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EL GUADUAL

EL GUADUAL
Un paso en el tiempo

Yeisi Cifuentes Vargas


Copyright © 2019 Yeisi Cifuentes Vargas
All rights reserved.
ISBN: 9781798984871
A mi madre, Isabel Vargas.
Era un poco más del medio día un jueves de junio a inicios del verano en Rio
Negro, cuando el calor empieza a incrementarse rápidamente. Era la hora boba,
nombre que le dan los habitantes del pueblo al tiempo entre el medio día y las dos
de la tarde. Era tan intenso el calor a esa hora, que no se veía un alma en las calles
del pueblo. Solo un bobo estaría a esa hora haciendo cualquier cosa afuera. Sin
exagerar, a esa hora cesaba cualquier actividad. Los habitantes se tomaban muy en
serio el receso. Ese jueves, en plena hora boba, llegó un bus con un grupo pequeño
de pasajeros entre los que venía Francisco Castillo, un joven proveniente de la
capital, quien bajó del bus con un morral en su espalda y una mochila terciada en
su hombro izquierdo. Llevaba puestas unas gafas oscuras y una gorra con el
logotipo de una empresa inmobiliaria.
«Me estoy ahogando de calor» se dijo para sí mismo Francisco mientras bajaba
del bus. «Siento como si me estuvieran cocinando en un horno» decía entre dientes
el joven a quien le parecía inverosímil estar completamente empapado en sudor.
«Este calor es infernal. Lo mejor sería poder tomar una ducha fría ya».
Aunque Francisco ya sabía que era temporada de verano, pareció sorprendido
por la alta temperatura que azotaba el pueblo. El pobre estaba descubriendo en
carne propia el significado de 38 grados Celsius. A Francisco, un muchacho
acostumbrado al frío de páramo de su tierra, el calor lo sofocaba al punto del
desespero, por eso había decidido visitar Rio Negro al inicio del verano con la
equivocada esperanza de encontrar un clima todavía fresco, que fuera más
generoso con su friolenta humanidad. Francisco caminó en dirección a la tienda del
paradero del bus en busca de sombra, que además a esa hora era la única tienda
que estaba abierta. Descargó su morral en el suelo y fue al mostrador para comprar
una botella de agua fría.
–¡La botella de agua más fría que tenga, por favor! –pidió Francisco a la mujer
que lo estaba atendiendo mientras secaba el sudor de su cara con la manga de su
camisa. Después se sentó en una de las sillas del local.
Unos minutos después, un hombre de estatura mediana, robusto, de tez blanca,
pero notoriamente bronceado por el sol, que llevaba puesto un sombrero blanco se
le acercó al distraído Francisco
–Buenas tardes joven –le dijo aquel hombre.
Francisco reconoció de inmediato esa voz, se levantó de la silla, respondió al
saludo del hombre y le estrechó la mano.


1
–Me alegra verlo, José. ¿cómo ha estado? –dijo Francisco.
–Muy bien. Gracias por preguntar, joven. ¿Cómo está usted? –respondió José.
–Estoy bien, José –Contestó Francisco con un suspiro algo desalentador ahora
que tenía con quien quejarse–. Como puede ver, el calor está haciendo de las suyas
conmigo. Me habían dicho que iniciando la temporada de verano la temperatura no
superaba los 30 grados Celsius, pero estando aquí siento que la temperatura está
muy arriba de eso. Me estoy cocinando vivo con este calor. Me siento sofocado.
Pensé que encontraría un clima más fresco con un paisaje verde y florecido, pero
por la resequedad del suelo y todo alrededor parece que no llueve hace mucho.
–Es verdad todo lo que está diciendo –respondió José–. Pero olvidaron decirle
que aquí el clima cambia inesperadamente y con brusquedad. No se extrañe si de
repente, en medio de este solazo, empieza a llover. Pero no se preocupe, ya se
acostumbrará. ¿Qué tal si por ahora nos vamos?
Los dos hombres caminaron unos cuantos metros en dirección norte donde,
bajo la sombra de un árbol, estaba parqueado un Jeep verde. Era el vehículo en el
que había llegado José para recoger a Francisco.
–No sé si me voy a acostumbrar al clima de esta tierra –dijo Francisco mientras
iniciaban la marcha en el Jeep–. Pero lo que sí sé es que quiero estar bajo la sombra
tomándome una cerveza helada. ¿Cuánto tiempo dice que nos tomará llegar?
–No dije aún cuanto tiempo –contestó José quien permaneció en completo
silencio mientras conducía.
Por aproximadamente unos 15 minutos José condujo sobre lo que parecía ser la
vía principal de acceso a Rio Negro. Luego dejó esa carretera para ir por una vía
más rudimentaria y angosta. El camino era polvoriento, con muchos huecos y
piedras. No se veía más que montañas y tierras de cultivo. Por sobre aquella
carretera viajaron un poco más de media hora. Luego José estacionó el Jeep frente
a una vivienda, bajó del carro y Francisco le siguió. En aquel punto no había más
que esa casa y unas vacas pastando dentro de un lote alambrado. José le dio pausa
al silencio para pedirle a Francisco que lo esperara cerca del Jeep, que regresaría en
unos minutos para continuar el camino. José entró en la casa y luego de unos
minutos salió con un costal enrollado en la mano. Le dijo a Francisco que tenían
que seguir el camino a pie, porque para llegar al rancho a donde ellos se dirigían
había un único camino de acceso y era demasiado estrecho para seguir en el jeep.
Francisco tomó su equipaje del vehículo y con cierto desconsuelo por tener que
seguir el camino a pie bajo el solazo de ese día, siguió a José sin decir palabra
alguna.

2
–Hemos caminado unos treinta minutos, tal vez más y aún no veo la casa.
¿Falta mucho para llegar? –Preguntó Francisco al ver que caminaban y caminaban
y, ni señas había de vivienda alguna por la zona.
–Ya falta poco –contestó José.
–Estoy pensando –comentó Francisco– que las personas exageraron en la
descripción de Rio Negro y su clima. Por aquí todo parece más el paisaje seco y
caluroso de un desierto que el de una fresca y primaveral pradera.
–No sé qué le habrán contado de esta tierra –replicó José–. Pero le aseguro que
no encontrará un mejor lugar para vivir, muchacho. Es mejor no dejarse llevar por
primeras impresiones.
–Por favor, no mal interprete mis palabras –dijo Francisco–. Me disculpo si
estoy siendo fastidioso y repetitivo. Tal vez el que está exagerando soy yo por mi
falta de costumbre al clima del sector. Y, como usted dijo, ya me acostumbraré.
–Le entiendo. A todos nos pasa lo mismo recién llegamos.
–Pensé que usted era de aquí.
–Como si lo fuera, Francisco, como si lo fuera.
–Arturo, el hombre del hostal en el pueblo que me contactó con usted, nunca
me comentó que usted no era de por aquí. Dijo que usted es de las personas que
más conoce esta zona, especialmente el área a donde yo quiero ir. Por eso me
sugirió que lo contactara. ¿De dónde es usted, José?
–Vengo del sur, pero desde mi llegada hasta la fecha ya han pasado unos añitos.
Ahora me siento de aquí. Ya hemos llegado, Francisco.
–¿Llegamos? Pero no veo el rancho.
–Está justo detrás de esa cerca de madera, entre esos árboles a su izquierda.
Hay muchos árboles y por eso no ve el rancho.
–Todo luce muy diferente aquí. La vegetación es más verde y la temperatura es
más fresca. ¿Cuánto hemos subido? Todo el paisaje cambió mucho entre el pueblo
y esta zona. Nunca había visto tantos tipos de plantas en un mismo lugar. ¡Qué
cantidad de mariposas revoloteando por todo lado! Se respira mejor ¿sabe? Es más
fácil para mí respirar y huele a… no sé, pero es algo dulce que no puedo describir
con mis palabras. Me gusta. Es muy agradable aquí.
–Eso que usted no puede describir es el olor a flores y fruta madura –dijo José
mientras abría un portón de madera grande que marcaba la entrada al rancho.
No había ningún nombre en la entrada o alguna otra señal para indicar que en
ese lugar había una casa. Estaba muy oculta entre árboles y un enorme guadual que
se extendía sobre el sendero hasta muy arriba.
Pasando el portón había un sendero que conducía a la casa que estaba a unos
cuantos metros de la entrada desde donde se podía apreciar la enorme y vieja casa.

3
A la derecha del sendero había una especie de charco grande donde unos patos
estaban en busca de comida. La temperatura era más fresca y agradable, generaba
una sensación de alivio al fatigado Francisco que estaba muy agotado por el
agresivo calor de la tarde y el largo viaje. Justo en la entrada de la casa había un
jardín muy bien cuidado con gran variedad de flores. Había flores por doquier.
Desde afuera, la casa en absoluto parecía un rancho. Francisco estaba sorprendido
con tanto esplendor.
–¡Esto no parece un rancho, José! –dijo Francisco asombrado–. Este lugar es
impresionante, nunca antes vi algo así. Deben vivir muchas personas en esta casa
tan grande.
El viejo José no decía nada a los comentarios. Parecía tener algo de prisa y el
recién llegado no paraba de hablar. Así que José solo asentía con su cabeza
afirmando las palabras del joven.
Se adelantó, abrió la puerta de la entrada e invitó a Francisco a seguir.
–Siga y póngase cómodo, por favor. Voy a traerle algo para tomar. Tal vez no
una cerveza, pero sí algo que le merme la sed. Vuelvo enseguida.
José salió Sonriente de la sala en busca de una bebida.
–Muchas gracias, José. Aquí lo espero. Lo de la cerveza fue solo un decir. Agua
está bien para mí.
–Lo sé. Yo también estoy de broma con usted –dijo José mientras caminaba.
Francisco se sentó en un sillón cerca de la única ventana en la sala. Las cortinas
obstruían la visión por lo que Francisco las abrió un poco. Se quedó muy
entretenido mirando por la ventana cuando de repente escuchó una voz femenina.
–Es una buena vista, ¿verdad?
Esto tomó por sorpresa a Francisco que estaba distraído mirando por la
ventana y no notó cuando la mujer había entrado en la sala. De inmediato trató sin
éxito de cerrar las cortinas, se levantó del sillón y se giró en dirección a la voz.
–Buenas tardes –dijo Francisco de inmediato y un poco avergonzado–.
Disculpe, no la escuché llegar. ¿Es usted Mariela, la dueña de la casa?
–Buenas tardes, Francisco. Supone bien, soy Mariela.
–Mucho gusto, señora. Francisco Castillo, para servirle.
–El gusto es mío francisco.
–Discúlpeme si exageré mi reacción al escucharla. No la escuché llegar y estaba
tan distraído mirando por la ventana que cuando la escuché me sorprendió.
–Pierda cuidado. Mejor cuénteme, ¿cómo estuvo el viaje?
–Fue un viaje tranquilo, y aunque pasé casi seis horas sin poder estirar mis
piernas, no puedo quejarme porque no tuve contratiempos, afortunadamente.

4
Cuando llegué al pueblo tenía muchas ganas de bajarme y caminar. Estaba
emocionado de llegar, aunque el clima es muy sofocante.
–Su bebida, joven –dijo José pasándole a Francisco un vaso con limonada,
quien la bebió toda sin parar.
–Muchas gracias, José. Esta limonada es la mejor que he tomado en toda mi
vida, se lo aseguro y no estoy exagerando.
Con una sonrisa de satisfacción el viejo José le ofreció más limonada al joven
sediento, quien no dudó en aceptar.
–Veo que ya conoció a Mariela –dijo José.
–Sí, nos hemos presentado hace unos minutos.
Francisco estaba emocionado. Se sentía cómodo, le gustaba ese lugar y esas
personas.
–¿Cuántas personas más viven en la casa? –preguntó Francisco mientras bebía
más limonada.
–Solo yo vivo en esta enorme casa, Francisco –respondió Mariela–. José está
durante el día para ayudarme con todo el quehacer que resulta. Después se va a su
casa. Por favor termine su limonada y luego José le enseñará su habitación. Podrá
tomar una ducha y un descanso si así lo desea. Después podremos conversar.
Estas personas resultaron más amables de lo que Francisco había previsto. Pues
la gente del pueblo le había comentado que estas personas eran extrañas, de pocos
amigos y a los que no les gustaban los forasteros. Él ni los conocía pero a primera
vista mostraban ser lo opuesto de lo advertido por la gente del pueblo. Era la
primera vez que estaba en su casa y le estaban ofreciendo una habitación, bebida y
descanso, eso sin mencionar la ayuda que él le pediría a Mariela y que según lo
charlado con José, ella seguramente estaría dispuesta a ayudarlo.
–Por el equipaje no se preocupe –dijo Mariela–. José le ayudará a acomodarse.
Yo tengo que ausentarme por un par de horas. ¿Está bien si a mi regreso nos
reunimos?
–Sí, un par de horas está bien –dijo Francisco– Suficiente tiempo para estar
listo. Un baño con agua fría me ayudará a sentirme mejor y a tener más claras mis
ideas que están derretidas en mi cabeza por el calor.
Por unos segundos hubo un silencio en la sala que daba a entender que hasta
ahora todo estaba dicho. Entonces Francisco tomó la palabra nuevamente para
agradecer por tanta hospitalidad y decir que pagaría por todo.
–Nos da mucho gusto poder alojarlo y quizás ayudarlo –dijo Mariela–. Por
ahora póngase cómodo y en un par de horas podremos conversar. José, nos vemos
a la hora de la cena –dijo Mariela mientras salía de la casa–. Por favor, no olvide
cerrar el portón por si acaso no nos vemos.

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José llevo a Francisco a la habitación, le explicó dónde podía encontrar todo lo
que pudiera necesitar y se fue para encargarse de la cena y de otras tareas
pendientes que tenía. La habitación tenía mucho espacio, una cama grande, una
mesita y una silla al lado. También tenía un armario de madera pequeño, bastante
pequeño para tanto espacio. Había una ventana que parecía más una puerta por su
gran tamaño. La vista era preciosa y más a esa hora del día, cuando el sol ya estaba
ocultándose. La ventana tenía unas cortinas de estilo anticuado y unas barras de
madera que impedían el paso. Más que ser solo una ventana, parecía haber sido la
salida al balcón de la habitación. En cuanto al baño, al igual que toda la casa, era
espacioso. Tenía todo lo necesario, incluyendo una tina de baño.
« Qué accesorio tan inútil » Pensó Francisco mientras miraba la tina del baño.
Después de observar toda la habitación con detalle, Francisco acomodó su
equipaje y luego tomó una ducha de agua fría. Se vistió, sacó de su mochila un
cuaderno donde tenía paso a paso anotado todo lo que debía hacer en su visita. El
muchacho se recostó en la cama y empezó a revisar su cuaderno de anotaciones.
Pero estaba tan cansado que unos pocos minutos después de descargar la cabeza
en la almohada estaba profundamente dormido. Tan profundo estaba Francisco
que las horas pasaron y el siguió durmiendo hasta cuando el ruido que provocaba
el golpeteo de unas ramas contra su ventana lo despertó.
« ¡Que buen descanso! » se dijo Francisco al despertarse mientras bostezaba.
Y cómo no sentirse tan descansado, si la habitación aquella era absolutamente
fresca, y la cama muy cómoda. Seguramente mejor que la habitación de un hotel.
Ya más despierto, Francisco fijó su mirada en la ventana y notó que estaba
oscuro. Preocupado, se levantó de inmediato pensando que tal vez ya habían
pasado más de dos horas y que Mariela estaría esperándolo.
«¿Dónde dejé mi reloj? ¿Dónde? Parece que me he dormido por mucho rato. Se
oscureció y no me di cuenta. Tal vez Mariela ya está esperándome. Espero que no
esté enojada por mi impuntualidad. Que torpe soy» se decía Francisco mientras
buscaba su reloj.
Afanado y con mucha preocupación fue deprisa al baño para mojar su cara y
peinarse. Saliendo del baño, vio que su reloj estaba debajo de la cama.
«Ah, aquí estás. ¿Las cinco? No pueden ser, las cinco. Parece mucho más tarde.
Seguro esta baratija se volvió a parar». Se dijo Francisco dejando el reloj sobre la
cama y a paso largo y ligero casi corriendo salió de la habitación en busca de
Mariela y José.
–¡Hola, José! ¿Está usted todavía? ¡Hola! –decía Francisco sin levantar mucho la
voz en busca de sus anfitriones–. ¿José, Mariela?

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La casa estaba en total silencio y oscuridad a excepción de una tenue luz que
producía una lámpara que colgaba de la pared del pasillo entre las escaleras y la sala
de la casa. Parecía que no había nadie por allí.
–Es que me he dormido y el tiempo pasó sin darme cuenta –dijo Francisco
avergonzado con la idea, tal vez, que alguien le estuviera escuchando.
Francisco continuaba hablando en voz no muy alta a sus anfitriones con la
esperanza de que alguien le contestara, pero no hubo respuesta alguna. Qué mala
suerte para el muchacho. La primera impresión que estaba dando a estas amables
personas no era la mejor.
–Buenos días, Joven –dijo José que estaba asomando la cabeza por la puerta de
la cocina–. ¿cómo amanece? Vengase por acá.
–¿Por qué dice que cómo amanecí, acaso?
–Sí, ya el día está aclarando. ¿Quiere un café?
Francisco estaba confundido porque no podía creer que hubiese dormido tan
profundo como para no haber despertado por más de casi 12 horas seguidas.
–Aunque no me lo crea, pienso que dormí muy profundamente. Tanto que
hasta ahora vuelvo a estar despierto. No sé qué pasó anoche, pero yo…
En ese momento José interrumpió a Francisco.
–Claro que puedo creerle, ¿cómo no? Usted estaba muy cansado y cayó como
piedra. Su cuerpo tomó un receso es todo.
–Estoy muy avergonzado por eso. Solo me recosté en la cama con la idea de
descansar unos minutos y ahora es otro día. ¿Cómo pudo pasarme? No es la
impresión que quise darles.
El pobre Francisco repetía una y otra vez sus disculpas porque no sabía cómo
más excusarse por haberse quedado dormido. Pensaba que era algo muy grave.
–Puedo suponer que Mariela regresó y ahora debe estar creándose una imagen
errada de mí y… –antes de que Francisco continuara José lo interrumpió otra vez.
–Por supuesto Mariela tuvo que haber regresado y estoy seguro de que no está
pensando nada malo sobre usted, joven –dijo José tratando de tranquilizar al
muchacho.
–Dígame algo: usted se fue anoche como lo hace normalmente y regresó hasta
ahora. ¿Mariela regresó de su asunto y qué dijo al ver que yo no aparecí?
–No sé con exactitud a qué hora regresó ella. Cuando dejé la casa, ella aún no
regresaba. Dejé la cena en fuego lento sobre la estufa como siempre y cuando volví
esta mañana, estaba todo en orden como de costumbre. Pensé que ustedes habían
cenado juntos.
–Eso quiere decir que no ha hablado con Mariela hoy.

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–Algo así –dijo José mientras ofrecía por tercera vez café a Francisco quien
finalmente aceptó.
–Tranquilo, Joven. Ella solo se habrá ido a descansar. Recuerde que vive aquí.
Un poco más tranquilo, Francisco recibió el café y se sentó. Mientras tanto,
José seguía cocinando un caldo de pollo con papas y tostando unos granos de
avena en una sartén grande al tiempo que le contaba a Francisco lo mucho que
había llovido la noche anterior. La tormenta había durado varias horas. También
había venteado mucho. Había sido una buena acción de parte de la naturaleza
porque, como bien había dicho Francisco a su llegada a la región, todo lucía seco a
falta de la lluvia.
En tanto José hablaba, los pensamientos de Francisco estaban fijos en cómo
disculparse con la dueña de la casa. Mientras sorbía el café caliente y simulaba estar
prestando atención a José, vio que la puerta trasera de la cocina se abría. Era
Mariela que venía cargando un canasto. Lo descargó sobre la mesa de la cocina, la
misma donde estaba Francisco quien se levantó de la silla apenas vio entrar a
Mariela.
–Buenos días, Mariela –dijo Francisco que sin casi dejar llegar a Mariela empezó
a disculparse–. Quiero que sepa que estoy muy avergonzado por mi impuntualidad.
Soy una persona muy responsable, pero ayer estaba tan agotado que el cansancio
logró vencerme.
–Buenos días, Francisco. No se preocupe por eso ahora. Por favor siéntese y
siga disfrutando de su café. Sé que no fue su intención, estoy segura de eso. Lo
peor de todo fue que usted no comió y ahora sus tripas deben estar crujiendo de
hambre –respondió jocosamente Mariela.
–Gracias por entenderme y por no estar enojada.
–¡Nunca dije que no estoy enojada! –dijo Mariela bromeando y se echó a reír–.
Mire estos huevos, José. Están bien colorados y grandes.
–Señora, esas piquisucias son buenas ponedoras, ya se lo había dicho –dijo
José–. Cada vez tendremos más y mejores huevos. ¿Le apetece un café señora?
Con la charla el ambiente en la cocina se iba relajando cada vez más, por lo
menos para Francisco, quien se sentía incómodo con sus anfitriones a quienes,
según él, había decepcionado.
–Ahora dígame –dijo cordialmente Mariela que se había sentado al lado de
Francisco–. ¿cuál es el asunto que lo trae por aquí y en qué lo puedo ayudar?
–Claro que sí, Mariela. Permítame y le explico –contestó Francisco–. Y empezó
a contarle a Mariela que él era un estudiante de Artes Plásticas que cursaba ya su
último año, que vivía en la capital en casa de Cecilia, su madre, con la que tenía una
relación un poco tirante, con su medio hermano, Julio, un muchacho muy

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inteligente, y con su abuela, Sofía. También dijo a sus anfitriones que trabajaba a
medio tiempo como consultor en una oficina inmobiliaria para ayudar
económicamente a su madre. Finalmente, después de dar vueltas entre detalles
innecesarios, fue al asunto que Mariela quería escuchar y contó que su mejor amiga,
Laura Quintana, hacía tres meses que estaba desaparecida. La muchacha, según
explicó Francisco, había viajado a la zona de Rio Negro para hacer una
investigación. Laura era periodista, o por lo menos estaba a punto de graduarse, y
quería hacer su tesis basándose en los resultados de su investigación.
–Desde su viaje a esta región no se ha vuelto a saber nada de ella ni de sus
compañeros de investigación, Natalia y Raúl –dijo Francisco–. Yo estoy aquí
porque vengo siguiendo esa pista, la que los ubica a todos en esta zona.
A Francisco le preocupaba que las autoridades hacían muy poco por investigar
la desaparición de Laura y sus amigos. Por eso él había decidido hacer su propia
búsqueda. Temía que al paso del tiempo el rastro de Laura se desvaneciera para
siempre. El único objetivo del joven era hallar a su amiga.
–Aún no me dice cómo es que yo puedo ayudarlo. Ahora también quiero saber
sobre qué estaba investigando Laura. Se me despertó la curiosidad por saberlo –
dijo Mariela.
–Sí, aún no le doy detalles de eso –contestó Francisco–. Como verá, esta es mi
segunda visita a Rio Negro. La primera vez vine solo por un día al pueblo con la
intención de acceder al reporte policial de la desaparición y obtener algo de
información de él, lo que me llevó a entrevistarme con las personas que figuraban
como testigos del caso. Estas personas habían tenido de alguna manera contacto
con mis amigos. Como por ejemplo el dueño del hostal El arriero, donde ellos se
hospedaron por dos noches. Otros simplemente los vieron por ahí haciendo sus
cosas. Y entre hablar con tantas personas descubrí que el último lugar que se supo
que visitaron fue un lugar llamado El Bebedero del Colibrí. Desde que salieron con
dirección a ese lugar no se les ha vuelto a ver, y ya han transcurrido tres meses. La
gente del pueblo me dijo que usted es la dueña de las tierras donde está ese
bebedero. Arturo, el dueño del hostal, me contactó con José porque sabía que él
trabaja con usted, y además me dijo que José conoce muy bien esa zona. Cuando
me contacté con José, él me dijo que lo más importante era tener su autorización
para ingresar al predio. Que usted me autorice a ir hasta allá es la manera como
puede ayudarme y por supuesto permitir que José sea mi guía.
Por supuesto Mariela le dio autorización a Francisco de ir por sus tierras no sin
antes saber qué era lo que Laura y sus amigos investigaban. Francisco contó que
Laura pensaba que por esta zona había guerrillas, grupos de rebeldes. Ella quería
hacer un reportaje de cómo se habían creado esos grupos en esa zona del país, la

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que se creía estaba limpia de rebeldes. Pensativa se quedó por un instante Mariela
después de escuchar las razones que habían llevado a Laura hasta sus tierras.
«No entiendo cómo Laura habrá llegado a esa conclusión?». –Se preguntó
Mariela para sí misma. «¿Rebeldes en esta zona?».
Las razones de Laura eran flojas y poco probables según Mariela, pero ella
prefirió guardarse sus comentarios y solo acató decirle a Francisco que no, ella no
había visto a nadie extraño por sus tierras desde hacía mucho tiempo, pero que
igualmente él podía ir y echar un vistazo al Bebedero del Colibrí.
–Recordaría muy bien un grupo de jóvenes pasando por mis tierras. Fue lo
mismo que le dije a la policía cuando me preguntaron. Lamento mucho que esos
jóvenes estén desaparecidos –dijo Mariela.
–Es una situación triste que todos lamentamos. Pero estoy convencido de que
voy a encontrar más pistas en El bebedero. Lo que no sabía era que la policía vino a
hablar con usted, porque su nombre no figura en el reporte de la desaparición.
Mariela no hizo comentario alguno acerca de que su nombre no figurara en el
reporte policial, pero reiteró su ayuda y la de José a su huésped. La casera pensaba
que Francisco era un joven osado que merecía ser ayudado por arriesgar tanto en
una búsqueda aparentemente peligrosa al involucrar la guerrilla. Era posible que si
el asunto era como Francisco lo contaba, esos jóvenes estuvieran retenidos en
contra de su voluntad en alguna parte. De lo contrario, ya se habrían comunicado
con sus familiares o amigos.
–Sé que el asunto es peligroso –dijo Francisco–. Igual quiero investigar esa
última pista, pues Laura es mi amiga desde la infancia y me siento responsable de
su desaparición.
Entre tanto, Mariela dijo sentirse un tanto aliviada de que el asunto involucrara
rebeldes, ya que ella estaba segura de que sus tierras y toda la región de Rio Negro
no era zona de guerrillas puesto que la vegetación de la montaña era muy espesa y
difícil de transitar. El clima variaba mucho. Pasaban de tener temperaturas muy
altas en el día a unas muy bajas en la noche la mayor parte del año. Las lluvias
parecían tormentas y eran casi impredecibles y los ríos se crecían con frecuencia. Se
trataba de una tierra difícil donde la vida en el monte sería casi imposible.
–¿Por qué se siente responsable de esa desaparición? –Preguntó Mariela.
–Me alegra saber que es una tierra difícil. Aumenta mi esperanza de que ellos
no estén en manos de grupos al margen de la ley. Tal vez ellos solo estén perdidos
en la montaña –dijo Francisco.
–Es posible –contestó Mariela.
Mientras Mariela y Francisco se ponían al tanto de todo el asunto, José estaba
terminando de preparar el desayuno sin perder detalle de la conversación. Era una

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mañana fría por la lluvia que había antecedido el amanecer. Ya estaba más claro,
prácticamente había amanecido. Con la claridad llegaba el sonido del día. Ya todo
estaba en movimiento. Los sonidos de la naturaleza se escuchaban más fuertes.
José puso el desayuno sobre la mesa. Antes de sentarse con los demás preguntó si
alguien más quería café. Comenzaron a desayunar y compartieron historias, rieron
un poco por algún comentario divertido. Los tres se iban sintiendo cada vez más
cómodos juntos. Mariela con su tranquilidad y su sincera manera de expresarse
generaba confianza en Francisco. José, por su lado, le inspiraba admiración al
joven, quien nunca antes había visto que un hombre se dedicara a la labor
domestica como trabajo. José realizaba su trabajo con impecable perfección. No
mostraba sentirse incómodo haciendo esta labor, por el contrario, parecía orgulloso
de ello.
Habiendo terminado con el desayuno, José se dispuso a continuar con sus
labores en la cocina y Mariela se levantó y le dijo a Francisco:
–Entonces vamos a ver si encontramos alguna pista más de Laura y sus amigos.
Esta misma mañana podemos salir para la montaña si usted quiere, Francisco.
Ofrecimiento que aceptó encantado Francisco. La idea de salir esa misma
mañana en busca de Laura era excelente.
–Solo tendré que tomar un par de cosas de mi habitación y estaré listo para salir
cuando usted diga.
–No se diga más. Salimos a las ocho, o sea en poco menos de dos horas –dijo
Mariela–. Por ahora voy a atender unos asuntos pendientes con la cosecha. Ah, por
favor, no tome una siesta, Francisco –dijo Mariela entre risas.
Broma que Francisco no disfrutó.
–Tendré en cuenta su consejo. No más siestas de doce horas. El desayuno
estuvo delicioso, José. Me dejó listo para todo un día de trabajo duro.
–Es un gusto atenderlo –contestó José.
Francisco se levantó de la mesa no solamente con la barriga llena, también
llevaba consigo una enorme sonrisa de satisfacción y la cabeza llena de buenos
pensamientos. Tenía la esperanza de encontrar a Laura más viva que nunca. De este
modo término la improvisada reunión y cada quien se retiró para continuar con su
quehacer de la hora.

**
A las ocho de la mañana y ya estando listos para salir, Francisco echó de menos
a José por lo que preguntó por él.
–¿Dónde está, José? ¿Él no viene con nosotros?

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–No, él tiene otros asuntos que atender esta mañana. No se preocupe, vamos a
estar bien. ¿Sabe montar a caballo o prefiere ir caminando? –preguntó Mariela.
–Prefiero caminar. Nunca me he montado en un caballo. No debe ser difícil
cabalgar, pero hoy no es el día para averiguarlo. Aunque si usted quiere ir a caballo,
puede hacerlo. Yo la seguiré a pie.
–Entonces vayamos a pie los dos. Debemos iniciar la caminata por este camino
grande y luego a la derecha por el sendero de la quebrada que nos llevará directo a
El bebedero del Colibrí.
Francisco le comentó a Mariela que la gente del pueblo le había dicho que debía
tener cuidado al transitar por la vereda de Pico Blanco ya que existían muchos
senderos y atajos como agua en el mar. Le dijeron que era muy fácil perderse entre
los atajos y el bosque, que los que se habían perdido, nunca más habían encontrado
la manera de regresar. El joven creía que era posible que Laura estuviera perdida en
la montaña por culpa de los atajos. Pero él mismo se desanimaba porque si fuera
así, algún campesino de la zona ya los habría hallado, o por lo menos sus
pertenencias.
–Creo que la gente del pueblo habla más de la cuenta. Es verdad que esta
vereda está llena de atajos que podrían extraviar a un forastero. Son rutas que
acortan las distancias y es mejor no ir solo por ellas si no se es de aquí, pero lo
máximo que podría pasar es tener una mala experiencia y ya –dijo Mariela.
–La gente siempre exagera esas cosas. Algunos se atreven a creer que los
duendes y las brujas son responsables de que los caminantes se pierdan en el
bosque. Es parte del encanto de los pueblos.
En medio de la conversación Francisco quiso decirle a Mariela por fin el por
qué se sentía responsable por la desaparición de Laura, pero su acompañante le
dejó saber que no era necesario hablar de eso si él no quería. Solo había sido
curiosidad momentánea, dijo ella.
–El camino es un poco largo, nos tomará más de una hora llegar a nuestro
destino –dijo Mariela tratando de evitar que Francisco hablara de sus
responsabilidades para con Laura.
–Está bien, no es tanto tiempo para lo mucho que pienso que voy a encontrar.
¿Está bien para usted? Todavía podemos regresar por un caballo.
–Yo estoy bien. He recorrido estos senderos cientos de veces y ya estoy
acostumbrada. Gracias por preocuparse. Además, así tendré tiempo de contarle
una historia que tal vez le resulte interesante y le ayude con su búsqueda.
–Entonces me encantaría escucharla.
Antes de que Mariela diera inicio a su historia, Francisco contó que su abuela
nombraba esta región con frecuencia. Dijo no estar seguro, pero creía que su

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abuela había nacido en Rio Negro. La abuela de Francisco siempre estaba
contando historias de acontecimientos extraños ocurridos en Rio Negro y sus
veredas. Eran historias fantasiosas de su niñez.
–Mi abuela tiene una jugosa imaginación –dijo Francisco.
Él pensaba que los relatos de la abuela alimentaron la curiosidad de Laura por
el lugar y esa era una de las razones por las que él se sentía responsable de que ella
ahora estuviera perdida.
–¡Mi abuela le contó tantas veces esas historias!
Laura visitaba la casa de Francisco para escuchar las historias de la abuela una y
otra vez y la anciana sin problema se las contaba. Siendo una adulta, Laura empezó
a creer que si la gente llegaba hasta esos senderos y luego desaparecía no era a
causa de un espectro malvado que se alimentaba de gente, sino que el responsable
era alguien de carne y hueso que los atraía con la promesa de enfilar las tropas de
rebeldes que cambiarían el rumbo del país. Laura quería mostrar que desde los
tiempos de la abuela habían existido esos grupos de rebeldes y que sus orígenes
estaban en Rio Negro. La otra razón por la que Francisco se sentía responsable de
Laura, fue que la muchacha le pidió que la acompañara, pero él se negó porque no
creía en el planteamiento de todo ese asunto; además, por esos días Francisco tenía
mucho trabajo acumulado. Cuando pasaron los días y ella no regresó, él se sintió
mal por no haber ido con ella.
–¿Ahora entiende por qué me siento culpable por su desaparición? –preguntó
Francisco a Mariela.
–Es una situación complicada. Pero no somos responsables de lo que no
podemos controlar –contestó Mariela.
–Eso mismo me dijo la abuela. Pero igual quiero seguir este rastro.
¿Quién podría sacarle de la cabeza a Francisco la idea de que él no era
responsable de Laura? Seguramente nadie. Por lo cual, Mariela guardó silencio. No
quería entrometerse en un asunto que no era de su incumbencia. Por varios
minutos solo se escuchaba el canto de los pájaros y el chasquido de los pasos sobre
el suelo mojado. Al inicio la ruta era plana, pero más adelante se iba inclinando, por
lo que la marcha debía emprenderse lenta y constante, así podrían conservar el
ritmo. Fue lo que Mariela sugirió. Hacía frío, era una mañana nublada, un buen día
para ir de caminata por las difíciles trochas de la montaña. Desde esa altura ya se
podía apreciar el pueblo que no estaba muy lejos desde ese punto. Era una vista
hermosa.
–¿Cómo es que se llama su abuela? –preguntó Mariela rompiendo el silencio
entre ellos.

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La pregunta era un tanto floja y con ella solo buscaba hacer conversación.
Mariela era muy buena conversadora y no soportaba estar en compañía de alguien
sin pronunciar palabra.
–Sofía Lara, mi vieja favorita. Una abuela fuerte que a sus setenta y siete años se
conserva muy saludable. Nunca se queja de dolencia alguna. Siempre está haciendo
algo, es muy activa, divertida e inteligente. Me siento feliz de tenerla. Es una
agradable compañía.
–Setenta y siete años… nada mal para estos tiempos. Sofía Lara... creo que no
he oído hablar de ninguna familia con ese apellido por aquí.
–Es posible que la abuela se haya equivocado de lugar. Tal vez nació en otra
vereda y por eso su apellido no le resulta conocido.
–Es posible. Todo es posible.
–¿Qué tal si me cuenta esa historia interesante, Mariela?
–Por supuesto –contestó Mariela muy entusiasmada dando inicio a su relato.

» Hace un tiempo atrás, cuando estas tierras no eran más que monte y un par
de ranchos por ahí, prácticamente deshabitada, tierra de nadie, como dicen, las
personas se dieron cuenta de que eran más que monte, eran fértiles, con valles y
laderas perfectas para el cultivo. El clima permitía sembrar desde café hasta maíz y
gran variedad de frutas. Para entonces estaba desperdiciada, pero había personas
interesadas y el gobierno a cargo de la zona empezó a vender u otorgar tierras.
Entre los interesados había una familia proveniente de la capital, personas con
dinero para invertirle a este monte. Era una familia pequeña: padre, madre e hijo.
Personas de costumbres muy diferentes a las de los pocos oriundos que habitaban
la zona. Eran gente capitalina, tal vez un tanto zalamera, delicados al trato, pero
igualmente educados, amables y honestos. Su llegada no tenía otra intención que la
de arrancar el negocio de la agricultura. Pero no fueron los únicos que llegaron con
el mismo interés. Tras ellos llegó gente de todas partes, entusiasmados por la nueva
oferta laboral. De ese modo se fue formando la comunidad que hoy se conoce
como Rio Negro y sus veredas. Los Suárez, la familia capitalina, se había hecho al
mejor y más grande pedazo de tierra. Alfredo Suárez, el patriarca de la familia,
empezaría entonces a darle marcha al negocio de las plantaciones. Era un hombre
disciplinado y constante. No le temía al trabajo duro, pero su éxito radicó en cómo
planteó técnica y administrativamente el negocio. Poco a poco fue alcanzando éxito
y con ello respeto y poder. Llamó a su hacienda Los Caciques. Para Alfredo sus
objetivos no se limitaban al cultivo de sus tierras. Él era ambicioso. Deseaba
convertir estas tierras en las más productivas de la región. Decidió entonces invertir
en la ampliación y mejora de los caminos y carreteras. Incluso mandó construir

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unas nuevas vías. Mejoró los canales de riego ya existentes e introdujo nueva
maquinaria para ayudar a agilizar el trabajo duro. Hacía todo eso porque las
ganancias serían mucho mayores. En general labriegos y otros propietarios de
fincas se beneficiaron de la ambiciosa visión de Alfredo. Estaban felices por ver su
tierra en la vía del progreso, como lo llamó Alfredo.
» Dejando de lado al señor de las buenas ideas, Raquel, su esposa, era una mujer
de un gusto particularmente exquisito, culta y dueña de una asombrosa habilidad
de aprender cualquier cosa que se propusiera. Raquel pasaba la mayor parte del
tiempo en la casa del pueblo, encargada de educar a Carlos, el único hijo de la
pareja. Era una mujer muy amable y solidaria. Raquel tenía varias empleadas a su
servicio día y noche. Las trataba bien, les pagaba lo justo, además, en su tiempo
libre, le enseñó a leer y escribir a algunas de estas mujeres. El pueblo era pequeño y
tranquilo. Un buen lugar para vivir. Todos se conocían y se llevaban bien.
» A Raquel le gustaba el pueblo, pero cuando Carlos cumplió catorce años,
Alfredo empezó a llevarlo más a la hacienda para que aprendiera del negocio
familiar. Los hombres pasaban más tiempo en la hacienda, días enteros. A veces
semanas, por lo que Raquel se sintió sola y menos animada viviendo en ese
pequeño paraíso. Alfredo decidió entonces mandar a construir una casa en la
hacienda, así su mujer podría mudarse y estar con ellos. Era una casa hecha a la
medida del inmenso amor que sentía Alfredo por su esposa y amoblada con el
estilo finamente detallado de ella, que fue capaz de decorar su hogar con los más
esplendorosos muebles y accesorios sin llegar a convertir la casa en una ridícula
réplica de hogares europeos como terminaban los hogares de mucha gente
pudiente de la época. El tiempo en la hacienda mientras los hombres trabajaban en
el negocio familiar no fue desperdiciado por Raquel. Ella que era una amante del
conocimiento y una juiciosa autodidacta nunca dejó de lado el aprendizaje que sus
libros de biología, historia, astronomía, medicina y matemática le brindaban.
Dedicó su tiempo libre y habilidad al estudio de las hierbas y plantas de la zona y
su aplicación en la medicina natural o simplemente su uso en la vida cotidiana. Con
la misma pasión se interesó sin descanso por saber la composición exacta de
aquellas tierras fértiles. Y en su disciplinada tarea llegó a acumular todo tipo de
plantas, bolsas con muestras de tierra y cajas repletas con piedras que guardaba
celosamente en un cuarto al que ella llamaba la habitación secreta. Raquel siempre
encontraba como ocuparse con actividades de su interés, por lo que jamás sintió
siquiera una pizca de aburrimiento estando en la hacienda Los Caciques. Por el
contrario, el tiempo en esas tierras sería para ella el más productivo de toda su vida.
» La rutina de la familia estaba entre el pueblo y la hacienda, entre plantaciones
y labriegos, entre montañas y praderas. Una vida sencilla y tranquila. Carlos fue

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enviado un tiempo a la ciudad para que estudiara. Se dice que viajó a otros países y
aprendió varios idiomas. Lo cierto es que después de unos años regresó y se quedó
para trabajar junto a su padre. Fue una inmensa alegría para Raquel y Alfredo tener
de vuelta a su único hijo. Los tiempos eran buenos, no había por qué quejarse, pero
como nada dura para siempre, la fiebre vino para estremecer las tranquilas vidas de
todos. No se sabía de dónde vino esta enfermedad y menos cómo prevenirla.
Muchos se enfermaron, especialmente los niños y los más viejos. También unos
cuantos murieron por falta de atención médica. A los Suárez la enfermedad no les
fue esquiva. Para Carlos solo fue un pequeño malestar que se pasó en unos días,
Alfredo estuvo enfermo por una semana y poco a poco se fue recuperando, pero
Raquel no tuvo tanta suerte. A pesar de los esfuerzos médicos, no logró reponerse.
Estaba cada vez más débil. La enfermedad le tomó ventaja y finalmente Raquel
falleció. Este hecho ensombreció a Alfredo y lo llenó de tristeza. Es como si las
ganas de vivir se hubiesen ido con Raquel. Aunque Carlos estaba triste por la
muerte de su madre, debió ser más fuerte para apoyar a su padre en aquel difícil
momento.
» El tiempo pasó y Alfredo fue sintiéndose mejor, pero ya no quería estar más
en el negocio. Quería tomarse un descanso para ir asimilando la ausencia de
Raquel. En ese momento, Carlos se encargó de todo el negocio y lo hacía tan bien
como Alfredo. Los dos hombres socializaban poco con la gente, eran más bien
reservados y muy rutinarios. Pero eso cambiaría el día que Victoria, una jovencita
de apenas 16 años, llegó para trabajar en la casa. Era la hija mayor de su capataz. La
muchacha había estado viviendo en la capital. Allá trabajaba como ama de llaves de
un hostal. Victoria tuvo que pedir un permiso en el trabajo cuando su madre y
hermanos enfermaron por la fiebre. Todos cayeron en cama y ella tuvo que
cuidarlos a pedido de su padre. Los días pasaron y la pobre no podía dejar a su
familia que seguía convaleciente, por lo que con el paso del tiempo ella perdió su
trabajo. Victoria era una muchacha muy inteligente y bonita. Por donde pasaba
llamaba la atención. Era alta, delgada, morena, de cabello largo y ondulado. Sus
grandes ojos cafés eran muy expresivos. Hablaba correctamente, sabía siempre que
decir, era una muchacha con gracia natural.
» La gente rumoreaba que no era hija de Gustavo, el capataz. Decían que la
muchacha era fruto de una supuesta violación que sufrió Sonia, su mujer, un día
mientras lavaba ropa en el río. Como la presencia de Victoria les recordaba aquel
triste hecho, la pareja decidió enviar a la pequeña Victoria a un convento de la
capital en calidad de empleada cuando apenas tenía ocho años. Un cura amigo les
había ayudado a contactar con la madre superiora del convento. El claustro
también era una institución educativa para señoritas ricas de la ciudad. Victoria

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creció siendo parte de la servidumbre del convento, no se le educó para ser novicia
a pedido de sus padres, pero la inteligente muchacha sí que aprendió todo cuanto
más pudo. Sus padres no la visitaban muy a menudo, pero la muchacha visitaba por
temporadas cortas la casa de estos en la vereda. Las cosas cambiaron para Victoria
cuando fue mayor, porque las monjas le delegaban demasiado trabajo. Era una
enorme carga diaria que la muchacha ya no aguantaba. Por lo que en un acto de
atrevimiento pidió que se le pagara por su trabajo, a lo que obviamente las monjas
se negaron rotundamente alegando que su sustento valía más que el trabajo que
ella hacía. También fue castigada por su insolencia y por un mes mermaron su
ración alimentaria a una sola comida diaria, que se componía de un pedazo de pan
y una pequeña taza de avena apenas hervida en agua. Las cosas no fueron bien
desde entonces. Victoria ya no quería estar más en el convento y a la primera
oportunidad se escapó con la ayuda de una vieja sirvienta del lugar a la que
consideraba su ángel de la guarda. La mujer dio instrucciones a Victoria de a dónde
ir para conseguir un empleo y algo de dinero para que ella pudiera tomar el
transporte público y comer algo en su huida. A pesar de ser muy joven y de haber
pasado la mayor parte de su vida en el convento, ella no tuvo miedo de huir.
Estuvo vagando por un par de días sin rumbo alguno, caminaba por las calles que
su vieja amiga le había recomendado. Curioseaba las tiendas de la ciudad,
conversaba con los vendedores callejeros y se asombraba por cuanta cosa descubría
en su descabellada aventura. Un poco nerviosa y sin saber qué más hacer, se le
pasó por la cabeza regresar al convento y pedir que la recibieran de nuevo y
mientras la muchacha vagaba por las calles pensando en qué decir a la madre
superiora, vio un aviso en un hostal donde ofrecían puesto de mucama. Sin
pensarlo Victoria fue para ofrecer sus servicios. No sería tan difícil limpiar
habitaciones de hotel, pensó en ese momento. De inmediato fue contratada. Le
dieron uniforme, una habitación que compartía con otras dos mujeres y una
introducción rápida de las labores diarias. Con el paso de los días el dueño notó
que Victoria era una muchacha con buenos modales, que sabía leer, escribir y
además era muy responsable. Este hombre necesitaba a alguien como Victoria para
ocupar el puesto de ama de llaves, así que se lo ofreció y la joven aceptó.

–Francisco, si mi historia le aburre por favor dígamelo.


–No me estoy aburriendo. Por el contrario, me gusta mucho escucharla y la
caminata se hace más divertida. Por favor, continúe. En verdad me gusta su
historia.
–Me alegra escuchar que le gusta. Solo dígame cuando quiera que pare. Por
ahora voy a continuar.

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» Como dije antes, la fiebre vino para estremecer a todos. Eso incluyó a
Victoria. Al tener que dejar su trabajo en el hostal para cuidar de su familia,
Victoria le pidió a su padre que le ayudara a conseguir trabajo en la casa de la
hacienda. Ella quería tener sus propios ingresos y no depender de su familia, pero
en principio Gustavo no estaba dispuesto a ceder. Para él lo mejor era que Victoria
se fuera otra vez del pueblo. Sentía vergüenza por lo que se rumoreaba acerca de la
paternidad de la muchacha. También todos en el pueblo sabían que Victoria había
escapado del convento, otro motivo de vergüenza para Gustavo porque constituía
un mal ejemplo para sus pequeñas hijas. Pero, de momento, Victoria era la única
que podía ayudarle ya que su esposa, aún convaleciente por la fiebre, no era muy
útil. Sus otras hijas eran aún pequeñas para ocuparse del trabajo. Finalmente,
después de pensarlo mil veces, Gustavo le pidió a Alfredo Suárez trabajo para
Victoria y su patrón estuvo de acuerdo. Estaban necesitando manos para trabajar.
» Victoria fue al día siguiente para empezar y esa misma mañana conoció a
Alfredo quien la puso al corriente de sus quehaceres. También la presentó con
Leonor, la cocinera y encargada de la casa. Leonor estaba feliz de recibir ayuda. Por
fin llegaba alguien. Era una casa grande que requería de mucho trabajo y ella sola
no alcanzaba hacerlo todo. Victoria se sintió bienvenida, se instaló en la casa y
empezó a trabajar. El trabajo no era poco, había que hacer de todo, empezando por
limpiar la enorme casa a diario y con especial cuidado, le recalcó Leonor a Victoria.
Los muebles, pinturas, porcelanas, espejos, cortinas, todo en general eran objetos
finos, delicados y costosos. Adicionalmente debía lavar la ropa de los señores,
almidonarla y plancharla cuando fuera necesario y, de vez en cuando, ayudar a
cocinar, pero no solo para los señores, eso incluía la comida de los labriegos que
por esos días eran más de cuarenta. Además, había que cargar leña para la
chimenea y la estufa, y muchas otras cosas. Sería cuestión de días para que Victoria
se acoplara al nuevo y duro trabajo.
» Cuando ya habían transcurrido unas semanas de iniciar su nuevo trabajo,
una tarde antes de que Victoria terminara su quehacer y se retirara a su casa,
escuchó una bella melodía que provenía del estudio de música al que ningún
empleado tenía acceso. Era el lugar privado de Carlos y Alfredo. Allí se reunían
algunas tardes para conversar y tomar un trago. La curiosidad llevó a Victoria hasta
la sala de donde provenía la música. La puerta estaba sin seguro y ella sin dudarlo la
abrió un poco para poder escuchar mejor. Ahí estaba Carlos tocando el piano, y a
su lado, en un sillón, estaba Alfredo. Este último de inmediato vio que se asomaba
la curiosa muchacha. Se paró de su sillón y sigilosamente fue en dirección a la
puerta. Cuando estuvo cerca, la abrió por completo sorprendiendo a la joven que
dio un grito. Mirando fijamente a Victoria y en medio de una risotada, Alfredo la

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invitó a pasar. Carlos dejó de tocar al notar que había alguien más con ellos.
Victoria estaba sonrojada de vergüenza, se disculpó con sus patrones y les dijo que
eso nunca más volvería a ocurrir, pero ellos no estaban enojados. Alfredo quería
que su hijo conociera a la nueva empleada doméstica. Era una muchacha que a él le
parecía agradable e interesante. Le ofrecieron seguir y sentarse con ellos hasta que
Carlos terminara de tocar. Victoria se sintió incómoda, quería salir corriendo del
lugar. Alfredo le contó a Carlos que Victoria, esa muchacha bonita y graciosa, era la
hija de Gustavo y que ahora trabajaba en la casa. Carlos se presentó como era
debido, y sin quitarle el ojo de encima, le pidió que se quedara a acompañarlos. La
muchacha le había gustado. Carlos sintió una profunda atracción por la bella
Victoria, le gustó escuchar su nerviosa voz tratando de explicar el por qué estaba
allí espiándolos, pero más le gustó ver su hermosa y joven figura. Luego de la
interrupción, la tarde de piano continuó como continuaría el apasionamiento
secreto de Carlos por Victoria. Fue tanto el gusto del hombre por la nueva
empleada que empezó a pasar más tiempo en la casa, cuando antes si acaso estaba
para tomar el café de la mañana.
» En ocasiones y sin que Victoria advirtiera la presencia de Carlos, él la
observaba en silencio mientras ella hacia el quehacer. El interés del solitario Carlos
por Victoria iba en aumento y definitivamente era un interés que distaba mucho del
simple trato laboral. Carlos quería acercarse más sin espantar a la joven, por lo que
de manera muy hábil e improvisada entablaba conversaciones con ella, le ofrecía
libros de su biblioteca porque había descubierto en medio de sus improvisadas
charlas que a Victoria le apasionaba la lectura. También le contaba la historia de
cómo su familia llegó hasta las tierras de Rio Negro, de sus viajes, de su vida en la
ciudad, entre otras historias que resultaban atractivas al oído de la joven, y Alfredo
que sabía el interés actual de su hijo, secundaba a este para hacer sentir más
confiada a Victoria. Un día, mientras Leonor y Victoria cocinaban juntas el
desayuno, Leonor le dijo a su joven ayudante:
–Es usted muy lista, muchacha. Creo que siempre lo ha sido, pero no se fíe
únicamente de la buena fe de las personas. Atienda su intuición.
Victoria miró a Leonor fijamente y sin decir nada, le dio a entender que sabía a
donde iba con ese comentario. Definitivamente su vieja compañera de trabajo se
refería a la confianza que había surgido entre ella y los patrones. Esa relación de
ella con los patrones era mal vista y generaba habladurías. Con la intención de
tranquilizar a Leonor, Victoria, usando un tono de voz encantador y respetuoso, le
dijo:
–¡Nunca me fijaría románticamente en un hombre tan mayor! Solo estoy
interesada en hacer un excelente trabajo. Aparte de eso, solo quiero tener acceso al

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magnifico tesoro que los patrones celosamente guardan en la biblioteca. Hay
montañas de libros y yo puedo leerlos. No se preocupe por las habladurías, que mi
único interés está puesto en los libros.
Leonor sobó la espalda de su compañera y le contestó con tono cariñoso:
–No me preocupan las habladurías, me preocupa usted mi niña.
Victoria recibió bien el consejo de su amiga y le dio un beso en la mejilla, le
hizo un gesto gracioso con la boca y salió apurada de la cocina en busca de agua.
» El tiempo pasaba y Victoria empezó a integrarse muy bien a la vida de la
vereda, el trabajo en la hacienda cada día iba haciéndose más fácil con la guía de
Leonor y el esfuerzo que ella misma ponía por conservar el trabajo, por supuesto le
ayudó mucho tener el apoyo de sus patrones. Por su casa las cosas también iban
mejorando con el pasar del tiempo. Sonia, su mamá, estaba muy agradecida por los
cuidados que su hija mayor le había dado durante su convalecencia. Gustavo, el
padre, aunque al principio no vio con buenos ojos el regreso de Victoria, sin decir
una palabra, mostraba con sus actos a su hija mayor que estaba complacido con su
presencia en la casa. Los rumores por los que algún día se avergonzó de ella ahora
eran simplemente una historia que él ya no escuchaba más. Con sus hermanas no
tuvo que esforzarse, porque entre tejer, limpiar, cocinar, paseos al río y tardes de
lectura, las jóvenes hermanas fueron solidificando su relación. Por tanto, el regreso
de la mayor de las hijas del capataz a la que habían rechazado para evitar
habladurías, resultó siendo motivo de alegría y orgullo en la humilde vivienda de
los Vargas. Por primera vez Victoria sintió ser aceptada, querida y respetada por su
familia. Admirada por vecinos que luego se convirtieron en sus amigos y, por
supuesto, altamente apreciada por su compañera de trabajo Leonor. También se
ganó el desprecio por parte de algunas mujeres de la vereda que sentían envidia y
celos de los elogios que siempre recibía Victoria. ¿Cómo no recibiría elogios? Era
de las pocas personas, tal vez la única en la vereda, que sabía leer, escribir y algo de
matemáticas. Por lo que ella resultaba muy útil no solo para los dueños de la
hacienda, que le encargaban asuntos pequeños relacionados con pagos y compras
en el pueblo, sino que además ayudaba a sus vecinos con varios asuntos donde se
requería de ese conocimiento. Algo más por lo que la joven sentía orgullo, ya que
por fin todos valoraban su presencia y ya no se sentía agobiada por los rumores y
los envidiosos de la vereda.
» Con la llegada de junio se anunciaba el verano, la época más caliente del año
en Rio Negro y sus alrededores, exceptuando a Pico Blanco porque era la vereda
más fresca de la región al encontrarse en una zona más alta. Por aquellas fechas, los
pobladores de Rio Negro se estaban preparando para las fiestas del santo patrono
de la región. Era la celebración más grande que se realizaba en el pueblo. Y aunque

20
Pico Blanco estaba muy retirado del pueblo, ellos, por su cuenta, festejaban a su
santo patrono el primer viernes de junio, como era su costumbre. Aquel viernes los
trabajadores de la hacienda se apuraron para terminar el quehacer del día y poder
salir temprano al festejo que se estaba organizando en la capilla de la vereda.
Leonor le había pedido a Victoria que se encargara de terminar un par de oficios
que faltaban, porque ella debía salir un poco más temprano para ayudar a unos
vecinos con una vaca que tenía sus ubres inflamadas a causa de una infección.
Victoria aceptó cubrir a Leonor. Sabía que su compañera estaba buscando excusas
para evitar tener que ir a la celebración religiosa de la vereda. Ella misma no quería
asistir al evento porque le traía recuerdos no gratos de sus días como empleada del
internado de monjas.
» Leonor salió a su diligencia, se despidió de un abrazo y prometió a Victoria
recompensarla por su gentil ayuda. Sin mucha prisa, Victoria continuó con el
trabajo el resto de la tarde. Sin más que hacer, Victoria decidió ir a la biblioteca de
la casa y leer un poco. De ese modo haría tiempo antes de ir a la celebración.
Mientras tanto, muy cerca de la hacienda, en la capilla de la vereda, se iniciaba
formalmente la celebración del santo patrono y protector de la región. Los
habitantes asistieron a la eucaristía nocturna para luego dar inicio a la fiesta. Hubo
comida, bebida, baile y pólvora. Una gran celebración que nada tenía que envidiar a
las del pueblo. Lo único que opacó la fiesta fue una inesperada lluvia que se abrió
paso sin previo aviso. Afortunadamente la celebración ya estaba pronta a terminar.
»Al día siguiente, la mayoría de la gente durmió hasta tarde para poder
recuperarse de los estragos del licor y el trasnocho. En la hacienda Los Caciques, los
Suárez sabían que sus trabajadores esa mañana llegarían tarde, por lo que el viejo
Alfredo no hizo más que leer un libro y tomar un té que le preparó Leonor
mientras esperaba sentado en el patio trasero a Carlos, que no había llegado la
noche anterior. Leonor había llegado temprano, como de costumbre. Se encargó de
todo el quehacer en la casa mientras esperaba a Victoria que aún no llegaba. En el
transcurso de la mañana poco a poco empezaron a asomar algunos de los
trabajadores. Se les notaba la resaca con solo mirarlos. El día fue lento, silencioso,
pesado y muy caluroso. De esos días en los que no se te antoja nada. Al medio día,
mientras Leonor entraba la leña que estaba en el patio a la cocina, vio a lo lejos a
un hombre que se acercaba rápidamente a la casa en su caballo. Se trataba de
Gustavo, quien desmontó rápidamente, amarró el caballo a medias en la cerca de
madera que estaba justo al lado de la cocina, se acomodó el pantalón y, sin saludar
e ignorando que el viejo Alfredo Suárez estaba sentado cerca de allí, preguntó
directamente a Leonor:
–¿Dónde está? Y espero que no la vaya a encubrir.

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» Por supuesto, la mujer no sabía de quién o qué estaba hablando Gustavo en
ese momento. Gustavo quería saber el paradero de Victoria que, según él, no había
llegado a la casa después de terminar el trabajo en la hacienda y tampoco había
asistido a la eucaristía de la noche anterior. En medio del enojo, Gustavo seguía sin
darse cuenta de que su patrón estaba sentado muy cerca y, sin medir las
consecuencias de sus palabras, acusaba a Victoria de haber pasado la noche en la
cama de su patrón aprovechando la distracción de todos. Leonor trató de calmar a
Gustavo para que bajara la voz y evitar que Alfredo lo escuchara, pero era
demasiado tarde. El viejo escuchó las acusaciones y de inmediato se acercó y dijo:
–Me temo, mi querido Gustavo, que está usted muy equivocado. Mi hijo Carlos
es un hombre honorable que jamás tendría tal comportamiento con una señorita y
menos con su hija.
» Alfredo no se enojó con las aseveraciones de Gustavo, sin embargo el viejo
mostró cierto desazón, pareció descompuesto. Luego le dejó saber a Gustavo que
su hijo Carlos había decidido festejar en el pueblo junto con unos conocidos. Que
salió para el pueblo muy temprano en la tarde y, antes de irse, le dijo que no
regresaría esa noche. También le dijo que vio cuando Victoria dejaba la casa casi
entrada la noche después de haberle servido la cena. Avergonzado, Gustavo se
disculpó por su ligera acusación. Se pasó las manos por la cabeza y se sentó en una
butaca de madera. Alfredo pareció entender la angustia de su capataz, su casi
amigo, y entonces le ofreció su ayuda para buscar a la muchacha si fuera necesario.
Leonor le pasó un vaso con agua que él rechazó. Después de unos minutos se
levantó ya más tranquilo, se despidió, montó su caballo y se fue.
» La tarde pasó y Victoria no llegó a trabajar en la hacienda. Leonor, muy
preocupada por no saber qué estaba pasando, pidió permiso para ir hasta donde los
Vargas y así enterarse de lo que ocurría con su amiga. Estando en la casa de
Victoria, Leonor se ofreció para ayudar en lo que fuera necesario para encontrar a
su amiga. Aprovechando la presencia de Leonor allí, Gustavo y su mujer le
pidieron a ella que les contara todo lo que pensaba hacer su hija esa tarde, pero
nada estaba fuera de la rutina diaria, excepto que la muchacha iría directo a la
capilla y no a su casa como era costumbre. A la casa de los preocupados padres de
Victoria empezaron a llegar amigos y vecinos para ofrecer su ayuda y consuelo a
toda la familia. Cuando hubo la cantidad de personas suficiente, ya siendo muy
tarde, se organizaron en grupos de hombres y mujeres y emprendieron entonces la
búsqueda por diferentes senderos por donde la muchacha habría podido ir. Así lo
hicieron ese sábado y el día siguiente y el siguiente por varios días más. También
dieron aviso a las autoridades del pueblo quienes por su lado buscaron a Victoria
en Rio Negro y sus alrededores, pero al igual que la gente de la vereda, la búsqueda

22
no dio con el paradero de la muchacha. Con los días convertidos en semanas y
Victoria sin aparecer, la gente empezó a dejar de buscar y la angustiada familia se
quedó sola con su dolor por la ausencia repentina de su hija. Por otro lado, la
situación triste por la que pasaban los Vargas se había convertido en un rumor. La
gente hablaba del asunto sin medir palabras. Se dijo que la muchacha estaba
cansada de su familia y aprovechó esa noche para huir sin dar explicaciones. Pero
todas sus pertenencias y el dinero que había ahorrado por meses estaban donde
ella acostumbraba guardarlos, descartando esa posibilidad. Otros dijeron que tal
vez estaba embarazada del patrón y, para no hacer pasar la familia por tal
vergüenza, huyó. Pensaron en que un animal la hubiera podido atacar en la
oscuridad mientras caminaba sola por el sendero que llevaba hasta la capilla, pero
no se encontró sangre o alguna señal de lucha. Nada podía sostener aquella
sospecha. Victoria se había desvanecido aquella noche y no había dejado rastro
alguno que pudiera indicar su paradero.

–Disculpe la interrumpo, Mariela –dijo Francisco–. ¿Me está usted diciendo que
esa muchacha desapareció sin dejar rastro? ¡Pero tal cosa no es posible! Siempre se
deja un rastro.
–Pues así fue como pasó –contestó Mariela quien continuó con el relato.
» La familia de Victoria quedó muy afectada con lo sucedido y tiempo después
decidieron irse de la región para nunca más volver y así mitigar un poco su dolor y
las dudas que los ensombrecieron. Leonor continuó trabajando en la hacienda y
casi todas las noches después del trabajo diario, especialmente las noches de luna
llena para ver mejor, salía a caminar por los senderos de la vereda con la esperanza
de ver aparecer a su querida Victoria. Por su lado Carlos, el patrón y galante
admirador de Victoria, también estuvo afligido por la desaparición de su hermosa
jovencita. Él mismo, en compañía de su padre y trabajadores de la hacienda, estuvo
ayudando en la búsqueda. Colaboró con su capataz en todo lo que se le ofreció
hasta el día en que los Vargas dejaron la región. Carlos se había enterado de la
desaparición de Victoria un par de días después, puesto que no había pasado
aquella noche en la hacienda y solo apareció por allí hasta el domingo en la mañana
y fue Alfredo, su padre, quien lo puso al tanto de la situación que acontecía.

Nuevamente Francisco interrumpía a Mariela, pero esta vez para pedirle que
tomaran un breve descanso.
–Me siento fatigado. Solo serán unos minutos –dijo Francisco.
–Está bien –respondió Mariela–. Este primer tramo es bastante inclinado.
¿Quiere agua?

23
Pero Francisco no quería agua, solo necesitaba parar. La altura estaba haciendo
de la suyas con él. Mientras recuperaba el aliento, Francisco notó desde la altura a
la que ya estaban, que la falda de la montaña era bastante amplia y plana, un valle
muy hermoso, perfecto para el cultivo, pensó Francisco mientras tomaba un
respiro profundo. Mariela estaba parada al lado de Francisco mirando en la misma
dirección y como si leyera los pensamientos del joven dijo:
–Es una buena tierra. Un lugar especial donde se dan todas las condiciones
para que la vida y todo prospere.
–¡Me siento muy ahogado! –dijo Francisco.
Mariela no dijo nada, solo miró con preocupación a Francisco que unos
minutos después mostró sentirse mejor.
–Ya podemos continuar –dijo Francisco.
Entonces Mariela se dispuso a continuar con la marcha, pero de repente
Francisco se sintió mareado y vomitó.
–¡Francisco, por Dios! –exclamó Mariela muy asustada.
–No se preocupe, Mariela. Ahora sí que me siento mejor –dijo Francisco
recostado contra un árbol.
–¿Está seguro? Podemos regresar ahora mismo.
Por supuesto que regresar no era una opción para Francisco quien había
llegado tan lejos en busca de su amiga. Más sabiendo que estaba a tan solo unos
metros de completar su búsqueda. Ya se repondría. Solo era el efecto de la altura,
pero sentía vergüenza por estar físicamente en tan mala condición. Por el contrario,
Mariela estaba entera. Se encontraba tal cual habían salido de la casa. De hecho,
estaba caminando entre la vegetación un poco alejada del camino. Parecía que
buscaba algo. Regresó, le pasó unas hojas a Francisco y le indicó que las masticara
hasta sacarles el jugo. Que tragara ese jugo y que luego escupiera el afrecho. El
muchacho obedeció paso a paso, luego ella le ayudó a recostarse en el piso y puso
sobre su frente un pañuelo que previamente había mojado con un líquido café que
olía a Ginger y limón. Le pidió que cerrara los ojos y que en unos minutos se
sentiría mejor. Aunque lo que Mariela hacía a Francisco le pareció innecesario y
extraño, él obedeció las indicaciones de la mujer sin reprocharla y, efectivamente,
unos minutos después, Francisco ya estaba recuperado y emprendiendo la marcha
nuevamente.
–Gracias, Mariela. No sé cómo hizo, pero ha logrado que me sienta como
renovado.
Mariela le contestó que agradeciera a la naturaleza pues era ella quien lo había
mejorado, luego le sugirió a Francisco que caminaran más lento. No había prisa. El
Bebedero del Colibrí ya estaba muy cerca. A Francisco le alentó saber que no quedaba

24
mucho para llegar, y estuvo de acuerdo con Mariela en que era mejor caminar
lento. Francisco estaba muy emocionado y respirando mejor. Ya dentro de poco y
con suerte iba a encontrar más rastros de Laura. Al avanzar la mañana, el sol estaba
brillando más, pues la niebla había desaparecido. El cielo estaba totalmente
despejado. El cielo azul sobre ellos aumentaba las esperanzas de Francisco. Para él
era una señal que indicaba que iba en la ruta correcta. Entre tanto, él imaginaba
finales acordes a sus deseos de cuando encontrara a Laura. Mariela por su lado no
le quitaba la mirada a su joven y débil acompañante. Quería estar lista por si él
llegase a necesitar nuevamente su ayuda. Entonces el muchacho le pidió que
continuara con la historia de Victoria.
» Pues, como le venía contando, la desaparición de Victoria había afectado a
muchos, pero la vida debía continuar. Alfredo y Carlos se fueron a la capital de
manera indefinida porque querían explorar otros negocios y dejaron al nuevo
capataz a cargo de todo mientras ellos estuvieran fuera. Se pensó que los señores
ya no regresarían por la hacienda, pero pasados un par de años desde la partida de
los Suárez, una mañana el capataz reunió a todos los trabajadores para anunciarles
el regreso de Carlos y su esposa Roberta. El patrón se había casado y regresaba
para vivir en la hacienda con su esposa. De modo que todo debía estar muy limpio
y en completo orden para su llegada. Así que el capataz dio órdenes estrictas a
Leonor y a otras dos mujeres que habían sido contratadas para las labores
domésticas de la hacienda de cómo quería encontrar el patrón la casa. Tanto la casa
como todo lo demás en la hacienda debería estar en orden para la llegada de los
patrones. Con las órdenes dadas, el trabajo se inició sin más dilación. Carlos y
Roberta, en compañía de su pequeña hija Eugenia, llegaron un lunes en la mañana.
Descargaron el equipaje, se acomodaron en la habitación que Carlos acostumbraba
a usar de soltero, y tomaron un descanso largo y recuperador. El viaje desde la
capital los había dejado muy agotados por lo que hasta el día siguiente se reunieron
con los empleados. Carlos presentó su esposa e hija a los empleados y les dejó
saber a todos que su esposa era una extensión de él mismo. Lo que ella y su hija
necesitaran debía ser prontamente atendido como lo habían hecho con él y su
padre por muchos años. Todos estaban muy sorprendidos con la nueva vida que
tenía el patrón. Jamás le habían conocido mujer alguna o novia y ahora tenía esposa
e hija. Era una situación aparentemente normal en la vida de cualquier hombre,
pero con su patrón que siempre se había mostrado tan solitario y feliz de serlo, fue
algo que no dejó de sorprender. Pero ahora era casado y su esposa, como ya lo
había dicho, era como él mismo.
» Afortunadamente Roberta una mujer de estatura mediana, robusta, de piel
muy blanca y cabellos muy negros, de no más de 30 años, mostró desde el primer

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día buena disposición para con la gente de la hacienda. Roberta era de mirada seria,
parecía enojada pero sorprendía con su encantador y amable trato. Trataba a todos
con mucho respeto. De ese modo la mujer del patrón se fue ganando el aprecio de
todos. Mientras Roberta se encargaba de que en la casa todo marchara bien, Carlos,
por su parte, se puso al tanto de los negocios para poder estar al frente de todo
nuevamente. Al poco tiempo de haber llegado la pareja a la hacienda, llegaron dos
jovencitas. Carmen, de siete años, e Isabel, de ocho. Ambas hijas de Roberta con su
anterior esposo ya fallecido. Las niñas llegaron desde una institución educativa
donde estaban internas para instalarse en la hacienda indefinidamente con su
mamá, y aunque al principio les costó acostumbrarse al campo, con el pasar de los
días las niñas parecían estar más cómodas con la nueva vida, aunque la noche las
seguía asustando con sus extraños sonidos. Para la pequeña Eugenia, por ser casi
un bebé, todo fue más fácil, pues no se molestaba por el calor o los mosquitos, y
menos le molestaban lo sonidos de la noche. Era una niña juguetona, hermosa y
muy obediente. «Una niña del campo» como su padre decía orgulloso a Leonor que
se ocupaba de ella. Eugenia era la luz de Carlos. Se notaba que amaba a su hija más
que a nadie en el mundo, pero extrañamente Roberta era diferente con Eugenia.
Roberta no se mostraba cariñosa con su hija menor, como sí lo era con Carmen e
Isabel. La trataba bien, pero era distante con la pequeña.
» Ya instalados todos en la hacienda, la vida empezó a tornarse normal y
rutinaria para la nueva familia. Roberta ocupaba las mañanas en dirigir la
instrucción académica de sus hijas. Vigilaba que los oficios de la casa estuvieran
siempre al día, que no hiciera falta nada. Cumplía con sus obligaciones religiosas
como buena católica. Era generosa en sus donaciones a la capilla de la vereda. En
sus tardes libres iba a la capilla para enseñar a los niños de la vereda la catequesis.
Roberta era una mujer llena de cualidades por las que ya se le daba reconocimiento.
Carlos, por su lado, estaba entregado ciento por ciento al nuevo cultivo de cítricos.
Él se limitaba a mantener estable el negocio familiar y a darse de vez en cuando
una escapada a la cantina del pueblo. Las niñas crecían, jugaban, estudiaban y
disfrutaban de la apacible vida en el campo. Todos atendían sus menesteres
juiciosamente y la vida en la hacienda era buena.
» Para el cumpleaños número seis de Eugenia, la menor de las niñas, la familia
festejó en casa. Se reunieron para el almuerzo, y el plato fue tortillas de maíz fritas
con guiso de carne, el favorito de la niña y, por supuesto, pastel de cerezas con
queso fresco. Destaparon regalos, bailaron y cantaron mientras Carlos tocaba el
piano. Fue una gran celebración familiar. Carmen e Isabel, de doce y trece años ya,
estaban sentadas en el piso jugueteando con Eugenia mientras sus padres
conversaban y bebían vino. Después de un rato, Isabel se aburrió y decidió retirarse

26
a su habitación, pasos que siguió Carmen dejando a su hermana menor jugando
sola con sus juguetes en la sala. Por edad las mayores eran más cercanas, se
entendían mejor y definitivamente ya no les interesaba tanto jugar con muñecas.
Eugenia, sin que nadie lo notara, salió de la casa y fue a jugar cerca, a un guadual
que estaba justo al lado del jardín de la casa y que conducía a uno de los senderos
para salir de la hacienda. Jugar allí era algo que Eugenia siempre hacía bajo la
supervisión de Leonor, pero en esta ocasión las empleadas, incluyendo a Leonor, se
habían retirado a sus casas más temprano por ser domingo.
» Con tanto silencio en la casa, Carlos, de repente, sintió como si algo
anduviese mal. Se levantó de su silla un poco asustado, giró la mirada por todos
lados corroborando que las niñas ya no estaban cerca, entonces le pidió a su esposa
que revisara el segundo piso para ver si las niñas estaban en sus habitaciones. Él,
por su parte, dio un vistazo en la cocina, la biblioteca, la sala de música, buscó por
todos lados, pero no vio a nadie. Roberta revisó el segundo piso donde encontró a
sus hijas mayores en la habitación peinándose el cabello y charlando. Todo estaba
bien con ellas. Entonces Roberta continúo buscando a Eugenia, pero la niña no
estaba. Bajó para decirle a Carlos que no lograba hallar a Eugenia. Carlos decidió
echar un vistazo afuera en el jardín, pero nada. El hombre se estaba alterando y
corrió alrededor de la casa para ver si por algún lado estaba Eugenia, pero no la
encontró. Carlos estaba nervioso, alterado y su esposa pensaba que estaba
exagerando su reacción, pero él se justificó diciendo que le preocupaba que
Eugenia estuviera sola y lejos de la casa porque parecía que iba a llover. Junto con
Carmen e Isabel la pareja buscó de nuevo en la casa, pensaron que tal vez la niña se
habría dormido en algún rincón y por eso no contestaba. Desafortunadamente no
fue así. Eugenia no estaba en la casa. ¿Dónde más podría estar? Todos estaban
angustiados. Ya habían pasado varias horas y Eugenia no aparecía. Además, como
había pensado Carlos, ya estaba lloviendo muy fuerte. Carlos buscó a varios de sus
empleados, a su capataz y en su compañía salió a buscar nuevamente por los
alrededores de la casa. Buscaron donde sabían que Eugenia siempre jugaba,
especialmente en el guadual, pero no la encontraron. Roberta se quedó en casa con
sus otras hijas, que se sintieron culpables por no haber sabido cuidar a su hermana.
Isabel estaba llorando porque, al ser la mayor, debía haber sido más cuidadosa con
Eugenia, pero Roberta les aseguró a sus hijas que Eugenia pronto volvería y que
todo eso sería simplemente una mala experiencia, que nadie era culpable de nada
porque nada iba a pasar.
» Cuando ya casi eran las cinco de la tarde y el día se iba terminando, el capataz
le sugirió a su patrón que regresaran a la casa, que con menos luz cada vez la
búsqueda iba a ser más difícil. Carlos sabía que era lo más sensato en ese momento.

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Además, el terreno se estaba poniendo cada vez más resbaloso y peligroso porque
la lluvia no cesaba. Cabizbajos y preocupados, decidieron regresar. Cuando
caminaban en dirección a la casa, se escucharon unos gritos.
–¡¡La encontramos, la encontramos!! ¡¡Está aquí, en el guadual!!
» Eufórico y con el corazón que se le salía del pecho, Carlos corrió como loco
de vuelta al guadual. Estaba tan descontrolado que se resbaló y cayó al piso un par
de veces. El cielo se empezó a despejar un poco y en medio de las oscuras nubes se
podían apreciar unos rayos de sol sobre la montaña. También había dejado de
llover. Por el sendero que llevaba al guadual, Carlos pudo ver que venía Eugenia de
la mano de uno de los trabajadores y parecía estar bien. La niña dijo que había
estado todo el tiempo jugando en el guadual y que nunca escuchó que la llamaran,
que simplemente decidió volver porque ya parecía estar oscureciendo y tenía que
regresar antes de la puesta del sol, como siempre le decía su mamá. ¿Un juego de la
niña? ¿Le divertía ver cómo la buscaban? Tal vez solo se quedó dormida, quién
podría saber. Lo más curioso del asunto es que Eugenia no estaba mojada, ni
embarrada. Estaba impecable tal cual había salido de la casa. Pese a todo, la familia
estaba feliz de tenerla de vuelta. Los detalles de la situación podrían esperar. La
angustia había pasado y ya todos podían ir a descasar tranquilamente.
» Al día siguiente, Carlos y el capataz fueron al guadual para investigar.
Pensaron que iban hallar una especie de casa, refugio o algo parecido donde
Eugenia se habría escondido. No encontraron nada. Simplemente el guadual. Nada
les indicaba que hubiese un lugar donde Eugenia se hubiera podido esconder y
resguardarse de la lluvia. Las respuestas de Eugenia tampoco resolvían las
preguntas que surgieron de su extraña desaparición. Carlos fue en busca del
hombre que venía de la mano con Eugenia para saber dónde exactamente la había
encontrado, pero él solo la había visto cuando ya estaba en el camino. Quien la
había encontrado era otra persona, un tal Bigotes, como le decían. Carlos se
entrevistó con Bigotes y este le dijo que cuando ya se disponían a regresar, él solo
volteó a mirar hacía el guadual y vio que algo se movía. Se paró, y como no lograba
ver bien, se acercó. Entonces vio cómo Eugenia caminaba de frente a él y, una vez
la niña estuvo cerca, lo miró, le sonrió y le extendió la mano. Era todo lo que había
visto. Sin más respuestas, Carlos finalmente decidió dejar el asunto así. Había sido
una travesura de Eugenia. Sin embargo, Bigotes había visto más, solo que no quería
hablar de eso porque le causaba miedo tan solo recordar. Cuando el hombre
descubrió la niña entre el guadual, se puso blanco, quedó inmóvil frente a ella, y no
le daba la mano. Por eso su compañero fue quien, al darse cuenta de lo que pasaba,
corrió para darle la mano a Eugenia y empezó a gritar que la habían encontrado.
Cuando Bigotes habló con sus compañeros del hecho, dijo cosas que asustaron a

28
todos. Dijo que detrás de Eugenia había alguien que él no pudo reconocer bien
porque parecía más una sombra. Esa silueta con forma de sombra parecía
desvanecerse entre el guadual y una tenue luz azul a medida que Eugenia avanzaba
hacía Bigotes. Él, aunque quería moverse, no podía. Dijo que un frío recorrió todo
su cuerpo y quedó paralizado. Sintió la mano tibia de Eugenia tocando la suya,
pero él no podía apretarla. Mientras él se estaba mojando, a Eugenia no le caía ni
una sola gota de agua. También se dio cuenta de cómo el cielo se despejaba y
dejaba de llover. Estaba aterrado. Jamás había experimentado una sensación de
terror igual.
–Creo que Eugenia estaba en compañía de un demonio. De un espíritu oscuro
–dijo lleno de horror Bigotes.
Por supuesto, la historia empezó a divulgarse rápidamente. De boca en boca
cada uno daba sus retoques, convirtiendo a Eugenia en la niña que caminaba con
espectros, demonios y brujas.
Francisco se detuvo de repente. Se agachó y de inmediato se puso de pie.
Luego con la cara tan blanca como un papel miró a Mariela, que estaba unos pasos
delante y quien no se sorprendió al notar la palidez de su acompañante. Francisco
parecía estar un poco mareado otra vez.
–Es escalofriante para mí también con solo escucharlo –dijo Francisco con la
voz fatigada–. No quisiera nunca estar en los zapatos de ese tal Bigotes. Ese tipo de
historias dan miedo, pero son muy comunes en el imaginario de un pueblo. Tanto
que terminan siendo parte intrínseca de su cultura. Hace parte de su interesante
diario vivir.
–Es verdad. Todos esos cuentos hacen parte de la historia que trazamos
diariamente. Como se lo prometí, Francisco, está usted a menos de un metro de El
Bebedero del Colibrí.
Francisco se preguntaba «¿cómo iba a estar un metro más adelante?» Pensó que
tal vez Mariela estaba confundida porque, aunque el camino era más plano y
amplio, arriba, aparte de ver montañas y árboles, no podía ver nada más. Por lo
menos no a simple vista.
–¿Está segura de que es aquí? –preguntó Francisco sin dudarlo–. Se supone
que, al llegar a ese punto de El Colibrí, debería de haber un camino a la izquierda
que atraviesa la montaña y lleva a unos campamentos.
–Es justo aquí. Lamento que esté decepcionado, pero los únicos caminos
son… acérquese más por acá y le enseño. Tenga cuidado con los rastrojos. Algunos
cortan la piel y otros con solo rozarla producen ardor. Estas son las trochas que
hay por aquí. Esta, más corta –señaló con el dedo Mariela–. Nos lleva a un

29
pequeño lago, donde hay muchas florecitas y vienen muchos colibríes por ese
néctar. Ahora ya conoce el origen del nombre del lugar.
Pero el tal lago no estaba muy lejos. Tal vez a unos seis metros o menos. Se
podía ver desde donde Francisco estaba parado. La otra trocha solo daba un
semicírculo que los adelantaba unos pasos en el camino y desde ahí el sendero
llevaba directo a las plantaciones que estaban en la ladera de la montaña y al caserío
de campesinos. Era todo. Francisco sacó de su mochila una cámara fotográfica y su
cuaderno de notas y empezó a registrarlo todo. Caminó hasta el lago para verificar
que no hubiese caminos ocultos, revisó minuciosamente cada paso que daba en
busca de rastros u objetos que pudiera reconocer y darle respuestas. Hizo lo mismo
con el otro atajo, pero no halló nada de su interés. Mientras tanto, Mariela lo
esperaba sentada en una piedra cerca del camino por donde habían llegado. A ella
no le preocupaba que el muchacho se extraviara, porque el sendero conducía al
lugar donde ella estaba sentada. Después de un rato de dar vueltas y vueltas,
tocarse la cabeza y leer una y otra vez sus notas, Francisco le preguntó a Mariela si
podían seguir subiendo, que tal vez habría otros caminos que pudieran seguir,
porque lo observado no coincidía con sus datos.
Desafortunadamente la respuesta de Mariela fue un no. El punto donde ellos
estaban era el fin de los senderos de la vereda. Más arriba solo encontrarían un
espeso bosque. Al bosque de vez en cuando subían personas para cazar, pero no
era muy común y no se adentraban muy profundo en la montaña. Por eso no había
caminos. Mariela pensaba que Laura y sus amigos no habían ido por esa zona. Tal
vez la ruta de los estudiantes fue otra o la pista de Francisco estaba equivocada. Lo
único cierto era que esos senderos no llevaban a ninguna otra parte, y El Bebedero
del Colibrí era el sitio más alto de la montaña donde cualquiera podía llegar.
–No es posible. La misma Laura en su investigación encontró que la mayoría de
las desapariciones de otras personas ocurrieron en El Bebedero del Colibrí, en la
vereda de Pico Alto, municipio de Rio Negro. Muchas veces se lo escuché decir.
Estoy seguro de que vino a este lugar. De hecho, en un cuaderno de notas que
pertenece a Laura, este que tengo en mi mano, está escrito y hay una especie de
mapa dibujado. Mire usted misma, Mariela.
–Francisco, escúcheme. Este lugar es enorme y hay muchos senderos que se
entrelazan y llevan a muchos lugares. Yo los conozco todos, he vivido aquí casi
toda mi vida y le aseguro que desde este punto no se puede subir más a la
montaña. Tal vez Laura fue por otra vía al ver que aquí no había nada interesante
para su trabajo. Tal vez en medio de su investigación descubrió que estaba
siguiendo una pista errada y cambiaron sus planes durante la marcha. Lamento
mucho que todo termine así.

30
Después Mariela sugirió regresar por un estrecho sendero a su derecha que los
llevaría al caserío de campesinos. Ella pensó que tal vez algún lugareño habría visto
algo que fuera de su interés, además ese caserío estaba de camino a la casa, por lo
que no sería una pérdida de tiempo ir hasta allá. Para Francisco era absolutamente
increíble llegar hasta el mentado lugar y descubrir nada. Él se estaba regresando
peor que antes. Estaba confundido porque no sabía qué más hacer. Todas las
conjeturas de Mariela eran posibles, pero según él, poco probables. Conocía muy
bien a Laura. Ella habría regresado a la ciudad si no hubiese encontrado nada en
Pico Blanco. Habría regresado para hacer un nuevo plan. Francisco estaba seguro
de que Laura le habría contado los resultados de la investigación.
Desanimado y sin otra cosa para hacer aceptó ir al caserío, tal vez algún
habitante del lugar o de zonas aledañas hubiese podido ver algo que lo llevara de
nuevo tras el rastro de Laura. El positivismo de Mariela animó a Francisco.
–Vamos a salirnos del camino principal e iremos por este sendero a nuestra
derecha, es un atajo. Un kilómetro más adelante encontraremos la comunidad de la
que le hablo. Seguramente alguna buena información vamos a encontrar.

**
Mariela hablaba muy entusiasmada de su plan. Le halagaba que Francisco
depositara su confianza en ella. Él estaba nuevamente emocionado, pero con una
extraña mezcla de sentimientos. Un revoltijo emocional que ni él mismo entendía.
Por un lado, aliviado de no encontrar terribles verdades, pero al mismo tiempo
infeliz por estar peor que al inicio, sin nada. Tal vez la mujer estaba equivocada, tal
vez existía otro lugar con el mismo nombre y Mariela no lo sabía. Eran muchos los
pensamientos que venían a la mente del muchacho. Cabía la posibilidad de que
Mariela tuviera razón al pensar que Laura ni subió la montaña. Ahora solo quedaba
poder recoger algo de información relevante en ese caserío que le permitiera
recuperar la esperanza. De lo contrario, solo restaba regresar a la casa, tomar sus
cosas y marcharse. A paso largo y cuidadoso, Mariela empezó a bajar la montaña y
Francisco la seguía lentamente. Era un camino estrecho e inclinado. Había que
tener cuidado porque el suelo estaba aún resbaloso. Como buena anfitriona,
Mariela le mostró a su acompañante cómo y de dónde debía sostenerse y lo
advirtió de tener cuidado para no resbalar. No es que Francisco fuera un niño
consentido que no podía ni dar un paso solo. Por el contrario, era un valiente al
estar en tierras lejanas y desconocidas tratando de resolver el misterio de la
desaparición de sus amigos. Solo era necesario no perderle de vista.
–No prometo nada, pero estoy haciendo mi mayor esfuerzo para no resbalar –
dijo Francisco entre risas nerviosas.

31
–Entonces estaré lista para esquivarlo si su esfuerzo resulta infructuoso –
respondió Mariela también riendo.
A Francisco le interesaba saber más de la historia de la hacienda para distraer su
ansiedad y decepción. Él pensaba que la historia de la hacienda y sus demonios era
una buena manera de escapar de los propios. Además, la manera como Mariela
narraba la historia era fascinante y muy particular. Francisco se sentía afortunado
de tener la compañía de tan interesante mujer esa mañana y ahora reconocía que
esa mujer había resultado ser más útil de lo que él pensó. Se sentía feliz de que
Mariela fuera todo lo contrario a lo que imaginó, pues llegó a pensar que se iba a
encontrar con una mujer vieja y gruñona que iba a echarlo de su casa justo llegar.
Pero para su buena fortuna, ella era lo opuesto.
–¿Puedo hacerle una pregunta personal? –dijo Francisco.
–Las preguntas personales son las que más me aterran, pero ¿cómo se evitan?
Puede preguntar. No sé si yo vaya a responder.
–Tengo curiosidad por saber si alguien más vivió en la casa con usted. ¿Tal vez
su familia en otro tiempo? ¿Tal vez los anteriores propietarios eran una familia
grande? Es que es una casa enorme donde podrían vivir unas diez personas
holgadamente.
Sí que era una casa grande habitada únicamente por Mariela. Hacía mucho que
la familia de ella había dejado Pico Blanco. Decidieron ir en busca de nuevos
horizontes.
–A mi familia le gustaba mucho esta tierra, amaban vivir en la vereda –dijo
Mariela– pero la naturaleza nómada y aventurera de los humanos inquieta el alma
haciendo que uno vaya en busca de nuevos retos. Por eso mi familia ya no está en
la zona.
Luego de satisfacer la curiosidad de Francisco, Mariela lo advirtió de unos
árboles de tronco rojizo a los que se les llamaba los pica-pica. Estaban cubiertos por
una fina pelusa que, al tener contacto con la piel, picaba mucho formando un
enrojecimiento e incomodidad que podía durar varias horas.
–Gracias por la advertencia, pero creo que ya tengo pelusa en mi mano –dijo
Francisco–. Lo tendré en cuenta para el próximo pica-pica que me encuentre.
–¡Ay, lo siento! ¡Debí advertirlo antes!
–Está bien. Creo que ese pica-pica no tenía mucha pelusa. Solo voy a echarme un
poco de agua y estaré bien. Mejor cuénteme más de la historia de la hacienda.
Estoy curioso por saber qué va a pasar con toda esa historia que inventó Bigotes.
» Como era de esperarse, las habladurías sobre lo que pasó con Eugenia aquella
tarde no pararon y cada vez se inventaban cosas aún más aterradoras. Era como
alimento para la imaginación. Una manera de pasar el tiempo libre. Los que sí no

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disfrutaron mucho de todo el asunto fueron los Suárez. En la casa se iba armar una
situación bastante pesada. A oídos de Carmen e Isabel llegaron aquellas
habladurías, lo que provocó que tuvieran todavía más miedo en las noches y
aumentaba si su hermana menor estaba con ellas. Empezaron a pasar situaciones
extrañas en la casa acompañadas de un comportamiento inusual por parte de
Eugenia. Carmen e Isabel decían que les aterrorizaba estar con Eugenia, porque de
repente se ponía tiesa como un pedazo de madera y luego empezaba a flotar sobre
el piso, que sus ojos parecían llenos de sangre, que en las noches se paraba a la
orilla de sus camas, las observaba en la oscuridad y luego salía corriendo. Carmen e
Isabel se quejaban todo el tiempo de Eugenia. La acusaban de decir cosas horribles
no solo a ellas sino a las empleadas de la casa. Parecía todo un invento o un juego,
pero al final una situación que estaba deteriorando la tranquilidad del hogar. La
situación dejó de ser un juego para convertirse en algo más serio.
Una mañana, mientras todos tomaban el desayuno en la cocina, Eugenia se
acercó a Helena, la muchacha que les estaba sirviendo, y le dijo:
–Va a ser una niña, pero está sufriendo. Se va a morir justo cuando nazca.
–¿Qué has dicho, Eugenia? ¿Cómo puedes decir tal cosa? –le dijo Roberta a su
hija mientras Helena salía espantada de la cocina.
» La pobre estaba asustada con las palabras de la niña bruja, como la llamaban
en la vereda. Roberta salió tras la mujer para pedirle excusas por el mal
comportamiento de Eugenia, y decirle que no les diera importancia a las palabras
de una niña. Carlos tomó a Eugenia del brazo y la bajó de su silla bruscamente. La
llevó hasta su habitación, donde la dejó encerrada. Los demás en la mesa se
quedaron en silencio absoluto. La violenta reacción de Carlos con Eugenia les
tomó por sorpresa. El hombre sereno estaba cruzando el límite de su paciencia. El
mal comportamiento de Eugenia, las quejas de Carmen e Isabel y todo ese jueguito
tonto de fantasmas, más las habladurías en la vereda, lo hicieron reaccionar de esa
manera. Carlos estaba alcanzando su límite y no quería aguantar las tonterías de sus
hijas. Ya bastante tenía con el trabajo como para sumarle más estrés a su vida. Toda
esa tontería del guadual y sus demonios debía parar.
» Aprovechando que el abuelo Alfredo estaba de vuelta en la capital, luego de
unas largas y merecidas vacaciones fuera del país, Carlos le pidió a su padre recibir
a Roberta y a las niñas en su casa por una temporada corta para así alejarlas del
tonto asunto del guadual. Las niñas estaban felices por la nueva noticia y no se
quejaron. Les ilusionaba pasar una temporada en la capital. Alfredo aceptó el plan
no solo por ayudar a su hijo sino porque disfrutaba pasar tiempo con sus nietas. La
otra parte del plan fue prohibir que en la hacienda se volviera hablar del asunto de
Eugenia y el guadual. Quien lo hiciera debería darse por despedido. La segunda

33
parte del plan de Carlos fue la más difícil porque controlar lo que la gente quería
decir sería una tarea tediosa. Sin embargo, Carlos lo intentó y pensó que
amenazando de esta forma a los trabajadores dejarían el asunto del guadual. En
todo caso, decididos, dieron paso al plan y empezaron emprendiendo rumbo a la
capital un miércoles por la mañana. Allí se instalaron y, equipadas con todo lo
necesario, las mujeres se convirtieron en la nueva compañía del abuelo. Con ellas se
llevaron a Leonor, su empleada de confianza, para que se encargara de cocinar y
limpiar. Una vieja amiga del abuelo fue contratada para estar a cargo de todo lo
relacionado con la parte académica de las niñas, así tendrían apoyo y su
rendimiento escolar no bajaría. Roberta aprovechó el tiempo en la ciudad para
visitar familia y viejos amigos e ir de compras. Eugenia, como de costumbre,
pasaba la mayor parte del tiempo con Leonor, la niña la quería mucho. Sentía
apego por la vieja que horneaba galletas de chocolate para ella y la que siempre
tenía una buena historia para contar antes de ir a dormir.
» Entre la rutina diaria, visitas a familiares, fines de semana en compañía del
abuelo, caminatas por los parques de la ciudad, el zoológico y otras actividades, el
asunto que incomodaba a la familia fue quedando en el pasado. La vida en la
ciudad era excitante, menos aburrida por lo que el tiempo se les fue pasando
rápidamente. Pasados ya tres meses en la ciudad era tiempo de regresar a la
hacienda. Roberta necesitaba ocuparse de su esposo y de muchos otros asuntos
que debió dejar parados por atender y mejorar la convivencia de la familia. De
regreso a la hacienda el abuelo Alfredo decidió acompañar a la familia y tomarse un
breve descanso en el campo, lejos del ruido y el humo de la ciudad. De nuevo la
familia estaba completa y pasando juntos muy buenos momentos.
» Roberta era una mujer interesante y muy trabajadora. Había decidido
encontrar un lugar en la casa de la hacienda donde ella pudiera enseñar a los niños
de la vereda. Estaba muy entusiasmada con la idea de que la hacienda diera a los
hijos de sus trabajadores la educación básica. Con tantos libros y espacio, ella con
buena disposición y tiempo libre, ¿por qué no hacerlo? Carlos apoyaba a su mujer
en todo y le dio su aval para que escogiera el lugar que ella considerara adecuado
para tal labor. Leonor le sugirió a Roberta usar el antiguo cuarto de herramientas
que había en la parte trasera de la casa y que ya llevaba años cerrado. No se usaba
para guardar herramientas hacía mucho. Roberta mandó a abrir aquella habitación,
la revisó y definitivamente era lo que ella necesitaba. Había mucho trabajo por
hacer, mucho que ordenar y limpiar; por lo que las tres domésticas de la casa se
pusieron de inmediato a limpiar la vieja habitación de herramientas. Mientras
limpiaban, una de las mujeres encontró una caja con ropa. Se la mostró a su jefa y
ella le ordenó botarla. Leonor le pidió la caja a su compañera para darle una

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segunda revisada y con sorpresa halló dentro el vestido que Victoria llevaría a la
celebración de la capilla la noche que desapareció. La mujer sintió que el aire le
faltaba. La cabeza le empezó a dar vueltas y tuvo que recostarse contra la puerta
para no irse contra el suelo.
» ¿Cómo era posible que su vestido estuviera en esa caja? Se preguntaba Leonor
una y otra vez, sentada en su mecedora en la puerta de su casa. A la mujer le
llegaban muchos recuerdos de aquel triste día cuando por última vez abrazó a su
amiga. Al tiempo pensaba en cómo pudo llegar el vestido de Victoria a esa caja,
cuando ella debió llevarlo puesto cuando dejó la casa rumbo a la capilla. Algo
estaba equivocado en la versión que dio Alfredo Suárez cuando vio salir a la
muchacha. Victoria nunca dejaría la casa de la hacienda con el uniforme puesto.
Era vanidosa y le gustaba verse bien presentada siempre, más aún esa noche.
Leonor revoloteó de un lado para otro pensando en lo que había podido pasarle a
Victoria y ella, que siempre había querido creer que su amiga huyó en busca de una
mejor vida, ahora se sentía triste de pensar que tal vez Victoria jamás había salido
siquiera de la hacienda.
» Ya todo estaba listo para la inauguración del salón de clases de la hacienda, al
que Roberta llamó El laboratorio de genios. Organizaron una pequeña fiesta, con
comida, bebidas y regalos para hacer que todos los niños se animaran a asistir. Por
su puesto el párroco del pueblo, que también asistía la eucaristía de la vereda, fue
invitado para que diera su bendición. Al igual que el párroco, el alcalde del pueblo,
comerciantes y otras personas respetadas de Rio Negro y cercanas a los Suárez
fueron invitadas. Roberta quería mostrar con orgullo su buena obra para con la
gente de su vereda. La familia entera la apoyaba. Estaban todos debidamente
vestidos y dispuestos para empezar a recibir a los invitados. Antes de que
comenzara la inauguración, Roberta le recalcó a Leonor que su labor esa tarde era
exclusivamente cuidar a Eugenia, que no necesitaba otra cosa de ella ese día.
Leonor encantada cuidó de la niña. No le quitaba el ojo de encima así sus
pensamientos estuvieran clavados en Victoria y en el reciente descubrimiento de su
vestido.
» Uno a uno los invitados fueron llegando. Cada uno dio el visto bueno a la
iniciativa de la señora Suárez y le desearon gran éxito en su proyecto educativo. Fue
una espléndida celebración que no escatimó en gastos para atender a los invitados,
especialmente a los niños, los grandes protagonistas de todo aquel alboroto.
Mientras la tarde transcurría Leonor fue con Eugenia a dar una caminata para
alejarse por un momento del ruido y dar calma a su ya perturbada tranquilidad.
Caminaron cerca del guadual donde meses antes Eugenia había estado perdida.
Cuando estuvieron muy cerca, la niña se detuvo y no quiso avanzar más.

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–¿Qué pasa, cariño? –preguntó Leonor a Eugenia.
La niña no quería seguir para no desobedecer las ordenes de su madre que le
había prohibido regresar al guadual y le pidió a su querida niñera que fueran por
otro sendero. Leonor comprendiendo la obediencia de su pequeña acompañante
cambió de ruta. Fue a la quebrada usando un sendero alterno que ella conocía.
Durante la caminata, Eugenia le dijo a Leonor que la chica que vive en el guadual
siempre está muy alegre, pero a veces se pone triste al ver que su vestido está sucio.
También porque quiere regresar con su familia.
–¿De qué chica hablas? –preguntó Leonor.
–Es la chica bonita que vive en el guadual con otros niños –respondió
Eugenia–. Esos niños son sus amigos y a veces pueden venir con ella al guadual.
Leonor conocía muchas historias de la región, pero jamás había escuchado
sobre ninguna niña o niños viviendo en un guadual. Pensó que sería la imaginación
de Eugenia y simplemente la dejó continuar. Ella ahora tenía su cabeza hecha un
enredijo de conjeturas como para darle importancia a las historias de fantasía de
Eugenia. Leonor solo respondía con un «ajá» muy desinteresada a lo que la niña
contaba. Las dos continuaron caminando por un rato más. Una vez que llegaron a
la quebrada, se quedaron un rato para disfrutar del soleado día y la fresca brisa.
Eugenia se quitó los zapatos y el vestido para juguetear un rato en el agua. Mientras
hacía eso le gritó a Leonor:
–¡¡Ven, acompáñanos!!
Parecía que Mariela y Francisco estaban disfrutando mucho de la caminata y de
su mutua compañía. Mariela gozaba contando la historia de la hacienda mientras
Francisco se dejaba atrapar por el relato. En el camino encontraron árboles de
frutas que el joven nunca había probado. Estaba maravillado con tanta variedad.
Mariela era encantadora, inteligente y muy divertida. Ni por un segundo permitió
que la angustia atormentara a su acompañante. No le daba espacio para pensar en
Laura. Francisco también bromeaba, aunque su sentido del humor era más bien
malo. Eso sí, logró con gran esfuerzo hacer reír a carcajadas un par de veces a
Mariela. La caminata continuaba sin contratiempos y unos metros más adelante el
sendero se hizo más amplio y el paisaje gradualmente fue cambiando. Estaban
entrando en una plantación de café a punto de cosecharse. El lugar estaba invadido
de una fragancia dulce muy agradable y delicada. A Mariela le encantaba ese olor,
pero Francisco parecía ignorarlo por completo. Él seguía deslumbrado con la
exuberante belleza del lugar. Por donde mirara, solo veía belleza. El canto de los
pájaros, el río y el viento eran otro mundo, un mundo que Francisco ahora estaba
descubriendo. La calma del lugar le había dado tranquilidad al muchacho que nunca
había tenido la oportunidad de vivir tal experiencia.

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–Esta historia me está inquietando un poco –dijo Francisco–. Me parece que la
desaparición de Victoria no fue bien conducida, que las autoridades no hicieron su
trabajo y sus familiares se dieron por vencidos rápidamente.
Tal vez Francisco tenía razón, pero los detalles y las razones de lo que se hizo o
no, solo los sabían con certeza las personas que vivieron los hechos. Era frecuente
que en aquellos tiempos los jóvenes huyeran de sus casas por diferentes motivos,
entre ellos la dura situación económica. Mariela no quiso contradecir a Francisco y
prefirió hacerse la sorda con los comentarios de él y continuar relatando la historia.
» Leonor se divertía mucho viendo a Eugenia jugar en el agua. Parecía que en
verdad hablaba con alguien más. Era una niña muy vivaz, juguetona, cariñosa, muy
buena conversadora y quizá traviesa como decía Roberta, pero una adorable niña
que alegraba la vida a la vieja mujer. Ya habían pasado un buen rato en la quebrada
y era prudente regresar para no preocupar a los demás. Leonor vistió a la niña
mientras ésta miraba en dirección a la quebrada y lanzaba besos, sonreía y mecía su
mano como diciendo adiós a alguien.
–¿Te despides de la chica bonita y sus amigos? –preguntó Leonor, alimentando
con esa pregunta el deseo de Eugenia por contarle sobre sus amigos.
La celebración ya se estaba terminando. Casi todos los invitados se habían
marchado y tan solo quedaba el alcalde y su familia que conversaban
animadamente con Carlos y Roberta. Al grupo se unió Alfredo, que estaba
fumando un cigarrillo y tomando un trago de wiski. Leonor llegó de la caminata
con Eugenia de la mano, pasó cerca del grupo de personas y saludó. En ese
momento Eugenia corrió hacia Carlos para abrazarlo y sentarse en sus piernas. Por
supuesto Roberta no aprobaba tal comportamiento, pero prefirió no decir nada en
ese momento. Leonor se retiró y fue con el resto de empleados para ayudar a
limpiar el tiradero que dejaron los invitados. Ya entrada la noche, sus últimos
invitados finalmente se despidieron y se marcharon. Roberta estaba feliz por los
excelentes resultados de la tarde y Carlos parecía feliz de ver a su mujer animada
con el proyecto. La pareja de esposos, aunque nunca eran cariñosos en público, esa
noche rompieron el esquema de su intimidad. Se abrazaron y se dieron un beso en
la sala frente a Eugenia, Alfredo y el capataz, que estaba esperando ordenes de su
patrón.
» El capataz se retiró a descasar, al igual que Alfredo, quien parecía haberse
pasado de tragos. Carlos quiso acompañar a su padre a la habitación, pero él se
negó alegando que todavía tenía fuerza para caminar sin ayuda. Roberta fue de la
mano con Eugenia hasta su habitación, la ayudó a alistarse para ir a la cama, dejó la
luz de la habitación muy tenue, pero suficiente para leerle una historia a su pequeña
hija. Cuando Eugenia se durmió, Roberta la cubrió bien, apagó la luz y fue para

37
revisar que Carmen e Isabel ya estuvieran durmiendo. Pero la habitación de las
niñas estaba vacía, sin rastro de que ellas hubiesen estado allí hacía poco.
–¿Cómo es posible esto? Dos hermosas niñas se han desvanecido –dijo
Roberta en voz alta.
Roberta, creyendo que sus hijas estaban escondidas jugándole una broma, cada
vez pronunciaba la misma frase mientras las buscaba en el baño, bajo la cama,
dentro del closet, incluso en el amplio balcón de la habitación; pero no las halló.
Roberta bajó las escaleras muy apurada. En ese momento la broma de sus hijas ya
la descomponía. Se puso la mano en el pecho y con sus ojos inundados en lágrimas
le dijo a Carlos:
–Las niñas no están en su habitación ni en el resto de habitaciones de la casa.
–¿Cómo que no están? ¿Qué quieres decir mujer? –preguntó Carlos
confundido.
» Las chicas no estaban en ninguna parte de la casa. Carlos estaba aterrado. Su
corazón palpitaba rápidamente y sus manos empezaron a sudar. Su memoria le
recordaba que él ya había tenido tan oscura experiencia cuando Victoria había
desaparecido y con Eugenia unos meses atrás. Entonces comprendió que no había
que perder tiempo. Tomó el control de sus emociones y pensó en los pasos a
seguir. Llamó a Leonor que esa noche, junto con Helena, la otra empleada, se
estaban quedando en la casa. Les pidió que se quedaran al cuidado de Roberta
porque estaba muy nerviosa. Entonces él, a pesar de lo oscuro y tarde que era, salió
de la casa en busca de los trabajadores que vivían cerca para que lo acompañarán a
buscar a las niñas. Un pequeño grupo junto con Carlos salió en busca de Carmen e
Isabel. Armados con lámparas, antorchas, linternas, caballos, perros, machetes y,
sobre todo, armados de mucha esperanza. El grupo de Carlos buscó las niñas por
los caminos y lugares más remotos de la hacienda. Mientras tanto y como de
costumbre con cualquier acontecimiento que ocurría en la vereda, rápidamente los
demás habitantes se enteraron de las nuevas y malas noticias venidas de la
hacienda, por lo que algunos sin pensarlo siquiera fueron hasta allí para ofrecer su
ayuda. Otros buscaron cerca de sus casas y otros más beatos rogaron a Dios para
que las niñas aparecieran pronto. Todos gritaban sus nombres fuertemente, pero
no se escuchaba respuesta alguna por parte de ellas. La búsqueda se extendió hasta
ya entrada la madrugada, pero el clima no les favoreció. Todos se regresaron a sus
casas cuando empezó a llover, incluyendo el grupo de Carlos, porque la llovizna se
había convertido en un tenaz aguacero. Antes de que todos se fueran, Carlos y su
capataz ordenaron a todos los empleados regresar en unas pocas horas cuando
ellos suponían ya habría dejado de llover. Carlos permaneció afuera de la casa para
evitar darle la cara a Roberta. Él ya estaba muy preocupado y temeroso por la

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suerte de las niñas afuera en medio de la oscuridad, la fuerte lluvia, los animales y
quien sabe qué más; como para darse más angustia al tener a Roberta de frente y
no poderle dar buenas noticias. Adentro, en la casa, Roberta con los nervios
destrozados y casi desvanecida por la preocupación, esperaba a Carlos en la sala. La
acompañaban Helena y Leonor, que trataban de darle palabras de consuelo y
esperanza. También intentaban hacerle tomar un té que le ayudaría a dormir, pero
la espera le estaba haciendo aumentar los nervios y la paciencia en esos momentos
no era una virtud a la cual echarle mano. No quería recibir nada y menos quería
seguir escuchando esas voces que solo la fastidiaban. Aguantó por un rato más y
después, cuando ya no quiso contenerse más, gritó a las mujeres y les pidió que la
dejaran sola. Obedientemente sus empleadas se retiraron. Ya no estaban a la vista
de Roberta, pero seguían cerca para cuidar de ella. Mientras tanto, Eugenia
observaba asustada en silencio desde las escaleras todo lo que estaba pasando.
Eugenia tenía miedo, no sabía por qué su madre estaba tirada en el suelo en aquel
estado. La niña permaneció allí sentada hasta que Helena notó su presencia y la
llevó de nuevo a la habitación.
» La mañana llegó sin noticias de las niñas y, para agravar el ya aterrador
panorama, la lluvia no cesaba. Era como si el mismísimo cielo se hubiese puesto en
su contra.
–No podemos seguir con la búsqueda en estas condiciones –dijo el capataz–.
Los caminos seguramente estarán resbalosos y la tierra tan mojada provoca
deslizamientos repentinos y peligrosos que podrían en riesgo nuestras vidas.
Adicionalmente, el río debe de estar muy crecido. No es sensato salir bajo esas
condiciones.
Carlos lo sabía y con cada palabra que decía su capataz él parecía perder la
esperanza de encontrar las niñas esa mañana. Todos regresaron a sus labores. La
casa estaba consumida en un silencio inquietante, como si cualquier cosa que se
dijera o se hiciera en esos momentos pudiera hacer explotar todo en un suspiro.
Leonor finalmente se había dado sus mañas para hacer que Roberta tomara un té
de hierbas que la hizo dormir profundamente. Con Roberta descansando, el
ambiente en la casa se tornó más llevadero. Hubo una paz temporal. Alfredo, que
había estado durmiendo plácidamente toda la noche, se enteró esa mañana de que
las hijas de su nuera estaban desaparecidas hacía ya varias horas. Preocupado, fue
en busca de Carlos que estaba en las caballerizas. Este lo enteró de todo lo que
había acontecido mientras él dormía. Era una situación delicada, por lo que
Alfredo aconsejó a su hijo poner al tanto a las autoridades del hecho. Sin perder
más tiempo, estos dos salieron con gran prisa al pueblo para dar cuenta a las
autoridades y pedir su colaboración en la búsqueda.

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–Inesperada y sospechosa desaparición. ¿Cómo fue que nadie notó la ausencia
de las niñas más temprano? ¿Es que nadie las estaba vigilando? –preguntó
Francisco.
–Se supone que al estar en casa entre familiares, amigos y empleados de la casa
estarían suficientemente vigiladas y seguras. Era una tarde de festejos y alegría.
¿Quién habría siquiera imaginado que algo así ocurriría? –respondió Mariela.
Era posible que Carmen e Isabel hubieran huido de la casa, conjeturaba
Francisco, pues era lo que se pensaba que hacían los jóvenes de la zona. Quizá
Carmen e Isabel querían llamar la atención de los adultos de la misma manera que
lo hizo Eugenia y por alguna razón la broma se les fue de las manos. Las
suposiciones de Francisco eran reales, aunque poco probables, pues al parecer las
niñas Suárez eran felices en la hacienda y no les faltaba nada, por lo que suponer
que habían huido era perder el tiempo. La desaparición de esas niñas era tan
extraña como lo había sido la desaparición de Victoria años atrás, seguramente su
historia también se olvidaría y se desvanecería en el tiempo y entre los senderos de
la vereda, pensaba cabizbajo Francisco. Mientras Francisco seguía cavilando
explicaciones de los hechos que contaba Mariela, esta continuo con el relato.
» Todo aquello que estaba pasando en la hacienda fue motivo para que la gente
empezara a hablar y a sacar conclusiones apresuradas. Como que tal vez las niñas
habían sido raptadas por algún forastero, que fueron a jugar al bosque y se
perdieron, que tal vez habían caído al río mientras caminaban en la oscuridad.
Todos opinaban, pero nadie aportaba nada sustancioso a la investigación. Pasó una
semana y aunque la búsqueda fue enorme, las niñas seguían desaparecidas. Tanto
era el desespero por encontrarlas que Carlos, de la mano de Eugenia, las buscó en
el guadual donde ella estuvo escondida unos meses atrás, pero no las encontraron
allí. El lugar estaba limpio. Solo guaduas y nada más. Parecía que no habían dejado
rastro alguno en el momento que desaparecieron. Hasta que Helena, la empleada,
recordó algo. En la declaración que prestó inicialmente a las autoridades, ella no
dijo nada relevante a la investigación, pero una tarde, hablando con Leonor
mientras fumaban tabaco bajo un guayabo, Helena dijo:
–Es increíble que en un abrir y cerrar de ojos pasó todo esto. Yo vi cuando esas
niñas entraron a la casa con el abuelo y como no las volví a ver en el patio, pensé
que se habrían quedado en su habitación.
» Helena nunca antes dijo que las vio entrar a la casa y menos con el abuelo. De
hecho, todos afirmaban haberlas visto juguetear con otros niños en el patio todo el
tiempo. Al escuchar esto, Leonor que tenía entre ceja y ceja a Alfredo desde que
había encontrado el vestido de Victoria, le aconsejó que se lo contara a sus

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patrones quienes de inmediato mandaron llamar la policía para que nuevamente
tomaran declaración a Helena.
» La nueva declaración de Helena enredó más el asunto y desvío la búsqueda
que estaba centrada en las afueras de la casa, pues al Helena asegurar que vio entrar
las niñas en la casa, la policía enfocó su investigación hacía los familiares y
perdieron tiempo buscando pistas dentro de la casa e interrogando a Alfredo una y
otra vez. Al final se convencieron de que en la casa no había rastro de ellas. Y la
declaración de Helena se descartó por completo. Entre tanto, Leonor iba
recogiendo detalles de todo lo que estaba pasando, tratando de encontrar alguna
relación con la desaparición de Victoria. Le inquietaba el hecho de que otras chicas
que ella sabía que estaban desaparecidas eran de la vereda o de veredas vecinas.
También le atormentaba el hecho de que, como las niñas Suárez, Victoria, al
parecer, no habían dejado la casa y el último en verlas fuera Alfredo. Era lo que ella
pensaba en ese momento creyendo la versión de Helena quien aseguraba a ver
visto las niñas entrar en la casa en compañía de Alfredo.
» Con la cabeza hecha un nudo de ideas agobiantes, Leonor no resultaba ser de
mucha ayuda y por aquellos días era más un estorbo. Mientras todos estaban
pendientes de encontrar a las niñas, una tarde Leonor entró sigilosamente a la sala
de esparcimiento de la casa, que antes era la biblioteca de la difunta esposa de
Alfredo. El lugar donde Victoria pasaba horas leyendo o de donde ella sacaba en
calidad de préstamo los libros que llevaba a su casa para leerle a sus hermanas.
Leonor caminó observando todo, la sala le pareció más pequeña que antes a pesar
de que la biblioteca ya no estaba allí. Fue la impresión que tuvo la mujer. Ese lugar
que tanto disfrutaba Victoria había sido modificado. Ahora era una sala de música
y juegos donde la familia pasaba sus ratos libres juntos.
«¿Dónde habrán guardado todos los libros?» Se preguntó a sí misma Leonor.
La mujer pensaba que tal vez Victoria hubiese dejado pistas de su desaparición
entre los libros con los que tanto tiempo pasaba.
» La mujer buscó disimuladamente por varios días dónde podrían estar esas
montañas de libros de las que hablaba Victoria hasta que decidió buscar en la
habitación de Alfredo, pues finalmente todos los libros, o por lo menos la mayoría,
habían pertenecido a su difunta esposa y tal vez él encontró un lugar en su antigua
habitación para los libros de su mujer. Quizá en esos libros estaba la pista para dar
con el paradero de Victoria.

**
Mientras el día avanzaba, la caminata de Francisco y Mariela también. Ya
estaban más cerca del caserío de los jornaleros. A lo lejos escucharon el ladrido de

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unos perros, los animales se alteraron apenas escucharon los pasos de Mariela y
Francisco que se les acercaban. No era posible pasar desapercibidos por el ruido
que producía pisar las abundantes hojas secas y ramas que había en esa parte del
sendero. En ese punto se podía percibir el olor fresco de la naturaleza que se
mezclaba con el olor de comida en pleno proceso de cocción, lo que le hizo pensar
a Francisco que estaban cerca del caserío de los trabajadores. Continuaron
caminando y Francisco no preguntó a Mariela si ya estaban cerca porque no quería
interrumpir el relato. En verdad Mariela parecía disfrutar tanto contando la historia
que era mejor no distraerla con preguntas cuya respuesta sería muy obvia. Unos
pocos metros más adelante la ruta que seguían se empezó a ampliar. Había menos
hojas secas sobre el sendero y una hilera de coloridos crotos a lado y lado del
camino hacían las veces de cerca natural que daba la bienvenida al caserío. Sin que
se notara, el sendero dejaba de serlo para dar paso a una especie de pequeña plaza
con bancos de madera hechos a mano y un columpio que colgaba de un árbol
grande de guamas que a su vez proporcionaba sombra con sus grandes y frondosas
ramas. La plaza estaba rodeada por unas casuchas. Eran casas pequeñas con
paredes de madera y techos de paja que en algunas casas estaban únicamente
soportadas por tallos secos de plátano atravesados vertical y horizontalmente. La
impresión que dieron las improvisadas viviendas a Francisco fue que en cualquier
momento se iban a desplomar. El estado de deterioro se notaba a simple vista.
Otras pocas casuchas tenían vigas de madera, techos de barro, paredes con bloques
de cemento cubiertos por una delgada capa del mismo material mezclado con
arena. Curiosamente, el frente de cada casa, fuera de madera o cemento, estaba
pintado de azul. Las casas que tenían ventana, su marco estaba pintado de negro.
Por todo el caserío había grandes árboles brindando sombra. Tal vez por la hora,
pero no se veía a nadie afuera de las casas. No se escuchaba ningún ruido diferente
al ladrido de dos perros que salieron al encuentro de los forasteros y unas gallinas
que revoloteaban cacareando con el alboroto que armaron los perros.
–Ya, Pericles. Cálmese. ¿No se acuerda de mí? –dijo Mariela a uno de los perros
al tiempo que este se acercaba agitado a los recién llegados.
Los perros se acercaron y reconocieron a Mariela, de modo que los custodios
del caserío ahora estaban más tranquilos, juguetones y amigables, aunque un tanto
nerviosos por la presencia de Francisco. Mariela acarició la cabeza de los perros
para mostrarles su amistad y mantenerlos calmados. Agachada, acariciando a los
perros, miró en todas las direcciones como si buscara algo o alguien, pero el lugar
estaba completamente desolado. Se puso en pie y le dijo a Francisco que la siguiera.
Atravesaron la plaza y en el trayecto vieron que había unas botellas de cerveza y
colillas de cigarrillos tirados en el suelo al lado de los bancos de madera. También

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vieron sobras de comida, lo que daba a pensar que la gente del lugar había tenido
algún tipo de reunión recientemente. En una de las casas, Francisco vio a un niño
asomándose por una ventana, entonces levantó su mano y la agitó para saludar al
pequeño mientras seguía a Mariela. El muchachito reaccionó tímido con el
forastero que lo saludaba y ocultó su cara cubriéndose con las manos. Por supuesto
los perros continuaban siguiendo a los recién llegados, no les perdían de vista. Al
final de lo que parecía ser la única calle, había una casa un poco más grande que las
otras, de paredes blancas como recién pintadas. El color blanco marcaba
definitivamente una gran diferencia con el resto de viviendas. La propiedad solo
tenía una puerta y ninguna ventana. Mariela se detuvo frente a la casa, avanzó hasta
estar cerca de la puerta y sin tocar antes gritó.
–¡Rosalba!
Esta manera de anunciarse le pareció extraña y maleducada a Francisco que
estaba justo al lado de Mariela. Él habría preferido golpear en la puerta para
anunciarse en lugar de gritar.
–¿Quién llama? –Contestó bruscamente una voz de mujer dentro de la casa,
que por el tono que se percibió dejaba notar molestia.
–Rosalba ¿ya no reconoce mi voz? –contestó Mariela– ¿Puedo pasar? soy
Mariela.
–¡Claro que sí, mija! –contestó la otra voz–. Está abierto, mija. Empuje la
puerta y siga.
Mariela le pidió a Francisco que se quedara afuera hasta que ella informara que
venía en compañía de alguien más. Mariela empujó la puerta que chirrió apenas
empezó a abrirse, entró en la casa, saludó de un abrazo a su vieja conocida que
estaba sentada en una mecedora fumando tabaco.
–¿Qué hace usted por aquí hoy, Mariela? Pensé que hasta la próxima semana
nos reuniríamos.
–Sí, eso no ha cambiado. Pero lo que me trae hoy hasta aquí es otro asunto.
Vengo en compañía de alguien más. Es un joven que se llama Francisco. Viene
desde muy lejos en busca de cierta información.
–¡Un forastero! Ya sabe lo que opino de los forasteros –Refunfuñó Rosalba.
Mariela sabía que Rosalba no gustaba de los forasteros, pero le aseguró a su
vieja amiga que Francisco era confiable.
–¿Y qué quiere el forastero?
–Solo quiere saber si por aquí han pasado unos amigos de él. Será todo y luego
nos marcharemos.

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–¿Qué podría saber esta vieja sobre otros forasteros? –contestó Rosalba con
voz de enojo. Luego miró a Mariela, le guiñó el ojo y con una sonrisa pícara le
indicó que lo dejara seguir.
Francisco pudo escuchar cuando Rosalba se estaba quejando por su presencia,
por lo que entró en la casa sabiendo que no era bienvenido. Prevenido de
antemano que la mujer fuera a tratarle mal, Francisco entró mostrando exagerada
amabilidad y trato delicado con la dueña de casa, conducta propia de la gente
zalamera de la capital. La estrategia de Francisco no funcionó. La malhumorada
anciana a duras penas lo miró para contestarle el saludo. Rosalba estaba sentada en
una mecedora meciéndose y continuó así en su silla mientras escuchaba muy
desinteresada la educada e innecesaria presentación de Francisco. Mariela se sentó
en una silla al lado de Rosalba para escuchar cómo Francisco narraba a
continuación los hechos que lo habían llevado hasta Pico Blanco. Mariela estaba
atenta a todo lo que decía el joven por si en algún momento él necesitara alguna
ayuda con su malhumorada amiga. Pasados unos minutos, Rosalba detuvo la
mecedora y le pidió a Francisco que ya no le contará más, que sabía de lo que
estaba hablando. Con ayuda de Mariela, Rosalba se levantó de la mecedora, caminó
hasta la cocina que estaba en el mismo salón, sirvió tres aguas de panela, agarró
una para ella y les dijo a sus visitantes que agarraran una bebida si querían.
Lentamente y cojeando por un dolor en sus rodillas, Rosalba fue caminando en
dirección al patio de su rancho, seguida por Mariela. Francisco se puso nervioso
por la actitud de la anciana y por su mente empezaron a rondar ideas trágicas.
Actitud normal en Francisco que se dejaba confundir fácilmente por su
desenfrenada imaginación. El joven se quedó unos minutos en la sala donde
Rosalba los había recibido. Tal vez solo debería irse de allí y no escuchar lo que no
quería escuchar, pensaba Francisco. Pero sabía que la incertidumbre no lo dejaría
vivir en paz, por lo que tomó valor y se unió a las mujeres que ya estaban sentadas
en unas butacas bajo la sombra de un frondoso árbol de mango. En el patio había
otras plantas con frutas como naranjas, papayas, aguacate y limón. También había
varias gallinas caminando libremente por el lugar. Al fondo estaban unos cerdos
acostados en el suelo. Era un patio bastante grande con cercas de alambre que
delimitaban la propiedad.
– Venga, Francisco –dijo Mariela.
Cuando Francisco estuvo cerca de las mujeres, buscó un lugar bajo la sombra
donde sentarse y estar cómodo para escuchar lo que Rosalba le iba a contar de sus
amigos, en el caso de que eso fuera lo que ella iba a decirle. Sin dar más largas a la
cuestión, Rosalba empezó a contar sobre una situación con unos forasteros, como
ella llamaba a todo aquel que no fuera cercano a ella o a su comarca. Contó que

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hacía varios meses, en un día de mucha lluvia, vio cómo Jacinto, uno de los tantos
hijos de Aurora y Pepe, labriegos de la zona y habitantes del caserío de Rosalba,
llegaba en compañía de dos mujeres y un hombre. Por supuesto los acompañantes
de Jacinto eran completamente ajenos a la región. Se les notaba por la vestimenta
que llevaban, recalcó Rosalba mientras contaba lo que vio. Rosalba pudo presenciar
la llegada de los forasteros porque en ese momento estaba parada en la puerta de
su casa fumando su tabaco y viendo caer la lluvia. Jacinto dirigió al grupo a una
pequeña enramada que hay cerca de la improvisada plaza que sirve para resguardar
la leña y el carbón de la lluvia. Allí dejó a los forasteros esperando mientras él fue
corriendo a la casa de sus padres. A Rosalba le pareció desde el principio una
situación muy inusual, no solo por la presencia de los forasteros, sino porque
además Jacinto llevaba más de un año que se había ido a vivir al pueblo de Rio
Negro y desde entonces no visitaba a sus padres. Verlo aquel día llegando con
desconocidos fue algo que inquietó a la vieja Rosalba que no quitó ni por un
segundo la mirada a los recién llegados. Estando bajo el techo de plástico de la
enramada, protegidos parcialmente del aguacero que estaba cayendo aquel día, el
grupo de forasteros parecía estar discutiendo acaloradamente por algún asunto.
Una de las mujeres descargó la maleta que llevaba en la espalda y se sentó sobre
unos bultos de carbón. Ya sentada se empezó a sobar el estómago con las dos
manos, como quien tiene un fuerte dolor. Los otros dos continuaban discutiendo.
El hombre que parecía muy enojado agitaba sus manos fuertemente mientras
gritaba cosas a la otra mujer. Algo que le dijo la muchacha le hizo perder el control
al enfurecido hombre porque cuando ella intentó tocarlo, él la empujó. No fue un
empujón muy fuerte, pero suficiente para hacer que la muchacha perdiera el
equilibrio sobre el suelo pantanoso y cayera contra el suelo. De ese modo terminó
aquella discusión. En ese momento Aurora, la mamá de Jacinto, salió con su hijo
de su casa y fueron a la enramada. Algo conversaron y después todos fueron a la
casa de Aurora. Rosalba entró inquieta a su casa por la situación que acababa de
presenciar, se puso cómoda en su mecedora y no comentó nada de lo ocurrido a su
nuera que estaba sentada remendando unos pantalones.
Sin quitarse de la cabeza a los forasteros, Rosalba se quedó dormida en su
mecedora hasta que unos fuertes y afanados golpes en la puerta la despertaron. Su
nuera fue para ver quien traía tanta prisa como para golpear de esa manera. Resultó
que la apresurada alma era Aurora, que necesitaba urgentemente de los servicios de
Rosalba, la vieja curandera de la vereda, como se le conocía. Aurora necesitaba de
los conocimientos medicinales y jarabes de hierbas que Rosalba ofrecía en la vereda
para calmar las dolencias estomacales de uno de sus huéspedes aquel día. Rosalba,
siempre reacia y esquiva con los desconocidos, se negó a ayudar a su vecina, pero la

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insistencia de Aurora y la curiosidad por saber más de aquellos forasteros la
terminaron convenciendo de ir y prestar su ayuda. En la casa de Aurora encontró
al grupo de personas que temprano había visto llegar en medio de la lluvia sentadas
frente a la mesa de la cocina tomando café. Mientras en el dormitorio estaba tirada
en la cama una de las mujeres del grupo de visitantes retorciéndose de dolor.
Rosalba se dispuso a revisar la muchacha y con solo levantarle la blusa vio que
tenía el abdomen hinchado. Palpó suavemente con sus manos el abdomen de la
joven tratando de saber si le dolía en un lugar específico, pero no logró saber nada
con exactitud. Luego le hizo una especie de masaje y le dio a tomar una bebida
caliente a la que previamente le había mezclado unas gotas de un jarabe que llevaba
en el bolsillo de su vestido. Pasada una hora desde que Rosalba atendiera a la
muchacha, esta empezó a mostrar mejoría. El dolor disminuyó y logró dormirse.
Entonces Rosalba recomendó a Aurora dejar descansar a la mujer y que cuando se
despertara le volviera a dar la misma bebida caliente a la que ella ya había mezclado
unas gotas del jarabe que guardaba en el bolsillo. Cuando Rosalba se disponía dejar
la casa de su vecina, el hombre que acompañaba a las mujeres se le acercó para
agradecerle, le dio la mano y en medio de ese educado contacto puso en la mano
de Rosalba algo de dinero en recompensa por su ayuda, que por supuesto ella
aceptó. La otra mujer del grupo se levantó de su asiento y desde allí dijo gracias a
Rosalba y después continuó conversando con Jacinto. Los forasteros dejaron el
caserío un par de días después, cuando su compañera se había sentido lo
suficientemente mejor como para regresar al pueblo.
Rosalba terminó de tomar su agua de panela y le dijo a Francisco que eso fue
todo lo que ocurrió. Él de inmediato le preguntó si recordaba los nombres de los
tres jóvenes que estuvieron en el caserío, pero desafortunadamente Rosalba no los
sabía. Lo único que logró saber era que los forasteros estaban en la región con
intención de conocer más a fondo todo acerca del negocio de las plantaciones en la
zona, cosa que Rosalba no creyó pues si la intención era saber de los cultivos, ellos
hicieron muy mal trabajo porque no aprovecharon para hablar con otras personas
en el caserío que saben bastante del tema y menos se les vio visitar alguno de los
sembrados. La audaz anciana dijo que no recordaba nombres porque nunca se los
dijeron, pero que definitivamente recordaba cómo eran esas personas físicamente.
Rosalba hizo una pausa, carraspeó y escupió el amargo sabor que dejaba el tabaco
en su boca, luego dijo que el hombre era alto, flaco y llevaba una barba espesa y
mal cuidada. La mujer que estaba alentada tenía una abundante cabellera roja y
rizada, su piel era muy blanca, tenía muchas pecas en la nariz y mejillas. Algo que le
llamó mucho la atención de la mujer de cabellos rizados fue que desde que la vio
llegar cuidaba celosamente un pequeño bolso amarillo. Siempre tenía terciado el

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pequeño bolso en la cintura. Lo que fuera que tuviera ahí adentro era de mucha
importancia para la muchacha que nunca dejó de llevar la maleta ni siquiera cuando
iba al baño o a fumar en la enramada. Como Rosalba no le quitó los ojos de
encima al grupo desde que llegó, pudo notar aquél particular comportamiento de la
muchacha con pecas. La otra muchacha, la que había estado enferma, era muy
bajita, cabello corto y de enorme dentadura. Cuando Rosalba ya no tuvo más que
decir Francisco dijo:
–¡Definitivamente eran Laura y sus amigos!
Francisco estaba emocionado y sin pensar en la reacción de la mal humorada
anfitriona se lanzó para abrazarla. Rosalba no pudo esquivar el repentino acto, tan
solo tuvo oportunidad de terminar el abrazo tan rápido como empezó. Después
Francisco preguntó si ella creía qué Aurora o Pepe estarían dispuestos a hablar con
él.
–Creo que eso no va hacer posible –contestó Mariela adelantándose a la
respuesta que daría Rosalba–. Aurora, Pepe y sus cinco hijos se fueron del caserío
hace ya unas cuantas semanas. Se dice que ahora viven y trabajan en la ciudad.
–Esos siempre van y vienen todo el tiempo. Son como los gitanos –agregó
Rosalba–. Si aquel grupo de muchachos del que le estoy contando son sus amigos,
esos ya no están por aquí, joven. Salieron rumbo al pueblo y desde entonces ni
Jacinto volvió a asomar por aquí.
El panorama ahora era más alentador para Francisco quien unos minutos antes
estaba imaginando lo peor, aunque Rosalba no sabía el rumbo exacto de Laura y
sus acompañantes, tener el nombre de Jacinto era un hallazgo importante en la
búsqueda que realizaba. En medio de tanta desinformación que había rodeado la
desaparición de Laura, por fin tenía algo. Estos nuevos datos eran un tesoro, como
lo era saber que alguien no solo los había visto, sino que además había tenido
contacto físico con ellos. Los nuevos aires que se respiraban eran de esperanza. La
reunión terminó cuando Rosalba cortó de un solo tajo la conversación y dijo que
ya no tenía más que contar, pero sí una siesta que tomar. Así que se levantó de la
butaca, acomodó su falda y empezó a caminar en dirección a la puerta de su casa.
Mariela sabía que lo de la siesta no era cierto porque Rosalba jamás tomaba siestas
antes del mediodía, solo lo dijo porque quería que la inesperada visita terminara.
Mariela agradeció por todo y se disculpó con Rosalba por haber llegado sin
aviso, luego se despidió de su vieja amiga dándole un fuerte abrazo. Rosalba le dejó
saber, que mientras la visitante fuera ella no le molestaba ser sorprendida en pleno
medio día.
–Señora, muchas gracias, conversar con usted fue de mucha ayuda –dijo
francisco a Rosalba.

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–Solo le conté lo que vi –dijo agriamente Rosalba–. Ojalá encuentre a su amiga.
A veces es más difícil encontrar las personas que no quieren ser encontradas. Que
tenga un buen día –finalizó Rosalba mientras cerraba la ruidosa puerta de su casa y
cortaba el contacto con sus visitantes.

**
Mariela y Francisco caminaron nuevamente por la única calle del caserío,
atravesaron la plazuela y allí se encontraron los dos perros que los habían recibido
echados bajo la sombra del árbol de guama. Los caminantes iban directo al camino
de entrada que los había llevado hasta allí. Al pasar frente a la enramada, Francisco
se detuvo y echó un profundo suspiro.
–¿Qué pasa Francisco? –preguntó Mariela.
–¿Por qué me trajo hasta aquí? –preguntó Francisco–. ¿Usted sabía que Rosalba
tenía esa información antes de venir conmigo?
La tal pregunta molestó a Mariela que por supuesto no sabía nada de lo que
Rosalba había contado. Pero a pesar de haberle molestado tal cuestionamiento, ella
no dejó que Francisco notara su disgusto y tranquilamente le respondió un «No, no
lo sabía», y seguidamente le dijo a Francisco que lo que sí sabía era que a Rosalba la
visitaba gente de toda la zona en busca de su medicina. De ese modo la curandera
se enteraba de casi todo y por esa razón ella creyó que sería útil visitar a su vieja
amiga. La explicación que le dio Mariela a Francisco no cambió la cara de
infelicidad y tormento del muchacho, lo que dejaba a Mariela confundida porque
felizmente él tenía nueva y mejor información que la que tenía cuando llegó. Pero
la nueva actitud de Francisco obedecía a la preocupación que le causaba no saber
por qué Raúl había reaccionado agresivamente contra Laura. Le intrigaba saber qué
hizo que se comportara así. Era un hecho que también inquietaba a Mariela,
aunque no conociera los amigos de Francisco. En completo silencio Francisco dejó
pasar unos minutos más parado frente a la enramada para luego decirle a Mariela
que la nueva información lo animaba ya que enterarse de esos nuevos
acontecimientos, que eran en su totalidad desconocidos para él, lo encaminaban
nuevamente hacía Laura. Sin embargo, lo tenía pensativo enterarse de que sus
amigos hubieran discutido y que Raúl hubiese reaccionado de esa manera que
describió Rosalba, más porque sabía que Raúl era un tipo tranquilo y muy buen
amigo de Laura, pero lo que en verdad le preocupaba era saber que todos
regresaron al pueblo y que nadie los vio nuevamente, que nadie diera razón de ellos
y ese detalle del bolso amarillo que Laura no soltaba no dejaba de ser curioso. Él ni
le conocía tal bolso, pero no tenía por qué. Mariela aconsejó a Francisco no darle
tantas vueltas a ese asunto en ese momento.

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–Todo a su debido momento se irá resolviendo –aconsejó Mariela–. Es mejor
tomarse las cosas con calma.
Mientras salían del caserío, Mariela indicó que iban a regresar a la casa por el
sendero del guadual, pero Francisco, que estaba tan pensativo, le restó importancia.
Por un buen rato Mariela y Francisco caminaron en completo silencio. Francisco
solo quería tejer ideas con lo que hasta ahora obtenía de su visita a la vereda Pico
Blanco y Mariela no quería interrumpir a su pensativo compañero, por lo que solo
se dedicaron a caminar hasta que Francisco rompió el silencio para preguntar.
–¿Por qué el caserío estaba tan… cómo decirlo… descuidado y solitario?
–Por varias razones –contestó de una vez Mariela quien le explicó que la
primera de esas razones era que por la hora casi todos deberían estar en los cultivos
trabajando, los niños estarían en la escuelita de la vereda y las pocas mujeres que se
quedaban en casa estarían ocupadas con sus labores diarias que no eran pocas.
Además, la temporada de cosecha hasta ahora estaba empezando y los jornaleros
eran pocos. Cuando llegaba la época de cosecha era cuando más gente se veía por
la vereda. En tiempo de siembra pocos se quedaban porque se necesitaban menos
manos para trabajar. Como la mayoría de los jornaleros estaban solo por la
temporada de colecta, muchas de esas casas eran sus hogares de paso. Nadie las
cuidaba y ni mantenimiento les hacían porque finalmente nadie quería quedarse
para echar raíces. La única familia que había vivido en ese caserío por décadas era
la de Rosalba, quien a su vez se encargaba de administrar el lugar. Recibía a los
labriegos que llegaban con familia y les entregaba las casas para uso temporal, pero
siempre con la opción de quedarse, sin embargo, pocos se establecieron por más
de un año.
Era medio día ya. El sol estaba en su punto más alto. Imponente calentaba los
valles y senderos de la vereda. La alta temperatura de la hora empezaba
rápidamente a evaporar el agua del suelo mojado. La humedad aumentaba y con
ello la caminata nuevamente se hizo difícil para Francisco quien empezó a respirar
con dificultad. Pero para felicidad de Francisco de un momento para otro, el cielo
empezó a tornarse oscuro y con ello la temperatura mermó. Unas gigantescas
nubes negras empujadas por un repentino viento empezaron a cubrir el despejado
cielo azul.
«¿Anunciaban con su presencia un inesperado aguacero o solo eran nubes
pasajeras?» Se preguntó Francisco.
Mariela alargó el paso como queriendo tomar ventaja a un posible aguacero. El
silencio nuevamente los acompañaba y Mariela, acostumbrada a conversar, esta vez
pareció disfrutar de caminar en completo silencio. Ella estaba pendiente de avisarle
a Francisco cuando estuvieran cerca del guadual. Tal vez sintiera algún interés por

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conocer el lugar, pues era parte de la historia que ella había estado contando, pero
Francisco solo estaba afanado por llegar a la casa no solo por la posibilidad que
lloviera sino porque necesitaba ir a modificar su plan según la nueva información
en sus notas.
–Estamos cerca del guadual. ¿Le gustaría explorar un poco? –preguntó Mariela.
–Parece que va a llover y si no llegamos a la casa antes…
–Está bien, podemos venir otro día –contestó Mariela sin dejar terminar a
Francisco.
Caminando cuesta abajo por la trocha, Francisco y Mariela se encontraron con
algunos labriegos que iban deprisa a causa del ya evidente aguacero que se
acercaba. También vieron pasar los niños que a esa hora regresaban a sus casas
después de la jornada escolar. Todas esas personas conocían a Mariela. La
saludaron amablemente y le desearon una buena marcha. Uno de los campesinos
que se cruzaron en el camino se acercó a ella por unos minutos, le dijo algo en baja
voz y le entregó una bolsa con algo dentro. Mariela dio unos golpecitos suaves a la
espalda del campesino y le dijo:
–¡Así será, hombre!
El campesino se despidió y continuó su ruta. Mariela abrió la bolsa que le dio el
amable hombre, metió su mano dentro y sacó una carambola que le ofreció a
Francisco.
–Son buenos para calmar la sed –dijo Mariela.
Francisco aceptó la carambola, le dio una mordida y por su expresión pareció
no disfrutar del sabor de aquella fruta medio ácida que conocía pero que nunca
antes había probado. Le gustaba el olor, pero su sabor era una mezcla rara entre
ácido e insípido que a Francisco no le gustó. A pesar de no gustarle la fruta, siguió
comiéndola. Masticaba, exprimía el jugo y escupía el ripio que quedaba. La actitud
de Francisco fue algo extraña para Mariela quien lo miraba y pensaba «No tiene
que comerla si no quiere.»
Sin embargo, Mariela no dijo nada. Cuando Francisco terminó con la
carambola, le preguntó a Mariela:
–¿Será que va a llover dentro de poco o solo son nubes pasajeras?
Pero dar una respuesta era difícil porque en esa temporada del año era
imposible predecir el clima.
–Se pasa de tener un día maravillosamente soleado a uno lluvioso sin aviso. –
Fue lo único que acertó a decir Mariela.
Los caminantes continuaron el descenso y Francisco, que observaba todo con
detalle, notó casi de inmediato que por ese sendero que seguían la tierra en su
totalidad estaba cultivada. Había diferentes tipos de cultivo encerrados por cercas

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que dejaban ver los límites entre un lote y otro. El sendero por donde iban era bien
diferente del camino por donde habían subido hasta El Colibrí. El camino por
donde subieron era más irregular, menos plano y sin ningún cultivo que se pudiera
ver desde cerca. Entonces se le ocurrió preguntarle a Mariela si había alguna razón
para que fuera de esa manera. La respuesta de Mariela lo enteró de que la única
razón es que del lado por donde estaban bajando pasaba el río, entonces en la
época de los primeros agricultores fue más fácil construir los canales de riego para
los cultivos desde ese lado. Solo había sido por la conveniencia de abastecerse de
agua, porque a pesar de que los dos lados parecían muy diferentes, en ambos lados
había tierras aptas para la siembra. Los dueños de las tierras escogieron ese lado
hasta para construir sus casas. Lo mismo hicieron los campesinos que se quedaron.
Con el pasar de los años el otro lado se ha ido usando para el cultivo, pero cuesta
mucho más hacer llegar el agua.
Definitivamente el día se había oscurecido bastante, pero la lluvia aún no
empezaba a caer. Tan solo se podía sentir una suave brisa que traía consigo unas
pequeñísimas gotas de agua. Tal vez solo eran nubes pasajeras, como había
pensado Francisco. Lo que sí continuó fueron los fuertes vientos, por lo que
Mariela le indicó un atajo a Francisco. Era mejor caminar entre los cultivos y evitar
que el viento les diera de frente a sus caras y de paso podrían acortar el camino de
regreso. Por ese atajo, unos minutos más adelante, estaban entrando al guadual del
que tanto había hablado Mariela. Era un área amplia ocupada únicamente por
aquella planta y algunos insignificantes rastrojos. Era un lugar húmedo, fresco,
tranquilo y muy reconfortante. Se escuchaba claramente el sonido del agua que
corría por la quebrada que estaba cerca.
–¿Le gusta este lugar? –preguntó Mariela a Francisco mientras caminaban.
Francisco dejó pasar unos segundos antes de contestar.
–Me gusta. Produce una sensación de tranquilidad. Es un área bastante grande
y plana, perfecta para tomar una siesta.
El joven se paró un rato en la mitad del guadual, miró para arriba como en
busca de claridad. Podía sentir en su cara un suave rocío que caía sobre su rostro.
Parecía disfrutar de ese momento. Así, detenido, estuvo por unos minutos. Luego,
como si hubiese regresado de repente de algún otro lugar, le dijo Mariela:
–Vamos, tenemos que regresar ya. La lluvia se hará más fuerte. Tanto que me
atrevería a decir que más que una lluvia, será una tormenta.
La verdad era que el momento de tranquilidad se había repentinamente
convertido en una mala sensación para Francisco quien no quiso decir nada de eso
a Mariela. Al final de cuentas, decir que se fueran por la lluvia tenía sentido, se
escuchaba más lógico que decir que estaba sintiendo extrañas sensaciones. Mariela

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atendió el pedido de Francisco e indicó que fueran por un sendero que les acortaría
mucho el camino. Solo debían ir caminando un tanto más rápido si la intención era
llegar a la casa antes de que el agua los alcanzara. Mariela, que no era tonta, pudo
ver que a Francisco realmente no le preocupaba mojarse. Ella sabía que había algo
más, pero que su acompañante prefería guardárselo. Aguantó la curiosidad y no
preguntó nada, solo caminó delante de Francisco para que él la siguiera sin ella
tener que mostrarle cada vez por donde deberían ir. Mariela quería seguir narrando
la historia de la hacienda, pero el movimiento de las ramas de los árboles y el
zumbido del viento provocaba un fuerte sonido que haría que ella tuviera que
esforzar mucho su voz, por lo que desistió de su idea de continuar con su relato,
pero para su sorpresa, Francisco le igualó el paso y ahora caminaba justo a su lado.
El muchacho sacó de su mochila una chaqueta impermeable que empezó a ponerse
mientras caminaba al lado de Mariela sin perderle el ritmo. Cerró la cremallera y le
pidió que terminara la historia de la hacienda. Por supuesto Mariela quería eso y lo
haría así le costará esforzar su voz.
» Con el paso de los días la esperanza de encontrar a Carmen e Isabel
disminuyó. Todos los esfuerzos resultaron infructuosos. Nada les dio pistas de
donde podrían estar. Para los labriegos los días retornaron a la rutina del trabajo en
la hacienda porque de su parte nada más podían hacer. Lo mismo hicieron las
autoridades que, llegados a ese punto, lo único que podían era esperar por nueva
información. Carlos, en compañía del capataz, salió unas veces más a recorrer los
diferentes senderos y escondrijos en la montaña con el deseo de hallar algo que le
indicara el paradero de las niñas. Repitió sin falta esa actividad cada mañana por
unos meses hasta que finalmente se dio por vencido. Roberta estaba absolutamente
consumida por el dolor que le causaba la desaparición de sus hijas. Esa situación
parecía como un cáncer en su alma que la consumía lentamente sin darle tregua
para recuperarse. Por semanas estuvo básicamente sedada en su habitación para
poder controlar sus nervios. Cuando no estaba sedada por efecto de fármacos,
simplemente no salía y no hablaba, comía y bebía poco, la pobre mujer pasó un
tiempo muy difícil. En esas condiciones ella prácticamente había dejado de existir a
causa del dolor. Tanto que olvidó por completo a Eugenia que afortunadamente
tenía a su padre quien no perdió el control de la situación. Él siempre estuvo firme
para cuidarla, por supuesto, con ayuda de Leonor y el resto de empleados.
» La tensión provocada por la desaparición de las niñas no daba tregua. Lo que
sí paró fue la intensa lluvia que se había posado en la vereda por las últimas tres
semanas desde la desaparición de Carmen e Isabel. Días soleados brindaron a
todos un sentimiento revitalizador que les ayudaba de algún modo a ir dejando
pasar aquel triste episodio, especialmente a Alfredo que anunció a su hijo que ya en

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una semana, o tal vez menos, viajaría de nuevo a la capital. No era mucho lo que él
podía hacer por la familia si se quedaba, argumentó el hombre, que no tuvo que
dar más explicaciones a Carlos quien aceptó sin protestar la decisión de su padre.
Cuando Leonor se enteró de que Alfredo viajaba de nuevo a la ciudad donde ya
hacía varios años residía, ella, que era una mujer de presentimientos y emociones
inexplicables, sintió la necesidad de aclarar el por qué el vestido que llevaría
Victoria a la fiesta la noche que desapareció estaría ocho años después en el cuarto
viejo de la hacienda. Pensaba que Alfredo mentía al decir que la vio salir en
dirección a la capilla aquella tarde, y ella necesitaba despejar esa duda. Pero cada
vez que sentía el impulso de enfrentarlo, se preguntaba para sí misma «¿Por qué
habría mentido con lo que declaró en aquel momento a las autoridades?» y
terminaba calmando su arrebato. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que la
duda regresara y ella nuevamente se sintiera acosada con nuevas preguntas.
» ¿Por qué Carmen e Isabel desaparecieron justo cuando él regresó a la
hacienda? ¿Tal vez él es el responsable de la desaparición de Victoria y por eso dejó
la hacienda? Eran muchas las preguntas que atormentaban a Leonor y a las que no
lograba dar una respuesta. Ella necesitaba encontrar respuestas, de lo contrario
enloquecería con tantas conjeturas en su cabeza. Armada de valor, Leonor decidió
investigar en la habitación de Alfredo. Pensó que tal vez allí encontraría respuestas,
pistas, algo que le despejara su cabeza. Quizá había algo que él pudiese haber
escondido. Entonces le pidió a Helena, la encargada de limpiar las habitaciones,
dejar que ella lo hiciera esa mañana con la excusa de que estaba sintiéndose
mareada y que el calor de los fogones la estaban ahogando. Helena accedió y ella
pudo colarse en la habitación de Alfredo sin ninguna dificultad. Al entrar vio que
todo estaba tal cual ella podía recordar. No había nada diferente. Estaba la misma
cama y los mismos viejos muebles. Todo en prefecto orden como siempre. Leonor
buscó en cada cajón, gabinete, bajo la cama, en el baño, detrás de los espejos y
cuadros que decoraban la habitación lo que fuera que le diera alguna pista del
paradero de Victoria, pero no halló nada que fuera relevante. No había nada de su
interés allí y no se le ocurría donde más fisgonear. Tenía tiempo para seguir
buscando porque Alfredo estaba en el pueblo, pero no tenía caso continuar con tal
labor. Cuando Leonor se iba a retirar recordó que la difunta esposa de Alfredo,
Raquel, no dejaba que ella limpiara un pequeño cuarto que había dentro de la
habitación y al que la difunta solía llamar La habitación secreta. Leonor no lo recordó
antes porque extrañamente la puerta de esa habitación ya no estaba visible.
Observó detenidamente el cuarto tratando de acordarse y vio que el tocador de la
difunta estaba puesto justo frente donde ella creyó recordar que quedaba la puerta
de aquel cuarto. Sin pensarlo, Leonor, con gran esfuerzo, removió el pesado

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mueble y encontró la estrecha entrada. Para su mala suerte y en contra del tiempo
que le quedaba, la puertecita estaba asegurada con un candado. Era tanta la
curiosidad de la mujer por entrar que decidió romperlo golpeándolo con una vieja
plancha de acero que encontró dentro del guarda ropa.
» El cuarto estaba oscuro y en cuanto ella abrió la puerta sintió el desagradable
olor de carne en descomposición. Se cubrió la nariz con su mano y continuó.
Leonor al principio no lograba ver nada, pero un rato después con sus ojos ya
acostumbrados a la oscuridad podía distinguir un poco los espacios del cuarto y
algunos objetos grandes con los que había tropezado justo al entrar. Eran unas
cajas que estaban llenas de libros. Leonor abrió las cajas para ver su contenido y
confirmó que eran libros, seguramente los que ella había estado buscando en la
antigua biblioteca de la casa. Siguió caminando y palpando todo con sus manos
para ayudar a sus ojos, pero a regañadientes aceptó finalmente que de ese modo
sería imposible encontrar pista alguna o lo que fuera que buscaba. Fue en busca de
una lampara y al salir de la habitación, en el pasillo entre las habitaciones, se
encontró con Eugenia parada en mitad de su camino. La niña se atravesó en su
camino y le dijo:
–Debes ir conmigo al guadual. La chica bonita y sus amigos quieren ayudarme
a encontrar a mis hermanas.
» Leonor tomó la niña de la mano y la llevó hasta la cocina. Se la encargó a
Helena que estaba preparando el almuerzo y prometió acompañar a Eugenia al
guadual después de que terminara algo muy importante que estaba haciendo.
–¿Por qué se está comportando usted tan rara esta mañana? –preguntó Helena.
–No es raro pedirle que sea usted la que cocine o cuide a Eugenia. Solo quiero
ocuparme de otros oficios hoy, mujer –contestó Leonor mientras agarraba una
manzana del mesón. Sin más, dejó la cocina y apurada fue en busca de la lámpara.
» Con luz en aquel cuarto pudo identificar muchas cosas que al tacto no había
podido reconocer. Pudo ver qué tan grande era la habitación en realidad y qué
tantas cajas llenas con libros había, también vio otras cosas raras como unos
frascos de vidrio con animales muertos sumergidos en algún tipo de líquido que
ella desconocía y una mesa metálica con objetos cortantes de diferentes tamaños y
formas. Leonor buscó sin mucha pericia dentro de las cajas con libros, pero nada le
llamó su atención. Todo en ese cuarto le resultaba bastante extraño. Bajo la mesa
de metal encontró un balde y en su interior muchos trapos untados de sangre ya
seca. Parecían estar cubriendo algo. La mujer estaba poniéndose nerviosa con tal
hallazgo, pero al retirar los trapos descubrió que era un zorro muerto, lo que
explicaba el olor que al principio había percibido. Al parecer uno de los
pasatiempos de Alfredo era disecar y conservar animales en la habitación secreta de

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su difunta esposa, labor que a simple vista parecía más bien el trabajo de un niño
obstinado y caprichoso que no sabe lo que hace, distando mucho de ser una
juiciosa práctica.
«Qué suciedad hay» pensó Leonor mientras seguía esculcando cuidadosamente
el cuarto. En el fondo de la habitación encontró una estantería con más libros que
al parecer llevaban años sin moverse de ese lugar. El polvo y las telarañas no daban
lugar a pensar que fueran libros recientemente usados. En el piso, cerca de esa
estantería con libros, había una pintura de la hacienda que Leonor alumbró con la
lámpara para ver mejor. Era una hermosa pintura que dejaba ver la majestuosa
belleza de Pico blanco, al que surcaba el extenso guadual y la quebrada. A Leonor
le pareció curioso ver en la pintura una enorme roca azul entre el guadual y la
quebrada, roca que ella jamás había visto por allá. Mientras Leonor apreciaba el
cuadro, pudo ver que atrás de este había una puertecita de un poco más de un
metro de altura y no muy ancha. Al asomarse por la puerta Leonor vio una escalera
plegable. La mujer alumbró su camino y decidió bajar. Estando abajo encontró un
espacio pequeño donde había algunas herramientas de trabajo como una pica,
palas, un machete, diferentes tipos de lazos y una carretilla. Ahora sabía que estaba
en el patio trasero de la casa frente a la puerta de un cuarto viejo que nunca se
abría porque siempre estaba cerrado con una cadena gruesa de hierro y un
candado. Leonor trató de abrir la puerta, pero estaba muy bien asegurada desde
afuera. Ahí abajo no había algo que llamara la atención de Leonor, entonces
decidió regresar al cuarto, pues ya había pasado mucho tiempo dentro de la
habitación de Alfredo y no quería llamar más la atención de su compañera Helena.
Antes de salir del pequeño cuarto Leonor volvió a echar un vistazo. Caminó
cuidadosamente revisando todo, pero aparte del zorro en el balde no había nada
más que despertara su curiosidad. Sin pistas que le dieran una idea del paradero de
Victoria, cerró la puerta del cuarto y movió nuevamente el pesado tocador de la
difunta a su lugar. Mientras miraba pensativa la puerta de ese cuarto, sacudió el
polvo de su vestido y se retiró sin importarle que dejaba el candado de la puertecita
roto.
» En la cocina Leonor no encontró a nadie. Se asomó por la puerta y vio a
Helena sentada en el patio mientras vigilaba a Eugenia que jugueteaba con las
gallinas. Leonor se acercó a la olla de la sopa que hervía vigorosamente, la revolvió,
probó y decidió retirarla del fuego. Fue hasta el patio, caminó hasta donde estaba
Helena sentada, le puso la mano en el hombro y le dijo:
–La sopa está lista. Gracias por ayudarme. Voy un rato de paseo con la niña.
» Helena agradeció lo de la sopa porque lo había olvidado por completo. Se
puso de pie y le dijo a Leonor que, aunque ella tratara de disimular, sabía que algo

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le estaba pasando, que por favor le contara. Leonor no afirmó ni negó lo que decía
Helena, pero le dijo que a su regreso del paseo con Eugenia hablaría con ella.
» Eugenia y Leonor caminaban lenta y silenciosamente por el sendero que les
llevaría a la quebrada, lugar favorito de las dos. Durante el trayecto pasarían por el
guadual, por lo que de antemano Leonor le había advertido a la niña que esta vez
no harían estación allí. Para animar a Eugenia, a quien no pareció gustarle el plan, a
Leonor se le ocurrió pedirle que le contara una de esas historias de aventuras
fantásticas que ella sabía. Pero la niña parecía estar algo desanimada y continuó sin
pronunciar palabra por un buen rato hasta que le pidió a Leonor que se agachara
porque necesitaba decirle algo en su oído.
–Es mejor no hablar por ahora. Debemos esperar hasta llegar a la quebrada.
» Leonor, siguiéndole el juego a la niña, le hizo un gesto como de complicidad.
Cuando llegaron a la quebrada fueron directo al lugar donde siempre se hacían.
Leonor buscó un lugar cómodo para sentarse mientras Eugenia se quitaba los
zapatos para poder jugar en el agua. Eugenia estaba a la orilla de la quebrada con
sus pies medio cubiertos con la delgada arena que cubría la orilla. Tenía la mirada
fija en la quebrada cuando de repente dijo:
–Ahora ya podemos hablar porque nadie nos puede escuchar aquí. Creo que a
los otros no les gusta mucho este lugar, por eso no vienen y no quieren que la chica
bonita venga.
–¡Qué extraño que no les guste este lugar si a todos por aquí les gusta! –dijo
Leonor.
» La niña la miró un poco enojada, arrugó el entrecejo y dio un largo suspiro
para mostrar inconformidad por lo que decía Leonor.
–Vamos a contarte algo y tu deberás prestar atención, pero tengo que esperar a
que venga la chica bonita –dijo Eugenia.
» Leonor continuaba siguiéndole el juego a su pequeña acompañante sin darle
más importancia de la que ella pensaba que debería darle. Por lo menos esa
pequeña de tan solo seis años era capaz de seguir imaginando seres fantásticos y
aventuras a pesar de que la desaparición de sus hermanas había cambiado
notablemente la vida de la familia. Por eso prefería seguirle el juego para alimentar
su mundo de fantasía, para ayudar a que de algún modo se mantuviera alejada de la
oscura y deprimente realidad que invadía las vidas de muchos, incluida ella, por
aquellos días.
–Ya es hora, pero debes prometerme que confiarás en nosotras y que no te vas
a asustar. Ahora cubre tus ojos hasta que yo te diga –dijo Eugenia mientras
acomodaba unas piedras cerca de la orilla del río.

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» Leonor, siguiendo el juego de la niña, dijo que no tendría miedo porque nada
podía asustarla. Eugenia replicó de inmediato y le hizo prometer que confiaría en
ellas porque de lo contrario la chica bonita no las ayudaría. Leonor hizo la promesa
mientras cubría sus ojos con el delantal que llevaba puesto. Eugenia continuó
acomodando piedras hasta que estuvo muy cerca de Leonor y, como si hablara con
alguien más, preguntó:
–¿Está bien hasta aquí?
» Pasados unos poquísimos segundos Eugenia tomó la mano derecha de
Leonor y le dijo imitando un tono de voz de adulto:
–No olvides tu promesa.
» En ese momento Leonor sintió que una mano muy fría la tomaba de su brazo
izquierdo suavemente y otra mano acariciaba la trenza que siempre hacía a su
cabello. Eso le indicó que tras ella había alguien más que no era Eugenia. Su
corazón de inmediato comenzó a latir rápidamente, su respiración se agitó, esas
manos grandes no podían ser las de Eugenia. Trató de girarse, pero no pudo.
Quiso entonces descubrir sus ojos sin éxito alguno. Su cuerpo no respondía a
ningún movimiento que trató de hacer en ese momento. Sentía que el aire le
faltaba, su cabeza daba vueltas y de repente estaba inmersa en una luz brillante que
le afectaba sus ojos. Trataba de abrirlos, pero era imposible ver algo con tal brillo
golpeándola de frente. En medio de aquel confuso momento, empezó a ver una
serie de imágenes como si fueran fotografías y en ellas le pareció reconocer a
Victoria. Las imágenes fueron tomando movimiento y pudo ver claramente a
Victoria alistando todo para la cena en la casa de la hacienda. Al mismo tiempo la
vio leyendo un libro y caminando por los pasillos de la casa. Todo pasaba rápido,
era muy confuso lo que ocurría.
«¡Es ella, es Victoria!» gritaba exaltada Leonor para sí misma.
» Ella podía reconocer las manos, la sonrisa, la ropa y hasta el olor de Victoria.
«¿Qué me está pasando?» se preguntaba Leonor confundida.
» Luego, entre destellos de luz, vio a su amiga en un cuarto medio oscuro que
apenas estaba alumbrado con una vela a punto de terminarse.
–Dónde estamos? –preguntó Leonor a Victoria creyendo que la joven la
escucharía, pero ella ni cuenta se daba de su presencia en la habitación.
» Parecía que estaban cerca de la casa de la hacienda, pero Leonor no logró
reconocer aquel lugar, tan solo pudo escuchar el cacareo de unas gallinas y el
mugido de las vacas. Vio que Victoria estaba quitándose la ropa de trabajo, estaba
semi desnuda. Tan solo tenía puestas sus botas y su ropa interior. De repente las
imágenes se hicieron borrosas y de nuevo hubo mucha luz. Leonor no logró ver
nada. Escuchaba gritos, se sintió agitada, aterrada sin motivo aparente. Escuchó

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que algo caía al suelo y cuando esto sucedió, ella logró ver de nuevo. Era Victoria
quien había caído y luchaba con alguien que estaba sobre ella. Victoria trataba de
gritar, pero no podía. Leonor vio un poco de sangre, entonces trató de intervenir,
pero le fue imposible. Luego vio y sintió como Victoria no podía respirar y empezó
a perder el conocimiento. Leonor vio unas manos que rodeaban el cuello de
Victoria, entonces quiso ver la cara de aquella persona, pero el brillo de la luz no se
lo permitió. Al mismo tiempo alguien más las miraba desde la puerta, lo cual llenó
de terror a Leonor, que vio cómo esa persona sobaba agitadamente sus manos
contra las piernas mientras se alejaba para luego desaparecer. Victoria estaba
desnuda y tirada en el suelo con su rostro muy pálido y no respiraba. Leonor
deseaba socorrerla, pero su cuerpo estaba inmóvil.
» Mareada por los golpes, la cabeza de la muchacha daba vueltas. Leonor podía
sentirlo. ¡Está viva! gritó Leonor al ver a Victoria en pie. Sentía una gran emoción,
como si fuera ella misma la que siguiera respirando. El revuelto de imágenes y el
mareo regresaron a la cabeza de Leonor que en medio de tal confusión logró ver
que Victoria iba casi a arrastras por un pastizal. Estaba desorientada en la
oscuridad, hacía frío y un zumbido en sus oídos la atormentaba, cuando de repente
una luz azul enorme alumbró todo el campo donde ella estaba. Victoria hizo señas
como pidiendo auxilio. Alguien tomó la mano de Victoria y en ese momento tanto
Victoria como Leonor se perdieron en medio de la luz. Leonor estaba en el suelo
muy cerca de la orilla de la quebrada. Su mano derecha se mojaba con el agua que
corría cerca. Parecía simplemente dormir plácidamente y de repente, sin más, abrió
sus ojos y de inmediato gritó. Era como si no pudiera respirar. Dio giros en el
suelo como si luchara y trató de levantarse, pero no lo logró. Sus ojos se abrieron y
se cerraron. Vio los pies descalzos de Eugenia cerca de ella y otros que, al igual que
los de la niña, también estaban descalzos justo detrás de Eugenia. Levantó la
mirada y logró ver una imagen borrosa junto a la niña. Trató nuevamente de
ponerse en pie, pero en ese instante vomitó.
–¿Te sientes mejor? –preguntó Eugenia–. Leonor, tirada en el suelo y sin
alientos para levantarse, asintió con la cabeza para afirmar que se encontraba
mejor.
–¿Qué fue lo que me pasó? –preguntó Leonor.
La persona al lado de Eugenia, una chica joven de cabello largo, piel muy
pálida y con tierna voz respondió:
–Ahora solo debes recuperarte. Trata de sentarte en la piedra.
» Leonor, con gran esfuerzo y aceptando la ayuda de la desconocida, logró
ponerse de pie. Todavía estaba mareada y sus ojos sentían incomodidad al tener

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contacto con la luz del sol. Sus piernas temblorosas lograron llegar lentamente
hasta la piedra. Se sentó y le preguntó a la joven:
–¿Qué me ha sucedido? ¿Y usted por qué esta tan fría?
» La joven de inmediato la soltó y caminó hacia atrás sin contestar una sola
palabra. En ese momento, Leonor le ordenó a Eugenia con voz fuerte que se
quedara a su lado y la niña sin protestar obedeció.
–¿Es usted esa chica de la que tanto habla Eugenia? –preguntó Leonor.
» La jovencita no respondió, parecía más bien abrumada con tantas preguntas al
mismo tiempo. Ella solo estaba tratando de ayudar.
–Usted no es de por aquí –dijo Leonor–. No la había visto antes, de lo
contrario reconocería su rostro.
» Leonor pensó que esa joven fue quien la tocó justo antes de perder la
conciencia porque reconoció esa mano fría. Pasaron unos instantes y la joven, sin
quitar la mirada de Leonor, continuó en silencio, pero Leonor insistió.
–Dígame qué fue lo que me hizo. ¿Cómo se llama?
» La jovencita no respondió, solo sonrió y empezó a caminar sobre las piedras
que había puesto Eugenia previamente como formando una especie de camino.
Mientras caminaba tarareaba algo que parecía ser una ronda infantil. Eugenia miró
a Leonor como pidiendo permiso para seguir a la joven, pero Leonor dijo que no
con la cabeza. De todos modos, Eugenia salió tras la joven desconocida. Leonor
no la detuvo, solo siguió a Eugenia con la mirada. Saltaban sobre las piedras y
cantaban. Era como un juego entre ellas. Leonor recordó que había visto a Eugenia
varias veces hacer exactamente lo mismo, pero sola.
«¿Por qué tuve ese terrible sueño?» se preguntaba la todavía aturdida mujer
mientras se iba reponiendo de su malestar. Estaba segura de que esa joven tenía
mucho que ver con todo aquello que pasó. Todo lo ocurrido era bastante extraño,
tanto como el sentimiento que no la dejaba sentirse desconfiada de aquella joven
aún cuando ella desconfiaba de todos los forasteros. Observaba a la desconocida
jugar con Eugenia y le parecía una chiquilla más, sin nada especial.
«Sí, solo era una sucia y flaca niña que tal vez estaba perdida o abandonada»
pensó Leonor y trató de convencerse de que había tenido un mal sueño al
desmayarse por tanto cansancio y preocupación reciente. Cuando se sintió mejor,
Leonor le indicó a Eugenia que debían irse, e invitó a la joven para que las
acompañara.
–Debo quedarme aquí –contestó la jovencita al ofrecimiento–. Pero puedo ir
con ustedes desde la orilla del río hasta donde termina el guadual. ¡Será divertido
seguirlas y tratar de vernos entre las plantas! –contestó emocionada la joven.

59
» Leonor le insistió para que las acompañara y así poder tomar un baño,
cambiar su ropa y comer. Pero la amiga de Eugenia se negó argumentando que el
guadual era su hogar y que no tenía permitido ir a otro lugar. Sin más insistencias
Leonor tomó de la mano a Eugenia, se despidió de la joven y le agradeció
finalmente por haberla ayudado. Cuando empezaron a caminar, dejando la
quebrada y alejándose lentamente de la joven, esta empezó a caminar hacía la
quebrada como alistándose para empezar una carrera. Era una joven con mucha
energía, de voz alegre y mirada misteriosa, cabello enredado y manos frías que
parecía disfrutar viviendo en el bosque. Mientras todos caminaban la joven dijo:
–Soy la chica bonita de la que te ha hablado Eugenia, pero puedes llamarme
como tú quieras. Tu rostro produce ternura y eso nos gusta. No he venido de
ningún otro lugar. Este siempre ha sido mi hogar.
» Sin darle tiempo a Leonor de siquiera preguntar nada, la joven salió corriendo
sobre las piedras, se metió a la quebrada, cruzó ágilmente al otro lado y les gritó
muy emocionada desde la otra orilla:
–Vayan que yo las seguiré desde aquí.
» Después de eso y ante los ojos de Leonor, la joven se había desvanecido
rápidamente entre los matorrales.
Mariela y Francisco terminaron de cruzar el guadual donde habían podido
caminar sin mucho apuro a pesar de la lluvia, ya que la espesa vegetación formaba
una especie de techo de hojas que les protegía del agua. Ya cuando tuvieron que
dejar el guadual para entrar al camino principal que los llevaría a la casa, se dieron
cuenta de que la llovizna que les acariciaba mientras caminaban dentro del guadual
era realmente un torrencial aguacero con ventiscas potentes. Podían ver cuán
rápido bajaba el agua por unas cuencas que se habían formado en el camino a
causa de anteriores y fuertes lluvias. El camino estaba resbaloso, debían caminar
muy cuidadosamente para no terminar en el suelo. Sin pronunciar palabra se
miraron como diciéndose con la mirada el uno al otro «no hay otra opción».
Avanzaron por el camino para continuar su trayecto y llegar a la casa
inevitablemente mojados, pero, con suerte, sin más contratiempos. Unos minutos
después de caminar bajo la lluvia vieron a unos metros el portón trasero de la casa.
Recién pasaron por allí vieron a José parado cerca de la puerta de la cocina,
protegido de la lluvia por el enorme techo que cubría esa entrada a la casa. Él
tomaba una bebida caliente que seguramente sería café mientras apreciaba la lluvia.
José, al verlos llegar, levantó la mano para saludarlos, entró a la cocina, descargó su
taza y fue a conseguir toallas para pasarles a los dos y un par de chanclas para
Mariela.

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–¿Un fuerte aguacero, ah? –comentó Mariela mientras descargaba su liviano
equipaje que no era más que un bolso de tela que había llevado terciado en su
hombro derecho durante toda la caminata.
Francisco sacudió sus pies tratando de quitar el barro que se había quedado
pegado de la suela de sus botas. Descargó su bolso, empezó a sacar todo su
contenido y lo puso sobre una mesa de madera que había en ese pasillo. Estaba
preocupado por sus apuntes. No quería perder nada de lo que allí estaba escrito.
Mientras hacía esto le contestó a Mariela:
–¡Sí, muy fuerte esta lluvia! Al estar allá a campo abierto se puede sentir más la
fuerza de la naturaleza. Es impresionante qué tan fuerte puede sonar la caída del
agua.
–¡Es impresionantemente hermoso! –dijo José muy animado e interrumpiendo
a Francisco. Luego le pasó una toalla para que se secara un poco.
–Gracias, José; es usted muy amable y oportuno –dijo Francisco agradecido.
Mariela se quitó los zapatos y se puso las chanclas. Se pasó rápidamente la
toalla por la cabeza y en seguida pidió un permiso a los señores porque iba a su
habitación para cambiarse la ropa mojada.
–Regreso en una hora para acompañarlos en el almuerzo –dijo Mariela.
Entonces Mariela se detuvo por un momento apenas inició su marcha. Quiso
ver la hora en un reloj de pared grande que colgaba de una de las paredes de la
cocina y cayó en cuenta de que era tarde para llamarse hora de almuerzo. Por lo
tanto, decidió tardar menos tiempo. Entre vendavales, lluvia y un delicioso caldo de
pollo con cebollas, papas, repollo, trocitos de zanahoria y cilantro que había
preparado José ese día para el almuerzo, se terminó de ir la tarde y, con ella, las
esperanzas que Francisco tenía de salir ese mismo día para el pueblo en busca del
tal Jacinto. El único que supuestamente hasta ahora podría darle razón alguna de
Laura y los demás. No quedaba otra alternativa sino esperar que la lluvia cesara y
que llegara el siguiente día. Francisco pasó el resto de la tarde tendido en la cama
de la habitación donde se hospedaba. Su cabeza no quitaba la imagen de Laura en
medio de todos aquellos acontecimientos de los que él ahora tenía conocimiento.
«¿Cómo era posible y por qué Raúl empujó a Laura? ¿Acaso Laura les hizo algo tan
terrible como para merecer aquel desmedido trato? Habrán regresado al pueblo
muy tarde, tal vez ya entrada la noche. ¿Era tan tarde que por eso nadie los vio?
Debe ser. ¿Por eso no dan razón de ellos?» anotaba Francisco en su libreta. No
quería que ni un solo detalle, pregunta, nombre o lo que fuera se le escapara. Todo
le serviría para resolver la misteriosa desaparición de su amiga, pensaba
completamente seguro de ello. Sin darse cuenta empezó a escribir algunas notas
sobre su caminata con Mariela y lo interesante que era ella. En sus notas la

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describió como «una mujer mayor que él, pero con mejor estado físico, inteligente,
tranquila y de mirada serena, de piernas largas y caderas anchas, rostro bronceado y
bonitas facciones. Una mujer completa en todos los aspectos y hermosa» escribió.
Parecía que a Francisco le gustaba más de la cuenta su anfitriona. Al darse cuenta
de lo que escribía, decidió borrar aquella ultima descripción. Sintió vergüenza de sí
mismo por estar pensando de aquella manera en Mariela. Cerró su libreta de notas
y trató de tomar una siesta.

**
En la noche su anfitriona le mandó llamar con José para que los acompañara a
tomar chocolate. La noche era fría después de la lluvia y ameritaba una bebida
caliente antes de ir a la cama. Sentados en la sala de la casa, esperando por el
chocolate, Francisco le preguntó a Mariela:
–¿Por qué me ha estado contando la historia de esa hacienda y todas esas
desapariciones?
Francisco lanzó la pregunta porque si bien era cierto que su anfitriona era una
buena narradora y eso lo entretenía mucho, él estaba creyendo que Mariela quería
tal vez insinuarle algo. Insinuaciones que estaban logrando confundirlo.
–Tal vez me ha logrado sugestionar con todas esas cosas raras que pasaban por
aquí –dijo Francisco cruzado de brazos tratando de mantenerse caliente.
Por supuesto la intención de Mariela en ningún momento era confundirlo y ella
se lo dejó claro. Por el contrario, ella quería ayudarle a que su mente estuviera
abierta a todas o a cualquier posibilidad.
–Ahora no puede entender de que hablo –dijo ella–. Pero deje que termine la
historia y lo hará. ¿Quiere, por favor, poner más leña a la chimenea? –le pidió
Mariela a Francisco que no dejaba de mirarla.
José alistó una mesita cerca de la chimenea con todo lo necesario para tomar el
chocolate. Puso también unos quesos, unas galletas y mantequilla. Cuando ya
estuvo todo listo dijo que no podía quedarse con ellos para tomar el chocolate, que
ya era tarde y debía regresar a su casa. Ofreció disculpas por no poder
acompañarlos y se retiró deseando una buena charla, y un merecido y buen
descanso a todos en la sala. Mariela y Francisco estaban solos nuevamente, en
medio de aquella sala enorme, inundada por el olor del chocolate y el humo que
lograba escapar a la sala desde la chimenea. Él, sentado en un viejo sofá, con su
taza de chocolate caliente entre sus manos tratando de calentarlas con la taza, no
dejaba de mirar a su acompañante. Ella, por su parte, estaba sentada al lado, no
muy lejos de él, en una butaca de madera con espaldar de cuero. Era una noche
tranquila como cualquier otra en la vereda de Pico Blanco, tan solo se escuchaba el

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débil canto de los grillos y el crepitar de la madera que ardía en la chimenea.
Francisco caminó hasta la mesa donde José había dejado los alimentos y tomó
varios pedazos de queso, los puso en un plato y cuando regresaba a su lugar le dijo
a Mariela:
–Quiero saber más sobre lo que pasó con Victoria, Carmen, Isabel y las otras
chicas que desaparecieron. Me ha despertado un gran interés por saber qué tiene
que ver su desaparición con el asunto ese de Leonor y sus… ah, cómo decirlo…
Francisco no encontraba una palabra adecuada para referirse a los poco claros
acontecimientos que habían rodeado el relato que situaba a Leonor desmayada a la
orilla de la quebrada en compañía de Eugenia y esa otra joven. Oportunamente
Mariela lo interrumpió para preguntarle si le gustaba el chocolate, y si estaba lo
suficientemente caliente. También le sugirió tomar un pedazo del queso amarillo y
ponerlo dentro del chocolate caliente porque, según ella, derretía perfecto y daba
un sabor medio salado al chocolate que a ella le encantaba. Francisco ya conocía
esa mezcla de chocolate con queso, pero no le gustaba mucho; él ya tenía su mezcla
favorita que era poner pan o galletas dentro del chocolate y prefería comer el queso
por separado. Mientras comían, Francisco seguía buscando las palabras adecuadas
para continuar el tema de Leonor, pero Mariela se lo hizo fácil cuando corrió un
poco su butaca para estar más cerca de él y dio unos sorbos a su chocolate.
Estando cómoda, sin que Francisco tuviera que decir nada, ella empezó de nuevo
el relato de la hacienda.
» Después de aquel extraño episodio en la quebrada, Leonor no se sintió nada
bien. Tanto fue el trastorno que sufrió que, luego de dejar a Eugenia en la casa,
pidió permiso para ir a su rancho. La pobre tenía fiebre, vómito y estaba mareada.
El mismo malestar que había tenido cuando despertó en la orilla de la quebrada se
estaba repitiendo. Para empeorarlo todo, las imágenes del sueño le venían en ráfaga
sin avisar. Estas imágenes se clavaban como pequeñas punzadas de aguja en su
cabeza provocándole una terrible migraña. Helena la acompañó hasta el rancho y
allí se quedó acompañándola por varias horas. Antes de marcharse, cuando creyó
que Leonor dormía, Helena le susurró al oído que regresaría al día siguiente para
saber cómo seguía. A la mañana siguiente, aún soportando aquel terrible dolor de
cabeza, pero con menos fiebre y sin vomito, Leonor tomó fuerzas y decidió
levantarse. Se preparó una bebida caliente a la que agregó un puñado de hierbas
que sacó de un gabinete en su cocina. Eran plantas medicinales de la zona que
Leonor recogía en sus caminatas por el bosque. Estaba segura de que esa infusión
le ayudaría a mitigar el dolor. La pobre había pasado una muy mala noche y se
sentía totalmente agotada. Después de tomar la bebida regresó a la cama y durmió
profundamente el resto de la mañana. En la tarde Helena la visitó, le llevó algo

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para comer y pudo ver que su amiga se encontraba mucho mejor. Esa vez Helena
no se quedó mucho tiempo porque «en la hacienda había mucho trabajo que hacer
y las otras empleadas eran un tanto holgazanas» dijo Helena. Además, era mejor
que Leonor siguiera descansando. Sola en el rancho y sintiéndose mejor, Leonor
nuevamente estaba pensando en los acontecimientos de la quebrada. Empezó a
tener la sensación de que el rostro de la joven en la quebrada se le hacía un tanto
familiar, como si la conociera de alguna parte. «De dónde la conozco?» se
preguntaba una y otra vez. Como era su costumbre, Leonor fue al patio para fumar
su tabaco y ayudar a que su mente se despejara. Bajo la refrescante sombra de un
frondoso árbol de mamoncillo se sentó en un taburete y mientras fumaba recogía
los mamoncillos que se habían caído y que estaban a su alcance. Estando en esa
actividad empezó a tener vagos recuerdos de ella cuando era una señorita de unos
doce años y ya acompañaba a su madre a realizar labores domésticas en algunas de
las fincas de la zona. Por aquella época su padre ya había abandonado a su madre,
dejándola sola con la responsabilidad de criar tres hijos. Afortunadamente para la
madre, la ayuda de Leonor y la de sus dos hijos mayores que se ocuparon como
jornaleros de las haciendas de la zona, suplieron la falta del hombre de la casa. El
abandono del padre fue la razón por la cual Leonor jamás quiso tener un marido o
hijos. Fueron tiempos difíciles que ella recordaba con tristeza.
» En una mañana de trabajo normal, su madre le pidió como siempre que
recogiera algo de leña para prender el fuego del fogón y preparar los alimentos.
Mientras tanto ella terminaría de limpiar la casa de los patrones. Poco a poco aquel
recuerdo se fue haciendo más fuerte en la memoria de Leonor. Leonor pudo
recordar que esa mañana el cielo estaba encapotado como si fuera a llover, hacía
frío y el suelo estaba mojado por lo que encontrar leña seca no sería tarea fácil.
Cuando estaba recolectando la leña en una carreta cerca de la casa, vio a una
jovencita que estaba sentada en el pasto a unos cuantos metros de ella. La joven le
hacía señas para que fuera hasta donde ella estaba. Leonor, dudosa y tímida, se
acercó a la joven que la recibió con una gran sonrisa picaresca. La desconocida
rápidamente entabló conversación haciendo sentir a Leonor en confianza.
Después, amablemente se ofreció para ayudar a recolectar la leña diciendo que esa
actividad le parecía divertida de hacer. Al terminar la labor, la desconocida invitó a
Leonor al guadual para jugar, pero ésta se negó. Tenía que trabajar, pero prometió
a la joven que en gratitud regresaría otro día para jugar con ella. Leonor se
despidió, tomó su carretilla y salió con algo de prisa porque ya llevaba mucho
tiempo buscando leña. Fue la única vez que tuvo contacto con esa persona o por lo
menos así lo recordó. La joven de su recuerdo se le parecía mucho a la joven de la
quebrada. Las dos tenían el cabello y la ropa parecidas, no usaban zapatos. Sus

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rostros eran hermosos, la sonrisa enorme y la mirada intensa. «¡Muy parecidas!» se
dijo. Entre recuerdos, Leonor trajo a su mente una mañana cuando Victoria llegó a
trabajar y le contó la historia sobre una muchachita que se había encontrado por el
sendero del guadual de camino a la hacienda. Esa mañana, como todas las
mañanas, Leonor estaba apurada con todo lo que había que hacer, por lo que en
medio del trabajo escuchó a Victoria decir que «varias veces se había encontrado a
la muchachita por el camino. La pobre niña parece que vive por ahí sola porque ni
zapatos tenía puestos. La ropa, aunque estaba limpia, parecía muy vieja y gastada.
Pero lo que más me inquieta es que la muchachita cada vez me invita a jugar con
ella al guadual. Es muy insistente con eso. Le he ofrecido que me acompañe aquí,
pero justo llegamos al final del sendero ella sale corriendo y se pierde en el guadual.
Debe ser una niña abandonada.»
«En aquel momento Leonor no le dio mucha importancia a lo que Victoria le
contó. Pensó que sería alguna de esas jóvenes que se escapaban de la casa para solo
estar por ahí sin nada que hacer, viviendo de la caridad de la gente. Pero ahora ese
recuerdo tomaba mucha importancia porque la descripción de la joven que se
encontraba Victoria por el sendero era muy cercana a la joven de sus propios
recuerdos. Leonor, pese a que no paraba de pensar, parecía estar más tranquila. Sus
recuerdos le ayudaban a organizar claramente sus ideas. Pensó que aquella jovencita
con la que ella habló siendo niña, era la misma que se encontraba Victoria por el
sendero y la misma que jugaba con Eugenia. «Pero ¿cómo era posible tal cosa?» se
preguntaba y era algo que ella no podía responderse en ese momento, por lo que al
terminar su tabaco fue a la cocina por otro té que le ayudó a conciliar el sueño
profundamente. Al día siguiente, Leonor se despertó temprano como de
costumbre, tomó su café y estaba lista para iniciar su jornada. Ya estaba
completamente recuperada. Lo único que no la dejaba en paz era pensar que
aquellas jovencitas fueran la misma persona. Era una idea que a su edad le hacía
poner los pelos de punta. Una idea loca, tal vez, que su vieja cabeza estaba creando
con falsos recuerdos. Ilusiones fantásticas para confundirla. Leonor llegó a la
hacienda, entró por la cocina sorprendiendo a Helena que a esa hora ya estaba
horneando el pan y no la esperaba esa mañana.
–¿Qué hace usted por aquí, mujer? Debería estar descansando ahora mismo –
dijo Helena.
» Leonor no respondió nada a Helena, solo la miró, entre cerró sus ojos, apretó
sus labios y le regresó la pregunta con otra pregunta.
–¿Alguna vez siendo una niña jugó con una jovencita en la quebrada o en el
guadual?

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» La pregunta desencajó a Helena que ni supo que responder. Leonor tomó a su
compañera del brazo, la llevó hasta el mesón de la cocina y casi la obliga a sentarse
en una de las butacas que rodeaban el mesón.
–Solo respóndame, Helena –dijo Leonor en un tono de voz perturbador.
» Leonor estaba un poco agitada. Helena logró soltarse del fuerte apretón que
le daba Leonor a su brazo. Se sobó y entre titubeos le respondió:
–Si… Jugué con muchas amigas en la quebrada, sobre todo en la época de
calor. ¿Qué pregunta tonta es esa, mujer?
» Pero la respuesta no satisfizo a Leonor. Ella quería saber si en algún momento
Helena había jugado o se había encontrado por el camino con una desconocida.
–Hmm… ahora entiendo –dijo Helena–. Que continuó diciendo que unas
contadas veces se encontró con una muchacha medio harapienta por el sendero de
por allá, cerca del guadual. También dijo que a la única persona a la que le había
contado sobre eso era a su mamá, por lo que ahora quería saber cómo era que ella
sabía de la tal muchachita.
–Le explico después. ¿Quiere contarme más de ese encuentro? –le pidió
amablemente Leonor a su amiga.
Helena le terminó diciendo que la muchacha le parecía muy rara y le causaba
miedo. Que las veces que se la encontró estaba sola y cada vez que la vio trató de
convencerla para que la acompañará al guadual, pero ella se negó diciendo que no
podía hablar con desconocidos. Cuando se lo contó a su mamá, ésta le dijo que no
volviera a caminar por ese sendero, que tal vez esa muchacha era un alma en pena
o una loca que se la quería robar. Helena, muy obediente, nunca más volvió por allí.
Leonor escuchó atenta a su amiga, le agradeció por compartir su recuerdo y la
abrazó.
–¿Qué pasa, mujer? ¿Por qué le ha dado por hablar de eso? –dijo Helena.
» Leonor se puso de pie, la miró y empezó a contarle todo lo que había pasado
en la quebrada, lo que había recordado de su infancia, lo que Victoria y Eugenia le
habían contado de la tal jovencita en cuestión. Le dijo que esas extrañas
coincidencias le estaban dando mala espina. Era sospechoso que todos esos
encuentros y desapariciones ocurrieran siempre por ese sendero. Sugirió que tal vez
se trataba de esas cosas a las que jamás se le encuentra explicación. Algo o alguien
oscuro y malo que habitaba ese guadual estaba desapareciendo a las niñas. Creía
que una fuerza desconocida atraía a las niñas que transitaban solas por ese sendero,
las atrapaba y luego les era imposible retornar a sus hogares.
–¿Qué dice, mujer? –dijo Helena incrédula–. Son solo cuentos para asustar a los
niños.
–¿Y si no son solo cuentos? –replicó Leonor.

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» Pensar en que esas cosas fueran ciertas le erizaba la piel a Helena, quien en
seguida le planteó a Leonor diferentes preguntas suponiendo que lo que ella decía
resultara cierto. ¿Cómo es que Victoria, siendo ya una mujer que pronto alcanzaría
la mayoría de edad, desapareció del mismo modo que las otras? Al decir las otras se
refería a unas jovencitas que se habían dado por desaparecidas hacía unos años.
Esas jovencitas eran casi unas niñas y cabría pensar que por su tierna e inocente
edad fueran tentadas por espíritus perversos, pero para Helena no era posible que
eso le ocurriera a Victoria. Ella no se habría dejado convencer fácilmente.
Entonces le recordó a Leonor que era posible que Victoria huyera cansada de la
dura vida del campo y el mal trato de sus padres. También sugirió la posibilidad
que las niñas de los patrones estuvieran extraviadas entre los tantos senderos del
bosque. ¿Tal vez esas niñas quisieron dar un buen susto a sus padres y el juego les
salió mal? Es lo que Helena pensaba y se lo dejó saber a su angustiada amiga.
Seguidamente, Helena se levantó de la silla y continuó con su quehacer. En
silencio, Leonor, con cierto aire de desconsuelo, aceptaba las palabras de su amiga.
Tenía razón al pensarlo detenidamente. ¿Cómo un espectro o fuerza desconocida
podía estar robando niñas? Solo ella armaría y creería tal desfachatez. «¡Que locura
era la que pensaba!» se dijo Leonor. Antes de que terminara la conversación,
Leonor le dejó claro a Helena que aunque ella tuviera razón descartando lo de los
espíritus, ella todavía no encontraba explicación alguna al por que Victoria habría
dejado su vestido nuevo en aquel cuarto de herramientas y menos por qué Alfredo
aseguraba haberla visto salir rumbo a la capilla.
–Solo esta confundida por todo lo que ha pasado, mujer. Las niñas van a
aparecer y usted debe olvidarse de Victoria –dijo Helena que parecía no querer
seguir hablando del tema.
–Como sea, sigo pensando que Victoria nunca dejó la hacienda. Lo que le haya
pasado le pasó aquí –dijo Leonor mientras salía de la cocina para traer agua del
pozo.
» Sin decir nada a Leonor, muy en lo profundo Helena creía que todas aquellas
ideas en verdad podían ser ciertas. No eran del todo descabelladas, pero decirle eso
a su amiga aumentaría su ya desenfrenada imaginación que al final no le ayudaría
en nada a Leonor. Además, Helena sentía terror de esas historias. Ella tenía una
hija de pocos meses de nacida y solo pensar siquiera que aquello del espíritu que
robaba niñas fuera cierto la mortificaba. El día fue transcurriendo en total
normalidad. Pasada la hora del almuerzo las empleadas nuevas se encargarían de la
cena y de cuidar a Roberta. La pobre seguía encerrada en su habitación sufriendo
por la desaparición de sus hijas. Helena y Leonor por su lado fueron al lavadero
para encargarse de la ropa y poder estar solas para seguir discutiendo el tema que

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desde la mañana les ocupaba la cabeza. Mientras lavaban y colgaban la ropa
escucharon unos pasos que se acercaban. Se giraron casi al tiempo y detrás de ellas
estaba Alfredo.
–Qué bueno que las encuentro juntas, así puedo despedirme de las dos y de
paso preguntarles una cosita –dijo Alfredo a las mujeres que no chistaron nada a su
patrón, simplemente pararon de hacer lo que hacían a la espera de escuchar lo que
quería preguntar–. Quiero saber quién rompió este candado de mi habitación y
entró a mi laboratorio –preguntó Alfredo en un tono acusador.
» Las mujeres se miraron entre ellas y no respondieron nada. Leonor se echó un
poco para atrás porque él estaba muy cerca de ella. Alfredo, que a simple vista se
notaba disgustado, parecía estar perdiendo la paciencia al ver las caras solapadas de
las mujeres y no recibir respuesta alguna. Lanzó el candado al piso, se frotó las
manos lentamente y las sopló para secarles el sudor. Luego terminó de secar el
sudor que quedaba en sus manos frotándolas agitadamente contra la tela del
pantalón, caminó lentamente alrededor de las mujeres y de nuevo, pero
pausadamente, esta vez preguntó:
–¿Quién... rompió... el candado?
» Leonor pasó saliva sin quitar la mirada que la tenía clavada en las manos de
Alfredo mientras él no le quitaba los ojos de encima a ella. Ambos tenían miradas
de acusación. Ella esquivó los acusantes ojos de su patrón y mirándole de reojo le
dijo:
–¡Fue usted! –dijo de un solo tajo Leonor perturbada por el movimiento de
manos que no dejaba de hacer Alfredo.
» Alfredo paró de caminar al escuchar a la mujer y con cara de desconcierto se
acercó a Leonor, le frunció el entrecejo por la absurda respuesta que acababa de
escuchar y en ese momento se escuchó a Helena decir:
–Silencio, mujer, silencio. No vaya a decir tonterías.
Luego tomó a Leonor por el brazo, pero de nada sirvió la cara de enojo de
Alfredo o el pedido de Helena. Sin medir consecuencias Leonor dirigió de nuevo la
mirada a Alfredo y le dijo:
–Sí, fue usted. ¡No lo puede negar! ¡Esas manos… que ahora puedo reconocer!
Con ellas atacó a Victoria aquella noche en el cuarto de herramientas. ¡Yo vi esas
manos!
Leonor parecía muy segura de sus palabras. No titubeaba. Estaba llena de una
alocada y repentina valentía y sin darle la más mínima oportunidad a Alfredo de
pronunciar palabra, se paró frente a él para bloquear su camino. Alfredo miraba
sorprendido y completamente demudado la decidida actitud de altanería de
Leonor. Él quedó inmóvil, respiraba agitado, miraba hacia los lados asegurándose

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de que no hubiese alguien más cerca. La enojada Leonor aprovechó que Alfredo
estaba completamente descompuesto para estar en total control de la situación y
continuó diciendo:
–Usted la espiaba siempre. Por doquiera que ella iba, usted la seguía sin ser
visto. La noche en que ella desapareció usted había bebido de más y sabía que
estaban completamente solos en la casa… ¡todos estaban de fiesta esa noche! La
siguió como hacía siempre y tras la puerta miraba como ella se cambiaba de ropa.
Pero esa noche usted hizo ruido y ella lo descubrió, pero usted no se marchó, ni se
disculpó por lo que hacía. Por el contrario, se quedó. Le hizo insinuaciones
indecorosas a las que ella se negó. Ella empezó a gritarle, estaba asustada y alterada.
Usted insistió, pero ella se negó nuevamente. Forcejearon y usted la golpeó para
tratar de controlarla. Le arrancó el sostén de un solo tirón y la empujó. Victoria
perdió el equilibrio y cayó al suelo. Al caer golpeó su cabeza fuertemente quedando
inconsciente. Usted entró en pánico al ver que ella estaba inconsciente y en un acto
de total cobardía le apretó el cuello para terminar con todo. La creyó muerta
porque no se movía, la miró por un instante y salió espantado de aquel cuarto al
ver lo que había hecho. Regresó más tarde para sacar su cadáver y dejarlo tirado en
el bosque. Las alimañas vendrían a darse un banquete con ella y así el rastro de lo
que usted había hecho se borraría. Pero cuando usted regresó, ella ya no estaba. El
cuarto estaba vacío. La buscó por los alrededores, pero no la halló.
» Alfredo quedó completamente mudo, consternado con lo que escuchaba y ni
siquiera lo negaba. Labriegos que a esa hora estaban por ahí cerca se percataron de
que algo ocurría. Corrieron para ver qué era lo que pasaba. «¿Por qué Leonor le
habla asía al patrón?» se preguntaron. «Esa mujer ha estado como rara hace días»
decían otros. Alfredo estaba nervioso, esquivó a Leonor y trató de salir del lugar,
pero ella se lo impidió y continuó lanzando acusaciones:
–Pero usted olvidó deshacerse del vestido nuevo de Victoria, el que usaría
aquella noche de festejos y yo lo encontré hace poco en ese cuarto de herramientas
cuando estábamos limpiando para empezar la renovación. ¡Usted fue quien la
atacó!
» Los curiosos quedaron sin palabras con todo lo que acababan de escuchar y
murmuraban «¡El patrón!», «¿La muchacha está viva?», «¿Entonces él la atacó?».
» Todo aquello era confuso y más porque su patrón ni asomaba esfuerzos para
defenderse, menos para mandar callar a Leonor y echarla de su propiedad. Cuando
ella notó que a su alrededor había otras personas, se quedó en completo silencio y
se apartó de Alfredo dándole por fin la oportunidad para que se fuera. Alfredo
agachó la cabeza. No quería mirar a nadie.
–No sabe lo que dice –Fue lo único que pronunció Alfredo antes de marcharse.

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» Mientras caminaba a paso largo por el patio, sacó su pañuelo del bolsillo y se
lo pasó por la frente. Las manos le temblaban y estando a una distancia corta del
lavadero y de las mujeres gritó:
–¡No sabe nada! ¡Nada!
Helena que estaba justo al lado de Leonor, pasmada con la alocada reacción de
esta le dijo:
–Qué ha hecho mujer? No debió acusar a el patrón solo por lo que dice que
vio en ese extraño sueño en la quebrada o por un viejo vestido que ni será el de
Victoria.
» Los acontecimientos de esa misma noche después de aquel encuentro entre
Leonor y Alfredo no son muy claros. Unas personas cuentan una cosa y otras, por
supuesto, dicen lo contrario. Lo cierto es que las acusaciones que Leonor hizo
provocaron toda una tragedia. Se trataba de cosas que ella no quería que pasaran,
por supuesto, pero que tampoco en ese punto ella podría impedir o prevenir. Los
curiosos que escucharon toda o parte de aquella discusión entre Leonor y Alfredo
se encargaron de hacer rodar rápidamente el chisme por toda la vereda. Pronto el
nuevo rumor estaba de boca en boca y como ocurre siempre con los rumores, este
se fue distorsionando cada vez más. Las acusaciones caldearon los ánimos de la
gente de la vereda. Unos defendían la inocencia de Alfredo que siempre se había
caracterizado, junto con su familia, por ser un buen patrón, un hombre honorable y
acusaban a Leonor de embustera o loca por todos los disparates que había dicho.
Pero la mayoría creyó que Alfredo era culpable y por eso no se había defendido.
Además, todas las niñas desaparecidas eran de la vereda, y para sumarle más
tensión al asunto, todas, al parecer, se habían extraviado en la hacienda de los
Suárez, decía la gente. Todos empezaron a quitar y agregar detalles para hacer más
creíble cada versión de los hechos.
» Ya entrada la noche, cuando Carlos y el capataz regresaron a la hacienda luego
de haber pasado todo el día en el pueblo haciendo negocios, Carlos se enteró de lo
ocurrido por boca de Martina, una de las empleadas de la casa. Incrédulo de las
palabras de aquella mujer, Carlos fue en busca de su padre que estaba encerrado en
su habitación.
–¿Qué es ese rumor que está corriendo por …? –trató de decir Carlos a
Alfredo, pero este último lo interrumpió antes.
–Todo tiene una explicación. Nada es como lo dicen.
» La situación era delicada porque no solo se hablaba de la desaparición de
Victoria sino de otras, incluidas Carmen e Isabel. El tamaño del problema era
astronómico.
–¿Me estás diciendo que todo aquello es cierto? –preguntó Carlos a Alfredo.

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–No… yo... –trató de decir Alfredo, pero Carlos lo interrumpió para pedirle a
su capataz que lo dejara a solas con su padre, no sin antes pedirle que se asegurara
de que su esposa e hija estuvieran bien.
–¿Cómo es que en tan poco tiempo han armado tal rumor? Solo son
acusaciones disparatadas de una mujer enferma –dijo Alfredo mientras sollozaba
sentado en su cama.
–Debemos poner a las autoridades al tanto de todo esto. Ellos sabrán qué
hacer. Todo va a salir bien –dijo Carlos a su padre.
Lo que no sabía Carlos era que no tendría tiempo de dar aviso a las autoridades.
Un poco más tarde, esa misma noche, a la hacienda llegó una buena parte de los
moradores de la vereda, que en su mayoría eran labriegos de la hacienda. Llegaron
juntos y llevando en sus manos antorchas y machetes. Querían saber la verdad
sobre la desaparición de sus hijas, hermanas, sobrinas, amigas y vecinas, exigían
saber el paradero de las tales jovencitas. El capataz de la hacienda salió para atender
a la muchedumbre que exigía que fuera Alfredo quien se apersonara de la situación
y les dijera dónde estaban todas. «¡Que salga y nos diga que pasó!», «¡cobarde!»,
«¡solo eran unas niñas indefensas!» gritaban alterados. Dentro de la casa la familia
estaba asustada y sin saber qué hacer. La situación era peligrosa. Roberta, quien
había estado bajo el efecto de medicamentos por varios días para mitigar la
depresión, ahora también era presa de los nervios por no saber lo que ocurría.
Carlos no dejaría que su padre saliera a atender la turba de gente alterada. Debían
de permanecer todos juntos dentro de la casa y esperar que el capataz lograra
calmar los ánimos allá afuera. Eugenia, asustada, se abrazó a Roberta, quien le
correspondió rodeándola suavemente con sus brazos. Aparte de la familia nadie
más estaba en la casa. Ya todos sus empleados estaban unidos en su contra allá
afuera. El capataz entró y dijo:
–Esa gente está muy enojada. Lo mejor es que Don Alfredo salga y les dé una
explicación.
» Pero esa opción no era viable para Carlos.
–Están muy alterados y temo que prendan fuego a la casa –dijo el capataz.
» Carlos no creía que llegaran a tanto, él pensaba que pasadas unas horas todos
se cansarían y luego se irían a sus casas. Al pasar el tiempo y ver que nadie salía de
la casa, la muchedumbre prendió fuego a la enramada donde se guardaba la leña y
el carbón en advertencia de que todo iba muy en serio. Lanzaron piedras a la casa
para romper los vidrios de las ventanas y asustar a todos adentro. Cada vez el
asunto iba poniéndose más delicado. ¿Cómo era posible que todos ellos estuviesen
ahí afuera atacándoles sin darles el derecho a defenderse? se preguntaban los
Suárez.

71
–Pero cómo es posible… ¿Un rumor causó todo eso? –preguntó Francisco
incrédulo.
–Si, un rumor provocó esos actos –contestó Mariela muy segura de sus
palabras.
Para luego explicarle a Francisco que habitantes de la vereda y labriegos de paso
revivieron el dolor que les había causado la desaparición o pérdida de sus niñas a
causa del rumor que corría por la vereda y, aunque eso no era excusa para actuar
violentamente, lo hicieron. Recibir de golpe tal información, años después de saber
nada, alteró profundamente sus emociones al punto de actuar sin pensar. Al punto
de no medir consecuencias. Un arrebato sin sentido.
» Finalmente, cuando la situación terminó de salirse de control y afuera estaban
destruyendo todo para asustar más a los Suárez, Leonor, quien de alguna manera
fue la responsable indirecta de aquel ataque, entró en la casa. Ella se había dado
mañas de romper el candado de la pequeña puerta que daba al patio y que
conducía a la habitación de Alfredo. Por allí cruzó sin ser vista por la
muchedumbre. Todos dentro de la casa ya se habían refugiado en la despensa por
ser el lugar más interno de la casa. Leonor supuso que allá estarían al no
encontrarlos en otras habitaciones de la casa. La mujer entró en la despensa y
todos sin excepciones se asustaron mucho al verla. La reacción inmediata del
capataz fue apuntarle con una escopeta, para luego con gran agilidad saltarle
encima para inmovilizarla, pensando que tras ella vendrían más alborotadores.
Carlos escopeta en mano, también ayudó a sostener a Leonor y ella sin resistirse les
dijo que estaba allí para ayudarlos.
–Quiero que Alfredo aclare y responda si fue que hizo algo, pero a las
autoridades, no a estos aprovechados –dijo Leonor sin alterarse–. Muchos allá
afuera ni son de la vereda.
Eugenia al ver lo que pasaba corrió de inmediato al lado de Leonor, se abrazó
fuertemente a las caderas de la mujer y suplicó a su padre y al capataz para que
soltaran a su nana. Roberta que estaba sentada en una butaca cerca a su suegro que
temblaba sin parar y a una estantería de madera donde guardaban la manteca,
harina, arroz y otros granos, dijo en voz moribunda a su marido que debía soltar a
esa pobre mujer.
–Suéltela hijo, es mejor no agrandar el problema –dijo pesaroso Alfredo.
Libre y sin estar sorprendida por las diferentes reacciones de todos, Leonor les
pidió que la siguieran si lo que querían era salir de la casa y ponerse a salvo en tanto
llegaba la policía.
»Sin otras opciones posibles para evitar a la muchedumbre enfurecida,
aterrorizados, todos la siguieron sin bajar la guardia, pero la primera en hacerlo fue

72
Eugenia que caminó de la mano de Leonor. En horas de la madrugada la
muchedumbre cansada ya se había retirado de la hacienda al no encontrar a los
Suárez dentro. No sin antes prenderle fuego a la entrada de la casa, quemando
muebles y objetos de valor cuando las llamas se colaron hasta la sala. Muchas de las
pertenencias de los Suárez fueron destrozadas, robaron algunos animales y objetos
valiosos, pero la familia en compañía de Leonor y el capataz habían logrado huir a
tiempo por la puerta trasera y se ocultaron en el bosque. Resguardados allí
estuvieron hasta que Helena, junto a su esposo Ramiro, llegaban a la hacienda en
compañía de la policía. Ella y Ramiro valientemente se habían arriesgado a ir hasta
el pueblo para dar aviso a las autoridades de lo que allí ocurría. Todos los hombres
de la policía de Rio Negro atendieron la diligencia en la Hacienda Los Caciques. A
estos se les fue uniendo apoyo de otros pueblos por la gravedad del hecho y
porque los Suárez eran de las familias más prestantes de la región. Las autoridades
aseguraron la casa para poder proceder legalmente y aclarar todos los hechos
ocurridos la noche anterior. Cuando parecía que por fin todo se iba a aclarar y
podrían poner punto final a ese lío, resultó que entre todas las personas faltaba
uno. Alfredo no estaba, se había logrado escabullir aprovechando algún momento
de distracción.
–¿Cómo ha huido enfrente de las narices de todos? No debe estar muy lejos.
Vayan y búsquenlo –gritó el jefe de policía pero el viejo ya no estaba por ningún
lado. Alfredo se había esfumado.
» Lo único que tenían ahora era la confesión que previamente Alfredo le había
hecho a Carlos, la cual había dejado por escrito y la que él ahora entregaba a la
policía en nombre de su padre. Carlos deseaba colaborar para que todo se aclarara,
pero el hecho de entregar esa declaración lo puso en el ojo del huracán. Se pensó
que él había conspirado para ayudar a que Alfredo se escapara, pero negó
tajantemente tal acusación. Dijo no saber de los planes de su padre, que él estaba
tan sorprendido con sus acciones como todos. Nadie se creyó ese cuento. En la
confesión a su hijo y en la declaración escrita, Alfredo dijo que no era culpable de
las horrendas acusaciones que le estaban haciendo. Y como lo había dicho en la
primera declaración años atrás cuando Victoria desapareció, lo ratificaba ahora:
Victoria estaba viva cuando dejó la hacienda. Dejó escrito que él sí era conocedor
de algunos hechos que ocurrieron la fatídica noche en que Victoria desapareció,
pero nada tenía que ver con su desaparición. Si era culpable de algo, era de ser un
cobarde que guardó silencio por miedo. Eran hechos confusos que las autoridades
debían investigar. Y la declaración finalizaba con un «Jamás he lastimado a nadie».
–Mi padre, el señor Alfredo Suárez, negó rotundamente estar involucrado en la
desaparición de Victoria o en cualquier otro asunto criminal. Y yo creo en su

73
palabra, él es un hombre de reputación intachable. En que cabeza caben tales
disparates de los que él esta siendo acusado. Sé que cuando él se sienta seguro hará
contacto con ustedes, las autoridades –dijo Carlos para finalizar su declaración
verbal al agente.
Para los habitantes de pico blanco la fuga de Alfredo contradecía su declaración
de inocencia y les dejaba viva la posibilidad que el viejo estuviera huyendo porque
algo ocultaba, sin embargo no lo podían acusar formalmente de nada porque nada
se sabía en concreto de la desaparición de Victoria o de las niñas Suárez, todo eran
especulaciones de una vieja afectada emocionalmente por la reciente desaparición
de Carmen e Isabel, que le habían recordado el dolor de la desaparición de
Victoria. Las palabras necias de Leonor habían logrado agitar la comunidad al
punto de la locura colectiva pero no a las autoridades, que desde su llegada a la
hacienda estuvieron a favor de los Suárez y pensaron que aunque Alfredo estuviera
prófugo eso no lo hacia culpable de las deschavetadas acusaciones de Leonor, por
el contrario para la ley el pobre hombre estaba asustado y temiendo por su vida,
por tanto procedieron a abrir una investigación para lograr identificar a los
chusmeros que atacaron a la familia Suárez. Los labriegos que no participaron de
las agresiones llegaron a la hacienda para extender su apoyo a los Suárez como
siempre lo habían hecho. Estas personas, que eran una buena cantidad, en
solidaridad con sus patrones se pusieron de inmediato mano a la obra para tratar
de al menos organizar y limpiar la casa. Roberta estaba sentada en los escalones
tiznados de la entrada principal de la casa mientras Carlos hacía frente a las
autoridades y a todo el caos que era la hacienda. Roberta lloraba desconsolada.
Estaba nerviosa y no quería saber nada de lo que a su alrededor pasaba. Con todo
lo ocurrido pensaba que sus niñas no regresarían nunca. Eugenia estaba a su lado
observándola.
–Madre, ¿quieres ir a dar un paseo por la quebrada? –preguntó Eugenia a
Roberta.
–¿La quebrada?
–¡Sí, madre! Es un lugar mágico y te hará sentir mejor.
» Eugenia, como siempre a pesar de su corta edad, supo como controlar sus
emociones porque ni siquiera un poco de tristeza o miedo mostraba en tales
circunstancias en las que se encontraban. Con su apacible manera, la niña
convenció a Roberta de ir a la quebrada y las dos agarradas de la mano, madre e
hija, emprendieron marcha. Leonor estaba parada al frente de la casa conversando
con Helena y otras personas cuando se dio cuenta de que Roberta y Eugenia iban
caminando por el sendero que llevaba a la quebrada.

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–¡Helena, venga! –susurró Leonor y apartó a Helena del grupo tomándola de la
mano.
–Acompáñeme a la quebrada… por el camino le digo a qué vamos.
» El pedido de Leonor le causó preocupación a Helena, pues los arrebatos de
su amiga no terminaban bien. ¿La quebrada? le dijo Helena en voz baja a Leonor
como siguiéndole el juego, mientras hacía cara de preocupación. Leonor
sospechaba que Eugenia estaba llevando a Roberta a la quebrada para que se
encontrara con la joven que habitaba los guaduales. Tal vez pretendía hacer que le
mostrara a su madre lo que le había ocurrido a Carmen e Isabel. La idea de Leonor
era seguirlas y oculta entre los matorrales, poder observarlas y lograr ver lo que esa
joven hacía.
» Efectivamente, Roberta y Eugenia estaban en la quebrada, pero solas.
Sentadas en la orilla las dos tenían sus pies sumergidos en el agua. No conversaban,
ni se miraban, solo estaban la una al lado de la otra dejando pasar el tiempo. Los
minutos pasaban y nada extraordinario acontecía. Helena escondida entre
matorrales se empezó a impacientar al ver que nada ocurría, la espera y el calor que
hacía esa mañana la exasperaban, por lo que le pidió a Leonor que regresaran.
–Unos minutos más y si nada ocurre, nos vamos. –Fue la propuesta de Leonor.
» Esa mañana el cielo estaba completamente despejado, permitiendo que el sol
aumentara la temperatura drásticamente y haciendo de la espera una desesperante
situación a pesar de que Helena y Leonor estuvieran bajo la sombra de los árboles
espiando a sus patronas. Para alivio de Helena, el cielo empezó a nublarse y con
ello corrió una brisa fresca.
–¿A dónde va la niña Eugenia? –dijo Helena cuando vio que la niña caminaba
lejos de su madre.
–Shhh, baje la voz. No hable tan fuerte –dijo Leonor.
» Eugenia estaba parada en el borde del camino donde empezaba el bosque,
que de entrada eran solo guaduas. La niña, parada en ese borde, no dejaba de mirar
hacía lo profundo del bosque mientras su cabello se bamboleaba con el viento.
Parecía que esperaba a alguien. El suave viento también mecía gentilmente las
guaduas, árboles y flores de un lado a otro. De repente las guaduas se empezaron a
doblar como si alguna fuerza, que definitivamente no era el viento, les hiciera
retorcerse hasta tomar una forma arqueada. Del entrelazado arco de guaduas,
pausadamente empezó a emanar una luz azul brillante. A través de aquella luz salía
una especie de sombra que segundo a segundo iba tomando la forma de una
persona. Cuando aquella sombra hubo tocado el borde del camino, Leonor y
Helena lograron ver que quien salió no era otra que la joven del bosque. Todo
sucedió a espaldas de Roberta que ni se había percatado de que Eugenia ya no

75
estaba a su lado. Eugenia y la joven se tomaron de las manos y caminaron hasta
estar cerca de la quebrada.
–¡Virgen Santísima! ¡Dios mío! –decía Helena mientras se hacía la señal de la
cruz repetidas veces.
–Mujer ¿qué es lo que está pasando? Eso es un demonio… me da escalofríos…
Esa es… Es la misma niña que yo… –decía Helena aterrorizada. Las palabras se le
atascaban en la garganta del miedo que tenía.
–Sí, es ella –dijo Leonor–. Ya cálmese que se van a dar cuenta que estamos
aquí.
» La luz en el guadual aún brotaba intensamente y una delgada línea de esa luz
seguía a la jovencita que ahora estaba sentada sobre una roca plana y amplia.
Eugenia corrió hasta la orilla para comunicarle a su madre de la presencia de su
amiga. Roberta se giró de inmediato para comprobar que había alguien más con
ellas. Se puso de pie y fue hasta donde estaba sentada la muchacha. Saludó a la
amiga de su hija que solo respondió con una sonrisa. Eugenia se recostó contra la
piedra donde su amiga estaba sentada y empezó a acariciar el largo cabello de la
joven. Sentada en la piedra la joven le hizo señas a Roberta para que se acercara y
cuando la mujer estuvo cerca la tomó suavemente de la mano. Roberta de
inmediato se notó débil y lentamente empezó a desvanecerse en el suelo.
–¿Qué le está haciendo a la patrona? –preguntó Helena asustada a Leonor.
–Tranquila, no va a pasarle nada. Debemos esperar –respondió Leonor.
» En el guadual la luz se hacía más grande y las ramas de los árboles se
estremecían bruscamente. Eugenia parecía disfrutar con lo que a su alrededor
acontecía mientras Helena, escondida entre los matorrales, estaba casi paralizada de
miedo. Lo que veía no le gustaba y le dijo a Leonor que era mejor irse. Por
supuesto esa no era una opción para la terca compañera de Helena. Roberta
parecía estar pasando por el mismo trance por el que había pasado Leonor. Fue lo
que rápidamente Leonor supuso. Abrazó a su amiga para calmarla, le pidió que
aguantara, que era cuestión de minutos para que todo finalizara, que seguir
observando era la única manera de saber lo que esa joven era y hacía. «Esa
jovencita es la clave para dar con el paradero de las niñas desaparecidas». Pensaba
absolutamente segura Leonor.
» El clima fue desmejorando y el soleado día ahora daba señas de una repentina
tempestad. Empezó con una suave llovizna que gradualmente se fue convirtiendo
en un fuerte aguacero. Helena se levantó del lugar donde estaba escondida con
Leonor y dijo:
–No tengo por qué estar de pendeja aquí… ¡Me voy!

76
» Justo cuando Helena se giró para emprender su marcha de regreso, se dio
cuenta de que atrás de ellas estaba parada Eugenia quien con una sonrisa en sus
labios le dijo:
–No puedes irte.
» Y Helena, presa del espanto, dio un alarido que alertó a Leonor de la
presencia de Eugenia.
–Todas tenemos que reunirnos en la quebrada. Es mejor si van a saludar a
Zahimu –dijo Eugenia.
» Era la primera vez que Eugenia pronunciaba aquel nombre.
–¡Tengo miedo! –seguía repitiendo Helena hasta el cansancio.
» Cuando estuvieron en la quebrada notaron que ahí ni siquiera una gota de
agua caía. Zahimu, la jovencita que todas conocían, soltó la mano de Roberta y se
puso de pie sobre la piedra, hizo una reverencia para dar la bienvenida a Leonor y a
Helena y se sentó de nuevo.
–No deben espiar, eso es muy maleducado –dijo con voz zalamera Zahimu.
» Como si de un juego se tratara, Eugenia se dirigió a las nuevas invitadas. Les
indicó dónde tenían que sentarse y les pidió guardar silencio. Roberta permanecía
tendida en el suelo, como desmayada. Leonor intentó acercarse para socorrerla y
asegurarse de que respiraba, pero Zahimu y Eugenia se lo impidieron.
–Mi madre está bien –dijo Eugenia–. Solo está descansando para poder ver a
mis hermanas.
» Alrededor de donde estaban todos, la lluvia se incrementaba. El viento
soplaba más fuerte y los truenos sonaban estrepitosos. Desde el portal en el
guadual, en medio de la brillante luz, vieron caminar hacía el grupo a Carmen e
Isabel. Las niñas parecían confundidas y miraban temerosas a su alrededor. Sus
caritas estaban muy blancas y los dedos de manos como de los pies estaban
arrugados. La ropa que llevaban puesta era la misma que usaban desde el día que
desaparecieron. Eugenia al verlas corrió abrazarlas pero sus hermanas no
reaccionaron al gesto, entonces Eugenia las tomó de las manos y medio a rastras
las llevó cerca de Roberta. Las niñas no pronunciaban palabra, era como si todos y
todo les fuera desconocido. Roberta despertó mareada, trató de ponerse en pie,
pero no lo logró. Respiraba agitada y miraba con asombro a sus hijas. «¿Qué
ocurre?» se preguntaba. Carmen se agachó hasta ella y la abrazó; le dijo que la
extrañaba. Lo mismo hizo Isabel. Roberta, absolutamente sorprendida y feliz al ver
a sus hijas, sacó fuerzas y también las abrazó. Finalmente tenía a sus hijas de vuelta.
–¿Dónde han estado? ¿Por qué se fueron? –preguntó Roberta entre sollozos a
sus hijas.

77
» Las niñas no respondieron ni una sola palabra, solo miraban a su madre con
ternura. Sus ojos expresaban amor y al mismo tiempo sufrimiento. Zahimu saltó de
la piedra y caminó hasta Eugenia. Las dos se agarraron de las manos, se miraron
fijamente y empezaron a acercar sus caras hasta juntar sus narices. Se echaron a reír
y, saltando, cantaban aquella vieja ronda infantil que Leonor ni Helena podían
reconocer.
–Esto es cosa del demonio, mujer. ¿Cómo he podido meterme en esto? –le
susurraba Helena a Leonor.
» Zahimu se acercó sorpresivamente a Helena, que temblaba de miedo, la
agarró desde la espalda y la rodeó fuertemente con sus helados brazos y le dijo al
oído:
–Te puedo recordar, mi dulce niña. El tiempo nos ha reunido finalmente.
» Luego de unos segundos Zahimu soltó a Helena, se puso de pie, miró a todos
y les hizo saber que la reunión había terminado. «¿Dónde está...?» quiso preguntar
Leonor, pero Zahimu no la dejó pronunciar palabra, se le adelantó y dijo que
Victoria no estaba invitada a esa reunión. La jovencita estaba segura que Leonor le
iba a preguntar por Victoria. Luego pasó sus dedos por los labios de Helena y
Leonor y les dijo:
–Ya no quiero escucharlas. Su atrevimiento hizo que Carmen e Isabel tuvieran
que venir hasta aquí otra vez. Eso va a causarme un gran problema.
» Con ese toque Zahimu había sellado los labios de las mujeres para que no
pudieran pronunciar palabra. Tampoco pudieron moverse de la piedra donde
estaban sentadas. Zahimu se acercó a Roberta, pasó su mano sobre su cabeza y de
nuevo estaba desvanecida en el suelo. Tomó a Carmen e Isabel de la mano y
empezó a caminar con ellas en dirección al portal que seguía emanando luz.
Eugenia caminaba a su lado. Carmen e Isabel atravesaron el portal primero y de
inmediato desaparecieron. Zahimu dio un beso en la mejilla a Eugenia y, mientras
atravesaba el portal, su figura cambiaba. Era como si de repente estuviera desnuda,
su cuerpo era delgado y los brazos muy largos. El color de la piel era tan negro
como un pedazo de carbón, sus ojos grandes y alargados, la nariz enorme. No
tenía sexo que la identificara. Miró directamente a Leonor y le lanzó una sonrisa
juguetona que dejó ver sus dientes.
–Bajo mi trono hallarás tu tesoro –dijo Zahimu haciendo una mueca con la
boca y desapareciendo por completo.
» Ya no había luz ni nada, solo estaba el camino y su cerca de guaduas. Cuando
Leonor se sintió libre corrió hasta el guadual. Trataba de ver si podía seguir a
Zahimu, pero ni rastros de lo que fuera ella quedaron. Helena seguía
conmocionada por lo que había presenciado. Levantó un poco la cabeza porque la

78
tenía casi clavada entre sus piernas y miró a su alrededor. Vio a Roberta tendida en
el suelo y a Eugenia a su lado, sobándole la espalda. Roberta despertó mareada y
vomitó. Parecía tener los mismos síntomas que Leonor había tenido unos días
antes. Helena corrió y ayudó a su patrona a Levantarse. La sentó en la misma
piedra donde Zahimu había estado sentada hacía unos minutos. Roberta miró a
Helena y le hizo un gesto para agradecerle, pues no tenía deseo de pronunciar
palabra en ese momento. Sin embargo, haciendo un enorme esfuerzo, Roberta
entre dientes preguntó:
–Mis hijas se han ido otra vez ¿verdad?
» Sin estar segura de qué debería responder, Helena, confundida, lo único que
se le ocurrió fue darle un abrazo a su patrona. Roberta recibió el abrazo sin
molestarse con su empleada que a fin de cuentas solo quería darle algo de
consuelo. Por sobre el hombro de Helena, Roberta pudo ver que Eugenia estaba
justo detrás de Helena. El abrazo entre las mujeres se interrumpió cuando Roberta
se apartó para ofrecer sus brazos a Eugenia.
» Dándose por vencida en la búsqueda de Zahimu, Leonor se reunió con los
demás.
–Bajo su trono hallaré mi tesoro… ¿Qué cree que quiso decir con eso? –
preguntó Leonor a Helena.
–No lo sé mujer, y no quiero averiguarlo –respondió amargamente Helena,
mostrando total arrepentimiento de haberla acompañado hasta la quebrada.
» La lluvia había cesado tan repentinamente como había empezado y de nuevo
el cielo estaba despejado. El clima era nuevamente como al inicio del día, por lo
que sin más que hacer a orilla de la quebrada, todas decidieron emprender su
regreso a la hacienda. A pesar de todo lo que había ocurrido, nadie comentaba
nada al respecto. Quizá por temor a reconocer lo que allí se había vivido o solo
porque las palabras para ellas sobraban en ese momento. El caso es que nadie dijo
nada. Lo único que se escuchaba era el sonido del bosque y a Eugenia tararear la
ronda infantil que cantaba con Zahimu.
» Habiendo avanzado unos metros por el camino de regreso, Leonor se detuvo
y dijo:
–Esperen un momento.
» Leonor pareció pensativa, se giró y regresó corriendo a la quebrada donde se
detuvo y miró detenidamente todo. Se agachó, cerro sus ojos y en su mente solo
podía escuchar las palabras de Zahimu «Bajo mi trono hallarás tu tesoro». Se
levantó del suelo y se dijo para sí misma «Lo tengo». Entonces caminó alrededor
de la piedra plana donde estaba sentada Zahimu, piedra que estaba cubierta por un
suave musgo azul, y notó que a un costado de la piedra había como un agujero.

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–Vamos mujer, ha sido suficiente por hoy. Todos necesitamos comer y
descansar –dijo Helena que acababa de alcanzar a su amiga.
» Leonor estaba escarbando con sus manos en el agujero al costado de la
piedra. Retiraba hojas y palos. Helena decidió, por compasión con su desesperada
amiga, ayudarla a escarbar la tierra al lado de la piedra sin preguntarle qué era lo
que buscaba. Mientras ayudaba sin decir palabra, Helena vio que también las
acompañaban Roberta y Eugenia. Ahora todas estaban escarbando bajo esa piedra.
«¡¡¡Dios mío!!!» gritó Helena aterrorizada. Ella había tirado de algo que estaba muy
debajo de la piedra, que al palparlo le pareció una rama, pero al tirar de la tal rama
resultó siendo un brazo humano con su mano y dedos.

–¿Era Victoria? –preguntó Francisco exaltado.


–Sí. Desafortunadamente esas mujeres habían encontrado a Victoria bajo la
piedra de Zahimu.

–¡Oh, por dios! ¡Oh, por Dios! –gritaba descontrolada Helena soltando de
inmediato el brazo.
» Roberta cubrió los ojos de Eugenia, la tomó rápidamente en sus brazos y se
retiró del lugar con la niña. Leonor extrañamente no tuvo ningún tipo de reacción,
solo se levantó con cierta expresión de alivio del suelo y le dio unas suaves
palmaditas en la espalda a Helena.
–Gracias por ayudar, gracias –dijo Leonor a su amiga.
» Las mujeres regresaron a la hacienda y dieron aviso a las autoridades de lo que
tristemente habían encontrado mientras habían estado tomando un descanso en la
quebrada. Del resto de acontecimientos ninguna de ellas habló. La policía sacó el
cuerpo de Victoria del agujero, lo llevaron al pueblo para inspeccionarlo y días
después concluyeron que era Victoria por los objetos personales hallados con el
esqueleto. Dijeron que el craneo de la muchacha mostraba huellas de un fuerte
golpe, quizá eso le había causado la muerte. Tal vez ella misma por accidente se
había golpeado o alguien más la había golpeado con algún tipo de objeto pesado,
conjeturó el inspector de policía. El golpe no fue fulminante, pero lentamente el
daño causado y la hemorragia fueron dando fin a la vida de Victoria. Se presumió
que la pobre despertó en el cuarto donde según Leonor fue atacada. Confundida,
sin saber lo que pasaba, salió y caminó por el bosque semi desnuda y desorientada.
Pasado un tiempo que nunca lograron determinar, Victoria fue haciéndose más
débil, por lo que buscó refugio bajo esa piedra. En posición fetal se ocultó y murió
bajo la piedra. Los años y la naturaleza se encargaron de ocultar el cadáver. Los
padres de Victoria fueron localizados no muy lejos del pueblo de Rio Negro. Les

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dieron la mala noticia, que seguramente ellos ya presentían, y les dieron
instrucciones para que pudieran reclamar el cuerpo de la muchacha. De Alfredo el
principal sospechoso de Leonor nunca se volvió a saber. Se rumoreó que huyó a
algún país vecino con ayuda de su hijo, por lo que la muerte de Victoria nunca se
aclaró completamente. Decían incluso que la misma policía le había ayudado a
escapar porque a quien realmente querían encubrir Alfredo y la autoridad era a
Carlos. Pues era él quien disimuladamente pretendía a Victoria, pero eso nunca se
pudo comprobar. Solo fueron rumores. Según se dice, las autoridades lograron
demostrar a lo largo de varios meses que las tales desaparecidas de las que hablaba
la gente no eran más que dos o tres chicas que habían huido de sus casas para estar
con sus novios o amantes, salvo una niña de diez años, que luego sería localizada
ahogada en el río. En vista de los hechos, las acusaciones que pesaban sobre
Alfredo de haber cometido muchos más delitos se echaron abajo. La hacienda no
volvió a ser la misma después de la revuelta que al final solo sirvió para que unos
vivos y deshonestos se aprovecharan y robaran. Carlos decidió vender la mayoría
de sus tierras a sus vecinos agricultores. Él solo conservó la casa de la hacienda a la
que, por supuesto, tuvo que hacer muchas reparaciones, y unas pocas hectáreas de
tierra al rededor por petición de su mujer. De ese modo se retiró permanentemente
del negocio de las plantaciones. Mientras la casa de la hacienda era reparada, los
Suárez se quedaron en la casa del pueblo. Carlos quiso que la familia se trasladara
definitivamente a la casa de la capital para poder vivir lejos de tanto tormento, pero
Roberta se negó a dejar la vereda. La pareja acordó quedarse un tiempo más que se
supone ayudaría a Roberta a resignarse a la perdida.

–Pero no entiendo una cosa, ¿cómo es que de principio había muchas más
niñas desaparecidas y luego simplemente fueron dos… tres? –preguntó Francisco.
–Fue lo que las autoridades concluyeron luego de una pobre investigación y la
gente aceptó lo dicho por la ley –dijo Mariela que continuó–. Nunca nadie logró
demostrar que fueron muchas más niñas las que habían desaparecido. ¿Tal vez la
gente exageró el número de desaparecidas? No lo sé. El problema radicó en que la
mayoría de los casos de supuestas desaparecidas eran hijas de labriegos de paso.
Gente que iba y venía de pueblo en pueblo, de finca en finca, según hubiera
trabajo. Esos campesinos con estilo de vida nómada nunca denunciaron
formalmente las desapariciones. Por tal razón, las autoridades no investigaron.
» A pesar de los hechos que provocó indirectamente Leonor, continuó
trabajando en la hacienda junto a Helena porque Roberta así se lo había exigido a
Carlos quien, a pesar de estar en desacuerdo, tuvo que aceptar. Las tres mujeres se
habían hecho inseparables desde aquella experiencia que compartieron cerca del

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guadual. Los acontecimientos de esos días las unieron al punto de convertirse en
buenas amigas. Entre ellas ya no había diferencia alguna y lo mejor era que el
nuevo círculo de amistad ayudó a que Roberta empezara a sentirse mejor cada día y
a aceptar de alguna manera la perdida de Carmen e Isabel. Ella pareció haber
tomado fuerzas para salir del resquicio oscuro en el que estaba sumida por el
profundo dolor que le causaba la partida de sus hijas. Leonor y Helena fueron su
soporte desde entonces. Entre ellas se gestó, nació y creció un sentimiento de
fraternidad y lealtad muy profundo que perduró hasta el final de sus días. Tanto
que Roberta autorizó la construcción de dos casas más en su propiedad para tener
a sus amigas lo más cerca posible. Una casa se construyó en la parte alta de esas
tierras, pasando el sendero del guadual donde vivió Leonor, la otra en un punto
medio entre la casa principal y la casa de Leonor, pero más al occidente cerca de
los cafetales, donde vivió Helena con su familia. Roberta con el tiempo abrió
finalmente su salón de clases, donde no solo los niños de la vereda podían ir a
recibir formación académica. Muchas personas mayores se beneficiaron y se
educaron. Por su lado, Leonor no solo era la empleada de la casa, también ayudaba
a mitigar las dolencias de sus vecinos enfermos con ayuda de sus recetas caseras.
Tenía una gran habilidad natural para aquel menester, conocía cada yerba o planta
medicinal de la región y sabía cómo usarlas. Conocimiento que en algún momento
había compartido con la difunta Raquel a la que le apasionaba el tema. Los vecinos
la buscaban hasta cuando sus animales se enfermaban. A Helena la llamaban La
Partera. Pariendo a sus propios hijos que fueron más de 7 en casa y ayudando a sus
hermanas a parir, aprendió lo que debe hacerse para que un parto salga bien. Las
tres cuidaban de la hacienda, sus familias y prestaban apoyo a los niños de la
vereda. Y como ya sabemos hasta donde pueden llegar los rumores, a ellas las
empezaron a llamar las brujas de Pico Blanco porque en varias ocasiones las vieron
reunidas en la quebrada, según los rumores, haciendo algún ritual raro y
extravagante. La verdad era que se reunían dos veces por mes en la quebrada, para
charlar sobre sus asuntos, reír, compartir una bebida, de vez en cuando alguna
comida y si el clima lo permitía llevaban a Eugenia a que se diera un chapuzón en
la quebrada. Como nadie entendía aquella amistad y ellas eran tan discretas con
todo, eso agudizaba la imaginación y la lengua de la gente. Por buenas que fueran
todas sus obras la gente no deja de ser… digamos habladora. Se servían de ellas,
pero al tiempo las desacreditaban con sus malintencionados comentarios. A Carlos
no le gustaba la amistad de su esposa con esas mujeres, pero aguantó esa situación
hasta donde más pudo. Le rogó varias veces a su esposa que fueran a la ciudad,
pero ella se negó siempre. Finalmente él terminó marchándose solo a la ciudad
donde se estableció y, como buen comerciante que era, de inmediato exploró las

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nuevas oportunidades de negocio. Se interesó entonces por el negocio de los
textiles, uno de los nuevos mercados que se abría tímidamente camino por la
época. Sin conocer mucho del nuevo negocio, Carlos invirtió tiempo y dinero a los
textiles, que felizmente para él, logró sacarle muy buenos resultados económicos.
El nuevo comerciante de textiles con tanta ocupación no tuvo mucho tiempo libre
para visitar la familia. Se veía muy de vez en cuando con su hija y esposa, por tanto,
la relación de pareja con Roberta se terminó de quebrar y llegó a su fin, pero el
matrimonio se mantuvo en el papel y ellos, al parecer, conservaron una tranquila
relación de amigos siempre. Eugenia terminó de crecer en la hacienda al lado de su
madre y sus queridas amigas de quienes aprendió la virtud de la paciencia. «Todo
tiene su tiempo» le decía siempre Roberta. Aprendió a sacar provecho de los
recursos que la naturaleza tiene para ofrecer.
–Por más insignificante que parezca una planta, un beneficio ha de darte –le
decía Leonor.
» Aprendió que la voluntad es una fuerza que puede crear y destruir, cosa que
Helena le decía convencida. La niña se convirtió en una jovencita alegre, paciente y
curiosa. Cuando estuvo lista y con la edad suficiente fue a la ciudad para iniciar sus
estudios formalmente y asistir a la universidad. Quería completar sus
conocimientos para lograr encontrar respuesta a muchos interrogantes que le
rondaban. La tranquilidad había regresado, la vida se llevaba con calma, el hogar de
esas mujeres les ofrecía todo lo que necesitaban. Una tierra donde se podía vivir y
trabajar, caminar por hermosos senderos, encontrar nuevos mundos y así crear
nuevas historias cada vez. Gente grandiosa que, a pesar de sus batallares y sus
tristes episodios, se mantuvo en pie.

De ese modo Mariela terminó su relato y de inmediato Francisco tomó la


palabra.

–Gracias por compartir la historia conmigo. Me gusta imaginar cómo era todo
por aquí antes. Fue una historia interesante. El folklore de las regiones logra recrear
relatos muy entretenidos –dijo Francisco complacido.
–Una realidad muy folclórica –comentó entre dientes Mariela mientras se
levantaba de la silla y descargaba su taza en la mesa. Luego sugirió que era mejor ir
a dormir –. Ya es tarde y tuvimos un día largo.
Antes de dejar la sala, mientras recogían las tazas y los platos sucios, Francisco
le preguntó a Mariela por qué pensaba que todo lo que le había contado le serviría
a él en su búsqueda. Mariela se pasó la mano por la cabeza mientras pensaba la
respuesta. Ella creía que, aunque esa historia estuviera adornada con matices

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fantásticos que solo pasarían en la imaginación o llena de exageraciones de quienes
habían contado la historia a lo largo del tiempo, algo de cierto tendría.
–Algo hay allá afuera que no dejó que Carmen e Isabel retornaran y ese algo tal
vez tiene retenido a sus amigos –dijo Mariela a Francisco.
Pero lo más importante que ella pensaba en ese momento era que Francisco
sabría qué hacer. A Mariela ya se le notaba el cansancio en los ojos y le pidió a
Francisco que hablaran después. Francisco admitió que era momento de ir a la
cama.
–¡Trataré de pensar en que todos esos acontecimientos fueron ciertos! Tal vez
así podré tener otra perspectiva de lo que me contó –dijo Francisco mientras
limpiaba con un trapo húmedo la mesita donde estaba la comida.
A Mariela ya no le quedaban energías para continuar e interrumpió a Francisco.
–Hasta mañana. Espero que duerma profundamente. Lo veo en el desayuno.

**
Al día siguiente Francisco se levantó un poco más tarde que el día anterior.
Aunque estaba despierto desde la madrugada no quiso ponerse en pie sino hasta
cuando el sol empezó a brillar imponente sobre su ventana logrando colar su luz
en la habitación que ya empezaba a calentarse. Las sábanas se sentían pegajosas al
contacto con la piel, sensación que hacía menos agradable la cama. «Es momento
de tomar un baño» se dijo Francisco.
En la cocina lo esperaban sus anfitriones que conversaban sobre Jacinto, el
hombre que podría darle a Francisco más información relacionada con sus amigos.
Mientras Francisco se alistaba para bajar a desayunar, Mariela le daba instrucciones
a José de acompañar al joven hasta que terminara de entrevistarse con Jacinto, en el
caso que lograran dar con su paradero. Luego le pidió dejar a Francisco en la
estación de buses tal cual él mismo se lo había pedido la noche anterior.
–Mucho ojo con ese Jacinto. Ya sabe que es un avivato –advirtió Mariela a José.
Jacinto era la única pista real que aparentemente tenía Francisco, por lo que
debían saber abordar la conversación con el hombre que tenía fama de pillo.
Jacinto era hábil escapando de situaciones que lo comprometieran con la autoridad.
–¡Ah, aquí están! Buenos días, me alegra verlos. Hmm… huele delicioso, José;
¿qué está cocinando esta mañana? –entró diciendo alegremente Francisco quien ya
estaba listo y con su maleta terciada en la espalda.
En la cocina todos contestaron el saludo al animado muchacho que irradiaba a
todos con la esperanza que dentro de sí conservaba.

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–Huele a pan de queso que se está horneando. Espero que le guste, mi amigo –
respondió José.
–Ya casi vamos a desayunar. Después José y usted podrán partir rumbo a Villa
Nueva –dijo Mariela a Francisco al tiempo que le indicaba su lugar en la mesa.
En la mesa mientras comían no hubo mucho que decir. Todos parecían estar
pensando en sus asuntos del día. Al terminar el desayuno Francisco dijo estar listo
para partir. Agradeció la ayuda y le preguntó a Mariela cuánto le debía por el
alojamiento. Ella, sin pensarlo siquiera, le contestó que no le debía nada. Francisco
estaba esperando que Mariela le diera una cifra porque él tenía pensado pagar. Lo
había ayudado mucho y atendido como en casa, por lo tanto, era justo dar una
paga, pero Mariela no aceptó. La dueña de casa estaba gustosa de haber podido
ayudar y le pidió a su nuevo amigo, porque así lo consideraba, que la mejor paga
era informarle cuando encontrara a sus amigos, entonces Francisco dejó de insistir
al escuchar esas palabras. Al no haber más que hablar, la reunión se terminó
cuando Mariela dio un abrazo de despedida al joven y le deseó éxitos en su
búsqueda.
Entonces José y Francisco partieron rumbo a Villa Nueva, con la esperanza
puesta en que la dirección que José había logrado conseguir de Jacinto todavía
fuera su domicilio. Llegar a Villa Nueva les tomaría menos de una hora, sin contar
el tiempo que les llevaría salir de la hacienda y llegar hasta Rio Negro primero. Era
temprano, estaban con buen tiempo por lo que no tuvieron prisa. Camino a Villa
Nueva Francisco le contó a José sobre su vida en la ciudad y de su amistad con
Laura. José escuchaba atento. Parecía mostrar interés en lo que el joven le decía. El
viaje no tuvo contratiempos y alrededor de las once de la mañana llegaron a Villa
Nueva. La temperatura en aquel pueblo a esa hora era mucho más baja que en Rio
Negro. Al menos soportable, pensaba Francisco mientras disfrutaba de la fresca
brisa que corría esa mañana y la que agradablemente le acariciaba la piel. Estando
en el pueblo, José estacionó en una esquina cualquiera para preguntar a un
transeúnte cómo llegar a la dirección que tenía. Una mujer que pasaba cerca les
indicó cómo llegar y les advirtió que era un barrio de cuidado. Le agradecieron y
emprendieron marcha nuevamente. Después de conducir unos 10 minutos en línea
recta hacia el sur del pueblo, como les habían indicado, empezaron a ver un cambio
en las casas del sector con respecto a la zona donde antes estaban. Se notaba que
era un barrio menos favorecido económicamente. Muchas de las viviendas estaban
sin terminar. Las calles eran de tierra y piedra, había grandes huecos transformados
en trampas acuáticas por las lluvias que José cruzó cuidadosamente. También
vieron terrenos extensos sin construir que a simple vista lucían como el tiradero de
basuras del barrio. A pesar de ver esto, José le dijo a Francisco que no había razón

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para temer. Francisco no temía, pues en la capital se veían peores cosas. José bajó la
velocidad del carro cuando creyó estar cerca de la dirección que buscaban, luego le
pasó el papel donde estaba escrita la dirección a Francisco y entre los dos
empezaron a buscar la casa de Jacinto sin bajarse del Jeep. Recorrieron toda la calle
hasta un callejón donde ya no pudieron avanzar y no dieron con la casa. José se
regresó y estacionó el Jeep frente a una tienda que estaba abierta y le sugirió a
Francisco hacer la búsqueda a pie. Francisco caminaba por el andén mientras José
caminaba por la mitad de la calle cuando este último, parado en una esquina y
mirando fijamente, dijo «Esa es la casa» señalando con el dedo un predio de puerta
roja. Ambos caminaron directo a la casa de la puerta roja, la única con ese color en
toda la cuadra. Tal cual le habían dicho a José las personas de la vereda que le
ayudaron con el dato de Jacinto. Al parecer no había nadie porque ya llevaban
varios minutos tocando a la puerta y nadie respondía. No se escuchaba más que el
golpeteo provocado por el viento a una puerta o ventana mal cerrada.
–Tal vez ya nadie vive en esta casa –dijo Francisco mientras trataba de ver algo
a través de las ventanas de la casa. Finalmente se escuchó algo dentro, era los pasos
lentos y pesados de una persona que caminaba en dirección a la puerta. Francisco
de inmediato se retiró de la ventana para no parecer mal educado. A cierta distancia
de la puerta se escuchó la voz de alguien.
–¿Quién es? –preguntó la voz.
–Soy José. Vengo desde la vereda Pico Blanco a proponerle un negocio a
Jacinto.
Alguien dentro de la casa corrió discretamente las cortinas de la ventana para
ver quién o quienes estaban afuera, pues la voz no se le hacía conocida y menos el
nombre de José. Por unos segundos que parecieron eternos no hubo respuesta
desde dentro, luego se abrió una pequeñísima ventana que había en la mitad de la
puerta y por ahí se asomó una cara. Era un hombre con bigote desordenado y
barba de varios días.
–¿Quién los manda? –preguntó el hombre.
Desde allí José pudo sentir un aliento fuerte, desagradable y vinagroso que
expelía el hombre con medio abrir la boca.
–Vengo de parte de la dueña de la hacienda Los Caciques –dijo José dando unos
pasos para atrás y así evitar oler el desagradable aliento de aquel hombre.
En ese momento Francisco miró a José con cara de sorpresa al escuchar las
palabras la dueña de Los Caciques, pero José ni cuenta se dio de la reacción del joven
porque estaba distraído dándose aire en la cara con el sombrero. Francisco quiso
complacer su curiosidad, pero sabía que no era el momento de preocuparse por
aquella cuestión.

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–Un momento –dijo Jacinto quien empezó a quitar el pasador de la puerta
produciendo un desagradable sonido.
Un hombre de estatura mediana tirando a baja, moreno, con mala cara y muy
flaco, les saludó cuando la puerta estuvo abierta de par en par. La puerta abierta
dejó que José pudiera ver ampliamente los espacios de aquella casa. El desgarbado
hombre, que solo llevaba puesta su ropa interior y chanclas, no saludó, pero les
invitó a pasar a lo que él llamó «sala de espera» mientras se reía.
–Viéndolo más de cerca ya lo puedo reconocer, José –dijo Jacinto–. Lo pude
ver a través de la ventana, pero no lograba recordarlo.
Jacinto parecía tener problemas para respirar porque entre una frase y otra
hacía una pausa para descansar y respirar profundamente. Luego de varias pausas,
Jacinto le preguntó a José quién era su acompañante. De apariencia maltrecha,
Jacinto también parecía estar algo alcoholizado, tanto que no podía fijar la atención
y al final ni puso cuidado cuando José le estaba diciendo quién era Francisco y lo
que quería. Francisco pensaba para sí que tal vez la pista que venían siguiendo sería
más complicada de lo que creyeron. Con actitud altanera y chasqueando algo entre
los dientes, Jacinto pidió que fueran breves porque tenía tareas que atender ese día.
José le cedió el turno de hablar a Francisco, era mejor aprovechar que Jacinto les
había recibido sin problema e ir de inmediato al grano. Ya más acostumbrado a
tratar con la gente de la región, Francisco no dio largas al asunto y, confiado, se
lanzó sin medir palabra.
–Quiero saber qué pasó con los estudiantes que usted llevó hasta El Bebedero del
Colibrí en la vereda de Pico blanco a mediados de marzo.
Jacinto estaba sentado en un mueble de tela gastado, sucio y en muy mala
condición, como todo lo que había en la casa. Escuchó la pregunta sin expresar
reacción alguna. Francisco esperaba haber sido lo suficientemente educado con
Jacinto y sobre todo haber usado el tono y las palabras correctas para no espantar
al hombre. Jacinto seguía sin responder. Se había echado para atrás en el mueble
hasta estar casi que acostado. Torció la boca y se rascó la entrepierna.
–¿Es eso? –dijo Jacinto quien continuaba chasqueando los dientes.
Francisco quiso explicarle que el asunto era importante y que su colaboración
les sería de gran ayuda, pero Jacinto no quiso escucharlo.
–Sé de quienes me habla, papi; no tiene que explicar nada. Relájese –dijo
Jacinto quien de una vez contó que efectivamente él había llevado a esos
estudiantes hasta El Bebedero del Colibrí, pero que al llegar al lugar y no encontrar lo
que buscaban, la decepción calentó los ánimos. Estaban muy cabizbajos, tensos y
empezaron a discutir entre ellos. Jacinto dijo que él no intervino porque no le
importaba. Lo que sí le preocupó fue que se desató un fuerte aguacero cuando

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todavía estaban en lo alto de la montaña y, para rematar, una de las muchachas se
estaba sintiendo indispuesta. La única opción que el vio posible fue ir a buscar
refugio al rancho de sus padres ya que vivían en el sector. «Era lo más cerca que
había» recalcó Jacinto. Dijo que apenas escampó, todos se regresaron a Rio Negro.
Cuando volvieron al pueblo ya era tarde y los estudiantes seguían discutiendo.
Entonces, como no le gustaban los problemas, él prefirió irse. Les cobró lo que le
debían y los dejó en la puerta del hotel. Más tarde, en la madrugada, las dos
mujeres lo buscaron en la cantina del pueblo. Jacinto dijo que la mayorcita de las
muchachas, refiriéndose a Laura, le pidió que las volviera a llevar a la vereda, pero
como él ya estaba un poco tomado les dijo que no, sin embargo, les recomendó a
un amigo.
–Es todo lo que sé de esos pelados, papi –finalizó Jacinto.
Francisco estaba anotando todo en su libreta al tiempo que observaba a Jacinto
hablar. Lo que Jacinto decía por lo menos coincidía con lo que Rosalba le había
contado. Francisco iba por buen camino y eso lo alentaba a continuar. Cuando
Jacinto terminó de hablar, Francisco, en control de la situación, se sentó al lado de
él y le preguntó:
–¿Recuerda por qué discutían los estudiantes? ¿Cómo se llama ese amigo que
usted recomendó como guía a las muchachas? ¿Sabe por qué Laura quería regresar?
José estaba parado casi de frente a Francisco y Jacinto prestando atención a
todo lo que se decía y sin intervenir, tan solo observando. Quería estar listo por si
en algún momento Jacinto se ponía arisco por las preguntas que le hacía Francisco.
Era su casa y podría reaccionar como quisiera si en algún momento se llegara a
sentir atacado de algún modo. José sabía que, a pesar de que Jacinto era uno de los
niños criados y educados en la vereda, tenía muy malas costumbres. Desde niño
había mostrado ser un muchachito problemático e incorregible. Confiaba en que
Francisco sabría llevar el curso de la conversación porque, de antemano, él le había
advertido sobre el mal carácter de Jacinto. También le sugirió que no fuera a
ofrecerle de entrada dinero. Era mejor solo crearle la idea de que podría obtener
algo a cambio por la ayuda. Jacinto dejó pasar unos minutos antes de responderle a
Francisco. Se enderezó nuevamente para quedar sentado, se inclinó a su lado
izquierdo y escupió en el suelo lo que fuera que tenía en su boca y dijo:
–Vea. Como sea que usted se llame, papi, yo creo que esa muchacha Laura llevó
a esa otra gente con mentiras a Rio Negro. Lo digo porque escuché al tipo que
estaba con ellas decirle que era una mentirosa, manipuladora y fantasiosa. Se
escuchaba muy ofendido. Por eso la misma noche que regresamos él se les abrió
del parche y las dejó tiradas en el pueblo.

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Jacinto hizo una breve pausa y advirtió que no sabía exactamente cuáles eran
los problemas que traían esa gente.
–Lo cierto es que esa pelada Laura quería regresar a la vereda –continuó
diciendo–. Nunca le pregunté por qué, ni ella me dijo. Yo solo le boté ese caramelo
a Felipe, el culo bonito. Fue él quien las llevó. Cuando me volví a ver con él, me dijo
que había llevado a las muchachas hasta la vereda y que allá se habían quedado.
Luego me enteré de que estaban desaparecidos todos. Y si quiere saber del difunto
Felipe, en el cementerio lo puede encontrar, papi. Lo mataron unos meses después
por dárselas de picaflor.
Sin ningún respeto o consideración Jacinto empezó a narrar cómo encontraron
a Felipe tirado a las afueras de Rio Negro muerto. También dijo que se rumoreaba
que fue el marido de una amante que tenía Felipe el que le había ajustado cuentas.
Al escuchar esa nueva información, Francisco se quedó pensativo y en silencio por
un buen rato.
–Tengo una última pregunta –dijo Francisco.
–Hágale, escupa lo que tenga –dijo Jacinto mostrando absoluta disposición para
contestar sin problema lo que fuera.
–Su nombre no aparece entre las listas de personas que declararon. ¿Por qué no
declaró ante las autoridades sabiendo todo esto?
La cara de tipo despreocupado de Jacinto al que nada le importaba cambió al
escuchar la pregunta. Su ya mal aspecto, no solo por parecer un pillo de poca
monta, sucio y enfermo, que no inspiraba miedo sino lástima, ahora daba aires de
indignación. Empezó a respirar tan fuerte que parecía que iba a tener un ataque y al
tiempo se levantó del mueble tan rápido como su débil cuerpo se lo permitió.
–¡No hablo con policías y es mejor que dejemos hasta aquí, papito! –dijo
Jacinto con tono de voz menos amigable–. Ahora solo quiero seguir muriéndome
con algo de paz, si es que vivir en esta pocilga de mierda da paz. Yo dejé a todos
sanos en la entrada del hotel –refunfuñó Jacinto muy molesto por la pregunta.
Tanto que ya no quiso seguir hablando con los visitantes.
Estando de pie y sin mirar a Francisco los echó de su casa y se fue dando pasos
lentos y pesados para no lastimar unas heridas que tenía en sus pies. Francisco
intentó detener al furioso hombre, pero José de inmediato se lo impidió. Ya no
tenía caso siquiera decirle que olvidara la incómoda pregunta. Jacinto se alejó
lentamente por un estrecho pasillo que seguramente llevaba a su habitación. Muy
frustrado se quedó Francisco mientras se preguntaba «¿Cómo fue que una salida de
unos estudiantes con fines académicos a un pequeño y tranquilo pueblo me ha
traído hasta esto?»

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Sin poder detener a Jacinto para sacarle más información, el joven sacó un
sobre que tenía en su maleta con algo de dinero y se lo dejó sobre el mueble. La
expresión en la cara de Francisco era de sorpresa y desazón por la reacción de
Jacinto. El cambio de actitud lo dejaba preocupado. Su mejor pista dejaba de serlo
y él estaba otra vez en un callejón sin salida. No podía sacarse de la cabeza ni por
un segundo cómo era posible que Raúl hubiera podido dejar solas a sus
compañeras, más si estaba ya de noche. No podía creer que por más enojado que
estuviera hubiese hecho eso. Él conocía muy bien a todos, por lo menos eso
pensaba y Raúl no era un tipo iracundo. Además, Natalia era su novia. Jamás la
hubiera dejado sola.
Aquella visita solo creó más interrogantes y alejaba a Francisco de poder
encontrar más pistas que lo condujeran a sus amigos. De camino al carro, José le
dijo a Francisco que pensaba que Jacinto no decía la verdad, comentario que
definitivamente no animaba a Francisco.
–Conocí al tal Felipe del que habló Jacinto. Solo era el mandadero de todos en
el pueblo y tenía ese apodo culo bonito porque decían que era… que le gustaban los
hombres ¿me entiende? –dijo José incómodo por tener que hablar de esos temas–.
No imagino al tal Felipe yendo con dos muchachas en medio de la noche sabiendo
que tenía que atravesar los enredados senderos de la vereda.
Al escuchar a José decir muy seguro que conocía a Felipe, Francisco se detuvo.
–¿Cómo que conoce a Felipe? –preguntó Francisco con sorpresa.
José continuó caminando sin darle mucha importancia a la reacción del joven.
–¿Por qué no habría de llevarlas? –continuó preguntando Francisco–. Estoy
seguro de que ellas le ofrecieron una buena paga por acompañarlas.
José entró a la tienda donde había dejado el Jeep parqueado para comprar agua
y Francisco lo siguió, pero guardó silencio mientras estaban en el lugar. No quería
decir algo comprometedor frente a algún desconocido. El tendero, un hombre
moreno, muy amable y hablador, que llevaba puesta una camisa roja de botones
completamente abierta que dejaba ver su enorme barriga y su pecho lampiño, les
dijo que les daría las aguas más frías que tuviera sin que José o Francisco se lo
hubieran pedido. El hombre pensaba que la temperatura iba aumentar al máximo
pronosticado para ese día, por lo que aprovisionarse de agua helada no sería una
mala idea. Entre charla, el tendero, falto de prudencia alguna, preguntó a sus dos
únicos clientes si conocían al malandrín del frente. José respondió que no,
sospechando que el tendero los había estado observando desde su llegada.
Francisco le dijo al tendero que venían en busca de otra persona, pero que
desafortunadamente les habían dado mal la dirección. El tendero les hizo saber que
se alegraba de que dos personas de buen empaque como ellos no tuvieran que ver

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con aquel hombre. Les dijo también que Jacinto siempre estaba armando
escándalos, que caminaba borracho en ropa interior fuera de su casa y que recibía
visitas de gente de muy mal aspecto. «Gente mala, se les ve por encima» dijo
exactamente el hombre. Francisco mostró demasiado interés por lo que decía el
tendero y se aprestó a preguntarle que si sabía con quién y hacía cuánto vivía
Jacinto en esa casa. El tendero se recostó contra la vitrina llena de panes y galletas
que estaba cerca de él y dijo en baja voz, como evitando que alguien más lo
escuchara:
–Ese tipo lleva menos de dos meses viviendo ahí. No lo había visto antes. Vive
solo, pero de vez en cuando lo visita un mariconcito de por aquí.
Mientras el tendero hablaba hacía algunos gestos vulgares y grotescos para
explicar que creía que Jacinto era gay. Luego continuó quejándose por el mal
comportamiento de su vecino que despertaba a todo el barrio muy temprano con
música ranchera a todo volumen. José pensó que era suficiente lo que habían
escuchado del tendero. Le agradeció por la atención y salió de la tienda llevando
consigo las botellas de agua. Francisco no esperaba que José saliera tan pronto de
la tienda porque el tendero les estaba dando información, sin embargo, salió tras él
sin decir palabra. Fuera de la tienda no se cruzaron palabra alguna, tan solo
subieron al Jeep y empezaron su ruta de retorno a Rio Negro. El tendero les había
seguido hasta afuera, se detuvo en el andén de su propiedad y se despidió de los
desconocidos. Mientras conducía, José le dijo a Francisco que no dudaba que aquel
hombre en la tienda en verdad no gustara de su vecino, pero que era mejor no
hablar de sus asuntos con el primero que pareciera tener información. Francisco
asintió con la cabeza sin mirar a José. Sabía que era mejor ser prudentes. José al fin
quiso contestar las preguntas que antes de entrar a la tienda le había hecho
Francisco.
–Los senderos de la vereda tienen muy mala fama, usted ya sabe eso –dijo
José–. La gente del pueblo no va por allá y menos si es de noche. Ese muchacho
Felipe no era de los más valientes de por aquí. Era más bien delicado y no habría
ido en medio de la noche a Pico Blanco.
Francisco definitivamente sabía que el temor que tenía la gente a esos senderos
era cierto, cosa que a él le parecía completamente ridícula, pero que era una buena
razón para que Felipe hubiese rechazado la oferta de Laura. Entonces descartar a
Felipe como el guía plantearía la enorme posibilidad que Jacinto estaría mintiendo.
«Si miente es porque está ocultando algo más» se dijo Francisco, que al tiempo
expresaba en su rostro una nueva preocupación. José, que era muy perspicaz, pudo
notar por la cara de Francisco lo que seguramente pasaba por su mente en ese
momento, entonces le propuso que se quedara un día más, que pospusiera su

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regreso a la ciudad. Por lo menos por lo que quedaba del día en curso. José había
recordado algo que tal vez podría ayudar a seguir la pista de Laura. La idea no
sonaba mal, pero Francisco ya no disponía de más dinero para quedarse. No quería
abusar de la amabilidad de sus nuevos amigos que ya habían hecho demasiado por
él. Desalentado y lleno de un sentimiento de frustración dijo que no a la propuesta
de José, pero José insistió apoyándose en que la corazonada que tenía les daría
pistas para encaminarse nuevamente tras Laura y sus amigos.
–Alguien más ha de saber algo –repetía una y otra vez José.
El panorama que pintaba José era alentador, pero Francisco ya había decidido
regresar. José ya sospechaba que la falta de dinero obligaba al muchacho a no
aceptar la ayuda y para animarlo le dijo que unas horas más, tal vez un día, no
serían molestia para nadie.
–Si se queda, es posible que solo pierda algo de tiempo, pero si se va, jamás
sabrá si lo que yo pienso es una buena pista –dijo muy seguro José.
Las mentiras de Jacinto estaban impregnadas de una verdad que les conduciría
por el camino correcto, pensaba José. La primera vez no se hicieron las preguntas
correctas o quizá no se le preguntó a la persona correcta, sugería José. Ver que José
mostraba tanto interés por seguir la pista de su corazonada tomaba por sorpresa a
Francisco. Laura, Natalia y Raúl eran unos completos desconocidos para José, sin
embargo, era él quien ahora estaba tratando de no dejar que unos tropiezos lo
alejaran de su objetivo. Las palabras de José terminaron convenciendo a Francisco
que ya daba por terminada la búsqueda. Fue muy bueno para Francisco tener en
ese momento a alguien que no lo dejara desfallecer. Convencido entonces de que
todavía quedaba algo más a que aferrarse, Francisco quiso saber por qué José de
repente estaba tan seguro de haber encontrado una pista entre las palabras de
Jacinto. Sin pensarlo más le lanzó la pregunta a José.
–¿Por qué tanta certeza ahora?
José no contestó en ese momento. Estaban entrando a Rio Negro y en vez de
seguir la carretera rumbo a la vereda, giró para el lado contrario tomando la calle
principal del pueblo. Francisco no sabía qué estaba pasando, pero ya estaba
acostumbrándose a las maneras de José, así que guardó silencio y esperó a que le
dijera algo. Directo por la calle principal del pueblo, en pocos minutos estuvieron
en lo que parecía la plaza central que era la zona de más movimiento en Rio Negro.
Se podía comprar desde una aguja hasta todo lo necesario para iniciar cualquier
negocio. José buscó un espacio con algo de sombra, parqueó el Jeep, agarró su
mochila y le pidió a Francisco que lo esperara un momento. Se bajó rápidamente
del carro y dijo:
–Si piensa que me estoy tardando no se vaya a preocupar, solo espéreme.

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Después caminó en medio de la gente, los puestos de mercado y las casetas que
pretendían dar la apariencia de restaurante. En medio de ese tumulto ruidoso de
vendedores, compradores y mercancía, José se fue perdiendo. Sin más que hacer,
tan solo esperar, Francisco se bajó del jeep y caminó por la plaza ojeando los
puestos de chucherías que estaban cerca. Era sábado, día de mercado en el pueblo,
por eso había más gente afuera de lo normal a esa hora cuando la temperatura
alcanzaba su máximo nivel. Era la una de la tarde, tiempo de la hora boba, y la alta
temperatura de Rio Negro empezaba a causar un efecto sofocante e insoportable
en Francisco quien decidió dejar de ver chucherías y empezó a buscar un lugar
donde pudiera estar más fresco. Para su salvación, al otro lado de la calle donde se
encontraba, vio un local que exhibía un letrero grande y llamativo que ofrecía toda
clase de jugos naturales a un precio que Francisco definitivamente podía pagar. Sin
dudarlo y ya que estaba a mitad de cuadra, miró para ambos lados antes de cruzar
la calle y a paso largo cruzó y entró en el local. Saludó amablemente a la jovencita
que estaba parada en el mostrador del local y ordenó un jugo de piña con mucho
hielo.
–Que esté más que frío, por favor –pidió Francisco bromeando un poco.
El local estaba protegido del sol por un alto y frondoso mango que extendía
sus espesas ramas por toda la entrada del lugar. Para mitigar aún más los rayos del
sol, todas las mesas que estaban por fuera tenían sombrillas grandes de colores, que
mostraban un leve desgaste provocado por los años y la naturaleza. Francisco
esperó dentro del local por el jugo, conversó con la joven que lo atendía que le
hablaba acerca del día de mercado. La muchacha le dijo que los sábados personas
de todas las veredas llegaban hasta el pueblo para comprar y vender diferentes
productos y que el domingo también llegaba mucha gente por la misa de once.
Aclarándole a Francisco que atender la misa de once era un compromiso familiar
de toda la comunidad, para todos era cumplir con el deber religioso y una manera
de socializar y de enterarse de los eventos ocurridos durante la semana. A
Francisco le parecía hasta cierto punto una costumbre buena de las familias, pero
de solo pensar que muchos asistían obligados, de inmediato desechó la posibilidad
de que fuera algo divertido para hacer un domingo en la mañana.
Cuando el jugo estuvo listo, la muchacha le preguntó a Francisco que dónde iba
a sentarse y este le contestó que afuera, pero que él mismo podía llevar el jugo.
Pagó a la joven el jugo que ya estaba listo y uno extra.
–Se nota en su semblante que usted no es de por aquí. –Le dijo la muchacha
sonriendo. Luego tomó el dinero y fue a preparar el segundo jugo.

93
Francisco buscó un buen lugar donde sentarse afuera con vista al Jeep,
disfrutando de la sombra, el jugo y viendo el acontecer de la gente en la plaza
esperó plácidamente hasta que vio regresar a José.

**
–No fue fácil convencer a Mercedes. Ya sabe cómo es cuando se pone terca –
dijo José a Mariela mientras servía café para todos en la cocina.
Cuando José escuchó de boca de Jacinto el nombre de Felipe y el remoquete
que lo había hecho popular años atrás en Rio Negro, supo perfectamente de quien
se trataba. Recordó que un par de meses antes, cuando fue a recoger la manteca y
la harina que había encargado a Mercedes, la dueña de la despensa de granos en la
plaza, esta le había contado el trágico fin de su ayudante. El mismo que había
nombrado Jacinto. Mercedes desde hacía años, cuando Felipe quedó huérfano de
padre y madre, se había hecho cargo de él. Lo había acogido porque el muchachito,
que ya tenía doce años tal vez menos, le daba lástima. Ella era madre de cinco
niños y le partía el corazón ver a Felipe sucio y con hambre en la calle tratando de
sobrevivir de la caridad de los transeúntes, por lo que un día, convencida de querer
ayudar al jovencito y con el aval de su esposo, le ofreció quedarse en una pequeña
habitación que tenía en la bodega de su despensa y que ella previamente había
acondicionado para él, con cama, cobijas, ropa y zapatos que sus hijos ya no
usaban pero que estaban en buen estado. Por supuesto Felipe aceptó tan noble
ofrecimiento, como también aceptó el trabajo de domiciliario que le ofreció
Mercedes y por el cual ella le daba una paga justa. Él hacía las entregas de
productos a clientes pequeños y siempre fue muy eficiente y honesto. Nunca hubo
queja alguna, por el contrario, los clientes siempre quedaban satisfechos con el
servicio a domicilio y daban dinero extra a Felipe.
–Era un buen niño –decía Mercedes siempre.
La tragedia de Felipe se había iniciado el día que sus padres murieron
envenenados accidentalmente, después de manipular inadecuadamente unos
químicos para eliminar plagas en la hacienda donde trabajaban. Junto a ellos
también falleció otro empleado y dos más estuvieron varios días hospitalizados
hasta que la diarrea que los dejó casi en los huesos paró. Felipe era el menor de
ocho hijos y al morir sus padres, los hermanos mayores rechazaron hacerse cargo
de él por tener inclinaciones sexuales inapropiadas. No estaba bien visto que en
una familia de gente campesina que se destacaba por tener hombres trabajadores y
fuertes, aceptarán un amanerado de buena gana. Eso era lo que pensaban los
hermanos de Felipe, por lo que al ya no tener la protección de los padres terminó
vagando por las calles de Rio Negro. La familia le dio la espalda al pobre. La gente

94
de Rio Negro en su hipócrita y anticuada manera de pensar jamás aceptaría al
pobre muchachito. Lo mejor era alejarlo de su lado y renegar de él.
Cuando ya fue adulto, Felipe trabajaba menos para Mercedes, con la excusa de
que necesitaba más dinero porque su sueño era dejar ese pueblo que tantas
tristezas le había dado, de modo que empezó a trabajar tiempo extra en la cantina
del pueblo. Al principio iba un par de días a la semana hasta que terminó
trabajando a tiempo completo atendiendo y limpiando en el lugar. En la cantina
conoció a Jacinto, cliente frecuente del lugar. Se sabía, o por lo menos se
rumoreaba, que Felipe no se ganaba la vida solo sirviendo cervezas. Ese dinero no
le alcanzaba ni para pagarse su propia habitación, porque seguía durmiendo en el
cuartucho de la bodega de granos. Decían que Felipe cobraba por favores sexuales
a los hipócritas homosexuales del pueblo que se escondían bajo la fachada de
hombres de familia, hombres honorables que necesitaban recibir placer de un niño
hermoso, bueno y discreto como Felipe al que le daban una buena paga por todo.
Cuando José hizo la parada en la plaza del pueblo fue con la intención de
buscar a Mercedes y pedirle que le diera más detalles de lo ocurrido a Felipe. Ella
sin dudarlo confirmó la amistad entre Jacinto y Felipe. Dijo, además, sin estar
completamente segura de sus palabras, que creía que Jacinto era la pareja de Felipe.
Mercedes por supuesto sabía de la orientación sexual del muchacho. La mujer se
había dado cuenta de la posible relación amorosa entre Felipe y Jacinto solo de ver
las miradas que Felipe le daba a Jacinto, cuando este iba a buscarlo al granero.
Además, Jacinto parecía ejercer algún tipo de control sobre Felipe que entre
personas que se supone solo son amigos era poco común que pasara. Mercedes le
contó a José que efectivamente unos días antes de que Felipe fuera encontrado
muerto, él le había pedido a ella dinero prestado para poder irse del pueblo. El
muchacho estaba nervioso, asustado y pensaba que lo seguían. Estaba
absolutamente convencido de que si no dejaba el pueblo lo iban a matar. Mercedes
le creyó y sin pensarlo dos veces le dio dinero y le sugirió que se fuera a la capital,
donde unos familiares suyos que le ayudarían a instalarse. Antes de marcharse,
Felipe le contó que estaba metido en un gran lío por culpa de Jacinto y unas
personas de la ciudad que ahora estaban desaparecidas. Contó que una noche él
había estado acompañando a un grupo de tres personas en el obelisco del pueblo
mientras esperaban por Jacinto. Él no conocía a ninguna de esas personas, ni cruzó
palabra con ellos pues se había limitado a acompañarlos. Dijo que, pasada una hora
de estar esperando, o quizá más, una camioneta negra llegó hasta el lugar. Jacinto se
bajó e hizo señas al grupo. Los tres que estaban con Felipe caminaron hasta donde
Jacinto, charlaron por unos minutos, le entregaron un sobre a Jacinto y después los
tres se montaron en la camioneta negra. Jacinto y Felipe se fueron a pasar el resto

95
de la noche a una pensión y no hablaron del tema. Felipe terminó su relato, abrazó
a Mercedes y le agradeció por todo lo que había hecho por él. Luego se marchó no
sin antes advertirle a Mercedes que no hablara con nadie de eso que le había
contado. Unos días después encontraron el cadáver de Felipe en las afueras del
pueblo con signos de tortura y un disparo en la cien. Mientras Mercedes contaba
todo eso se le escurrieron unas lágrimas, sacó una fotografía de su caja registradora
y se la enseñó a José.
–Aquí está mi muchachito con todos nosotros celebrando mi cumpleaños hace
menos de un año –dijo Mercedes–. Era un buen niño –comentó–. Luego guardó
la foto y le dijo a José que si de alguna manera lo que ella le acababa de contar
servía para hacerle justicia, que no dudara en usar esa información.
La información que daba Mercedes abría nuevamente todo un abanico de
pistas que podían ser útiles para Francisco, según decía José, quien se centró en la
camioneta negra que había recogido a Laura y sus amigos. Según su parecer era
algo a lo que se le debería prestar atención. José sospechaba que solo alguien con
los medios económicos en el pueblo estaba involucrado en la desaparición de esos
tres estudiantes, porque a pesar de que Rio negro era un lugar próspero, solo unas
pocas personas de la región podrían adquirir vehículos. De ese modo las opciones
se reducían porque las únicas personas con esa clase de vehículos eran los
comerciantes o los hacendados, siendo estos últimos los que usaban camionetas
por el trabajo duro en sus tierras. Para minimizar aún más el grupo de sospechosos,
José dijo estar completamente seguro de que la camioneta negra pertenecía a la
hacienda Los Arroyos, que colindaba con las tierras de Mariela. En esas tierras se
cultivaba toda clase de cítricos y era una de las más grandes de la región luego de
que los Suárez vendieran la mayoría de sus tierras y dejaran por completo el
negocio de los cultivos. Los Duarte, que eran los dueños de Los Arroyos, manejaban
todo su negocio ellos mismos, desde la siembra hasta su distribución a nivel
nacional. No tenían intermediarios en sus negocios, eran gente trabajadora, de gran
prestigio y con mucho dinero. De conducta aparentemente intachable que jamás
permitirían que los involucraran de ninguna manera en asuntos fuera de la ley.
Francisco no sabía nada sobre los vecinos de Mariela, menos si esas personas
estaban involucradas en la desaparición de sus amigos, pero lo que sí sabía era que
José se estaba apresurando a sacar conclusiones basado únicamente en el hecho de
que alguien pudiera tener o no una camioneta. Que los vecinos tuvieran una
camioneta negra era algo que debían corroborar primero y luego conectarla con la
desaparición de su interés, dijo Francisco a los demás. Sugirió también que fueran
con las autoridades para ponerles al tanto de lo que ellos ahora sabían. Le
preocupaba que cada paso que daba en la búsqueda de sus amigos lo iba llevando

96
cada vez a algo más delicado, como la muerte de Felipe. Le preocupaba mucho
estar cerca de algo mucho peor que pusiera a todos en riesgo. Por las caras que
hicieron Mariela y José cuando se nombró la policía, Francisco dedujo que no les
había gustado su idea, pero no entendía por qué. Para Francisco los hechos que
estaban rodeando la desaparición de sus amigos eran cada vez más oscuros y lo
hacían sentir nervioso, por lo que insistió en dar aviso a la policía. Francisco
interrumpió a José quien continuaba hablando sobre la hacienda Los Arroyos y
relatando unos hechos que a Francisco le parecían irrelevantes en ese momento.
–¿Cuál sería el motivo para que la gente de esa hacienda hubiese secuestrado a
mis amigos? Porque, si estoy entendiendo bien, es lo que está sugiriendo –dijo
Francisco.
Lo que planteaba José era tan solo una posibilidad entre muchas y él no supo
decir cuáles eran los motivos que los Duarte tendrían para secuestrar a los amigos
de Francisco. José desconocía en su totalidad esas motivaciones. Francisco pensó
que todos se estaban apresurando a sacar conclusiones y sugirió pensar con cabeza
fría. Definitivamente Francisco tenía razón.
–Creo que hay alguien que podría echarnos una mano –dijo José mientras
miraba a Mariela, que hasta ese momento, no había participado mucho en la
discusión.
José se quedó mirando a Mariela en actitud interrogativa y ella, con la mirada
puesta en la taza de café, respondió:
–Lo que está pensando no va a pasar, mi querido amigo.
José bajó la mirada y se recostó contra el fogón de leña. Francisco sintió que
estaba perdiendo el hilo de la conversación, entonces se adelantó antes de que eso
ocurriera.
–Me gustaría saber de quién o qué están hablando –dijo Francisco.
–De mi familia estamos hablando exactamente –contestó Mariela.
La familia de Mariela no era otra que los Suárez, los antiguos dueños de la
vereda de Pico Blanco. José pretendía que Carlos Suárez, el abuelo de Mariela, les
ayudara a conseguir entrada a la hacienda Los Arroyos. Su relación de amistad con el
patriarca de los Duarte era de años y seguro él conseguiría que les dejaran entrar a
echar un vistazo, pero Mariela prefería no molestar al abuelo, ya era un hombre
viejo y cansado que merecía estar tranquilo. Además, si en esa hacienda se
escondiera algún secreto terrible, ni los años de amistad entre Carlos Suárez y los
Duarte harían que estos últimos dejaran entrar a nadie a rebuscar en sus tierras. Las
sospechas que ya traía Francisco de que Mariela tenía alguna relación grande con
los Suárez y toda la historia que le contó sobre ellos había quedado completamente
confirmada con lo que acababa de escuchar. «Era la única manera de que Mariela

97
hubiese hablado con tanta propiedad de los hechos relatados en la historia de la
hacienda» pensó Francisco para sí mismo. Ahora más se aferraba el joven a pensar
que todo el asunto de los espectros, fantasmas o niños que vivían en el bosque
solo eran un complemento para adornar la historia de infortunios ocurridos a los
Suárez y popularizarla de tal manera que terminara convertida en una leyenda.
Confirmar que Mariela era de los Suárez no cambiaba mucho el panorama para
Francisco, pero sí lo preocupaba porque no podía darse el lujo de dejar que su
búsqueda terminara encaminada por la fantasiosa mente de Mariela y las
corazonadas de José. Francisco seguía convencido de que tal vez lo mejor era ir a la
policía y que ellos se encargaran de todo.
–¿No sería mejor si solo vamos con la policía y ya? –repitió por segunda vez
Francisco.
La cocina se llenó de un inquietante silencio luego de que Francisco hiciera tal
sugerencia nuevamente.
–Ni pensarlo. Esa sería una muy mala alternativa para todos –dijo Mariela
quien se dispuso a explicarle algunos de los motivos por los que ellos preferían
mantener las autoridades lejos de sus asuntos.
Entonces prosiguió a contar cómo Eugenia, su madre, siempre sospechó que
sus hermanas Carmen e Isabel estaban en la hacienda Los Arroyos porque aparte de
su casa y la de los labriegos, donde definitivamente las niñas no estaban, el lugar
más cercano a donde podrían haber ido era esa hacienda. Los senderos se
conectaban y las niñas debieron tomar mal la ruta e ir en dirección a ese lugar,
donde la policía no buscó profundamente. Al ser ellos la autoridad inmediata
habían decidido que la búsqueda se concentraría en la hacienda de los Suárez, al ser
un terreno más extenso por aquel entonces. Desde la época de los hechos,
Eugenia, siendo una niñita de solo seis años, dejó saber lo que creía porque su
amiga del bosque así se lo había indicado. Su madre la respaldaba sin dudar, pero
Carlos nunca le creyó. Él pensó que aquellas suposiciones eran producto de la
imaginación de su hija que había creado una amiga imaginaria del bosque que le
decía dónde estaban sus hermanas, para así mitigar su propio dolor. Culpaba a
Roberta de permitir que Eugenia fuera sugestionada por los cuentos de Leonor y
Helena, quienes le alimentaban la falsa ilusión de encontrar a Carmen e Isabel en la
hacienda vecina, por lo que nunca dio crédito a las sospechas de Eugenia. Por el
contrario, sufría al ver que los años pasaban y su pobre hija continuaba aferrada a
la fantasiosa idea. Carlos trató en muchas ocasiones de alejar a su hija de la
hacienda y de todo ese enredijo fantasioso que lo único que había hecho era
desintegrar la familia. Desafortunadamente para Carlos, Eugenia estaba muy
apegada a esas tierras, a su gente y a sus historias. Las veces que logró convencerla

98
de ir a la ciudad para emprender una nueva vida acabaron convertidas en fracasos
que al final solo agotaron la paciencia de Carlos y debilitaban mental y
emocionalmente a Eugenia que pasó de ser una mujer segura a una temerosa
muchacha, incapaz de concretar cualquier propósito. La pobre no pasaba mucho
tiempo en la ciudad cuando ya quería regresar. No podía dejar de pensar en sus
hermanas desaparecidas. Se había convertido en una obsesión que la afectaba
profundamente.
–Nunca hemos encontrado a Carmen e Isabel, ni a las otras chicas que
aparentemente también se esfumaron sin dejar rastro. Y como el abuelo Carlos, la
policía jamás ha querido meter su mano para ayudar porque creen que todas las
sospechas son a causa del delirio que surgió de la desequilibrada mente de Leonor.
Esa es la verdad de todo aquel relato –dijo Mariela.
Con todo esto, ahora Francisco empezaba a darse cuenta de que el verdadero
motivo para que Mariela lo estuviera ayudando era que ella podría tener la
oportunidad de reactivar la búsqueda de sus tías. Los motivos de Mariela lo
beneficiaban enormemente para llevar por buen camino su propósito, pero
pensaba que era mejor estar alerta para no perder el control de la situación
teniendo en cuenta que los anteriores intentos de búsqueda de las niñas Suárez
habían terminado en callejones sin salida, seguramente por falta de sensatez. Con
las fichas puestas sobre la mesa, Francisco le pidió a Mariela que le contara
entonces cuál era su plan sin omitir detalle alguno.
–No le pido que crea todo lo que voy a decirle –dijo Mariela–, pero créame que
llevamos muchos años tratando de seguirle la pista a mis tías y a las otras niñas que
se han desaparecido. Lo crea o no, todo nos lleva al mismo lugar: Los arroyos. Desde
la época de mi abuela Roberta, hasta mis días, este asunto nos ha quitado el sueño,
pero desafortunadamente llegamos a un punto donde ya no avanzamos más. El
plan es que confíe en nosotros. Ahora ya sabemos lo que tenemos que hacer y esta
misma noche le daré instrucciones.
–Por supuesto confío en ustedes. –Fue lo primero que dijo Francisco–. ¡Pero
necesito saber qué es lo que vamos hacer!
Entonces Mariela le dijo a Francisco que lo más importante era que no volviera
a prejuzgar sus acciones porque todo lo que hacía estaba justificado. Le pidió abrir
su mente a cualquier posibilidad, por absurda que le pareciera, y que se mantuviera
firme. Le confesó que al principio estaba convencida de que sus amigos jamás
habían pisado sus tierras, sin embargo los hechos le mostraron que ella estaba
equivocada y la sacaron de su ciega ignorancia. Mariela nuevamente, y con tono de
voz firme, le dijo a Francisco que era probable que sus amigos, por lo menos,
hubieran dejado más pistas en Los Arroyos, si es que no estaban retenidos en esas

99
tierras. Tal vez los estudiantes habían descubierto algo sin estar buscándolo y esa
era la razón de su desaparición. Pensaba con total certidumbre que lo que
descubrieron conectaba a Los Arroyos y a todas las niñas que ella creía estaban
desaparecidas, incluyendo a sus tías. Por último, le advirtió a Francisco que si quería
conservar su apoyo era mejor que desechara por completo la idea de involucrar a la
policía o cualquier otra autoridad por ahora. Mariela pensaba que todos directa o
indirectamente estaban confabulados para ayudar a que los Duarte siguieran
limpios, como habían estado siempre. Era posible que la policía estuviera
involucrada «Seguro eran ellos los que borraban las huellas de los desaparecidos
para que no pudieran ser encontrados». Pensó Francisco dando algo de crédito a
las palabras de Mariela.
Esa tarde, después de la conversación en la cocina, Mariela fue a hacerse cargo
de un inconveniente que se le había presentado en uno de los cultivos de café. José
la acompañó porque al parecer era algo importante. Francisco se quedó solo en la
casa pensativo y preocupado por todo lo que acontecía. No dejaba de preguntarse
si realmente las desapariciones estaban relacionadas con esa hacienda, como
Mariela y José aseguraban. Hasta ese momento lo único que parecía relacionarlo
todo era la camioneta negra que recogió a sus amigos y que, al parecer, era
propiedad de Los Arroyos. Mientras
pensaba, Francisco decidió explorar la casa para entretenerse por un momento
y desahogar sus pensamientos. Caminó por la sala observando los cuadros, las
cortinas, las lámparas y demás decoraciones que parecían ser muy antiguas, lo que
hacía que la casa tuviera cierto aspecto lóbrego y deprimente hasta cierto punto.
También se podía percibir el olor a madera vieja que le hizo recordar que la casa
había sido reconstruida luego de los ataques de los lugareños. A pesar de eso, la
sala, que según Mariela había sido la más afectada, lucía intacta. Caminó hasta el
fondo donde se terminaba la sala, y encontró un pequeño salón que era diferente al
resto de espacios en la casa. Tenía un gran ventanal con vista al bosque, las paredes
eran blancas generando visualmente más espacio y luminosidad, las cortinas eran
azules con pequeñas florecitas lila que le daba un toque infantil a la habitación.
También había un piano que tal vez era el que tocaba Carlos en los viejos tiempos
cuando se reunía con la familia. «Podría ser la habitación donde Carlos vería por
primera vez a Victoria» pensó Francisco quien seguía fascinado con la habitación.
Era el único lugar de la casa con tanta luz, además de su habitación. Realmente era
un cuarto muy acogedor. Francisco continuó su recorrido y se percató de que en la
casa extrañamente no había fotografías que le dejaran por fin conocer las caras de
los tan nombrados Suárez.

100
–Esperaría que este tipo de familias acostumbraran a tener fotografías de cada
generación –se dijo para sí mismo Francisco mientras soltaba una risa burlona.
Todo en el primer piso estaba inmaculado, muy limpio y bien conservado
como seguramente permaneció en el pasado. Este ambiente le permitió a Francisco
casi que viajar en el tiempo e imaginar cómo habría sido la vida de los Suárez en
esa casa. Dejándose llevar por la curiosidad, Francisco fue a la segunda planta para
ver los demás dormitorios. Quizá con suerte en uno de ellos encontraría fotos de la
familia. Entrar en las otras habitaciones era abusar de la confianza, pensó
Francisco, quien al mismo tiempo se dijo que solo sería una ojeadita.
Desafortunadamente para el joven curioso, las habitaciones estaban cerradas y
aseguradas. Con el acceso bloqueado, Francisco desistió no por voluntad propia de
su curioso interés. Cuando ya se disponía dejar el pasillo para entrar en su
habitación y tomar un descanso, escuchó unos débiles golpes provenientes de una
de las habitaciones. Se detuvo, prestó atención en completo silencio y volvió a
escuchar los golpecitos que definitivamente provenían de esa última habitación en
el pasillo.
–¿Hay alguien ahí? –preguntó, pero nadie respondió. Solo volvió a escuchar los
golpes que esta vez se repitieron sin parar. Francisco trató de abrir la puerta a
empujones y patadas desesperado pensando que había alguien adentro, pero la
puerta era gruesa y no pudo abrirla. Los golpecitos dentro de la habitación
continuaron. Francisco, en medio de su desesperación, recordó que, en la cocina,
dentro de una cajita de madera en el estante del mercado, había visto a José
poner un manojo de llaves. Bajó corriendo para ver si las llaves estaban en el
mismo lugar, pero la cajita de madera estaba vacía. Salió al patio para buscar una
herramienta o cualquier cosa que le ayudara a abrir la puerta y encontró una pica
justo al lado de la puerta de la cocina. Agarró la pica y subió con la firme intención
de abrir la puerta.
–¡Voy a abrir! –gritó cuando estuvo en el pasillo frente a la puerta y esperó para
escuchar de nuevo los golpecitos a modo de respuesta antes de destrozar la puerta
con la pica. Esperó, pero no hubo respuesta alguna, por lo que Francisco
nuevamente gritó:
–¡Apártese de la puerta porque ya voy a abrir!
Una y otra vez dijo lo mismo sin recibir respuesta. Ahora Francisco estaba
indeciso, confundido, pensando que tal vez solo había sido el viento. Descargó la
pica sobre el suelo, cerró los ojos y les permitió a sus emociones retornar a la
calma.
–Debo dejar de imaginar cosas –se dijo a sí mismo.

101
Francisco se empezó a convencer de que se había dejado sugestionar con la
historia de la hacienda y ahora hasta un ruido insignificante lo alteraba. Se sintió
mal porque tan solo unos minutos antes había estado a punto de destruir el lugar
donde amablemente lo estaban alojando. El joven regresó la pica al lugar donde la
había encontrado y, estando en el patio, vio que la tarde estaba despejada. Todavía
quedaban unas horas de luz por lo que decidió ir a caminar un rato al bosque para
tranquilizar su mente.

**
Mariela y José regresaron a la casa casi oscureciendo. Descargaron en el patio
de la casa unos bultos que traían a lomo de caballo. José se encargó de los caballos
y Mariela fue al corral de las gallinas, prendió la luz por unos minutos, revisó que
todo estuviera en orden y luego volvió a apagar la luz del gallinero. José levantó los
bultos uno por uno y los llevó a la enramada para protegerlos del agua por si de
repente llovía. Mariela entró en la cocina, se quitó el sombrero que llevaba puesto y
lo dejó sobre la mesa, partió un pedazo de pan y le puso mermelada. Mientras
comía le pidió a José que fuera por Francisco porque ella tenía algo muy
importante que decirle, pero el joven no estaba en la casa. Sorprendida y
preocupada quedó Mariela con la ausencia de su huésped. De inmediato creyó que
Francisco había decidido ir por su cuenta al pueblo para hablar con la policía. Por
la experiencia vivida por su madre y abuela, ella había decidido no involucrar a la
policía en ninguno de sus asuntos, logrando que hasta ahora todo marchara a su
favor. Por razones que eran solo vagas sospechas que ella no podía probar, las
autoridades locales siempre encontraban la manera de desestimar cada intento por
reanudar la búsqueda de sus tías. Era un caso viejo y archivado donde el principal y
único sospechoso había sido su propio pariente Alfredo Suárez, quien se había
dado a la fuga sin dar tiempo a las autoridades para actuar. Este acto dejó a los
Suárez en una situación de desventaja donde poco era lo que podían hacer, pero
Mariela pensaba que el asunto no se había mantenido archivado por esa razón, para
ella algo más escabroso se escondía entre los linderos de las haciendas y ese algo
estaba en el lado de los Duarte, por lo que estos, con el apoyo de las autoridades, se
aseguraban de mantener a los curiosos alejados. Lo que no lograba entender
Mariela era por qué Carlos había permitido que el asunto les tomara ventaja.
Parecía que, por alguna razón, él solapaba todo. La secreta razón que pensaba
Mariela que tenía el abuelo hacía que ella lo mantuviera completamente alejado del
asunto. Ella no podía depositar su entera confianza en él. Carlos se había ganado
esa desconfianza cuando Mariela se enteró de que él había frenado cualquier acción
que reviviera el caso de las niñas desaparecidas con la excusa que eso solo dañaría

102
más a su ya atormentada esposa. También desacreditaba cada intento de Eugenia
por encontrar la verdad haciéndola ver como una persona emocionalmente
trastornada. Él estaba convencido de que su hija no estaba mentalmente bien, por
lo que alguna de las veces en que Eugenia estuvo con él en la ciudad, ella fue a
parar largas temporadas en instituciones de reposo por recomendación médica.
Tales lugares eran en realidad clínicas para enfermos mentales. Y, como si el
infortunio hubiese estado del lado de la pobre muchacha, en su última estadía en la
clínica de reposo fue violada. Todo ocurrió cuando ella estaba bajo los efectos
sedantes de la medicación luego de un episodio de mal comportamiento. Al
parecer, el infame acto fue perpetrado por uno de los enfermeros de guardia, pero
desafortunadamente, al Eugenia estar sedada, no logró recordar lo que realmente le
había ocurrido. Por tanto, ella nunca se atrevió a denunciar los hechos como era
debido. Lo cierto fue que la violación resultó en un embarazo, que a la joven
extrañamente le causó alegría, y que ella, por supuesto, se dio mañas de ocultar
cuanto más pudo. Carlos y Roberta fueron notificados de la nueva situación de
Eugenia cuando físicamente el embarazo se empezó a notar y el personal de la
clínica confirmó definitivamente el estado de gravidez de la paciente. Como era de
suponerse, la clínica omitió ahondar en detalles porque ni ellos mismos sabían lo
que pasó y con ello trataron de evadir la responsabilidad. Pero, a esas alturas, a los
Suárez no les interesaba escuchar excusas, solo se llevaron a Eugenia de ese lugar y
por su cuenta iniciarían un proceso en contra de la clínica. Asombrado se quedó
Carlos cuando Eugenia le pidió no proceder como pensaba. La joven dijo a sus
padres que debían saber que el bebé que llevaba dentro era causa de alegría, por lo
que ella solo quería esperar tranquila el niño. Roberta estuvo de parte de Eugenia y
la apoyó, Carlos definitivamente lo desaprobaba, pero no fue mucho lo que pudo
hacer para que Eugenia cambiara de parecer. Además, al sentirse culpable por lo
que le había ocurrido a su hija prefirió no causarle más daño y le permitió
continuar el embarazo y quedarse con el bebé. A los pocos días, Eugenia y Roberta
regresaron a la hacienda donde las esperaban Leonor y Helena. En Pico Blanco
nacería Mariela que se había convertido en la única batalla que Eugenia le ganaría a
la vida.
Con el pasar de los años y las enfermedades que trae la vejez, Roberta y las
otras mujeres fueron muriendo. Eugenia poco a poco se quedó sola.
Emocionalmente inestable, frágil y sin a quien más recurrir, regresó a la ciudad
para vivir con su padre, quien feliz la recibió y se hizo cargo de ella y Mariela, quien
apenas tenía nueve años por aquel entonces. Incapaz de criar a Mariela, Eugenia
entregó por completo la responsabilidad a su padre. Mariela tuvo una buena vida al
lado del abuelo, llena de privilegios económicos, excelente educación, una buena

103
posición social y, sobre todo, mucho amor. Nunca le hizo falta nada. De la mano
de su abuelo y mentor jamás sufrió daño alguno. Por el contrario, él siempre había
sido muy amoroso y protector con ella. Sin embargo, ver a su madre desmejorar
cada día le recordaba que, a pesar de amar a su abuelo, él era el responsable en gran
medida de la desgraciada vida de Eugenia. En silencio debía encontrar la manera
de ayudar a sanar la profunda herida emocional a su madre, por eso pensó que la
clave de todo estaba en encontrar a sus tías desaparecidas y quitarle a Eugenia el
peso de aquel dolor que ella llevaba cargando desde niña. Encontrar a Carmen e
Isabel la habían llevado de vuelta a vivir en la hacienda hacía varios años ya.
Cuando Mariela decidió ir a pasar una temporada en la hacienda con la sencilla
excusa de descansar, Carlos no se sorprendió con la idea que de principio no le
gustó para nada. Era viejo, pero no tonto. Sabía que Mariela quería seguir los pasos
de Eugenia y Roberta. Pero en esta ocasión, a pesar de no estar de acuerdo, como
siempre, el viejo Carlos no se entrometió. Pensó que, al igual que su madre y
abuela, ella terminaría decepcionada, frustrada y vencida al no hallar nada. Decidió
confiar en el buen juicio de su nieta. Pensó que ella se daría cuenta por si misma
que no valía la pena seguir sufriendo por lo mismo y regresaría un día sin que él se
lo pidiera. Por la actitud más tranquila de Carlos, la decisión de Mariela no abrió
una nueva grieta en la ya lastimada relación familiar. Como el abuelo había
conservado, y debería seguir conservando, las tierras de la vereda y la casa original
de la hacienda para la familia Suárez a petición de Roberta antes de morir, a Mariela
le fue fácil instalarse en la hacienda nuevamente. Cuando estuvo instalada, de
inmediato se puso a trabajar en la búsqueda de Carmen e Isabel con la ayuda de
José, quien ya era el encargado de las tierras de los Suárez. José había sido la mano
derecha y persona de confianza de su abuela por muchos años. Por tal razón José
estaba enterado de todo y puso al tanto a Mariela de cada detalle del asunto. El
encargado de la hacienda actuaba como si hubiese estado esperándola. José,
adicionalmente, sin que Mariela se lo pidiera, le juró lealtad y apoyo incondicional
en la búsqueda de sus tías.
La actitud servil de José no era de extrañar, pues él era de naturaleza leal y
honesta. Además, estaba muy agradecido con Roberta al haberle brindado su mano
cuando él llegó a la región años atrás desorientado, asustado, llevando con sigo
únicamente la ropa que tenía puesta y un machete en la mano. El pobre también
tenía la memoria nublada, porque ni recordaba cómo era que había llegado hasta el
guadual de la hacienda en medio de un torrencial aguacero que azotaba la región
esa tarde. Cuando el aguacero cesó, José aún desorientado al no reconocer la zona
donde se encontraba, caminó cauteloso por los senderos de Pico Blanco en busca
de refugio y en esas se encontró con la dueña de la hacienda y sus compañeras de

104
caminata. Roberta, Leonor y Helena, al encontrarse inesperadamente con José, se
asustaron, pero al ver la cara de angustia y desamparo que él traía, sintieron
compasión del muchachito y sin preguntar mucho decidieron ayudarlo de
inmediato. Bajo techo, abrigado, con comida caliente y sintiéndose protegido, José,
que tan solo tenía 17 años por esos días, logró recuperar la calma y sentirse
confiado de las tres mujeres que lo ayudaron. Entonces recordó que venía huyendo
de un grupo de hombres que atacó su caserío que estaba ubicado en el sur del país,
zona muy lejana a Pico Blanco, donde el conflicto armado entre el ejército del
gobierno y tropas de rebeldes que se enfrentaban a sangre y fuego no daba tregua,
cobrando con ello su cuota de sangre diaria sin miramientos de edad o género a la
población civil. Entre sollozos les contó a las mujeres que esos hombres llegaron
matando a todos en su caserío y gritando «¡cerdos hijueputas, den la cara! ¡ratas
traidoras, ahora sí se esconden!» Él había logrado escapar gracias a que su padre,
con quien estaba recolectando cacao en un pequeño sembrado del caserío, enfrentó
a los hombres para darle tiempo a él de correr. José corrió y corrió sin detenerse
para salvar su vida como se lo hizo prometer su padre antes de que este saliera a
darle frente a los atacantes. Ya en el monte, huyendo a gran velocidad entre la
maleza y sin mirar para atrás, José recordó que su madre y hermanas seguían en el
caserío, por lo que se detuvo para buscar el camino de regreso e ir ayudarlas a
escapar con él. Al mermar el ritmo de su huida, José se sintió fatigado y ahogado, el
corazón se le quería salir por la boca y tuvo que descender del monte a paso lento
mientras recuperaba el aliento. En su intento por regresar escuchó las voces de los
hombres que lo perseguían muy de cerca y creyó entonces que estos lo
descubrirían. Cuando José ya se daba por capturado, una potente luz azul le dio de
frente y lo cegó. Al parecer también perdió el conocimiento y luego no supo más
hasta despertar tirado en medio del guadual. Aquella historia no solo conmovió el
corazón de Roberta, que decidió ayudar al desamparado muchacho brindándole
vivienda, comida y trabajo, sino que además supo que José era alguien especial.
Desde entonces él se quedó en Pico Blanco porque sabía que de su familia ya no
quedaba sino el recuerdo. Por lo que tener la oportunidad de seguir ayudando a tan
generosa dama a través de su nieta era para él un honor. Tal apoyo le generó
confianza a Mariela para continuar sin dudar ni un poco, pero ahora el solo hecho
de pensar que la policía podría involucrarse en sus asuntos la preocupaba más de la
cuenta. No quería que todo se echara a perder por una imprudencia. Sin poder
hacer otra cosa más que esperar, Mariela decidió no darle más vueltas al asunto,
entonces fue al porche de la casa para descansar y fumar su tabaco, como
acostumbraba cada noche desde que había llegado a la hacienda.

105
**
Francisco venía caminando por el sendero cerca del guadual, ya le faltaba poco
para llegar a la casa. Eso pensaba porque a lo lejos había podido ver las luces del
patio trasero encendidas. Ya estaba oscuro, pero la noche estaba iluminada por una
luna casi llena que le dejaba ver perfectamente por donde iba. El clima era fresco,
muy agradable para caminar. Cuando caminaba por el sendero del guadual, el joven
sintió cómo el viento sopló más fuerte sin que él pudiera darse cuenta antes. Los
guaduales se mecieron de lado a lado bruscamente. Sin manera de haber previsto
aquel ventarrón, sus ojos se habían llenado con mugre de la polvareda que se
levantó provocándole una molesta irritación. Empezó a parpadear rápidamente
para tratar de sacar la mugre de sus ojos y, mientras él hacía eso, el viento volvió a
soplar fuertemente. Tan fuerte era el viento que esta vez hizo que Francisco se
echara para atrás. Caminando para atrás perdió el equilibrio al tropezar con una
piedra y cayó contra el suelo golpeando sus manos al ponerlas para amortiguar la
caída. Trató de recuperar el equilibrio, pero no lo lograba. Era como si estuviera
parado sobre el mismo viento. Lo que fuera que le hacía perder el equilibrio de
repente se detuvo y finalmente Francisco recuperó la estabilidad en sus pies, se
levantó del suelo, se sacudió y continuó caminando con actitud cautelosa
previniendo caer de nuevo. Mientras él bajaba vio a un grupo de niños jugando en
el camino y pensó que era muy mala idea estar a esa hora fuera de casa, más aun
cuando, según él, se avecinaba una tormenta al ver el cielo relampaguear. El viento
continuaba soplando y zumbando fuerte, dejando saber con su rugido que subía
desde la parte más baja de la montaña. Cuando estuvo cerca, Francisco se acercó a
los niños que estaban acurrucados en la mitad del camino, seguramente jugando.
–Deberían irse a sus casas, niños. Ya está tarde y va a llover –dijo Francisco.
Los niños lo ignoraron completamente y siguieron con su juego. Francisco se
quedó parado mirándolos, esperando a que los pequeños reaccionaran a su
presencia. Al ver que él no ejerció ningún tipo de autoridad, les volvió a repetir su
advertencia de lluvia mientras tocaba la cabeza de una de las niñas. La reacción de
esta junto con la otra niña que estaba a su lado fue dar un grito aterrador e
inmediatamente salieron a correr espantadas cuesta arriba. Francisco se sorprendió
con la reacción de las niñas, trató de seguirlas para calmarlas, pero estas dejaron el
sendero y se metieron al guadual. El corazón de Francisco latía estrepitosamente
sin saber lo que le estaba ocurriendo a esas niñas. Él solo quiso advertirles de la
lluvia. Miró para atrás y el niño continuaba acurrucado en el suelo haciendo
círculos con una rama.
–No fue mi intención asustar a tus hermanas. No soy una mala persona –dijo
Francisco preocupado.

106
Avanzó hasta donde estaba el niño que parecía no llevar puesta ropa, cosa que
Francisco no había notado antes. Se agachó y quiso explicarle al niño quien era
para que no tuviera miedo, pero antes de que Francisco continuara, el niño estiró
su mano y le tocó el brazo. Francisco sintió una mano helada que con ese primer
contacto le dio una leve descarga eléctrica que pareció dejarlo inmovilizado. El
niño no dejaba de tocarlo por lo que Francisco al estar inmóvil no lograba soltarse.
El niño miró a Francisco, le sonrió y se levantó del suelo sin dejar de tocarlo. En su
otra mano llevaba la rama con la que apuntó a la cara de Francisco. Mientras
apuntaba, dibujaba en el aire círculos y líneas sin parar. La piel de Francisco estaba
erizada del terror que le provocaba aquella situación. Estaba paralizado de pánico.
El niño de grandes ojos y dientes muy pequeños que dejaba ver cada vez que
sonreía se acercó más a Francisco.
–Por favor quédate. –Le dijo al oído.
En ese momento, el viento dejó de soplar. Francisco cayó desvanecido en el
suelo y vio a el niño caminar cuesta arriba con su rama en la mano. Lo siguiente
que vio Francisco fue la cara de Mariela muy cerca de él. Ella le estaba pidiendo
agua tibia y una toalla a José para limpiar un poco el rostro de Francisco. Él trató
de abrir los ojos, pero sus párpados eran pesados, la cabeza le daba vueltas.
–¿Dónde estoy? –dijo Francisco entre murmullos.
Mariela puso un trapo tibio y mojado sobre su frente que tenía un fuerte olor a
alcanfor, limón y menta. Sobre el pecho de Francisco y bajo su camiseta puso una
sustancia viscosa y fresca que de inmediato aliviaba un ardor que estaba sintiendo.
La sustancia en el pecho de Francisco se parecía a la savia de los árboles.
–Está en la casa recostado en el sofá de la sala. Solo relájese y no se esfuerce. A
su lado solo estamos José y yo. Quédese tranquilo que ya pronto se sentirá mejor. –
Le dijo Mariela al terminar de ungirlo.
Con la mirada todavía pesada, Francisco pudo distinguir la figura de José, que
estaba atrás de Mariela, y encogió su cuerpo para tratar de calentarse porque sentía
mucho frío, aunque la temperatura de su cuerpo estaba elevada. Con su voz
temblorosa y haciendo un gran esfuerzo dijo que se tropezó, cayó al suelo y luego
perdió el conocimiento. Aún encogido de piernas y brazos se corrió a la orilla del
sofá, bajó lentamente los pies del mueble y tocó el suelo. Con ayuda de Mariela
pudo ponerse en pie, se levantó del sofá y empezó a caminar. Necesitaba ir afuera
para respirar el aire fresco. José corrió rápidamente al lado de Francisco y le brindó
su hombro para que se apoyara. Lo llevaron hasta el porche de la sala que estaba al
lado de la entrada principal de la casa y lo sentaron en una de las sillas de descanso.
Francisco cerró los ojos y respiró larga y profundamente para luego soltar una
bocanada de aire. La brisa fresca de la noche le proporcionó descanso y logró

107
sentirse mejor. En su cara se notaba que estar afuera lo ayudaba a recomponerse.
Miró sus pies y se dio cuenta de que estaba descalzo.
–¿Dónde están mis botas? –preguntó levantando la mirada.
–No debe preocuparse por eso, Francisco –dijo Mariela–. Es mejor que
entremos a la casa ya. Tiene fiebre y le podría…–sin dejar que Mariela terminara de
hablar, Francisco la interrumpió y le dijo que no regresaría adentro hasta que ellos
le dijeran qué era lo que le había pasado. Él tan solo recordaba estar bajando por el
sendero cuando tropezó.
–Nos preocupamos porque usted no llegaba, joven. Habían pasado ya varias
horas, estaba oscuro, entonces decidimos salir con la señora para mirar qué pasaba
–dijo José quien tomó una pausa y carraspeó un poco la garganta–. Al no ver nada
desde aquí mismo decidimos agarrar cuesta arriba por el sendero más cercano a la
casa y allá lo encontramos tirado en el suelo, con la ropa mojada y sin zapatos.
Francisco no recordaba haberse quitado los zapatos y menos el haber estado
mojado antes de perder el conocimiento. Lo que sí recordó fue que el viento estaba
corriendo muy fuerte como anunciando que se avecinaba una tormenta. Era
posible que estando inconsciente en el suelo se hubiese mojado cuando la lluvia
vino, fue la explicación que Francisco se dio a sí mismo mientras José continuaba
diciendo que apenas lo encontraron, lo levantaron y lo llevaron dentro de la casa.
Lo que hubiera pasado antes solo él lo sabía. Le aconsejaron nuevamente entrar a
la casa y tomar reposo para que su cuerpo se mejorara. Luego podrían conversar
sobre lo acontecido por el sendero.

**
Ya siendo de madrugada, Francisco se despertó en su habitación y se quitó las
cobijas porque hacía mucho calor. Se sentó al borde de la cama y sintió que el
malestar había disminuido. Ya solo tenía un leve dolor de cabeza como si fuera
resaca. Sentado en la cama sintió que algo resbalaba por su pecho, metió la mano
dentro de su camiseta y palpó algo baboso. Fue hasta el baño y, parado frente al
espejo, se quitó la camiseta. Sobre su piel había una sustancia entre verde y amarilla
que se pegaba a la piel, pero que el calor la estaba derritiendo. Era algo de
apariencia viscosa que expelía un olor amargo. Francisco lo retiró de su pecho con
agua. Se miró de nuevo al espejo y pudo ver una herida redonda, no muy profunda,
que cubría una gran porción de su pecho. Parecía haber perdido levemente la piel
de esa zona, pero la herida no sangraba. Entonces pensó que aquella sustancia
verdosa en su pecho era algún remedio casero que Mariela le había aplicado. El
gallo cantó y Francisco supo que ya pronto amanecería y que seguramente José ya
estaría en la cocina como de costumbre. Efectivamente José ya estaba en la casa

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ocupándose de la rutina de la mañana. En la cocina ya se podía percibir el aroma
del café recién preparado.
–Buenos días, joven. ¿Cómo se siente? –preguntó José apenas vio que
Francisco entró a la cocina.
Francisco contestó el saludo y le hizo saber a José que se sentía mucho mejor
que la anoche anterior y le agradeció por preguntar.
–Solo me duele la cabeza –dijo Francisco que se sentó en un taburete que
estaba al lado de la puerta–. Tengo una herida en mi pecho y no sé cómo fue que
me la hice –dijo extrañado como esperando que José le pudiera decir lo que le
había pasado.
José no hizo comentario alguno con respecto a la herida. Le pasó una taza con
café y le pidió que lo acompañara a la enramada porque tenía algo que mostrarle.
Una vez allí Francisco solo vio leña, carbón y varios bultos grandes que estaban
llenos de granos de café. Era una madrugada tibia y tranquila. Se escuchaba el
agradable despertar de la naturaleza, el cielo empezaba a aclarar y ya se apreciaban
unos rayos de sol que lentamente trepaban la montaña. Mientras Francisco
esperaba por lo que José iba a mostrarle, este sorbió unos tragos de café y miraba
absorto el amanecer. José fue hasta donde estaba la pila de leña, tomó algo que
estaba sobre ella y lo observó por unos minutos. Luego se giró y le pasó un bolso
amarillo a Francisco dejando al joven confundido.
–¿No lo reconoce?
–¿Reconocer? ¿Tendría qué? No sé qué quiere decir con eso –dijo
desinteresadamente Francisco mientras regresaba el pequeño bolso amarillo a las
manos de José quien siguió mirando el bolso.
José recibió el bolso y lo puso dentro de una bolsa plástica y le pidió a
Francisco que regresaran a la casa porque Mariela los estaba esperando en la sala.
Francisco le dijo a José que se adelantara, que él iba a terminar su café afuera. Era
un hermoso amanecer y no se lo quería perder. Buscó un lugar donde sentarse y,
sin darle más importancia al resto, se quedó a admirar la belleza que ante sus ojos
emergía. Antes de que José entrara en la casa, Francisco le dijo que tal vez Rosalba
podría darle razón. Según ella, Laura llevaba siempre un bolso amarillo terciado
cuando estuvo en su caserío. Después Francisco estuvo un buen rato sentado
disfrutando del panorama, el café y sumergido completamente en su mente
tratando de rescatar los recuerdos de la noche anterior. Por más que intentaba, no
podía recordar todo lo que pasó después de haber tropezado. En su mente los
recuerdos estaban segmentados, como partes de un rompecabezas esparcidas por
todo lado. Trataba de juntar las piezas, pero el dolor de cabeza parecía aumentar
con cada intento. Suspiró profundo, cerró sus ojos y quitó de su mente aquel

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revoltijo de imágenes. Se puso en pie y caminó de vuelta a la casa. Mientras
caminaba de repente sintió una sensación de alivio interno que le refrescaba la
mente y daba armonía a sus pensamientos. Ya dentro de la casa se unió a José y
Mariela que lo esperaban pacientemente sentados en la sala.
Ya en la sala, Mariela le contó a Francisco que tres semanas antes de que él
llegara a la vereda ocurrió algo inesperado. Durante una de sus caminatas en busca
de la flor que daba una hierba llamada Cordelia Dorada, por los senderos de Pico
Blanco, ella se había topado con algo que la dejó conmocionada. Ya estaba
empezando a oscurecer por lo que Mariela se dispuso dejar la casa para iniciar la
caminata de esa noche. Ella ya tenía elegido el lugar a donde iría esa noche en
busca de la flor, pero antes quiso parar para echar un ojo en el guadual, zona donde
siempre buscaba y nada encontraba. Por alguna razón a ella le atraía ese lugar así
no encontrara ni rastros de la flor de la Cordelia Dorada. Dejó el sendero y caminó
dentro del guadual por unos cuantos minutos. Entre guaduas y maleza se le
oscureció el día sin darse cuenta. Encendió una lámpara y continuó rebuscando
entre la maleza. No muy lejos de donde ella estaba vio la silueta como de un bulto.
Se acercó para investigar y para su sorpresa el bulto era un cuerpo tirado en el
suelo boca abajo. Estaba desnudo y la silueta mostraba sin lugar a dudas que era un
cuerpo femenino. Un cadáver, pensó Mariela en ese momento. Aunque estaba
aterrada por lo que acababa de descubrir, ella decidió seguir acercándose más y vio
que la mujer tirada en el suelo se movía como tratando de levantarse. Mariela
corrió de inmediato a su lado para brindarle auxilio. Tomó a la joven suavemente y
la giró hasta dejarla de medio lado para que respirara mejor. La cubrió con el chal
que llevaba puesto y usó la mochila que llevaba terciada como almohada. La
reacción inmediata de la joven fue rechazar el contacto, trató de quitar las manos
de Mariela para impedir que la tocara, pero Mariela logró calmarla y le dijo que
estaba ahí para ayudarla. Mariela alumbró el cuerpo de la joven con la lámpara y
pudo ver pequeñas heridas en los brazos y piernas de esta. Tenía marcas de
ataduras en los tobillos y las muñecas, su cuerpo estaba frío y como arrugado, los
labios dejaban ver el grado de deshidratación de la muchacha. Su condición
requería de asistencia médica inmediata. Sin tiempo que perder, Mariela miró a su
alrededor asegurándose de que nadie las estuviera observando, luego, con gran
esfuerzo, levantó a la joven del piso y se dirigió a su casa. Mariela decidió ir por un
sendero que era un tanto más estrecho y difícil, pero menos transitado. La
intención era esquivar la persona que había lastimado a la joven, por si acaso
siguiera por la zona.
Alcanzar la casa les costó mucho esfuerzo y tiempo, pero cuando finalmente
llegaron, Mariela de inmediato, con lo que tenía a la mano, brindó ayuda a la joven.

110
Le limpió y desinfectó las heridas a las que les aplicó sus ungüentos, la abrigó y
trató de hidratarla. La pobre muchacha recuperó un poco el calor corporal y
pareció que respiraba mejor. Mariela, al verla recuperarse, aprovechó para
preguntarle cómo se llamaba, pero la joven no lo recordó. Estaba desorientada.
Mariela prefirió dejarla descansar y en silencio permaneció sentada al lado de ella,
atenta a que continuara respirando.
La llegada de la madrugada trajo a José como de costumbre a la casa que se
encontró a Mariela en la cocina preparando un té. Nada más entrar José, Mariela lo
puso al tanto de lo que acontecía y le pidió ayuda para llevar a la joven a una de las
habitaciones de la segunda planta. La muchacha estaba más consciente, pero débil,
a causa de una herida en la espalda que le seguía sangrando y le causaba dolor. Era
urgente controlar el sangrado, pero Mariela temía que sacarla de la hacienda fuera
peor. No solo porque el trayecto era largo y laborioso, sino el peligro que
representaba toparse con quien la hubiese atacado, si todavía estuviera al asecho.
José sabía que la preocupación de Mariela no era una exageración, pero igual la
muchacha necesitaba que la atendieran con urgencia, por lo que al final decidieron
que José fuera en busca de Rosalba, la curandera de la vereda. Seguramente ella
sabría qué hacer. Felizmente Rosalba supo cómo detener el sangrado y con el pasar
de los días la joven dio señas de mejoría. Se recuperó lentamente de sus heridas
físicas, tenía más energía, podía comer sin ayuda y hasta tomaba la ducha sola. Sin
embargo, la joven no pronunciaba palabra, solo decía sí o no con la cabeza. No
salía de la habitación y cuando se lo sugerían, de inmediato se ponía nerviosa, por
lo que prefirieron dejar que ella en algún momento saliera por su cuenta.
Por esos mismos días un hombre que dijo ser empleado de la hacienda Los
Arroyos llegó hasta la propiedad de Mariela pidiendo permiso para buscar en sus
tierras un caballo que al parecer se les había extraviado. Atendiendo a su
perspicacia y para no despertar sospechas de ninguna índole al extraño, Mariela
aceptó. Le ofreció al hombre la ayuda de José en la búsqueda del caballo, pero él la
rechazó de inmediato. Dijo que el caballo era brioso y la presencia de José lo haría
huir en caso de que lo encontrara. Al finalizar la tarde, el hombre regresó, tocó a la
puerta de Mariela para agradecer su colaboración y decirle que su búsqueda había
sido infructuosa. Mariela atendió al extraño en la puerta sin hacerle seguir, pero el
hombre quiso entrar a la casa sin que se le hubiese invitado a pasar. Mariela no se
lo impidió, por el contrario, mostró amabilidad y empatía con él. Le dijo que podía
venir al día siguiente para seguir buscando su caballo si quería. Luego le pidió a
José una taza de café para su visitante, pero el desconocido no la aceptó porque
tenía prisa de regresar. Parado frente a Mariela y sin disimular, el hombre con la
mirada recorrió ágilmente todo lo que tenía a su alcance. Unos minutos después se

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despidió y se marchó. Aquel hombre, que nunca dijo su nombre, era alto,
corpulento, en buena forma, de tez morena y con no más de cincuenta años. Su
cara expresaba dureza, daba la impresión de querer generar miedo a quien se
dirigía. José sigilosamente siguió al hombre sin que este lo notara hasta la entrada
de las tierras de Mariela. El extraño se subió a una camioneta negra que estaba
parqueada al lado del Jeep que conducía José. Bajó la ventanilla del lado del
conductor, encendió un cigarrillo y emprendió marcha. Antes de que Francisco
pronunciara palabra alguna, Mariela le explicó que por seguridad habían sido
discretos con esa información hasta estar seguros de que él era confiable.
Francisco no dijo nada al respecto, estaba casi incrédulo con lo que escuchaba.
Era tanta la impresión que llegó a pensar que lo que decía Mariela era un invento.
Sin embargo, sabía que no había razón para que inventaran tal cosa. Dijo entonces
que entendía completamente que ellos hubiesen tomado precauciones teniendo en
cuenta que el asunto en cuestión era delicado. Ahora también empezaba a
comprender por qué José y Mariela tenían sus sospechas puestas sobre la hacienda
Los Arroyos y la tal camioneta negra. Con hechos concretos Francisco por fin
empezaba a creer en las suposiciones de sus compañeros de búsqueda. Además,
conocer esa nueva información le dio alivio porque relacionó los ruidos que había
escuchado en la habitación la tarde inmediatamente anterior con la joven herida.
De inmediato creyó que lo que había escuchado había sido real, ruidos producidos
tal vez por la joven y no producto de su imaginación. Sin embargo, este alivio no
minimizaba el impacto que causaba la perturbadora historia y que le hizo, por al
menos unos segundos, querer devolver el tiempo y jamás haber ido en busca de sus
amigos. Francisco empezó a decirse a sí mismo si Mariela había hecho bien al no ir
por ayuda al encontrar a la tal muchacha. Quizá los familiares de la joven la estarían
buscando y ellos sin decir nada. Él estaba perdido en sus pensamientos cuando de
repente se le vino a la cabeza que era posible que esa joven fuera Laura o Natalia.
Una situación que le alegraría de alguna manera, pero al mismo tiempo le
entristecería.
«¿Y si no fuera ninguna de ellas? ¿Acaso ellas estarían ahora en manos de quien
le había hecho daño a esta joven?» conjeturaba para sí mismo Francisco.
José interrumpió el silencio desconcertante que se había apoderado de todos en
la sala y le dijo a Francisco que el bolso amarillo que le había mostrado unos
campesinos lo habían encontrado tirado en unos de los senderos unos días antes
mientras regresaban a sus casas. El bolso les resultaba relevante porque nadie en la
vereda tendría algo de ese estilo y valor. Era gente campesina que preferían
accesorios útiles y menos decorativos.

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–Sin lugar a dudas el bolso era de un forastero –respondió Francisco. Pero
desafortunadamente él no podía afirmar que perteneciera a uno de sus amigos.
Con ello reafirmaba lo que ya le había dicho a José en la enramada. Francisco daba
la impresión de estar cansado. Descargó todo su cuerpo sobre el sofá en donde
estaba sentado y se puso las manos sobre el pecho.
–¿Puedo ver la joven? –preguntó Francisco.
Mariela no rechazó la petición pues ella ya planeaba hacerlo. Antes de esto,
Mariela le pidió a Francisco que le contara con detalle lo que le había ocurrido la
noche anterior pues ella no se convencía de que él solo hubiera tropezado con una
piedra para luego caer. Francisco no tenía signos de una caída así en su cuerpo.
Francisco enderezó su cuerpo y luego agachó la cabeza apoyando la frente contra
los puños de sus manos. Con la mirada pegada al suelo pudo momentáneamente
escapar de la sala y pensar en lo que iba a contestar. Sabía que llegaría un momento
donde tendría que hablar de eso, pero su cabeza estaba plagada de recuerdos a los
que ni él mismo quería dar crédito. Se sentía incómodo. No estaba listo para contar
tan extraña situación cuando él mismo siempre se había mostrado escéptico con
ese tipo de relatos o experiencias. Sin tener manera de eludir la situación, Francisco
dejó de lado la vergüenza y se dispuso a relatar lo ocurrido. Pues a la larga esas
personas eran aparentemente supersticiosas, lo entenderían y no juzgarían su buen
juicio basados en ese suceso. Levantó la cabeza, les dirigió la mirada y empezó a
relatar los hechos. A mitad de su relato hizo una pausa que aprovechó para
enfatizar que no se encontraba bien en el momento que dejó la casa. Su mente
estaba tan saturada que tenía la idea que estaba imaginando cosas, refiriéndose a los
ruidos extraños que había escuchado provenientes de una de las habitaciones,
razón por la que había decidido ir a caminar. Con aquella explicación dejó abierta la
posibilidad de que sus recuerdos solo fueran una falacia, producto de su estado
emocional delirante debido a la intensidad de los últimos días. «Puros desvaríos»
dijo exactamente. Continuó relatando y al terminar, en un acto que ni él mismo
pensó que haría, se quitó la camiseta y enseñó la herida del pecho que seguramente
los demás ya habían visto.
–Esto no me deja darle sentido a nada. La certeza no está de mi lado –dijo
Francisco.
Mariela se sentó a su lado, lo tomó de la mano mostrándole comprensión y lo
miró fijamente.
–No se esfuerce buscando una explicación a todo. Quizá no hay una. Además,
no siempre se encuentra satisfacción en ello. Tal vez usted es de esos pocos que
tienen la oportunidad de experimentar lo inexplicable –dijo Mariela.

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Francisco no respondió porque no entendía exactamente a que se refería
Mariela cuando decía experimentar lo inexplicable y si acaso lo entendiera, él
prefería hacer caso omiso y no comentar. La herida fresca del pecho de Francisco
era muy extraña, comentó Mariela. Parecida en forma y tamaño a las marcas que le
hacían al ganado. Solo un poco más grande. Eso era extraño, como era el lugar
donde habían encontrado a Francisco la noche anterior, comentó José. Era la zona
del guadual más cercana a Los Arroyos y donde la joven herida también había sido
hallada. Mientras Mariela y José hablaban de los extraños hechos experimentados
por Francisco, él los interrumpió y pidió nuevamente ver a la joven. Listos para
dejar la sala rumbo a la habitación de la muchacha, apenas Francisco se levantó de
la silla, sintió que todo le daba vueltas. El dolor de cabeza se agudizó de repente,
como agujas que se clavaban en su cerebro, entonces Francisco tuvo que volverse a
sentar.

**
Era una tarde de cielo nublado y suave brisa. Un clima perfecto para la larga
caminata que tendría que hacer Francisco si decidiera salir de la casa por su propia
cuenta. Pico Blanco era la vereda más retirada del pueblo y solo llegar a la carretera
principal le tomaría por lo menos dos horas, pensaba Francisco mientras estaba
parado mirando el atardecer desde la ventana de su habitación. Hacía cuenta de las
diferentes opciones para escapar de la hacienda. En ese momento Francisco vio
salir a Mariela de la casa por la entrada principal, cosa que le llamó la atención
porque ella jamás salía de la casa por ese lado más que a fumar su tabaco todas las
noches después de cenar. Tal vez ella se dirigía al pueblo, así que decidió bajar en
busca de más detalles. José estaba parado en la entrada con la puerta abierta de par
en par, como esperando algo. En cuanto escuchó los pasos de Francisco detrás
suyo se volteó sorprendido de verlo en pie.
–¡Me alegra verlo levantado! –le dijo José–. Parece que está mejor, joven. Ayer
ni podía levantar la cabeza de la cama.
Francisco contestó afirmativamente a lo que decía José con un leve movimiento
de cabeza y luego se sentó en una silla en la sala. Una vez sentado fingió estar
mareado de nuevo. José se acercó, le tocó la frente y le dijo que su temperatura
todavía estaba alta. Le ofreció un té y él aceptó. Mientras José iba con prisa a la
cocina por el té, Francisco corrió rápido a la puerta para ver qué pasaba afuera con
Mariela, pero no había nada, ni nadie como él esperaba ver. En el patio solo
estaban los patos chapuceando con sus picos un barrizal que se había formado por
las recientes lluvias. El portón de madera que permitía el acceso a la casa estaba

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cerrado y ni rastros de Mariela a quien hacía pocos minutos él juraría haber visto
por la ventana.
–Su té, joven –dijo José a Francisco quien estaba parado en el porche de la casa
recostado contra la baranda de madera–. Es mejor que regrese a su habitación.
Hace frío. Mejor evite una recaída. Debe recuperarse para que pueda continuar con
sus planes.
Francisco recibió el té, pero no lo probó. Entró en la casa con la taza entre sus
manos y dio un pequeñísimo sorbo a la bebida caliente. José se paró otra vez bajo
la puerta como si de nuevo siguiera esperando algo. A Francisco le daba la
impresión de que a José no le agradaba su presencia allí en ese momento porque
notaba en él una incomodidad que no podía disimular. Mientras José silbaba y
limpiaba su sombrero, Francisco no le quitaba la mirada de encima. Como nada
extraordinario pasó, Francisco decidió regresar a la habitación para no despertar
sospecha alguna. Era mejor que sus anfitriones continuaran pensando que él seguía
convaleciente. Caminó por el pasillo en dirección a las escaleras y se detuvo unos
pasos antes de empezar a subir.
–¿Espera a alguien? –preguntó Francisco y la respuesta de José fue un, no a
secas.
El hombre nada más estaba descansando antes de ir por carbón para el horno.
Francisco siguió su camino, entró a su habitación y tiró el té al inodoro. Enjuagó su
boca con abundante agua y trató de provocarse el vómito. Puso la taza sobre la
mesita de noche, abrió la puerta de la habitación, asomó la cabeza lentamente y
miró en todas las direcciones. Al estar seguro de que el pasillo permanecía solo,
avanzó confiado y caminó silenciosamente por ese corredor. Caminó hasta el
fondo del pasillo y se detuvo frente a la puerta de la última habitación. Trató de
abrir la puerta, pero estaba asegurada. Dio dos golpes en la puerta y en respuesta el
creyó escuchar otros dos, lo que le aliviaba porque sabía que Flora, como Mariela
llamaba a la chica herida que encontró en el bosque seguía allí. Francisco respiraba
agitado, estaba tembloroso y sudando frío, temía que en cualquier momento José
subiera y lo descubriera tratando de contactar a la joven. Asumió que Flora lo
escuchaba, entonces recostado contra la puerta de la habitación le dijo a la joven
que Mariela había encontrado en el bosque que esperara un momento mientras él
se aseguraba de que nadie estuviera espiando. Al estar seguro de que nadie lo
observaba, regresó sigilosamente a la puerta de Flora, le dijo que pronto iban a
poder salir de allí. Que él ya tenía un plan y que ella solo debía seguir evitando
consumir cualquier líquido que ellos le dieran. En respuesta escuchó nuevamente
dos golpes, señal que le indicaba que Flora entendía.

115
Francisco escuchó que la puerta de la entrada se cerraba y de inmediato regresó
a la habitación y se tiró en la cama. Escuchó pasos subiendo las escaleras y
Francisco reconoció en ellos los de Mariela. Ella tenía una manera de arrastrar los
pies muy particular e inconfundible cuando caminaba dentro de la casa. Era como
si los pies le pesaran más dentro de la casa. Francisco se hizo el dormido cuando
ella abrió la puerta de su habitación. Quería evitar conversar con Mariela y sobre
todo evitar que ella tratara de hacer que él tomara algún liquido con drogas para
doparlo. Francisco sospechaba que José y Mariela le ocultaban información
importante y que conspiraban en su contra para que él no pudiera encontrar a sus
amigos. Ellos guardaban un secreto siniestro que los comprometía con todas las
desapariciones que ellos mismos le habían contado, incluyendo las de sus amigos.
Francisco que había pasado varios días en estado febril y delirante por razones que
él mismo desconocía, también creía que ellos pronto se desharían de él, de modo
que el plan era huir junto con Flora antes de que aquello que él sospechaba
finalmente le ocurriera. Cómo no sospechar de ellos si extrañamente Mariela
mantenía a Flora encerrada en la habitación, encadenada y bajo llave, que fue como
él recordaba haberla visto la mañana que ellos lo llevaron a verla por primera vez.
«Es por la seguridad de todos y de la misma muchacha» había dicho Mariela, razón
que en ese momento desechó Francisco al ver las condiciones en que tenían a
Flora. Él solo recordaba brumosamente haber visto a una prisionera y a sus
carceleros parados justo a su lado. Francisco supo de inmediato que ellos lo único
que querían era comprobar que Flora no era una de sus amigas. Además, era muy
sospechoso que cada vez que él daba opciones sensatas de cómo encontrar ayuda y
empezar a solucionar el problema, ellos lo desestimaban siempre y más si la
solución involucraba las autoridades. Nada de eso tenía sentido para él. Por eso
empezó a desconfiar de ellos. Y, como si fuera poco, él había empezado a
enfermarse cuando quiso tomar acciones por su cuenta. Desde entonces no se
lograba reponer del todo. Siempre estaba mareado, con fiebre, dolor de cabeza y
durmiendo casi todo el tiempo. Francisco pensaba que ellos lo drogaban para
controlarlo, tanto que ya hasta había perdido la cuenta de los días que llevaba en la
hacienda. Mientras ellos lo mantuvieran sedado, su plan de escapar seguiría sin
avanzar, de modo que mantenerse lúcido era su tarea principal. Francisco no sabía
el propósito de todo lo que estaba ocurriendo y menos por qué él ahora era su
prisionero, y si había más personas involucradas colaborando con ellos él no lo
sabía aún, pero sin duda sabía que tenía que escapar del cautiverio al que estaba
sometido. Era la única manera de dar aviso a las autoridades de lo que allí ocurría.
Llevaría con sigo a Flora, no solo para ponerla a salvo, sino para que sirviera como
testigo en contra de ellos cuando todo se diera a conocer. Cuando Francisco dejó

116
de tomar los tés y supuestos remedios que le daba Mariela, empezó a mejorar y
pudo fijar sus pensamientos en la manera más segura de escapar. Esperó hasta que
fuera noche de luna llena, porque sabía que Mariela saldría esa noche a caminar en
busca de plantas curativas que, según ella, solo se dejaban ver con la luz de la luna
llena. Fingió continuar muy enfermo los días anteriores a la luna llena, de ese modo
Mariela iría a su caminata sin sospechar nada, pues Francisco estaría dopado a
causa de sus supuestos remedios. José no le preocupaba porque él siempre al
anochecer se iba a su casa que estaba suficientemente retirada para no ser un
problema. Con su plan bien estructurado Francisco abrió la puerta donde Flora
estaba retenida, golpeándola con la pica que siempre estaba al lado de la puerta de
la cocina. Entró y desató a Flora, que al principio se asustó al ver a Francisco en
medio de la noche entrando de esa manera a su habitación. Le explicó el plan
nuevamente, la tomó de la mano y salieron corriendo de la casa. Cuando
estuvieron afuera cruzando por el patio, Flora sintió pánico y se detuvo antes de
pasar el portón trasero de la casa. Francisco pensó que la pobre tenía miedo de
caminar en el bosque a esa hora porque tal vez allá, en ese bosque, era donde la
habían tenido escondida al principio de su cautiverio. Le pidió que confiara en él,
que todo estaría bien y que encontrarían ayuda en el pueblo. Luego irían sin
dilación a la ciudad. Además, él conocía los senderos por los que podían ir sin ser
descubiertos. Flora, que no pronunciaba palabra, solo asintió con la cabeza a todo
lo que Francisco proponía. De ese modo depositó toda su confianza en él. Desde
la casa hasta llegar al guadual caminaron entre el bosque al borde del sendero, al
que no perdieron de vista para evitar equivocarse de ruta. La luz de la luna
iluminaba lo suficiente para ayudarles en su propósito. Podían ver el camino sin
necesidad de lámparas o linternas. Así lograron llegar hasta el guadual sin ser
descubiertos, tomaron un pequeñísimo descanso que Francisco aprovechó para
ubicarse. Cuando estuvo seguro de donde estaba, decidió que lo mejor era caminar
a su izquierda y encontrar la quebrada. El plan de Francisco era ir cauce abajo hasta
donde más pudieran y alejarse de las tierras de Mariela sin tener que usar los
senderos. Luego, salir en busca de la carretera principal y caminar hasta encontrar
algún pueblo. Era un trayecto largo y peligroso que les tomaría toda la noche y
parte de la mañana. Pero por peligroso que fuera los jóvenes estaban decididos a
escapar esa noche. Era su única oportunidad y no estaban dispuestos a
desaprovecharla.
Cuando encontraron la quebrada y se disponían a continuar el trayecto,
escucharon voces que se acercaban rápidamente al lugar donde ellos estaban.
Francisco y Flora se tiraron al suelo, logrando ocultarse entre la maleza y detrás de
unos árboles hasta donde se arrastraron. Francisco abrazó a Flora para evitar que

117
se pusiera nerviosa, y entre las ramas, tirado en el suelo, pudo reconocer que una
de las tres personas que estaban cerca era Rosalba, la curandera, que estaba
conversando con las personas que caminaban con ella. Tal vez, como Mariela,
Rosalba salía en busca de plantas, pensó Francisco, quien luego cambió de parecer
y creyó que Mariela ya habría notado que ellos no estaban en la casa y Rosalba,
junto a esas otras personas, estarían entonces ayudando a darles captura de nuevo.
Infortunadamente para los jóvenes, a la orilla de la quebrada empezaron a llegar
más personas que se unieron al pequeño grupo de Rosalba. Todas llevaban
linternas o lámparas, reían y conversaban acerca de sus asuntos. Parecían
simplemente estar disfrutando de la noche. Francisco cayó en cuenta de que nadie
en el grupo nombraba a Flora o a él. Esto le hizo pensar que el grupo de personas
no los estaban buscando. Además, entre esas personas, que eran unas seis,
Francisco no distinguió a Mariela o a José, lo que lo alivió aún más. Flora estaba
hecha un manojo de nervios y empezó a sollozar. Francisco temió que alguien
escuchara el llanto de Flora o que ella saliera corriendo presa del miedo, dejándolos
al descubierto. Para evitar esa posible situación, Francisco la agarró fuertemente
con uno de sus brazos y le tapó la boca con su otra mano. Una persona más llegó
para unirse al grupo, pero Francisco no logró distinguir quien era. Este nuevo
integrante llevaba puesto un abrigo con capota que le cubría el rostro. Luego todos
permanecieron en silencio absoluto, apagaron las linternas y empezaron a sentarse
en diferentes lugares cerca de la quebrada. Francisco levantó nuevamente la mirada
para seguir el paso de lo que ocurría a su alrededor y poder encontrar el momento
oportuno para tratar de escabullirse con Flora de donde estaban para ocultarse en
el guadual. Justo en el instante en que él levantó la mirada, una luz azul muy
brillante y cegadora que salía de entre el guadual lo alumbró. La luz provenía del
guadual que estaba frente a la quebrada a no más de siete metros de distancia de
donde estaban Flora y Francisco. Gradualmente la luz se fue haciendo grande y
más intensa hasta poder alumbrar una porción importante de la zona. Al tiempo
que la luz iba abarcando todo el lugar, dejaba a Francisco y Flora al descubierto.
Ellos de inmediato salieron corriendo con la intención de internarse en el bosque y
estar fuera del alcance de quien les estuviera alumbrando, pero antes de que lo
lograran, las personas en la orilla de la quebrada ágilmente les salieron al paso
bloqueándoles el camino. Antes de que pudieran cambiar la ruta de escape, se
vieron rodeados y sin escapatoria. Francisco, quien no soltaba la mano de Flora,
solo podía gritar ofuscado a estas personas para que no se les acercaran. El joven
trataba de ver las caras de los que les rodeaban, pero la luz era tan brillante que no
era posible distinguirlos. Una de las personas del grupo, la que más de frente estaba
a los jóvenes, avanzó lentamente hasta ellos y extendió la mano a Flora.

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–Ven, todo va a estar bien –dijo el extraño a Flora.
Ella, que estaba aterrorizada, quiso darle la mano a esta persona, pero Francisco
se lo impidió. La puso detrás suyo y gritó que se largaran, que los dejaran en paz,
que si se acercaban más los lastimaría. Haciendo caso omiso a las amenazas de
Francisco, la persona continuó con la mano extendida esperando a que Flora la
aceptara. El viento soplaba fuerte, el cielo relampagueaba, parecía que se
aproximaba una tormenta. Francisco continuaba sosteniendo fuerte la mano de
Flora para que ella no flaqueara por temor. Le preguntó que si reconocía a esas
personas y Flora lo afirmó con la cabeza.
–Reconozco sus voces. Ellos me trajeron hasta este lugar para sanar mis heridas
–dijo Flora sorprendiendo a Francisco que nunca antes le había escuchado la voz–.
La mujer que extiende la mano se llama Victoria. No necesitamos escapar, por lo
menos yo no tengo la intención o la necesidad de hacerlo.
Luego le dio un beso a Francisco en la mejilla y le agradeció por la buena
intención al tratar de ayudarla. Luego tomó la mano de la persona que ella
identificó como Victoria y soltó la de Francisco, que intentó retenerla, pero no
pudo porque estaba sin fuerzas para continuar apretando su mano. Francisco solo
pudo observar a Flora que se iba alejando y como la luz se iba tragando su silueta
hasta desaparecerla por completo. Desde el foco de la luz entre los guaduales salió
alguien que caminó de frente al grupo que rodeaba a Francisco. Más que ser
alguien realmente era como la sombra de alguien, la luz no permitía que Francisco
lograra distinguir claramente aquella sombra. Las personas que lo rodeaban una a
una se fueron sentando como antes estaban. Francisco quiso moverse del lugar,
pero el intento fue infructuoso. Volvió a intentarlo, pero su lucha por escapar no
daba resultados. Estaba inmóvil y lo único que lograba era agotar sus energías.
Francisco sintió una mano helada que lo retenía mientras tocaba su rostro y al
instante ese frío congelante recorrió todo su cuerpo. Quiso gritar, pero ningún
sonido salía de su garganta. Por segunda vez Francisco estaba sintiendo aquel
miedo. Cerró los ojos por unos segundos con la esperanza de que al abrirlos todo
hubiese desaparecido, pero al abrirlos, pegados a su cara estaban unos ojos grandes
y alargados que le aterrorizaron. Era un rostro sonriente y de mirada pícara que se
acercó más y más, hasta alcanzar con su boca el oído de Francisco.
–No es necesario que luches –le dijo la extraña figura–. Es mejor parar de hacer
eso. Yo solo soy el reflejo de tus propios miedos. Soy lo que quieres ver.
El aliento tibio que salía de esa boca erizó la piel de Francisco. Nuevamente el
rostro estaba de frente a Francisco, le siguió sonriendo y empezó a transformarse
en algo más. Ahora Francisco tenía frente a sus ojos a una joven pálida, de cabellos
negros y mirada serena que tenía una gran herida en la frente de la que brotaba

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sangre que lentamente rodaba por el rostro de la joven. Ella empezó a caminar
hacia atrás sin dejar de mirar a Francisco, que inexplicablemente empezó a
experimentar un sentimiento de incontrolable y profunda tristeza. Al igual que
Flora, la imagen de esa joven se desvaneció absorbida por la potente luz azul que
dejó de brillar al tiempo que la joven desaparecía. El viento continuó soplando y
Francisco podía escuchar el sonido tempestuoso que movía todo a su paso,
produciendo a su vez una hermosa mezcla de sonidos que lo arrullaban. Con la
mirada puesta en el cielo, pudo ver como se iluminaba todo con el resplandor
momentáneo producido por cada poderoso relámpago. Era como una coordinada
y fantástica danza de luz sobre su cabeza. Con sus pies sobre el suelo podía sentir
la tierra húmeda y suave que lo rozaba dando la sensación de una tierna caricia. La
experiencia era tan agradable que Francisco empezó a hundir cada vez más sus pies
en la tierra, hasta sentir que todo su cuerpo gozaba de tan maravillosa sensación.
Consumido completamente en sus pensamientos, Francisco sintió un delicado
rocío que mojaba su rostro y cuando ya empezaba a amanecer, él, absolutamente
cansado, se durmió tranquilamente sobre la hierba mojada a la orilla de la
quebrada.

**
Flora estaba escondida cerca de la quebrada detrás de unas piedras grandes.
Sollozaba descontrolada y temblaba de frío. Estaba desnuda, todo su cuerpo tenía
pequeños cortes que se había hecho con la maleza mientras corría en el bosque en
busca de un lugar donde pudiera esconderse. Sus pies también estaban maltratados
por las piedras y las espinas de algunas plantas que pisó mientras corría. Una herida
en su cabeza no dejaba de sangrar, pero eso no importaba porque la aterrada Flora
necesitaba ocultarse para salvar su vida. Dos hombres la venían persiguiendo sin
darle tregua. Ella se ocultó en medio de dos grandes piedras que estaban en la
mitad de la quebrada. Con medio cuerpo dentro del agua, allí permaneció por
horas hasta cuando empezó a oscurecer y cuando ella creyó que los dos hombres le
habían perdido el rastro. Con su cuerpo débil a punto de colapsar, hizo un
monumental esfuerzo para salir de la quebrada. El esfuerzo que hizo era más
grande que el mismo dolor de sus heridas y, pese a todo, logró salir y ponerse a
salvo. Caminó en dirección al bosque para seguir fuera de la vista de sus atacantes,
previendo que estos regresarán a buscarla. Oculta tras unos árboles vio un pequeño
sendero al lado de donde ella estaba y decidió cruzarlo para luego ocultarse en un
guadual en ese lado. Cuando estaba cruzando el sendero, Flora sintió que algo la
golpeaba. El impacto lo sintió entrar tibio y punzante por su espalda y cayó contra
el suelo golpeando sus rodillas y manos. A rastras trató de continuar cruzando el

120
sendero. Podía escuchar como unos pasos se acercaban a ella para luego sentir que
un pie se posaba fuerte sobre su espalda. Los dos hombres que la habían estado
persiguiendo finalmente la habían atrapado. Nunca la habían perdido de vista. Solo
en su juego macabro le habían hecho creer a Flora que había logrado escapar.
Actuaban como la fiera que espera paciente a su presa para luego cazarla. Uno de
los hombres la tomó por el cabello y la levantó del suelo mientras el otro sacaba de
su espalda la flecha que le habían disparado la cual se había clavado tan
profundamente en una costilla que cuando quisieron sacarla, la punta se rompió.
Era noche de luna llena, lo que le permitió a Flora ver los rostros de sus atacantes
por ultima vez. Los hombres ahora estaban discutiendo y gritándose por la torpeza
de uno de ellos al romper la punta de la flecha que había quedado dentro del
cuerpo de Flora. Por el sendero donde estaban los dos hombres y Flora, unas
personas venían cuesta arriba. Eran probablemente campesinos que habían salido
tarde de su labor, pensaron los atacantes de Flora que de inmediato ocultaron el
cuerpo entre el guadual pensando que ella ya estaba muerta. La gente en el camino
no avanzaba, solo entraban y salían del camino como buscando algo. Los hombres
desesperados y nerviosos caminaron al otro lado del sendero en dirección al lugar
de donde habían venido y se ocultaron a esperar que los campesinos terminaran de
cruzar. Esos campesinos y otros en la vereda de Pico Blanco, en el lado de las
tierras de los Suárez, salían en busca de plantas y animales que cazar en la noche de
luna llena. Era una actividad tradicional de la vereda. Aquel grupo de campesinos
estaba compuesto por hombres y mujeres de mediana edad que charlaban, reían y
tomaban guarapo parados a la orilla del sendero. Al grupo se le unieron unas dos
personas más que habían llegado cuesta abajo. Los dos atacantes de Flora
decidieron irse para evitar ser vistos y regresar un rato después para sacar el cuerpo
de la joven de los linderos entre la hacienda Los Arroyos y la hacienda Los Caciques,
con tan mala suerte que esa noche, antes de que ellos pudieran regresar, Flora sería
encontrada por Mariela que, en un último intento por hallar su Cordelia Dorada,
terminó hallando a la muchacha agonizante. Flora se convirtió sin pensar en su
Cordelia Dorada, diría después Mariela, convencida de que aquella muchacha era la
flor que buscaba con tanto esmero. Si encontraba aquella rareza de la naturaleza,
ella lograría hacer contacto con Zahimu, quien, según Eugenia, era la flor favorita
de la chica bonita que habitaba el guadual y que solo crecía cerca del portal por
donde salía Zahimu cuando esta estaba dispuesta a hacer contacto. Zahimu era la
única esperanza que tenía Mariela para encontrar a Carmen e Isabel. El dolor
padecido por Flora había atraído a Zahimu que dormía plácida y profundamente
desde hacía más de 40 años. El espíritu del guadual como se refería Mariela a
Zahimu, pudo sentir a través de Flora que el sufrimiento nuevamente se posaba en

121
sus tierras, y como el guerrero que se prepara para la batalla, Zahimu estaba lista
para pelear una nueva batalla. Convencida de que Flora era su Cordelia Dorada,
Mariela la ayudó y empezó a alistar todo para el encuentro con Zahimu, lo que
incluía traer de vuelta a Eugenia a la hacienda. También tuvo que reunir un grupo
de personas adecuadas entre las que debería haber alguien que, a pesar de la duda,
el miedo y la desesperanza, luchara valientemente por encontrar la verdad como lo
había hecho un día Leonor. Por eso, cuando Mariela descubrió que todas esas
cualidades las cumplía a cabalidad Francisco, quien se hospedaba en su casa
deseoso de encontrar a sus amigos, puso a prueba la valía del muchacho.
Confirmando que sí sería este quien podría completar el círculo de personas que
darían la bienvenida a Zahimu, bienvenida que liberó a Flora del miedo y del dolor,
llevándola a un lugar donde su espíritu nunca más sintió miedo y descansó
regocijándose con las maravillas de un nuevo universo. La noche en que Francisco
perdió a Flora y se encontró con Zahimu, justo después del encuentro, se desató
una borrascosa tormenta que duró varias horas. La tormenta hizo que la quebrada
se creciera desbordándose en el curso que pasa por la hacienda Los Arroyos. La
potencia del agua arrasó con gran parte de los cultivos y derribó la parte antigua de
la casa principal de la hacienda dejando al descubierto un sótano de donde se
pudieron liberar nueve jovencitas, entre las que estaban Carmen e Isabel. Las
jóvenes, de la mano de Zahimu, una a una salió del antiguo y hediondo pozo que
estaba oculto en el sótano de la casa y caminaron junto a él estrepitosas como la
borrasca de esa noche destruyendo todo a su paso hasta encontrar a los dos únicos
habitantes de la casa aquella noche. Los ocupantes de la casa esa noche eran Rafael
y Alejandro Duarte. Este último, sobrino de Rafael, ambos miembros de la familia
propietaria de la hacienda Los Arroyos y responsables del horripilante cautiverio al
que habían sido sometidas todas. Juntos habían mantenido ocultos los cuerpos de
las jovencitas en el pozo hasta el día que la sangre de Flora fue absorbida por la
tierra donde habitaba Zahimu desatando de este modo su voraz furia que sin
compasión descargó en contra de los desalmados hombres cuando los encontró.
Ya cuando amanecía, Francisco se despertó en medio de un cafetal un poco
aturdido, pero recordaba claramente haberse desmayado a la orilla de la quebrada.
Él no tenía ni la más mínima idea de cómo había llegado hasta allí, pero eso no le
importaba. Francisco se puso de pie, sacudió su ropa y empezó a buscar la salida
del cafetal. En ese momento, cuando él empezaba a caminar, escuchó a unos
campesinos que pasaban corriendo por el sendero cercano a donde él estaba. La
gente iba en dirección a la hacienda Los Arroyos.
–¡Rápido, es un desastre! ¡Dios mío, es una tragedia! –decían los campesinos.

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Francisco alargó el paso y pudo alcanzar a estas personas. Interesado por saber
qué era lo que pasaba, los siguió hasta la hacienda Los Arroyos. La propiedad estaba
llena de lugareños horrorizados que hablaban del hallazgo en el pozo y todos los
destrozos que había provocado el desbordamiento de la inofensiva quebrada. Las
personas entraron en lo que quedaba de la casa en busca de Rafael y Alejandro,
pero no los hallaron. No estaban por ningún lado. Era como si el mismo río se los
hubiese tragado. Francisco observaba en silencio el gran desastre frente a sus ojos
sin mostrar siquiera un poco de lástima por lo ocurrido. Recordaba perfectamente
lo que había pasado la noche anterior, por lo que el desastre que observaba en
lugar de impresionarlo lo llenó de satisfacción, gozo y tranquilidad. Finalmente,
todas las mujeres habían sido halladas. Estaban libres y quizá en compañía de
Zahimu habitando un universo paralelo al suyo donde el tiempo para ellas sería
otro tiempo. Francisco había completado la tarea que Leonor un día había iniciado,
ahora él sentía el placer de la labor culminada.
En las tierras de los Duarte nuca nadie más volvió a sembrar y la casa fue
demolida por completo. El resto de los Duarte jamás regresaron a Pico Blanco.
Después de aquella borrascosa tormenta que limpió la tierra contaminada por el
dolor de los inocentes, en la vereda nunca más se ha vuelto ver llover de esa
manera. El clima en general es amable y generoso con todos sus habitantes. Es una
región tranquila, fértil, rodeada de grandes montañas y extensos prados, bañada
por dos ríos que completan el paisaje. Es tierra de gente amable, alegre y
trabajadora.
» De esa manera, Esther finalizaba por fin la historia que venía contando por
dos semanas a sus estudiantes, y al terminar pidió a sus alumnos traer comentarios
acerca de la historia que ella acababa de relatar.
–Espero que hayan prestado atención chicos –dijo Esther a los estudiantes–.
Les recuerdo que, adicional a sus comentarios, deberán traer su propio relato para
la siguiente clase y así poder iniciar el proyecto de literatura del semestre.
Ana, una chica de trece años alumna de Esther levantó la mano para pedir la
palabra.
–Profe ¿la historia para la siguiente clase tiene que ser inventada? –preguntó
Ana y continuó–. Es que yo tengo varias, pero todas son cosas que sí pasaron.
Esther tomó la palabra nuevamente y le aclaró a Ana y al resto de alumnos que
lo más importante era que la historia lograra contar algo de la cotidianidad, las
costumbres, la historia y la tradición de los pueblos. Que el relato fuera clasificado
como real o mera fantasía era decisión de cada uno. La misión de la maestra de la
vereda de Pico Blanco no se limitaba a impartir la cátedra tradicional, ella deseaba
mantener viva la tradición oral y cultural de su pueblo, sobre todo la memoria

123
histórica a través de esas actividades con sus estudiantes. De paso, crear conciencia
en sus jóvenes estudiantes. Esther preguntó si alguien más tenía dudas y al no
haber más preguntas la clase terminó y los estudiantes empezaron a salir del salón
de clases en medio de la algarabía que acostumbraban a armar cada día al salir.
Mientras tanto, de espalda a la puerta del salón Esther guardaba unos libros y
carpetas en su bolso de trabajo. Concentrada en esa tarea, Esther escuchó una voz
conocida.
–Definitivamente es la mejor relatando historias –dijo la voz.
Esther se giró emocionada apenas escuchó esa voz. Dejó de empacar sus cosas
y movió suavemente la cabeza de lado a lado. Luego avanzó hasta donde estaba su
viejo amigo y le dio un fuerte abrazo, gesto que Francisco correspondió tan
emocionado como Esther.
–Ese nombre de “Mariela” no está mal para recrearse en la historia –le dijo él.
–¿Cuánto tiempo llevaba escuchando? –Preguntó ella –, y Francisco le dijo que
llevaba parado ahí afuera lo suficiente para reafirmarla como la mejor narradora de
historias y la mejor nueva maestra de la región.
–Esperaba verlo esta tarde en la casa de la hacienda –dijo emocionada Esther–.
Por lo menos fue lo que me dijo José esta mañana cuando salí.
–Ya sabe que José es bueno guardando secretos –dijo jocosamente Francisco.
Después de saludarse y bromear un poco, los amigos salieron abrazados de la
escuela y caminaron como en otros tiempos por uno de los senderos de la vereda
en dirección a la casa de Esther, donde seguramente los esperaba José con una
caliente y fresca taza de café.

**
La misma mañana en la que Francisco tenía ante sus ojos la verdad que se
ocultaba en el pozo de Los Arroyos, José estaba solo en la casa horneando el pan y
tostando granos de arroz para preparar té. Quería tener el desayuno listo antes de
que Esther y Francisco llegaran de su travesía nocturna en la montaña. Él estaba un
poco preocupado por sus amigos ya que la tormenta de la noche anterior había
sido muy fuerte y ellos aún no regresaban. No saber cómo habían amanecido
Esther y el joven Francisco llenaba su cabeza de inquietantes pensamientos. Para
distraerse un poco mientras esperaba y hacía el quehacer, José prendió la radio que
anunciaba como noticia principal la aparición de tres estudiantes de periodismo
que habían estado desaparecidos. Los estudiantes llevaban unos tres meses sin dar
señales de vida. Nadie sabía de su paradero hasta que unos lugareños se los
encontraron caminando por unas trochas remotas al sur del país. Los estudiantes

124
habían sido reportados como desaparecidos por sus familiares, que en sus primeras
declaraciones a las autoridades y a la prensa dijeron siempre que los jóvenes habían
ido de excursión. Cuando en realidad, como se supo después, estaban intentando
hacer un reportaje a uno de los comandantes e ideólogos del grupo guerrillero que
operaba en la zona sur del país. Los jóvenes eran Laura Quintana, Natalia Linares y
Raúl Guzman, que no solo habían logrado la hazaña de hacer el reportaje al
escurridizo comandante, sino que, además, felizmente regresaban sanos y salvos
para contar el cuento. El tiempo que pasaron internos en la zona montañosa se les
notaba en el semblante. Estaban delgados, sus cabellos estaban maltrechos, tenían
la piel seca y amarilla, en sus brazos también se podían ver muchas picaduras de
mosquitos. Sus caras dejaban ver el agotamiento físico que les provocó el largo
recorrido que tuvieron que hacer para llegar al sendero donde fueron encontrados.
Habían sido muchos días de caminar entre el monte y noches durmiendo a la
intemperie.
–Fue una dura, larga y peligrosa travesía –dijeron los estudiantes a los medios
de comunicación.
Las entrevistas y grabaciones en su poder prometían ser una exclusiva cargada
de delicada información, decían en la radio. Ahora los ojos del país estaban puestos
en los estudiantes y su arriesgada aventura tras el reportaje.
Lo que escuchó José esa mañana lo dejó pasmado. En la radio estaban
hablando de los amigos de Francisco. No había duda de ello.
«Pero ¿cómo fue que llegaron hasta el sur?» se preguntaba José mientras le
subía el volumen a la radio para seguir atento la noticia. José estaba emocionado
pensando en la alegría que le causaría a Francisco enterarse de la buena noticia.
José continuó con el quehacer sin quitarle el oído a la radio y ansioso por ver llegar
a Francisco.
Al tiempo que José esperaba en casa y escuchaba la radio con total
desconocimiento de lo ocurrido en la hacienda vecina, la policía y grupos de
rescate llegaban a la hacienda Los Arroyos a atender la emergencia provocada por la
borrasca. Las autoridades recién podían llegar a la vereda luego de recibir la alerta
de emergencia emitida por la población en horas de la madrugada. El
desbordamiento de la quebrada les había impedido el paso por varias horas. Era
riesgoso atender la emergencia en esas circunstancias, por lo que la decisión fue
esperar hasta que las condiciones mejoraran. En las tierras de los Duarte todo
estaba cubierto de lodo. Había grandes ramas y piedras que trajo con sigo la
borrasca. Solo hasta estar en el lugar las autoridades y organismos de rescate
pudieron dimensionar la potente fuerza con la que bajó el agua. Al llegar las
autoridades, los lugareños, que ya estaban en la hacienda, de inmediato los pusieron

125
al tanto de lo ocurrido. Especialmente de un escalofriante hallazgo en el viejo pozo
de la casa y otro en uno de los senderos de la hacienda. Tales descubrimientos
tenían a todos desconcertados y, por supuesto, muy asustados. La pequeña
comunidad estaba alterada. La presencia del cadáver de una mujer joven que nadie
conocía tirado en el sendero, sumado a otros encontrados en el viejo pozo, eran
una realidad que aterró no solo a los campesinos. Las autoridades estaban atónitas
tras confirmar lo que decían los campesinos. En la región jamás se había visto tan
escalofriante escena. Pero se le debía hacer frente a los crudos acontecimientos por
lo que al instante los policías acordonaron el área y sacaron del lugar a todos los
curiosos. El comandante de la policía local sabía que no contaba con el personal y
equipos adecuados para proseguir con la delicada diligencia. Por tal razón, pidió
apoyo a la autoridad central que no tardó en responder y en delegar
inmediatamente la tarea a un grupo de investigación de la capital comandado por el
detective Juan Ballesteros.
Los agentes de la capital se encaminaron rápidamente a la vereda e iniciaron la
investigación. Pusieron en custodia toda la hacienda que era su principal fuente de
evidencia. Para ellos era el principal escenario donde ocurrieron los crímenes. La
actividad policiaca y de investigación puso a algunos empleados tras las rejas en los
primeros días, por sospecha de su participación en los crímenes. Al menos eran
cómplices en el secuestro de las jóvenes. Otros solo fueron interrogados y puestos
en libertad de inmediato al demostrar que nada sabían sobre los crímenes. Algunos
habitantes de la vereda fueron libremente a dar testimonio de cosas que pensaron
podían ayudar a los investigadores. Con el apoyo de la población y, por supuesto,
por la oportuna e impecable labor de Ballesteros y su equipo, una semana después
de los hechos lograron localizar y dar captura a Rafael y Alejandro Duarte que
estaban tratando de huir del país por vía terrestre. Con los Duarte en custodia,
Ballesteros estaba más tranquilo recolectando la evidencia que le entregaría al fiscal
del caso. Los análisis forenses realizados a los cadáveres, especialmente el de
“Flora”, la muchacha que encontraron en el sendero quien sería identificada como
Rocío Villamizar, arrojaron una valiosa cantidad de información. Era evidencia
fuerte que inculpaba a los Duarte y que se adjuntó a las declaraciones de sus
temidos colaboradores. El cuerpo de Flora estaba mejor conservado al ser la
víctima más reciente y una de las evidencias indiscutibles fue la punta de oro de
una flecha que estaba incrustada en una costilla del cuerpo. Aquella punta tenía
grabado el sello oficial de los Duarte, el mismo que usaban como marca de sus
productos cítricos en el mercado. Las flechas eran fabricadas exclusivamente para
la familia en una antigua orfebrería de la capital desde hacía años por orden de
Rafael. Los dueños de la orfebrería, al enterarse de los hechos, ofrecieron su

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colaboración total a la investigación. El cuerpo de Flora presentaba señales de
violación, que durante el juicio la defensa de los Duarte negaría. Las muestras
biológicas que se recolectaron cuidadosamente del cuerpo de Flora se enviaron a
un laboratorio en la capital donde hallaron ADN únicamente de Alejandro Duarte.
Cada evidencia que se recolectaba sin lugar a dudas apuntaba a los Duarte como
ejecutores de los horribles crímenes y a tres de sus empleados como cómplices y
facilitadores de los hechos. Los empleados a su vez subcontrataban gente para que
consiguieran sus víctimas lejos de Rio Negro y así no alborotar la población como
en otro tiempo había ocurrido ya. Personas sin escrúpulos como Jacinto habían
llevado a cabo tan perversa tarea y a las que Ballesteros también dio captura.
Aquella mañana, mientras se daba inicio al desarrollo de la investigación,
Francisco regresó a la casa en compañía de Esther, con quien se había encontrado
en la hacienda Los Arroyos. Poco fue lo que conversaron mientras regresaban a la
casa. Estaban cabizbajos porque era como los había dejado el enfrentar la macabra
verdad. Sin embargo, en un momento Francisco le preguntó a Esther:
–¿Usted estaba sentada con los demás en la orilla de la quebrada? –Francisco
parecía confundido–. ¿Cómo es que Flora está muerta? –La expresión que dejaba
ver el pobre rogaba respuestas con las que él lograra ajustar sus recuerdos y darle
una explicación a lo ocurrido.
Esther tomó la mano de Francisco y le dijo que habían hecho lo correcto, que
su memoria poco a poco le iría dando las respuestas que tanto necesitaba. Fue todo
lo que comentó Esther. Después solo quiso caminar en silencio pues lo acontecido
la noche anterior la tenía aturdida. Posteriormente ella se sentiría mejor ya que todo
lo ocurrido ayudó a liberar tensiones emocionales que ella y su familia cargaron por
muchos años privándolos de vivir verdaderamente libres. Saber la verdad de
Carmen e Isabel extrañamente también le produjo una profunda tristeza a Esther,
quien había conservado siempre una mínima esperanza de encontrar a sus tías en
otro lugar y en circunstancias menos dolorosas. Le tomaría tiempo no solo a ella,
sino al resto de la familia aceptar la realidad para poder hallar paz y equilibrio. Lo
necesitaban para estar fuertes y enfrentar los demonios que un día se toparon de
frente con Carmen e Isabel y las mantuvieron 40 años encerradas en la humedad y
oscuridad del viejo pozo.
Cuando por fin Esther y Francisco llegaban a la casa, José estaba feliz de verlos,
pero por sus caras sospechaba que algo importante finalmente había ocurrido. Él
no quiso preguntar nada. Tan solo los abrazó. Luego fue a buscar un suéter de lana
que le pasó a Esther para que se cambiara el que traía puesto porque estaba
húmedo. Los dos parecían extenuados. José les ofreció algo para tomar y los dos

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aceptaron el té de arroz tostado y canela que José preparaba. Mientras bebían el té,
Esther miró por fin con ojos de felicidad a José y se soltó en un llanto infinito.
–¡Por fin están libres! –dijo Esther con una enorme sonrisa y lágrimas en sus
ojos–. Estoy segura de que donde están ahora son felices. Gracias amigo, gracias
por siempre.
Esther tomó de la mano a José que también estaba emocionado y con lágrimas
rodando por el rostro. Él sabía perfectamente de lo que hablaba Esther, no
necesitaba de muchos detalles para entender que la gran noche había pasado.
Francisco no pronunciaba palabra, solo miraba a sus acompañantes. No quería
decir nada porque él también estaba emocionalmente afectado por todo lo que
experimentó. Aunque quisiera anteponer todas sus creencias por encima de lo que
vivió la noche anterior y los días antes, sus recuerdos, que ahora se iban haciendo
más claros, le decían que estaba equivocado. Con la firme intención de alegrar la
mañana, José interrumpió el emotivo momento y dijo a todos lo que en la radio
anunciaban como noticia de gran importancia.
–¡Sus amigos también regresaron! Estoy seguro de que son ellos, muchacho –
dijo José mientras ponía su mano en la cabeza de Francisco y le rebotaba el pelo,
como festejando la buena nueva.
–¿Qué dice? –preguntó Francisco que no escuchó bien seguramente por lo
sorprendentes que eran las palabras de José.
José no solo lo repitió, sino que sintonizó la radio en la emisora de noticias que
todavía seguía hablando de la llegada de los estudiantes. Francisco lo escuchaba y
no salía de su asombro. Era como si no hubiese escuchado nada. No reaccionaba.
Estaba conmocionado con tanto que procesar en su cabeza al mismo tiempo.
–Esta es una gran noticia, querido –dijo Esther abrazando a Francisco quien
seguía sin reaccionar.
Él se puso de pie, abrazó y besó a todos. Luego fue al patio de la casa. Afuera
pudo ver el esplendor de la mañana, el sol calentaba agradablemente todo lo que
iluminaba, el sonido de la naturaleza era melodioso, todo ahí afuera expelía un
armonioso aroma. Todas esas maravillosas sensaciones le permitieron saborear el
exquisito gusto que tiene la momentánea y esquiva felicidad. Francisco se puso sus
manos en el cuello, miró hacia arriba y solo dejó desahogar su alma.
–¡¡¡¡Ahhhhh!!!!, ¡¡ Ahhhh!!” gritó por unos segundos.

**
Los meses pasaron y el caso del pozo siniestro, como la gente se refería al caso
contra los Duarte, estaba listo para ser llevado ante el juez. La tenacidad de la fiscal
Katherine Vélez junto a la montaña de evidencia y testimonios en contra de los

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Duarte, reunida por Ballesteros y su equipo, no daba lugar a dudas de su
culpabilidad. Por fin a todas las jóvenes halladas en el pozo que habían sido
secuestradas, torturadas y asesinadas por ellos se les haría justicia. «Eran unos
cazadores de mujeres que disfrutaban viendo a sus víctimas correr aterrorizadas
con la esperanza de salvar sus vidas» decía la fiscal Katherine Vélez cada vez que se
refería a los acusados ante los medios de comunicación. La horrible cacería la había
iniciado Rafael en sus años de adolescencia cuando se encontró con las niñas
Suárez perdidas en el bosque. El perturbado muchacho decidió que era más
divertido asustarlas y luego cazarlas que ayudarlas a encontrar el camino de regreso
a casa. Después de cometer tan atroz crimen no sintió remordimiento alguno, solo
lanzó los cuerpos al pozo en desuso que había oculto en el sótano de su casa y fue
todo. Pasaron varios años antes de que Rafael volviera a cometer otro crimen, pero
durante ese tiempo no dejó de pensar en el placer que le causaba cazar y asesinar
mujeres o bello espécimen como él mismo decía cuando se refería a sus víctimas. Ya
convertido en un hombre de mediana edad no pudo contener más sus ansias de
cazar y se dio sus mañas para encontrar una nueva víctima. Secuestrar por segunda
vez le había costado mucho esfuerzo y por poco lo descubren. Los tiempos habían
cambiado y ya no era fácil secuestrar a las jovencitas, por lo que, confabulado con
malandrines a los que les daba una buena paga, lograba tener sus presas sin correr
riesgos. Rafael, el mayor de los Duarte, nunca se casó ni tuvo hijos. Solo dedicaba
su tiempo al negocio familiar. Los hermanos, sin saber las verdaderas motivaciones
de Rafael, le habían confiado todo el trabajo de la hacienda luego de la muerte del
patriarca de la familia. Rafael conocía muy bien la actividad agrícola que su padre le
había enseñado y que sus hermanos evitaron aprender. Cultivar el campo era su
especialidad y además decía disfrutar del trabajo duro que daba la tierra. Los
familiares de Rafael, que dijeron no sospechar nada acerca de la actividad criminal
de este, vivían en la ciudad dedicados a manejar la parte administrativa del negocio
y ocupados en sus propias vidas. Muy pocas veces iban a las tierras de cultivo.
Alejandro, el sobrino, era un muchacho problemático que después de muchos
intentos fallidos de sus padres por enderezarle el camino decidieron enviarlo a la
hacienda. Pensaban que, alejado un tiempo de los vicios de la ciudad y rodeado de
la tranquila pero laboriosa vida del campo, el muchacho lograría cambiar su mal
comportamiento. Lejos estaba el cambio que esperaban los padres de Alejandro,
pues el ojo criminal de Rafael logró detectar que su sobrino dentro de su ser tenía
algo que lo convertiría en el compañero perfecto para sus ratos de cacería. Los
abogados de la familia lograron evitar que durante el juicio Alejandro tuviera que
subir al estrado a rendir declaración. La petición fue aceptada por el juez teniendo
en cuenta que el joven acusado era menor de edad, pero Rafael no pudo evitar

129
enfrentarse a la fiscal del caso. En sus declaraciones Rafael solo negó haber
abusado sexualmente a las jóvenes. Dijo que eso solo pasó con la última porque su
sobrino no logró contenerse. Por lo demás, cada cosa que decía encajaba tal cual en
la investigación del caso. Adicionalmente, Rafael, en un acto de orgullo demencial,
aclaró que su primera víctima había sido Victoria, la empleada bonita de los Suárez.
Declaró que la muchacha le gustaba, que él la seguía por los senderos, pero nunca
se atrevió a declararle sus sentimientos y menos se atrevió hacerle nada por temor a
ser descubierto por algún labriego.
–Por esos días yo era un jovencillo nervioso y tímido. No tuve valor para
decirle lo mucho que me gustaba –dijo Rafael.
Comentó también que un día, cuando toda la vereda estaría reunida en la
capilla, él decidió esperar a Victoria para seguirla para luego enfrentarla y decirle lo
que sentía. Como Victoria no salía de la hacienda él fue a ver qué pasaba y vio
cuando ella iba a un pequeño cuarto afuera de la casa. La siguió hasta el cuarto y la
observó por las rendijas de la puerta mientras ella se cambiaba. Emocionado por
verla desnuda, perdió el control e hizo ruido, ella lo descubrió y empezó a gritar.
Él, muy asustado, entró para tratar de calmarla, pero todo se salió de control. La
estrujó y ella cayó al suelo golpeándose fuerte la cabeza al caer. Rafael dijo que
estaba muy asustado, pero al mismo tiempo experimentaba una sensación de placer
apretando el cuello y sintiendo contra su piel la suave y tibia piel de Victoria. En
medio de todo, él escuchó que alguien se acercaba y entonces soltó a Victoria y
echó a correr. Mientras se escabullía entre sombras logró reconocer la silueta del
viejo Alfredo Suárez que se acercaba lentamente al cuartucho. Esa misma noche
quiso regresar para ver qué pasaba en la hacienda vecina, pero tuvo miedo y
además estaba lloviendo. Solo volvió a saber de ella cuando la encontraron muerta
debajo de una piedra años más tarde.
–No sé cómo Victoria llegó a estar debajo de esa piedra. Pensé que estaba
muerta cuando la deje en el cuartucho. Tal vez el viejo Alfredo al verla creyó que lo
culparían y ocultó el cuerpo –declaró Rafael y no volvió a pronunciar palabra.
Todos en la sala se quedaron sin aliento al escuchar como Rafael contaba
aquellos hechos sin mostrar emoción alguna. No había ni el más mínimo asomo de
arrepentimiento o culpa. Hablaba como si se tratara de cualquier actividad rutinaria
en la vida de cualquier persona.
El Juez, atento y sin escandalizarse por los detalles de los hechos, escuchó
todos los testimonios. Tomaba notas y ordenó un descanso cuando las partes en el
juicio terminaron sus declaraciones. Un par de horas después, cuando el juez
retomó la diligencia, declaró en la sala del juicio culpable de todos los cargos a
Rafael, condenándolo a cadena perpetua sin derecho a libertad condicional.

130
Alejandro fue condenado a un mínimo de 30 años de prisión, con posibilidad a
libertad condicional pasados 20 años por su participación activa en el caso de
Flora. Por encubrir a Rafael, ocultar evidencia y tratar de fugarse le dieron 15 años
más. La sala, que estaba desbordada de gente, entre ellos los familiares de las
víctimas que celebraron eufóricos la condena dictada por el juez, fue todo un caos
luego del veredicto final. Con los Duarte privados de su libertad, por fin las
familias de todas las víctimas encontraron algo de paz al saber la verdad y poder
cerrar tan doloroso capítulo de sus vidas. Como todos en la sala, los Suárez
también se pudieron quitar el peso de la zozobra que los abatió por años al no
saber de Carmen e Isabel. Carlos y Esther Suárez asistieron a todo el proceso en
representación de las niñas Suárez. Apenas escucharon la condena se dieron un
fuerte abrazo y aplaudieron el castigo ejemplar impuesto por el juez. Sus caras de
satisfacción eran indescriptibles. Se les dibujó una sonrisa en el rostro que nunca
jamás volvieron a perder. Minutos después, dejaron la sala y fueron en busca de
Eugenia que prefirió mantenerse al margen del perturbador juicio.
Francisco asistió a todas las audiencias que se llevaron a cabo en el caso. Asistió
como testigo y como espectador, colaboró activamente con Ballesteros y la fiscal
Katherine Vélez cada vez que ellos lo requirieron. Todo el proceso de investigación
y juzgamiento había durado más de un año. Era agotador, pero siempre estuvo
dispuesto a ayudar. No tuvo mucho tiempo para verse con Esther puesto que
adicionalmente estaba ocupado con su trabajo de consultor inmobiliario y con el
regreso de Laura. Él y Laura se vieron pasada una semana luego del retorno de ella
y los demás. Fue un emotivo encuentro en su lugar favorito para tomar café. Él le
contó que al ir a buscarla a Pico Blanco terminó descubriendo el caso del pozo
siniestro. Laura, por su parte, le contó que la noche que regresaron al pueblo desde
Pico Blanco ella quería volver a la vereda. Pensaba que algo más se ocultaba allá,
pero jamás se imaginó que unos actos tan atroces se escondieran en esa tranquila
región.
–Iba tras la historia de las guerrillas y de alguna manera también provoqué que
ese caso saliera a la luz –dijo Laura llena de orgullo a Francisco quien prestaba
atención sin interrumpir.
Él necesitaba saber qué era lo que había pasado con ellos. Estaba más que
deseoso de esa información. Entonces Laura le dijo a Francisco que cuando ella
quiso investigar más sobre las guerrillas, pues no se sintió satisfecha con el trabajo
realizado los días anteriores, que en pocas palabras había sido nada, Raúl se negó a
continuar. Raúl estaba enojado porque se dio cuenta de que el plan de Laura se
había basado en conjeturas, como lo eran las fantasiosas historias que le contaba
Sofía la abuela de Francisco, razón por la que Raúl fue al obelisco del pueblo a

131
esperar a que saliera el primer bus rumbo a la ciudad. Ella y Natalia, en compañía
de Felipe, lo alcanzaron y lo convencieron de quedarse porque, según Laura,
Jacinto le ayudaría con un contacto de la guerrilla que él tenía. Raúl aceptó solo
porque Natalia, que era su novia, se lo pidió.
–Por supuesto tuvimos que darle mucho dinero a ese Jacinto. El ventajoso ese
se quedó con todo lo que cargaba en mi pequeño bolso –dijo Laura sin que
Francisco preguntara nada acerca de ello.
Contó que una camioneta negra los recogió y los llevó a la hacienda Los
Arroyos. Ella no sabía en ese momento a donde los habían llevado, pero allá
pasaron la noche.
–Le contamos todo nuestro plan de hacer el reportaje a un hombre que nos
pidió que lo llamáramos Negro.
El hombre del que hablaba Laura era el capataz de la hacienda Los Arroyos, al
que luego la investigación del pozo siniestro vinculó como cómplice de los Duarte
y era el mismo que había estado en la casa de Esther buscando el tal caballo
perdido. Negro les dijo que él les ayudaría a contactar con el comandante guerrillero,
pero que ellos jamás habían hablado con él y menos estado en la hacienda esa
noche, que él mismo se encargaría de borrar todo rastro que lo vinculara con ellos.
Los estudiantes aceptaron y efectivamente al día siguiente emprendieron rumbo a
la selva del sur del país. Para El Negro fue fácil contactarlos con el jefe guerrillero
porque era su primo y mantenían una estrecha relación familiar y de negocios con
este. Al ayudar a Laura y sus amigos ganó un dinero extra y además alejaba las
miradas curiosas de los estudiantes de Pico Blanco. Para El Negro echarle mano a
ese dinero sin mucho esfuerzo fue fácil. Él sabía que su primo estaría bien con esa
visita que le enviaba. Eran unos estudiantes inofensivos que seguramente le
ayudarían a popularizarse entre la juventud y él, siendo un hombre de las armas
¿Qué daño le podrían hacer? pensó El Negro sin saber que al enviar a los
estudiantes lejos estaba trayendo a Francisco directo a descubrir el secreto de los
Duarte. Laura estaba absolutamente maravillada con su historia en las montañas
realizando el reportaje, tanto que ni por un minuto se detuvo para ahondar en los
detalles de la experiencia vivida por Francisco en Pico Blanco. En ese momento
para ella lo ocurrido en esa vereda había sido terrible, pero no más importante que
su hazaña. Ella y sus amigos habían ganado popularidad por lo que, a pesar de
estar agradecida con Francisco por buscarla, ella no pudo ver la genialidad de los
actos de su amigo. Esta situación no incomodó para nada Francisco, él
simplemente estaba feliz de tenerla de vuelta. Del resto de acontecimientos y sus
detalles nunca volvió hablarle a Laura. Por un tiempo corto las circunstancias
hicieron que los dos amigos se acercaran de una manera diferente. Un deseo sexual

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parecía empezar a emerger entre ellos. Era algo extraño, pero la devoción y
admiración que expresaba Francisco por Laura empezó a despertar en ella un
nuevo sentimiento por él, y una tarde en la que tomaban café y se contaban
historias, Laura no quiso seguir esperando a que Francisco diera el paso que nunca
se atrevería a dar, y sobre el sofá favorito de la abuela de él, ella, sin que él quisiera
impedirlo, le mostró la fogosidad de una tarde con menos palabras. Pero la
indefinida relación no se sostuvo por mucho tiempo, ya que lo que ella encendía
rápida y peligrosamente como pólvora al contacto con el fuego, él lo apagaba con
gran fervor antes de que ella siquiera lograra llegar a la mitad de su gloria. Por tal
razón Laura perdió interés en las tardes de café y estuvo más interesada en
promover su carrera que en tratar de mantener viva la pasión por su amigo de la
infancia. Francisco definitivamente disfrutaba de esos momentos con Laura, pero
había algo en su interior que no lo dejaba entregarse completamente, por lo que él,
de alguno modo, agradeció que ella perdiera interés.

**
Cuando el caso llegó a su fin más de un año después de la borrasca, Esther
decidió vivir permanentemente en la casa de Pico Blanco. Allí se puso a trabajar
con las personas de la vereda en la construcción de una biblioteca moderna que
pondría al servicio de toda la comunidad de la vereda y población aledaña. La
inauguración se llevaría a cabo el primer viernes de junio, cuando oficialmente se
celebraba el inicio del verano en la vereda. A la inauguración estaban invitados
todos los que quisieran asistir. Sería un evento abierto al público en general,
especialmente a los niños. Francisco felicitó a Esther por su ardua labor en la
vereda y le agradeció por invitarlo. Esther estaba feliz de que él hubiera aceptado la
invitación y de antemano le agradeció su presencia. Como siempre, ella tenía
asuntos que atender y debía ausentarse por un rato, por lo que al terminar el café le
sugirió a Francisco que tomara un descanso mientras ella estaba fuera. Ella ya sabía
cómo quedaba de agotado él cada vez que viajaba a la vereda. Francisco sonrió, se
levantó de su asiento y les dijo a sus anfitriones que los vería a la hora de la cena.
–En verdad usted es buena narrando historias –Le dijo Francisco a Esther
antes de dejar la cocina–. Los estudiantes deben divertirse mucho escuchándola.
Esa noche, como siempre, el delicioso olor de la sazón de José inundaba la
casa. Se mezclaban los olores de cebollas, ajos y cordero asado con el
inconfundible olor del queso gratinado que tanto le gustaba a Francisco. Francisco
estaba parado en la ventana de la sala mirando la noche, mientras saboreaba en su
mente aquellos olores e imaginaba lo que José cocinaba. Su anfitriona se le acercó y

133
le ofreció una copa de vino. Esther lucía diferente esa noche. Llevaba el cabello
suelto y un vestido azul oscuro en algodón que le llegaba hasta los tobillos. La tela
era suave y fina, permitiendo al vestido marcar ligeramente su delgada figura que se
completaba con unas marcadas caderas. Sobre los hombros llevaba un delicado
chal morado para cubrirse un poco del moderado frío que hacía en la sala. Ver a
Esther tan diferente distrajo los pensamientos de Francisco que parecía encantado
por la inusual apariencia de ella, que esa noche dejó ver su belleza natural y
delicada. Era como otra mujer que de repente había llegado para seducirlo con sus
encantos y delicadas maneras. Francisco sintió vergüenza de sí mismo por estar
teniendo esos pensamientos inapropiados según él. Era un hombre joven y torpe
que estaba confundido, pensaba de sí mismo. No se podía negar que Esther lucía
radiante esa noche. Tal vez estaba vestida así para él, pensó por unos segundos
Francisco, que de nuevo contuvo sus emociones para evitar hacer o decir algo
inapropiado. Aceptó la copa de vino, y se giró para seguir mirando por la ventana y
poder evitar cruzar miradas con Esther. Quizás ella podría darse cuenta de lo que
él estaba sintiendo. Esther lo intimidaba con su presencia como nunca antes lo
había hecho otra mujer. Francisco estaba nervioso y tomaba rápidamente el vino.
En pocos minutos ya tenía su copa vacía. Esther se quedó parada a su lado sin
pronunciar palabra. Bebía de su copa y observaba con él la hermosa noche de luna
llena. Entonces Francisco decidió buscar un lugar donde sentarse lejos de ella.
Esther fue por más vino y llenó la copa vacía de su invitado que no rechazó la
atención. Cuando eran casi las siete de la noche, José anuncio que la cena estaba
lista y les invitó a pasar al comedor. Esa noche se sentarían en el comedor principal
de la casa para cenar y no en la mesa de la cocina donde usualmente se sentaban a
comer. La mesa estaba perfectamente arreglada como si de alguna celebración
especial se tratara, pensó Francisco al ver que todo estaba correctamente puesto en
su lugar. Los platos, cubiertos, servilletas de tela, vasos y copas, todo muy bien
colocado. Por supuesto la comida de esa noche no se quedaba atrás. Lucía como
banquete de reyes, olía excelente y no daba lugar a pensar que era una cena
cualquiera. Pasaron a la mesa, José sirvió sopa de tomate en todos los platos
confirmando a Francisco que definitivamente había más invitados esa noche. Esa
era tal vez la razón de por qué Esther lucia radiante y hermosa. Esther, por su
parte, sirvió vino en todas las copas de los seis puestos. Francisco preguntó dónde
debía sentarse y la anfitriona le dijo que donde él se sintiera cómodo. El timbre de
la puerta principal sonó, José fue a abrir y entró Rosalba, la vieja curandera, que él
había conocido un año atrás. Detrás de ella estaba un hombre viejo que caminaba
con la ayuda de un bastón. Era Carlos Suárez, el abuelo de Esther. La última en
entrar fue Eugenia. Esther fue hasta la sala, abrazó y dio la bienvenida a cada uno

134
de los invitados. Francisco también se acercó para saludar y, como era de esperarse,
Rosalba, que era de carácter vinagroso, no fue muy amable con él. Tan solo
contestó un odioso «buenas noches» sin siquiera mirarlo. A Carlos era la primera
vez que lo veía y desde que estrecharon sus manos por primera vez, dejó en
Francisco la impresión de ser un hombre absolutamente educado, de muy buen
trato y de amable expresión. Eugenia dio un inesperado y fuerte abrazo como
saludo a Francisco, como si lo conociera de antes. La reacción de Eugenia era
inusual. Ella era tímida y algo temerosa al tratar con desconocidos. Evitaba al
máximo reunirse con gente nueva y, cuando inevitablemente se daban tales
encuentros, ella procuraba ser breve y distante. Sin embargo, aquella noche frente a
Francisco fue diferente. Incluso tomó las manos de él entre las suyas y les dio un
cariñoso apretón.
–Gracias. Su valor es infinitamente poderoso. Sé que no me recuerda, pero ya
habrá tiempo para nosotros –dijo Eugenia.
A Francisco le asombró el cercano y cariñoso trato de Eugenia con él, pero
restó importancia al inesperado saludo puesto que de antemano sabía que Eugenia
no estaba completamente bien. Esther le había contado que su madre tenía un leve
problema mental, algo relacionado con su estado de ánimo. Nada grave, según dijo
Esther en su momento a Francisco. La atmósfera en la casa era de regocijo total, de
amistad, de fiesta por los buenos tiempos. Por lo menos así fue como todos se
sintieron esa noche sentados compartiendo la buena sazón de José. Por su puesto,
el vino también fue uno de los protagonistas que animó la noche. Se contaron
historias que les hicieron reír, otras que les hicieron estar en silencio por su
contenido doloroso. En general la reunión les permitió acercarse más y sanar viejas
heridas. Sobre todo a los Suárez a quienes la desaparición de Carmen e Isabel les
había dejado una cicatriz que de vez en cuando les volvía a doler como una herida
fresca. Eugenia se levantó de la mesa y fue hasta donde había descargado su
equipaje y regresó cargando un recipiente de vidrio.
–¿Alguien quiere postre? –preguntó entusiasmada Eugenia.
José se levantó de la mesa para ayudar, pero Eugenia le pidió que se quedara en
su lugar. Ella serviría el postre esa noche. A todos puso en pequeños platos una
porción de queso fresco y una cucharadita de dulce de cerezas.
–Es mi combinación favorita –dijo Eugenia mientras servía el postre–. Lo
comía cada tarde después de llegar del paseo diario al guadual en compañía de mi
querida Leonor.
Después fue hasta la cocina y trajo té que sirvió a todos sin preguntar. Ella
disfrutaba atendiendo a los invitados. Complacida se sentó en su lugar y animó a
todos para que comieran el postre. La charla continuó, pero ya era tarde. Eran las

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diez de la noche y Carlos dijo estar cansado por lo que apenas terminó el té se
retiró a su habitación. Habían viajado toda la tarde y estaba muy agotado. Antes de
retirarse a la habitación Carlos agradeció por la cena y la buena compañía, dio un
beso en la frente a Esther y estrechó la mano de Francisco.
–Que tengan un buen descanso todos –dijo Alfredo al levantarse de su silla en
el comedor.
Rosalba también anunció que se marchaba y Esther se ofreció acompañarla,
pero Rosalba no aceptó. Dijo que no era necesario porque era noche de luna llena
y seguramente habría gente caminando por los senderos.
–Yo no estoy cansada y me gustaría ir a caminar un rato. Es una noche especial
y hace mucho que no recorro mis senderos. ¿Puedo caminar con usted Rosalba? –
preguntó Eugenia.
La curandera no tuvo objeción alguna, pero echó una mirada a Esther para
saber su opinión. A Esther no le gustó la idea que su madre fuera a caminar en
lugar de descansar, pero también sabía cuánto Eugenia amaba caminar por esos
senderos en luna llena.
–Será beneficioso para ti madre –dijo Esther–. Luego abrazó a Eugenia y le dio
un beso en la mejilla.
Rosalba se despidió de Esther dando un abrazo y al tiempo le susurró al oído:
–¿Está segura de lo que va hacer, mija?
–¡Muy segura, vieja! –contestó Esther. Luego Rosalba se marchó en compañía
de Eugenia.
Cuando las mujeres ya cruzaban la puerta de la cocina por donde salieron,
Eugenia regresó al comedor y dijo mirando a Francisco:
–Me da gusto que haya aceptado. Luego salió casi corriendo para alcanzar a
Rosalba que le había tomado unos pasos de ventaja. Francisco no tuvo la
oportunidad de responder nada a la mujer.
–Eugenia es una mujer extrañamente especial. Tiene el encanto maravilloso de
un niño –dijo Francisco a Esther y a José que seguían en el comedor. Sus
acompañantes no comentaron nada al respecto.
José, por su parte, también se disponía a dejar la casa no sin antes limpiar lo
que quedaba sobre la mesa, pero Esther le pidió que no lo hiciera.
–Fue un día de mucho trabajo, está bien si deja algunas cosas para limpiar
mañana –dijo Esther a José.
Él recibió muy bien la sugerencia de Esther pues necesitaba descansar después
de un día de mucho quehacer. A Francisco las muchas copas de vino que bebió ya
le empezaban hacer efecto. De repente estaba callado. Solo observaba lo que

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pasaba a su alrededor. Parecía un poco mareado, con la mirada perdida, por lo que
José notó su estado.
–¿Quiere que lo ayude a llegar a la habitación? –dijo José antes de dejar la casa,
pero Francisco al instante le dijo que no.
Esther se había ausentado por un momento mientras iba por un tabaco a uno
de los estantes de la cocina.
–¿Quiere acompañarme a fumar mi tabaco afuera? De paso acompañamos a
José hasta la puerta –preguntó Esther a Francisco al regresar, estando parada cerca
de la puerta entre la cocina y el comedor.
–¡Sí, claro que quiero! Es una buena oportunidad para acompañar a mi amigo a
la puerta –dijo en tono jovial Francisco.
Estando afuera se despidieron de José y se sentaron en las sillas que había en el
pórtico de la entrada de la casa. Hacía buen clima y la noche estaba iluminada.
Perfecta para conversar al aire libre, terminar el vino y, por supuesto, fumar un
tabaco.
–Que hermosa joya luce esta noche –dijo Francisco al ver que Esther llevaba
una cadena de plata a la que le colgaba un llamativo medallón.
–¿Le gusta? –respondió su compañera de tertulia mientras contemplaba la joya
que colgaba de su huesudo cuello–. Es herencia de mi bisabuela Raquel. Mi abuela
Roberta junto a Leonor la encontraron entre los trastos viejos de la bisabuela.
Estaba entre una caja de madera en una estantería de libros viejos, sobre una
montaña de papeles donde la bisabuela anotaba sus juiciosas observaciones de
astronomía, cálculos matemáticos y algún tipo de investigación que hizo por mera
distracción a la composición de los suelos de estas tierras. El abuelo Carlos me
contó alguna vez que la bisabuela se apasionaba con asuntos extraños, a los que
tenía que dar alguna explicación lógica para poder sentirse satisfecha. El caso es
que, según las anotaciones que Raquel hizo, ella descubrió que la piedra que cuelga
de mi cuello está cargada con una energía desconocida que abre portales en el
tiempo. Claro que solo se abren si la energía y el tiempo son los adecuados.
–Es una bonita joya –dijo Francisco reafirmando su apreciación inicial–. Y la
historia tras la joya es bastante interesante. Quiero saber más. Concluyó sin más
comentarios Francisco, dándole pie a Esther para hablar del asunto hasta saciarse.
A Esther y Francisco el tiempo se les pasó rápidamente entre un tema y otro, y
la madrugada los alcanzó sentados en el pórtico de la casa. Francisco se levantó de
su silla con la intención de caminar por el espléndido jardín de la casa y poder
estirar las piernas. Al ponerse de pie se tambaleó un poco. Dio unos pasos y se
tropezó con una matera que había al lado de su silla. Esther lo agarró del brazo y le

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ayudó a recuperar el equilibrio. Los dos se miraron y se echaron a reír por lo
ridícula que era la situación.
–Es hora de ir a mi habitación ¿cierto? –dijo Francisco.
Los dos entraron en la casa y Esther no perdía de vista a Francisco que estaba
mareado. Subieron las escaleras y Esther se adelantó para abrirle la puerta a su
amigo que, apenas entró en la habitación, se tiró en la cama. Entonces ella caminó
hacia la ventana, corrió las cortinas y abrió un poco la ventana para que entrara el
aire fresco. Estando de espalda a Francisco ella sintió la mano del joven posarse
sobre su hombro. Esther pareció sorprenderse por un instante y miró a Francisco.
–Está muy mareado. Es mejor que regrese a la cama –dijo Esther.
Francisco no respondió nada, solo la miraba al tiempo que se atrevió acariciarle
el cabello suavemente.
–Ha sido realmente buena, paciente y generosa conmigo –dijo Francisco–.
Gracias. Usted es una mujer admirablemente hermosa. Merecedora de cualquier
halago. Estoy por creer que usted es un ser de otro tiempo.
A ese punto se notaba que el licor definitivamente corría incontrolable en el
cuerpo de Francisco, que de otro modo jamás se hubiera dado permiso de actuar
tan resuelto. Esther estaba avergonzada con la situación que la tomaba por
sorpresa, Francisco actuaba tan descaradamente y ella no sabía o no quería
escaparse de la posición tan incómoda en la que se encontraba. Francisco, al ver
que su caricia no fue rechazada a pesar de la expresión de sorpresa en Esther,
lentamente se fue acercando más hasta casi hacer que ella estuviera contra la
ventana, y mirándola fijamente tomó entre sus manos la joya que le colgaba del
cuello.
–Tan hermoso como misterioso es este accesorio –dijo Francisco y Esther, un
poco más sobrepuesta al comportamiento de Francisco, le arrebató el colgante de
la mano.
–Es mejor que se acueste –dijo ella con voz temblorosa colocando sus manos
en el pecho de Francisco tratando de hacer espacio entre ellos–. Usted se pasó de
copas.
Pero Francisco ya había logrado notar que la respiración agitada de ella, no era
a causa de enojo, sino por un deseo que se empezaba a desbordar por los ojos
saltones de Esther, por sus mejillas a punto de estallar a causa del bochorno de la
pasión que se despertaba en ella y por sus labios medio abiertos que llamaban
desesperadamente por un beso que diera rienda suelta a sus deseos.
Completamente convencido de que intuía correctamente, Francisco se lanzó con
un beso y ella no lo rechazó. Por el contrario, respondió apasionadamente dando
vía libre al deseo que la invadía. La pasión se había apoderado de ambos

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haciéndolos rendirse libremente ante el placer que ni él ni ella habían podido
disfrutar desde hacía mucho, por eso, sin que algo más importara en ese momento,
se embriagaron de gozo, con destreza se despojaron hábilmente de sus ropas y de
la vergüenza de esa primera vez. Sus cuerpos se deseaban seguramente desde la
primera vez que se vieron, por lo que ahora, en medio de besos y caricias sus
cuerpos desnudos se unieron para dar rienda suelta a su ardiente desenfreno sexual.
Sentir el suave y firme cuerpo de Esther descontrolaba la pasión en Francisco, que
pudo finalmente explorar con sus besos y manos cada centímetro del cuerpo de la
hermosa mujer que ahora tenía entre sus brazos. Ella, por su parte, dejó que él
dirigiera con algo de torpeza y poco cuidado el sublime estallido de emociones del
que estaba siendo presa. Satisfechos por lo que acababa de pasar, se miraron aún
ardientes de pasión, se besaron y luego se soltaron en una risa de amantes
complacidos.
–¿Qué hemos hecho? –dijo Esther mientras estaba sobre el cuerpo desnudo y
sudoroso de Francisco. Ella suspiró y continúo diciendo a Francisco,
–Es mejor que me vaya –dijo Esther con la voz todavía agitada, pero eso era
algo que Francisco no iba a permitir.
Entonces la tomó entre sus brazos y la puso sobre la cama, posado sobre ella,
sintiendo la perfección de sus tetas que se apretaban contra su pecho le dio un
beso para luego decir:
–La noche aún no termina para nosotros. Solo acaba de empezar.
Sin más palabras para decir, él diligentemente acomodó las piernas de ella en la
posición que deseaba y se posó dentro de ella con la pasión aún viva.
En la mañana Francisco se despertó con un poco de resaca y mucha sed.
Estaba solo y desnudo en la cama. Esther ya no estaba a su lado, pero la ropa que
ella llevaba puesta la noche anterior estaba sobre el tocador. Francisco vio que le
habían dejado un jugo de naranja en la mesa de noche. Junto al jugo de naranja
también habían dejado un vaso más pequeño con un zumo verde y una nota al lado
que decía: “agrega este zumo al jugo de naranja. Te hará sentir mejor”. Sentado en
el borde de la cama y con la nota en la mano Francisco estiró los brazos y se
desperezó un poco, luego agregó el zumo verde en el jugo de naranja y lo bebió sin
parar.
–¡¡Qué amargo!! –expresó Francisco apenas terminó la bebida. Luego caminó al
baño para tomar una ducha y justo antes de entrar se giró y observó detenidamente
toda la habitación. Francisco tenía la sensación de que su habitación era diferente
esa mañana, pero no sabía por qué. De hecho, él mismo se sentía diferente esa
mañana, pero al final solo culpó al haberse pasado de copas durante la cena. Se
sonrió y solo fue por una refrescante ducha. Mientras se vestía se miró al espejo y

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le pareció que a quien veía reflejado no era él mismo, era una sensación de
confusión muy inusual. También vio la cicatriz en forma circular en su pecho. La
tocó y sintió que era parte de él desde siempre. No le extrañaba verla, pero no
lograba recordar cómo fue que se la hizo. Suspiró y se dijo para sí mismo «No
volveré a beber vino en exceso».
Mientras bajaba por las escaleras, feliz de recordar la noche anterior, se
encontró con Esther que subía rápidamente. Ella se detuvo para besarlo.
–Olvidé mi cartera en la habitación –dijo–, y continuó con su afán mientras
Francisco, que estaba algo extrañado con lo que ocurría, continuó caminando hasta
llegar a la cocina. Esther lo volvió a alcanzar allí.
–Voy al pueblo por unas cosas que necesito para la despensa y a recoger unos
libros para los niños. ¿Tú necesitas algo? –preguntó–. Francisco no respondió, solo
negó con la cabeza.
–Mejor salgo ya. José debe de estar impaciente esperándome en el portón de la
casa –dijo Esther y le dio un beso en la boca como despedida a Francisco que
correspondió al beso, aunque le extrañaba que ella estuviera actuando así.
–Sé lo que estás sintiendo –dijo Esther antes de salir–. No te preocupes, cada
vez que regresas es lo mismo. Ya te recuperarás. Ah, ya han llegado varios niños,
están jugando en el patio.
Esther salió corriendo y dejó la casa para ir a encontrarse con José en el portón.
Francisco seguía confundido. Ahora todo realmente le parecía diferente. Para
empeorar su ya extraña condición, empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza que
lo punzaba en lo profundo del cerebro. Buscó más jugo de naranja y pastillas para
la jaqueca, luego fue al patio para ver quien estaba allí. Apenas estuvo afuera vio un
grupo de niños y niñas de diferentes edades que jugaban y revoloteaban por todo
lado. El grupo de infantes al verlo corrieron eufóricos a donde él estaba parado.
Tras ellos venía una joven mujer a la que no le reconoció el rostro, pero por la que
extrañamente sintió empatía.
–¡¡Quien llegue primero tendrá el premio del viajero!! –gritaron los niños
mientras corrían directo hacia Francisco y lo abrazaron todos al tiempo haciéndolo
tambalear un poco.
El confundido Francisco no entendía por qué esos niños lo tenían rodeado
dándole tan eufórica bienvenida y para no despreciar el gesto y evitar pasar por
maleducado, él correspondió el gesto mostrando simpatía a los muchachitos a su
alrededor logrando con ello sentirse invadido por un repentino sentimiento de
fraternidad. Al sentirse más cómodo con la situación Francisco recuperó la
tranquilidad y el dolor de cabeza pareció perder intensidad. La confusión en su
cabeza parecía empezar a disiparse.

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–Bienvenido, Francisco. Fue un tiempo largo sin usted. Me alegra que esté de
vuelta –dijo la mujer que estaba acompañando el grupo de infantes.
–Sí que fue mucho tiempo, ¿verdad? –dijo Francisco espontáneamente.
Respuesta que salió de su boca sin siquiera pensarla y que sintió, era la respuesta
correcta. ¿Ahora estoy de nuevo en mi hogar? –preguntó Francisco.
–¡Claro que sí, mi amigo! –dijo la mujer alegremente y Francisco continuó
brevemente en estado de lucidez.
–El desayuno está listo para servir. Solo lo estábamos esperando a usted –dijo
la mujer que al tiempo hizo gestos con el rostro a los niños para que fueran un
poco más compasivos con el recién llegado y bajaran la intensidad de la algarabía
que habían armado.
La mujer indicó a los niños que fueran a tomar sus lugares para desayunar e
invitó a Francisco a que la siguiera a la cocina para que la ayudara a servir el
desayuno. Francisco asintió con la cabeza a la invitación y de vuelta en la cocina,
mientras la joven mujer alistaba todo para empezar a servir, él se le acercó para
hablarle.
–Lo que le voy a decir le va a sonar extraño, pero no puedo recordar su nombre
ni por qué está en la casa –dijo Francisco avergonzado pues pensaba que la resaca
le estaba haciendo pasar por tan penosa situación.
–No me extraña que no me recuerde. Estoy segura de que no solo a mí no
logra recordar. Muchas cosas a su alrededor le han de parecer ajenas. Soy Victoria,
vivo desde hace muchas décadas en esta hacienda y al igual que usted, yo al
principio también perdía fragmentos de la realidad con cada viaje entre nuestro
tiempo y el tiempo del otro lado. No se esfuerce en recordar, que sus memorias
van a regresar solas, eso solo nos pasa las primeras veces que cruzamos el portal,
luego nos acostumbramos. Lo importante es no perder de vista el sendero del
guadual y, por supuesto, cumplir con el objetivo de cada viaje.
Después de aclarar las dudas de Francisco, Victoria continuó sirviendo el
desayuno. Francisco encontró algo de alivio en las palabras de Victoria y continuó
ayudándola en silencio mientras, sin esfuerzo, empezó a recordar que algún tiempo
atrás, después de haber consumado esa primera noche de pasión con Esther, él,
embriagado de vino y ciego de placer, había aceptado seguirla a un lugar al que ella
lo invitó. Con la ropa a medio poner, descalzo y muy feliz, Francisco había seguido
a Esther por los senderos de Pico Blanco en medio de la claridad de la luna sin
hacer preguntas de a dónde iban y por qué. Luego recibió de la mano de ella la
hermosa joya, herencia de la bisabuela Raquel. Cuando estuvieron cerca de lo que
él recordó era el guadual, parados en medio de aquel lugar, Francisco y Esther se
abrazaron y, guiados por una brillante luz azul que les indicó el camino que debían

141
continuar, los dos avanzaron agarrados de la mano. Con los recuerdos en aparente
orden, Francisco se sonrió convencido de que esa noche él había decidido seguir al
amor de su vida y ese recuerdo por fin lo ayudó a darle sentido a su deschavetada
realidad.
–Ahora puedo recordar mejor –dijo Francisco en voz alta a Victoria mientras
sostenía un recipiente de vidrio lleno de fruta picada que puso sobre la mesa –
¡Usted es una de las guardianas del portal! Y también pone en cintura estos
pilluelos para que no crucen el portal sin permiso –dijo Francisco a Victoria
alcanzándola en la puerta de la cocina. Ella se detuvo y lo miró complacida.
–¡Bienvenido nuevamente, amigo! –dijo Victoria bromeando–. Desde las
andadas de la traviesa Zahimu tuvimos que ser más cuidadosos con el portal.
Al mismo tiempo Francisco recuperaba la lucidez y los niños empezaron a
cantar una melodiosa ronda infantil mientras, juiciosos, esperaban por el chocolate.

**
Laura estaba en las oficinas del diario El Despertar donde trabajaba a medio
tiempo después de su graduación. Estaba atareada de trabajo cuando le avisaron
que tenía una llamada de la oficina de la policía. En ese momento Laura estaba
muy ocupada terminando un reportaje acerca de los niños víctimas del conflicto
armado y pidió que le dejaran el mensaje. En cuanto ella pudiera devolvería la
llamada. Sin darle importancia a la llamada, Laura continuó trabajando concentrada
en el reportaje que debía enviar esa misma tarde a su jefe. El día fue pasando sin
que la joven periodista lo notara. Cuando por fin Laura logró terminar el reportaje,
estiró sus brazos y movió el cuello de un lado al otro. Tomó lo poco que le
quedaba de café en su taza y envió el archivo. Salió de su improvisada oficina en el
diario, que era realmente la sala de juntas, miró la hora en su teléfono y se
sorprendió por lo tarde que era: ¡las siete y cuarenta y cinco de la noche! Estaba
sorprendida por lo tarde que era, pero con un peculiar gusto se dijo a sí misma
«¡Creo que el trabajo me esta obsesionando!».
Bajó por el ascensor desde el octavo piso hasta el sótano del edificio y caminó
hasta donde había dejado parqueado su carro en la mañana, un Honda Civic 1995
color plateado. Llevaba una montaña de documentos para empezar a trabajar en su
próximo reportaje que metió en el baúl del carro. Volvió a estirar sus brazos y
piernas antes de subir, le dio marcha al motor y salió directo a su casa.
Fuera de las paredes del diario, Laura se encontró con un fuerte aguacero que
ya tenía inundadas varias calles por las que tuvo inevitablemente que transitar. El
tráfico estaba atascado por la lluvia y se tornaba lento a pesar de que ya era tarde.
Para evitar pasar horas en el atascamiento, a la primera oportunidad que tuvo dejó

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la avenida y decidió ir por una ruta más larga, pero que de seguro no tendría
retraso vehicular. En esa ruta, que ella conocía perfectamente, había una estación
de gasolina donde decidió parar porque su tanque estaba casi vació. Entró al 24
horas de la estación de gasolina y compró unas cervezas, maní salado y salami; sus
golosinas favoritas. Cuando estaba pagando recordó que a Francisco le gustaba
mucho el queso relleno con dulce de leche de ese 24 horas. Lo más curioso era que
a Francisco solo le gustaba el queso de ese lugar a sabiendas de que era el mismo
de otras tiendas, pensaba ella. Laura le pidió al cajero que le diera unos segundos ya
que iba por un par de cosas más. La tienda estaba sola y ella era la única clienta.
Podía tomarse todo el tiempo que quisiera, le dijo el cajero bromeando un poco.
Laura regresó con los quesos, pagó y se marchó. Mientras manejaba escuchaba
Paranoid de Black Sabbats, que transmitía la radio, canción que le encantaba
porque le recordaba sus días de secundaria. Subió el volumen y en compañía de los
clásicos del rock, manejó hasta su casa. Estacionó el carro sobre la vía en frente de
su casa porque no tenía garaje. Sentada en su carro vio que las luces de dentro de
su casa estaban encendidas, lo que significaba que sus padres aún estaban
despiertos. Seguramente estaban sentados en la sala viendo televisión y
esperándola. Francisco vivía unas casas más abajo de la suya. Ella tenía cerveza, el
queso favorito de Francisco y muchas ganas de conversar con él porque hacía ya
varios meses que no se veían. Por supuesto Laura no tenía ganas de encontrarse
con sus padres con los que todavía vivía porque su sueldo no le alcanzaba para
independizarse. Las glorias alcanzadas por su hazaña en las montañas eran cosa del
pasado y en el presente no le eran suficiente para conseguir un empleo estable, por
lo que ir a charlar un rato con su mejor amigo era un mejor plan que contarles a
sus padres cómo había sido su aburrido día en la sala de juntas del diario. Apagó el
motor del carro y bajó con la bolsa de la compra en el 24 en una de sus manos. En
la otra llevaba una sombrilla. Se bajó y cerró la puerta del carro empujando
suavemente con su cadera. Como la lluvia ya había mermado bastante, decidió
llevar la sombrilla cerrada en su mano. Cuando estuvo en frente de la casa de
Francisco vio a través del vidrio de la ventana que había luces encendidas en la
casa. Continuó su marcha y timbró. La abuela de Francisco fue quien abrió la
puerta, lo que le extrañó a Laura porque ya era tarde y Sofía se acostaba con las
gallinas, pensó Laura. La anciana la saludó y la hizo seguir, pero Laura siguió
parada en la puerta. Se disculpó por haber ido tan tarde y sin avisar. Sofía le hizo
saber que estaba bien, que ella era siempre bienvenida. También le dijo que, si iba
en busca de Francisco, él no estaba. Decepcionada, Laura sacó de la bolsa los
quesos y se los entregó a Sofía. Dijo que eran un regalo para Francisco. La anciana

143
recibió el presente y le dijo a Laura con un tono de voz más pesaroso y pausado
que a Francisco le habría gustado mucho recibir su visita.
–Mi muchacho habría estado muy feliz de verte, mi querida Laura –dijo la
anciana.
Sofía permaneció en silencio por unos segundos y después le dijo a Laura que
tenía algo importante que decirle, que por favor siguiera. Laura entró y Sofía cerró
la puerta.
–Verás, Laura. Francisco salió hace una semana, tal vez un poco más, para verse
con unos amigos en Río Negro. Asistiría a la inauguración de una biblioteca y
luego planeaba hacer un poco de senderismo por la zona. Eso fue un viernes, se
suponía que regresaría el lunes siguiente en la mañana, pero no lo hizo –le dijo
Sofía.
–No sabía que Francisco seguía en contacto con las personas de ese pueblo y
menos que le gustaba el senderismo –dijo Laura como sorprendida e
interrumpiendo a Sofía.
Sofía no dijo nada con respecto a los comentarios que hacía Laura, solo
continuó hablando. Le dijo que su hija, Cecilia Castillo, la madre de Francisco, se
preocupó al no recibir ninguna llamada de Francisco pasada su fecha de regreso.
Sofía, que estaba parada frente a Laura, decidió tomar asiento. Caminó hasta su
sofá y continuó hablándole a Laura quien parecía inquietarse por lo que Sofía le
estaba diciendo. Dijo que al ver que Francisco no regresaba, Cecilia muy
preocupada ya no quiso esperar más, y se puso en contacto con el detective Juan
Ballesteros para que les ayudara a localizar a Francisco. Cecilia sabía que ese agente
tenía aprecio por su hijo. El detective, por su puesto, se dio a la tarea de averiguar
qué era lo que pasaba.
–Ayer en la tarde Ballesteros llamó para darnos la triste noticia que unos
campesinos habían hallado el equipaje de Francisco cerca de una quebrada y su
cuerpo en la vieja casa de la hacienda Los Caciques que está ubicada en la misma
vereda donde Francisco atendería el evento inaugural –dijo Sofía muy afligida y con
tono de resignación.
–¿El cuerpo? –exclamó muy alterada Laura apenas escuchó aquello de la boca
de la anciana. Estaba fuera de sí con la noticia que recibía y que no podía creer. La
terrible noticia la había agarrado desprevenida dejándola aturdida. Le dijo a Sofía
que necesitaba sentarse.
–Creo que esto es una terrible equivocación. Yo puedo hacer unas llamadas y
podré… –dijo Laura, pero Sofía la interrumpió para decirle que lamentablemente
no era una equivocación.

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Francisco ya había sido plenamente identificado por sus huellas dactilares y
Cecilia ya había reconocido a su hijo en horas de la mañana. Laura sacó una lata de
cerveza, la destapó y bebió sin parar hasta casi terminarse la lata. En ese momento
Laura recordó que en la mañana había recibido una llamada de la policía que ella
no aceptó y que dijo que regresaría tan pronto pudiera, pero que nunca lo hizo. Tal
vez era para avisarle lo que había pasado con Francisco. Pero ¿cómo sabría la
policía de su cercanía con Francisco? se preguntó Laura. Con lágrimas y
culpándose por no haber aceptado la llamada, Laura le contó a Sofía que la habían
llamado. Sofía le dijo que su hija era quien había pedido a la policía que la llamaran,
porque sabía cuán importante era Francisco para ella. Sofía mostraba tristeza, pero
no lloraba mientras hablaba con Laura. Era más como el dolor de quien se despide
de alguien que sale de viaje y no de quien pierde un ser querido para siempre.
La madre de Francisco ya estaba durmiendo. Había tomado pastillas para lograr
conciliar el sueño, le dijo Sofia a Laura cuando esta pregunto por ella. También le
dijo que el medio hermano de Francisco, Julio Gómez Castillo, que vivía en otra
ciudad, estaba en camino para ponerse al frente de la situación y brindar todo el
apoyo a su madre. Laura se abrazó a Sofía por un buen rato y lloró desconsolada
como una niña pequeña. Las dos mujeres hablaron por un rato más y recordaron
momentos divertidos con Francisco. Laura secó sus lágrimas y le dijo a Sofía que
ya se iba porque era muy tarde y no la quería molestar más. Sofía caminó con Laura
hasta la puerta y la despidió. Laura, antes de irse, le juró a Sofía que ella iba
averiguar lo que le había ocurrido a Francisco. Sofía agarró fuerte a Laura del brazo
y la detuvo justo cuando cruzó la puerta de la entrada de la casa.
–¿Qué pasa? –dijo Laura, que de inmediato quedó de frente a Sofía.
–Francisco está donde él decidió estar y estoy segura de que es más feliz que
aquí. No tienes que averiguar nada –dijo sin vacilar Sofía mirando fijamente a
Laura. Mi nieto murió. Es todo. Hay que dejar que su espíritu descanse tranquilo.
Laura no comprendía por qué Sofía decía tal cosa. Todos quieren respuestas
cuando una tragedia así ocurre, pero no quiso discutir. Sofía le soltó el brazo a
Laura, esta la miró y salió caminando rápidamente a su casa.
Al día siguiente, muy temprano, Laura fue a la oficina de investigación criminal
con la intención de poder entrevistarse con el detective Ballesteros. Lo esperó por
una hora en la recepción del lugar, pero pasaba el tiempo y él no asomaba por la
oficina. Al ver que no llegaba, fue para preguntar de nuevo al agente que estaba
encargado si Ballesteros se demoraba. El joven en la recepción le dijo que no sabía
y continuó atendiendo a unas personas que se anunciaban con él. Laura estaba
impaciente, caminaba de un lado a otro por el largo pasillo para lograr
tranquilizarse un poco. Un rato después se volvió a sentar. En ese momento un

145
hombre alto de buena apariencia física y con un curioso bigote entraba por la
puerta principal de las oficinas. Por su olfato investigativo Laura intuyó
acertadamente que ese era Juan Ballesteros. De inmediato le salió al paso y se
presentó.
–Usted es el agente Ballesteros, ¿cierto? Y sin dejar que el hombre respondiera
algo ella le dijo que necesitaba hablar urgentemente con él.
Ballesteros la miró de arriba abajo, le sonrió y le dijo que lo siguiera, pero que le
advertía que no tenía mucho tiempo. El agente sabía perfectamente quien era Laura
por lo que había leído y escuchado de ella y su supuesta hazaña periodística. Los
noticieros y diarios no hablaron de otra cosa por semanas. Ballesteros en su
momento vio la tal hazaña como la falaz historia de unos niñitos mimados
simpatizantes del tal grupo al margen de la ley. También sabía de antemano, por
haber conducido el caso de las jovencitas de Pico Blanco, que era la mejor amiga de
Francisco. Por esas razones no necesitaba pensar mucho para saber cuál era el
asunto que ella quería tratar con él. Ballesteros era un hombre práctico, frío y con
poco tiempo disponible. Hizo pasar a Laura a su oficina, abrió un gabinete de su
archivador, sacó una carpeta y la puso sobre el escritorio. Le dijo a Laura que ahí
reposaba toda la información del deceso de Francisco. Le advirtió que en el
interior estaban las fotografías del levantamiento del cadáver y del cuerpo después
de la autopsia. Le dijo a Laura que el cadáver fue encontrado por unos campesinos
en una casa vieja y abandonada de la vereda de Pico Blanco. Los lugareños que lo
encontraron dijeron sentir curiosidad cuando encontraron un equipaje a la orilla de
una quebrada, por lo que decidieron investigar y hallaron el cuerpo de Francisco.
El cuerpo no presentaba ninguna herida de arma, tampoco golpes, fracturas o algo
más que les indicara que hubiese sido atacado. La ropa tampoco estaba rasgada o
con signos de actividad violenta. El reporte de la autopsia reveló que murió de un
infarto, dijo Ballesteros. A lo que de inmediato Laura refutó alegando que era
imposible que un hombre de tan solo veintitantos años, en buen estado de salud,
pudiera sufrir un infarto. Insinuó además que tal vez le habrían obligado a
consumir alguna sustancia que le provocó ese triste final.
–Los exámenes toxicológicos ya se han realizado y el resultado ha sido salido
negativo –dijo Ballesteros antes de que Laura siguiera haciendo conjeturas–. Lo
que quiero decirle, señorita, es que en el cuerpo no había rastros de ninguna
sustancia extraña.
También, según las averiguaciones que hizo el detective, supo por boca de
mucha gente de Rio Negro que conocía a Francisco que efectivamente él había
estado en la zona. Lo vieron asistir al evento inaugural de una biblioteca al que fue
invitado por el alcalde del pueblo y la familia Suárez, patrocinadores del proyecto y

146
amigos suyos. Eugenia y Carlos Suárez dijeron a Ballesteros que su invitado no
mostró ningún comportamiento extraño que les dejara ver que estaba enfermo,
asustado o preocupado. Todos aquellos que asistieron al evento coincidieron al
decir con quien disfrutó la fiesta, puesto que siempre estuvo en compañía de la
gente de la vereda de Pico Blanco y la familia Suárez. Lo vieron comer, beber,
bailar y conversar con sus viejos amigos.
–Todo en esa fiesta tuvo un desarrollo normal y tranquilo. Cero contratiempos
–dijo Ballesteros–. Al día siguiente, en la mañana, empacó todas sus cosas, tomó el
desayuno en compañía de su casero, un hombre llamado José al que Francisco
apreciaba bastante por todo el apoyo que este hombre le brindó en los tiempos en
que él andaba buscándola a usted, señorita. Este hombre y su empleada dijeron que
Francisco les dijo que planeaba hacer senderismo esa mañana y que luego iría
directo a la estación del bus. Entregó las llaves de la habitación, se despidió de José
y su empleada y, fue la última vez que ellos lo vieron –concluyó Ballesteros.
Antes de continuar resumiendo el caso a Laura, Ballesteros sacó una fotografía
de otra carpeta que él tenía en la mano. Se la enseñó a Laura y le dijo que si conocía
a la mujer en la foto. Laura la miró por unos segundos y le dijo que nunca antes
había visto a esa jovencita.
–¿Quién es esa chica? ¿Tiene esta muchacha alguna relación con la muerte de
Francisco? –preguntó Laura. Para ella el rostro de esa muchacha no le era ni un
poco familiar.
Ballesteros le contestó que esa muchacha era Rocío Villamizar más conocida
como “Flora”, nombre que solía usar Francisco para referirse a ella. Una de las
víctimas de los Duarte. El detective le preguntaba por la joven porque ahora con
las fotografías del cadáver de Francisco, él había descubierto que los dos, Flora y
Francisco, extrañamente tenían la misma cicatriz redonda en el pecho, con varios
puntos dentro del círculo que parecieran entrelazados por líneas. Laura no supo
que contestar, pues ella no tenía conocimiento del tal círculo. Francisco nunca le
dijo nada al respecto. En cuanto a Flora, ella jamás la había visto. Ballesteros le dijo
a Laura que pensaba que Francisco también había sido retenido y torturado por los
Duarte, que cosas terribles le pasaron en ese lugar, pero, por alguna razón, prefirió
callarlo. Ballesteros estaba convencido de que los Duarte realizaban algún tipo de
ritual a sus víctimas recién llegaban a sus manos. Tales locuras sacadas de sus
perturbadas cabezas no se pudieron probar en el juicio, y los Duarte tampoco
reconocieron haber hecho tales marcas a Flora. Lo cierto era que el detective
pensaba firmemente que Francisco, cuando descubrió lo que pasaba en esa
hacienda, trató de rescatar a Flora y en su fallido intento fue capturado. Pero
desafortunadamente, como lo dejaron ver los hechos, al final solo él pudo escapar

147
con vida. El detective se sentó sobre su escritorio para estar un poco más cerca de
Laura sin llegar a incomodarla.
–Vea, señorita. Yo no sé si morirse de un infarto duele o no, pero seguramente
todo pasó muy rápido. Francisco tal vez ni cuenta se dio cuando murió –dijo
Ballesteros–. Agregando también que estaba convencido de que lo más importante
era que Francisco había pasado sus últimos días de vida feliz divirtiéndose, o por lo
menos rodeado de gente que lo apreciaba.
–Lo apreciaban mucho –comentó Juan Ballesteros–, estoy más que seguro de
eso. La gente de esa vereda sentía por Francisco una más que merecida devoción.
Créame. –Le hizo saber Ballesteros a Laura que escuchaba atenta–. Además,
muchas veces que necesité entrevistarme con Francisco durante la investigación
por el caso de las jovencitas, él siempre, a pesar de las escabrosas circunstancias que
rodearon su visita a la vereda, jamás se mostró arrepentido de haber estado en Pico
Blanco.
Con estas palabras, Ballesteros daba por terminada la inesperada visita. Se puso
de pie y estuvo listo para salir de la oficina. Él, con tal discurso, solo quería sembrar
en Laura la certeza de que nada extraordinario le había ocurrido a su amigo. Trató
de quitarle alguna idea tonta que tuviera sobre la muerte de su mejor amigo. El
detective ya tenía que irse. Le dijo a Laura que si quería podía quedarse con esa
copia del reporte de muerte de Francisco. Acicaló su curioso bigote, le guiñó el ojo
a Laura y enseguida salió apresurado. Con la carpeta en la mano, Laura salió
decidida a ir en busca de la verdad tras la muerte de Francisco. Para ella no tenía
sentido su muerte y no iba a descansar hasta encontrar la verdad. Las palabras de
Ballesteros no hicieron efecto en la terca periodista que veía en todo una buena
historia que indagar.

**
Estaban todos reunidos en el cementerio dando la despedida a Francisco, el
sacerdote terminó el sermón e invitó a algún familiar o amigo de Francisco para
que pasara y contara a todos lo buen ser humano que había sido el joven. Laura
estaba sentada junto a Cecilia, la mamá de Francisco, que al escuchar el pedido del
religioso se puso de pie para ser la primera en hablar de él. Esa escena hizo sentir
terriblemente mal a Laura que prefirió alejarse del grupo. No quería que la vieran
tan descompuesta y menos llorar. Caminó entonces hasta estar a una distancia
prudencial para poder sentirse en privado con sus emociones, pero suficientemente
cerca para no perder detalle del acto que se llevaba a cabo. Entonces vio que detrás
del grupo había una banqueta de cemento y se dirigió hasta allí. Al lado de la
banqueta había un árbol que daba un poco de sombra y eso le agradó, porque a esa

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hora el sol era intenso, bochornoso y le fastidiaba. Sentada lejos del grupo tomó
una banda para el cabello del bolsillo de su pantalón de lino gris y ajustó su
frondosa melena roja. Se quitó la chaqueta negra que llevaba puesta y la puso sobre
sus piernas. Con el cabello recogido y sin la chaqueta se sintió más fresca, y
cómoda. Mientras parecía seguir el hilo del acto religioso sin interés, empezó a
pensar en el plan que debía armar para encontrar los o el responsable de la muerte
de su mejor amigo. Ella no se tragaba el cuento del infarto.
«Algo más hay tras lo ocurrido a Francisco» se decía hasta el cansancio Laura.
Mientras la preocupada pelirroja estaba sentada en la banqueta de cemento
pensando en cómo resolver la muerte del amigo, una mujer alta, elegantemente
vestida negro, que llevaba puestos lentes oscuros, le llamó la atención cuando
dejaba el grupo que atendía el sepelio. La mujer destacaba entre las demás personas
por el fino porte del que era poseedora y la manera delicada de hacer sus gestos.
Desde la banqueta a Laura le pareció que la mujer se despedía de Sofía porque
desde atrás, donde dicha mujer estaba sentada, puso su mano en el hombro de la
abuela de Francisco como despidiéndose, gesto que Sofía respondió posando su
mano sobre la mano de la distinguida mujer. Seguramente era alguna familiar
lejana, pensó Laura, porque le pareció que el gesto entre las mujeres era íntimo. Lo
cierto era que Laura nunca antes había visto a aquella desconocida. Laura restó
importancia a lo que veía y continuó sumergida en sus pensamientos. Realmente lo
que pasaba en frente suyo no le importaba. La elegante mujer se alejó del grupo y
caminó en dirección a donde estaba Laura envuelta en emociones y pensamientos.
–Hace un excelente clima –dijo la extraña a Laura cuando estuvo cerca–.
Disfruto mucho de estos días soleados.
Laura no le contestó nada porque no le interesaba dar pie a una conversación.
La desconocida sacó un estuche plateado de su bolsillo y de este sacó un tabaco.
Sin quitarse del lado de la pelirroja que ya empezaba a inquietarse por la presencia
de la desconocida, la mujer sin más se sentó al lado de la inquieta Laura. Observó
el tabaco por unos momentos antes de encenderlo.
–¿Le molesta si fumo a su lado? –preguntó la desconocida.
Laura levantó los hombros mostrando que no le importaba, cruzó sus piernas,
puso sus manos sobre su chaqueta negra para sostenerla y miró de reojo a la mujer.
En verdad le fastidiaba que esa mujer se hubiese sentado a su lado, pero ¿quién era
ella para decirle que no podía? La mujer empezó a fumar el tabaco y pareciera
disfrutar mucho de la actividad, entonces miró a Laura y le ofreció uno de los
tabacos en el estuche. Ella no aceptó el ofrecimiento porque no le gustaba fumar.
De hecho, odiaba el olor del tabaco. La extraña no insistió y guardó el estuche
plateado en el bolsillo de su gabardina negra inmediatamente Laura rechazó el

149
ofrecimiento. Mientras tanto Laura, que estaba irritada por la molesta compañía,
pensaba «¿por qué no se larga y me deja en paz?»
La entristecida y también irritada Laura ya no aguantó más seguir al lado de la
desconocida. Entonces antes de ponerse en pie e irse quiso saber qué tipo de
relación tenía esa mujer con la familia de Francisco.
–¿Es usted familiar de Francisco? –finalmente se decidió a preguntar Laura.
La mujer contestó que no eran propiamente familiares, pero que era muy
cercana a la familia.
–Amiga de toda la vida –dijo–. También dijo que se sentía parte de la familia
desde siempre.
–Hemos compartido mucho entre nosotros –dijo la mujer con un tono de voz
algo zalamero para su compañera de banqueta.
Laura no le creyó nada de lo que decía porque ella era muy cercana a la familia
y jamás la había visto. Esa mujer no le gustaba definitivamente a Laura. Por lo que
la irritada pelirroja decidió que ya era momento de regresar con los demás, así que,
sin contradecir lo que la mujer acababa de afirmar, Laura se despidió y se dispuso a
dejar a la mujer sola para que disfrutara del soleado día y de su asqueroso tabaco.
Antes de que Laura lograra ponerse en pie, la mujer puso su mano en el hombro
derecho de la periodista, y la detuvo. La desconocida no dejó que la joven se
levantara. Laura reaccionó enojada por el atrevimiento y quiso quitarse la mano de
la mujer del hombro, pero le fue imposible. La pobre estaba como congelada,
Literalmente paralizada por decirlo de algún modo. Era como si todo a su
alrededor continuara su curso sin ella. Laura, en vano, intentó moverse nuevamente
y con cada intento lo único que lograba era agitar su respiración y acelerar los
latidos de su corazón. La extraña mujer empezó a expeler un olor mentolado que
se mezclaba con unas brisas de suave canela y lavándula que a Laura no le gustaba.
Ese olor le daba sensación de náuseas. Laura también podía sentir el aliento tibio
de la mujer muy cerca de ella. La extraña mujer la recorrió con ese tibio aliento
desde el hombro derecho hasta el oído y Laura, que ya no estaba irritada, pero sí
invadida por un miedo incontrolable, pudo seguir escuchando la voz de la
desconocida que le decía:
–No tiene idea de nada, mi querida Laura. Pico blanco no es un lugar para
espíritus insulsos como el suyo. Laura, la que no escucha, no siente, no huele, no
intuye. Por eso Laura no ve nada. Solo sabe hablar y camuflar la realidad, ¿verdad?
Esa tierra y sus senderos pertenecen desde siempre a las fuerzas del tiempo que no
es tiempo. Un poder desconocido e impredecible, pero increíblemente infinito –
dijo la mujer a Laura mientras seguía fumando el tabaco que ya casi se terminaba.
La desconocida sonreía y movía su mano suavemente sobre el hombro de la

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muchacha como acariciándola mientras continuaba hablando–. ¿Sabía que la
realidad de todo y todos tiene muchas formas? –preguntó la mujer a Laura que,
aunque hubiera sabido que responder, no pudo hacerlo–. Creo que usted no puede
ver esas formas porque teme a lo desconocido. Solo logra ver las formas conocidas
porque la satisfacen.
La extraña mujer hizo una pausa para fumar el tabaco y luego continuó
hablando.
–Ahora le propongo que abra su mente a la infinidad de posibles formas que
tiene la realidad. No tema gastar el combustible de su alma en busca de esa verdad,
pues tales recursos son infinitos. Sígame y podrá aprender –concluyó la extraña sin
darle a Laura ninguna oportunidad de reaccionar.
La mujer no dejaba de mirar al grupo de personas frente a ellas. Dio una última
aspirada al tabaco y lo terminó. Tiró lo que quedaba del tabaco al piso y lo dejó allí.
Luego le dijo a Laura que ya debía marcharse, que lamentaba haberla molestado. Le
pidió que observara el camino que ella iba a tomar porque ese mismo sendero era
el que ella debería tomar si quería encontrar a Francisco. El encuentro terminó con
un beso en la mejilla de Laura que la desconocida le dio antes de marcharse. Al
tiempo que retiraba su mano del hombro de la aterrorizada muchacha que siguió
sin poder moverse, la elegante y fina desconocida caminó de frente a Laura sin
girarse y con cada paso que ella daba, una luz muy brillante parecía envolverla hasta
engullirla por completo. En su mente Laura creía estar gritando fuertemente
pidiendo ayuda, pero como era de esperarse, nadie escuchó sus gritos desesperados
de auxilio. La extraña mujer se había desvanecido en cuestión de segundos frente a
los incrédulos ojos de Laura, al parecer la única espectadora de tan extraña
situación. Al tiempo que la mujer desaparecía, Laura, que estaba profundamente
alterada por lo ocurrido, se pudo levantar de la banqueta, dio unos pasos y sintió
que perdía fuerza en sus piernas. Miró para abajo y creyó ver sus pies como
enterrados en el suelo. Era una desesperante sensación de lentitud y gran pesadez
que obligó a Laura a ponerse de rodillas en el suelo. De rodillas en el piso y con la
cara levantada, Laura miró al grupo de personas con la esperanza de que alguien
viera lo que estaba pasando a sus espaldas y la ayudaran. La única persona que
miraba hacia atrás era Sofía que, sentada en su silla, observaba a Laura, pero para
desilusión de la joven la anciana no reaccionó como ella esperaba. Solo la siguió
mirando fijamente mostrando una maliciosa sonrisa a Laura, lo que le hizo erizar la
piel a la ya asustada muchacha. Luego asintió con la cabeza y se giró para seguir
prestando atención al discurso de Cecilia.

151
Mientras Laura seguía de rodillas en el suelo sin poder levantarse y sintiéndose
muy agotada, como quien acaba de terminar una maratón, vio venir de frente a un
hombre un tanto mayor que daba pasos largos y ligeros.
–¿Qué le ocurre, señorita? –preguntó el hombre cuando estuvo cerca.
Laura miró al hombre con los ojos desorbitados como apunto de desmayarse y
este de inmediato le prestó ayuda para que pudiera levantarse. De pie, Laura le
pidió que la ayudara a llegar hasta la banqueta porque tenía mucho desaliento y no
lograba mantenerse en pie por sí misma. Estando sentada, Laura empezó a
recuperar el aliento y la fuerza. Las piernas le temblaban menos y la mirada parecía
enfocada. La intensidad del sol de medio día momentáneamente se redujo gracias a
un grueso grupo de nubes que se posaron en el cielo dándole la oportunidad a
Laura de respirar más tranquila.
–Creo que el intenso calor me hizo perder el aliento –dijo Laura al hombre que
le prestaba ayuda. También le dijo que la mujer que estaba a su lado usaba un
perfume muy fuerte que, mezclado con el olor penetrante del tabaco que fumaba,
logró marearla y descomponerla por completo.
–¿Qué mujer, señorita? –preguntó el hombre bastante confundido.
–Esa mujer de negro que fue caminando para allá –dijo Laura mientras
señalaba con el dedo la dirección por donde había ido la mujer.
El buen samaritano que ayudaba a Laura continuó confundido porque el lugar
que señalaba la pálida pelirroja, a la que las pecas se le acentuaban aún más por la
palidez, solo contenía las tumbas y el sendero que llevaba a la capilla del
cementerio completamente vacío. Ese hombre definitivamente no había visto a
nadie yendo en esa dirección y se lo dejó saber a la desvalida muchacha. Él mismo
venía caminando por ahí y no se topó con nadie. Él solo había visto a Laura desde
lejos cuando se puso en pie para luego caer de rodillas al suelo. Laura por supuesto
se molestó con las palabras del hombre y lo contrarió al instante.
–La mujer caminó en esa dirección, estoy absolutamente segura –respondió
Laura alterada y manoteando al hombre–. ¡No es posible que no haya visto a esa
mujer tan llamativamente vestida de negro!
El pobre hombre quedó sorprendido con la obnubilada reacción de Laura y
prefirió seguirle la corriente, no quería causarle más amargura y pena a la pobre y
en tono conciliador le dijo:
–Si por ahí dice que fue, yo le creo.
Luego le ofreció agua a Laura, y le pasó una botella de vidrio con agua que traía
en la mano. Laura aceptó el ofrecimiento, recibió de buena gana la botella de vidrio
y con sus mejillas sonrojadas seguramente por la vergüenza que sentía al haber

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tenido esa reacción desmedida con el hombre, sin decir más que gracias, bebió el
agua hasta la mitad sin parar.
–Es usted muy amable, señor –dijo Laura avergonzada al hombre que la
socorría y casi le rogó para que no prestara atención a sus chaladas palabras, pues
eran producto de su estado de ánimo. La profunda tristeza por la partida de un
amigo la había afectado más de la cuenta y eso la tenía al borde de una crisis
nerviosa, dijo. La pobre Laura realmente estaba apenada por su mal
comportamiento con ese gentil caballero que solo la quería ayudar. Para su
consuelo, el hombre con cortesía le dijo:
–No se preocupe, señorita, la comprendo muy bien. Yo también conozco ese
sentimiento de pérdida.
Laura definitivamente se sintió mejor después de escuchar las palabras del buen
samaritano.
–Creo que esta agua es medicinal, ¡mágica! Después de beberla me siento
mucho mejor –comentó Laura jocosamente tratando de dejar a un lado su imagen
de niña mal criada y voluntariosa. Quería mostrar su lado más amable al hombre
que la ayudaba.
El hombre sonrió y le contestó que solo era agua y que ella seguramente solo
estaba deshidratada. En ese momento Laura se percató de la tontería que acababa
de decir y se sonrojó. Al ver que la joven estaba completamente recuperada, el
hombre le dijo que ya debía marcharse y, mientras se alistaba para seguir su camino,
le pasó un bolso amarillo a la pelirroja.
–Mire, creo que este bolso es suyo –le dijo el extraño.
Apenas Laura recibió el bolso y lo estaba examinando con ojo curioso, el
hombre se despidió rápidamente sin darle tiempo a la joven de decir que ese bolso
no le pertenecía. A paso largo el amable caballero dejó a Laura sola sentada en la
banqueta. «Qué hombre tan particular» se dijo Laura para sí misma sentada en la
banqueta y con el bolso en la mano. Sin dejar pasar tiempo se giró para atrás y vio
que el hombre de aspecto campechano y bien vestido se subía a un jeep que estaba
parqueado en la calle justo al lado del cementerio. Desde el jeep el hombre se
levantó un poco el sombrero que llevaba puesto y le hizo una señal de despedida a
Laura que lo había seguido con la mirada y emprendió marcha. Laura se despidió
agitando la mano.
Con el bolso amarillo entre las manos y sin ver que había en su interior, Laura
dio un vistazo a su alrededor y vio que las personas asistentes al sepelio de
Francisco ya se estaban despidiendo de la afligida familia. Parecía que la ceremonia
religiosa había terminado y todos empezaban a salir del cementerio. Entonces
Laura se levantó de la banqueta y caminó en dirección al grupo de personas.

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Cuando tuvo oportunidad se acercó a la desconsolada Cecilia, le dio un fuerte
abrazo y palabras de consuelo. Al lado de Cecilia estaba Julio, el medio hermano de
Francisco con el que Laura nunca tuvo una muy buena relación pues a ella él le
parecía presumido y un tanto altanero. Para nada le caía bien. Por su lado, el medio
hermano de Francisco pensaba que Laura era una pretenciosa manipuladora que
siempre había tomado ventaja de la incondicional amistad que le ofrecía su
hermano. Por esas razones el saludo entre ellos fue una mera formalidad que duró
lo que dura un suspiro evitando así decir algo que generara tensión. Con la mirada
Laura recorrió el lugar en busca de Sofía que extrañamente no estaba cerca del
resto de la familia. Disimuladamente la joven pelirroja se fue alejando de Cecilia y
Julio, y en medio del gentío buscó a Sofía, pero no logró encontrar a la anciana. El
cementerio se estaba quedando solo. Ya todos caminaban hacia la salida. Dentro
del lugar ya no quedaban sino ella, el sepulturero y el ayudante del sacerdote que
estaba empacando los utensilios usados en la ceremonia.
–Disculpe, joven –dijo Laura al monaguillo del sacerdote–. ¿Cree usted que
quede alguien más dentro de la capilla? –preguntó Laura pensando que Sofía habría
ido a la capilla del cementerio.
–No. Definitivamente no, señorita. La capilla ha estado cerrada al público
porque la están reparando. Por eso la ceremonia se hizo aquí afuera –respondió el
monaguillo.
Con cierto desconsuelo Laura agradeció al joven y se dispuso a abandonar el
lugar. Mientras caminaba pensó que tal vez Sofía estuviera afuera con los demás.
Cuando la afanada y perturbada Laura estuvo afuera, ya ni rastro había de la familia
de Francisco en los alrededores del cementerio. Pero Laura, que era de
personalidad insistente, no se quedaría con la necesidad imperiosa de hablar con
Sofía, pues solo ella podría ayudarle a esclarecer lo sucedido en el cementerio con
la mujer elegantemente vestida de negro.
«Esa mujer me drogó. Estoy segura de eso. Y Sofía vio lo que me hizo. Pero
¿por qué no me ayudó?» se dijo para sí misma Laura parada en el largo pabellón
que daba entrada al cementerio. Entonces decidió que iría a buscar a Sofía a su
casa, aunque eso implicara ver la cara del antipático Julio otra vez. Laura caminó
algo desorientada a las afueras del cementerio en busca de su Honda Civic plateado
porque no recordaba donde lo había dejado exactamente. Cuando finalmente lo
encontró parqueado una cuadra más abajo de donde ella recordaba haberlo dejado,
cayó en cuenta de que tendría que aplazar hasta la noche la visita a Sofía pues esa
misma tarde ella tenía una cita muy importante con el director del diario donde
trabajaba. Laura se subió a su automóvil, se puso cómoda y descargó en el asiento
del pasajero de su carro el bolso amarillo que seguía cargando sin darse cuenta.

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Cuando ya se disponía dar marcha al motor, nuevamente las imágenes de lo
ocurrido con la mujer de negro invadieron la mente de Laura como ráfagas
insoportables de luz que llegaban para posarse punzantes en lo más profundo de
su cerebro. Eran eventos sacados de cualquier realidad insensata que ella no podía
explicar. Esas imágenes la intranquilizaban y le hacían perder la capacidad de
razonar. Sus manos se tornaron temblorosas y sudaban sin parar.
«¡Esto debe parar ya!» se repitió una y otra vez Laura con la cara recostada en la
dirección del vehículo. Recordó entonces que en la guantera tenía una lata de
cerveza. Abrió el compartimento del carro y la sacó, la destapó y bebió casi todo el
amargo liquido sin parar, aunque el sabor de la cerveza tibia no fuera su favorito.
El sabor amargo y la burbujeante textura de la cerveza le traía buenos recuerdos y
le subía el ánimo, por eso era su bebida favorita. Laura se sintió mejor y con la
capacidad de enfocar sus pensamientos, nuevamente encendió el motor y se dirigió
a las oficinas del diario El Despertar.
Reunida con el director del diario, Laura Quintana se enteró de los cambios que
se avecinaban debido a la alianza que finalmente se había firmado con una de las
cadenas noticiosa más grandes del país. La noticia sorprendió a la periodista
porque, a pesar de llevar varios meses trabajando en el diario, no sabía que se
estaba negociando tan importante alianza. La importante negociación se había
llevado a cabo bajo estrictos parámetros de confidencialidad. Los cambios iban
desde nuevos grupos de trabajo con mejores presupuestos hasta la ampliación de
las instalaciones del diario que también se preparaba para salir al aire los fines de
semana en un canal regional. Adicional a la buena noticia de la alianza, el director
del diario le ofreció un puesto fijo a Laura como directora de la sección política. La
disciplina y la objetividad que Laura aplicaba a cada proyecto que iniciaba daban
siempre como resultado reportajes intachables y sustanciosos. Esa diligencia y
pulcritud en el trabajo la pusieron como la mejor candidata para ocupar el puesto
de directora de la sección política. El ofrecimiento era lo que Laura venia buscando
desde su graduación y ahora el abanico de oportunidades estaba abierto para que
ella empezara su camino al éxito. Por supuesto, Laura aceptó sin dudar el
ofrecimiento, pues al parecer la nube negra de malas rachas que se había posado
sobre la periodista por fin se disipaba, dando lugar al tiempo de las vacas gordas.
Terminada la reunión con el director del diario, Laura agradeció por la confianza
que él depositaba en ella y le prometió no defraudarlo. El trato lo cerraron en ese
momento con un apretón de manos. Al salir de la oficina del jefe, Laura reparó la
hora en su teléfono. Eran las 6:23 de la tarde. «El tráfico ya debe de estar menos
pesado» pensó, pues detestaba perder el tiempo por culpa de los atascamientos
vehiculares. En su salida del diario se topó con algunas personas que todavía

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seguían trabajando. Saludó rápidamente a los conocidos y continuó saliendo de las
oficinas. Fue al ascensor y esperó por unos minutos hasta que la puerta del viejo
aparato eléctrico se abrió, entró e indicó ir al sótano. Estando sola en el ascensor,
Laura dejó salir un grito ahogado de alegría a modo de festejo por las buenas
nuevas que llegaban a su vida. Mientras bajaba al sótano, invadida de dicha, Laura
recordó los acontecimientos de los últimos dos días, pero extrañamente no se
sintió mal al recordar.
«Creo que la tristeza por la pérdida de Francisco me ha jugado una mala pasada.
Debo dejarme de tonterías» se dijo para sí misma tratando de convencerse de que
lo ocurrido en el cementerio, y las sospechas de que la muerte de Francisco era un
homicidio, solo eran producto de su profundo dolor. La bochornosa temperatura
del medio día y la mezcla de emociones con pastillas para controlar sus nervios
seguramente la hicieron imaginar cosas. «¡No sabía qué tan emocional puedo ser!»
pensaba Laura en medio de una sonrisa picarona y complaciente que no la dejaba
mientras salía del ascensor. Se dirigió al Honda plateado, abrió la puerta del
conductor, se quitó la chaqueta negra que llevaba puesta y la lanzó al asiento del
pasajero. En ese momento se percató de que tenía un montón de basura sobre esa
silla y otro poco en las sillas traseras. Inspirada por las nuevas noticias recibidas
decidió deshacerse de esa basura. Tomó una bolsa plástica que estaba dentro del
Honda y metió dentro toda la basura que pudo, incluyendo el bolso amarillo que le
había dado el desconocido en el cementerio. Caminó hasta el contenedor de basura
que estaba a unos cuantos pasos. Mientras se dirigía al contenedor, empezó a sentir
un fuerte olor a tabaco que la llevó a fruncir el ceño y aligerar el paso. Abrió la tapa
del contenedor y tiró la bolsa con la basura. Regresó rápidamente al carro y de
vuelta el olor asqueroso a tabaco se intensificaba. Subió al Honda, encendió el
motor y emprendió la marcha decidida a dejar en el olvido el asunto del cementerio
y enfocarse en su nueva propuesta de trabajo, pero unos metros de haber avanzado
se detuvo.
«¿Por qué te importan estas cosas?» se dijo Laura en medio de un larguísimo
suspiro mientras daba reversa. Luego giró la dirección del Honda a la izquierda y
fue directo al contenedor de basura. Se bajó del carro dejando el motor encendido
y fue hasta el contenedor para sacar de la bolsa plástica el bolso amarillo. Quería
estar segura que dentro del bolso no hubiese documentos importantes de quien
perdió el bolso. El olor a tabaco aún se podía percibir cerca del contenedor, pero
ahora se mezclaba desagradablemente con un olor mentolado y trazas de canela
que se esparcía por todo el lugar, creando una atmósfera difícil de respirar para
Laura, que de paso tuvo la extraña sensación de ser observada. La joven periodista

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detuvo su actividad y observó lentamente a su alrededor descartando la posibilidad
de que alguien la estuviera acechando. El parqueadero estaba casi vacío.
«¡Deja la tontería!» se dijo Laura tratando de calmar los nervios.
Con el bolso amarillo nuevamente en sus manos, abrió el cierre e introdujo su
mano y lo único que pudo palpar fue algún tipo de accesorio que ella sacó del
bolso. Era una cadena de plata con un colgante macizo y pesado, hecho del mismo
material. Un accesorio como cualquier otro, pensó Laura a penas lo vio.
«¡Carajo! ¿Me devolví por esta baratija?» se preguntó a modo de reproche. «Ya
debería estar a medio camino» decía Laura mientras, decepcionada, seguía mirando
la joya sin saber que afuera estaba a punto de desgajarse un tenaz aguacero de esos
que arrastran con todo y terminan abarrotando de basura y animales muertos los
canales de desagüe de la ciudad, haciéndolos desbordar con cuanta inmundicia se
pueda imaginar, atascando más el ya difícil tráfico vehicular y haciendo aún más
caótica la ciudad.
Ignorando el caos que pronto se armaría en la calle, Laura siguió observando la
cadena sin poder quitarle el ojo de encima. Estaba completamente despreocupada
del tiempo que ella tanto apreciaba y que no le gustaba desperdiciar. De repente,
estaba interesada en la joya, pues le había llamado la atención ver que en los
pequeños eslabones que conformaban el cuerpo de la cadena, habían tallado algún
tipo de simbolismo. Detalle que ella, a primera vista, no había visto.
«Esto debe ser el laborioso trabajo de un artesano» dijo sorprendida, ya que en
su tiempo era difícil encontrar accesorios de buena calidad hechos a mano.
Con la misma curiosidad Laura examinó el medallón que acompañaba la
cadena. El macizo colgante de plata tenía talladas unas profundas líneas que se
entrecruzaban y se unían formando un centro todavía más profundo que sostenía
una piedra azul. Con aquella observación detallada, definitivamente Laura había
quedado atrapada por la belleza que descubrió en la joya.
«¡Es hermosa! Parece poseer hasta identidad propia» se dijo en voz alta para sí
misma mientras contemplaba embelesada la joya y deslizaba sus dedos sobre la
hermosa piedra azul. Al hacer esto la piedra empezó bruscamente a calentarse y la
joven curiosa reaccionó soltando el accesorio de inmediato. Mientras el medallón
iba cayendo al suelo empezó rápidamente a emanar una potente luz azul que cegó
por completo a Laura y, de paso, envolvió su figura de pies a cabeza en cuestión de
segundos, haciendo que la joven lanzara un chillido estremecedor. Con el chillido la
luz se intensificó vorazmente para luego empezar apaciguarse y desaparecer. El
hermoso accesorio terminó de caer al suelo y al contacto con este, lentamente
empezó a fundirse con el concreto del piso, dejando así ninguna huella de haber
existido. El motor del Honda Civic plateado siguió zumbando y muy cerca quedó

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tendido sobre el suelo el cuerpo inerte de Laura. En ese mismo instante, detrás de
una de las columnas del sótano, una mujer vestida de negro que fumaba un extraño
cigarro salió y se acercó al cuerpo de Laura, se agachó para acomodarle el cabello,
le acarició el rostro con el dorso de su mano izquierda y mientras contemplaba con
ternura a Laura, dijo en voz alta y tono zalamero: «Tu tiempo acaba de empezar, mi
pequeña amiga» Segundos después, la mujer se puso de pie, dio unas aspiradas al
cigarro y caminó unos pasos entre Laura y el contenedor de basuras, se agachó un
poco y agarró el bolso amarillo que estaba tirado en el suelo. Sonriente, miró el
bolso entre sus manos, volvió la mirada nuevamente a Laura para luego dirigirse a
la calle, donde, sin perder su elegante porte, caminó con actitud victoriosa bajo la
lluvia y en medio de estruendosos relámpagos.

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