cartografiado en detalle, hasta que no queda
un recoveco de la memoria que no haya sido aireado y de ese rincón sale
la frase rescatada, elegida, ese asombro, el humor oblicuo, una forma de
escribir que mezcla el estupor con la filosofía, la atención y el tesoro: como
si lo más normal fuera rarísimo. Uno de sus cuentos más famosos, “El
budín esponjoso”, de 1977, empieza: “Yo quería hacer un budín
esponjoso. No quería hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión.
Uno come galletitas y parece que les faltara alguna cosa: por eso se
comen sin parar”. Después de leer esto, ya no se puede comer galletitas
de la misma manera, sin pensar en esa tercera dimensión ausente. Elvio
Gandolfo escribía en su prólogo para “Camilo asciende”, (de 1987): “Lo
que la convierte a la vez en un ejemplo muy poco frecuente de penetración
filosófica o antropológica y en portadora de un humor opresivo,
desopilante, es que se incluye a sí misma en esa mirada, a través de sus
distintos alter ego cuando hablan en primera persona”. Etnógrafa
vocacional, la llamó Graciela Speranza. Una de las mejores dialoguistas
desde Puig. La mejor cronista de viajes de los últimos cuarenta años,
según Gandolfo.
— Porque es una gran maestra. Le interesa que cuentes algo que sea
tuyo. Trata de ayudarte a que descubras tu mundo, a encontrar lo más
singular y propio que tengas.
***
Hay otros novios en la vida de Hebe Uhart. Lo poco que cuenta –a los
novios no los incluye casi en ningún cuento: son esa parte de su vida que
no expone ni comparte– habla de relaciones intensas. Elvio Gandolfo la
conoce desde los años ’60 y es uno de sus más tempranos entusiastas:
supo ver desde el principio esa mirada extraña de Hebe, su diferencia
radical. Y se acuerda de un “camionero grandote”, aunque no está
totalmente seguro porque, con Hebe, a veces le cuesta distinguir entre
ficción y realidad. Dice, en un bar cerca de su casa, en Palermo, los
anteojos gruesos y hablar precipitado de lector voraz: “El tipo se borró con
el camión y ella se lo fue a buscar a Entre Ríos. Andaba por los campos,
golpeando las tranqueras a ver si había pasado por ahí”. Se acuerda
también de que el camionero comía con el torso descubierto. “Era pintón,
como de ‘Rápido y furioso’”. Pero, dice Gandolfo, no sabe si Hebe tuvo
una pareja importante, un gran amor. Pía asegura que hubo un hombre de
Tandil muy importante hace más de veinte años. “Es reservada y sobre
todo en la vida amorosa o de su familia. Hay zonas sobre las que no quiere
entrar y no escribe sobre eso tampoco, no le gusta transitarlas: creo que
son lugares de dolor. Una vez me contó que se había vuelto encontrar con
el de Tandil veinte años después, tomaron una cerveza. Y le dijo al
hombre: ‘La cerveza ya no nos hace lo que nos hacía antes’. Después me
lo negó. ‘Yo no digo esas cosas’”.
Hay un novio del que Hebe sí habla, y mucho. Ignacio, el poeta borracho.
Fue, dice, mucho más importante que el casado de Rosario.
—Con ese me hice la película, muy fuerte, pero la verdad es que estuve
dos veces nada más con él. Con Ignacio no fue una película. Fue muy real.
Y no sólo por Ignacio, sino por lo que Ignacio significó. En ese momento,
la casa de Hebe en Moreno era toda desdicha. Su hermano había muerto
a los 27 años, en un accidente (de esta muerte joven, cercana, nunca
escribe). Su primo, también de 27, aviador, murió en esos años. Y su
prima, muy joven, de un problema cardíaco. Su tía loca estaba viviendo en
la casa.
—Yo era invisible. Y me fui con Ignacio. Me rajé. Ibamos por ahí, por los
cafés. Él chupaba. Las mujeres jóvenes todas creen que los regeneran a
los borrachos. Que si una hace bien todo, él va a cambiar. Yo hice todo, lo
llevé a un psquiatra, le compré vitaminas y él las tiró a la mierda. Cuando
la otra persona no quiere, no quiere. Cuando estaba sobrio era muy bueno,
me quería.
Ignacio era buen poeta, dice Hebe pero era “incoherente”: no podía
publicar y apenas escribir.
—Me sentía útil. En mi casa, con toda esa desgracia que había, nadie me
miraba ni me podía mirar. Mi mamá, muy eficiente, hacía todo, yo quedaba
de lado. Y mi papá murió por esa época. Con Ignacio yo me sentía
eficiente. Él no hacía nada y me miraba como si fuera una sabia. Decía
que no podía ir a trabajar porque no tenía pantalones. Entonces mi mamá
le compró un traje con dos pantalones. Los borrachos son como los perros,
pelean al lado de los tachos de basura. Entonces el traje se le rompió todo.
Yo iba a la sastrería a ver si se lo podían reparar y él esperaba en el café
de la esquina para ver mis gestiones. Los empleados de tienda antes eran
muy decentes, de muy buena presencia, y miraban el pantalón y decían
“cómo se pudo haber hecho eso”.
Hebe, maravillada, anotaba. Estas son las piedras preciosas que ella
encuentra y atesora. Las conversaciones sobre cómo matar una vizcacha.
Una mujer que dice “este caballo es de cuarta”. Su tía que hablaba con la
televisión y decía “qué limpita esta chica” cada vez que veía una
propaganda de shampoo donde la modelo se bañaba. De vuelta en el
hotel, Hebe le daba algunas pitadas a un porro –poco, para probar– y
después pasaba largos ratos mostrando su valija colorida, muy cómoda y
útil para viajar, y preguntando sobre la historia del Viejo Hotel, que alguna
vez estuvo bajo la arena y fue inspiración de Silvina Ocampo y Bioy
Casares. Pero si fumó fue alentada por el espíritu de estudiantina del
evento. Ella, sólo tabaco. Ni siquiera fumaba en los intensos años ’60.
Cuenta: “Recuerdo haber probado alguno que otro cigarro de marihuana,
pero no me producía gran efecto. Y nada más. Drogas duras tampoco.
Muy pocos tomaban drogas duras”.
***
—Pero no tenía la global completa, la idea. Sabía, pero una cosa es saber,
tener la información, y otra cosa es saber con toda el alma. A mí se me
cayeron todas las fichas mucho después, me entró lo que pasó cuando lo
escuché a Scilingo por televisión. Cuando contó lo de los aviones (en el
año 1995). Eso. Antes tenía la información. Pero con Scilingo caí de la
atrocidad.
—¿Con quién trabajabas en Moreno?
***
Está jubilada hace siete años. Los que van dicen que los asados son muy
divertidos. Eso sí, las ensaladas son siempre las mismas. Ahora consiguió
que encienda el fuego el portero.
Un día, por ejemplo, Norberto salía del edificio para ir a la Fiscalía que está
en Beruti y Coronel Díaz. Lo habían citado como testigo en relación a un
departamento vacío del edificio. Se la cruzó a Hebe, que venía con bolsas
del lavadero. Él le contó a dónde iba. Ella le preguntó: “¿Tenés miedo?”.
“Es muy sociable”, cuenta Pía Bouzas. “Y le encanta viajar sola. Tiene que
ver con algo vital: la sociabilidad y los viajes la mantienen muy viva y muy
activa. Tiene mucha energía aunque es una mujer grande; tiene una
enorme libertad. No le interesa que la aprueben. Se toma libertades
enomes para las formas, en la vida y en los cuentos”. Es pudorosa,
también, con una forma extraña de pudor, porque escribe en primera
persona, porque es charlatana, y sin embargo hay algo secreto en ella,
algo duro. Algunas de sus amistades son largas y, de alguna manera,
tácitas, sin la necesidad del contacto diario. Así es la que tiene con la actriz
y maestra de teatro Martha Rodriguez, por ejemplo. Se conocieron hace
cuarenta años, cuando Laura Yusem montó la obra de Hebe sobre los
borrachos. Eran vecinas, de Almagro. Pasaron años de conexión
intermitente hasta que, en 2009, Martha quiso escribir, con Yusem una
dramaturgia sobre dos de sus cuentos más famosos, “Guiando la hiedra”
y “Querida mamá”, ambos de 1997. Graciela Speranza escribió, para el
prólogo de Relatos reunidos, que todo el arte narrativo de Hebe Uhart se
resumen en “Guiando la hiedra”. “Podría leerse como suma poética o hilo
invisible que guía los relatos. ‘Aquí estoy acomodando las plantas’ se dice
en el comienzo, como una advertencia, un desafío, una declaración de
principios. La mirada apenas se aparta de las macetas con plantas del
jardín, pero la vida entera parece desvelarse en ese aleph discreto,
doméstico y barrial”.