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En Fuego y Lluvia

L
a tarde del sábado santo ya había resuelto yo por dónde llevar la
homilía de aquella Noche Santa de Resurrección. Aunque sin mucha
forma aún, al menos tenía clara la idea que quería transmitir: que
la Pascua no se explica; se contempla y eso alcanza. Que para creer en la
Resurrección no hacen falta fatigosos (y endebles) silogismos apologéticos
sino ojos grandes para ver los hechos, oídos abiertos para escucharlos, y los
demás sentidos todos, bien despiertos, porosos y absorbentes.
Recordaba vagamente un diálogo del teatro de Claudel (creo que en El zapato
de raso) donde, hablando del amor, se ponía de relieve que éste no se explica
sino que se manifiesta, se muestra sin más. Y que por inexplicable no se
torna críptico ni incomprensible, sino todo lo contrario: diáfano y límpido
como se muestra una mano abierta. Tarkovski, en Esculpir el tiempo, decía
algo parecido. El cristianismo no es inmaterial, todo lo contrario. Es
intensamente material, es supramaterial. Cree y confía en la materia mucho
más que el materialismo ateo (Gramsci se lo había advertido a sus pares
hace casi un siglo: ojo con correr al cristianismo por la materialidad porque
están fritos; exaltan la materia más que todos nosotros juntos).
Una materia atravesada de Luz y Pneuma que es gramática y partitura del
Mundo infinito de Dios. Que hay que tocar, oler, mirar y escuchar para creer.

Esas eran, casas más casas menos, mis desgarbadas ideas con que, entre
corridas y confesiones, iba tallando la piedra bruta de mi sermón. En
definitiva: que en esa Noche Santa, quien estuviera muy atento a los signos,

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sería testigo ocular de la Resurrección (único modo, según Lucas, de ser un
apóstol auténtico).
Revistiéndome ya en la sacristía caí en la cuenta de que el bloque de piedra
estaba aún ahí, casi sin cincelar. Y ya no había mucho margen de maniobra.

Y avanzamos los seis monjes a oscuras por el templo vacío hasta el atrio. El
día había estado espléndido, con un silencioso sol radiante. Y fue ahí,
bajando las escalinatas hacia el Fuego Nuevo que un aleteo angélico me dio
la pista de que se avecinaba una Noche especial.
Pensé en el legendario aforismo borgeano: “la inminencia de una revelación”:
a ese secreto redoblar de tambores olía la noche.
Un grueso y pesado gotón cayó sobre mi hombro. Un postulante susurra:
está lloviendo. El Fuego estaba en igual estadio incipiente: apenas arrancaba
la lumbre en los olivos de Ramos…

Lo que siguió es complejo de verbalizar. Y tal vez innecesario. Pues Dios


tomó la Palabra y dijo todo lo que quería decir. Su abreviado Verbo rompió
el silencio del misterioso Sábado Santo y se expresó con su consabida
vehemencia. “Del sermón de hoy me encargo Yo”, resonó en mis adentros,
mientras mi abombada cabeza seguía forcejeando con Claudel y Tarkovski
intentando hilvanar algo.

El Fuego crecía y la lluvia también. Ambos, en un crescendo exquisito y


acompasado. Y ahí me di cuenta del todo de lo que
estaba ocurriendo. Del divino Sermón ya comenzado.
Una sola palabra se había instalado en el centro de mi
interior: “corpóreo”. El Cristianismo es un Misterio
corpóreo. Y la prevención de Gramsci…
El Acontecimiento que da sentido a nuestra Fe estaba
desplegándose ahí, ante nosotros, escrito con la
inconfundible letra de su Protagonista. En Fuego y
Lluvia.

Lo que más escapaba al orden casual era ese modo tan


unísono con que ambos —fuego y lluvia— habían
iniciado su música, como respondiendo a la batuta de
un director de orquesta. O mejor: sin el como.

Todo acontecía sobre un escenario vertical, calvero del


desierto.
Las llamas ascendían, gráciles, ondulantes, libérrimas;
mientras la lluvia descendía en sincronía pero con el
contrapunto de su ritmo estable y marcado y sus líneas
rectas. Más que la obvia oposición entre lo ígneo y lo
húmedo, contrastaba lo dionisíaco del indomable fuego
con el agua apolínea y disciplinada. Las superpuestas
partituras me hicieron acordar al Confutatis del
Requiem de Mozart, con sus violines de fuego y cornos

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de lluvia. Suben las flammis acribus, el fuego enérgico y baja la cristalina
lluvia convocándonos con los benditos.

La escena no puede ser más bella, más elocuente, más explícita. Todo queda
dicho allí, en fuego y lluvia, y no precisa de intérpretes. Es la Resurrección
de Cristo expresada desde la Trinidad. Un Padre recuperando a su Hijo; un
Hijo emergiendo del abismo, un Espíritu haciéndolo posible.
No hay Tratado de Teología que pudiera decirlo mejor.
El Agua no apaga el Fuego, no puede anegarlo; ni las llamas pueden detener
el torrente. Se besan en el Aire, como Verdad y Justicia.
Y en ese Beso, que no se ve, nos salvan.
El Fuego es domesticado por el sacerdote, que lo recoge del indómito
incendio y lo torna antorcha. El Agua, pasada por el Fuego, (que también
será domesticada en la Liturgia bautismal) los derrama a ambos por los ocho
lados de la Fuente del Nuevo Paraíso. Es la nueva arcilla del Nuevo Adán,
para la Regeneración del orbe. Arcilla untuosa, de un gris reluciente, que
nadie palpa y acaricia si no se cae; y es molde perfecto para campana nueva.
Fuego y lluvia componen la horma y matriz de la nueva creatura: el Hombre
laudatorio, el Hombre-Alabanza.

Lo que siguió fue un segundo Signo, tan bello y elocuente como el primero.
Y fue el Signo de la Nave, la Nave del Templo (nombre que lleva la iglesia
cristiana desde hace milenio y medio), abarrotada de empapados viajeros,
que literalmente corrieron detrás de la Luz para treparse a la balsa salvífica,
al Arca que salva del diluvio universal. Nave y Arca que es Barca galilea,
donde el Señor, en esa Noche Santa, ya no duerme en la popa como antes,
sino que conduce la Nave muy despierto, erguido en la proa como una llama
ardiente, como un inviolable cirio pascual. Las olas todas rompen su
bravura contra su Pecho, como si nuestro Señor fuera el mascarón de proa
de este drakkar de vikingos argentinos.

El Mundo, afuera, en su violenta tempestad, arreciaba contra la endeble


nave invertida, como los tártaros en el cine de Tarkovski. La escena, adentro,
no puede ser más entrañable: en una oscuridad serena y envolvente, en
absoluto tenebrosa, los navegantes escuchan atentos y absortos a la Voz del
divino Nauta, la Palabra de Dios. La luz de los cirios no rompe la oscuridad:
la alumbra y le otorga calidez.
Rostros empapados y encendidos, ojos inmensos puestos a la escucha…

Y salpican la noche los “y dijo Dios” del Génesis, mientras parece que el cielo
se derrama entero a baldazos sobre el tejado del templo. Y Abraham levanta
el cuchillo sobre su maniatado hijo, mientras estridentes fogonazos ajan la
noche y el Ángel grita ¡detente! en el instante mismo en que braman los
truenos todos. Y Moisés entra al Mar Rojo abierto al medio y lo atraviesa
como por la costura de un sagrado Libro… Las mejores joyas de la Biblia
parecen escogidas para adornar la noche. Y el escenario no muda de telón:
por las claustras asoman las zetas de relámpagos que intentan azotar los
muros inconmovibles del Bastión divino y el Señor, levantando la Voz por

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encima del ensordecedor aguacero confiesa, por boca de Isaías, su
enloquecido Amor por los empapados marineros: aunque se moviera y
retirara el Tupungato, Yo no, mi Amor no se mueve de este Lugar. Y la Quinta
lectura le pone voz y letra a lo que los hechos ya narraban por sí mismos:
que su Potente Palabra, la bravura de su entrañable Voz, no desciende en
lluvia sin más, para anegar y aplastar
y ahogar. Que no. Que cae para
recoger y levantar, para elevarnos
como ese llamear vibrante del Fuego
Nuevo. “No vuelvo vacío” clama el
Señor Resucitado a voz en cuello como
guerrero en la batalla, “¡Vuelvo al
Padre, llevando cautivos!” y más rayos
ajan el firmamento, y más truenos
retumban como trombones, y más
crece el amor en la Nave de los locos.
Y llega Baruc para avisarnos del
“dónde” de esta enloquecida
Sabiduría, y Ezequiel anuncia con
solemne dicción que se nos dará un
corazón nuevo y que será trasplantado
en esa misma noche por Dios en
nosotros.

No cesaba la lluvia, ni el tronar ni los


estallidos de luz. Pensé en un
momento que el Arca iniciaría su
marcha, despegada del suelo por la
crecida de las aguas torrenciales. Y no
pude evitar el deseo: ¡ojalá que sí! ¡Que
arranque este templo de cuajo y lo
lance al mar! ¡Que a ningún comedido
se le ocurra echar anclas! Que la Nave
desamarre por completo y se lance
como cáscara de nuez a la deriva, rumbo al naufragio salvífico, al cataclismo
libertador, a la Jauja sempiterna.
Así comenzó en este Yermo encantado la Vigilia Pascua. Tres horas después,
pasada ya la medianoche, cesó la lluvia, bajaron las aguas, la paloma
retornó al Arca, concluyeron los cánticos y desembarcamos todos para
festejar en Jauja al Cristo Resucitado de entre los muertos, de Quien
habíamos sido todos testigos inmediatos.
En Fuego y Lluvia nos había sido revelado.
En Fuego y Lluvia lo habíamos visto y oído, tocado y palpado con nuestras
manos.

Diego de Jesús
Pascua 2018

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