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¿PARA QUÉ SIRVE EL PARLAMENTO?

Ricardo A. Guibourg

¿Debe el jefe del gabinete de ministros tener “superpoderes” que le permitan variar el
destino de las partidas presupuestarias? ¿Debe el poder ejecutivo tener la facultad de dictar
normas que la constitución encomienda al congreso, con tal que el parlamento no se expida
acerca de ellas? Muchas opiniones se han vertido en un sentido y en otro. No emitiré la mía
desde esta columna, pero me parece conveniente comentar que la aparición misma de estas
controversias sugiere una reflexión en la que sería útil detenerse por un instante.

La reflexión puede resumirse en una pregunta: ¿para qué sirve el parlamento? La


constitución contiene una respuesta: para hacer las leyes que el presidente habrá de ejecutar y
que los jueces tendrán que hacer cumplir. La constitución argentina – como tantas otras
constituciones – diseña el poder legislativo como la representación más directa de los
ciudadanos (para eso hay tantos legisladores capaces de representar las tendencias más
dispares), la expresión más inmediata de la democracia (para eso se renueva por mitades cada
dos años) y el supremo poder de control (para eso puede interpelar a los ministros y, mediante
juicio político, destituir al presidente y a los miembros de la corte suprema). Pero ¿coincide esa
versión con la percepción de los argentinos?

Conviene recordar que entre los siglos XVIII y XIX la democracia trataba, con
velocidad desigual según los países, de abrirse paso en las monarquías mediante un proyecto de
poder compartido. Se aceptaba primero que el rey fuera el “soberano”, pero se le pedía que
cediera parte de sus atribuciones a una “representación nacional” electiva (no entremos aquí a
analizar quiénes habrían de ser los electores ni qué condiciones habrían de reunir para ejercer
ese derecho, que es otro tema vital). La idea subyacente era que había un pacto, una suerte de
contrato, entre la nación (el pueblo, como quiera se lo computase) y el soberano (el rey), que
imponía límites a los poderes del monarca. Un paso más adelante permitiría sostener que el
verdadero soberano era el pueblo y que aquel contrato hacía del rey una suerte de autoridad
delegada encargada del poder ejecutivo. Y otro más, convertir al rey en una figura simbólica o
casi simbólica (más tarde desempeñada por el presidente en las democracias parlamentarias) o
elegir una suerte de rey temporal que ejerciese efectivamente el poder ejecutivo. Esta última
alternativa, cuyo modelo es la constitución de los Estados Unidos, fue adoptada por los estados
latinoamericanos, incluida la Argentina.

Es difícil decir cuál es la causa y cuál la consecuencia, o de qué manera se realimentan


entre sí estas condiciones, pero el hecho es que el presidencialismo se adapta mejor que
cualquier otra estructura democrática a la tradición caudillista en la que cada grupo lo espera
todo de un solo individuo, adora a ese individuo hasta la abyección cuando juzga que aquellas
esperanzas tienden a cumplirse y lo rechaza hasta la persecución cuando se considera
defraudado. Este esquema obliga al caudillo a oscilar entre la gloria y la desgracia, dispone a su
alrededor una opción de todo o nada donde los matices de objetivos o de procedimientos tienden
a esfumarse y condena a los ciudadanos a una crónica ciclotimia en la que los oficialistas y los
opositores se alternan en el optimismo y en el pesimismo.

Pero lo dicho es una reflexión más apropiada para sociólogos y politólogos que para
juristas. De ella, lo que más influye en el uso que se dé a la constitución es el sentimiento de
responsabilidad que genera.

En efecto, quien en cada momento ejerce el poder ejecutivo y quienes con él colaboran,
sin que importe aquí con cuánta eficacia u honestidad lo hagan, sienten que el gobierno del país
está en sus manos y que las consecuencias de cualquier naturaleza que de esa acción deriven
caerán sobre sus cabezas como premios o castigos personales. Los ciudadanos comparten
pacíficamente esta expectativa, que además es habitualmente confirmada por la propaganda
política: la construcción de un barrio, el desenfreno de la inflación o los costos de contenerla, el
desempleo, las fallas de la educación pública, el auge de los secuestros y hasta la inundación o
la sequía son proclamados, desde el poder o desde sus alternativas, como virtudes o
responsabilidades de una administración dotada de nombre y apellido.

No sucede lo mismo con los diputados y los senadores. Aunque algunos son conocidos
por la opinión pública y objeto de juicios aprobatorios o desaprobatorios desde distintos sectores
de la población, la mayoría de los representantes son prácticamente anónimos. No sólo por el
fenómeno de la “lista sábana” (del que a menudo se olvida que constituye un instrumento de la
representación proporcional), sino porque en una sociedad caudillista no suele haber más de un
caudillo, o a lo sumo dos o tres si se cuentan los principales líderes de oposición. El resto de los
dirigentes no cuenta, en la práctica, sino en función de su adhesión a un referente, por lo que los
ciudadanos – acaso equivocadamente – tienden a considerarlos más o menos fungibles.

En estas condiciones, los proyectos de ley presentados por los legisladores y los debates
que sobre ellos se entablan quedan relativamente oscurecidos: el centro de la atención es
reclamado por las políticas emprendidas por el ejecutivo y por la mayor o menor resistencia que
a ellas se oponga en el congreso. Cuando no se ofrece ninguna, la acción parlamentaria queda
inadvertida como un mero trámite formal.

Es así, probablemente, como llega a percibirse desde el llano una actitud que muchos
legisladores (no todos, desde luego) han mostrado con sus acciones a lo largo de la historia: el
oficialismo está para “dar al poder ejecutivo las herramientas necesarias para gobernar” (lo que
implica apoyar sistemáticamente sus iniciativas, incluso si su conveniencia es dudosa) y la
oposición está para “impedir que continúe esta política inconveniente para la república” (lo que
incluye trabar aquellas iniciativas, especialmente si, por su acierto, pueden generar mayor apoyo
popular para el grupo gobernante). A su vez, otros grupos menores pueden oscilar, de acuerdo
con sus condiciones personales o grupales, entre ejercer una acción testimonial acorde con sus
convicciones o negociar su apoyo a unos u otros en función de prebendas, promesas o ventajas
de diversa utilidad pública. Todas estas actitudes excluyen la idea de que el parlamento tenga
una fuerte responsabilidad en el gobierno del país: por el contrario, suponen que esta
responsabilidad corresponde al ejecutivo y que el parlamento sirve, alternativamente, como
cauce, dique o rémora para el flujo de las acciones del verdadero gobierno.

Así, las cosas, es más fácil explicar por qué el teorema de Baglini se cumple tan
inexorablemente y por qué el oficialismo (cualquier oficialismo, incluso el que haya sido
oposición) desea verse libre de la presión parlamentaria, legislar por decreto y manejar a sus
anchas el presupuesto, mientras la oposición (cualquier oposición, incluso la que haya sido
oficialista) clama por las instituciones republicanas, la división de los poderes y las atribuciones
legislativas.

Pero el diagnóstico y la etiología no sirven sino como bases para adoptar alguna terapia.
Por eso me atrevo a preguntar otra vez: ¿para qué sirve el parlamento? O, mejor dicho, ¿cómo
podríamos llegar a una situación en la que no pidiéramos del congreso lo que él no puede, no
quiere o no logra darnos y, en cambio, obtuviéramos de él una prestación posible y apropiada en
el marco de una democracia participativa eficiente?

Una alternativa posible – reforma constitucional mediante, desde luego – es adoptar la


democracia parlamentaria. Reservar al presidente ciertas atribuciones como guardián político de
las formas democráticas, instituir un primer ministro responsable ante el parlamento y revocable
por él en todo momento, permitir con cierta amplitud la facultad de gobernar por decreto que la
constitución facilita hoy entre líneas, pero reservarla a un consejo de ministros obligado a rendir
cuentas cotidianamente y a dimitir en caso de censura. De esta manera el congreso podría dictar
leyes (o abstenerse de hacerlo) cuando lo considerase conveniente, controlaría al gobierno de
manera harto más estrecha (puesto que sería su gobierno), la estabilidad política dependería de
los acuerdos públicos entre partidos antes que de una elección cada cuatro años y de la astucia
política durante los intervalos, la responsabilidad gubernamental quedaría mejor repartida entre
los actores constitucionales, haciendo más difícil que alguien se considerase un observador
externo dentro de su propio país, y los ciudadanos se sentirían llamados más a menudo a influir
en sus propios destinos.

Claro está que esta idea – como cualquier otra sugerida de buena fe – puede ser
inconveniente o aun completamente errónea. Ella no tiene por objeto proclamar un camino de
salvación, sino servir como ejemplo para otras iniciativas mejores, parecidas o distintas. Lo que
importa es cobrar conciencia de que nuestra democracia, recobrada a costa de tantas tragedias,
no funciona como los manuales de instrucción cívica suponen que debería funcionar. Y que, si
no queremos cambiar el título de esos manuales por otro más fantasioso, deberíamos pensar qué
hacer con la realidad que nosotros mismos, día tras día, estamos contribuyendo a configurar.

-.o0o.-

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