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La imagología

Milan Kundera

El político depende del periodista. ¿Pero de quién dependen los periodistas? De los que
pagan. Y los que pagan son las agencias publicitarias, que compran de los periódicos el
espacio y de la televisión el tiempo para sus anuncios.

A primera vista se diría que se dirigirán sin vacilar a todos los periódicos que se venden
bien y que pueden, por lo tanto, incrementar la venta del producto ofrecido. Pero ésa es
una visión ingenua del asunto. Vender el producto no es tan importante como creemos.
Basta con fijarse en los países comunistas: no es posible afirmar que los retratos de
Lenin que colgaban por todas partes pudieran incrementar el amor por Lenin.

Las agencias de publicidad de los partidos comunistas (los llamados departamentos de


agitación y propaganda) olvidaron hace ya mucho tiempo el objetivo práctico de su
actividad (hacer que el sistema comunista sea amado) y se convirtieron en un fin en sí
mismas: crearon su idioma, sus fórmulas, su estética (los directores de estas agencias
tenían antes un poder absoluto sobre el arte en sus países). ¿Objetarán ustedes que la
publicidad y la propaganda no pueden compararse, porque una está al servicio del
comercio y la otra al de la ideología? No entienden ustedes nada. Hace unos cien años,
en Rusia, los marxistas perseguidos comenzaron a reunirse en secreto en pequeños
círculos para estudiar el Manifiesto de Marx; simplificaron el contenido de esta sencilla
ideología para difundirla a nuevos círculos cuyos miembros, simplificando aún más esta
simplificación de lo sencillo, la transmitieron a otros y éstos a otros, de modo que
cuando el marxismo se hizo conocido y poderoso en todo el planeta no quedaba de él
más que una colección de seis o siete consignas, tan deficientemente ligadas entre sí que
es difícil llamarlas ideología. Y porque lo que quedó de Marx hace ya tiempo que no
constituye un sistema lógico de ideas, sino apenas una serie de imágenes y consignas
sugerentes (un obrero que sonríe con un martillo, un hombre negro, uno blanco y uno
amarillo que se dan fraternalmente la mano, la paloma de la paz que echa a volar hacia
el cielo, etcétera), podemos hablar de la gradual, general y planetaria transformación de
la ideología en imagología.

Imagología. ¿Quién inventó primero este magnífico neologismo? ¿Paul o yo? Al fin y al
cabo eso no es lo que importa. Lo importante es que esta palabra nos permite unir bajo
un mismo techo lo que tiene tantos nombres: las agencias publicitarias, los asesores de
imagen de los hombres de Estado, los diseñadores que proyectan las formas de los
coches y de los aparatos de gimnasia, los creadores de moda, los peluqueros y las
estrellas del show bussines, que dictan la norma de belleza física a la que obedecen
todas las ramas de la imagología.

Claro que los imagólogos existían antes de que hubieran creado sus poderosas
instituciones, tal como las conocemos hoy. Hasta Hitler tenía su imagólogo personal,
que se ponía ante él y le enseñaba pacientemente los gestos que debía hacer durante sus
discursos para fascinar a las masas. Sólo que si entonces aquel imagólogo hubiera dado
a los periodistas una entrevista en la que hubiese divertido a los alemanes contándoles
que Hitler no sabía mover las manos, no habría sobrevivido más de medio día a su
indiscreción. Hoy, en cambio, el imagólogo no sólo no oculta su actividad sino que con
frecuencia habla en lugar de sus hombres de Estado, le explica al público lo que les ha
enseñado y lo que ha logrado que olvidaran, cómo van a comportarse, de acuerdo con
sus instrucciones, qué fórmulas utilizarán y qué corbata llevarán puesta. Y no debe
extrañarnos su autosuficiencia: la imagología ha conquistado en las últimas décadas una
victoria histórica sobre la ideología.

Todas las ideologías fueron derrotadas: sus dogmas fueron finalmente desenmascarados
como simples ilusiones y la gente dejó de tomarlos en serio. Los comunistas, por
ejemplo, creían que durante el desarrollo del capitalismo el proletario iba a
empobrecerse cada vez más, y cuando un buen día se demostró que en toda Europa los
obreros iban a su trabajo en coche, tuvieron ganas de gritar que la realidad les estaba
haciendo trampas. La realidad era más fuerte que la imagología. Y precisamente en este
sentido la imagología la superó: la imagología es más fuerte que la realidad, que por lo
demás hace ya mucho que no es lo que era para mi abuela, que vivía en un pueblo de
Moravia y lo conocía aún todo por su propia experiencia: cómo se hornea un pan, cómo
se construye una casa, cómo se mata a un cerdo y se hacen con él embutidos, qué se
pone en los edredones, qué piensan del mundo el señor cura y el señor maestro; todos
los días se encontraba con todo el pueblo y sabía cuántos asesinatos se habían cometido
en los alrededores en los últimos diez años; tenía, por así decirlo, un control personal
sobre la realidad, de modo que nadie podía contarle que el campo moravo prosperaba
cuando en casa no había qué comer. Mi vecino de París pasa su tiempo en una oficina en
la que está ocho horas sentado frente a otro empleado, después coge su coche, vuelve a
casa, enciende el televisor, y cuando el locutor le informe del sondeo de opinión pública
según el cual la mayoría de los franceses ha decidido que su país es el más seguro de
Europa (no hace mucho leí semejante sondeo), abrirá de pura felicidad una botella de
champagne y jamás sabrá que ese mismo día se cometieron en su calle tres robos y dos
asesinatos.

Los sondeos de opinión pública son el instrumento decisivo del poder imagológico, que
gracias a ellos vive en total armonía con el pueblo. El imagólogo bombardea a la gente
con preguntas: ¿cómo evoluciona la economía francesa? ¿Habrá guerra? ¿Existe en
Francia el racismo? ¿Es el racismo bueno o malo? ¿Quién es el mejor escritor de todos
los tiempos? ¿Está Hungría en Europa o en Polinesia? ¿Cuál de los hombres de Estado
es más sexy? Y como la realidad es para el hombre de hoy un continente cada vez
menos visitado y menos amado, para lo cual tiene motivos suficientes, los veredictos de
los sondeos se han convertido en una especie de realidad superior o, por así decirlo, se
han convertido en la verdad y, aunque sé que todo lo humano es perecedero, no soy
capaz de imaginar qué es lo que podría acabar con este poder.

En cuanto a la comparación entre la ideología y la imagología, querría añadir lo


siguiente: las ideologías eran como enormes ruedas tras el escenario que daban vueltas y
ponían en movimiento las guerras, las revoluciones, las reformas. Las ruedas de la
imagología dan vueltas, pero esto no incide sobre la historia. Las ideologías luchaban
unas contra otras y cada tanto una de ellas era capaz de llenar con su pensamiento toda
una época. La imagología organiza ella misma la alternancia pacífica de sus sistemas al
ritmo veloz de las temporadas. Dicho con las palabras de Paul: las ideologías
pertenecían a la historia, mientras que el gobierno de la imagología comienza allí donde
termina la historia.
La palabra cambio, tan querida para nuestra Europa, ha adquirido un nuevo significado:
no significa un nuevo estadio de una evolución continua (como lo entendían Vico,
Hegel o Marx) sino un desplazamiento de un sitio a otro, de un lado a otro, de aquí
hacia atrás, de atrás hacia la izquierda, de la izquierda hacia adelante (tal como lo
entienden los sastres que inventan un nuevo modelo para la nueva temporada). Si los
imagólogos han decidido que en el club de gimnasia al que va Agnes todas las paredes
estarán recubiertas de enormes espejos no es porque los que hacen gimnasia necesiten
observarse durante sus ejercicios sino porque en la ruleta imagológica el espejo en este
momento se ha convertido en un número afortunado. Si en el momento en que escribo
estas páginas todos han decidido que Martin Heidegger debe ser considerado un
delirante y un perro sarnoso no es porque su pensamiento haya sido superado por otros
filósofos, sino porque en la ruleta imagológica se ha convertido en un número
desafortunado, en un antiideal. Los imagólogos crean sistemas de ideales y antiideales,
sistemas que tienen corta duración y cada uno de los cuales es rápidamente reemplazado
por otro sistema, pero que influyen en nuestro comportamiento, nuestras opiniones
políticas y preferencias estéticas, en el color de las alfombras y los libros que elegimos,
tan poderosamente como en otros tiempos eran capaces de dominarnos los sistemas de
los ideólogos.

Tras estos comentarios puedo volver al comienzo de la reflexión. El político depende


del periodista. ¿De quién dependen los periodistas? De los imagólogos. El imagólogo es
un hombre de convicciones y de principios: exige del periodista que su periódico (canal
de televisión, emisora de radio) responda al sistema imagológico de un momento dado.
Y eso es lo que los imagólogos controlan de tanto en tanto, cuando deciden si van a
apoyar a este o a aquel periódico...

Milan Kundera, escritor de origen checo, naturalizado francés.

Tomado de La inmortalidad (Tusquets, 1989), con autorización de sus editores.

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