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Ricardo Piglia y la épica de la novela

policial
Un ménage à trois, una fábrica en ruinas, un crimen y un
policía loco puesto a resolverlo delinean “Blanco
nocturno”, la novela que el autor de “Plata quemada”
publicó en 2010, tras trece años sin ficciones. En este
diálogo, sus reflexiones sobre el sentido de la experiencia,
la literatura argentina y su idea de que “todos somos
sospechosos de demencia”.

ALGO PERSONAL. Las historias de Piglia no esconden cierto origen autobiográfico.

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de Clarín

Ahí va bien?”, pregunta el hombre asomado al ojo de buey que mira diluviar sobre Buenos
Aires desde un cuarto piso del microcentro. Clic clic, contesta el fotógrafo en señal de
aprobación. Las imágenes se toman sólo con la luz escueta que la tormenta filtra por las
ventanas, una semi penumbra homenaje al título de su nuevo libro, Blanco nocturno, y
Ricardo Piglia –profesor de literatura latinoamericana en Princeton University y escritor
argentino devenido en clásico desde Respiración artificial, su primera novela–, al principio
dirá que no quiere verlas (“si las miro no me gustan”) y después se entusiasmará como un
chico con el resultado, ante el espejo imantado de la cámara digital (“¡buenísimo!”).

El libro, editado por Anagrama (que publica a Piglia en España desde 2000, con éxito
fenomenal de crítica), comienza a distribuirse esta semana en la Argentina. Es la primera
novela que el autor de Formas breves publica desde Plata quemada (1997), y ya se perfila
como uno de los hitos editoriales de 2010. En ella, la vida de un pueblo de provincias se
altera en 1972 por la llegada de Tony Durán, portorriqueño, mulato y jugador, valijero
forrado en dólares negros y ajenos (cualquier contacto con la política argentina reciente corre
por cuenta de las intuiciones de la ficción), enrolado en un flirt a tres bandas con dos
hermanas gemelas, Ada y Sofía Belladona, niñas bien del lugar, con apellido y talante de
alcaloide, tan idénticas entre sí que tienen “igual hasta la letra”.

Ese triángulo erótico aceitará los engranajes del chisme y servirá de “motor” para contar el
resto de la historia familiar que incluye un abuelo coronel, dos hermanos varones, Lucio y
Luca, dueños de una fábrica en ruinas y tatuados por la tragedia, un padre ovillado en una
silla de ruedas y abandonado por dos mujeres –la primera huyó con un director de teatro; la
segunda se ha encerrado a leer de matiné a trasnoche–, y las versiones aumentadas y
corregidas de sus andanzas, relatadas por los parroquianos en el Club Social o en el almacén
de Madariaga. Los Belladona atraerán la atención de los medios nacionales cuando Durán es
asesinado y la investigación queda en manos del comisario Croce, pesquisa a juicio de
muchos “un poco tocado”.

“Novela de personajes”, según él mismo la define, Piglia recupera en Blanco nocturno a


Emilio Renzi, que lo acompaña desde sus primeros cuentos en La invasión (1967), quien
llega al pueblo enviado como cronista de El Mundo y que para ratificar su fetichismo por las
pelirrojas cae “enamoradísimo” de Sofía: “Renzi como personaje es cada vez más arcaico y
eso me divierte. Está armado en un tipo de cultura que lo hace interesante: todo lo relaciona
con la literatura”, apunta el autor. Como para acentuar el tono de la tarde, Piglia pide un vaso
de agua antes de ponernos a conversar en uno de los salones de la editorial, rodeados de
ejemplares de la novela: 299 páginas que pueden leerse simultáneamente, como la
investigación de un crimen, como una historia de amor imposible, como una reflexión sobre
la verdad y la imposibilidad de conocerla del todo o como la tragedia de un hombre, Luca,
que quiso salvar un sueño y descubrió el precio agrio de hacerlo a costa de sus principios.

-Sus ficciones nunca esconden cierto origen autobiográfico. ¿“Blanco nocturno” cumple
con ese rito?
-Sí, es parte de la historia de la familia de mi padre. Mi abuelo efectivamente fue a la guerra,
y estuvo a cargo de una estación de ferrocarril en un pueblo que se construyó alrededor de
ella. Uno de mis primos, que yo conocí de chico y que me hacía unos juguetes mecánicos
maravillosos, tuvo una fábrica que vivió una serie de tragedias. Es extraordinario cuando uno
ve a alguien que tiene una idea, que por momentos parece una idea artística, pero que también
puede leerse como una obsesión. La novela se construye a partir de ese personaje, Luca,
importante para mí, porque tiene una historia casi épica. Y luego empiezan a tejerse las
tramas que giran alrededor de un pueblo, que jamás se menciona, pero que tiene mucho del
recuerdo de mis veranos de infancia en Bolívar.

-Entró y salió muchas veces de esta novela, ¿qué le hizo sentir que era hora de contarla?
-En general trabajo así. Escribo un primer borrador y después dejo que decante, trato de que
vaya desarrollando su propia lógica. Busco que cada libro no se parezca a los anteriores. Eso
tampoco es una virtud. Hay escritores que uno admira mucho y que siempre escriben las
novelas más o menos del mismo modo, como Onetti, y eso es sorprendente. Pero en mi caso
siempre necesito una experimentación nueva. Aquí había una serie de cuestiones que me
interesaban. Por un lado, trabajar una novela de personajes: cómo hacer para escribir una
novela cuyo centro sean los personajes, qué tipo de relaciones establecen esos personajes.
Otro desafío era buscar un estilo preciso y rápido. Nunca se consiguen las aspiraciones del
estilo, pero me parece importante que uno tenga cierta música, cierta idea de cómo sería el
tono, el ritmo. Yo traté de salir de una escritura que me surge naturalmente, cierto
barroquismo, una sintaxis un poco más lenta.

-Vuelve a las notas al pie, un recurso que había utilizado en los 70 en “Nombre falso”.
¿Qué finalidad narrativa les asigna?
-Me interesaba darle al libro un subsuelo de información relacionada con el lector. Lo que
circula por abajo del texto son cosas que los personajes saben, que dan por sentadas y de las
cuales no hablan. Si uno pudiera usar una metáfora sería la de una ventana a través de la que
uno mira y ve un fragmento de algo, fragmentos de información que intentan dar la pauta de
la complejidad que supone reconstruir una situación: un crimen o la quiebra de una fábrica
en esta novela. Y después hay un chiste ahí…

-…que no le voy a perdonar que no me cuente…


-Un maestro mío, Enrique Barba, un historiador muy extraordinario que había en La Plata,
decía algo que a mí siempre me divirtió: “Todo libro de historia que no tiene cinco notas al
pie por página es una novela.” Y es la mejor definición de novela que conozco, ¿no? Todo
libro que no tiene notas al pie es una novela. Me propuse entonces tratar de contradecir ese
género que se identifica por no tener notas al pie.

-Broma al margen, en “Blanco nocturno”, ese relato fuera del relato es tan relevante
que el título sale de una nota al pie.
-Es cierto. Es que cuando yo empecé a pensar en el libro, se conectaba con algo que estaba
sucediendo en la Guerra de las Malvinas: la noticia de que los ingleses tenían infrarrojos que
permitían una visión nocturna del campo de batalla. Yo había pensado en situar la novela en
ese momento, y después me pareció que era un poco demagógico. Entonces, elegí el año 72
porque hay pocos momentos neutros en la historia argentina y aunque éste no lo sea del todo
–no se sabe si Perón va a volver o no a la Argentina, los movimientos de izquierda todavía
no han entrado en lo que después fueron las acciones armadas propiamente dichas, etcétera–
, otros años –el 73, el 76– tienen una carga, ¿no? Ese fue uno de los movimientos que tuvo
el libro: cambiarle la cronología.

Sigue lloviendo como si eso fuera lo único que sabe hacer la tarde. Piglia cuenta que estuvo
“entrampado” 20 minutos a la altura del Obelisco y hablamos un rato de impermeables,
taxistas y botes salvavidas. Le gusta conversar; ante las preguntas tiene el gesto generoso de
pensar en público sin temerle a la vacilación. Algo de ese ejercicio compartido de reflexión
asomó en un curso que dictó recientemente en el Malba, donde rescató la narración como
práctica social. “La experiencia de narrar es cotidiana”, reafirma ahora. “Somos narradores
y receptores de historias desde la infancia. Esa circulación de relatos es el contexto natural
de la literatura y todos sabemos cuándo una historia funciona: los mejores relatos son los que
no podemos olvidar”. Esto, recuerda Piglia, fue estudiado con gran originalidad en Language
in the Inner City, por el sociolingüista estadounidense Robin Lakoff, al investigar el
lenguaje de los negros en Harlem en los años 50. “Cuénteme el día en que su vida estuvo en
peligro, les pedía Lakoff, y comprobó que esos relatos espontáneos manejaban elementos
clásicos de construcción narrativa y dosificación de los datos, que administraban el suspenso,
etcétera.”

-Hablamos ya de Luca. ¿Qué desafío le plantearon los personajes de Ada y Sofía?


-Mi intención con ellas fue ver si era posible contarlas como habitualmente, por prejuicios
quizá, se cuenta a los hombres: en las novelas argentinas generalmente los únicos que toman
decisiones son ellos y las mujeres están como si fueran un punto de referencia, esperando.
Sofía y Ada, en cambio, son muy activas. Ellas son el motor de la trama, a partir de su relación
con Tony Durán. La intriga gira alrededor del dinero que él lleva al pueblo y qué sucede
cuando lo matan. Avanzado el libro, encontré además, el procedimiento del diálogo que Sofía
tiene con Renzi, que en realidad comienza cuando él va a la casa de la familia, pero que
aparece en la novela previamente, anticipándose. Eso también me permitió crear un contraste,
porque es un poco el relato de Sofía, su versión de los hechos.

-Otra noción que explora la novela es la cercanía entre genialidad y desvarío: la locura
como nombre que le damos a modos de percibir que se nos escapan.
-Es un tema que me interesa mucho. Siempre existe el problema de los límites de la
percepción, lo que se puede ver en los rastros: en las caras de las personas con las que uno
trata o en los elementos que uno percibe en la realidad. A mí me gusta mucho la expresión
“sospechoso de demencia”. Todos estamos por momentos en actitud de sospechosos de
demencia, porque vemos demasiado sentido, porque creemos que todo tiene relación con
todo; esos momentos donde aparecen datos que muchas veces son de lucidez pero
amenazados por cierto delirio, como un exceso de significación.

-Me está hablando del comisario Croce…


-Es que yo tenía desde hacía mucho tiempo la idea de escribir un relato policial con un
detective que estuviera loco, para romper la tradición del género que siempre ha trabajado
con el detective súper lúcido, alguien que produce los hechos por su propia dinámica, por su
fuerza física, por su práctica con un costado de reflexión, como sería el caso de Marlowe.
Croce encarna una fórmula narrativa que yo estaba buscando: la idea de un comisario que
resuelve muchas cosas por intuición, por casualidad, sin seguir todos los pasos de un
protocolo de investigación. En el caso de Luca, la locura es el efecto que le produce la derrota;
él no puede mantener su criterio de realidad luego de las cosas que le pasan en torno a la
fábrica, a su padre, su hermano, ahí encuentra un punto de fuga.

-Renzi le pone un nombre a esas sensaciones y habla de un nuevo género: la “ficción


paranoica”. ¿Tiende “Blanco nocturno” a eso?
-Sí, en parte. Yo siempre he tratado de abrir esa discusión. Porque uno conoce muchas
ficciones donde los paranoicos son los delincuentes o las víctimas, que nunca se sabe si son
realmente perseguidas o si se sienten amenazadas. Esa inminencia de alguna catástrofe forma
parte de la tradición del género desde su origen. La ficción paranoica tendría que ver con el
momento en el que también el detective queda incorporado a ese universo donde no hay un
afuera, un espacio donde las cosas estarían normalizadas.

-¿De dónde viene su fascinación por el policial?


-El modelo de relato como investigación me interesa mucho porque trata de reconstruir una
historia que está fuera de la escena, fuera de la superficie de la narración. Mis libros han
tenido en común esa cuestión, con mayor o menor nitidez. Pero en este caso, por primera
vez, si no me equivoco, aparece un protagonista que se asimila al género en un sentido
explícito: es alguien que cumple la función que el género le da a los investigadores.

-Es, por otra parte, un género que garantiza cierta intensidad.


-Sí, el policial tiene la capacidad de convertir en muy apasionante y peligrosa la situación
cotidiana de la investigación, que todos conocemos porque siempre estamos construyendo
hipótesis que nos permitan descifrar sentidos. El género convierte eso en un elemento
peligroso, de amenaza, de muerte, de crímenes. También está la idea de trabajar con la épica.
El policial no tiene personajes…

…planos?
…planos, chatos. Son historias con una dimensión de peligro, de muerte. Todas estas son
cosas que uno dice con algo de vergüenza, porque son aspiraciones más que realidades. Pero
la idea de trabajar una historia que tuviese algún contacto con la épica formó parte de las
decisiones previas. Yo vi a Luca como un personaje que tenía la estatura de alguien que
enfrenta situaciones que parece que fueran su propio destino.

Toda entrevista tiene sus derivas y ahora, café mediante, hablamos un poco de viajes, lecturas
y proyectos. La mención de Casa de Ottro , la novela de Marcelo Cohen que figura entre sus
lecturas recientes (“su proyecto narrativo es muy sólido”) le dispara una serie de reflexiones
sobre cómo la literatura aventaja a otras artes a la hora de reflejar pensamientos: “Ahí también
hay una intriga, ¿no? Uno desconfía de su propio sistema de pensamiento, porque a veces se
pierde e imagina si los otros también tendrán pensamientos mínimos, que van y vienen. En
cierto sentido la literatura viene a responder a eso porque en las novelas sabemos qué piensan
los personajes, en tanto que con el resto de las personas, por más cerca que estemos, nunca
podemos saberlo del todo”. Cuando no lee, escribe. Trabaja en una serie de cuentos, aún sin
título definitivo: “Quisiera escribir unos ocho y a lo mejor retomo algunos casos de Croce”,
dice. Otra idea que lo ronda desde hace años es la de contar la historia de un tío suyo, que en
algún momento empezó a sentir que tenía algo en la cara –“una mancha, una deformación,
nadie sabe”– y a taparse con una toalla ante los demás.

-¿Algo qué ver con su primo, el de la fábrica?


-No, éste era del lado de mi madre.

-Su familia da para mucha literatura...


-(Se ríe) Sí, historias tengo muchísimas y espero poder contar ésta alguna vez. Para mí, lo
más divertido, que creo es un poco lo que sucede en el mundo de la novela, es que nadie se
asombraba en mi familia de esas reacciones. Era algo cotidiano. La familia normalizaba la
circulación de esos relatos. Por el hecho de estar encuadrado en esa especie de tribu, era un
modo posible de funcionar.

-En su ensayo “El último lector”, habla de la interrupción, de la interferencia como el


gran tema de Kafka. Si fuera posible esa síntesis en relación con su obra, ¿cuál diría
que ha sido el suyo?
-La voluntad de entender. Siempre hay algo en mis libros que tiene que ver con un personaje
o varios que intentan comprender algo de lo que se está narrando que nunca se termina de
descifrar. Eso está conectado con algo muy intenso en mi propia experiencia de vida: querer
saber. Me interesa mucho la gente que sabe algo específico, esas cosas que alguien hace muy
completamente: arreglar relojes, por ejemplo. Recuerdo que unos amigos que tenían una casa
en el Tigre me invitaron un día a pescar. Yo había pescado en Mar del Plata, pero es distinto
pescar en el río. Entonces me compré un manual de pesca.

-¿Aprendió a pescar leyendo?


-Fue suerte, pero leí para aprender y después fui a pescar y ese día, por azar, yo pesqué más
que los viejos pescadores de río. Esto sería para mí un ejemplo cómico de esa relación entre
hacer algo y saber algo sobre lo que se hace.

-Hay algo de eso en las frases sobre la experiencia que escogió hace 30 años para abrir
“Respiración artificial” y ahora, para “Blanco nocturno”. ¿La literatura es para usted
un intento de poner en común el deporte individual de la experiencia?
-Para mí la experiencia supone el sentido. Es lo vivido más su sentido. De allí el epígrafe de
T. S. Eliot que abre Respiración artificial : “Tuvimos la experiencia pero perdimos el sentido,
una aproximación al sentido restaura la experiencia”. Uno tiene la percepción de que no hay
experiencia cuando eso que está viviendo se diluye sin encontrar significación, pero no una
significación abstracta, sino para ese sujeto específico. La experiencia se da en esos
momentos en que algo ilumina ese fragmento que uno está viviendo. La frase de Céline que
escogí para este libro habla de eso: “La experiencia es una lámpara tenue que sólo ilumina a
quien la sostiene”. La narrativa trabaja sobre esa tensión que se da entre las cosas que vivimos
y el sentido que tienen. Muchos de los héroes de las novelas que admiro están conectados
con algo que va más allá de los acontecimientos, esa persecución de algo que permita capturar
una significación, como Erdosain en Los siete locos o Ahab en Moby Dick .

-En noviembre cumplirá 70 años. ¿Tenía alguna fantasía en relación con esa fecha?
-No, para nada. Me siento más viejo, es una edad en la que uno empieza a tener con el futuro
una relación diferente. Hay cambios, ciertas perturbaciones nuevas: uno duerme menos, se
tarda más tiempo en llegar a los lugares. Para volver a la cuestión de la experiencia, yo no
creo que se aprenda más, que uno vaya acumulando un conocimiento frente a los hechos.
Medirnos por décadas me parece una facilidad que habría que revisar. Las cronologías y los
modos de organizar los momentos culturales o políticos suelen ser distintos: no hay
pensamientos conservadores garantizados porque las personas envejezcan y, se sabe: también
hay ideas conservadoras en los jóvenes.

-Hablemos de ellos, entonces. Matilde, la madre de las gemelas, es el personaje con el


que homenajea a los lectores. Lee todo el día, pero no literatura local porque dice que
esas historias las conoce. ¿Qué tramas desconocidas le ha contado la literatura
argentina reciente?
-Yo siempre leo con mucho interés las primeras novelas: uno puede identificar ahí los estilos,
los tonos, eso es lo que cambia. Incluso tengo idea de escribir alguna vez un ensayo sobre
primeras novelas en la Argentina. Por ejemplo, cuando leí El amparo , de Gustavo Ferreyra,
tuve la sensación de que ahí había algo distinto: una mirada muy distanciada y al mismo
tiempo muy intensa sobre acontecimientos cotidianos que toman una carga y un sentido
amenazador, perturbador. En Las teorías salvajes , de Pola Oloixarac, me parece que hay un
tipo de relato irónico, jugando con lo teórico y con cierta intrepidez de la narración, que
habitualmente uno no asocia con un relato femenino porque en general lo que se encuentra
es una especie de textura más o menos extraña, del tono Silvina Ocampo, una mirada de lo
cotidiano tangencial, que tiene cierta inocencia y al mismo tiempo un elemento perverso,
pero acá es al revés y eso lo valoro. En Bajo este sol tremendo , de Carlos Busqued, el texto
trabaja un mundo de mucha violencia pero al mismo tiempo hay una especie de sopor, del
calor y de la droga, que producen cierta distorsión en la percepción muy interesante. Son
apenas tres ejemplos; podríamos poner otros.

-Además de la noción de enigma, propia del policial, “Blanco nocturno” participa de la


idea de misterio en los experimentos que Luca hace con sus sueños… -El misterio se
relaciona con la noción de lo fantástico, que suele ser problemática. En realidad eso era algo
que mi primo de verdad hacía, de modo que los momentos más fantásticos del relato son
reales: anotaba fragmentos de sus sueños en las paredes de la fábrica y uno los veía ahí, sin
entender del todo. Le había caído en las manos un libro de Carl Jung, para quien los sueños
son un relato continuo, que se puede leer como tal y él adoptó esa hipótesis.

-Cómo se lleva usted con sus sueños, ¿los usa para escribir?
-Los sueños le interesan mucho a quien los sueña y los cuenta, pero no siempre garantizan
un buen relato. Me parecen más intrigantes ciertas escenas soñadas que se repiten. En mi
caso, por ejemplo, es muy común que sueñe que estoy perdido en una ciudad.

-¿La misma?
-No, no es la misma ciudad ni creo que yo sea el mismo. Pero en todo caso, no me interesa
tanto el sentido que pueda tener el sueño, aunque lo viva con angustia (¡los analistas se van
a hacer una fiesta!), sino la aparición de la situación narrativa que podríamos considerar
básica para comenzar un relato. Es un lindo comienzo: un individuo que llega a una ciudad
y no sabe bien a dónde va ni qué está haciendo allí. ¿Será un marciano?, se pregunta uno.

-¿Y qué se responde?


-Se lo cuento en otro libro.

Publicado el 7.8.2010, Ñ 358

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