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EL DANDISMO EN JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

En su libro Españoles de tres mundos (1942), Juan Ramón Jiménez emprende una defensa de Silva
contra Silva, es decir, de Silva, el poeta del “Nocturno” contra Silva que se autorretrata en De
sobremesa y que para Juan Ramón Jiménez es el dandy Silva. A De sobremesa se refiere
indirectamente Jiménez cuando dice que “quemaría el resto de su decadente vida y su escritura
confusa: interiores de sedalina, tertulias tontas, encuadernaciones de París, lacas aproximadas”. De
ese resumen del escenario de la novela, Jiménez saca esta conclusión: “todo ese dandismo
provinciano, vacío y ridículo que el pobre José Asunción se puso, como el pobre Julián del Casal,
alrededor del espíritu verdadero para asustar o mortificar a los colombianos corrientes, más o
menos sensitivos o tolerantes, de una indiferente Bogotá sin culpa” 1. Para Jiménez, el dandismo es
teatral y el de Silva cursi. El juicio de Juan Ramón Jiménez sobre Silva es sociológicamente
acertado: el dandismo de Silva es “provinciano, vacuo y ridículo”, es decir, es “cursi”, pero no por su
propósito de épater le bourgeois, sino porque tiene su raíz en esos “colombianos corrientes, más o
menos sensitivos o tolerantes”, es decir, en la supuesta aristocracia bogotana, que es corriente,
“más o menos sensitivos o tolerantes”, es decir, mediocre. La causa y el origen de esta vulgaridad
mediocre que en Hispanoamérica se autobautizó como “aristocracia” y que sustituye la carencia de
pergaminos con patanería, se puso de presente a los ingenieros españoles Jorge Juan y Antonio de
Ulloa, quienes en un informe sobre las colonias comprobaron a comienzos del siglo XVIII 2, que “es
de suponer que la vanidad de los criollos y su presunción en punto de calidad se encumbra a tanto
que cavilan continuamente en la disposición y orden de las genealogías, de modo que les parece
no tiene que envidiar nada en nobleza y antigüedad a las primeras casas de España; y como están
de continua embelesados en este punto, se hace asunto en la primera conversación con los
forasteros recién llegados, para instruirlos en la nobleza de la casa de cada uno, pero investigada
imparcialmente, se encuentran a los primeros pasos tales tropiezos que s rara la familia donde
falte mezcla de sangre y otros obstáculos de no menor consideración” 3. Esta simulación de
aristocracia es la prefigura de lo que los franceses llamaron en el pasado fin de siglo “rastacuero”.
Este es el hispanoamericano rico que viajaba a París para aprender “aristocracia”. En su novela,
Silva mismo reconoció que era un “rastacuero”. Lo que Juan ramón Jiménez reprocha a Silva es la
continuidad del tipo social, de la mentalidad de la “aristocracia” bogotana. El hecho de que Silva
sintiera desprecio por la clase media entrelazada con la supuesta aristocracia, que se sintiera
aislado y aconsejara a su amigo Emilio Cuervo Márquez que no cejara en la “empresa de dejar la
tierra” no es un acto de rebeldía y de rechazo pleno de raíz social, sino expresión de una
1
En: Charry Lara, F. (comp.). José Asunción Silva. Vida y creación, Bogotá, 1985, p.63.
2
Las conocidas Noticias secretas de América de los viajeros Jorge Juan y Antonio de Ulloa, fueron escritas en
1754, pero publicadas, por primera vez, en Londres en 1826 por David Barry: “sacadas a luz para el
verdadero conocimiento del gobierno de los españoles en la América meridional”. Entre sus primeras
reseñas se encuentra la nota breve de don Andrés Bello en el “Repertorio Americano” (1827). La obra tuvo
un gran impacto en las corrientes intelectuales hispanoamericanas del siglo XIX y alimentó la protesta y la
justificación de la independencia de España. [Nota de los Editores].
3
Jorge Juan y Antonio de Ulloa, Noticias secretas de América, 1825, Ed. Turner, Madrid, s.f. parte II, p.417 y
ss.
insatisfacción social de “artista” consciente de su vocación, frente a la pacata y provinciano-católica
sociedad burguesa de Bogotá, y de una nostalgia indefinida de ubicación en la realidad, esto es, de
lo que cabe designar como “excentricidad”, o la pérdida del centro. Las causas biográficas de esa
pérdida del centro son insondables y, por eso, se prestan a especulaciones que contribuyen a la
leyenda de la sangre azul de Silva y que, de paso, corroboran las observaciones de Jorge Juan Y
Antonio de Ulloa. En su ensayo sobre “Silva: medio familiar y social” (1945) aseguró Carlos García
Prada que “los antepasados del poeta –Silvas, Ferreiras, Fortouls, Sánchez…, Gómez, Diagos,
Ureñas, Angulos…- (eran) descendientes, unos de rancias familias nobles de Navarra y Aragón, y
otros de ilustres familias de Andalucía…”. “Alejadas de Europa, trasplantadas, desarraigadas, las
dos familias que representaban el matrimonio Silva-Gómez (los padres de Silva) hicieron su hogar
en Bogotá, y ese hogar era un refugio contra la barbarie que los rodeaba” 4. Según eso, la pérdida
del centro en Silva era hereditaria. En la escena introductoria de De sobremesa, la sala en la que
los amigos del genial poeta José Fernández Andrade se reúnen tiene muchos objetos ornamentales
entre los que se destaca, ya por su tamaño, una panoplia: ¿aludía ella a las “rancias familias nobles
de Navarra y Aragón?”?, ¿era pues símbolo de su nostalgia por su raíz perdida, testimonio
metafórico del desarraigo de su linaje? O ¿no era más bien una fantasía antiburguesa que encubría
la mentirosa “manía genealógica” de la supuesta aristocracia bogotana, a la que él perteneció? Su
“excentricidad” se nutrió indudablemente de la simulación de esta “aristocracia”, pero no menos
de su vocación de poeta encaminada por una consecuencia determinante del romanticismo: la de
la llamada “autonomía del arte”, que consiste en la conversión de arte en un Absoluto religioso
pero secular, en la sustitución del Dios ausente por el arte. La “autonomía del arte” o “autonomía
poética” fue formulada por la filosofía del idealismo alemán, por Hölderlin y por Schelling
principalmente y su manifestación es la relación recíproca de filosofía y poesía, en la que cada una
empero conserva su autonomía: la poesía se comprende filosóficamente, la filosofía se comprende
poetológicamente. Silva no conoció directamente los textos de Hölderlin, Schelling y el famoso
fragmento de Friedrich Schlegel de su revista Athenäum, en el que postula la “progresividad” de la
poesía romántica, la superación de todos los límites y la unión de filosofía y poesía, la
“sociabilización” de la poesía y la “poetización” de la sociedad, es decir, una especie de
panpoetismo que no es otra cosa que la poesía como un Absoluto. Pero se empapó muy temprano,
ya a los dieciocho años en su viaje a París, de las formas concretas que había adquirido en Francia
esta concepción. Con la exageración de costumbre en los países hispánicos, se asegura que el voraz
lector Silva “estaba al día” en el conocimiento de las literaturas francesa e inglesa de su tiempo.
Esta es otra de las aureolas de la leyenda de Silva. Él fue un diletante, ansioso de saber, pero esa
ansia de saber no tenía su origen y motor en lo que une originalmente a la poesía y a la filosofía,
esto es, en el asombro. Silva buscaba respuestas, informaciones, “estar al día” para épater y, con
ello, corroborar su doble superioridad: la de su clase aristocrática y la de su genialidad debida a su
“aristocracia”, pero no planteaba preguntas. Su arraigo en la sociedad seudoaristocrática de
Bogotá, acuñó inevitablemente su manera de pensar: ésta había descifrado el mundo y justificado
su dominio con el catecismo del padre Gaspar Astete, que aunque había sido publicado en la
segunda mitad del siglo XVI, mantuvo firme hasta bien entrado el siglo XX el fanatismo de la
Contrarreforma. Sus lecturas modernas no pusieron fundamentadamente nada en tela de juicio,
4
En F. Charry Lara, compilación citada. P. 47.
sino lo suscitaron a la mímesis, es decir, a someter el vino nuevo al odre viejo. No es en su amplia
información donde en donde se encuentra el origen de su concepción del arte como un absoluto,
sino en la confluencia de dos forma irreflexivas de descifrar y percibir el mundo: el catolicismo del
hogar y el deslumbramiento del París complejo y secularizado, que se pueden ejemplificar con los
poemas “Los maderos de San Juan” y los de Gotas amargas. Esta confluencia potenció su
“excentricidad” pues lo uno y lo otro se excluyen racionalmente. Silva no se afincó en ninguno de
los dos, pero la reciprocidad efectiva de los dos constituyó el soporte de su concepción del arte, es
decir, religión o absoluto de la sensualidad y la pena de lo terrenal. El poema “Ars” de El libro de
versos, aparecido primero en 1886, expresa esa contradictoria confluencia:

El verso es vaso santo. Poned en él tan sólo

Un pensamiento puro,

En cuyo fondo bullan hirvientes las imágines

Como burbujas de oro de un viejo vino oscuro.

Allí verted las flores que en la continua lucha,

Ajó del mundo el frío,

Recuerdos deliciosos de tiempos que no vuelven,

Y nardos empapados en gotas de rocío.

Para que la existencia mísera se embalsame

Cual de una esencia ignota

Quemándose en el fuego de un alma enternecida

De aquel supremo bálsamo basta una sola gota.

La poética esbozada en este poema es realmente simple y de cuño agudamente romántico. En el


poema se vierten pensamientos puros, consuelos, recuerdos. Pero el poema es una transposición
de la consagración de la misa católica y de la misa misma a la creación poética. De sensualidad
terrenal hay a primera vista muy poco. Pero lo poco es decisivo: el vino de la consagración no es el
litúrgico simbólico, sino un vino terrenal, real. El en fondo del pensamiento puro, las imágenes han
de bullir hirvientes. La terrenalidad es católica, es decir, un valle de lágrimas, que para Silva es
“existencia mísera”, pecado, del que redime no Dios sino la poesía.
Esta transposición del momento cumbre de la misa católica a la poesía apasionada y terrenal
adquiere nítido contraste en la novela De sobremesa. En ella, al lado de la descripción de una
noche truculenta de pecado en París surge el recuerdo del mundo cálido y católico del hogar como
refugio nostálgico y presencia de su raíz provinciano-aristocrática. No es improbable que esta
confluencia se nutrió del esquema católico del pecado y arrepentimiento, de exceso sensual y
necesidad de perdón, pero en Silva el esquema tiene un marco social que especifica esa
confluencia: es el de la supuesta “aristocracia” y las exigencias que ésta se impone para justificar y
mantener la ficción. El “viaje a París” era signo de esta “aristocracia”, pero París era la nueva
Babilonia, la encarnación del mal y del placer desenfrenado, que seducía a los hispanoamericanos
a extrañarse de la sana educación y de la limpia moral de sus santos hogares lejanos. La
“excentricidad” como pérdida del centro moral y vital se relaciona recíprocamente con la
necesidad de subrayar la distinción de su linaje y, especialmente, del “niño bonito” y prodigio, de
Silva mismo, dentro de su misma clase. En sus lecturas y en su viaje a París, Silva encontró el estilo
de vida para enmarcar con cierta coherencia ese complejo tejido de raíz católica bogotana,
conciencia de estamento, es decir, mantenimiento y justificación de una simulación, signo que
exhibe esa conciencia (el viaje a París), y afirmación de su propia genialidad: es el estilo de vida que
creó el dandy. La “excentricidad” moral e interior se manifestó como extravagancia en su actuación
y presentación sociales. Baldomero Sanín Cano recuerda que Silva hablaba con afectación y una
pronunciación afrancesada. Uno de sus primero biógrafos, Alberto Miramón, observó que Silva se
cubría con un hongo claro, usaba escarpines de seda, y calzado de charol finísimo;… prendía sobre
la complicada corbata un alfiler que era una extraña obra de arte” y comprobó que en París, “sintió
la atracción irresistible del lujo y los salones mundanos… experimentó el encanto por los perfumes
exóticos de ricos envases… adquirió el gusto de los trajes cortados por sastres famosos, los
chalecos de adornos complicados, las corbatas de seda tramada y los pañuelos de batista
finísima…” Pedro Emilio Coll, quien legó el dato de que Silva poseía veintidós pares de zapatos, lo
recuerda cuando llegó a Caracas y recibió a un grupo de escritores y poetas caraqueños que habían
leído el “Nocturno” y querían empaparse del aura del cantor de dos sombras. “Estaba el poeta de
pie, esperándonos todo de negro vestido, con un jazmín en el hogar. Sobre la mesa, la llama del té
iluminaba el retrato de la dulce y pálida Elvira, la hermana muerta de José Asunción, el
calumniado. Los libros allí revueltos, juntos con pomos de esencias, cigarrillos egipcios y pétalos
marchitos, decían de las preferencias del joven maestro…” La autoescenificación no es exclusiva de
Silva ni del dandy. Puede ser un acompañamiento teatral de una poesía de precaria sustancia
intelectual que sustituye con abundancia verbal y mímica: puede ser la manifestación de una
poética que postula el retorno a una supuesta primitividad, la de la conjunción de ceremonia de
salmos y plasticidad de la palabra poética, esto es, gestos y sonidos para rebautizar las cosas, como
el primer dadaísmo. En la autoescenificación de Silva, el dandy está en primer plano, pero el traje
negro y la azucena, el retrato de la dulce y pálida difunta, los libros, los pomos de esencias, los
cigarrillos egipcios y los pétalos marchitos son los requisitos de una ceremonia fúnebre, en la que
el luto del poeta solicita compasión y al mismo tiempo destaca el placer de raros y exquisitos
olores en el templo privado de la muerte. La autoescenificación y el vestuario son el aspecto frívolo
del poeta dandy, que cabe caracterizar con frases del primero de los Ditirambos de Dionysos de
Nietzsche:
Pretendiente de la verdad- ¿tú?...

no! sólo un poeta!

………………………….

Sólo bufón! Sólo poeta!

Sólo hablando cosas abigarradas,

saliendo abigarradamente de larvas de bufón y con pretextos,

montándose en mendaces puentes de palabras,

en arcoíris de mentiras

entre falsos cielos

vagando, rondando-

Sólo bufón! Sólo poeta!

El poeta como bufón simulador que cultiva la simulación y la mentira. La condena del poeta en
estas líneas de Nietzsche no es nueva. Como se sabe, la hizo Platón en su Apología de Sócrates.
Pero en Nietzsche esa condena es más bien una valoración positiva. En Zaratustra escribió que los
“poetas mienten mucho”, y agrega que “Zaratustra es poeta”. El poeta como pretendiente de la
verdad sólo puede ser un bufón porque busca y corteja lo que no hay: la verdad. El diagnóstico de
Nietzsche tiene validez para el poeta moderno, el que destruyó el llamado clasicismo que cabe
resumir en la frase con la que se caracterizó a Winckelmann (el padre del modelo clásico
grecómano), esto es, “noble simplicidad y callada grandeza” 5 y le abrió las puertas a la desatada
complejidad y semidesnuda anarquía, es decir, el poeta del romanticismo temprano. La gama de
refracciones de este poeta moderno va desde el patético truculento hasta la caricatura que se hizo
del poeta romántico, el poeta melenudo, pálido, extravagante, que se siente incomprendido. A esa
gama corresponde la intensidad o superficialidad con la que se adaptó esa libertad del poeta
moderno, pero a todas esas figuras les es común la comprensión de su tarea y vocación como un
5
El gran historiador y, en realidad, primer gran intérprete del arte de la Antigua Grecia, J.J. Winckelmann
postuló esta definición renovadora de la plástica helena en su obra juvenil Reflexiones sobre la imitación de
las obras griegas en la pintura y escultura (1755). En ella se exalta con una libertad atrevida la magnífica
belleza de la masculinidad en las esculturas griegas, por la desnudez y el movimiento natural que en ellas se
capta con incomparable belleza. Winckelmann abre los ojos a la contemplación estética del mundo griego, a
la grecomanía, de la generación que lo sigue: desde Herder y Lessing a Goethe, Schiller y los hermanos
Schlegel. Al lado del melancólico Rousseau, el sereno Winckelmann sacralizó la contemplación estética de la
naturaleza y despejó la mente moderna para el goce de la naturaleza sensitiva y sensual del hombre. La
temprana muerte de Winckelmann –a manos de su amante- contribuyó al culto de que fue objeto el genio
histórico y crítico, elevado al reconocimiento universal, nacido en humilde cuna de zapatero. [Nota de los
Editores].
desafío a la sociedad burguesa, para la que el arte solo tiene una significación negativa u
ornamental y en todo caso marginal. Esta conciencia de marginalidad y de protesta, son el
fundamento de dos tipos sociales que se pueden entrecruzar, pero que no siempre se entrecruzan,
aunque son conscientemente bufones: el dandy y el bohemio. La imagen caricaturesca del poeta
romántico mezcla rasgos del dandy y del bohemio: el vestido extravagante y la palidez del
hambriento y vicioso. En Silva predomina el dandy. Lo que cabría llamar vicio en el dandy José
Fernández, es decir, su placer en el eros de las prostitutas, es no sólo el desenfreno sexual en París
del católico casto de la Bogotá tradicional, sino un afán filosófico de conocer y experimentar todo.
En De sobremesa Silva informa de un deseo que sobrecogió a José Fernández en Londres al
recordar sus anteriores amores venales. Desea encontrar una hetaira joven, gozar de ella intensa e
infatigablemente dos días o noches y luego hacerle un regalo para que ella pueda formar un hogar
y cuando sea vieja, se acuerde del benefactor. La curiosidad, disfrazada de historia literaria, ha
despertado considerables especulaciones sobre el erotismo en Silva. Unos aseguran que Silva era
un fino galán, casi donjuán, que tuvo poca fortuna con las mujeres de la sociedad católica
bogotana, para quienes un hombre bello, culto y vestido muy refinadamente era un afeminado.
Pese a ello, Silva conoció el éxito masculino. Otros invocan el apodo que le dieron a Silva en
Caracas, esto es, la “casta Susana”, para asegurar que su erotismo era casi nulo. Silva no dejó un
diario como el de otra figura de la sociedad de fin de siglo, esto es, Henri Frédéric Amiel, cuyos
Fragmentos de un diario íntimo registran el análisis de los propios límites y de sus posibilidades y
dibuja lo que cabría llamar el tipo social del “tímido”: “Mi pecado es el desánimo, mi desgracia la
indecisión, mi diosa la libertad, mi cadena la duda, mi defecto eterno el aplazamiento, mi ídolo la
estéril contemplación, mi peor error el desconocimiento de la oportunidad..”. Silva comparte
algunos rasgos con Amiel, pese a los atrevimientos eróticos que describe en De sobremesa. O
precisamente a causa de esos atrevimientos, pues éstos son indudablemente una compensación
imaginativa de su “timidez” y una satisfacción de las expectaciones que despertaba en sus amigos
el “viaje a París”, a la nueva Babilonia, a la ciudad del pecado. El problema del erotismo de Silva y
de su relación con las mujeres es biográficamente insoluble, pero tiene relevancia desde la
perspectiva de su bufonería como dandy. El asceta es uno de los papeles que representa el bufón
dandy, pero no el asceta religioso sino el que con el postulado del ascetismo, con la valoración del
monje, contrapone un valor al materialismo de la época. En Silva, en la “casta Susana”, como en
todos los dandys, el ascetismo es estético, y no excluye, sino exige, como muestra de libertad, el
desenfreno erótico, que es, como su polo opuesto, igualmente estético en el sentido romántico-
moderno, que también abarca y fomenta lo feo y lo cruel como estímulo estético. Los diversos
papeles que representa el bufón dandy son contradictorios, pero tiene su propia coherencia. La
sugiere la máscara de Silva, José Fernández, en las primeras páginas de De sobremesa: “Escribo e
involuntariamente cedo a mis exageraciones. Esa no es toda mi vida. Junto a ese mundano fatuo
está el otro, el adorador del arte y de la ciencia que ha juntado ya ochenta lienzos y cuatrocientos
cartones y aguafuertes de los primeros pintores antiguos y modernos, milagrosas medallas,
inapreciables bronces, mármoles, porcelanas y tapices, ediciones inverosímiles de sus autores
predilectos, tiradas en papeles especiales y empastadas en maravillosos cueros de Oriente; el
adorador de la ciencia que se ha pasado dos meses enteros yendo diariamente a los laboratorios
de psicofísica; el maniático de filosofía que sigue las conferencias de la Sorbona y de la Escuela de
Altos Estudios, y cerca de ese yo intelectual funciona el otro, el yo sensual que especula con éxito
en la Bolsa, el gastrónomo de las cenas fabulosas, dueño de una musculatura de atleta, de los
caballos fogosos y violentos, de Lelia Orloff, de las pedrerías dignas de un Rajah o de una
Emperatriz, de los mobiliarios en que los tapiceros han agotado su arte, de los vinos de treinta
años que infunden vigor nuevo y calientan la sangre; y por encima de todo está un analista que ve
claro en sí mismo y que lleva sus contradictorios impulsos múltiples, armado de voluntad de hierro,
como llevan los cocheros dóricos los cuatro caballos de las cuadrigas en las Olimpiadas!”. El yo
intelectual de José Fernández, del que quiso ser y fue muy en parte Silva, es un yo de un
coleccionista de objetos de arte y un diletante que considera como mérito el haber asistido
diariamente durante dos meses a laboratorios de psicofísica y a conferencias sobre filosofía en la
Sorbona, etc. Este yo es intelectual en un sentido simplemente estético. Es un yo que transforma la
actividad filosófica, el “esfuerzo del concepto” en ornamento de su proyecto de vida. No se
diferencia del yo sensual, que también se adorna con pasiones y bellezas, algunas procedentes de
la idealización del mundo escultórico griego, como el de “una musculatura de atleta”, otras
pertenecientes al ideal y realidad del varón hispánico del siglo pasado, al que Silva o José
Fernández alude con la frase de “caballos fogosos y violentos”. Para Silva, el ideal masculino al que
alude con esta frase, era tan evidente que tan solo bastaba la mención de los caballos. Para
entenderla hay que recordar que en la más famosa novela de Juan Valera, Pepita Jiménez, el ex
seminarista que se enamora de la joven virgen viuda tiene que pasar por pruebas para merecerla:
una de ellas, la de aprender a montar a caballo, la de saber ser jinete. La fusión de ideal griego e
ideal masculino hispánico sólo corrobora en otro campo la duplicidad ideológica de Silva, esto es,
la del moderno poeta que oscila entre anhelo cosmopolita y peso beato-católico del estrato social
dominante.

Esta dualidad es como un espejo que multiplica los yos: el yo intelectual es moderno y tradicional,
el yo sensual es cosmopolita y provinciano. José Fernández es consciente de ello, pero sabe que
tiene una “voluntad de hierro” para dirigir sus “contradictorios impulsos múltiples” y la equipara a
los “cocheros dóricos” que dirigían los caballos de las cuadrigas de las Olimpiadas. La equiparación
de su “voluntad de hierro” con los “cocheros dóricos” no es solo un ripio retórico y una exhibición
de cultura sino elemento del lenguaje que requiere la conjunción del yo intelectual y el yo sensual
estéticos con el conductor férreo de estos dos yos multiplicados, que es igualmente estético: los
“cocheros dóricos” forman parte inevitable de la imagen estética de Grecia. Lo que José Fernández
llama “voluntad de hierro” es un préstamo del mundo capitalista de valores, del self-made-man
especialmente norteamericano que fascinó considerablemente a la sociedad hispanoamericana del
siglo pasado. Es también un injerto en el dandy, de la imagen del financista moderno, que el
estrato social de Silva consideró como signo de privilegio, aunque las operaciones financieras de
esta clase se limitaran a la normalidad del comercio internacional. En De sobremesa ese financista
moderno, que también es el dandy José Fernández, no oculta el aura que tiene para él, o más
directamente para Silva y sus selectos amigos bogotanos, los nombres de los bancos y compañías
con los que tiene relación el otro yo de Silva. Pero este injerto coincide, en parte, con una
concepción de la vida, de origen romántico, que Kierkegard describió y criticó al hilo de una crítica
al romanticismo temprano alemán, especialmente en la novela Lucinde (1799) de Friedrich
Schlegel: esa concepción de la vida es la de la “existencia estética”. La “voluntad de hierro” que
dirige los “impulsos contradictorios” es la mano firme del artista que convierte a esos diversos yos
en una obra de arte, que para Silva es el dandy como hombre superior. Ese hombre superior no
tiene nada en común con el “superhombre” de Nietzsche. El hombre superior de Silva no es un
tipo o un ideal abstracto, sino Silva mismo: el hombre bello, dandy, genial en negocios, ansioso y
capaz de saber todo, bajamente sensual y noblemente erótico y, naturalmente, como hombre
superior, hombre de Estado. La “existencia artística” romántica condujo al nihilismo o, en el caso
de Friedrich Schlegel, a la conversión al catolicismo, en el caso de Novalis, a un apostolado
cristiano. En Silva también condujo a una especie de nihilismo que fue encausado por el ejemplo
de Maurice Barrés, especialmente por su trilogía novelesca y lo que el título postula: El culto del Yo
(1888-1891). Silva dijo sobre la traducción castellana del título, que en vez del culto debería decirse
el “cultivo” del Yo. El subtítulo de la trilogía reza: “examen de tres ideologías”. La primera novela de
la trilogía, titulada Bajo el ojo de los bárbaros, cuenta la historia de un joven egoísta que observa
con curiosidad su mundo circunstante, pero desilusionado vuelve siempre a la contemplación de sí
mismo. Felipe quiere encontrar la verdad y conocer el mundo, pero no quiere perderse en él. La
naturaleza, el amor, la vida en París, el modelo de inteligentes maestros fascina a Felipe por poco
tiempo, pues todo esto se muestra como inconciliable con el “culto del yo”, de su “universo del que
yo poseo una visión cada vez más clara”. Los “bárbaros” son los otros que no comprenden este yo.
En Un hombre libre, la segunda novela de la trilogía, Felipe, ya adulto y libre, huye de París y se
refugia con un amigo en una isla. Allí escribe un diario que dedica a la autoglorificación y al análisis
de los orígenes de su personalidad. En la última novela de la trilogía, El jardín de Berenice, expone
Felipe sus planes políticos nacionales, pero el amor a Berenice, a quien había conocido antes en
París, lo distrae de esa tarea. En el jardín de su casa de campo descubre de nuevo la paz y los
placeres de la vida. Felipe confiesa a su amigo que ama a Berenice y que quiere buscar en Berenice
las fuerzas secretas del universo. Cuando Felipe se entera que Berenice se casó con su enemigo
político y murió poco después, siente que se tambalean los fundamentos de su existencia. Felipe
mantiene viva en su memoria la imagen de Berenice y encuentra en esa confluencia de lo vivo y lo
muerto, de individuo y universo, el secreto de la vida y de la felicidad y comprende que el hombre
no debe aislarse de la realidad, sino enfrentarse a ella y aceptar sus penas y gozos. El “culto del yo”
o, si se quiere con Silva, el “cultivo del yo”, concluye a una superación del egotismo. De sobremesa
de Silva delata la fuerte impresión que le causó la trilogía de Maurice Barrés. NO es difícil
comprobar las partes de la trilogía que Silva encontró coincidentes con su biografía y su ideal. El
adolescente de Bajo el ojo de los bárbaros de Barrés, que es un dandy que viene de la provincia, es
afín al adolescente Silva que también viene de la provincia y en París se “danyfica”. El hombre libre
–título de la segunda novela de la trilogía-, que se refugia en una isla y escribe un diario para
analizar su propio yo, es afín al José Fernández que subraya su fuerza y su manía analítica. El Felipe
político de El jardín de Berenice –última novela de la trilogía- es el José Fernández que proyecta
una dictadura ilustrada y que como Barrés admira al “hombre fuerte” como salvador de crisis
sociales y políticas. En Barrés, ese hombre fuerte fue el general Boulanger, quien en 1887 fue
considerado como el hombre fuerte adecuado para solucionar una de las crisis de la Grande
Nation. En Silva, ese “hombre fuerte” es José Fernández o lo que creyó que tenía que ser Silva,
quien adjudica a su máscara no solo una “voluntad de hierro” sino una constitución física de
hierro. La Berenice de Barrés que vive en la memoria después de muerta y que tiene su
antecedente romántico en la Sophie von Kühn de Novalis, es afín a la Helena que José Fernández
quiso reencontrar obsesivamente y buscó con ayuda de todas sus conexiones y agentes en Europa,
que murió y que también vive después de muerta en las incertidumbres de José Fernández de si
fue sueño o realidad. Estas comprobaciones no pretenden fijar influencias ni fuentes. La
“existencia estética” que quiso encarnar y encarnó el adolescente Silva encontró en el título de la
trilogía novelística de Barrés, “el culto al yo”, no solo una consigna que corroboraba la comprensión
de sí mismo, sino la descripción de una experiencia de ese culto. Es evidente que Silva acomodó las
situaciones de la trilogía de Barrés a sus propias circunstancias e ideales, es decir, que Silva leyó la
trilogía de Barrés como literatura consoladora, como breviario religioso del yo estético. Pero la
relación entre suscitación y acomodación de ella, es decir, una relación en la que se funda la
tradición literaria, adquiere en Silva una significación peculiar, que aclara ya no la historia de la
literatura al uso con los remiendos de sus vacíos, esto es, las llamadas “teorías literarias”, sino la
ubicación de la expresión literaria en el amplio horizonte que Hegel trazó con la frase. “La filosofía
es la época aprehendida en pensamiento”. La trilogía de Barrés El culto al yo narra el camino del
protagonista de vivir estéticamente, que termina con la confesión de que es preciso reconocer la
realidad. Este reconocimiento de la realidad significa la confesióin tácita de que la “existencia
estética”, la configuración de la vida como una obra de arte conduce a un callejón sin salida, a un
primer cuestionamiento al menos de la subjetividad, del Yo como sujeto y objeto de la creación
artística. Antonio Machado no habló de “existencia estética” pero designó con precisión el
problema que ella plantea: el del “solipsismo” y que consiste en la incertidumbre de sobre el
primado de la subjetividad o de la realidad. El dandy José Fernández resume en las páginas finales
de su diario De sobremesa los fenómenos que acompañan el derrumbamiento de la “existencia
estética”, entre ellos el teológico que él cifra con los nombres de Nietzsche y Tolstoi, esto es, el de
una revisión del cristianismo y de la figura de Jesucristo, que aparece tanto en Nietzsche como en
Tolstoi-en El Anticristo y en Mi religión respectivamente- como el único cristiano auténtico que ha
habido en la historia, para decirlo con Nietzsche. En ese mismo contexto se refiere a la figura y a la
situación del obrero. Pero esa toma de conciencia del horizonte histórico-cultural y social del
agotamiento del ideal de la “existencia estética” es manifestación de su dandismo, es decir, de su
afán de estar al día o a la altura de las circunstancias. Respiró la atmósfera y vivió el clima
intelectual de ese fin de siglo y de la larga agonía del arte cuyo fin como instancia social comprobó
Hegel en sus Lecciones sobre estética (1835) ya en el primer cuarto del siglo XIX. Pero precisamente
por haberse entregado a una de las formas que engendró como protesta el fin social del arte, esto
es, el dandy, Silva, o su máscara, José Fernández, no reflexionó sobre lo que se ocultaba tras ese
horizonte compuesto, para él, de slogans. La sola mención de esos slogans despertaba desazón y
angustia, pero como éstas se percibieron en círculos culturales reducidos, la desazón y la angustia
ornamentaron la “existencia estética” con un sentimiento que ya está dado en el culto o cultivo del
Yo, esto es, la autocompasión. En su ubicación histórico-política del dandy, en su ensayo “El pintor
de la vida moderna” (1863) aseguró Baudelaire que el “dandy es la última manifestación de
heroísmo en épocas de decadencia”. El heroico dandy es implícitamente el dandy que se
autocompadece, es el dandy como mártir. Héroe y mártir: en la sociedad burguesa tienen los
héroes y mártires sus determinados lugares de veneración: en las estatuas en honor de los
ciudadanos meritorios y en las hagiografías y martirologios para uso de una desanalfabetización,
de párrocos y feligreses. El mártir y héroe del arte también cabe en este mausoleo al aire libre,
pero su estatua, cuando se la erigen, está hecha del material de la leyenda que él mismo fue y
puso en escena. Él es “sólo bufón, sólo poeta” y sus “arcoíris de mentiras” y las “cosas abigarradas”
que habla saliendo de las larvas y asomándose tras de las máscaras, son el parlamento, muchas
veces balbuciente, que él pronuncia y canta en el mundo que él ha transformado en escenario de
su “existencia estética”. El fracaso de Silva como hombre de negocios, el fracaso de su ideal de
financista que él realizó ficticiamente en su máscara, José Fernández, puso de presente que su
“voluntad de hierro” y su “constitución de hierro” sólo eran fuerzas vitales en su “existencia
estética”. El dandy prototípico europeo que dio a Silva el molde para configurar su ideal de
“existencia estética”, es decir, el dandy de Baudelaire y el de Barbey d’Aurevilly no cedió a la
tentación del activismo económico. Su primer mandamiento fue el ocio. Pero hubo dandis que
pecaron contra ese mandamiento y que al darse cuenta de ello actuaron como dandis, es decir, con
la indiferencia burlona ante la realidad que se les presenta en forma de un “fin final”, para decirlo
con César Vallejo. Ese dandy es, por ejemplo, el revolucionario Camilo Desmoulins, víctima de la
época del terror de la Revolución Francesa, a quien otro dandy revolucionario, Georg Büchner
pone en boca –en su drama La muerte de Dantón- estas palabras dichas en el camino al patíbulo:
“Ahí, viejo Caronte, tu carro es una buena bandeja. Señores, yo quiero servirme de primero. Este es
un banquete clásico. Estamos en nuestro sitios y vertimos algo de sangre como libación” 6. O es el
dandy histórico Saint-Just, a cuya lógica política se debió la decapitación del rey, y quien fue
acusado por la realidad política que él mismo puso en marcha. Al presenciar la turbamulta que
ocupaba la Sala del Tribunal, la miró con frialdad y renunció a leer su discurso de defensa, es decir,
firmó con ese gesto más elocuente que cualquier discurso y antes que los fanáticos su condena a
muerte. El dandy Silva se encuentra en esta línea, pero evidentemente pone un peculiar acento. El
dandy José Asunción Silva vivió en un círculo vicioso, el de su estrato social que pretendía ser
“regio” y era solo simulación. Intentó salir de él sirviéndose de los privilegios económicos que él
tenía, intentó legitimar culturalmente esa simulación, pero fracasó ante las ruindades con las que
esa su clase mantenía sutilmente su poder. De manera semejante a Saint-Just, Silva renunció a ser
botín de la turbamulta de los comerciantes de su ciudad que lo empujaban a confesar su ruina
económica, a hundirse en su quiebra. No es del todo improbable que este acoso, que la
comprobación de su fracaso de hombre con voluntad de hierro le haya sugerido la posibilidad del
suicidio. No es tampoco improbable que el callejón sin salida al que lo llevó la asunción irreflexiva
del horizonte histórico-intelectual del conflictivo fin de siglo martilló esa sugerencia. No es
igualmente improbable que la lógica de la existencia estética, esto es, la alternativa entre el

6
“¡PAZ A LAS CHOZAS!¡GUERRA A LOS PALACIOS!” enfatizaba el revolucionario Georg Büchner (1813-1837)
en su incendiario panfleto “El mensajero campesino de Hesse” (1834), que habría de significarle una
persecución implacable toda su vida por las autoridades principescas. Tras su muerte por tifo a los 23 años,
Büchner dejó una gran obra inconclusa, a saber, la publicación mutilada de su obra de teatro La muerte de
Dantón sobre los últimos meses del terror jacobino; la novelle inconclusa Lenz sobre el poeta desgraciado,
despreciado por el presuntuoso Goethe, desprecio que lo conduciría a su autoexilio y locura; el informe
dramatizado de la historia del soldado Woyzeck, quien asesina por celos a su mujer; y Leonce y Lena,
comedia sobre el mundo decadente de la aristocracia. Rafael Gutiérrez Girardot tradujo para la editorial
catalana Montesinos Lenz, con extenso prólogo. [Nota de los Editores].
nihilismo y el ascenso al estadio ético-religioso haya intensificado la urgencia de una decisión, que
no podía ser la ético-religiosa. En su poema “Don Juan de Covadonga” Silva había excluido la
disposición, como dandy, de refugiarse en ese estadio. El suicidio de Silva ha dado ocasión a
diversas especulaciones. Se carece del documento que esclarezca los motivos que lo impulsaron al
suicidio, es decir, la carta de despedida. Él no la dejó. Las causas que cabe considerar como
probables son hipótesis fundadas en el diario-novela De sobremesa, es decir, son posibles claves
que da el dandy. Pero para descifrar esas claves es necesario pensar que así como la “existencia
estética” como ideal tiene su lógica, así también la realización de ese ideal como dandy tiene su
coherencia. Saint-Just calló. En vez de leer su discurso de defensa, miró con indiferencia al tribunal
y a los fanáticos. Fue una alusión que ocultaba estoicismo y desprecio. Silva se despidió también
con una alusión, y de un dandy no cabe esperar una carta de despedida que confiese con
inevitable lacrimosidad esto o lo otro. No la policía, sino un amigo de Silva legó a la posteridad la
descripción del escenario en el que se encontró al suicida: yacía vestido con camisa de dormir,
pantalones negros, calcetines de seda de color cardenal, zapatos de charol o charolados negros;
sobre una mesa, un cenicero delataba que había fumado muchos cigarrillos, indudablemente de
Oriente, y un libro de D’Annunzio, El triunfo de la muerte. Ese libro fue el sustituto de la carta de
despedida del suicida. El contenido de esa novela despierta la impresión de que Silva encontró
semejanzas entre su propio destino y el del personaje principal de ella. Con todo, estas
comprobaciones o conjeturas son concomitancias de un hecho central: el suicidio fue el acto final
de la autoescenificación estética del dandy José Asunción Silva, fue el último ademán con el que
Silva manifestó su desprecio no solo a la sociedad bogotana y a su propia clase sino a la vida
misma. Gottfried Benn asegura que la poesía es exorbitante, es decir, que no admite
mediocridades, o no es poesía. El dandy Silva fue excéntrico en el sentido de que perdió su centro.
A esa “excentricidad” respondió el dandy Silva con algunos poemas y algunos versos que alcanzan
la exorbitancia o llegan a los límites de ella. Esa exorbitancia redimió al dandy Silva de su
“rastacuerismo”, pues ella y su vida como obra de arte fueron la única posibilidad que él intuyó de
sacudir a la amablemente mezquina y mohosamente pétrea sociedad bogotana. No ocurrió lo que
el dandy Silva se propuso y que llegó a articular con el proyecto de reforma política en Colombia
que puso en boca de su máscara José Fernández. Un año antes antes de que publicara
póstumamente De sobremesa apareció La vorágine (1924) de José Eustacio Rivera. Su
protagonista, Arturo Cova, que era un dandy a los Silva pero ya despojado del perfume de París
confesó: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”. La mezquindad y la “oligarquía de los
muertos” de la sociedad bogotana no percibieron el desafío del “rastacuero” dandy Silva, de uno
de los suyos. Su poesía exorbitante es una acusación tácita a esa sociedad que no supo ni quiso ver
en esa poesía lo que es toda poesía y que Hölderlin formuló en la frase: “Donde hay peligro, crece
también lo redentor”. Prefirió entregarse a la violencia. La actualidad de Silva no es sólo la de su
poesía reconquistada sino la permanente acusación del poeta dandy Silva a la vulgaridad
cristalizada en violencia.

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