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EL PSICOANÁLISIS EN NUESTROS DÍAS

-¿si es que estos días son nuestros?-

Javier García

El Psicoanálisis “en nuestros días” puede referir a que nuestra disciplina ha tenido
un desarrollo propio e interno, es decir, en relación a su práctica e investigaciones,
que ha llevado a nuevos conocimientos que sustituyeron a otros anteriores y que
requieren que actualicemos los viejos presupuestos freudianos. Hay quienes
piensan que esto es exactamente así, que debemos preocuparnos por enseñar
los nuevos descubrimientos y dejar los escritos de Freud para un capítulo histórico
y que la teoría y práctica del Psicoanálisis es universal e independiente del
momento y el lugar donde se desarrolla. Otros piensan que nuestras teorías son
ideologías que responden sólo a la época donde se gestaron, así como la
estructura psíquica humana se piensa como consecuencia directa de la estructura
social y cultural. Estoy señalando algunos extremos o vértices desde donde se
concibe al Psicoanálisis en la actualidad. Son perspectivas bien diferentes si no
opuestas.
¿En qué medida el Psicoanálisis depende, en sus teorías y sus métodos, de la
estructura social donde se inserta –estructuras familiares, sistemas de
intercambios sexuales y organización en relación a la descendencia, intercambios
socio-económicos y tipo de distribución social de los bienes, redes de relaciones
generacionales e intergeneracionales, etc.-? Ninguna disciplina ni método de
investigación es independiente de su época. La teoría psicoanalítica no está a
salvo de los imaginarios culturales. Podríamos establecer ciertos parentescos
entre las Teorías sexuales infantiles y nuestras teorías psicoanalíticas como
también entre éstas y los ideales culturales desde donde surgen. Así podemos
pensar para el primer caso, por ejemplo, las formas que adquirió el falocentrismo
en la teoría freudiana y su incidencia en la concepción de la diferencia de sexos y
en la sexualidad femenina. La diferencia de sexos referida a la diferencia
anatómica es un recorte forzado en oposición a la idea de construcción del cuerpo
(Thomas Laqueur) que se puede desprender también desde los descubrimientos
freudianos. Esta última se acerca a la idea de construcción o materialización de
los cuerpos por un efecto performativo de los discursos culturales en cada época
(Judith Butler). Para el segundo caso, la relación de la teoría con nuestros ideales,
podemos detenernos en cuantas veces frente a cambios consumados en las
estructuras sociales y sistemas de intercambios sexuales (lugar social de la mujer,
estructura de la familia, ubicación social de los niños, amplitud de los intercambios
y posiciones sexuales), los psicoanalistas hemos adoptado un “a priori”
deontológico, muchas veces bajo el carácter de un diagnostico psicopatológico de
normalidad o patología.

Planteémoslos algunas preguntas:


¿Cuáles son, para el Psicoanálisis hoy, los determinantes de la sexualidad
humana? ¿Tenemos la misma certeza en la universalidad y fijeza de una
estructura simbólica como la edípica?
¿Pensamos igual la participación de la constitución y lo adquirido? ¿Cómo
entendemos hoy las protofantasías organizadoras del psiquismo, como
filogénesis, escritura genética inmodificable, inscripciones significantes de los
primeros momentos de la relación con los padres, etc.?
¿Cómo ha impactado en la teoría sexual freudiana la consideración de los “otros”
a su vez como sujetos de pulsión y deseo, participando de la estructuración
psíquica del niño?
¿Cuál es la vigencia o el tipo de presentación del Complejo de Edipo y Castración
freudianos en la clínica psicoanalítica actual?
¿Seguimos situando la diferencia de sexos como una diferencia anatómica y a las
elecciones de objeto homosexuales como patología perversa? ¿Cómo inciden las
líneas de fuerza culturales predominantes en estas concepciones psicoanalíticas
y, en general, en el desciframiento y significación de las escrituras anatómicas y
culturales que portan los cuerpos?
¿Cómo se ubica en nuestra cultura actual la sexualidad objetal y la narcisista y
cómo estas variaciones han cambiado las presentaciones clínicas, los tipos de
identificaciones sintomáticas (por ejemplo entre el “arco histérico” de fin de siglo
XIX y la anorexia o el tatuaje o el piercing corporal del siglo XXI)? ¿Cómo puede
influir este cambio en las presentaciones neuróticas o en que se lean como “no
neuróticas” las estructuras clínicas predominantes?
Finalmente, ¿cómo ha influido la diseminación cultural del Psicoanálisis, su
interacción con otras disciplinas del conocimiento y sus diversas prácticas que
implicaron cambios en el método?
Podríamos seguir abriendo preguntas casi ilimitadamente.

Plantearé algunas preferencias personales.


A diferencia de otras disciplinas científicas que progresan completando y/o
sustituyendo conocimientos anteriores por otros nuevos, pienso que el
Psicoanálisis se acerca más a lo que sucede en un crisol cuando precipitan en
transformación sustancias de diferentes procedencias. Dentro de estos remitentes
se nos impone cada vez más el contexto epocal de nuestras prácticas, no como
nos lo envían las disciplinas sociales sino como ellas nos pueden ayudar a
desconstruirlo del precipitado en el crisol analítico. Precisión especialmente
compleja pero ineludible a los efectos de la especificidad de nuestros quehaceres.

En este contexto epocal y cultural se destacan algunos sesgos.


Los tejidos que la humanidad ha ido elaborando a través de la historia, testigos
de la creatividad y sus límites, del paso del tiempo, de la espera, de la
participación de distintas generaciones y culturas, parecen estar perdiendo su
espesor y su jugo. La “virtualidad” puede ser un ejemplo de los problemas que
genera el predominio perceptivo , especialmente por la distancia existente
entre el objeto virtual y el real, hasta su desconexión, y por la ubicación del
hombre como usuario de objetos, más que como sujeto que busca, investigar,
conocer, investir objetos. Desde el Psicoanálisis podemos sostener que el
rescate lo aporta la huella, el pensamiento y el recuerdo, en la capacidad de
construir relatos subjetivos e historización. La percepción, ella misma, no tiene
prueba de realidad posible. Ella sola no tiene antecedente histórico, ni
pensamiento, ni enganche con la vida pulsional a través de sus
representantes. El predominio de las imágenes percibidas sobre las cadenas
representacionales deja a la pulsión con escaso destino de circuitos
elaborativos, que son los que arman la trama y espesor psíquico y le dan a los
pensamientos y vivencias un anclaje subjetivo. Aparecen, en consecuencia,
los pensamientos livianos, las palabras desencarnadas, la falta de peso
específico de las vivencias, por la pérdida del enganche pulsional. La
existencia como sí, las vivencias de vacío interior, la indiferencia respecto a
las ideas propias y las de los otros. El predominio de la desmentida, los
clivajes y los pasajes al acto parecen vinculados a este predominio de la
imagen, este telescopaje del tiempo y esta declinación de la represión..
Por otra parte los fenómenos de violencia social parecen operar en el
mismo sentido. Violencia social y capacidad de pensar-elaborar, van en dirección
contraria.
El Psicoanálisis no es ajeno a estas realidades. Por el contrario, nuestras
experiencias quedan cuestionadas por ellas.
Hoy podemos decir que el énfasis en una noción endógena del psiquismo y una
teoría que de cuenta sólo de ello, nos ha resultado insuficiente. A esto puede
vincularse cierto desentendimiento pesimista del Psicoanálisis freudiano con la
violencia social, la exclusión, la persecución y la guerra. Aunque reconozco que es
una realidad tan abrumadora que es difícil no ser escéptico, como quizás lo haya
sido Freud.
La consideración del “otro”, siempre más allá del objeto fantaseado, como
sujeto de deseos y de cultura, relativiza y cuestiona la vieja noción de interioridad
y exterioridad. El mundo, tan familiar y ajeno a la vez, tiene un impacto complejo
sobre el psiquismo, y éste a su vez participa en la creación del mundo. Aunque no
podamos definir con exactitud esta relación sí podemos decir que ni el mundo es
sólo una pantalla para la proyección de fantasías internas, ni el sujeto es la copia
de las imágenes e ideas prevalentes en el mundo como ideologías.
Es necesario sostener esta complejidad que no cierra armónicamente y evita,
por suerte, la universalidad homogeneizante de la imagen, que es lo que
disponemos de los hechos, en forma directa (perceptiva) o gráfica. Aunque se
repitan mil veces las imágenes de la destrucción de las torres gemelas, o de
edificios y casas en Irak, Bosnia, Afganistán o Chechenia, o la destrucción de
fábricas y cualquier lugar de trabajo que sostiene la relación productiva y vital del
hombre con el grupo y consigo mismo, las escenas tan reales de desocupación,
hambre, exclusión social, etc., las imágenes requerirán en cada sujeto hacerse
relato.
Desde la academia al “boliche”, desde el acto público de masas hasta la
intimidad de la cena familiar, requerimos de todos los espacios humanos posibles
para hacer relatos que, desarmando los impactos traumáticos y las imágenes
prevalentes, engarcen huellas de la experiencia histórica y vivencial singular, para
poder pensar y ser pensados.
Cuando esto no es posible en alguien, el “diván” es una opción legítima para
abrir, tanto como sea posible, los nudos de conflictos inconscientes que lo
determinan. Pero cuando el obstáculo se ubica en las condiciones socio-
culturales, los espacios sociales de pensamiento y elaboración son los necesarios.
Las variadas redes sociales que habilitan la circulación de sexualidades,
rivalidades, ideales, etc.
Desde la intimidad del consultorio y desde el ámbito social necesitamos más
preguntas que hagan nexo entre lo singular y lo múltiple, lo íntimo y lo público.
Puntadas que nos permitan armar una trama esperanzadora de trabajo.

Si la simbolización y elaboración están colectiva y singularmente amenazadas,


el Psicoanálisis también lo está. Es un desafío mayor para nuestro “oficio”, una
mayor exigencia de creatividad en el planteo de nuevas estrategias que resulten
efectivas con las actuales presentaciones. Un cuestionamiento a la ritualización de
encuadres clásicos y a las aplicaciones de teoría y técnica. Una apertura a
escuchas y lecturas disonantes y a esos bordes entre la luz y la sombra donde las
verdades inconscientes se insinúan (parafraseando a G. Bachelard). Al mismo
tiempo, una Resistencia, en el sentido de lo que fue la Resistencia al nazismo, en
el sentido “partisano”, una Resistencia a la tendencia a sortear, burlar, eclipsar, al
sujeto deseante y al sujeto social, a desestimar tanto la historia como la
experiencia humana (G. Agamben). Resistir, en este sentido, es defender la
opacidad necesaria de cada sujeto, su núcleo enigmático que lo lanza a
búsquedas, a metáforas, a otros objetos sustitutos.
La clínica y teorías de los “trastornos de simbolización” nos ubican en una zona
amplia y heterogénea, de la psicopatología y de la metapsicología, pero también
de fenómenos y disciplinas sociales y culturales. Traer a discusión todos los
elementos en juego, en un encare “complejo” constituye un enriquecimiento de los
últimos tiempos. Esto nos ha requerido flexibilizar disponibilidades teóricas,
movernos con teorías más “blandas”. Los riesgos de superficialidad y eclecticismo
parecen ser inevitables pero no intrabajables. El reconocimiento de una tendencia
fácil a iluminarnos con los grandes titulares exitosos de otras disciplinas,
sorteando el trabajo en profundidad y la especificidad correspondiente, no debería
conducirnos tampoco al abandono de esas zonas fronterizas que nos desafían a la
producción de conocimiento nuevo.1
Un desafío es situar las zonas de la estructuración psíquica involucradas en la
construcción de la efectividad simbólica de representaciones, palabras e ideas,
investigadas desde las diferentes estructuras psicopatológicas como por
desarrollos metapsicológicos. Sobre ellas debemos suponer que ejercerán
influencia las tendencias epocales referidas, en esa consubstanciación que
conocemos entre la cultura y el deseo de los progenitores en la estructuración
psíquica del niño.
El nudo donde la efectividad-afectividad de las palabras se constituye, no solo
nos conduce al amplio problema de las presentaciones clínicas actuales sino
también al de la efectividad de todo tratamiento psicoanalítico. No parece haber
posibilidad de encontrarla aferrándonos a ciertos esquemas a aplicar ni en el
traslado de metodologías de otros campos del conocimiento. Una vez más la
fuerza parece depender del reconocimiento de los obstáculos propios del análisis.
Nuevos obstáculos que nos abren a nuevas perspectivas.

En la cultura actual, la efectividad-afectividad de las palabras está en cuestión y


el Psicoanálisis en nuestros días queda implicado en esa cuestión.
Recordando periféricamente un texto que ha tenido su influencia en las últimas
décadas, “El discurso vivo. Una concepción psicoanalítica del afecto”(1973), André
Green trae el diálogo de dos niños hijos de un analista en presencia de su padre.
¿Qué es el análisis?, pregunta uno de ellos al padre. El hermano responde que el
1
Sólo requerimos hacerlo desde el núcleo firme de nuestra especificidad. Renunciar al instrumento teórico-
metapsicológico porque ha surgido de prácticas en otros momentos culturales, no es lo mismo que encararlo en un sentido
“desconstructivo” para abrir posibilidades de recreación actual. La incredulidad en las teorías y en teorizar, la labilidad
hasta la descomposición de la relación teoría-práctica, las generalizaciones y pérdida de especificidades son,
probablemente, un momento inevitable en el movimiento de la desilusión al por-venir, no un estado. Aunque los tiempos
culturales hagan difícil que los percibamos como momentos. Cuando la idea pierde su peso específico, su engarce fuerte
con la experiencia en el pasaje de un contexto epocal a otro, la ilusión perceptiva adquiere mayor fuerza. Es un fenómeno
cultural abrumador que sin dudas nos afecta también en nuestra posición como analistas, y guarda parentescos íntimos
con las presentaciones clínicas actuales, como no podría ser de otra forma.
análisis es como el análisis gramatical que enseñan en la escuela, que eso es lo
que hace su padre con los pacientes. El primer hermano responde: “¡No, Señor!
Los hombres no son palabras”.
Las preguntas y comentarios de nuestros hijos sobre nuestro quehacer siempre
se convierten en anécdotas jugosas. Quizás, especialmente gratas, cuando nos
ahorran nuestra explicación, más que difícil, como en este caso. En el
Psicoanálisis, como en las familias, recaen sobre las generaciones más jóvenes
disputas heredadas. Pero bien, acordemos provisionalmente con este hijo “X”: no
somos palabras. Sin embargo no podemos pasar tan fácilmente por alto a qué nos
referimos con “palabras”. ¿Nos estaremos refiriendo a eso que indica la expresión:
“son solo palabras” o a esa liviandad que se les adjudica cuando se dice: “se las
lleva el viento”? ¿Nos referimos a la palabra que pierde el exiliado, el desocupado,
el marginado? ¿O nos referiremos a la fuerza cada vez menos usual de decir: “di
mi palabra”eso que se ha perdido en gran parte pero sobre todo en los sectores
dirigentes, o nos referimos a la efectividad mítica de palabras que al nombrar
crean y separan, o a esas palabras que escuchadas o dichas curten nuestro
espíritu como la vida va mapeando nuestros rostros y entonces palabras y afectos
recorren juntos esos surcos?
Recuerdo, para retomar anécdotas, cuando uno de mis hijos siendo pequeño se
enfrentaba a dificultades para hablar correctamente, expresó: “Me duelen las
palabras”. Fueron de esas palabras que, al decir de Antonin Artaud, hacen
temblar los cuerpos al unísono con ellas. Palabras hechas cuerpo, cuerpo hecho
de palabras, muestran un pretil angosto y porqué no precario del campo
epistémico y práctico donde nos movemos como analistas.
Tironeados, muchas veces entrampados entre los discursos exitosos de las
ciencias de punta y los relatos apasionantes y esclarecedores de las ciencias
sociales, los analistas perdemos de vista muchas veces que nuestro campo surgió
de un intersticio donde esas disciplinas fracasaban: los síntomas neuróticos.
Desde el destierro académico de esas manifestaciones humanas hemos ido
tejiendo modelos que nos permiten operar sobre ellas de forma más o menos
efectiva. Cualesquiera de ellos y más allá de los apasionamientos por cada
escuela, todos trabajan con la palabra en transferencia.
Hace más de tres décadas Serge Viderman (“La construction de l’espace
analytique”; 1970) nos brindó un texto donde trabajó finamente el engarce y la
tensión entre la fuerza y el sentido de la palabra en transferencia. El decir del
paciente en transferencia, es un “hacer diciendo”. En el espacio analítico
energética libidinal y significación actúan juntas. “La palabra del analista es el
híbrido que actualiza la fuerza bajo la forma de sentido (… y) el analizado la
escucha solo porque para él no es sentido, sino fuerza”. Es la “reciprocidad de la
economía y de la significación” lo que permite que la interpretación tenga una
“eficacia práctica” y un “fundamento epistemológico”. La eficacia de la palabra
depende del contexto analítico, de la organización libidinal que se esté
actualizando y que esté organizando ese espacio. “No alcanza con que el sentido
sea justo, también debe conseguirse que sea llevado por una fuerza suficiente..” y
esta depende de las pulsiones en juego, donde debemos pensar la palabra muy
cerca del cuerpo erógeno. “La transferencia es ese lugar ambiguo en que se unen
la significación y la energía,…” (Las citas corresponden al capítulo IX, “Sens et
force; le transfert”)

Antes de esta referencia, ya hace cincuenta años, Luisa Alvarez de Toledo


(1954) desde un contexto fuerte de kleinismo Rioplatense nos propuso una
palabra con función de acto, actualizadora de mociones erógenas (orales, anales,
fálicas). El acto de hablar, no su contenido, es para el inconsciente algo
consumado: chupar, morder, tragar, masticar, etc., que se realiza con el analista.
La voz, el sonido articulado, es la palabra tomada en su corporeidad y el análisis
de la voz lleva al análisis del cuerpo, en su dimensión erógena, es decir, a algo
que se podría remitir a los orificios (límite donde la pulsión y el objeto arman
experiencias que dejan huellas).
Retomando también parcialmente nuestras influencias francesas de los fines de
los sesenta y comienzos de los setenta, Serge Leclaire deja una fuerte impronta
en muchos de nuestros analistas Rioplatenses. Desde una referencia lacaniana
pero singular, Leclaire acentúa la relación del significante con el cuerpo. El “cuerpo
viviente, deseante y hablante … llama al lenguaje y lo fija por sus aberturas, y allí
… se estructura el inconsciente humano” (“El inconsciente y el cuerpo”; 1961). La
satisfacción que supone el deseo no puede realizarse sino en un cuerpo
(“Psicoanalizar”; 1968), concebido como superficie (Seminarios en APU; 1972)
marcada por rasgos, excitaciones que en su tensión establecen diferencias. Es lo
característico de la zona erógena y, lo marcado, la excitación o pulsión parcial. La
marca erógena es llamada por Leclaire “letra”, concebida a la vez como límite y
acceso al goce.
Si bien la materialidad del significante y su relación con el cuerpo fue
suficientemente establecida por J. Lacan, S. Leclaire enfatizó especialmente esta
idea y puso a la palabra muy cerca de la cosa corporal erógena.
Los sesgos parciales y diferentes que aquí trazo dejan de lado a muchos
autores nuestros y lejanos con el fin de resaltar lo que percibo como un rasgo
intenso del Psicoanálisis: el compromiso encarnado de la palabra en transferencia.
Las tres referencias diferentes a las que acudo muestran una palabra anclada en
las pulsiones parciales inconscientes y en el cuerpo erógeno.
Si esto hace o no a nuestro “ser” como humanos –tal como lo plantea A. Green-
puede ser más un problema filosófico que psicoanalítico. Pero no podemos
esquivar ver allí un núcleo fuerte de la condición humana.
Es sobre ese núcleo, aunque no sólo, donde los cambios epocales han golpeado
especialmente. La espera en el tiempo que pautan las palabras efectivas-
afectivas, eso que requiere la esperanza, ritma, acompasa tanto a la acción como
a la percepción en sus inmediateces y permite hablar con otro el dolor, duelar con
otros las pérdidas o festejar con otros, esas cosas que la vida nos quita o nos da.
La premura, el aplastamiento o telescopaje que hoy sufren las temporalidades,
esa fobia de los modos de vida siempre agendados al tope, ¿por el “imperio de la
vida” o por la presentificación siniestra de la muerte? ¿Qué consecuencias de
pánico tiene esa imposibilidad de esperar, de esperanza, que no nos deja estar,
estar con otros, perder con otros y ser buscadores de otros? ¿Qué nos dice o
denuncia la Histeria con su facilidad de identificaciones imaginarias cuando
cambia el “arco histérico” como los gemidos y jadeos por un cuerpo de piel y
hueso, en los bordes de la muerte?
No hay, por suerte, una respuesta clara y definitiva a estas preguntas y, además,
parece mucho más productivo formular preguntas que nos permitan trabajar que
respuestas convincentes.
Por eso a este título: “El Psicoanálisis en nuestros días”, también se le puede abrir
una pregunta: ¿es que estos días son nuestros?

Montevideo, junio de 2005

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