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Tomado de Vincent de Gaulejac e Isabel Tablada Léonetti, La Lutte des places, Desclée de Brouwer, París,
pp. 39-49. La traducción es de Mónica Portnoy y Vania Galindo.
construir una nueva en Venezuela o en Taiwán para de esta manera hacer
frente a la competencia. Los costos económicos y sociales que su decisión le
generó a la ciudad de Flint y a los obreros despedidos no son parte de su
responsabilidad. Como gerente, su objetivo es acelerar la “modernización” de
su empresa, mejorando así su productividad y sus resultados financieros. Los
accionistas de la empresa lo evaluarán con base en esos resultados. Por
consiguiente, desde su punto de vista, es “lógico” haber tomado esta decisión.
La puede defender tanto en el plano económico como en el plano social: al
restructurar su empresa “salva” varios miles de empleos en el mundo. Si no lo
hubiera hecho, perdería rápidamente su puesto. Aunque, desde el punto de
vista “gerencial”, esta justificación conduce a liberar a la empresa de las
consecuencias sociales de su propio desarrollo.
Michel Albert escribió: “En nuestra sociedad el desempleo es más una
solución que un problema.”1 El desempleo cumple una función de rechazo del
conjunto de problemas que las mutaciones tecnológicas, sociales y culturales
generan sobre una fracción minoritaria de la población. De esta manera, los
costos de las transformaciones en el sistema socioeconómico se trasladan a los
más vulnerables. Los que han sufrido las consecuencias son, en su mayoría,
los ancianos, las mujeres, los jóvenes y los trabajadores menos calificados.
La excelencia de algunos trae aparejada la exclusión de otros.
Simplificando al extremo, se puede decir que cada individuo debería
convertirse en gerente para no correr el riesgo de convertirse en desempleado.
Ya sea que uno entre “al sistema”, es decir, a la lógica del desempeño y de la
integración a una empresa con el fin de pasarse del lado de los “ganadores”, o
que uno permanezca apartado y corra el riesgo de quedarse del lado de los
“perdedores”. De cualquier manera, la lógica gerencial invade un espacio
social cada vez más amplio.
1
Michel Albert, Le pari français, Seuil, París, 1982. Véase también el análisis de P. Viveret en la obra Le
revenu minimum d’insertion, une dette sociale, bajo la dirección de R. Castel, J. F. LAF, L’Harmattan, París,
1992, p. 53.
2
Las ciudades también están sometidas a la lógica gerencial. Para
sobrevivir y desarrollarse, éstas deben generar polos de actividad y conectarse
con otros polos, siguiendo el modelo de las organizaciones reticulares y de las
empresas multinacionales. Las ciudades ya no se organizan a partir de un
centro alrededor del cual “se aglomeran” círculos concéntricos de actividades
y de vivienda. Son entidades que buscan conectarse a múltiples redes para
asegurar su desarrollo.
El alcalde, a su vez, también se convierte en un gerente que debe
administrar su municipio como si fuera una empresa dinámica y eficiente, así
como desarrollar estrategias frente a la competencia de las demás ciudades y
vender su imagen para atraer actividades económicas rentables para su ciudad.
En consecuencia, el alcalde plantea un “desafío” a los demás alcaldes, que a
su vez luchan por obtener un “prestigio de calidad” para sus respectivas
ciudades. La eficacia de los gobernantes electos se mide cada vez más en
función de sus capacidades gerenciales.
Mientras que las ciudades no hacían sino adaptarse al desarrollo
industrial, la lógica gerencial las llevó a convertirse en un actor principal
copartícipe del desarrollo económico. La gestión tiende a tomar la delantera
sobre la actividad política tradicional. El modelo empresarial se convierte en
el dominante para la administración de las ciudades. La búsqueda de la
excelencia ya no es privativa de las empresas multinacionales.
Esta (r)evolución gerencial es un elemento central de la dualización de
la sociedad, que se ha escindido entre la búsqueda de la eficiencia y el
desarrollo de la exclusión. La búsqueda de actividades económicas rentables
conduce al rechazo de los habitantes menos “calificados”, que son
desfavorables en el plano de la imagen y poco atractivos para las actividades
tecnológicas de punta:
3
La selección mediante la calificación va de la mano con una exclusión de la
población que no figura en los entramados de la red, pero que de pronto se
encuentra ‘enclavada’. Estos enclaves están amenazados por la degradación
espacial, por el subdesarrollo económico. Sirven de receptáculo para una
población descalificada, condenada al subempleo.2
2
J. Donzelot y P. Estebe, “Le développement social urbain: constitution d’ume politique” [“El desarrollo
social urbano: constitución de una política”], en Politique de la ville, Ministère de la Ville, 1993.
3
Véase J. Donzelot y P. Estebe, ibid., p. 22.
4
de la prosperidad y del éxito, y en barrios sórdidos, símbolo del fracaso y de
la exclusión.
Los disturbios que con regularidad sacuden el paisaje urbano de las
sociedades “posmodernas”, y en particular las revueltas de los jóvenes en
Europa o de los negros en Estados Unidos, son signos de esta división y de un
malestar “que interpela a la parte luminosa de la ciudad y le recuerda su
opuesto, esa sociedad sin esperanza que la rodea, la observa, se encoleriza al
sentirse excluida y cuestiona la justicia de la ciudad”.4
Desde hace tres días, Hortcliffe, un suburbio desfavorecido del sur de Bristol, ve
cómo la violencia estalla en sus calles tras la muerte de dos adolescentes que fueron
asesinados por la policía. Todos los comercios han sido saqueados. Los propietarios
anunciaron su intención de cerrarlos definitivamente.
“Aquí se navega entre edificios de concreto y sedes municipales de fachadas
tristes, separados por vastos terrenos baldíos. La población, clase obrera blanca, está
considerada como altamente desfavorecida. El desempleo entre los jóvenes rebasa
el 50 % y la tasa de criminalidad es una de las más elevadas del país”, escribe el
periodista F. Rousselot, antes de citar a un joven del barrio: “Nos están dejando
reventar. No tengo chamba y no la tendré jamás. Nadie quiere sacarnos de nuestra
mierda… Si enfrentarse con los polis es la única forma de hacernos escuchar,
entonces vamos a darles.”
En Bristol, en Vaux-en-Velin al igual que en el Bronx, la desesperación es la
misma y sus consecuencias son similares. Frente a la desintegración de la estructura
social, a la descomposición de las ciudades, los habitantes reaccionan con revueltas
esporádicas y las autoridades responden con represión policial.
Detrás de la reivindicación de ser escuchado y comprendido, lo que se pone en
tela de juicio es la ruptura del vínculo social. Cuando sólo se logra ser reconocido
de forma negativa (como “violento”, “desempleado”, “delincuente” o “indigente”),
cuando no se tiene esperanza alguna de ver cambiar su condición, entonces uno
revierte las armas contra sí mismo: se excluye y se autodestruye.
4
Cf. J. Donzelot y P. Estebe, ibid., p. 23.
5
De la lucha de clases a la lucha por los espacios
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en común. Sus proyectos se inscriben en un vacío basado en la esperanza de
que “en otro lado” será distinto, y esperan “escaparse” individualmente de ahí.
De este modo, tanto la competencia como la solidaridad entre ellos son
comunes. La solidaridad es necesaria porque saben que necesitan unos de
otros, pero también es limitada porque sólo pueden escaparse de esto solos.5
Así, ellos también están inmersos dentro de las lógicas de la
competencia, la diferenciación y la individualización que caracterizan a la
posmodernidad: el lugar nunca se adquiere; para ser reconocido es necesario
“obtener una posición”, “crearse por sí mismos una buena posición”, y dicho
reconocimiento requiere pasar por organizaciones que se han convertido en
verdaderas “agencias de colocación”. Es decir, el diploma de una escuela, el
estatus profesional de una empresa, el lugar y el estatus que las instituciones
sociales le confieren a cada individuo y que determinan su identidad social.
El gerente y el que depende de la asistencia social (como el
desempleado) son figuras de identidad que no dependen ni del apellido, ni del
lugar en un linaje. El primero depende de un estatus conferido por la empresa
y el segundo de una agencia local de inserción en el mercado laboral. Para uno
se trata de un reconocimiento positivo y para el otro de un reconocimiento
negativo; pero para ambos se trata de un reconocimiento institucional que
requiere una voluntad de integración de su parte. Es decir que la posición no
está dada a priori y que ésta nunca se adquiere definitivamente. Es necesario
luchar para obtenerla y para conservarla.
Esta lucha por las posiciones tiene varias facetas, dependiendo de si uno
está dentro o fuera del sistema. Dentro del sistema, la lucha se da, por un lado,
entre aquellos que pelean por hacer carrera dentro de una organización, por
tener éxito, y por otro entre los que pelean por no retroceder o que corren el
riesgo de ser despedidos. Fuera del sistema, se trata no de luchar por mejorar o
5
J. F. Lae y N. Murard describen perfectamente esta contradicción en L’argent des pauvres, Seuil, París,
1985.
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conservar su posición, sino de obtener una. Por consiguiente, para los que no
la tienen, es necesario pelear y conquistar una posición, o volver a encontrar
uno, para los que la han perdido. Lo que está en juego es una lucha por la
existencia social, donde cada quien debe ser capaz de probar su competencia,
su utilidad y sus “cualidades”.
Presenciamos así el triunfo de un doble paradigma:
-el paradigma utilitarista: para existir socialmente, se requiere probar al
mundo su utilidad;
-el paradigma organizacional: para existir socialmente, es necesario ser
reconocido por instituciones que le otorguen a uno una posición y una
remuneración.
Para la mayoría de los trabajadores, este reconocimiento se adquiere
mediante un contrato de trabajo. Para aquellos que no trabajan, la inscripción
institucional es la que les otorga un estatus social: como escolar, estudiante,
desempleado, discapacitado, jubilado, enfermo, prisionero, etcétera.
El desempleo con derecho a la asistencia social es el estatus de los “sin
estatus”: es la última posibilidad de tener un reconocimiento para aquellos
que han sido excluidos de cualquier otra forma de organización. El
desempleado que vive de la asistencia social es un “inútil en el mundo” que
todavía puede lograr de nuevo una forma de utilidad mediante un contrato de
inserción.
¡Desdichado aquel que no puede probar su utilidad a las organizaciones
que nos gobiernan! La población “relegada” ya no es explotada o dominada:
sólo es ignorada y abandonada. Con frecuencia ha perdido su utilidad social y
se le menosprecia. Está fuera de la sociedad y queda reducida a problemas
sociales.6
Lo anterior muestra la ambigüedad del derecho al trabajo en una
sociedad donde el desempleo es una forma de regulación económica: el
6
Cf. F. Dubet y D. Lapeyronnie, Les quartiers d’exil, Seuil, París, 1992, p. 10.
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trabajo es más una obligación que un derecho, el seguro de desempleo es más
la contraparte de múltiples trámites que un derecho.
Para poder trabajar, es necesario probar sus competencias, su
calificación; para obtener el seguro de desempleo es necesario probar su
indigencia y su voluntad de insertarse en el mercado de trabajo. En ambos
casos, se trata de un derecho que no está dado sino que es indispensable
conquistar. Es necesario pelear para conseguirlo: estamos en una sociedad de
“luchadores” en la cual el éxito es esencialmente individual.
El desempleado, el que vive de la asistencia social y el gerente están
solos. Se les propone “arreglárselas”. Es decir, este proyecto es individual.
Aquí no hay proyecto colectivo posible: el éxito es forzosamente la excepción.
Se trata de mejorar su destino personal, de sobresalir, escalar individualmente
la jerarquía de las posiciones, unirse al pelotón de los “ganadores” y, por
consiguiente, salirse de su clase de origen y “escaparse” de la última fila del
pelotón.
Por supuesto, existen otras alternativas entre la figura del gerente y la del
desempleado con derecho al seguro de desempleo. Los valores de la sociedad
gerencial han sido cuestionados en todos los niveles y las clases sociales no
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han desaparecido. Si bien la movilidad social se incrementa, los mecanismos
de reproducción siguen siendo muy poderosos. Sin embargo, la evolución que
acabamos de describir a grandes rasgos es extremadamente veloz. Las
fracturas sociales son profundas. Las instancias de regulación que intentan
frenar los efectos se encuentran en una profunda crisis debido a que se sienten
impotentes. Se puede esperar con temor que la lucha por las posiciones se
vuelva cada vez más áspera y que las desgarraduras del tejido social propicien
que un número cada vez mayor de individuos caiga en la desincorporación
social.
¿Qué hacer? Ésta es la pregunta planteada sin cesar cuando uno se interroga
acerca de los fenómenos de dualización y de exclusión. Por lo general, no
existen grandes desacuerdos en cuanto al diagnóstico y, en cambio, sí se siente
mucha impotencia acerca de los resultados que se pueden obtener por medio
de la acción. Sin lugar a dudas, la dificultad emana del hecho de que “los
remedios” también son portadores del mal que están tratando de erradicar.
La paradoja se encuentra en el núcleo de nuestro sistema social. Es un
sistema que a la vez impulsa hacia la excelencia, produce exclusión, y sirve al
mismo tiempo para administrar sus consecuencias.
La sociedad produce cada vez más riqueza y cada vez más pobreza.
Desde hace 20 años, el producto interno bruto (PIB) ha aumentado en
aproximadamente dos billones y medio de francos, en francos de 1990, es
decir, una vez descontada la inflación. Durante este mismo periodo, la pobreza
y la exclusión no cesaron de aumentar. En la Comunidad Europea, se
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contaban 38 millones de pobres en 1975 y 53 millones en 1992.7 Lo anterior
lleva a D. Clerc a decir que:
7
Según la definición admitida por la Comunidad de los Doce, “se considera como ‘pobre’ a cualquier persona
que reciba menos de la mitad del salario promedio en el país en cuestión”, cita de A. M. Michel, en Le Monde
diplomatique, julio de 1992.
8
D. Clerc, “De la production de richesse à la production des exclus” [De la producción de riqueza a la
producción de excluidos], en Le Monde diplomatique, julio de 1992.
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confían a empresas externas que son incapaces de brindar a su personal los
mismos beneficios.
De este modo, se producen empresas de “dos velocidades”: las primeras
son empresas participativas que ofrecen salarios elevados, buena protección
social, seguridad relativa, formación sólida donde se invita a cada miembro a
tomar responsabilidades y a convertirse en gerente. Las segundas son más
frágiles, dependen de las primeras, sólo ofrecen empleos precarios, poco
calificados, una protección social endeble, ninguna formación, gran
inseguridad y prácticamente ningún aumento en los salarios.
Es comprensible que los conflictos sociales tradicionales y la
sindicalización sean débiles en estos dos tipos de empresas: en las primeras
porque cada empleado es visto como un ejecutivo que identifica su interés
personal con el interés de la empresa; en las segundas porque la inseguridad
del empleo, la precariedad de las circunstancias y la fragilidad de los contratos
fomentan la individualización y la ausencia de solidaridad entre los
trabajadores. Cuando se vive amenazado por el desempleo, se está dispuesto a
aceptar cualquier empleo y uno se vuelve remiso a sindicalizarse.
El universo gerencial es un sistema profundamente paradójico: es a la
vez muy eficiente y muy costoso; ofrece mucha libertad dentro de un universo
constreñido; ofrece a la vez placer y angustia, seguridad y miedo, confianza en
sí mismo e inseguridad. ¡Se le ama y se le odia, pero es difícil aceptar que uno
siente rechazo por algo a lo que le dedica la mayor parte de su existencia! Por
esta razón, el odio generalmente se expresa una vez pasado el golpe, cuando
ya se ha abandonado la empresa.
Los costos más altos de este sistema son sobre todo para aquellos que
tienen la menor cantidad de armas para conseguir un espacio. El sufrimiento
de los gerentes no es de la misma naturaleza que el de los desempleados.
Además, su sufrimiento está acompañado de numerosas compensaciones
materiales y psicológicas. Admiten su sufrimiento con mayor facilidad pues
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éste representa “el precio de la gloria”. El sufrimiento del excluido es menos
glorioso, está hecho a la imagen del color grisáceo de los suburbios.
La otra cara de la excelencia es la vergüenza. ¡Pobres de los perdedores,
de los mediocres, de los “antes eras” (“has been”) y de todos aquéllos que no
han podido o que ya no pueden brindar una buena imagen de ellos mismos!
¿Se convertirá Robert en dueño de un café? ¿Existe la posibilidad de
que B. Tapie quede desempleado? Todo parece posible en la posmodernidad.
La complejidad, la incertidumbre y el desorden pueden llevar a creer que nada
es ineluctable en los destinos humanos. Aunque excepciones como éstas sean
posibles, no parecen ser probables. Los mecanismos de reproducción y el peso
de las determinaciones sociales siempre son así de poderosas.
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