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David Millán

Sherlock Holmes,

el último boy scout

1
© David Millán, 2007

Primera edición, 2007

Ninguna parte de esta obra puede ser re-


producida bajo ningún sistema (fotomecá-
nico, electrónico o cualquier otro) sin auto-
rización expresa del autor, so pena de con-
denación eterna en el Averno.

Para contactar con el autor:


www.davidmillan.tk

2
A mi perro Hulk. In memoriam

3
Índice
NOTA DEL JUNTALETRAS.....................................5

EL ESPANTOSO CASO DEL PUTERO MIOPE............7

EL EPATANTE AFFAIRE DEL ZOMBIE Y LA

DONCELLA.........................................................35

AL CABO DEL "EFECTO 10000" VUELVE EL AGUA


A SU CUBIL.........................................................64

1897 d. C....................................................64
2009 d. C....................................................70
9999 d. C....................................................75
10000 d. C..................................................86
2009 d. C. ..................................................91
2007 d. C....................................................93
1897 d. C....................................................94

4
Nota del juntaletras
Estos tres relatos —que unidos conforman una na-
rración mayor titulada Sherlock Holmes, el último boy
scout— fueron publicados originalmente en mi blog
de Periodista Digital, durante los meses de octubre
y noviembre de 2007.
Como siempre, los nombres de los perso-
najes que aparecen en esta obra, así como los luga-
res y hechos referidos en ella, son fruto de mi des-
quiciada imaginación. Cualquier semejanza con la
realidad es pura coincidencia.

David Millán, noviembre de 2007

5
El espantoso caso del
putero miope

D esde que el profesor James Mo-


riarty (de los Moriarty de toda la
vida) empleara la matemática pentadimen-
sional y la física plutónica para enviarnos al
futuro, el señor Holmes y yo vivíamos en
un pisito de treinta metros cuadrados del
extrarradio barcelonés, tratando de sobrevi-
vir y de encontrar un modo de regresar a
nuestra época natal.
No había nada que añorara más que
6
nuestra mansión en Baker Street (Londres),
espaciosa hasta decir basta y propicia para
la investigación detectivesca. Por desgracia,
teníamos que adaptarnos a la cruda realidad
y convivir como buenamente pudiéramos
en aquella caja de cerillas.
Naturalmente, en más de una oca-
sión planteé la posibilidad de trasladarnos a
Londres —aunque se tratara del Londres
del siglo XXI, que a efectos prácticos era
una ciudad distinta a la que nosotros cono-
cíamos—, pero Holmes siempre lo negaba
con la cabeza, manifestando resignación.
—Watson, no es posible. Los lacayos
de Moriarty de esta época pueden estar
buscándonos para darnos caza. Seguro que
Baker Street, así como otros puntos emble-
máticos de la ciudad que frecuentamos y

7
amamos, están bajo vigilancia. Es mejor vi-
vir en un país exótico como España, mez-
clarse entre la población indígena y hablar
en catalán.
—Por supuesto, señor Holmes. Sien-
to insistir siempre en la misma cuestión,
pero ya no aguanto más. Quiero irme a
casa. Repito, quiero irme a casa. Este mun-
do no es mi mundo, me lo han cambiado.
Ni tampoco este cielo es mi cielo ni este sol
mi sol. Aquí, la Luna es menos Luna y las
legumbres saben a bien poca cosa.
—Paciencia, Watson, saldremos de
esta —sostenía con convicción mientras re-
gresaba a la lectura de The Times o de al-
gún libro de ciencia infusa. Holmes me ha-
bía hecho comprar unos cuantos, aunque la
total ignorancia sobre la ciencia de la época

8
me hizo ser algo irregular en la calidad de
mis adquisiciones.
Compré varios libros de unos seño-
res llamados Carl Sagan, Rudy Rucker, Ma-
nuel Toharia y Octavio Colombo sin saber
a ciencia cierta (nunca mejor dicho) quieren
eran exactamente y a qué dedicaban el tiem-
po libre.
Holmes devoraba aquellos libros con
fruición, esperando encontrar en ellos la
clave que nos permitiera volver a casa.
Aquel siglo XXI nos resultaba tan descono-
cido... Quizá fuera posible viajar en el tiem-
po apretando los botones de una máquina
o cantando una canción de moda, pero esa
posibilidad cada vez parecía más remota.
Sin embargo, la mañana menos pen-
sada —mientras escuchábamos por la radio

9
a un tal Charles Herrera— Holmes saltó de
su butaca al grito de "¡eureka, lo tengo!", al
tiempo que señalaba con un dedo una pági-
na de El Periódico de Catalunya. No sabía a
qué se refería, así que me acerqué a él tra-
tando de averiguar el motivo de su exalta-
ción.
—Watson, ¿no te das cuenta? Han
abierto al público los archivos personales
de Moriarty, con lo que es muy posible que
consigamos dar con la fórmula que le per-
mitió enviarnos al futuro. Si diéramos con
ella sólo tendríamos que invertirla y aplicár-
nosla a nosotros mismos para regresar a
nuestra época victoriana. Es de Perogrullo.
Ciertamente el plan puede no funcionar,
pero es el único hilo de Ariadna del que po-
demos tirar.

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En aquel momento, alguien apretó el
botón del timbre y nos hizo perder el hilo
de nuestra disquisición. Me acerqué a la mi-
rilla para ver de quien podía tratarse. Era el
vecino de abajo, el señor Hortensio, que
parecía un tanto apaleado. Estaba cubierto
de moratones y tiritas. Además, cargaba un
saco de alfalfa en la espalda. Le abrí rápida-
mente, tratando de auxiliar a un hombre
que se desmoronaba por momentos y que
parecía exigir nuestro inminente auxilio.
—¡Don Hortensio!, ¿se encuentra
usted bien?
—Claro que sí, de hecho ahora pen-
saba bailar un charlestón, no te jiba. ¿No ve
que me acaban de dar una paliza de im-
presión?
—Sí, cierto, no hay duda... Pero,

11
¿podemos hacer algo por usted?
—Por supuesto que pueden. De he-
cho, permitan que les diga que sé la verdad:
que ustedes proceden del pasado y que, por
tanto, esta época actual les es completa-
mente ajena.
—Baldío sería negarlo pero, ¿se pue-
de saber cómo lo ha sabido, buen hombre?
—Pues porque estos días he estado
releyendo El Quijote de Avellaneda y he llega-
do a la conclusión de que ustedes son dos
de dos. O sea, esos dos: Sancho Panza y
Rocinante. Las similitudes son tantas y de
tan alto calibre que yo ya no abrigo dudas.
Por eso he decidido dirigirme a ustedes,
para que desfagáis este entuerto. Pero por
favor, haced pasar a vuestro caballo para
que os pueda exponer mi caso —rogó el se-

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ñor Hortensio mientras comenzaba a sollo-
zar como una madalena.
El señor Holmes ya se encontraba
junto al quicio de la puerta, escuchándolo
todo y tomando las debidas notas mentales.
El Hortensio al ver a "Rocinante" sonrió, le
lanzó el saco de alfalfa y comenzó a relatar-
nos su historia.
—Verán: uno de nuestros vecinos,
don Pascualo, está loco, no ve tres en un
burro y es un pervertido. O sea, un putero.
Había escuchado rumores al respecto, pero
no les había dado crédito hasta esta misma
mañana. Estaba tan campante esperando la
arribada del autobús cuando don Pascualo
se me acercó y me dijo "nena, ¿en tu casa o
en la mía? Y por cierto, ¿cuánto cobras?".
Yo por supuesto le mandé al carajo y le dije

13
que hiciera el favor de meter el pájaro en la
jaula. Su reacción fue furibunda, pues me
agredió como un salvaje mientras me gri-
taba "ramera, vamos al huerto" y demás or-
dinarieces. Por favor, hagan algo para dete-
ner a un hombre tan peligroso. Dígale a
Rocinante que le dé una coz, por ejemplo.
Porque sé de buena tinta que este hombre
no se detendrá y acabará agrediendo a todo
el vecindario. Lo más curioso es que cuan-
do me lo cruzo por la escalera es un hom-
bre de lo más amable, que ayuda a las vieje-
citas a sacar la basura. En fin, que hay que
tomar cartas en el asunto cuanto antes, no
vaya a ser que acabemos todos malparados.

D urante las siguientes dos semanas


Holmes y yo consagramos nues-

14
tras vidas y haciendas a seguir a don Pas-
cualo allá por donde fuera. No se trataba de
una tarea especialmente divertida, pero los
tres mil euros que nos ofreció el Hortensio
a cambio eran motivo más que suficiente
para emplearnos con ahínco a la tarea.
Tras finalizar este periodo de tiempo
llegamos a la conclusión de que don Pas-
cualo no podía ser un putero, y mucho me-
nos el agresor de inocentes que estábamos
buscando. Al fin y al cabo, su rutina era im-
perturbable y lo decía prácticamente todo.
Su despertador suena a las 5:40, aun-
que se permite el lujo de remolonear cinco
minutos entre las sábanas. A las 5:45 realiza
sus abluciones de costumbre. A las 5:55 es-
cucha el programa "Buenos días nos dé
Dios" de Radio Nacional de España Radio

15
1, postrado como un bendito ante el altar
mayor.
A las 6:07 abandona la casa y se diri-
ge al quiosco para hacerse con un ejemplar
de Público, "el diario de referencia de los
católicos españoles". Según su propia con-
fesión, en ocasiones al comprarlo experi-
menta visiones de la virgen María y mila-
gros de toda laya.
A las 6:11 escoge un mendigo al
azar, le despierta y le invita a un pantagrué-
lico desayuno en la tasca del Braulio. Es su
primera buena obra del día. No será la últi-
ma. Mientras el mendigo se pone de chori-
zo de cantimpalo hasta las cejas, don Pas-
cualo da buena cuenta del periódico com-
prado varios minutos antes, que a su juicio
"es mucho más instructivo que la hoja pa-

16
rroquial".
A las 6:41 se dirige al metro. Con ca-
ballerosidad acostumbra a ceder su asiento
a una ancianita o a una mujer embarazada.
Tanto monta.
A las 7:03 se apea y se dirige a la pa-
rroquia de San Domitilo de Avignon para
asistir a una misa en latines. A las 7:44 pasa
por delante de una discoteca maquinera y
comienza a predicar el reino de Dios a los
adolescentes que yacen inconscientes en el
asfalto, fruto de la farra en general y de la
borrachera en particular.
A las 7:57 abre la persiana de su tien-
da de filatelia y numismática y atiende a dos
o tres clientes durante la mañana. Parece
bien poca cosa, pero acostumbra a tener
golpes de suerte, como en la ocasión en la

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que le vendieron un doblón de la época de
Chindasvinto por cuatro miserables chavos.
Con hallazgos semejantes don Pascualo po-
dría vivir a cuerpo de rey el resto de sus
días, pero él prefiere donarlo casi todo a
una Organización No Gubernamental de
ayuda a los pobres de solemnidad.
A las 14:03 deja la tienda y acude al
restaurante El Buen Centollo para echarse
algo de comer al coleto. A las 14:50 regresa
a su casa para tumbarse a la bartola durante
un par de horas y dormir el sueño de los
justos. Luego a la tarde se dirige a la tasca
del Braulio para pasar el resto del día en
compañía de los parroquianos.
Nunca fuma, ni bebe alcohol ni toca
el trasero a ninguna mujer, en medio de un
ambiente que incita al pecado y a la depra-

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vación más absoluta. Más bien al contrario:
siempre procura esgrimir una conducta
ejemplar y beberse toda la leche desnatada
del local. A la hora de cenar se pide un bo-
cadillo en el mismo bar y acto seguido se
dirige a su casa "para no perderse el teledia-
rio, que la actualidad manda". En definitiva,
aquel hombre no parecía ser ni por asomo
el putero miope que andábamos buscando.
—Watson, creo que estamos per-
diendo el tiempo con este hombre. Un
hombre que realmente no es exactamente
un hombre: es un santo varón con todas las
de la ley. El Hortensio le debió confundir
con cualquier malhechor de los bajos fon-
dos. Será mejor que nos dediquemos ahora
a lo nuestro: esto es, a rebuscar entre los ar-
chivos de Moriarty alguna pista que nos

19
ayude a regresar a nuestra época.
—Por supuesto señor Holmes, yo
pienso exactamente igual. Podemos ir ahora
mismo a la sucursal barcelonesa de la Fun-
dación James Moriarty, aprovechando que
hace un buen solecico.
Ni cortos ni perezosos, aprovecha-
mos la benignidad del clima para dirigirnos
con porte triunfal a la Fundación, sita en el
pasaje del Pinganillo número siete. Durante
la travesía, mesuramos todas las posibilida-
des que se nos presentaban. Regresar a las
postrimerías del siglo XIX era lo que verda-
deramente deseábamos, aunque yo había
empezado a coger cariño a este siglo XXI
tan extraño. Me daba pena abandonarlo
para siempre. Holmes me persuadió de mi
error "ya que con nuestra presencia en este

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mundo podemos alterar el continuo espa-
ciotiempo y causar un desastre cósmico de
no pocas dimensiones". Como casi siem-
pre, Holmes volvía a tener razón.
Un rato más tarde llegamos a la sede
de la Fundación, un edificio señorial de fus-
te modernista. Arribamos hasta la entrada
principal a través de unas escalinatas de
mármol y alcanzamos la recepción, una es-
tancia inmensa iluminada por candelabros
de nuestra época: esto es, decimonónicos.
La recepcionista, una señorita muy mona y
agradable, nos atendió enseguida.
—Buenas tardes señores, ¿qué dese-
an? —nos preguntó, mientras me guiñaba
el ojo. O quizá es que se le metió alguna
cosa en el ojo, nunca lo podré saber a cien-
cia cierta.

21
—Somos unos eruditos de tomo y
lomo y venimos a consultar la documenta-
ción matemática del difunto señor Moriarty
—explicó Holmes con gesto adusto y mira-
da analítica—. De hecho, queremos hacer
una tesis doctoral sobre su vida y obra.
—Muy bien, señores. Si son tan
amables, pasen a nuestra sala de espera y el
subdirector de la institución les atenderá
muy gustosamente. Es al final de ese pasillo
a la derecha. No tiene pérdida.
—Gracias, mademoiselle.
Sin proponérnoslo nos habíamos
metido en la boca del lobo, porque una vez
nos adentramos en la sala de espera y co-
menzamos a echarle un ojo a sendas revis-
tas del corazón unos gañanes armados has-
ta los dientes con tirachinas y bates de béis-

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bol irrumpieron en la estancia y comenza-
ron a mirarnos amenazadoramente, como si
fuéramos unos peligrosos terroristas. Nos
pidieron con muy malos modales que le-
vantáramos las manos y nos pusiéramos de
cara a la pared.
—Por fin, por fin ha llegado el gran
día, el día de la venganza, el día de vindicar
el honor y la gloria de nuestra saga familiar.
Vuestra muerte está cercana... —murmuró
un hombre recién llegado de las sombras.
Era Josep Lluís Moriarty, bisnieto del pro-
fesor James Moriarty y subdirector de la
Fundación. La escabechina estaba servida...

H olmes y yo estábamos a punto de


ser apalizados inmisericordemente
por aquellos simiescos sujetos cuando una

23
voz vagamente familiar se alzó para salvar-
nos de una muerte lenta que —a decir ver-
dad— se nos antojaba segura y, para más
inri, inminente.
—¡Deténganse, mostrencos! —orde-
nó el recién llegado—. Lancen los bates de
béisbol y los tirachinas al suelo... ¡poco a
poco, merluzos! Y ahora ¡arriba las manos!
—Inspector Lestrade, un placer vol-
ver a verle —saludó Josep Lluís Moriarty
mientras se le demudaba el rostro—. ¿A
qué debo el placer de su visita?
—Un tal don Pascualo se puso en
contacto con nosotros para formular una
denuncia. Nos explicó que hay dos tipos —
a más señas, vecinos suyos— que le siguen
de día y de noche y que no dejan de espiar-
le, incluso cuando trata de buscar soledad

24
para acercarse al buen Jehová. Por supues-
to, dada la gravedad del caso, nos pusimos
inmediatamente a trabajar y nosotros, a
nuestra vez, decidimos seguir a este par de
bergantes, para averiguar qué diablos pre-
tendían. Cuando les vimos aproximarse a la
Fundación James Moriarty nos temimos lo
peor: el robo de algún legajo quizá, la comi-
sión de algún chanchullo en definitiva. Así
que nos dispusimos a intervenir con denue-
do, para impedir la perpetración de un posi-
ble delito. En esas estábamos, cuando de-
tectamos la presencia de un grupo de mer-
cenarios armados hasta los dientes. Parecí-
an dispuestos a todo, incluso a defraudar al
fisco. Por supuesto, había que intervenir,
para evitar que estos dos fueran masacrados
sin anestesia. Y ahora, ¿alguien me podría

25
explicar qué está pasando, si no es mucho
pedir?
—Perdone, inspector. ¿No será us-
ted, por un casual, descendiente del inspec-
tor Lestrade, el mítico detective de Scotland
Yard? —quise saber movido por la curiosi-
dad.
—Que va hombre, soy hijo de Julio
Iglesias. Y ahora, haga el favor de decirme
qué diantres está pasando aquí y por qué
están subiendo los hidrocarburos.
El señor Holmes comenzó a referir
nuestra historia, de punta a cabo. Por su-
puesto, Lestrade no creyó una sola palabra
de todo aquello, aunque como no habíamos
hecho nada ilegal no pudo hacer nada para
encarcelarnos. Ni siquiera pudo hacernos
pasar por el potro de la tortura. En cambio,

26
Moriarty y sus macacos habían sido cazados
in fraganti cuando estaban a punto de come-
ter un delito gravísimo, consistente en que-
rer acabar con nuestras vidas y nuestras ha-
ciendas. Y Josep Lluís Moriarty, como ca-
beza visible de aquella conspiración, tendría
que dar buena cuenta de muchas cosas ante
la justicia.
—Pagaréis muy cara esta afrenta,
juro por Moloch que me las pagaréis. Pe-
rras —aseguró Moriarty mientras era espo-
sado por un agente engominado y conduci-
do al furgón policial—. Más tarde o más
temprano, consumaremos nuestra vengan-
za... Los Moriarty, unidos, jamás seremos
vencidos. Hasta la victoria siempre.
En aquel momento, me pregunté por
la recepcionista que me había guiñado el

27
ojo. ¿Qué sería de ella? ¿La detendrían? En
estos precisos instantes, confieso que lo ig-
noro. Ningún agente de la ley la vio, así que
desapareció sin dejar el menor rastro.
¿Quién es ella? ¿A dónde fue y a qué dedica
el tiempo libre? ¿Me habré enamorado de
una bella dama? Son cuestiones que no
acierto a contestarme con sinceridad, por
más que lo intento. Solo puedo decir que
no dejo de pensar en ella, especialmente
durante la vigilia y las fiestas de guardar.
En cuanto a los archivos de la Fun-
dación James Moriarty, todo había sido un
inmenso embuste. Aquellos documentos
eran meras e irrelevantes fotocopias, sin el
menor valor práctico para nosotros.
La existencia misma de la Fundación
era una mera tapadera para la perpetración

28
de crímenes funestos. Entre ellos, el de aca-
bar con la vida de Sherlock Holmes y la de
su fiel ayudante Watson, el fiel redactor de
estas líneas. Para nuestra desgracia, a la sa-
zón no habíamos podido regresar a nuestro
querido siglo XIX ni habíamos resolver el
espantoso caso del putero miope.

R egresábamos a nuestra vivienda de


treinta metros cuadrados con las
manos en los bolsillos y la mirada perdida
cuando, de pronto, me pareció ver a lo lejos
un viejo conocido.
—Señor Holmes, ¿no es ese acaso
don Pascualo? —quise saber mientras la
duda me reconcomía el álma. En ese mo-
mento, a Holmes se le iluminaron los ojos
como si fueran bombillas.

29
—¡Watson, es el hombre que andá-
bamos buscando! ¡Que no escape!
El hombre nos confundió con un
par de rameras y trató de contratar nuestros
servicios sexuales, pero ante nuestra negati-
va intentó agredirnos con el periódico. En
definitiva, habíamos dado con el hombre
que estábamos buscando. Por fin, había-
mos resuelto nuestro primer caso del siglo
XXI.
—Pero señor Holmes, ¿cómo ha po-
dido saber que este hombre era el putero
miope que andábamos buscando y no don
Pascualo?
—Watson, este hombre lleva bajo el
brazo el diario El País y además, lo lleva
abierto por la sección de contactos sexua-
les. En cambio, don Pascualo es lector ha-

30
bitual de Público, que es el diario de cabe-
cera de los católicos españoles, un diario
caracterizado principalmente por la castidad
de sus contenidos. Por tanto, este señor
que no ve tres en un burro es nuestro hom-
bre.
—¿Están hablando acaso de mi hijo
Pascualín, ese beato imberbe? —preguntó
aquel señor, que a la sazón estaba atado de
pies y manos—. Es muy buen chico, pero
leer tanto el misal le ha taladrado la sesera.
—Entonces, ¿usted no es don Pas-
cualo? —inquirí yo, todavía atónito ante los
acontecimientos.
—No, ¡no, qué cosas dice usted! Yo
soy Olivencio Malasaña, el mítico putero
miope de la Corona de Aragón. Para servir-
les. Por cierto, ¿entonces ustedes no son un

31
par de pilingas?
Aquella noche regresamos a casa con
la agradable sensación que comporta el de-
ber cumplido, pero con la desazón propia
de los que viven atrapados en un siglo —y
un país— que no es el suyo. Cuando le co-
municamos la noticia de que habíamos cap-
turado a su agresor el Hortensio nos abrazó
con lágrimas en los ojos.
Habéis vencido al gigante que lleva-
ba sembrando el terror por las estepas des-
de tiempo inmemorial, nos aseguró el Hor-
tenso con lágrimas en los ojos. En agradeci-
miento a nuestra fazaña, le regaló a “Roci-
nante” cuatro herraduras con la divisa
"Honrosos y valientes", para que nos den
buena suerte en el campo de batalla. Que
así sea.

32
El epatante affaire del
zombie y la doncella

B urla burlando, mientras bajaba las


escaleras con la bolsa de basura en-
tre las manos, me vi implicado —junto con
el señor Holmes y el desquiciado Hortensio
— en una investigación fuera de lo normal,
en la que los límites entre lo natural y lo so-
brenatural están difusos, en brumosa mix-
tura.
Pero no adelantemos acontecimien-
tos... ¿Qué prisa tenemos? Aquella mañana
33
no tenía nada especial que hacer, dado que
mi patrón me la había concedido como
tiempo de asueto. Simplemente, tenía pen-
sado tirar la basura en el cubículo corres-
pondiente y buscar inspiración en un par-
que cercano, paseando junto al lago de los
cisnes.
El camino de regreso hacia mi época
—el siglo XIX— estaba en alguna parte
pero, ¿dónde? Eso era lo que el señor Hol-
mes y yo tratábamos de averiguar desde ha-
cía meses, sin que nuestras pesquisas arroja-
ran el menor resultado positivo.
Una vez —cuando penetramos en el
umbral de la Fundación James Moriarty—
creímos estar a un centímetro de nuestro
regreso, pero la cruda realidad se impuso:
salvo que se produjera un milagro de última

34
hora, estábamos atrapados en el siglo XXI,
sin posibilidad de enmienda.
En esas estaba, cuando uno de nues-
tros vecinos —el Hortensio— se cruzó
conmigo en la escalera y me abordó, con
una sonrisa de oreja a oreja. Pero sin dejar-
me escapatoria posible.
—¡Hola, Sancho amigo! —exclamó,
mientras me daba unas palmaditas en la es-
palda. Le hubiera hecho saber que no me
llamo Sancho Panza sino John H. Watson,
pero hubiera sido completamente inútil.
El Hortensio —un cervantino de los
de adarga antigua y lanza en astillero— es-
taba convencido de que yo era Sancho y de
que mi amo Sherlock Holmes era la burra
Rocinante. No hace falta ser muy perspicaz
para llegar a la conclusión de que estaba re-

35
almente mal de la cocotera.
—Hola señor Hortensio, ¿cómo está
usted?
—No me llames Hortensio, llámame
Lola. O mejor todavía, llámame don Quijo-
te de la Mancha. Sí, llámame así.
—Por mí, como si quiere que le lla-
me emperador de todas las Prusias. Ahora,
si me disculpa...
—Un momento, Sancho, no te vayas
por peteneras. ¿Has visto por casualidad a
Rocinante?
—¿Se refiere, por un casual, al señor
Sherlock Holmes? Ahora mismo está estu-
diando informática en la academia
FOURTH-COBOL, no creo que tarde...
—Pero, ¿desde cuando los corceles
estudian numismática? ¡Esto debe ser cosa

36
de algún encanterio poderosísimo...! —ase-
guró de forma airada el Hortensio, mientras
se golpeaba la cabeza contra la pared, des-
conchando con ello la poca pintura que
quedaba en aquellos añejos muros.
Yo traté de convencerle con buenas
palabras, asegurándole que los caballos de
ahora "no son como los de antes", y que
hasta hablan idiomas, pintan cuadros y van
la discoteca.
—¿Estás seguro deso, Sancho? En-
tonces, ¿no hay encanterio alguno en este
bloque de viviendas que es en realidad cas-
tillo del conde de Saint Germain...?
—Le doy mi palabra de honor. Aho-
ra, si me lo permite, voy a tirar la basura an-
tes de que toda la escalera huela a rayos fri-
tos...

37
Fue en aquel presuroso instante
cuando escuchamos un alarido espectacu-
lar, originado varios pisos más arriba. Por
supuesto, el Hortensio y yo —precipitados
por un elemental sentido de la obligación—
aparcamos nuestras cuitas personales y co-
menzamos a subir las escaleras de cuatro en
cuatro, como si la vida nos fuera en ello. La
sorpresa que nos llevamos fue mayúscula.
No en vano, ante la puerta de la casa
de don Pascualo —nuestro vecino el cre-
yente— se encontraba el famosísimo ban-
quero Rupiástrez, el hombre más rico de la
Corona de Aragón. ¿Qué diantre estaba ha-
ciendo allí? Golpeaba la puerta con saña y
llamaba a gritos de don Pascualo, pero éste
no daba señales de vida.
—Señor Rupiástrez, ¿me concede un

38
crédito? —inquirió el Hortensio mientras
trataba de agredir a los guardaespaldas del
banquero. Fue completamente reducido a
los dos segundos por aquellos hombres de
anchas espaldas, que le taparon la boca con
esparadrapo para que dejara de berrear de
una vez.
—Señor Rupiástrez, no se lo tenga
en cuenta. Este hombre es un pobre loco
que se cree don Quijote de la Mancha. De
hecho, el Hortensio está convencido de que
mi amo, el señor Sherlock Holmes es el
asno Rocinante, figúrese. ¿Está buscando a
don Pascualo, por un casual?
—Sí, desesperadamente. ¿Sabe dón-
de se encuentra y cómo podría localizarle?
—Por lo que yo sé, ha viajado hasta
Moscú para hacer desde allí el Camino de

39
Santiago a pie. Con este gesto, don Pascua-
lo quiere purgar los pecados de su señor pa-
dre, confeso putero y agresor de inocentes.
En cuanto a lo de localizarle, tiene un apar-
tado de correos, pero no creo que lo con-
sulte hasta su regreso.
—¡Sapristi, lo que me faltaba pa'l
duro! —exclamó el banquero con desespe-
ración, lamentando un contratiempo de
aquel jaez—. Sin don Pascualo, que es el
único creyente verdadero de toda la euro-
rregión, estoy perdido...
—Buen hombre, no se lo tome así,
seguro que su problema tiene arreglo...
Pero dígame, ¿podemos hacer algo por us-
ted?
—Es terrible... Mi hija Carla está en
celo, se ha enamorado de un zombie, como

40
los de las películas de George Romero...
Podría entender que tuviera un novio ma-
fioso o macarra pero, ¿un zombie? No hay
nada más espantoso en esta vida... Por eso,
necesitaba que don Pascualo rociara al
zombie con agua bendecida del río Jordán,
para ver si así el zombie abandona su esta-
do de "no muerto" y se convierte en al-
guien que no dé grima. Sólo él, que es un
hombre santo y casto, podría desempeñar
con éxito tamaña tarea. Ya mandé a un car-
denal para que acometiera esa labor, pero el
cardenal salió corriendo del lugar en cuanto
vio al zombie.
—Si es que los hombres de Dios ya
no son como los de antes, ahora los hacen
de gelatina —repuse, mientras trataba de
confortar a aquel hombre herido por las

41
circunstancias—. No se preocupe buen
banquero, dedíquese a la usura que es lo
suyo y nosotros nos ocuparemos de que el
zombie reciba las santas aguas.

B urla burlando (otra vez), me encon-


tré ante las dependencias de la aca-
demia de informática FOURTH-COBOL,
en la calle Onésimo Chen de Barcelona. El
cielo estaba encapotado (¿quién lo desenca-
potará?) y hacía frío, pero no tanto como
en el Londres victoriano del que soy oriun-
do.
Un par de indígenas españoles baila-
ban sevillanas "por soleá" en la acera de en-
frente y eran causa de aplauso entre la con-
currencia, pero no pude deleitarme en de-
masía con su arte porque a los dos minutos

42
el señor Holmes descendió al rellano, con
un manual de Windows Vista debajo del
brazo y su pipa de siempre en ristre.
—¡Watson! Qué sorpresa más grata
—exclamó, ya que no esperaba encontrar-
me por allí—. Deduzco que hay un nuevo
caso en ciernes y que requiere de mi urgen-
te actuación...
—Así es, señor Holmes —asentí,
sorprendido una vez más ante las capacida-
des deductivas del detective más grande
que han visto los siglos.
—Pero deja que primero me eche un
traguito de agua al coleto, que estoy que me
deshidrato... —dijo, mientras echaba mano
de la botella de agua que yo llevaba en la
mano. Holmes no debía beber de aquel
agua, pero no pude resistirme ante su impe-

43
tuoso arrebato.
Holmes paladeó con rostro meditati-
vo el líquido sagrado y dejó caer su diag-
nóstico ante mi incredulidad.
—Sin duda, es agua del río Jordán,
seguramente bendecida por algún clérigo,
quizá incluso por el Santo Padre... Pero,
¿con qué objeto portas agua del Jordán
como si fuera agua mineral? Muy sencillo,
Watson: estas aguas son propicias para aca-
bar con los "no muertos", esos seres que vi-
ven a caballo entre dos mundos, el de aquí
y el de más allá. Lo sé porque es una leyen-
da urbana que se repite una y otra vez en la
academia de informática. Se rumorea que
hay zombies en la ciudad y que están empe-
zando a causar estragos entre la población
civil.

44
—En efecto, señor Holmes, me deja
usted patidifuso ante su simpar inteligencia.
—Sin embargo —prosiguió Holmes,
ignorando por completo mi apostilla—, la
misión de rociar las sagradas aguas sobre
los zombies solo debe de ser llevada a cabo
por un hombre santo, como por ejemplo
don Pascualo. Aunque, hete aquí que en es-
tos momentos don Pascualo se encuentra
en plena Europa oriental, purgando los pe-
cados de su padre el putero... Pero hay un
hombre desesperado, al que no le ha queda-
do otra opción que recurrir a nosotros con
tal de combatir a los zombies... ¿De quién
se trata, Watson? ¿Acaso del banquero Ru-
piástrez?
—Pero ¡Holmes! Es imposible que
sepáis tal cosa, si lleváis toda la mañana en-

45
cerrado en la academia...
—En efecto, pero en un momento
de descanso accedí a nuestra cuenta banca-
ria desde Internet y descubrí —con un cier-
to asombro— que el banco nos había per-
donado todas nuestras deudas y regalado
un jamón serrano. Un prodigio así solo po-
día explicarse si el banquero Rupiástrez ha-
bía intercedido a nuestro favor...
—¿Y lo de la hija de Rupiástrez que
se ha hecho novia de un zombie cómo lo
sabe usted? —inquirí, boquiabierto y balbu-
ceante.
—Lo sé porque me lo acabas de de-
cir ahora mismo, Watson. Aunque no me
extraña nada que tengas estos lapsus: se te
ve muy afectado ante la gravedad de los
acontecimientos.

46
A continuación, referí a Holmes los
detalles restantes acerca del caso. Además,
le comuniqué la buena nueva. A saber: que
si rociamos al zombie con el agua bendita
del río Jordán y conseguimos que la hija de
Rupiástrez deje de salir con "no muertos",
el banquero nos ha prometido contratar a
los mejores científicos del mundo para que
construyan una máquina del tiempo que
nos devuelva a nuestra época. Por supues-
to, Holmes recibió esta noticia con un con-
tenido alborozo, recuperando de nuevo la
ilusión y las ganas de sonreirle a la vida.
Es curioso: aunque estábamos a suel-
do del hombre más opulento de la Corona
de Aragón, nosotros no teníamos dinero ni
para coger un taxi. De modo que, ni cortos
ni perezosos, nos dirigimos al colegio de se-

47
ñoritas El Sagrado Cirio a paso ligero, ya
que no había tiempo que perder. Al fin y al
cabo Carla, la hija de don Rupiástrez, aban-
donaría las aulas a eso de la una y media de
la tarde.
Por desgracia, llegamos demasiado
tarde, pues hacia cosa de media hora que
todos las niñas se habían ido. Por mi parte,
estaba convencido de que nuestra misión
había fracasado. Sin embargo, Holmes pa-
recía exultante, como si le hubiera tocado la
lotería.
—Pero, ¿qué ocurre señor Holmes,
acaso habéis localizado algún tipo de pista
que nos lleve hasta el paradero de la zagala?
—En efecto, Watson. ¿No ves estos
grumos pestilentes en el suelo? Parecen re-
cientes...

48
—Sí, cierto, ya notaba yo un olorcillo
extraño...
—Watson, si seguimos estos grumos
de "no muerto" daremos con el refugio se-
creto de los zombies y lo más probable es
que también con el paradero de la chica...
—¡Dios mío, tenéis razón! Pero en-
tonces, debemos seguir rápidamente este
rastro, antes de que desaparezca. No pode-
mos perder un solo segundo...
El rastro nos llevó hasta los bajos
fondos de la ciudad condal, más concreta-
mente hasta una nave industrial completa-
mente abandonada. En realidad, de aban-
donada no tenía nada: al fin y al cabo, los
zombies habían convertido aquel edificio
en su cuartel general, desde el cual ejecuta-
rían sus planes de conquista para dominar

49
el Universo.
Más concretamente, el rastro termi-
naba justo enfrente de una puerta de hierro,
oxidada tras varios decenios de abandono
permanente. Por supuesto, Holmes y yo no
tuvimos el menor problema a la hora de
echar la puerta abajo, después de un par de
horas de intentarlo con esmero. Por desgra-
cia, el escandalazo que habíamos organiza-
do con nuestros golpes había puesto en
alerta a los malditos zombies, que nos espe-
raban junto a la puerta con la artera inten-
ción de secuestrarnos y encerrarnos en el
cuarto obscuro.
—Ogg bamog a yebagg arr cuaggto
ogcuggo... —dijo uno de aquellos mons-
truosos seres, tras propinarnos sendas pata-
das en el trasero.

50
Lo que no podíamos imaginar es que
en aquel cuarto oscuro nos encontraríamos
con un joven completamente desconocido
para nosotros, llamado Pietro Calabanov.
Enseguida intercambiamos unas fra-
ses corteses con el joven, que acto seguido
pasó a referirnos todo lo que sabía acerca
de aquellos zombies y de su circunstancia.
Por supuesto, también nos habló de Carla
Rupiástrez...
—¿Quienes son ustedes...? Con esta
obscuridad no se ve una leche. Yo soy Pie-
tro Calabanov, hijo del ilustre petrolero
Sandro Calabanov (el de la mafia caspia) y
novio de la señorita Carla Rupiástrez...
—Oiga pero, ¿cómo dice? —inquirí,
estupefacto—. Por lo que yo sé, Carla Ru-
piástrez es novia de uno de los zombies que

51
nos acaban de secuestrar e introducir en
esta pestilente mazmorra...
—¡MENTIRÁ! ¡Mentira, mentira y
mil veces mentira! YO y únicamente YO
soy su novio. ¿Ha quedado claro, pinche
pendejo? Pero esos malditos morlocks la
están obligando a mantener una relación
sentimental con su líder, ya que si ella se
niega y no le proporciona los debidos favo-
res me castrarán. Son unos desalmados sin
escrúpulos y unos hijos de mala madre.
Pero ella ME QUIERE SOLO A MÍ y ha
prometido entregarme su doncellez si sali-
mos vivos de esta, cosa que dudo ocurra al-
guna vez, ya que aquí como ven estoy atado
de pies y manos. En cuanto a la pregunta
que les hice al principio...
—Mi hombre es Holmes, Sherlock

52
Holmes, y este hombre es el doctor Wat-
son, mi mano derecha. Hemos venido a
ayudarles, pero si quieren salir de aquí con
vida necesito que me cuente todo lo que
sabe acerca de estas monstruosas bestezue-
las...
—No son bestezuelas... —aseguró el
joven Calabanov, conocedor de la naturale-
za de aquellos seres nefandos—. Son mor-
locks del Averno, tal como predijera en su
día H. G. Wells desde su The time machine...
Fue entonces cuando el joven Cala-
banov nos refirió al completo su versión de
los acontecimientos, versión a la que Hol-
mes y yo atendimos guardando un silencio
sepulcral. Por lo visto, la cosa tenía mucho
que ver con el llamado "cambio climático",
dado que la contaminación, los conservan-

53
tes, los colorantes y la radioactividad han
propiciado la escisión de la especie humana,
dividida ahora entre morlocks y elois. Esto
ya había sido vaticinado por Oliver Curry,
de la London School of Economics. La es-
pecie humana acabará escindiéndose en dos
subespecies. Una de ellas —la nuestra, la de
los elois— sería hermosa y sibarita. La otra
—la de los zombies o morlocks— será
monstruosamente letal.
Lo peor del caso es que los morlocks
se están reproduciendo exponencialmente,
ya que tienen el día libre y pueden copular
cuanto les plazca. La cosa desembocará en
guerras varias y nos situará en una de las
peores crisis de la historia. Muy posible-
mente, la civilización tal y como la conoce-
mos actualmente desaparecerá para siem-

54
pre. En su lugar, nos encontraremos ante
un mundo sumido en la barbarie y el terror,
un mundo verdaderamente nefando y me-
dieval, como el vivido en tiempos de los
mamelucos. Es el signo de los tiempos...
Lo peor del caso —y de la cosa— es
que no hay prácticamente nada que hacer
en su contra, puesto que el apogeo de los
morlocks es inminente e inevitable. Una
posibilidad es buscarse un buen búnker en
el que pasar allí el resto de los días, dado
que no quedará un solo sitio en la Tierra en
el que nos podamos sentir verdaderamente
seguros, excepto si nos refugiamos en lo
más profundo de los abismos.
—Watson, esto no pinta nada bien.
Hemos de pergeñar un plan para salir de
aquí con vida...

55
—Buena idea señor Holmes, yo ha-
bía pensado exactamente lo mismo, aunque
ahora mismo no se me ocurre nada. Y a us-
ted joven Calabanov, ¿se le ocurré cómo
podríamos salir de este indeseable lugar?
—Podríamos llamar a los bomberos
a ver si vienen a rescatarnos. O al Séptimo
de Caballería o a los Mossos d'Esquadra,
ustedes eligen —sugirió el joven, no sé muy
bien si en serio o en broma, mientras nos
comtemplaba con una cierta aprensión—.
Lo que no tiene discusión es que o escapa-
mos de aquí o durante la próxima luna llena
los morlocks nos sacrificarán ante el altar
del dios Moloch.
Por desgracia, transucurrieron los
minutos, y también las horas y las semanas
sin que pudiéramos dar con solución algu-

56
na, ya que los morlocks estaban pendientes
de nuestras conversaciones y decidieron
que lo mejor era recluirnos por separado,
en estancias alejadas entre sí. Además, nos
ataron de pies y manos y nos impusieron
sendos yugos como si fuéramos bestias de
carga.

L a luna llena había llegado y, para mi


desgracia, la muerte parecía próxima,
de manera que acepté cristianamente el des-
tino que me esperaba y emití unas cuantas
oraciones para mis adentros, a guisa de im-
provisada extrema unción.
—A yegrado laogra degg sagrifisio...
mogiggás... —me espetó el morlock que
vino a buscarme, mientras se refocilaba en
sus muecas obscenas y reía a carcajada lim-

57
pia. Mientras abandonaba el calabozo, pude
comprobar en la lejanía como Carla Rupiás-
trez estaba a punto de ser sacrificada viva y
en cueros vivos en el altar, para ser poste-
riormente comida por aquellos seres abyec-
tos en un pantagruélico banquete.
A unos pocos metros de mí, Holmes
se desligó de sus ligaduras al más puro esti-
lo Houdini y comenzó a agredir a sus cap-
tores con un palo de golf que casualmente
se encontraba en las inmediaciones.
Un instante después, un estruendo
ensordecedor inundó la nave industrial, un
ruido de motor acompañado de la rotura de
un inmenso ventanal de varios metros de
longitud.
Subidos a una espectacular Harley-
Davidson, un par de recién llegados co-

58
menzaron a sembrar el caos entre los mor-
locks. El pasajero de detrás portaba un rifle
recortado AK-47 con el que lanzaba cho-
rros de agua bendita sobre los monstruos,
que caían como moscas en el proceso. A su
vez, el motorista disfrutaba a placer atrope-
yándolos y acabando con sus ingratas vidas.
En su camiseta grasienta, llevaba inscrita la
leyenda "Don Quijote de la Mancha".
El conductor de la moto era el Hor-
tensio y su acompañante el bueno de don
Pascualo. No podía creérmelo, ya que esta-
ba convencido de que aquellos dos seres
eran incapaces hacer una "o" con un canu-
to.
—Palomas mensajeras, Watson —
trató de explicarme Holmes mientras me li-
beraba de mis ataduras con un estilete—.

59
En mi mazmorra había un criadero de palo-
mas mensajeras, que aproveché convenien-
temente para poner sobre aviso al Horten-
sio y a don Pascualo, nuestros salvadores...
Aunque nos habíamos salvado por
los pelos, habíamos cumplido nuestra parte,
y la parte contratante podía darse por satis-
fecha. Habíamos salvado a la adolescente
Clara, a su novio (el alevín de mafioso) y,
para rematar la faena, nos habíamos asegu-
rado de que la bella heredera no saldría con
un zombie nunca más en lo que le quedara
de vida.
Ahora, el banquero Rupiástrez debía
cumplir con su promesa de hacernos cons-
truir una máquina del tiempo, que nos lleve
de regreso a nuestro hogar, nuestras ama-
das postrimerías del siglo XIX. O que por

60
lo menos nos haga soñar.

61
Al cabo del "efecto
10000" vuelve el agua a
su cubil

1897 d. C.

R ecuerdo 1897, en Baker Street. A la


sazón, el señor Holmes tomaba
apresurados apuntes relacionados —directa
o indirectamente— con un caso que estába-
mos investigando, mientras yo trataba de
traducir un papiro egipcio encontrado en la

62
escena del crimen. Inesperadamente, un
fortísimo golpetazo en la puerta de la man-
sión turbó nuestra paz. Era el inspector
Lestrade, que en aquellos momentos se en-
contraba azorado por el nerviosismo y pa-
recía clamar a gritos silenciosos nuestra in-
minente intervención.
—Señor Holmes... Watson... ¿Por
dónde empezar? Se están produciendo
unos hechos terribles en la ciudad y, la ver-
dad, en Scotland Yard nos vemos supera-
dos por los acontecimientos. Ni siquiera to-
dos los ejércitos del mundo podrían hacer
nada para detener estos hechos nefandos...
—¿Quiere ir al grano, Lestrade? —
inquirió Holmes, mientras contemplaba al
inspector con el ceño fruncido y se mesaba
el mentón.

63
—Sí, sí, por supuesto. Todo comen-
zó cuando, hace cuestión de unas tres ho-
ras, un hombre completamente desnudo
hizo acto de aparición en las calles de Lon-
dres. Por supuesto, el escándalo que causó
fue mayúsculo, y fue inmediatamente arres-
tado por nuestros hombres. El susodicho
afirmaba llamarse don Pascualo y sostenía
que procedía ¡del año 2013! Dijo que estaba
a punto de ser recibido por el Santo Padre
en el Vaticano, cuando una luz blanca le cu-
brió y se encontró de pronto desnudo en la
calle. Dimos por supuesto que se trataba de
un loco, de un pobre diablo que ha perdido
irremediablemente el juicio. Pero hete aquí
que no. Minutos más tarde, otro hombre
fue encontrado desnudo en las proximida-
des. Afirmaba proceder ¡de 1211!, de una

64
simpar cruzada contra la morisma. Al poco,
más hombres desnudos se unieron al festi-
val. Cada cual afirmaba proceder de una
época distinta...
—Esto, sin duda, es obra del pérfido
Moriarty —sentenció Holmes, al tiempo
que echaba mano de su inseparable gorra y
se la calaba hasta las cejas.
—Pero ¡Holmes! ¿Qué pensáis ha-
cer? —quise saber, inquieto ante la posibili-
dad de que tomara una decisión precipitada.
—Ir a por Moriarty, por supuesto.
—Pero, cielos, Moriarty murió en las
cataratas de Reichenbach y usted lo sabe.
—Watson, yo lo que sé es que nos
encontramos ante el genio del mal más
grande que han visto los siglos y que, por lo
tanto, es muy probable que salvara la vida.

65
Ahora mismo debe estar ultimando su ven-
ganza contra nosotros, y si no le detenemos
a tiempo la ciudad de Londres pagará las
consecuencias.
Por desgracia, Lestrade no pudo
acompañarnos. Estaba demasiado ocupado,
dado que el número de hombres ¡y mujeres!
desnudas que se materializaban en las calles
no paraba de crecer. Eso sí, nos deseó la
mejor de las suertes y con un sonoro apre-
tón de manos se despidió de nosotros, con
la confianza de que podríamos hacer alguna
cosa para poner fin aquella pesadilla.
—Lo haremos, Lestrade, no le quepa
la menor duda —fue lo último que dijimos
antes de dirigirnos a la guarida infernal de
Moriarty.
Por supuesto, Moriarty estaba vivo y

66
parecía dispuesto a hacernos pagar todo
cuanto habíamos hecho en su contra. La
máquina del tiempo —el último instrumen-
to surgido de su portentosa inventiva— iba
a ser su instrumento para la venganza. Ha-
bía hecho venir a gentes de otras épocas
para sembrar el terror en las calles de Lon-
dres, y ahora nos iba a enviar a un lugar in-
determinado del futuro.
—Os enviaré a 2009, momento en el
cual la Humanidad se habrá autodestruido y
ya no quedará nada, solo cascotes —nos
dijo, momentos antes de emitir un rayo azul
que nos proyectó siglo y pico en el futuro.
A un lugar llamado Corona de Aragón...

67
2009 d. C.
Varios meses más tarde —tras varias haza-
ñas intermedias, relatadas convenientemen-
te en El espantoso caso del putero miope y El
epatante affaire del zombie y la doncella—, nues-
tra estancia en la Corona de Aragón (y en el
siglo XXI) había llegado a su fin.
Ahora tocaba volver a casa, a nuestra
época natal. Íbamos a echar de menos Bar-
celona, la informática (que en 1897 todavía
estaba por inventarse), a nuestros vecinos el
Hortensio y don Pascualo... En fin, a todo
quisque. Pero nobleza obliga, la cabra tira al
monte y debíamos regresar al mundo del
que procedíamos. Era un imperativo moral.
—Nuestros mejores ingenieros lle-
van un mes aplicándose a la tarea de cons-
truir la máquina del tiempo —nos explicó
68
el banquero Rupiástrez, en su mansión am-
purdanesa—. Lo malo es que ¡maldita sea!,
solo consiguen que el viaje sea posible hacia
el futuro, nunca hacia el pasado...
—Bueno, pero por algo se empieza,
no se preocupe —adujo Holmes, en tono
conciliador, para que el banquero no se de-
sanimara.
—Lo sé, pero como la solución pa-
rece lejana habíamos pensado enviarles has-
ta el año 9999. No pongan cara de haba. En
el año 9999 estamos seguros de que el viaje
al pasado ya estará más que inventado. Por
tanto, solo tienen que viajar hasta ese año y,
una vez allí, comprar una máquina del tiem-
po que les lleve hasta 1897. Por supuesto,
yo les proporcionaré las onzas de oro nece-
sarias para que puedan realizar la transac-

69
ción.
—¿Y ya han probado la máquina, a
ver si funciona?
—Sí, envié a mi hija Carla y a su no-
vio Pietro Calabanov al año 9990. Sí, ya sé
que parece algo raro que un padre mande a
su hija tan lejos, pero cada día hay más
morlocks sueltos y quieren vengarse por lo
ocurrido en la nave industrial. Así pues, he
matado dos pájaros de un tiro: por un lado
he alejado a mi pequeñita de esas malas pie-
zas. Por el otro, me he asegurado de que la
máquina del tiempo en efecto funciona
como una seda. Y ahora, señores, me temo
que ha llegado el momento de decirnos
adiós. El viaje hacia el futuro les espera...
En ese momento, los tres nos fundi-
mos en un caluroso abrazo y nos despedi-

70
mos para siempre. A continuación, segui-
mos al pie de la letra las indicaciones de
unos científicos vestidos con bata blanca, al
parecer corresponsables de aquel proyecto
científico.
Nos llevaron hasta lo que parecía un
reactor nuclear y nos conminaron a intro-
ducirnos en una cabina hermética, pero
transparente. A continuación, un señor
amarillo y cabezón, que decía llamarse Papá
Noel nos indicó que "AI QAPETAR UM
BOTON I ES DE MAGIMA".
Así lo hicimos, apretamos ese botón,
y justo entonces un inesperado polizonte,
escondido de debajo de una butaca, hizo
acto de aparición.
—Hola Sancho amigo, soy don Qui-
jote y necesito viajar en el tiempo hasta la

71
batalla de Lepanto —dijo el Hortensio, jus-
to en el instante en el que nos proyectamos
cósmicamente hacia el 31 de diciembre de
9999.
HACIA EL 31 DE DICIEMBRE
DE 9999.

9999 d. C.

A quel 31 de diciembre de 9999 la


"humanidad eloi" —por llamarla de
algún modo— estaba a punto de celebrar el
cambio de año, lustro, quinquenio, decenio,
siglo, milenio y diezmilenio. Y no solo eso:
también estaba presta en conmemorar el
aniversario número diez mil —se dice
pronto...— del nacimiento de Nuestro Se-
ñor Jesucristo.

72
Los fastos se llevaban a cabo en el
llamado Palacio del Tiempo, uno de los po-
cos lugares que todavía no habían sido ho-
llados por los morlocks, gracias a sus inex-
pugnables murallas de granito, conveniente-
mente protegidas a través de unas cámaras
de videovigilancia.
Nosotros nos habíamos materializa-
do justo en aquel lugar pero, ¿por qué? ¿No
es mucha casualidad? No, si tenemos en
cuenta que Pietro Calabanov —que viajó
hasta el 9990 d. C. junto con su novia Carla
— había hecho construir aquella fastuosa
edificación en el mismo enclave en el que el
banquero Rupiástrez tenía su mansión, a
guisa de homenaje. Aunque eso sí, a mu-
chos milenios de distancia en el futuro.
Cuando abandonamos la cápsula

73
crononáutica, el Hortensio quiso saber si ya
habíamos arribado a Lepanto, que donde
estaban los moros y que si podía luchar
codo con codo con don Miguel de Cervan-
tes Saavedra, en buena lid. El señor Hol-
mes, con una paciencia cuasi infinita le hizo
saber que no, que de ningún modo. Que en
realidad nos encontramos en el Ampurdán
—aunque desconocía si la región se sigue
llamando así— y en una fecha tan ignota
como la del 31 de diciembre de 9999.
Podíamos haber viajado mucho más
hacia el futuro, pero la máquina del tiempo
construida por los ingenieros de Rupiástrez
no admitía más de cuatro dígitos, la muy
condenada.
—Pero Rocinante ¡qué me estás di-
ciendo! Esto es una catástrofe, UNA CA-

74
TÁSTROFE MORROCOTUDA...
—Vamos Hortensio, no se ponga así
—tercié yo amigablemente, para evitar que
aquel buen hombre cometiera alguna locura
—. Ya verá como aquí en esta época dispo-
nen de máquinas del tiempo tremendas con
las que usted podrá viajar a la batalla de Le-
panto o a donde mejor le plazca.
—Pero Sancho, ¿no lo entiendes?
Solo disponemos de unos minutos para lo-
calizar esa máquina del tiempo y viajar al
pasado...
—¿Solo de unos minutos? ¿Por qué
dice eso?
—¿Acaso no has oído hablar del lla-
mado "efecto 10000"? —preguntó el Hor-
tensio, incrédulo ante nuestra total ignoran-
cia, dado que nos limitamos a decir que no

75
con la cabeza—. El "efecto 10000" implica-
rá la destrucción del sistema solar, ya que
por ese entonces los computadores, que
solo son capaces de procesar cuatro dígitos
en lo que a las fechas se refiere, no podrán
reconocer al año 10000 y se volverán com-
pletamente locas, locas de remate. Tan lo-
cas y relocas que no obedecerán la voz de
sus amos ni nada. Será terrible. A la que
suenen las doce campanadas todo se irá a
pique...
—¿Pero cómo puede saber eso, us-
ted que se jacta de leer solo a Cervantes?
—Lo sé porque lo pone en un folle-
to que encontré tirado en los suelos. Mire,
mire. Está firmado por un grupúsculo auto-
denominado "La Resistencia a la Autoridá".
Además, aquí pone que hay que encomen-

76
darse a San Pascualo.
—Pero qué dice hombre de Dios. A
ver, déjeme ver eso y le digo qué tal.
No podía creérmelo. En el año 9999
nuestro vecino don Pascualo era venerado
con devoción, como si de un profeta se tra-
tara. Pero para aquellos hombres era más
que un profeta: don Pascualo era la encar-
nación de los atributos de la divinidad.
La cosa debió empezar en 2013,
cuando don Pascualo tuvo un encuentro
cordial con el Santo Padre en el Vaticano.
En aquel momento, tras estrecharle la
mano e inclinar la cerviz en señal de reve-
rencia, una potentísima luz azul cubrió a
don Pascualo y de pronto desapareció, ante
las cámaras de televisión.
Enseguida, fue puesto a la altura de

77
los profetas Enoc y Elías, que no murieron
nunca sino que fueron arrebatados en los
cielos por el ángel del Señor. Por eso, el Pa-
lacio del Tiempo estaba repleto de imáge-
nes, en las que don Pascualo era reverencia-
do a través de los cirios, el incienso y demás
vainas exóticas. Supongo que merecería ser
reverenciado así, ya que durante las sema-
nas en las que le investigamos descubrimos
que era un auténtico hombre santo, de los
de verdad.
—¡Dichosos los ojos que os ven! —
exclamó un hombre alto y apuesto que nos
salió al encuentro, vestido de pseudofaraón
egipcio. Estaba acompañado por una es-
pectacular hembra. Eran Pietro Calabanov
y Carla Rupiástrez.
—Es un placer volver a veros, estáis

78
bien hermosos ahora que para vosotros han
pasado nueve años desde la última vez que
nos vimos —observió Holmes con buen
tino.
—Sí, de hecho hemos vivido a cuer-
po de rey desde que llegamos aquí, allá por
el 9990. Pero ahora nos piramos a nuestra
época, al siglo XXI.
—¿Y a qué se debe esta sorprenden-
te decisión?
—Pues mire, señor Holmes, los
efectos de el "efecto 10000" (valga la re-
dundancia) están a punto de manifestarse y
nosotros no queremos estar aquí cuando
eso ocurra. Pues si los ordenadores se vuel-
ven locos las puertas de este palacio se abri-
rán de par en par y los morlocks lo invadi-
rán a placer. ¿Se lo imaginan? Nosotros se-

79
ríamos los primeros damnificados ante este
terrible infortunio, y no tenemos vocación
de mártires.
—¿Y a qué año se van ustedes, al
2018 o a cual?
—No, habíamos pensado viajar has-
ta el 2007 y una vez allí liquidar a los prime-
ros zombies (o morlocks, dígasele como se
quiera), para conseguir que se extingan y
cambiar el curso de la Historia. Ya estamos
hartos de esas sabandijas, ¿saben? Para no-
sotros, acabar con ellas es un asunto muy
personal. Es un deseo que anhelamos desde
lo más profundo.
—Y tienen una máquina del tiempo
entonces o algo parecido, ¿no?
—Bueno, en realidad nosotros lo lla-
mamos el Ascensor del Tiempo. Solo hay

80
que indicar a qué fecha se quiere viajar y te
lleva a donde haga falta. Lo malo, señor
Holmes, es que nos hemos distraído en de-
masía con usted, viejo gañán, y ahora no sa-
bemos si llegaremos a tiempo al Ascensor
del Tiempo antes de que los morlocks aca-
ben con nosotros. Aunque como suele de-
cir, más se perdió en Cuba...
—Pero, ¿el Ascensor del Tiempo no
se verá afectado por el "efecto 10000"? —
quise saber, inquieto por lo que nos podría
ocurrir si nos introducíamos en aquel arma-
toste.
—Pues no, porque funciona tirando
de una polea y ya está. Es todo muy tradi-
cional y eso.

81
E n aquellos precisos instantes co-
menzaron a sonar las doce campa-
nadas de rigor y, mientras miles de elois se
comían las doce uvas ante el busto holográ-
fico de don Pascualo, nosotros cinco co-
menzamos a correr hacia el Ascensor del
Tiempo. Y es que, en efecto, la vida nos iba
en ello. A la que sonara la campanada nú-
mero doce, los morlocks invadirían el Pala-
cio y nuestras respectivas muertes serían
lentas y dolorosas. Había que cruzar los de-
dos y rezar lo primero que se nos pasara
por la cabeza...
DONG, DONG, DONG, DONG,
DONG....
El año 10000 d. C. había llegado...

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10000 d. C.

E n cuanto el manto de la estrellada


medianoche nos cubrió, hordas in-
controladas de morlocks asesinos hicieron
acto de aparición en el Palacio del Tiempo,
dispuestos a no dejar a nadie con vida.
Los elois, lejos de aterrorizarse ante
semejante perspectiva, danzaban alegres y
sonreían ante las imágenes de don Pascua-
lo, salmodiando loas en su honor.
Nosotros cinco, por el contrario,
aceleramos el paso bruscamente, esperando
llegar a tiempo al mágico Ascensor.
Por suerte, los accesos al Palacio es-
taban demasiado lejos, así que era muy im-
probable que los morlocks hicieran algo
contra nosotros. Pero contra todo pronós-
tico, una bella mujer nos impidió el paso,
83
apuntándonos con una pistola láser. Yo la
conocía de algo, eso estaba claro...
—¡Alto ahí panolis, arriba las manos,
que las vea bien, o si no disparo! —ordenó
la recién llegada.
—Pero oiga, ¿de qué nos conocemos
usted y yo? —quise saber, intrigado ante
aquel extraño e inesperado encuentro.
—Señor Watson, soy la recepcionista
de la Fundación James Moriarty, ¿lo recuer-
da? Usted escribió acerca de mí en El espan-
toso caso del putero miope. Por supuesto, soy
mucho más que una simple recepcionista.
Me llamo Dayana Moriarty y soy bisnieta
del gran genio del mal. Soy su digna suceso-
ra. Pero, ¿qué hago aquí en el año 10000, se
preguntará usted? He venido a mataros
como gusanos despreciables, para honrar la

84
memoria de mi bisabuelo y tal. Y ahora,
¿quién de ustedes quiere morir primero?
—Máteme a mí primero. Si puede
ser, claro está —sugirió Pietro Calabanov, y
al instante recibió la primera andanada de
rayos cósmicos. Por fortuna, su atuendo de
pseudofaraón estaba protegido contra esta
clase de ataques gracias a su barniz reflec-
tor, con lo que no le fue muy difícil reducir
a la mujer con un par de tortas bien dadas.
—Esto es violencia de género. Te va
a caer un buen puro, por machista y patriar-
cal —masculló la mafiosa, mientras Pietro
la ataba como si fuera un camello para lle-
vársela al año 2007 y ponerla en manos de
la justicia.
—Anda víbora, cierra la boca que
todo lo que digas podrá ser usado en tu

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contra en un tribunal —aseguró Calabanov,
mientras la arrastraba de los pelos hasta el
Ascensor del Tiempo, empleando los méto-
dos aprendidos durante su pertenencia a la
mafia caspia. El Hortensio parecía conven-
cido de que aquella mujer era Dulcinea del
Toboso y no cesó en su empeño de recla-
marle sus favores más sensuales. La mafio-
sa rechazó aquellas obscenas proposiciones
con una sonora carcajada.
Por desgracia, el tiempo que emplea-
mos en atender a Dayana Moriarty fue em-
pleado —a su vez— por los morlocks para
llegar hasta donde nosotros nos encontrá-
bamos, aunque afortunadamente la pistola
láser de Dayana nos permitió mantenerlos
entretenidos durante un tiempo, pese a que
los morlocks nos escupían y lanzaban boñi-

86
gas sin piedad.
Finalmente Carla Rupiástrez mostró
sus ubres y distrajo la atención de nuestros
atacantes, lo que nos permitió introducir-
nos apresuradamente en el ascensor y ce-
rrar su puerta con el pestillo. Lo malo es
que en el interior de aquel cubículo estába-
mos apretujados como en una lata de sardi-
nas, ya que estaba diseñado para albergar
como mucho a tres personas en su seno, lo
cual no está nada mal pero era del todo in-
suficiente de acuerdo a nuestros propósitos.
—Bueno voy a programar el ascen-
sor este, a ver si lo consigo, que me lío un
poco con estos botones —dijo Pietro Cala-
banov, momentos antes de catapultarnos al
año 2009 de Nuestro Señor Jesucristo.

87
2009 d. C.
—¿Ya estamos en Lepanto, eh Roci-
nante? —inquirió el Hortensio, mientras la
emoción le desbordaba por todos los poros
de su piel. Al fin y al cabo, estaba a punto
de combatir en una de las más decisivas ba-
tallas que han visto los siglos.
—Sí, don Quijote —respondió Hol-
mes—. Aquí tiene una onza de oro. Pida un
taxi e indique que le lleve hasta la institu-
ción psiquiátrica Se Nos Va la Olla. Ahí le
indicarán cómo llegar a Lepanto, e incluso a
Pernambuco.
—Pero ¿no vas a acompañarme,
para que viaje sobre tu grupa? ¿Y tú, San-
cho amigo? Y, ¡oh, mi bella Dulcinea, no
quiero separarme de vos!
—Nada de lo que pedís resulta posi-
88
ble —tercié yo, con lágrimas de los ojos, sa-
bedor de que no volvería a ver al Hortensio
nunca más—. A Rocinante no le necesitáis,
dado que la de Lepanto es una batalla marí-
tima. La bella Dulcinea debe de estar aleja-
da del campo de batalla, dada su condición
de dama en edad de merecer. En cuanto a
mí, yo me mareo en los barcos, de modo
que no sería una buena compañía. Me temo
que tendréis que recorrer solo este camino
hacia la gloria.
Un par de minutos más tarde, tras
despedirnos de él con emoción, se perdió al
girar una esquina y ya no le volvimos a ver
más. Ahora tocaba viajar un par de años ha-
cia atrás en el tiempo.

89
2007 d. C.

O tro tanto cabe decir de Pietro Ca-


labanov, Carla Rupiástrez y de la
pérfida Dayana Moriarty. Tras una lacrimó-
gena despedida, nuestros caminos se sepa-
raron para siempre. Al cabo del "efecto
10000" vuelve el agua a su cubil, tal como
reza el dicho. Había llegado el momento —
¡al fin!— de volver a casa y retomar nues-
tros asuntos cotidianos, justo en el punto
en el que los habíamos dejado.

90
1897 d. C.
—Pero, ¡diantre! ¡Si hace diez segun-
dos que os envié al futuro! —exclamó Mo-
riarty, instantes antes de que recibiera un
certero disparo en la rodilla, propinado con
la pistola láser de su bisnieta Dayana.
—James, tus planes criminales aca-
ban de ser frustrados —anunció Holmes,
tras ordenarme destruir la máquina del
tiempo de Moriarty con sendas andanadas
de rayos láser. Una vez hubimos neutraliza-
do la amenaza de aquella máquina diabóli-
ca, dimos buena cuenta de todo al inspector
Lestrade. Por desgracia, mientras era custo-
diado por una docena de agentes Moriarty
volvió a escaparse por enésima vez, emple-
ando para ello sus peores artes.

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N osotros por nuestra parte regresa-
mos a Baker Street, dispuestos a
realizar la mayor siesta de nuestras vidas.
En nuestro trayecto nos cruzamos con don
Pascualo, vestido ya decentemente. Parecía
feliz, ya que según sus propias palabras
Dios había obrado un milagro en él.
A mí, todo vivido en las últimas se-
manas en la Corona de Aragón se me anto-
jaba un sueño increíble, y pronto llegué a
creer que aquello había sido fruto de una
alucinación, que nada había sido verdad.
Sin embargo y a pesar de su gran maldad,
seguía enamorado de Dayana Moriarty. Y
eso también era verdad.

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“Y hay también otras muchas cosas
que hizo Sherlock Holmes en la Co-
rona de Aragón, las cuales si se es-
cribieran una por una, pienso que
ni aun en el mundo cabrían los li-
bros que se habrían de escribir.
Amén.”
Juan 21:25

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