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Revista Internacional de Ciencias Sociales

Interdisciplinares
Volumen 7, Número 1, 2019, pp. 99-111 ISSN:
2474-6029 (versión impresa), ISSN: 2254- 7207
(versión electrónica) http://doi.org/10.18848/2474-
6029/CGP/v07i01/99- 111 (Article)

LA INCAPACIDAD DEL DERECHO


INTERNACIONAL PARA PONER FIN A LOS
CONFLICTOS INTERESTATALES
(The Inability of International Law to Put an End to Inter-State Conflicts)

Marina Rojo Gallego-Burín1 C.U. San Isidoro-Universidad Pablo de Olavide


Araceli Rojo Gallego-Burín, Universidad de Granada, España

Resumen: Tras la Paz de Westfalia en 1648, la guerra se convirtió en un procedimiento para resolver conflictos
interestatales. Esto propició que comenzaran a aprobarse normas destinadas a la reducción de las declaraciones de
guerra. Debemos distinguir dos sectores normativos claramente diferenciados, por una parte, la legislación relativa al
principio de prohibición de la fuerza y, por otra, lo referente al Derecho Humanitario. La resolución 3314, aprobada por
la Asamblea General de Naciones, definió la agresión como el uso de la fuerza armada, de un modo incompatible con la
Carta de Naciones Unidas. No obstante, el artículo 2 del anexo, le otorga al Consejo de Seguridad potestad para dirimir
la licitud del uso de la fuerza. El objetivo de ese trabajo es analizar como el Derecho Internacional no ha sido capaz de
prohibir el recurso a la fuerza de modo absoluto, pues a lo largo de la historia surgen supuestos en los que es lícito
recurrir a ella.

Palabras clave: prohibición de la fuerza, derecho internacional, derecho humanitario

Abstract: After the Peace of Westphalia in 1648, the war became an act of government and different rules for the
reduction of war began to be adopted. We should distinguish between two clearly differentiated streams. On the one
hand, the legislation regarding the principle of the prohibition of force. On the other hand, the humanitarian law. The
General Assembly of the United Nations defined aggression, in its Resolution 3314, as the use of armed force in a
manner incompatible with the Charter of the United Nations. However, article 2 of the Resolution´s Annex gives the
Security Council authority to resolve whether or not the use of force is lawful. Therefore, the aim of this paper, is to
analyse how international law has not been able to end war as a means of conflict resolution since there are situations in
which, within the legality, it is possible to use it.

Keywords: Principle of the Prohibition of Force, Humanitarian Law, International Law

1
Corresponding Author: Marina Rojo Gallego-Burín, C.U. San Isidoro-Universidad Pablo de Olavide, Sevilla, España,
email: mgallego@centrosanisidoro.es
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“Habrá una paz cristiana y universal y una amistad sincera, auténtica y perpetua entre
todos y cada uno. Que esta paz y amistad sea observada y cultivada con tal sinceridad y
celo, que cada parte se esforzará en procurar el beneficio, honor y ventaja del otro”
(Tratado de Paz de Westfalia)

Introducción

N orberto Bobbio singularizó la guerra de un modo tripartito (Bobbio 1982, I), como objeto
de Derecho, el medio de realización del Derecho y la antítesis del Derecho. La guerra es
objeto de Derecho cuando se desea restringir, regular moral y jurídicamente, de lo que
surge la teoría de la guerra justa. A partir de dicha teoría la guerra es un medio de hacer Derecho,
pues ella es la sanción jurídica más severa que puede imponerse a una sociedad. Y es la antítesis
del Derecho, para los pacifistas es un hecho antijurídico, pues cada vez se limitan más los
supuestos o causas por las que se puede considerar legítima una guerra.
Tras la Paz de Westfalia de 1648, se transforma el objetivo principal por el que se declaran
las guerras, de ser el medio empleado para imponer unos ideales pasan a convertirse en un
procedimiento para resolver conflictos interestatales. Esta situación tuvo como corolario
inmediato el que comenzaron a aprobarse normas destinadas a reducir el número de
declaraciones de guerra (Bugnion 2003, 3), y ha permitido diferenciar dos sectores normativos,
por una parte, la legislación relativa al principio de prohibición de la fuerza y, de otra, el Derecho
Humanitario.

El principio de prohibición de la fuerza


La legislación concerniente al principio de prohibición de la fuerza nos lleva a referirnos a la
normativa aprobada en el umbral del siglo XX. En el Pacto de la Sociedad de Naciones (1919) se
percibe una pretensión de restringir las causas legítimas para declarar una guerra:

Artículo 10. “Los miembros de la sociedad se comprometen a respetar y a mantener


contra toda agresión exterior la integridad territorial y la independencia política presente
de todos los miembros de la sociedad. En caso de agresión, de amenaza o de peligro de
agresión, el consejo emitirá opinión sobre los medios de asegurar la ejecución de esta
obligación”.

Dicho Pacto aborda la cuestión desde una perspectiva principalmente procesal. Adviértase
que no prohibió su declaración, no negó a las autoridades el derecho a emprenderlas. A contrario
sensu, señaló que en el supuesto de controversias entre Estados la someterían al arbitraje o
examen del Consejo. De acuerdo al artículo 12, los Estados tienen dos alternativas para resolver
la controversia, ora someterse al arbitraje, ora al examen del Consejo, estableciéndose un plazo
perentorio de hasta tres meses desde que se hubiera resuelto el arbitraje o por el Consejo para
acudir a la guerra. ¿Qué se desprende de dicho precepto? Pues un propósito de dilatar el inicio de
la guerra, y en el supuesto de que el Consejo no lograra aprobar dicho informe o se inhibiera por
considerar que no se trataba de una cuestión internacional, sería legal recurrir a la guerra como
procedimiento de resolución de controversias. Estas son las “fisuras” del Pacto, por ello se afirma
que el “pacto más que prohibir la guerra establecía una moratoria [de ella]” (Casanovas y la Rosa
2006, 1000).
Más tarde, el Pacto de París de 1928, conocido como Pacto Briand-Kellogg, prohíbe recurrir
a la guerra como instrumento de las relaciones entre los Estados:
ROJO GALLEGO-BURÍN: LA INCAPACIDAD DEL DERECHO INTERNACIONAL

Artículo 1. “Las Altas Partes Contratantes, en nombre de sus pueblos respectivos,


declaran solemnemente que condenan el recurso de la guerra para la solución de las
controversias internacionales y que renuncian a él como instrumento de política
nacional en sus relaciones mutuas”.

A partir de ese momento, se entiende que la guerra es una agresión y, además, ilícita. Por
tanto, los Estados parte del Pacto de París, al igual que los de la Sociedad de Naciones se
comprometen a resolver sus controversias por medios pacíficos, “renuncian a él como
instrumento de política nacional en sus relaciones mutuas”. En este breve texto —compuesto de
un preámbulo y tres artículos— no hay referencias a la legítima defensa ni a la seguridad
colectiva o represalias, por lo que se entendían implícitamente permitidas y aceptadas.
Numerosos Estados se adhirieron a este Pacto, que pese a ser fundamental para el principio de
prohibición de la fuerza, no fue impedimento para que la crisis de los años treinta desembocara
en la Segunda Guerra Mundial.
Tras la contienda y la creación de Naciones Unidas en 1945, el artículo 1.1 de la Carta de las
Naciones Unidas establece que la finalidad principal de la Organización es mantener la paz y
seguridad internacional. Esto implica que dicho objetivo de ser un interés político de la
comunidad internacional, como era hasta entonces, se convierte en un “interés jurídicamente
protegido” (Cardona Llorens 2010, 50). Por otra parte, la Carta supuso el que por primera vez se
codificara la prohibición del uso de la fuerza en el art. 2.4. Este precepto supone un gran avance
respecto del Pacto de París, no alude a la guerra sino al “uso de la fuerza”, lo cual tiene un
contenido más amplio, se prohíbe su uso y también amenazar con recurrir a ella. Respecto al
Pacto de la Sociedad de Naciones encontramos otra gran diferencia, ahora la Carta en el supuesto
de no lograr una solución pacífica de las controversias no admite la guerra. En definitiva, nos
encontramos ante una “norma completa e independiente” (Casanovas y la Rosa 2006, 1002).
Esta prohibición fue recogida como un principio de Derecho Internacional y deberá regir las
relaciones entre Estados, conforme a la resolución 2625 (XXV): “Todo Estado tiene el deber de
abstenerse en sus relaciones internacionales de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra
la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma
incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas. Tal amenaza o uso de la fuerza
constituye una violación del Derecho Internacional y de la Carta de las Naciones y no se
empleará nunca como medio para resolver cuestiones internacionales”.
Cuatro años más tarde (1974) en la resolución 3314 (XXIX), la Asamblea General otorga al
Consejo de Seguridad la potestad de dirimir si el uso de la fuerza es lícito o no:

Artículo 2. El primer uso de la fuerza armada por un Estado en contravención de la


Carta constituirá prueba prima facie de un acto de agresión. No obstante, el Consejo de
Seguridad puede concluir, de conformidad con la Carta, que la determinación de que se
ha cometido un acto de agresión no estaría justificada a la luz de otras circunstancias
pertinentes, incluido el hecho de que los actos de que se trata o sus consecuencias no
son de suficiente gravedad.

Por tanto, pese a prohibirse de modo expreso la guerra, también existen excepciones. Como
expresa Ortega Carcelén, el ius ad bellum actualmente se traduce en que el Derecho Global
admite dos excepciones que permiten recurrir al uso de la fuerza de un modo legal, estos casos
son: cuando exista la autorización del Consejo de Seguridad y el supuesto de legítima defensa del
Estado. El capítulo VII de la Carta (artículos 39 y siguientes) se dedica a la acción armada
colectiva por parte del Consejo de Seguridad, y al artículo 51 a la legítima defensa. Esa primera
excepción no se puede confundir con las operaciones de mantenimiento de la paz, aunque en
ellas ocasionalmente se autoriza el empleo de la fuerza, es para unos fines restringidos, como
veremos más adelante. Estas dos excepciones han provocado un cambio en la praxis de los
Estados respecto a los tiempos pretéritos a la Carta. Los Estados no alegan el tener derecho a
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hacer la guerra, sino que su conducta es respetuosa con el Derecho Internacional. En los últimos
tiempos, lo que hacen en ocasiones es “intentar justificar sus actos de fuerza expandiendo el
contenido de las dos excepciones aceptadas” (Ortega Carcelén 2011, 5). Como asevera el
profesor Carrillo Salcedo, existen dos posibilidades para que el recurso de la fuerza sea legítimo:
realizar una interpretación extensiva del derecho a la legítima defensa o flexible de la prohibición
del artículo 2.4 (Carrillo Salcedo 2005, 8).
El terrorismo ha sido muchas veces el culpable de estas interpretaciones. En la resolución
1368 de 12 de septiembre de 2001, un día después de los atentados en Nueva York del 11 de
septiembre, el Consejo de Seguridad condena tales hechos, que constituyen “una amenaza para la
paz y la seguridad internacionales. Para ello reconoce el derecho inmanente a la legítima defensa
individual o colectiva de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas”. Se afirma que “está
dispuesto a tomar todas las medidas que sean necesarias para responder a los ataques terroristas
perpetrados el 11 de septiembre de 2001 y para combatir el terrorismo en todas sus formas, con
arreglo a las funciones que le incumben en virtud de la Carta de las Naciones Unidas”. Días más
tarde, el 28 de septiembre de ese mismo año, el Consejo de Seguridad aprueba la resolución
1373, en la que reafirma el derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva. Y en
virtud del capítulo VII de la Carta, establece una serie de obligaciones para las naciones en lucha
contra el terrorismo. Por su parte, la resolución que aprobó la Asamblea General, A/56/L.1,
condena los actos terroristas del 11 de septiembre, a diferencia de las anteriores no hace mención
alguna a la legítima defensa, insta a la cooperación internacional para luchar contra el terrorismo.
Estas resoluciones interpretan los actos terroristas como agresiones y justifican el recurso a
la fuerza alegando la legítima defensa, lo cual es una interpretación extensiva del término
agresión. Dicha interpretación es considerada como “desorbitada” por el profesor Carrillo
Salcedo, pues aunque la Carta de Naciones Unidas determina el contenido de este derecho, sólo
puede entenderse de un modo restrictivo, califica este tipo de interpretaciones como inaceptables:
“no es posible aceptar como simple interpretación de un texto claro que una cláusula que permite
la legítima defensa en caso de ataque armado llegue a justificar el recurso a la fuerza armada
incluso cuando ese ataque armado no ha ocurrido y ni siquiera es inminente” (Carrillo Salcedo
2005, 14).
La otra posibilidad para recurrir a la fuerza, como ya hemos apuntado antes, es realizar
interpretaciones flexibles del artículo 2.4. Hay una corriente doctrinal que defiende que el Estado
tiene la potestad para decidir sobre el uso de la fuerza. Así, por ejemplo, el principal órgano
judicial de Naciones Unidas, la Corte Internacional de Justicia en la sentencia referente al Canal
de Corfú (Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte contra Albania), de 9 de abril de
1949, rechazó la alegación de Gran Bretaña, que sostenía que la soberanía territorial del Estado
es uno de los fundamentos de las relaciones interestatales y el derecho de intervención era
expresión de una política de fuerza. Nótese que este supuesto surgió de cuando dos buques
británicos chocaron con minas en aguas albanesas y sufrieron daños, incluida una cuantiosa
pérdida de vidas humanas. La Corte falló que Albania era responsable.
Tiempo después, se suscitó el asunto Nicaragua contra Estados Unidos, conocido como
Actividades militares y paramilitares contra el Gobierno de Nicaragua. Nicaragua acusó a los
Estados Unidos de haber autorizado a una dependencia de su Gobierno a tender minas en los
puertos nicaragüenses. Por su parte, Estados Unidos defendía que Nicaragua apoyaba de un
modo proactivo a grupos armados que actuaban en países vecinos, administrando armas. La
sentencia de 27 de junio de 1986, en la que la Corte tenía que dilucidar si las actividades
realizadas por Estados Unidos constituían un ejercicio de legítima defensa colectiva, de concluyó
que no podía probarse que el gobierno nicaragüense hubiese ayudado a grupos armados. En dicha
se estableció un alcance diferente entre los supuestos del empleo de la fuerza, estos pueden ser
graves (agresiones o ataques armados) o menos grave (como puede ser el suministro de armas)
(Gutiérrez Espada 2006). Esta distinción provoca el problema de determinar el tipo de medidas
de fuerza que se podrían tomar para luchar contra la violación de las normas de protección de los
ROJO GALLEGO-BURÍN: LA INCAPACIDAD DEL DERECHO INTERNACIONAL

derechos humanos, nos preguntamos ¿Qué tipo de medidas se pueden tomar contra aquel Estado
que atenta contra la comunidad internacional? ¿Se puede hacer uso de la violencia? Esta
cuestión, apunta Carrillo Salcedo, no ha sido resuelta por la Corte Internacional de Justicia, pues
en su resolución de 24 de mayo de 1980, referente al caso de los rehenes de Teherán en la que se
debía manifestar sobre esta problemática no lo hizo, sólo reprendió el hecho de que Estados
Unidos emprendiera la misión de auxilio de aquellos rehenes.
El profesor Carrillo analiza que debido a los defectos del capítulo VII de la Carta, dedicado a
la seguridad colectiva, no se puede realizar una interpretación estricta de la prohibición de la
fuerza. Por dicha imperfección de Naciones Unidas, los Estados suelen hacer distintas
motivaciones para razonar el recurso a la fuerza, lo cual muestra los defectos del precepto 2.4 de
la Carta. La causa de esto la expone el propio profesor, y es la existencia de un claro
distanciamiento entre la norma y la realidad, lo cual podría originar que “el recurso a la fuerza o
a la amenaza de fuerza serían ilícitos de iure pero realidades de facto” (Carrillo Salcedo 2005,
18).
Existe otro supuesto que legitima el recurso a la fuerza, Naciones Unidas cuenta con un
procedimiento, que pese a no ser mencionado en la Carta, tiene como pretensión mantener la paz
y seguridad internacionales y a las que ya nos hemos referido anteriormente, se trata de las
operaciones de mantenimiento de la paz. Este tipo de misiones se caracterizan por carecer de
regulación, lo cual constituye una de sus mayores virtudes, pero también peligros, pues como
afirma Cardona Llorens ello “permitirá un gran nivel de flexibilidad y de facilidad de adaptación
a las circunstancias. Pero, simultáneamente, esa ausencia de regulación ha sido también uno de
sus grandes problemas, pues la ausencia de reglas expresas implica una gran inseguridad
conceptual y jurídica” (Cardona Llorens 2010, 59). Estas operaciones hay que diferenciarlas de
las medidas autorizadas por el Consejo de Seguridad basándose en el capítulo VII de la Carta.
Estas últimas son como una “guerra justa colectiva” (Ortega Carcelén 2011, 15), mientras que en
las operaciones de mantenimiento de la paz el Consejo de Seguridad actúa en búsqueda de la paz
y la seguridad. Por lo que el empleo de la fuerza que realicen será mínimo y siempre destinado a
esa finalidad de paz y seguridad.
En definitiva, las medidas coercitivas imponen la paz, y las operaciones de mantenimiento
de la paz están destinadas a la conservación, construcción o consolidación de ella. Por lo que a
pesar de la prohibición del artículo 2. 4 de la Carta, los redactores de ella consideraron en
ocasiones necesario recurrir a la fuerza para poder gozar de paz y seguridad internacionales. Pero
no cabe duda de que los preceptos relativos a su uso provocan graves problemas, lo cual es muy
preocupante puesto que la paz y la seguridad dependen de que exista una “aceptación y un
concepto común acerca de cuándo es lícito y cuándo es legítimo utilizar la fuerza” (Ortega
Carcelén 2011, 7).

Derecho Humanitario
El ius in bello, Derecho Humanitario Bélico o Derecho Internacional Humanitario, se define
como “un conjunto de normas que introducen restricciones en la conducta de la guerra, por
razones de humanidad, para paliar los daños que produce el empleo extremo de violencia”
(Ortega Carcelén 2011, 8). Algunas de las normas que lo conforman son el convenio de Ginebra
de 1864, 1906, 1929 y 1949, la Declaración de París de 1856 sobre la guerra marítima, la
Declaración de San Petersburgo de 1868 relativa a la prohibición de determinados proyectiles en
tiempos de guerra, y las Conferencias de la Haya de 1899 y 1907. Estas normas tienen como
finalidad principal aminorar la severidad de los conflictos bélicos: prohibición de ataques
indiscriminados, dar muerte a rehenes, protección de los no combatientes, la población civil, o no
destrucción de la libertad del derrotado. Es decir, proteger a las víctimas de las contiendas
(Derecho de Ginebra) y limitar los medios de guerra (Derecho de La Haya).
Todo ello son normas relativas a la conducta a seguir en la guerra y que conformaban un
conglomerado de normas “interdependientes y complementarias” (Bugnion 2003, 3). En palabras
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de Bugnion, entre el Derecho de La Haya y el de Ginebra “no existe ninguna línea divisoria
claramente definida entre esas dos normativas, sino que se trata de un continuum de normas,
agrupadas bajo dos nombres distintos” (Bugnion 2001, 901). Dicha normativa fue reunida en los
protocolos adicionales de los Convenios de Ginebra de 8 de junio de 1977 sobre la protección de
las víctimas de los conflictos armados. Y con posterioridad se han incorporado más
convenciones, como la de 1975 sobre armas bacteriológicas, la de 1980 sobre ciertas armas
convencionales y sus cinco protocolos, el de 1993 de armas químicas o el tratado de Ottawa de
1997 relativo a las minas antipersonas o el Protocolo de la Convención sobre los Derechos del
Niño relativo a la participación de niños en los conflictos armados. A lo que hay que sumarle el
derecho consuetudinario. Estos preceptos están destinados, como ya hemos mencionado, a
regular la guerra, pero no establecen los motivos o causas por los cuales pueden declararse.
Como consecuencia de considerarse potestad de los Estados dirimir las causas para hacer la
guerra.
Si comenzamos realizando un recorrido al devenir del Derecho Humanitario a la primera
norma a la que nos tenemos que referir es a la Declaración de San Petersburgo de 1868,
mencionada ut supra, y que constituyó un fracaso. De hecho, en esos mismos años se
emprendieron dos contiendas: la guerra de 1866, en la que se enfrentaron Austria y Prusia, y la
franco-prusiana entre 1870 y 1871, donde se manifiesta la ineficacia del Convenio de Ginebra de
1864. Ante esta situación, el Zar Nicolás II auspició la celebración de una nueva conferencia en
Bruselas, con la intención de aprobar un texto más avanzado que el de San Petersburgo. De esta
Conferencia nació la Declaración de Bruselas de 1874, que contaba con 60 artículos, pero que
nunca entró en vigor, pues a pesar de ser firmada, no fue ratificada por sus Estados partes, por no
desear que tuvieran carácter obligatorio sus preceptos. No obstante, sirvió de ejemplo para
posteriores tratados.
Tras la guerra de 1885 en la que se enfrentaron Serbia y Bulgaria se volvió a sentir la
necesidad de contar con un texto más ambicioso que el de 1864. Así, en 1899 se celebró la
primera Conferencia de Paz de La Haya, a la que acudieron 26 Estados europeos, Estados
Unidos, México, China, Japón, Persia y Siam, para debatir sobre la guerra y la paz. La pretensión
primordial era la de aminorar tres aspectos distintos: la inversión militar, los armamentos y las
penurias de los combatientes. Conferencia en la que se codificaron distintas normas
consuetudinarias, y cuyo fruto fueron tres convenios:
I. Para el arreglo pacífico de los conflictos internacionales, II. Sobre las leyes y usos de la
guerra terrestre, y el Reglamento sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre, III. Para
aplicar a la guerra marítima los principios del Convenio de Ginebra de 1864.
Estos convenios se encargaron de regular tanto el ius ad bellum, como el ius in bellum, y se
creaba el arbitraje, como nuevo procedimiento para el arreglo de las controversias, que se sumaba
a los buenos oficios y la mediación. Hay que resaltar la relevancia de este convenio para el
Derecho de la guerra y el Derecho Internacional en su conjunto, pues “representaba el primer
intento de codificar ciertas normas del Derecho de gentes de la época así como la intención de las
potencias de alcanzar acuerdos” (Abrisketa Uriarte 2013, 322).
Años más tarde, en 1906, se celebra una nueva Conferencia que reformó el Convenio de
Ginebra de 1864, en el que se introdujo el trato indiscriminado de los heridos. Ya no importaba la
procedencia del herido, o si formaba parte del bando adversario, lo único relevante era la
condición de víctima, quedando así el convenio de 1864 sustituido por el de 1906. Un año más
tarde, el Presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt convoca una nueva Conferencia
de Paz, la segunda. Ello se produce en un contexto internacional de conflicto, la guerra en
Sudáfrica entre las repúblicas de los Bóers e Inglaterra entre 1899 y 1902, y la que enfrentó a
Rusia y Japón en 1904-1905. Esta conferencia contaba con los mismos objetivos que su
predecesora de 1899, en ella casi se duplicó el número de Estados participantes, ahora
concurrieron 44 e intervienen por vez primera en el plano internacional Estados Sudamericanos.
A lo cual, se suma el logro de establecer los principios generales del Derecho Internacional
ROJO GALLEGO-BURÍN: LA INCAPACIDAD DEL DERECHO INTERNACIONAL

Humanitario. En total se aprobaron trece convenios que reformaban los de la Convención de


1899, y un reglamento que entró en vigor en 1910:
I. Convenio para el arreglo pacífico de los conflictos internacionales, II. Convenio relativo a
la limitación del empleo de la fuerza para el cobro de las deudas contractuales, III. Convenio
relativo a la apertura de las hostilidades, IV. Convenio relativo a las leyes y costumbres de la
guerra terrestre, V. Convenio relativo a los derechos y deberes de las potencias y las personas
neutrales en caso de guerra terrestre, VI. Convenio relativo al régimen de los buques mercantes
enemigos al comienzo de las hostilidades, VII. Convenio relativo a la transformación de los
barcos mercantes en buques de guerra, VIII. Convenio relativo al bombardeo por fuerzas navales
en tiempo de guerra, IX. Convenio relativo para la adaptación a la guerra marítima de los
principios del Convenio de Ginebra, XI. Convenio relativo a ciertas restricciones al ejército del
derecho de captura en la guerra marítima, XII. Convenio relativo a los derechos y deberes de las
potencias neutrales en caso de guerra marítima, XIII. Declaración relativa a la prohibición de
lanzar proyectiles y explosivos desde globos.
En estos convenios no se prohíbe el uso de la fuerza, así lo establece el artículo 1 de la
convención para la resolución pacífica de controversias internacionales: “Con el objeto de
prevenir, tanto cuanto sea posible, el recurso a la fuerza en las relaciones entre Estados, las
Potencias Contratantes acuerdan emplear todos sus esfuerzos para asegurar la resolución pacífica
de las diferencias internacionales”. Por otra parte, como consecuencia de los bombardeos que
realizaron Italia, Alemania y Reino Unido en los puertos de Venezuela, por no abonar sus
créditos, esta Conferencia asume la doctrina Drago. Dicha doctrina fue enunciada por el Ministro
de Asuntos Exteriores de Argentina, Luis María Drago, y prohíbe hacer la guerra para el cobro
de deudas contractuales. A partir de ese momento es contrario al Derecho Internacional el
empleo de la fuerza contra una nación americana, para obtener el cobro de deudas públicas (Zafra
Espinosa de los Monteros 2001, 101-102).
A pesar del gran avance que suponía esto, el artículo 1.2 del convenio permitía recurrir a la
violencia cuando: “el Estado deudor se negara o no contestara a una oferta de arbitraje o, en caso
de aceptación, hiciera imposible el compromiso arbitral, o tras el arbitraje, no se conformara con
la sentencia obtenida”. Esta excepción no es óbice para valorar la importancia que supuso esta
segunda conferencia de paz de 1907, el catedrático Bermejo García afirma: “Así pues, aunque
esta Convención dejaba prácticamente intacto el poder discrecional de los Estados de recurrir a la
fuerza armada, constituye sin embargo un paso importante como punto de partida en el largo
camino hacia la prohibición de uso de la fuerza, apelando al mismo tiempo a los Estados a
emplear todos sus esfuerzos para asegurar el arreglo pacífico de las controversias
internacionales” (Bermejo García 2012, 19).
Tras el análisis de las dos conferencias de paz, se comprueba que la preocupación principal
era la concerniente al ius in bellum, sin haberse atrevido a prohibir el recurso a la guerra. Como
asevera Carrillo Salcedo: “En aquel momento histórico, en efecto, los Estados soberanos no
estaban obligados al arreglo pacífico de sus controversias y podían hacerse o declararse la guerra
por una buena razón, por una mala razón o sin razón alguna. (…) La guerra, en definitiva, se
concebía como un derecho de los Estados, una competencia soberana, y no como un hecho que
en sí mismo ponía de manifiesto la insuficiencia del Derecho internacional para impedirlo o
controlarlo”. (Carrillo Salcedo 2005, 3-4).
En lo concerniente a la regulación, esta conferencia fue mucho más exhaustiva que su
predecesora, estaba prevista una tercera para 1914, que la Primera Guerra Mundial impidió que
se celebrara. La Gran Guerra supuso una dura prueba para esta normativa que estaba
comenzando a nacer. A pesar de que el Convenio de 1907 ampliaba los supuestos recogidos por
los anteriores, se encontró con una realidad que le superó. La contienda vio aparecer armas
aniquiladoras, que los ejércitos emplearon despiadadamente y sin control. El número de víctimas
aumentó de una manera extraordinaria, convirtiéndose en una necesidad imperiosa la aplicación
del Convenio de 1906, cuyo resultado fue favorable. Tras este cataclismo se sintió la necesidad
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de una nueva reforma de los Convenios de 1907, la atención se dirige hacia el ius ad bellum y el
reto era prohibir el recurso a la guerra, pero no se consideraba que fuera el momento más
propicio para ello. Los únicos pasos que se dieron fueron con el Pacto de la Sociedad de
Naciones que imponía limitaciones y el Pacto Briand-Kellog que condenaba el hacer la guerra,
como comprobamos con anterioridad. Debido a la situación de tensión internacional, pronto se
hizo manifiesta la ineficacia de la Sociedad de Naciones, lo que también provocó un
estancamiento del Derecho Internacional Humanitario. La única singularidad de estos años fue la
aprobación en 1925 del Protocolo adicional de prohibición del empleo en la guerra de gases
asfixiantes, tóxicos o similares y de medios bacteriológicos. Y los Convenios de Ginebra de
1929, con 47 Estados parte, relativos al trato debido a los prisioneros de guerra y, otro, para el
mejoramiento de la condición de los heridos y enfermos en el campo de batalla.
El Derecho Internacional Humanitario no sufriría ningún progreso más hasta después de la
Segunda Guerra Mundial. El 12 de agosto de 1949, tras reunirse la Conferencia diplomática para
revisar el Derecho Internacional Humanitario, fueron aprobados cuatro Convenios de Ginebra,
que ratificaron 194 Estados y constituye el centro fundamental de nuestro actual Derecho
Internacional Humanitario. Tras cuatro años de duras negociaciones, pues el mundo se
encontraba escindido y los Estados se agruparon en coaliciones antagonistas, se lograron aprobar
estos cuatro convenios, relativos a la protección de los heridos militares, de las víctimas de los
ejércitos en la mar, a los prisioneros de guerra y a la protección de los civiles en tiempos de
guerra.
A primera vista puede parecer una revisión de los anteriores convenios, pero lo cierto es que
incluyeron grandes novedades, tales como la protección civil o la inaplicación del principio de
reciprocidad, al no aplicarlo resulta indiferente que una de las partes en conflicto no cumpla con
el convenio para que las otras puedan incumplirlo a su vez. Estos convenios alcanzaron el
objetivo que se propusieron, y alcanzan un punto intermedio entre lo militarista y la ayuda
humanitaria, empero la gran parte de los autores consideran que situó a la población en un lugar
preeminente. Supusieron “una verdadera victoria” (Rey-Schyrr 1999).
No obstante, al cabo de unos años estos últimos convenios se presentaban ineficaces para la
nueva realidad que acontecía, como es la sucesión de guerras coloniales que comenzaban en los
años 60. Esto propició la convocatoria de la Conferencia Diplomática sobre la Reafirmación y el
Desarrollo del Derecho Internacional Humanitario de 1974 a 1977, con la participación de más
de un centenar de naciones y cuyo fruto fueron dos protocolos adicionales de 1977, destinados a
dos tipos de conflictos armados diferentes: los internacionales y los internos. En el protocolo I
nos encontramos con el principio de discriminación y proporcionalidad, por lo que se incluye la
tesis de la guerra justa. En el precepto 51. 5 b) se considerarán ataques indiscriminados, entre
otros, aquellos en los que sea de prever que causarán incidentalmente muertos y heridos entre la
población civil, o daños a bienes de carácter civil, o ambas cosas, que serían excesivos en
relación con la ventaja militar concreta y directa prevista. Se hace mención también a la
obligación de los combatientes de cuidar la intensidad de sus ataques. Por su parte, el artículo 52
hace referencia a que los ataques se limitarán a objetivos militares, los no combatientes no
pueden recibir ataques: “Los bienes de carácter civil no serán objeto de ataque ni de represalias”.
Es indudable que esta Conferencia de 1977 supuso un gran avance, pero como afirma Sandoz
existen cuestiones que no fueron abordadas y debía mejorarse el tratamiento de otras, como lo
relativo a las armas nucleares, a la protección de la mujer, la conducción de las agresiones o el
control de socorros (Sandoz 1999). A pesar de todo, este derecho positivo no fue suficiente para
evitar tragedias como la de Pol Po ten Camboya e Idi Amin en Uganda.
Los Derechos Humanos y el Derecho Humanitario constituyen dos cuerpos normativos
independientes. Pero ambas ramas del Derecho Internacional Público se aproximaron en 1968,
cuando Naciones Unidas por primera vez se preocupa por el cumplimiento de los derechos
humanos en los conflictos armados, en la Conferencia de Teherán (Bilbao Trecha 2000, 97). A
partir de ese momento, la ONU continuó con la labor de protección que había principiado con los
ROJO GALLEGO-BURÍN: LA INCAPACIDAD DEL DERECHO INTERNACIONAL

Convenios de Ginebra y adoptó resoluciones como la 2444 (XXIII), sobre el respeto de los
derechos humanos en los conflictos armados, o la resolución 2675 (XXV) sobre los principios
básicos para la protección de las poblaciones civiles en los conflictos armados.
Puede plantearse la cuestión de si las fuerzas militares autorizadas por Naciones Unidas, los
cascos azules, ¿están sujetos al Derecho Internacional Humanitario? A pesar de que el Derecho
Humanitario es independiente del de la ONU, el Secretario General Koffi Annan aprobó en 1999
el Boletín sobre respeto del Derecho Internacional Humanitario por las fuerzas de Naciones
Unidas. A lo que hay que sumarle en 2005 la aprobación de la resolución 60/147, por la
Asamblea General, de principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de
violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones
graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones.
En este contexto es imprescindible mencionar la Corte Internacional de Justicia, que ha
realizado una gran labor de interpretación de los preceptos del Derecho Internacional
Humanitario, en cuyas resoluciones y opiniones consultivas esclarece el Derecho de la Haya. Por
ejemplo, en el caso del canal de Corfú de 1945, que abordaba el Convenio de 1907 sobre la
colocación de minas submarinas, o la opinión consultiva de 1996 sobre la legalidad de la
amenaza o el empleo de armas nucleares, a las que finalmente decidió hacer extensible el derecho
aplicable a las armas convencionales. Aunque existan cuestiones que pueden ser más o menos
discutibles, no hay duda alguna de la eficacia de esta Corte en la interpretación del Derecho
Humanitario.
Otra institución jurisdiccional de suma importancia en este ámbito es el Tribunal Penal
Internacional. Órgano que juzga la responsabilidad individual por violaciones del Derecho
Humanitario, su jurisprudencia ha realizado grandes aportaciones a esta rama del Derecho
Internacional y ayuda a que las naciones incorporen parte de su doctrina. El uno de julio del 2002
entró en vigor el Estatuto de Roma, que fue aprobado en 1998, con el que se regula el Tribunal
Penal Internacional, y se conecta el Derecho Penal con el Derecho Humanitario. Es en este
momento cuando “el Derecho penal internacional alcanza su cenit y el Derecho Internacional
Humanitario encuentra una vía para su desarrollo” (Abrisketa Uriarte 2013, 359). Este estatuto
detalla los delitos que serán enjuiciados por él, como dice su artículo 1: los crímenes más graves
de trascendencia internacional. Entre otros el de lesa humanidad, genocidio y guerra (Artículo 8.
La Corte tendrá competencia respecto de los crímenes de guerra en particular cuando se cometan
como parte de un plan o política o como parte de la comisión en gran escala de tales crímenes),
estableciéndose para este último hasta setenta y una conductas. A su vez el artículo 5 indica “La
competencia de la Corte se limitará a los crímenes más graves de trascendencia para la
comunidad internacional en su conjunto”. Por lo que se exige un mínimo de gravedad para que
puedan ser incluidos en este tipo de crímenes, pero como indica el artículo 17.1 aunque los
hechos no alcanzaran ese mínimo se podría aceptar si contara con una “gravedad suficiente”.
Es preciso resaltar el valor de la jurisprudencia de este órgano jurisdiccional, que tiene como
propósito que los Estados cumplan con el Derecho Humanitario, para que sientan que sus
acciones no se vean impunes pues pueden ser enjuiciados y condenados. Esta Corte no cuenta
con una jurisdicción universal, solo juzga aquellos sujetos nacionales de Estados parte del
Estatuto o crímenes que se cometieron en el territorio de esos estados. Se rige por el principio aut
dedere aut iudicare, por el cual o se entrega al sospechoso para que sea juzgado por el Tribunal
Penal Internacional o será juzgado en el propio Estado, que es lo más habitual (Ortega Carcelén
2011, 11).
A lo largo de estos años del siglo XXI, Naciones Unidas continúa con su propósito de
preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra. La discusión relativa al empleo de
la fuerza como un modo de solución de los conflictos continúa, y lo más probable es que se
prolongue en el tiempo.

La responsabilidad de proteger: entre la intervención y la soberanía


REVISTA INTERNACIONAL DE CIENCIAS SOCIALES INTERDISCIPLINARES

En los últimos años, las instituciones internacionales con el propósito de resolver la cuestión de
cuando es lícito el empleo de la fuerza han aprobado diferentes documentos. Estos textos surgen
como consecuencia del fracaso de Naciones Unidas ante tragedias como la de Ruanda, Somalia o
Bosnia y han creado el concepto de responsabilidad de proteger. Pero ¿qué es la responsabilidad
de proteger? Es un deber de auxilio, de socorro frente a las más graves violaciones de los
derechos humanos, se define como un “nuevo intento de consolidar la doctrina del bellum iustum
o guerra justa y, a la vez, de asegurar a la ONU un área más de acción en el mantenimiento de la
paz en el siglo XXI” (Añaños Meza 2009).
En diciembre de 2001, la Comisión Internacional sobre la intervención y soberanía de los
Estados aprobó el informe “La responsabilidad de proteger”, con el objetivo de buscar un
equilibrio entre la intervención y la soberanía del Estado. Este texto dicta que los Estados están
obligados a proteger a su población, pero en el supuesto de que no puedan o no quieran la
comunidad internacional asume esa responsabilidad. Según la Comisión, el principio de
responsabilidad de proteger “consiste en que la intervención con fines de protección humana,
incluida la intervención militar en casos extremos, es admisible cuando la población civil esté
sufriendo o corra un peligro inminente de sufrir graves agresiones y el Estado correspondiente no
pueda o no quiera atajarlos, o sea él mismo el responsable” (La Responsabilidad de proteger,
2005, párrafo 2.25). Y decreta, para los casos extremos, su propia doctrina de guerra justa, en la
que se aprecian reminiscencias de la teoría mantenida por la Escolástica: “autoridad competente,
causa justa, intención correcta, último recurso, medios proporcionales y posibilidades
razonables” (Bermejo García y López Jacoiste Díaz 2013, 55). Es en la práctica cuando se
suscitan los problemas concernientes a estos condicionantes, sobre todo en lo relativo a la
autoridad competente a la que se refiere la Comisión, el Consejo de Seguridad. Surge la
disyuntiva de que si éste no interviene ¿podrían hacerlo otros?, ¿qué es peor, el daño que sufre el
orden internacional cuando se ignora al Consejo de Seguridad, o el qué aparece cuando el
Consejo contempla una masacre de personas y no interviene? Este informe, como asevera la
doctrina, aborda este tipo de “situaciones con realismo y rompiendo alguno de los esquemas
defendidos a ultranza por algunos que se negaban rotundamente a admitir cualquier acción
armada por causas humanitarias, sin autorización del Consejo de Seguridad” (Bermejo García y
López Jacoiste Díaz 2013, 56). De hecho, a partir de ese momento, se inició un debate en torno a
la responsabilidad de proteger y se cuestiona si Naciones Unidas la debía o no asumir. En el año
2004, el Grupo de Alto Nivel publica el informe Un mundo más seguro: la responsabilidad que
compartimos A/59/565, en él se reconoce que el empleo de la fuerza puede ser necesario para
“prevenir y eliminar amenazas a la paz y para suprimir actos de agresión u otros
quebrantamientos de la paz”. Además, añade que la utilización de la fuerza militar de modo
legítimo es un “componente esencial de cualquier sistema viable de seguridad colectiva” (párrafo
183). Se añade, que es imprescindible emplear las fuerzas militares de las naciones para disfrutar
de un sistema de seguridad colectivo, que intervenga en defecto del Estado. Dicha idea ha sido
reiterada por el Secretario General en 2005, cuando aprobó la resolución “Un concepto más
amplio de libertad: desarrollo, libertad y derechos humanos para todos”.
No obstante, Bermejo y López Jacoiste aprecian carencias en estos informes, como no dar
una respuesta a aquellos supuestos en los que el Consejo de Seguridad no interviene, lo hace de
un modo ineficaz, o se ve bloqueado por el derecho a veto de sus miembros permanentes. En el
informe “Un concepto más amplio de libertad” el Secretario General, Kofi Annan, pone de
manifiesto la falta de unanimidad en torno a la responsabilidad colectiva y el recurso a la fuerza
armada en tres casos diferentes: ante amenazas inminentes, de modo preventivo para amenazas
encubiertas, y cuando existan supuestos de genocidio u otros crímenes de gravedad semejante.
Kofi Annan defendía el empleo de la fuerza en supuestos extremos, en el año 2000 afirmó que
“la intervención armada debe seguir siendo siempre el último recurso, pero ante los asesinatos en
masa es una opción que no se debe desechar” (Annan 2000, 219). El informe expone, en opinión
del profesor Espósito de un modo acertado (Espósito 2005, 1), que la propia Carta de Naciones
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Unidas resuelve estas cuestiones, pues cuenta con competencias para tomar decisiones relativas a
la responsabilidad de proteger acudiendo al derecho de legítima defensa para las amenazas
inminentes y al Consejo de Seguridad para los otros dos supuestos. Bajo el punto de vista del
Secretario General, el artículo 51 de la Carta concerniente a la legítima defensa, permite recurrir
a ella frente a ataques tanto inminentes como ya acontecidos. Pese a ello aceptar el empleo de la
fuerza como legítima defensa ante ataques que se ven inminentes es controvertido, pues el
precepto no incluye tal afirmación. Además, puede considerarse peligroso porque ¿cómo
determinamos o medimos que nos enfrentamos ante una amenaza de esta índole?, esto podría
desembocar en la arbitrariedad y que sea alegada la legítima defensa ante riesgos que no
constituyan una severa gravedad. El profesor Espósito recoge que algunos autores consideran que
ello es consecuencia de la Guerra de los Seis Días del año 1967, cuando Israel perpetró sus
ataques antes de ser agredido. En lo relativo a las amenazas veladas, el informe expone que es al
Consejo de Seguridad a quien le corresponde autorizar el empleo preventivo de la fuerza ante
tales situaciones, amparándose en el capítulo VII de la Carta. Esto supone restringir parte de la
soberanía de los Estados, ellos no cuentan ni con potestad ni competencia para emplear la fuerza
con este carácter preventivo, lo cual supone un rechazo a la tan discutida doctrina empleada por
Estados Unidos bajo el mandato de Bush.
El Secretario General de Naciones Unidas, en el informe Un concepto más amplio de la
libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos, A/59/2005, considera inaceptable
que la Organización que ha de velar por la paz permanezca impasible ante las atrocidades o
masacres que se cometan en el mundo, como genocidios o violaciones de los derechos humanos.
Ante este tipo de situaciones es preciso seguir una actuación conforme a la responsabilidad de
proteger, la comunidad internacional tiene el deber de adoptar medidas cuando las autoridades
nacionales ya sea por inoperancia o falta de medios no pueden resolver la situación. El Secretario
General propone que, cuando no fuera suficiente la solución a través de procedimientos
pacíficos, es potestad del Consejo de Seguridad aprobar la utilización de la fuerza. No obstante,
esta propuesta fue rechazada por Estados como Irán, China o el Grupo de los No Alineados,
basándose a que ello podría suponer que las potencias abusaran de los más indefensos. Además,
supone la violación del artículo 2.4 de la Carta, así como del principio de no intervención en los
asuntos internos de los Estados. Este informe pretende lograr que el Consejo de Seguridad
“funcione mejor”, por ello aconseja la aprobación de una resolución en la que se determine
cuándo y qué criterios seguir para poder concretar con seguridad el recurso a la fuerza armada.
En definitiva, según el Secretario para que sea legítimo tiene que existir una amenaza extrema y
una causa justa, la lucha contra “el genocidio, la depuración étnica y otros crímenes similares de
lesa humanidad” (párrafo 125), sólo ante las más graves situaciones podrá recurrirse a las
medidas coercitivas. Por otra parte, se recurre a ella bajo una recta intención, un propósito
correcto, es decir, alcanzar que desaparezca esa amenaza o tratar de que no surja. Además, sólo
será lícito cuando se trate del último recurso, tienen que haber fracasado los procedimientos
pacíficos de resolución de controversias.
No obstante, a pesar de las propuestas no hubo éxito, la Cumbre de Jefes de Estado y de
Gobierno de las Naciones Unidas celebrada en septiembre de 2005 estuvo marcada por las
discrepancias. En el informe se incluyó el concepto de responsabilidad de proteger, pero continúa
la polémica e, incluso, incrementada si tenemos en cuenta que “de nada sirve hacer grandes
elucubraciones teóricas sobre ellas si luego, al final del todo, se dice que es un concepto político
y no jurídico” (Bermejo García y López-Jacoiste Díaz 2013, 61). Ese documento final se trató de
una especie de resumen del dictado por el Secretario General, “Un concepto más amplio de
libertad”, lo cual supuso el reconocimiento de la obligación que tiene el Estado de proteger a su
población de los genocidios, depuraciones étnicas, crímenes de guerra, lesa humanidad o
genocidio. Y de un modo subsidiario le corresponde a la comunidad internacional cumplir con tal
deber, para lo cual podrá recurrir a la utilización de la fuerza.
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Conclusiones
En conclusión, tras realizar este análisis se pone de manifiesto cómo en tiempos actúales las
propias autoridades de Naciones Unidas no permanecen indiferentes a las teorías de la guerra
justa, el Secretario General formula la suya propia, una teoría completa, adaptada a las nuevas
situaciones internacionales y con fuertes reminiscencias históricas. Ello nos hace deducir que el
uso de la fuerza es una problemática más constitutiva del ser humano que circunstancial o
coyuntural. El ser humano en muchos aspectos no ha evolucionado, como en lo concerniente a la
violencia, pues desde la antigüedad se muestra despiadado en ocasiones, sin ningún limite a la
comisión de atrocidades. Además, se pone de manifiesto como el Derecho Internacional ha sido
incapaz de poner fin a los conflictos interestatales, siempre existen causas y excepciones que
legitiman el recurso a la fuerza. En nuestra contemporaneidad ha surgido un concepto nuevo,
como es el de la responsabilidad de proteger, con el que se trata de buscar un equilibrio entre la
intervención y la soberanía de los Estados

REFERENCIAS
Fuentes normativas
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del Secretario General de Naciones Unidas, ANNAN, K.
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para todos, Informe del Secretario General de Naciones Unidas, ANNAN, K.
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alto nivel sobre las amenazas, los desafíos y el cambio, 2004, párrafo 183.
Carta de las Naciones Unidas
Pacto Briand-Kellogg, Pacto de París de 1928.
Resolución 2625 (XXV), adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 24 de
octubre de 1970, que contiene la Declaración sobre los principios de derecho
internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados
de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas
Resolución 3314 (XXIX), adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 14 de
diciembre de 1974, sobre definición de la agresión
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Bibliografía general

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Zafra Espinosa de los Monteros, Rafael. 2001. La deuda externa. Aspectos jurídicos del
endeudamiento internacional. Sevilla: Universidad de Sevilla, Sevilla.

SOBRE LA AUTORAS
Marina Rojo Gallego-Burín: Profesora de Derecho Romano e Historia del Derecho del C.U. San
Isidoro-Universidad Pablo de Olavide de Sevilla (España). Es Doctora en Ciencias Jurídicas por
la Universidad de Granada. En cuanto a las líneas de investigación que ha desarrollado destacan
las dedicadas a la historiografía de la Edad Moderna y la innovación de la metodología docente
en el ámbito de las Ciencias Jurídicas.

Araceli Rojo Gallego-Burín: Profesora del Departamento de Economía Aplicada de la


Universidad de Granada (España). Está acreditada como Profesora Ayudante Doctor por la
ANECA. Sus principales líneas de investigación se han centrado en la gestión del conocimiento y
la gestión de la cadena de suministro y los resultados de dicha investigación han sido publicados
en revistas tales como Tourism Management, Supply Chain Management: an International
Journal e International Journal of Operations & Production Management.
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