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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Circuito Cultural Mario de la Cueva s/n. Edif. “G”, Ciudad Universitaria.
Coyoacán, Ciudad de México. Tel.: (0052) 55.56.22.94.70 (ext. 84392).
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Table of Contents
Presentación / Presentation
Angélica Cuéllar Vázquez 9
Presentación
Angélica Cuéllar Vázquez∗ 1
1968 Fue el año crucial de una década en la que los cambios sociales y culturales
que se produjeron fueron de tal envergadura que marcaron un punto de in-
flexión en la historia del siglo xx y cuyos efectos perduran hasta el día de hoy.
Ese año fue, particularmente, un momento de agitación social y cultural en todo el mundo.
Un movimiento estudiantil iniciado en París en marzo de ese año se expandió rápidamente
hacia otros espacios geográficos –Alemania, Italia, Checoslovaquia, Estados Unidos, México,
entre otros–, generando en todos ellos gigantescas movilizaciones cuyo principal actor so-
cial, la juventud, compartía un espíritu libertario, lúdico, transgresor, opositor y contestatario
al tiempo que ponía en tela de juicio a las sociedades existentes –de cualquier signo ideoló-
gico– y a sus estructuras autoritarias, que pugnaba por una transformación de la sociedad y,
fundamentalmente, de la vida.
En México, el movimiento estudiantil fue el gran emblema de la lucha social por ma-
yores libertades políticas y civiles ante un régimen anquilosado cuyo carácter autoritario,
corporativo y presidencialista no le permitía responder a las demandas de una sociedad
crecientemente modernizada y diversificada. El movimiento estudiantil fue antecedido
por movilizaciones de médicos, maestros, campesinos y obreros, que fueron controladas o
reprimidas por el Estado y, de igual manera, fue el gran referente histórico para otros mo-
vimientos surgidos durante la década de 1970, como la guerrilla urbana y campesina.
Los movimientos estudiantiles y la esperanza de que sus protestas podían hacer saltar el
orden reinante por los aires fracasaron políticamente. No lograron remover los cimientos
del poder, pero su legado es inmenso: el ecologismo, el feminismo, la lucha por los derechos
civiles, el reconocimiento de la diversidad, la defensa de las minorías, entre otros.
En México, la liquidación del movimiento estudiantil en octubre de 1968 dejó una
profunda herida en la vida del país, aunque también abrió las puertas de un proceso de
democratización que, a lo largo de las décadas siguientes, se manifestó con creciente e in-
contenible fuerza.
∗
1
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam, México. Correo electrónico: <acuellarunam@gmail.com>.
Presentación ⎥ 9
Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales⎥ Universidad Nacional Autónoma de México
Nueva Época, Año lxiii, núm. 234 ⎥ septiembre-diciembre de 2018 ⎥ pp. 9-12⎥ ISSN-2448-492X
doi: http://dx.doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65932
A cincuenta años de 1968, lo sucedido en aquel “año mítico” vuelve a ser objeto de aná-
lisis, interpretaciones, polémicas y controversias. La Revista Mexicana de Ciencias Políticas
y Sociales no podía quedar ajena a ello. En este número se presentan textos de destacados
intelectuales y académicos nacionales e internacionales que, desde diferentes miradas y
ópticas, analizan una vez más, los acontecimientos de aquel año. A lo anterior, se agregan
testimonios, entrevistas y reseñas que contribuyen a enriquecer el debate.
Bienvenidos a la lectura del número 234 de nuestra Revista.
Presentación ⎥ 11
Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales⎥ Universidad Nacional Autónoma de México
Nueva Época, Año lxiii, núm. 234 ⎥ septiembre-diciembre de 2018 ⎥ pp. 13-52⎥ ISSN-2448-492X
doi: http://dx.doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65866
RESUMEN ABSTRACT
El presente artículo estudia los movimientos de This article studies the 1968 movements around
1968 alrededor del mundo como muestra de in- the world as an expression of the incipient
cipientes procesos de globalización y un nuevo globalization processes and a new transnatio-
transnacionalismo en cuyos márgenes cambiantes nalism in whose changing margins new actors
los nuevos actores concatenaron agencia social y linked together social agency and cultural cir-
circuitos culturales para trascender las fronteras cuits to transcend national borders. Through the
nacionales. A través del análisis de algunos de los analysis of several paradigmatic cases, the study
casos más representativos, se estudia el hilvana- roams the transnational threading that came to
do transnacional que se dio en 1968, a partir de be in 1968 from the student mobilization and
la movilización estudiantil y los movimientos so- social movements that questioned the current
ciales que cuestionaron los regímenes políticos de political regimes of various kinds, as well as the
diverso signo, así como su escasa capacidad de res- latter’s limited response –if not repression– as
puesta –cuando no represión– a las demandas por response to the civic rights democratic and an-
derechos civiles, por reformas democráticas y por ti-war demands. Examining the convergences
el fin de la guerra. El examen de las convergencias and divergences at a global level, as well as their
y divergencias a nivel global, así como sus con- contradictions, the analysis does not neglect
tradicciones no desatiende el análisis de los casos specific cases. Conceived as an editorial, the arti-
específicos. Junto al encuadre analítico, el artículo cle refers to the contribution to this special issue.
refiere, a su vez, a manera de editorial, a las cola- Thus, the text opens a rich debate of 1968 as a
boraciones que conforman este número especial foundational year.
de la Revista. El texto abre así un rico debate sobre
1968 como año fundacional.
∗
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam, México. Correo electrónico: <bokser@politicas.unam.mx>.
∗∗
Facultad de Filosofía y Letras, unam, México. Correo electrónico: <fsaracho@comunidad.unam.mx>.
Palabras clave: 1968; movimiento estudiantil; Keywords: 1968; student movement; social
movimientos sociales; globalización; transan- movements; globalization; transnationalism;
cionalismo; democracia. democracy.
Reflexiones introductorias
Immanuel Wallerstein propone que los diversos procesos de 1968 representan una re-
volución del Sistema-Mundo. Ellos no pueden analizarse correctamente con sólo observar
las circunstancias particulares y locales de cada uno de los lugares en donde estallaron las
protestas y las expresiones, sino que tienen que ser aprehendidas y pensadas como parte
de un único fenómeno global (Wallerstein, 2007). Es difícil no adherirse a esta afirmación
por el cambio que representó en la construcción de la conciencia tanto individual como
colectiva; en la redefinición de identidades primordialistas y electivas; en la culturalización
de la sexualidad y la comprensión de los papeles como constructos sociales; en fin, derri-
bando los patrones vigentes de negociación política e imponiendo los nuevos códigos de
la identidad ciudadana. Las formas como se redefinieron la participación, la constitución
e incluso los límites de quiénes somos ante nosotros, ante el Estado y ante el mundo es un
legado innegable.
Sin embargo, es una afirmación que debe complejizarse para ser plenamente compren-
dida: 1968 representa en toda su diversidad interna y repercusiones uno de los emergentes
de los procesos de globalización, de la construcción de un imaginario global y de un nuevo
transnacionalismo que se manifestó en novedosas formas de interconexión entre sectores
sociales –a través de los movimientos sociales y estudiantiles–, a pesar de que los cambios
radicales de la relación tiempo-espacio y las nuevas tecnologías aún no desarrollaban su po-
tencial. En efecto, las transformaciones que trastocarían los referentes espaciales, temporales,
geográficos y/o territoriales, sin las cuales sería imposible pensar las relaciones económicas,
políticas, sociales y culturales en el mundo contemporáneo estaban despegando. Entre las
que afectaron más sensiblemente cobrarían un lugar estelar los medios de comunicación
que intensifican la densidad y rapidez de las conexiones transfronterizas, gracias a las múl-
tiples y diversas combinaciones entre las telecomunicaciones, las computadoras digitales,
los medios audiovisuales y los satélites; las redes de alianzas y asociaciones que establecen
y los productos globales que desarrollan y promueven, así como la articulación de organis-
mos supranacionales que tienden a armonizar y estandarizar criterios de política económica,
social y cultural, entre otros. Todas estas tendencias, estrechamente relacionadas entre sí
y que cobrarían fuerza en las décadas siguientes, subrayan aspectos del mismo fenómeno:
el hecho de que el tiempo y el espacio dejarían de tener igual influencia en la forma como
se estructuran las relaciones e instituciones sociales (Bokser Liwerant y Salas-Porras, 1999;
Bokser Liwerant et al., 2009).
Pero en 1968 ya fue cobrando forma una nueva dinámica de circulación de ideas y pro-
yectos y, de manera incipiente, de actores sociales, que conjugaron lo local con lo nacional,
lo regional con lo global. Al igual que los procesos de globalización, aquella dinámica fue
compleja, desigual y aún contradictoria. Careció de homogeneidad, ya que se dio con des-
igualdades territoriales y sectoriales. Dichos procesos exhibieron, además, un carácter
multifacético, en la medida que convocarían lo económico, lo político y lo cultural, así como
las interdependencias e influencias entre estos planos, expresándose tanto en redes de in-
teracción entre instituciones y agentes trasnacionales, como en procesos de convergencia,
armonización y estandarización organizacional, institucional, estratégica y cultural. En esa
línea resultaba ya evidente su carácter contradictorio, porque se trata de procesos que pue-
den ser intencionales y reflexivos, a la vez que no intencionales, de alcance internacional a
la vez que regional, nacional o local.
Todos estos planos de manifestación del cambio han sometido a prueba a las formas de
organización social. 1968 destacó en la concreción de estos procesos y en la formación de
redes y circuitos que trascendieron las fronteras estatales que acompañan y demarcan los fe-
nómenos transnacionales. Su radicalización condujo a consecuencias de tintes aún opuestos:
ampliación de los espacios de convivencia política en sociedades crecientemente complejas
y nuevas expresiones de intolerancia y quiebre de legitimidad de la política como terreno
de construcción de consensos. Las vicisitudes de la apuesta a un cambio por las vías desea-
bles, factibles o sacralizadas.
Es posible interpretar los eventos de 1968 como una constelación masiva y diversificada
de ideas, demandas, estrategias y experiencias que corrieron al interior del sistema-mundo,
y que este último brindó el sustento material para que dicho sistema tuviera eco y dispa-
rara la acción social como lo hizo.
Así, 1968 es un año condicionado y que marca pautas en la configuración mundial de
la Guerra Fría; el enfrentamiento político, ideológico, económico, social, militar, informa-
tivo, científico entre los dos bloques, encabezados por Estados Unidos y la Unión Soviética.
Eventos inicialmente aislados y no relacionados –en el marco de procesos y tendencias de
reordenamiento– confrontaron reacciones por parte de los regímenes políticos que bus-
caron defender sus intereses –supuestamente amenazados– queriendo alcanzar ventajas
estratégicas y siguiendo precisamente las oportunidades creadas. Complejas dinámicas que
se dieron entre acciones que crearon reacciones, y cuyo impacto fue más allá del alcance de
los sucesos que originalmente los generaron.
1968 y sus transnacionalismos internos, como es el caso de la circulación entre las con-
figuraciones de las dos Alemanias; la dramática experiencia de Checoslovaquia frente a
la dominación de la Unión Soviética; Italia y la expansión del terrorismo; la sacralización
de la violencia en la represión y en clave de democratización. Guerras subsidiarias, como
Vietnam. La intolerancia en Polonia frente a un movimiento estudiantil que se hilvana, sub-
sume y arroja sombra sobre la expulsión de toda la población judía; de un modo genérico
y creciente, el anti-sionismo y antisemitismo de origen soviético, exacerbado por la Guerra
de los Seis Días de 1967, que alteró muchos de los supuestos políticos prevalecientes en el
ordenamiento mundial y llevó la Guerra Fría a un nuevo nivel.
Problemática conexión la que se dio entre 1967 y 1968: la Guerra de los Seis Días, que
se significó como el éxito de Occidente sobre la urss, a pesar de las posturas anti-israelíes
de Estados Unidos (su pasividad ante el cierre del Estrecho de Tirán) y la consecuente al-
teración de la correlación de fuerzas. El apuntalamiento soviético a Siria, como uno de los
causales de la Guerra (Gera, 1992) se traduciría en el cabal rediseño de la estrategia por
parte del gran perdedor. La urss, junto al mundo árabe, desplegó un embate anti-sionista
y antisemita que quedó hilvanado en la efervescencia de 1968 y acompañó de un modo in-
esperado y virulento a muchas de las manifestaciones estudiantiles de ese año fundacional.
Doble impacto: deslegitimador de la condición de la diáspora judía y delineador del encua-
dre de la cuestión palestina en la reproducción discursiva de un antagonismo que marcaría
el desarrollo de los conflictos en la región (Bokser Liwerant, 2000). El discurso anti-sio-
nista quedó así subsumido en una compleja configuración internacional e ideológica que
lo convertiría en un código cultural en el seno de la Nueva Izquierda que sugería, esencial-
mente, pertenecer al campo intelectual y político del anti-imperialismo, del anti-capitalismo
y anti-colonialismo. El embate al sionismo con sus giros anti-judíos y la incomprensión de
su condición singular como movimiento nacional, no fue inicialmente una cuestión in-
dependiente dentro las visiones políticas y sociales de la izquierda –con profundas raíces
históricas–, sino un código que refería a problemáticas más centrales que el conflicto ára-
be-palestino-israelí. Los contornos culturales de este código se desplegaban en su lucha
contra los valores y normas de Occidente. Con el tiempo, nuevas dinámicas lo agudizarían
(Volkow, 2007; Bokser Liwerant, 2004; 2016).
1968 también condensa la estrategia que un año antes, el 3 de julio de 1967, Yuri Andro-
pov, al frente de la kgb (Comité para la Seguridad del Estado) había diseñado para establecer
el Quinto Alto Directorio, encargado de combatir la oposición política (la contrainteligencia
ideológica). A fin de ese mes el Directorio había sido creado y entre los múltiples expedien-
tes ingresados estaban los de Andrei Sakharov y Alexander Solzhenitsyn. En las órdenes
emitidas al año de su creación destaca la que define como “tarea de las agencias de segu-
ridad del Estado el combatir el sabotaje ideológico del adversario”, llamando a una lucha
contra los disidentes y sus inspiradores y jefes (masters) imperialistas. Los informes de la
época dan cuenta de las persecuciones por motivos ideológicos y religiosos, así como la de-
fensa del régimen en términos de la oposición con Occidente (Pringle, 2000; Roman, 2018).
Discursos y teorías con creciente tinte anticolonialista, anarquista, marxista, anti-impe-
rialista y gradualmente la violencia de sistemas que, en efecto, mostraban serios signos de
agotamiento e incapacidad de respuesta; movimientos que son conceptualizados como re-
volución, círculos de represión y reflujos. Así, la acción estudiantil, como después la obrera,
fue interpretada, incluso por muchos de sus actores, con las propias categorías de revolu-
ción, como una emancipación que podía justificar la violencia.
Los 68: movimientos que no fueron auto-contenidos ni focalizados de manera unita-
ria o exclusiva sobre sí mismos, sino más bien se dieron como un conjunto de expresiones
colectivas e individuales, formales e informales, comprometidos con diversos grados de
coherencia en una lucha por el cambio (Buechler, 1995; Staggenborg, 1989). Las ideas, tác-
ticas, estilos, formas de participación y estilos rebasarían a partir de entonces las fronteras
de cada movimiento, influyéndose mutuamente: un auténtico spillover (Meyer y Whittier,
1994). Podríamos afirmar que se asistió a un fenómeno colectivo de grupo, que supone un
cambio en la integración de los sujetos que de él forman parte, conduciendo a la creación de
nuevas solidaridades y de nuevas agrupaciones sociales (Alberoni, 1984). Es posible ver el
transnacionalismo de ese año como un fenómeno colectivo de grupo, que supuso un cam-
bio en la integración de los actores que lo constituyen.
Ciertamente, no sólo el común denominador sino también la variedad de movimientos
alertan sobre la necesidad de observar con cuidado las diferentes experiencias nacionales
en las que se combinan elementos de la movilización misma con las diferentes respuestas
del Estado.
Revisar algunos de ellos en su singularidad arroja luz sobre lo convergente y lo diver-
gente. Las interrogantes que surgen de los procesos que definieron el año de 1968 son de
diferente alcance, tanto sustantivo como conceptual. Manifestaciones espontáneas que se
convierten en revueltas organizadas y sostenidas en algunos casos, a partir de la emergen-
cia de cuadros que buscaron las oportunidades que generan las protestas para negociar;
diversos momentos –del espontaneísmo inicial a los reflujos tras las respuestas represivas
y su rearticulación en nuevas formas.
1968, un mapa complejo. Una explosión de formas de creatividad, como si la cultura y
el arte se hubieran desbordado hacia la sociedad; la estridencia de la música se refleja en la
juventud tomando las calles; la diversidad de los colores se observa en las pancartas de los
movimientos y un sentimiento de un nuevo ser de los jóvenes que refuerza las dimensio-
nes más esperanzadas y utópicas de transformación radical.
Los 68, un tiempo de crítica e ironía, en donde la brecha entre las ideologías y la reali-
dad dieron paso, como observamos en la reflexión de Martin Jay, a la producción de una
indignación necesaria para que éstas se manifestasen como una fuerza real, en vez de de-
generar en ser afirmaciones insulares del statu quo para observadores pasivos y faltos de
esperanza, sin ninguna alternativa significativa en su panorama.
Pensar hoy ese año, como expone en su artículo Jeffrey C. Alexander, es volver a un
evento social que se levantó y nos tomó de la garganta colectiva con tal violencia que vol-
teó nuestro mundo. Es un momento, suspendido entre la historia y la memoria, en donde
se nos abrió la puerta a romper con la racionalización estática e instrumental del mundo
moderno, para repensar sus límites e imaginar dentro de los contornos nuevas formas de
observar la sociedad. Volver a este momento le plantea a la teoría social serias interrogan-
tes que competen tanto al pasado como al presente y que exigen reubicar el modo como la
generación del 68 enfrentó el proyecto de la Modernidad y creciente racionalización; la bu-
rocratización que arropa y asfixia al ordenamiento estatal y social; la unidimensionalidad
rra de Vietnam. Vista como una de las más claras manifestaciones de un siglo marcado por
conflictos, se convirtió al ojo de diversos grupos sociales en la expresión de aquello que se
combate: la injerencia extranjera ante la libre autodeterminación de los pueblos, el milita-
rismo, el des-arropamiento del ciudadano ante una Guerra Fría que no puede controlar y
en la que se percibe como participante forzado, dado su carácter global.
Vietnam tuvo momentos que marcaron su propia dinámica en los desarrollos regionales
y en su impacto global. 1968 fue sin duda un punto de inflexión. Tras la escalada estadouni-
dense, en enero de ese año, se da el sitio de Khe Sanh, que implicó una inversión del apoyo
popular a la política del presidente Johnson en el Sureste asiático. A finales de enero de ese
año, cuando se celebraba el año nuevo vietnamita –la festividad del Tet–, 38 de las 52 ca-
pitales provinciales de Vietnam del Sur fueron atacadas y muchas prácticamente tomadas.
Saigón estuvo en estado de sitio, la propia embajada de Estados Unidos fue asaltada y Hué,
la antigua capital del Imperio vietnamita, cayó en poder de los rebeldes; al ser recuperada,
se descubrió la llamada “masacre de Hué” con miles de civiles asesinados sistemáticamente
por los norvietnamitas.
Por su parte, en marzo se da la masacre de My Lai, en el distrito de Son Thin, en la que
se llevaron a cabo atrocidades como la matanza de civiles: jóvenes con menos de tres meses
de experiencia en batalla terminaron asesinando a más de 500 civiles indefensos, entre ellos
muchos niños. My Lai se convirtió, entre los manifestantes, en los estandartes del mundo
que ya no debía ser (Jones, 2017). La difusión de la matanza, la presencia casi constante
de la guerra en los informativos, su conocimiento simultáneo en diferentes capitales, la re-
velación de los bombardeos secretos, las acciones del movimiento pacifista. La llegada al
poder de Nixon sería la que marcase la retirada de tropas y un nuevo reacomodo entre los
bloques y sus áreas de influencia
La definición de la guerra como injusta contribuyó a su fin, a su derrota. En efecto, las
manifestaciones de París, Londres, Berlín, Bohn, Los Angeles, Roma, Madrid y Túnez, entre
otras, expresaron un fuerte rechazo a la Guerra. Wallerstein afirma que la protesta fundamen-
tal de 1968 se dirigía contra la hegemonía estadounidense y contra la conformidad soviética
ante ésta (Wallerstein, 2007). Es necesario ponderar y matizar tal afirmación, ya que impor-
tantes movimientos sociales, si bien demostraron su solidaridad con el cuestionamiento de
la guerra, no tuvieron a la militarización estadounidense como el epicentro de sus deman-
das, como en el caso de Bruselas, Pekín, Kingston, Buenos Aires o Varsovia. Dicho esto, sí
necesitamos reconocer el rechazo a la guerra como un punto paradigmático del sistema.
El caso de Londres, por ejemplo, es particularmente revelador. Las protestas en contra de
la guerra de Vietnam comenzaron desde 1954, con la fundación del Comité Británico-Viet-
namita (bvc, por sus siglas en inglés), y tomó fuerza a través de la Campaña por el Desarme
Nuclear, que veía en Vietnam un foco de riesgo y exigía a las Naciones Unidas fortalecer
su papel en las negociaciones de paz. A partir de los años sesenta, se consolidó en lo parti-
cular un movimiento de solidaridad con Vietnam, auspiciado por figuras como Bertrand
Rusell y liderado por Tariq Ali, incluyendo a diversas ramas de la izquierda política, sin-
dicatos y universitarios: el Frente de Solidaridad Británico-Vietnamita. En 1967 se generó
un fuerte movimiento estudiantil en la London School of Economics and Political Science,
en el que los alumnos protestaron por la designación de un rector que tenía nexos cerca-
nos con Ian Smith, el Primer Ministro de la entonces Rhodesia y que para los estudiantes
representaba la brutalidad colonial (Nehring, 2004). A partir de una línea de descoloniza-
ción se fundan las protestas contra la participación estadounidense y el apoyo británico en
la guerra de Vietnam, que culmina en 1968 con una serie de marchas y manifestaciones
multitudinarias. La protesta realizada a las afueras de la acordonada embajada de Estados
Unidos, en Grosvenor Square, logró reunir alrededor de 8 mil personas, entre estudiantes,
trabajadores y asociaciones de la sociedad civil. Esta manifestación fue reprimida con par-
ticular violencia por la policía londinense, con un saldo de 300 personas arrestadas y 75
hospitalizadas (Nehring, 2004).
Sin duda los movimientos en Estados Unidos, sobre todo en California, son los más
representativos a ese respecto. La lucha contra la guerra de Vietnam se convirtió en parte
integral de la contracultura de la década de los sesenta, y, en el 68, la demanda de termi-
nar la guerra estaba presente en todas las agendas de los movimientos de derechos civiles,
obreros y estudiantiles. Ya en 1965, el Vietnam Day Committee, una coalición de grupos
políticos de izquierda, estudiantiles, obreros y pacifistas, había logrado organizar una ma-
nifestación de 10 mil estudiantes de la Universidad de Berkeley, conocida como Vietnam
Day March (Gilbert, 2001). La particularidad del movimiento del 68 contra la guerra fue la
manera como hilvanaron al discurso anti-Vietnam con la lucha contra la desigualdad racial.
Si bien para la población afroamericana el entrenamiento y servicio militar representaban
una ventaja económica y oportunidades difíciles de ignorar, comenzaron a desarrollar una
crítica abierta al gobierno federal por mandar a cientos de miles de soldados a Vietnam del
Sur y asignar solo unos cuantos cientos de oficiales de policía para proteger a los ciudada-
nos afroamericanos (Cox, 2006).
La guerra había cristalizado una dimensión política a la brecha cultural intergeneracional
que existía, y las expectativas culturales de la Nueva Izquierda y sus políticas intensificaron
tanto la oposición a la guerra como el rechazo a los valores y estilo de vida dominante. Mi-
chael Walzer, teórico de la oposición a la guerra de Vietnam, da cuenta –en su colaboración
incluida en este número– de las limitaciones estructurales, de clase, culturales y generacio-
nales que condujeron a que los compromisos con el cambio y su radicalización no lograran
consolidar en Estados Unidos los propósitos de la Nueva Izquierda. Sus miembros, marca-
dos por la estratificación socio-ocupacional y educativa de las clases medias estadounidenses
o bien se integraron en el sistema o pasaron a formar parte de la vieja Izquierda que preten-
dían sustituir. El peso de la estructura racial y los avatares y desencuentros de esa juventud
blanca de clase media con la minoría negra que luchaba por sus derechos civiles formó parte
de una conflictiva social no prevista.
De igual modo, los movimientos por los derechos civiles y las luchas por la igualdad de
las minorías fueron convocantes más allá de las fronteras estatales. En este caso es verdade-
ramente un cambio paradigmático, pues, dentro de la constelación del 68, las necesidades
de las minorías pasan a la palestra y dejan de ser vistas como demandas de segundo plano
ante una “gran estrategia revolucionaria”. Es una explosión política de la diferencia que re-
clama mediante acciones su presencia y, al hacerlo, se da identidad.
El movimiento y las protestas en Estados Unidos habían comenzado muchas décadas
atrás, sobre todo alrededor de la lucha contra el racismo. Se denunciaba que el sustento de
la dominación blanca materialmente construía –y construye aún– formas de subordinación
diferencial para su explotación dentro de la reproducción social a partir de la corporeiza-
ción de la diferencia (Davis, 2004). Desde versiones moderadas, como la representada por
la Conferencia del Sur de Liderazgo Cristiano (sclc, por su nombre en inglés) liderada
por Martin Luther King Jr., hasta movimientos abiertamente radicales como los encabeza-
dos por la Nation of Islam (noi, por sus siglas en inglés) o la Muslim Mosque Inc. de las que
se recuerda en particular la presencia de Malcolm X, son expresiones diversas del mismo
rechazo por la subordinación afroamericana a las condiciones de vida impuestas por la ma-
yoría blanca (Cone, 2012). En los años sesenta se intensificaron de manera significativa.
Uno de los mayores impulsos fue el Movimiento por la Libertad de Expresión, que se dio
también en Berkeley a partir de 1964, y que tenía puntos en común con otros movimien-
tos, como el Movimiento por los Derechos Civiles. Entre las acciones desplegadas figuran
marchas, toma de instalaciones de universidades y mítines políticos. También el asesinato
de Malcolm X en 1965 significó un duro golpe al ethos de la población afroamericana, im-
pulsando la radicalización de varias organizaciones para las que se convirtió en una figura
de referencia (X y Haley, 2008). Surgen organizaciones icónicas, crecientemente radicaliza-
das, como el Black Panther Party (Cleaver, 1969) y la transformación del Student Nonviolent
Coordinating Committee (sncc) hacia su participación en el Black Power Movement (Car-
michael y Hamilton, 1967).
En 1968, el 4 de abril, el líder más representativo del movimiento por los derechos civi-
les, Martin Luther King Jr., es asesinado. Es en la propia capital, en Washington.D.C., donde
se generaron una serie de disturbios que durarían cuatro días. Cuando menos 13 personas
fueron asesinadas y cientos más fueron heridas, así como cientos de negocios destruidos
y 7 600 personas arrestadas (Lanier, 2004). Si bien el movimiento por los derechos civiles
se desarticula lentamente después de esos eventos de 1968, las organizaciones radicales se
mantendrán presentes en años posteriores.
1968 es el año en que también muere asesinado Robert Kennedy, el exponente de una
plataforma democrática radical centrada en los derechos civiles. Su eliminación de la es-
cena política facilitó al conservador Richard M. Nixon ganar las elecciones presidenciales
ese mismo año. En noviembre de 1963 habían asesinado al presidente John F. Kennedy.
Las manifestaciones por la igualdad racial en el sistema no se acotan al caso de Esta-
dos Unidos. En Kingston, Jamaica, inspirada en el Movimiento de Derechos Civiles y el
Black Panther Party, se desarrolló una profunda agitación y activismo político en torno a
la marginación y el racismo hacia las comunidades negras; uno de sus mayores ideólogos
fue Walter Rodney, socialista y activista por los derechos de los afrocaribeños, que se des-
empeñaba como profesor de la Universidad de las Indias Occidentales. Los tres aspectos
fundamentales resaltados por Rodney eran el alejamiento del Caribe con el sistema im-
perialista, la importancia del poder popular y la reconstitución de la cultura negra y de
sociedades originarias de la región (Thomas, 1992). El movimiento además hizo hincapié
en la segregación socio-espacial a partir de la renta de vivienda y el gasto en infraestruc-
tura de las zonas negras y empobrecidas (Harris, 1988). Tras de que a Rodney se le negara
la entrada de nuevo a Jamaica y fuera destituido de la universidad, las organizaciones estu-
diantiles convocaron a una reunión en la que se aprobó una movilización hacia las oficinas
del Ministerio de Asuntos Exteriores y del Primer Ministro para exigir su entrada al país.
A la marcha de alrededor de 900 estudiantes se unieron jóvenes de los barrios pobres.
Ante la represión policial con la que fue combatida la marcha, comenzaron una serie de
disturbios que terminaron con dos muertos y millones de dólares en reclamaciones por
pérdidas (Lewis, 1994).
Por otro lado, la lucha de las minorías por los derechos civiles no refería sólo a las rei-
vindicaciones raciales, sino también puso en juego otras pertenencias primordiales, tales
como la religiosa y la nacional. Es en 1968 cuando se moviliza la Asociación para los De-
rechos Civiles en Irlanda del Norte (nicra, por sus siglas en inglés) para la defensa de los
derechos de la minoría católica. La población católica era minoritaria en casi todos los con-
dados, con una avasallante mayoría de representación en cargos públicos por parte de los
protestantes, que privilegiaban los intereses de su comunidad. Incluso en las zonas en donde
existía una evidente mayoría católica, gracias a las tácticas de gerrymandering (es decir, la
modificación de los distritos electorales con bases políticas), gran cantidad de la población
católica era representada por menos miembros en los concejos que poblaciones protestan-
tes más pequeñas. A partir de la falta de su representación, los derechos civiles y políticos
de esta parte de la población se vieron violentados. El voto, por ejemplo, seguía los princi-
pios del voto plural, según el cual contar con ciertas características de estatus o propiedad
equivalía a incrementar el número de áreas en donde podían emitir un voto, mientras que
aquellos que carecían de estas características podían sólo emitir uno o, incluso, ningún voto.
Cuestiones como la asignación de viviendas que se daba desde los gobiernos locales favore-
cían fuertemente a los protestantes, y el desempleo católico era de casi el doble comparado
con su contraparte (Kane, 1971).
Lo que el 68 francés abrió fue un “resquicio”, como señalan Daniel Cohn-Bendit y Alain
Geismar: una enorme apertura que el movimiento estudiantil generó para que la juventud
obrera la aprovechara. También despejó ese resquicio a partir del cual la sociedad decidió
cultivar, para exigir el cambio sociocultural en todos sus niveles.
Los estudiantes y su organización fueron los actores centrales, que hilvanaron muchos
de los ejes, dándole sentido, coherencia y sistematicidad a la acción política, permitiendo
que las demandas y sus expresiones se presenten alineadas. El elemento estudiantil exis-
tió en la mayoría de los ejes, pues fue gran parte de su sintagmatización la que se adhirió a
ellos para ser apropiado. Una apuesta a la emancipación del sujeto desde un ángulo que lo
identifica como un perfil libertario. Son las brigadas de estudiantes, la organización, la ho-
rizontalidad en la toma de decisiones, la capacidad de comunicación interna aquello que lo
conduce a pensar en la posibilidad efectiva de la autogestión académica.
La concatenación de reacciones y expresiones estudiantiles a escala global y muchas
de las protestas y movimientos estudiantiles iniciaron antes: en febrero de 1968, los estu-
diantes en Francia se manifiestan en apoyo a la sds alemana, la organización de la Nueva
Izquierda que estaba siendo reprimida. Después de la erupción del Mayo francés, la policía
reprimió una manifestación de 5 mil estudiantes en Roma; ya en los meses de junio y julio
hubo manifestaciones juveniles en Berkeley, en solidaridad con los estudiantes y trabajado-
res de Francia, que fueron reprimidas. Ese mismo junio 10 mil estudiantes se manifestaron
en Tokio, también en solidaridad con sus pares franceses. En Santiago, Chile, miles de estu-
diantes atacaron la embajada de Estados Unidos, el 4 de octubre, en solidaridad con México
y Uruguay (Katsiaficas, 1987).
El desarrollo en cada contexto asumió rasgos singulares.
El caso de las acciones de los diferentes grupos estudiantiles en la República Federal de
Alemania es también particularmente reveladora, pues llegó a consolidarse como una au-
tonombrada “oposición extra-parlamentaria” (apo, por sus siglas en alemán), que incluía
una articulación de movimientos de muy diversas naturalezas: el antinuclear, movimientos
por la paz y organizaciones estudiantiles como la Liga Democrática de Estudiantes Socialis-
tas (sds, por sus siglas en alemán), que se formó a partir de una célula emanada del Partido
Socialdemócrata.
El movimiento estudiantil alemán se encontraría entre los que exhibieron mayor vocación
teórica y mayor conciencia del carácter global de los movimientos que estaban desarro-
llándose. En el caso de la sds, liderada por Rudi Dutschke y Dieter Kunzelmann, lo que la
distingue es su lucha por la libertad de expresión; su objetivo principal era la apertura de
la cultura política alemana que, acusaban, se había convertido en autoritaria. Sus prime-
ras acciones fueron una serie de protestas en Munich, Düsseldorf y Berlín a finales de ese
mismo año, por la visita del expresidente de Katanga, Moise Tshombe, quien había estado
involucrado en la muerte de Patrice Lumumba. Estas protestas:
[…] estuvieron enfocadas contra su abismal registro en cuestión de derechos humanos, pero tam-
bién eran protestas en contra de la persistencia de la dominación colonial en el Tercer Mundo, en
contra de la camisa de fuerza que generaba el sistema de bloques y el sofocante anti-comunismo
en Alemania del Oeste (Brown, 2009: 70).
Uno de los puntos más destacables fue la participación de un gran número de estudiantes
extranjeros africanos que generaron una fuerte alianza con el movimiento.
A partir del asesinato de un estudiante a manos de la policía, en una de las marchas, el
movimiento creció y diversificó sus demandas. Una de las más importantes fue de índole
política, al cuestionar que muchos de los puestos gubernamentales fueran ocupados por
antiguos miembros del partido nazi, además de una coalición entre el Partido Libre Demo-
crático y el Socialdemócrata, que controlaba 90% de los asientos en el Bundestag (Merritt,
1969). La acción política no se limitó a las demandas nacionales: también se reclamaban
las intervenciones estadounidenses en Vietnam, sus pruebas nucleares a partir de 1962, el
trato a refugiados argelinos en Francia y la represión en los territorios de la Unión Sovié-
tica. Sin embargo, el movimiento llegó a su cumbre en las protestas realizadas en contra de
las Leyes de Emergencia, que permitía al Ejecutivo eliminar temporalmente algunos dere-
chos constitucionales, como la libre asociación y la libertad de movimiento, para mantener
el orden en situaciones de disturbios o emergencias, limitando los derechos civiles a partir
de una decisión ejecutiva para contrarrestar disturbios (Brown, 2009).
La lucha por la libertad de expresión, sin embargo, fue fundamental. La denuncia al mo-
nopolio de la prensa escrita que ejercía Axel Springer Verlag, que controlaba casi 80% de la
prensa alemana, fue nodal para el movimiento (Schmidtke, 2000). La reacción no se hizo
esperar y los periódicos de Springer tacharon a los activistas de comunistas y no publicaron
la represión violenta al movimiento generada por la policía. En respuesta, los estudiantes
crearon una estrategia de contra-publicidad con panfletos, denunciando el autoritarismo
inmanente dentro de la industria cultural.
A inicios de 1968, Rudi Dutschke sufrió un intento de asesinato que detonó disturbios
en Hamburgo, Frankfurt, Esslingen, Munich, Essen, Köhln y Berlín para detener la distribu-
ción de las publicaciones Springer, que fueron responsabilizadas del ataque por la vendetta
mediática que habían mantenido en contra de Dutschke. Las demostraciones de apoyo no
se llevaron a cabo sólo en Alemania, sino que “al mismo tiempo estudiantes protestaron
frente a edificios Springer o embajadas alemanas en Ámsterdam, Roma, París, Viena, Praga,
Londres, Milán, Tel Aviv, Toronto y Nueva York” (Schmidtke, 2000: 87), en lo que se llega-
ría a conocer como los disturbios de Pascua.
El movimiento estudiantil en la República Federal culminó con la marcha en Bonn en
contra de las Leyes de Emergencia, el 11 de mayo de 1968, a la que se unieron sindicatos
de trabajadores y activistas no estudiantiles. Sin embargo, el movimiento fue parcialmente
desarticulado por una coalición política en el Bundestag que, al hacer ligeros cambios ne-
gociados con los sindicatos y organizaciones obreras, logró que éstas retiraran su apoyo al
movimiento. La ley modificada terminó siendo aprobada el 30 de mayo de ese año, marcando
el declive del movimiento estudiantil. En este contexto, la radicalización y emergencia de
los grupos guerrilleros, como el Ejército Rojo y el Movimiento 2 de Junio, cobraron forma
en ataques armados y bombazos; a partir de ello, su marginalización por los actos de te-
rrorismo contribuyó a la despolitización del movimiento. Katsiaficas (1987) afirma que,
a pesar de su declive, el impulso del movimiento y de la Nueva Izquierda alemana altera-
ría permanentemente el paisaje político de Alemania occidental, sentando las bases para
la emergencia de un renovado movimiento de oposición extraparlamentaria y del Partido
Verde, diez años más tarde.
Otros casos, como el de Italia, respondieron en un inicio a las necesidades propias de
la educación universitaria. Si bien una parte del movimiento se adhería a la crítica al auto-
ritarismo, a las demandas por derechos laborales y a la crítica al imperialismo occidental
(Mancini, 1969), lo cierto es que el 68 italiano apuntó a ser profundamente estudiantil. Las
universidades eran escasas y estaban mal distribuidas a lo largo del país y su quehacer se
encontraba controlado por los profesores que contaban con una plaza fija (ordinari): admi-
nistraban los fondos, elegían a los rectores y directores de las facultades y decidían a quién
otorgar las nuevas plazas que se generaban. Esto se tradujo en una falta de inversión en in-
fraestructura, mobiliario y salarios muy bajos para aquellos profesores que no tenían esta
categoría.
De hecho, ya en 1966 las protestas a favor de la reestructuración de las universidades
operaron como el canal mobilizador y definitorio de los temas que habrían de configurar
al movimiento. En otros términos, como veremos, de la contestazione –protesta y oposición
no sólo a las contenidos, sino también a las reglas– al rechazo y negación de todo el sistema
de supuestos sobre los cuales el equilibrio global estaba basado.
La movilización estudiantil comenzó con la toma de la Universidad de Turín, el 26 de
noviembre de 1967. Durante un mes entero,
hasta que el 1 de marzo se dio el enfrentamiento conocido como la Batalla de Valle Giulia,
en donde la policía rodeó a los estudiantes y arremetió contra ellos, dejando un saldo de
478 estudiantes heridos y 4 arrestados. Luego, se dio la ocupación de las universidades de
Venecia, Nápoles, Padua, Trento, Boloña y Milán, siendo esta última, en la que participaron
incluso las universidades católicas, especialmente turbulenta. Como resultado de esta crisis
social, el Primer Ministro italiano, Aldo Moro, y su gabinete se vieron obligados a presen-
tar su renuncia (Katsifiacas, 1987).
Al ver el éxito obtenido, los grupos obreros se adhirieron al movimiento estudiantil,
dando como resultado el “68 largo”, pues las manifestaciones estudiantiles en contra del
Ministerio de Educación italiano, tanto pacíficas como violentas, continuaron por casi una
década, hasta 1977, consolidando a su paso los grupos de Brigadas Rojas (Statera, 1979).
Por último, resulta interesante destacar que el inicio del desenlace en los años siguien-
tes, con las Brigadas, puede rastrearse hasta la pequeña Universidad de Trento, en la que,
en los sesenta, se fundó la primera Facultad de Sociología en toda Italia. Cabría pregun-
tarse si este caso no convoca a pensar los nexos –o sus imaginarios- entre ciencia, método,
acción social y revolución.
La densidad de la presencia estudiantil se hizo también evidente en el movimiento en
Chile, protagonizado por la Federación de Estudiantes, que si bien había mantenido ante-
riormente una cercana relación con las luchas obreras y sociales a través de su Comité de
Solidaridad Obrero-Estudiantil y sus vínculos con grupos anarco-sindicalistas (Troncoso,
2012), para mediados de la década de los sesenta, durante su proceso de elección interna,
el grupo de la Democracia Cristiana obtuvo una mayoría absoluta, aprovechando las con-
sonancias de sus propuestas con las de la Alianza para el Progreso que se proponía desde
Estados Unidos, en aras de “estabilizar una amplia clientela electoral que había sido históri-
camente inmune a la propaganda e influencia ideológica de la izquierda” (Troncoso, 2012: 6).
En 1966, la Federación convocó a una convención para la reforma universitaria, en donde
se debatieron los principales problemas existentes en las universidades chilenas: cuestiones
de docencia, estructura de poder al interior de las universidades y la extensión universitaria
nacional e internacional. A partir de esta convención, los líderes de la Democracia Cristiana
intentaron generar un diálogo con las autoridades por los canales institucionales como los
Consejos Universitarios, pero la propuesta fue rechazada. Esto llevó a una rebelión estu-
diantil en 1967 en la Universidad de Valparaíso, seguida de las universidades de Chile y de
Santiago, logrando la destitución del rector de la Católica de Chile.
Las principales exigencias del movimiento estudiantil fueron el cogobierno, es decir, la
participación estudiantil en la designación de puestos en las universidades: la libertad de
cátedra y una mayor inversión pública que garantizara el acceso de sectores poco privilegia-
dos a la educación superior. Con estas consignas, a partir de 1968 se dio una ruptura entre
los grupos cristianos y los grupos de izquierda en la Federación, asumiendo estos últimos
la acción directa, fuera de la institucionalidad, tales como las tomas de las ocho principales
universidades del país a lo largo del año. Sin embargo, después de un tiempo comenzaron
a generarse acuerdos entre los grupos reformistas cristianos y algunos sectores de los gru-
pos de izquierda, lo que llevó de nuevo a una institucionalización del movimiento.
Esta reinstitucionalización pacífica contrasta con otras expresiones del movimiento, como
el caso de Senegal. El 27 de mayo, los estudiantes de la Universidad de Dakar tomaron las
instalaciones en protesta por la reducción al monto de las becas otorgadas a los universita-
rios. El Ministerio de Educación, en respuesta, condicionó la renovación de las becas a la
aplicación de exámenes en la Universidad (Delaborde, 1968). Esta medida no logró que los
estudiantes entregasen las instalaciones. Dos días después, el 29 de mayo, el ejército llevó
a cabo la evacuación de las instalaciones, dejando un saldo de un estudiante muerto por la
explosión de una granada y 69 heridos. Con el objetivo de detener la agitación, el gober-
nador de la región ordenó el cierre de cines, teatros y otros centros de entretenimiento, así
como la prohibición de reuniones públicas de más de cinco personas y demostraciones.
Esto llevó a que el 31 de mayo comenzaran una serie de disturbios por la ciudad y los
policías fueron autorizados a disparar. Sería entonces cuando diversos sindicatos se unie-
ran al movimiento exigiendo mayores salarios y control de precios, siendo reprimidos por
el ejército. Para el final del día el ejército había controlado los disturbios y alrededor de 900
participantes habían sido arrestados, entre ellos 31 líderes obreros. El presidente Senghor im-
puso el estado de emergencia en el país, cerró de forma indefinida la universidad y denunció,
aprovechándose del clima internacional, que los estudiantes y trabajadores eran en realidad
una fuerza maoísta extranjera minoritaria que deseaba desestabilizar el país (Hanna, 1971).
Podemos así ver cómo los diversos ejes, protesta anti-Vietnam, lucha por el derecho
de las minorías, reivindicaciones obreras y la manifestación estudiantil, con su peso dife-
rencial, representan procesos que configuran la constelación transnacional. Estos ejes, a su
vez, serían alimentados por diversos reclamos simultáneos así como por los rompimientos
creativos propios de la contracultura. Estos ejes también son representativos, mas no eng-
loban ni agotan varias de las líneas centrales de la New Left, en tanto que, como bien analiza
Michael Walzer, se conforman como piezas clave de la acción política radical, su concep-
ción del capitalismo y su denuncia a las formas del establishment dentro de ambos bloques
(Oglesby, 1969). Lo cierto es que la propia estratificación y pertenencia social así como la
configuración cultural de los activistas que provenían de las clases medias, por una parte,
y su radicalización extrema en el movimiento por los derechos civiles, contra la guerra y
en los movimientos estudiantiles condujo al aislamiento de las bases sociales que debían
movilizar. Visto en perspectiva diacrónica, los propios límites de la Nueva Izquierda, sobre
todo en Estados Unidos, pero también en otras latitudes, se derivaron de la falta de estra-
tegias y alianzas sociales y políticas que pudiesen garantizar la eficacia de su acción. Entre
los errores que le han sido atribuidos como movimiento político se ha sumado el cuestio-
De modo simultáneo o consecutivo, los ejes étnico, religioso y nacional adhirieron comple-
jidad a los agentes sociales y a la acción política.
Si bien hemos observado los filamentos conductores que se manifestaron de formas di-
versas a lo largo de los movimientos a nivel global, también es necesario destacar la revisión
de las contradicciones y particularidades que el propio transnacionalismo de dichos movi-
mientos propició en el marco de los contextos nacionales, regionales y locales en los que se
articularon y anclaron. Así, por las diversas configuraciones, ya sea por factores estructura-
les o por las condiciones sociopolíticas en las que se encontraban inmersos sus regímenes,
o bien por la composición étnica o confesional de sus poblaciones, cobraron visibilidad las
tendencias en ocasiones completamente antitéticas a los ejes transnacionales de los mo-
vimientos. Conceptos como tensiones, conflictos, paradojas y contradicciones permiten
captar mejor la complejidad con que se construyó el año de 1968 –material y simbólica-
mente– a nivel mundial.
Asistimos a las manifestaciones que sucedieron al interior del bloque soviético. Paí-
ses como Checoslovaquia, Polonia y Yugoslavia se vieron inmersos en diferentes formas
de movilización ligadas a los ejes antes descritos. Checoslovaquia representa un caso en el
que puede observarse claramente una crítica al modelo soviético proveniente del propio
aparato de Estado y la reacción del establishment soviético por asegurar su posición he-
gemónica. Para Liemh (1978), Checoslovaquia podía preciarse de una fortaleza socialista
teórico-práctica que no dependía directamente de la Unión Soviética, sino que incorporaba
sus particularidades sociales y políticas. En otros términos, una condición de independencia,
de “socialismo autoconstruido, y su identificación con las mayores tendencias de la histo-
ria y las tradiciones nacionales fueron los principales puntos de partida para la Primavera
de Praga” (Liehm, 1978: 807).
El 5 de enero de 1968, Leonid Brezhnev aprobó la designación de Alexander Dubcek
como Primer Secretario del Partido Comunista de Checoslovaquia (ksc), por parte del Co-
mité Central del partido. Posteriormente, aquél introdujo ante el ksc el Plan de Acción para
la liberalización del país, contraria a la política oficial de Moscú, que incluía en la apertura di-
plomática con las naciones occidentales y otras naciones del bloque soviético, especialmente
haciendo énfasis en las rutas e intercambios comerciales, permitir empresas privadas y una
transición a diez años hacia una democracia multipartidista. En la cuestión política y social,
prometía libertad de prensa y limitar las actividades de la policía secreta (Stoneman, 2015).
La respuesta de la Unión Soviética tuvo tres etapas: la primera, de vigilancia, que cul-
minó el 23 de marzo, cuando Dubcek fue convocado a una reunión en Dresden, Alemania,
en donde se negó a eliminar el Plan de Acción. Posterior a ello, la Unión Soviética incre-
mentó la presión política a través de las naciones del bloque, llegando a una conferencia
el 14 de julio para autorizar la intervención. Con ello, llegó la tercera etapa: Dubcek fue
requerido en una junta en Bratislava, el 3 de agosto, en donde se firmó la Declaración de
Bratislava, que ratificaba que la Unión Soviética podía intervenir si se establecía un sistema
burgués, pero también se reconocía la independencia nacional y soberanía de Checoslova-
quia (Stoneman, 2015).
En este contexto, el 20 de agosto de 1968, tropas soviéticas y de los países del Pacto de
Varsovia invadieron el territorio checoslovaco, ante lo que Dubcek urgió a los ciudadanos a
mantenerse en calma y no resistirse al avance de las tropas soviéticas. Gran parte de la po-
blación, sin embargo, hizo caso omiso.
Tanto estudiantes como trabajadores intentaron detener el camino de los soldados y razonar con
ellos. Demostraciones masivas se dieron en Praga, los ferrocarriles y sus equipos fueron sabo-
teados, se alteraron las señalizaciones de las calles para confundir a los invasores, pero no hizo
mucha diferencia (Stoneman, 2015: 107).
Después de una semana, 186 ciudadanos habían muerto y más de 350 estaban gravemente
heridos.
Dubcek y sus oficiales fueron trasladados a Moscú y forzados a aprobar la invasión,
mientras que el Plan de Acción fue inmediatamente detenido. Gustáv Husák reemplazó a
Dubcek en su puesto en el ksc y comenzó el periodo de “normalización” en Checoslova-
quia, bajo la atenta mirada de Moscú. Sin embargo, la disidencia fue constante a lo largo
de los años, destacando manifestaciones como las de Jan Palach, en 1969, estudiante que se
prendió fuego en el centro de Praga para protestar contra la falta de libertad de expresión.
Tiempos en que el triunvirato Breshnev, Kosygin y Podgorny dominaba la escena soviética.
En Polonia, el movimiento fue diferente. Las manifestaciones estallaron en Varsovia,
Lodz, Poznan, y entre otras ciudades a partir de organizaciones estudiantiles. De hecho,
el movimiento polaco fue más social que el alemán y el italiano y más coherentemente li-
bertario que el francés (Statera, 1977). Los estudiantes polacos no salieron a pelear ningún
principio corporativo, sino que articularon un movimiento que no fue plenamente un mo-
vimiento estudiantil, sino más bien una vanguardia política de amplio espectro (Bauman,
1969). En el paisaje de otros países comunistas, Polonia en los años 1956-1968 contaba con
un margen importante de libertad creativa, reflejada en la producción literaria, las artes
visuales, la creación dramática y el teatro y el cine. Así también, las universidades disfru-
taban de una autonomía garantizada: rectores, decanos, consejos universitarios y juntas de
facultades eran elegidos por los profesores, impulsando la investigación científica y la en-
señanza gracias al Decreto Ministerial de 1956 y a la ley aprobada por la Dieta en 1958, tal
como analiza Karol Modzelewski en su testimonio.
Los eventos en Polonia están firmemente relacionados con los límites de dicha liber-
tad de expresión creativa –y de otras libertades cívicas– al interior del régimen que actuó
como detonador. Se desencadenaron en enero, cuando el gobierno comunista prohibió
la representación de la obra La vigilia de los antepasados, de Adam Mickiewicz, dirigida
por Kazimierz Dejmek en el Teatro de Polonia, en Varsovia, alegando que podía provocar
“sentimientos anti-soviéticos”. Esto provocó una reacción inesperada de los estudiantes,
cuando el 8 de marzo alrededor de 1 500 realizaron una protesta en la Universidad de
Varsovia, la cual fue respondida con un ataque de la policía antidisturbios. Después de
cuatro días, las protestas se extendieron a Cracovia, Lublin, Gliwice, Breslau, Gdansk,
Poznan y Lodz (Statera, 1977).
A finales de marzo, cientos de estudiantes fueron expulsados de las universidades, así
como profesores y ayudantes fueron despedidos. A ello le acompañó una purga de intelec-
tuales y profesionales del Partido Comunista.
El fin del movimiento del 68 fue particularmente trágico ya que representó también el
fin de la libertad de expresión y creación en Polonia (Statera, 1977).
Sin embargo, comprender cabalmente su lugar en el concierto del año nos remite a una
arista crucial que también se abrió en el movimiento: la adopción por parte del Estado de
una abierta política antisemita que culminó con la expulsión de toda la población judía de
Polonia.
En efecto, tal como señalamos, a partir de 1967 y desembocando 1968 se llevó a cabo
una intensa campaña antisionista que transitó de una política anti-israelí como reacción
a la Guerra de los Seis Días a una campaña antisemita. Como tal, conjuntó dos patrones
de violencia simbólica que pertenecen a dos campos históricamente hostiles: las campa-
ñas de odio de origen comunista y el antisemitismo de la derecha nacionalista. Ambos
se nutrieron de prejuicios antijudíos, resentimientos históricos y una suma de elemen-
tos irracionales.
Así, precisamente en el marco del rompimiento de las relaciones entre Israel y la Unión
Soviética, se desató una purga, primero, y la expulsión de la población judía, después. Cerca
de 20 mil judíos fueron obligados a renunciar a su ciudadanía por el régimen comunista y
expulsados (Stola, 2005; Busi, 2007). Éste es el momento de la expulsión y el exilio de Zyg-
munt Bauman, primero a Israel y luego a Inglaterra; el momento en que intelectuales de
Europa Oriental se reubican en Europa occidental. Circulación de actores e ideas.
por la debilidad del país en materia de seguridad. Las marchas más grandes fueron de
los estudiantes de la Universidad de Alexandria, en donde se secuestró al gobernador de
Alexandria, exigiendo la liberación de presos políticos. Las marchas y demostraciones fue-
ron duramente reprimidas con violencia (Johnson, 1972). No sería hasta 1971 cuando el
movimiento estudiantil se conformaría de nuevo como una evidente disidencia ante las po-
líticas internas y regionales del gobierno egipcio.
Por otro lado, el movimiento en Túnez es ligeramente más cercano en su configuración
a los movimientos occidentales. Sin embargo, también estuvo presente un elemento antise-
mita que debe ser destacado. En él, las protestas comenzaron el 5 de junio de 1967, cuando
Muhammad Ben Jennet, estudiante de la Universidad-mezquita de la Zaytuna y miembro
del Sindicato de Estudiantes Tunecinos, organizó una protesta en contra del apoyo de Es-
tados Unidos y Reino Unido a Israel en la Guerra de los Seis Días frente a las embajadas
de estos países, acusando al presidente Bourguiba de apoyar una política exterior imperia-
lista. Esta protesta degeneró en vandalismo contra tiendas judías y sinagogas, a pesar de
que los organizadores pidieron no caer en actos antisemitas. La respuesta gubernamental
no se hizo esperar: Ben Jennet fue arrestado y condenado a 20 años de trabajos forzados
(Hendrickson, 2012).
Este movimiento puede ser visto desde la óptica de un entramado transnacional, pues
aunque algunas de sus demandas eran específicas del contexto nacional, muchas de ellas
interconectaban, tanto en su contenido como a través de organizaciones, con los movi-
mientos en Europa. A saber, los activistas se identificaban con causas internacionales y
anticoloniales como la liberación de Palestina y la oposición a la guerra de Vietnam, y los
actores y organizaciones involucrados en las protestas frecuentemente cruzaban las fronte-
ras nacionales, especialmente en Túnez y Francia (Hendrickson, 2012: 759). Sin embargo,
con el arresto de Ben Jennet, lo que había comenzado como una protesta antiimperialista
en el ámbito internacional agregó a sus demandas exigencias por el respeto a los derechos
humanos dentro del país.
A partir del arresto, se desató una serie de protestas en universidades a lo largo del país:
días de solidaridad con Vietnam en noviembre, creación de comités de apoyo, protestas a la
visita del vicepresidente estadounidense, Hubert Humphrey, y el ministro de asuntos exte-
riores de Vietnam del Sur, Tran Van Do, entre otras. El 15 de marzo de 1968, en la Facultad
de Letras de la Universidad de Túnez, alrededor de 2 mil estudiantes se congregaron para
condenar la “detención arbitraria” de Ben Jennet y exigir su liberación. Es importante men-
cionar, también, que una de las diferencias del movimiento estudiantil en Túnez con otros
movimientos alrededor del mundo fue que no recibió el apoyo del Sindicato Nacional de
Trabajadores de Túnez, el cual se alió con el gobierno y denunció el movimiento estudiantil.
La respuesta del gobierno fue una represión con violencia, que resultó en más de 200
arrestos, muchos de los cuales fueron detenidos sin juicio hasta el mes de septiembre, “y los
reportes de tortura incluían quemaduras con ácido en los pies, uñas arrancadas, quemaduras
en la piel con éter que dejaba heridas infectadas, electroshock, y quemaduras de cigarrillo”
(Hendrickson, 2012: 761). El movimiento concluyó con el establecimiento de Cortes espe-
ciales, en las cuales los acusados no tenían acceso a abogados defensores o evidencia, pero
el caso fue conocido alrededor del mundo a través de redes transnacionales de activismo e
impulsó movimientos como el de París en los meses siguientes.
Como podemos observar, la configuración del Estado y sus regímenes democráticos,
autoritarios o dictatoriales, tienen una relación directa no sólo con las demandas de los
movimientos, sino también con la respuesta de aquél ante ellos. Los intereses geopolíticos
y estratégicos, si bien en muchos casos son el trasfondo de la acción, no determinan como
ésta es diseñada y ejecutada por parte de las fuerzas del gobierno. Es por ello que el caso de
los regímenes dictatoriales, se generaron dinámicas específicas dentro de la constelación
global que vale la pena evidenciar. Una reflexión regional arroja luz sobre el hecho que con
las excepciones de Sudán e Irán –siendo este último país musulmán, no árabe–, desde fi-
nes de los años sesenta y hasta la primera década del siglo xxi, los regímenes políticos en el
mundo árabe evidenciaron una singular permanencia derivada de una continuidad autori-
taria: Egipto tuvo tres gobernantes durante 60 años; Túnez dos en 50 años; un gobernante
durante más de 40 años en Libia y más de 30 años en Yemen; padre e hijo gobernaron Si-
ria durante más de 40 años, en tanto la continuidad política en Arabia Saudita nos remite
a 100 años de preeminencia del clan Al-Saud (Friend, 2011).
A lo largo de la segunda mitad del siglo xx una serie de patrones caracterizó a gran parte
de los países del Medio Oriente. La existencia de líderes fuertes con poder amplio y arrai-
gado, regímenes establecidos en contraposición a las monarquías tradicionales y que han
actuado o han sido presentados como generadores de reformas sociales, políticas y cultu-
rales, lo que les ha otorgado legitimidad, aun cuando con el tiempo exhibieron corrupción;
partidos y élites gobernantes que han ejercido gran control y que contaban con el respaldo
de un aparato burocrático; regímenes considerados poderosos y moderados (incluyendo a
Jordania y Arabia Saudita), aliados de Estados Unidos y vistos como factores clave para el
mantenimiento de la estabilidad regional frente a la proyección de alianzas regionales de
estados radicales que han sostenido una política exterior anti-estadounidense y anti-israelí
(Siria e Irán); ejércitos leales a los gobiernos, muchos de ellos de partido único, a cambio de
condiciones preferenciales en el servicio militar y beneficios económico-políticos (Milstein,
2011; Kam, 2011); la creación de fuerzas de seguridad que sirvieran de contrapeso al ejército.
Así, si bien la especificidad regional tuvo una influencia directa en la forma en que se
desarrollaron los movimientos, encontramos también situaciones que, a pesar de pertene-
cer a regiones diferentes, comparten una forma de gobierno similar, hermanando de alguna
manera sus experiencias. Este es el caso de las dictaduras militares, que recibieron con parti-
cular violencia las acciones y premisas de sus respectivas poblaciones: ello es lógico, puesto
que, si existe dentro del transnacionalismo del 68 una crítica al agotamiento de los modelos
políticos existentes, ésta se agrava cuando su objeto es precisamente un Estado totalitario.
Dentro de la propia Europa, España entra en esta línea, pues si bien los años sesenta
fueron una época de crecimiento económico acelerado, derivado de un aumento en la pro-
ducción industrial que llevó a un incremento de la renta después de la austeridad estricta a
la que había conducido años antes el Plan de Estabilización establecido por la dictadura de
Francisco Franco, existía una petrificación a nivel político y el uso de la violencia pública y
la represión se incrementó de forma exponencial. Las universidades, por su parte, entraron
en un proceso de burocratización. El régimen exigía el rechazo del laicismo y la plena acep-
tación de la doctrina católica, que la propia dictadura abanderaba. Ya en 1959 se generaron
algunas protestas estudiantiles, que desembocaron en la ocupación policial de los campus
en forma casi permanente (Preston, 2009); mientras que la economía se liberalizaba, el final
de los años sesenta vio el regreso de una política inflexible y represora en materia de seguri-
dad. En 1960 se había creado de forma clandestina la Federación Universitaria Democrática
Española (fude) que se enarboló como un espacio de confluencia para las distintas organi-
zaciones disidentes, sin embargo, ésta fue fuertemente atacada por el régimen desde el año de
1964 (Errázuriz, 2009). Para 1966 el referéndum de la Ley Orgánica del Estado hacía pocas
modificaciones al sistema político en vísperas de los preparativos para la sucesión de Franco.
La liberación económica fue un arma de doble filo para la dictadura: mantuvo a la clase
media estable, pero también aumentó la matrícula en las universidades de 80 mil en 1964 a
135 mil cuatro años después. Esto las consolidó a los ojos de muchos cercanos al régimen
como “centros de subversión”, cuando comenzó la crisis en 1968. La Facultad de Ciencias
Políticas y Económicas de Madrid fue cerrada por el rector alrededor al inicio del año. De
finales de marzo hasta mayo, se cerró la Complutense en su totalidad, que llevó un par de
semanas después a una manifestación de unas 5 mil personas “desfilando hacia Madrid co-
reando ‘¡Democracia Popular!’, ‘¡España Socialista!’ y ‘¡Abajo Franco!’” (Preston, 2009: 113)
y lanzando bombas molotov a la policía, que procedió a reprimir la manifestación. Así trans-
currió el año, con las universidades protagonizando huelgas, boicots, asambleas, marchas,
etc. Por otro lado, el movimiento obrero tuvo una efervescencia particular, a pesar de que
las manifestaciones fueron duramente reprimidas por la policía e incluso hubo ocupación
militar de barrios trabajadores.
Sin embargo, el 68 en España tiene una derivación particular enmarcada en los procesos
de radicalización que se originaron: el Euskadi Ta Askatasuna (eta), movimiento indepen-
dentista del País Vasco, que originalmente surgió como parte del movimiento obrero, tras
un proceso largo de radicalización, comete su primer asesinato y su primer atentado pre-
meditado (Loyer, 2009): el 7 de junio de 1968 un guardia civil es asesinado en un control
de carretera. Dos meses después, el 2 de agosto, eta ejecuta a Melitón Manzanas, jefe de la
policía secreta de San Sebastián. El régimen declara el estado de excepción en Guipúzcoa;
La respuesta de la policía no hizo sino exacerbar el conflicto, que pronto dividió tanto a
profesores como a administrativos de la universidad y llegó incluso al Parlamento en Bru-
selas, de mano de los nacionalistas flamencos.
El gobierno del Primer Ministro Vanden Boeynants, un diputado del Partido Cristiano Social,
apostó su futuro en mantener Lovaina unida, pero cuando los obispos francoparlantes escogie-
ron la división antes que rendirse ante las demandas en 1968, el gobierno cayó y la división fue
final (Altschull, 1981: 43).
Con la caída del gobierno y atendiendo a la violencia que existía en la universidad, la frac-
ción valona decidió fundar una universidad distinta: Lovaina-La-Nueva, a veinte millas al
sur de Lovaina. Resultado de ello no sólo fue la fundación de la universidad, sino de una
ciudad por completo.
En Pekín, el movimiento estudiantil sirvió para reafirmar el régimen autoritario chino y
para eliminar política e ideológicamente la oposición a la doctrina de Mao Tse Tung. Ade-
más, el movimiento estudiantil fue utilizado en apoyo al ejército para eliminar al propio
movimiento. Para la década de los sesenta, los jóvenes pertenecientes a las clases proletarias
y campesinas en China comenzaron a experimentar un incremento en sus oportunidades de
acceso a la educación. Las instituciones educativas, sin embargo, continuaban organizadas
bajo principios que beneficiaban a los hijos de las clases medias. La Liga Juvenil Comunista,
por ejemplo, a partir de 1965 comenzó a incluir en sus filas a jóvenes no proletarios, cues-
tión que llevó a disminuir su legitimidad (Israel, 1967).
En este contexto, el movimiento estudiantil comenzó en las escuelas secundarias y uni-
versidades en Pekín en 1966, cuando se conformaron los Guardias Rojos en contra de “la
amenaza de aspiraciones burguesas”. Aunque su desarrollo no fue uniforme, la mayor parte
de los Guardias “tomaron forma después de la aparición, el 25 de mayo, del primer ta tzu
pao (afiche a grandes caracteres) en la Universidad de Pekín, exigiendo el despido del pre-
sidente de la Universidad de Pekín, Lu Ping” (Pennington, 1972: 1033).
Pennington hace un recuento de las distintas fases del movimiento de los Guardias
Rojos, haciendo énfasis en que, a pesar de que en sus inicios sí fueron independientes,
rápidamente se convirtieron en una organización central en la Revolución Cultural, fir-
memente apegados a los principios maoístas del partido. La primera fase tuvo como
objetivo la eliminación de los “cuatro antiguos”, que eran las costumbres, cultura, hábi-
tos e ideas previas a la Revolución, es decir, burguesas y occidentales. La segunda, que
comenzó en septiembre de 1966, se enfocó en blancos políticos que mantenían diferen-
cias con el gobierno de Mao.
Sin embargo, es importante destacar que los mismos Guardias Rojos mantenían catego-
rías diferenciadas y no siempre leales a Mao: i) la categoría más grande, que estaba encargada
de viajar alrededor del país participando en las actividades de la Revolución Cultural, duró
sólo hasta diciembre de 1966; ii) la segunda categoría era mucho más radical, entrenados y
enviados desde Pekín para crear revueltas en las provincias controladas por líderes opuestos
a Mao; iii) esta categoría, por el contrario, había sido creada y defendía a los líderes opo-
sitores tanto en Pekín como en las provincias, por lo que tuvieron enfrentamientos con la
categoría ii y desaparecieron con la revolución militar de enero de 1967, cuando la mayo-
ría de los líderes opositores fueron purgados; y, por último, la iv) conformada por jóvenes
organizados por líderes militares regionales para combatir a la segunda categoría de Guar-
dias Rojos (Pennington, 1972).
Cuando, en 1967, Mao ordena al ejército tomar control de las provincias, los líderes mili-
tares lucharon para eliminar los Guardias Rojos fuera de su control, dejando sólo a aquellos
leales a ellos como parte de los gobiernos militares instaurados. Para el verano de 1968, el
movimiento juvenil estaba inactivo casi por completo, cuando los miembros de la catego-
ría iv fueron integrados a los gobiernos locales (Pennington, 1972)
Analizar los movimientos del 68 desde una dimensión global y transnacional, así como en
su singularidad, nos abre diversos caminos. Retomando a Wallerstein, por una parte, sin
negar que el mundo-como-un-todo tiene algunas propiedades sistémicas que van más allá
de las “unidades” que hay en su interior, debe hacerse hincapié en que tales unidades en sí
mismas son, en gran medida, construidas conforme a acciones y procesos externos a aqué-
llas, en términos de dinámicas cada vez más globales.
Como hemos visto, 1968 implica ya un tránsito a nuevos procesos de globalización y a
un emergente transnacionalismo. Entre los casos analizados destaca el activismo de los es-
tudiantes de Túnez, quienes durante las protestas de marzo de ese año construyeron nuevas
redes de comunicación con activistas franceses y utilizaron las existentes para promover
sus demandas políticas. Así, a las raíces históricas de las redes transnacionales con la me-
trópoli se sumaron nuevas conexiones. Resulta de particular importancia el modo como
las demandas se moldearon en una dinámica de lo transnacional/nacional, transitando de
la lucha anti-imperialista al reclamo por los derechos humanos (Hedrickson, 2012).
1968 fue inicialmente una explosión de corta duración ante una serie de elementos di-
versos dentro de la construcción de una Modernidad mejor entendida como Múltiples
Modernidades en las diferentes regiones y espacios nacionales; una Modernidad cuestio-
nada desde diferentes ordenamientos estructurales y programas culturales (Eisenstadt,
2000; Bokser Liwerant, 2016). La lucha por los derechos de las minorías, contra la guerra,
contra las diversas formas del imperialismo y el colonialismo, contra la explotación, contra
1968 y su impacto como un intento por integrar las exigencias de justicia, en directa re-
ferencia a la idea de derechos individuales, con las de pertenencia comunitaria, dimensión
grupal derivada de fenómenos de rearticulación de las identidades colectivas, conceptos que
han estado en el centro de la teoría política y social en los años setenta y ochenta.
La sociedad civil iniciará el largo camino para construirse como destacado ángulo en el
que se aspira a ventilar y resolver las renovadas contradicciones entre libertad e igualdad;
entre solidaridad y justicia; entre individuo y comunidad. Resulta importante deslindar
las definiciones por las que esta idea ha atravesado históricamente: del planteamiento ori-
ginario de un ideal ético de orden social al reclamo como recurso y respuesta frente a un
Estado autoritario para arribar de allí a la inclusión, hoy, de la demanda por aprender a vi-
vir con la diferencia.
1968 y la progresiva convicción de que la civilidad que hace posible la política democrá-
tica es solamente aprendida en las redes asociativas, que pueden tener un alcance global,
a partir de las interacciones transfronterizas: legado de los movimientos estudiantiles.
¿Podemos ver así al movimiento? Largos procesos… 50 años… avances y retrocesos han
estado asociados a los desafíos derivados de creatividad cultural y de la construcción de
institucionalidad, pluralismo político, legalidad y civilidad, así como normas y procedimien-
tos cívicos en el marco de una realidad marcada por la diversidad y la desigualdad social.
Diversos análisis de la especificidad mexicana se convocan en este número. Los 68 se
hacen singulares y proyectan lo plural.
Desde la visión de conjunto, Ricardo Pozas Horcasitas plantea que en el centro del siglo
xx, las instituciones existentes resultaron limitadas e incapaces de producir respuestas le-
gítimas frente a las nuevas demandas de la masa de jóvenes que se incorporaban al espacio
público de las sociedades nacionales. La imposibilidad de las autoridades, socializadas en
la tercera y cuarta década del siglo, de flexibilizar las formas de organización política y so-
cial explica la respuesta coercitiva de las instituciones.
Según Pozas, el 68 mexicano fue, como los otros movimientos sociales con actores po-
líticos estudiantiles, el punto de llegada y de partida: uno de los quiebres significativos del
intenso siglo xx cuyos efectos permanecerán durante los siguientes treinta años.
En 1968, en México, las formas sociales y culturales se encontraban en ebullición. Nos
dice en su artículo Raúl Trejo Delarbre que, si bien el peso de la desigualdad social y el re-
chazo contra las formas autoritarias y rígidas del sistema político se expresaron entre julio
y septiembre de aquel año en las calles, encontraron a la vez su reflejo en salas de teatro
y cinematográficas, en galerías de exposiciones, en los libros de moda. A pesar de las res-
tricciones del Estado, había una vida cultural intensa y creativa. Sin embargo, ese ámbito
cultural fue también un espacio cruzado por dichos conflictos y contradicciones existen-
tes en nuestra sociedad.
Conmemorar el 50 aniversario de los hechos que hoy nos reúne en estas páginas con su di-
versidad conceptual, interpretativa, disciplinaria, es, a su vez, retornar a nuestro presente
mientras avanzamos sobre el pasado, para dar sentido a lo que fue y así poder soñar y aspi-
rar a construir lo que será. La tesis de Walter Benjamin nos dice que el Ángel de la Historia
no puede detener su paso, pues el viento del progreso lo empuja, mientras mira horrorizado
lo que deja tras de sí (Benjamín, 2009). Sin embargo, nosotros podemos complejizar nues-
tra mirada y encontrar en los hechos y en las ideas diversas formas de luz y de creación que
se entretejen para resignificar los momentos de ese pasado tan presente.
Proponemos su análisis y su memoria como respuesta de cambio a un mundo con el
que no es posible conformarse plenamente y por el que no deseamos sacrificar la espe-
ranza de la transformación hacia una Modernidad que cumpla de forma cabal la promesa
que ella encierra.
Agradecimientos
Federico José Saracho López es profesor de tiempo completo, adscrito al Colegio de Geo-
grafía de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es maestro en Estudios en Relaciones
Internacionales por el Programa de Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la Uni-
versidad Nacional Autónoma de México (unam), donde actualmente cursa el Doctorado.
Realizó una estancia de Investigación en el Instituto Francés de Geopolítica de la Universidad
de París viii Vicennes Saint-Denis. Autor en diversas publicaciones impresas, ha partici-
pado como ponente y conferencista en foros nacionales e internacionales. Es cofundador
y co-coordinador del Seminario sobre Espacialidad, Dominación y Violencia en la unam
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RESUMEN ABSTRACT
Palabras clave: Mayo 68; sociología; sujeto; es- Keywords: May ’68; sociology; subject; structu-
tructuralismo; marxismo; acción. ralism; Marxism; action.
∗
Una primera versión de este artículo, mucho menos desarrollada, se publicó en el número 10 de la revista Socio.
[Traducción del artículo por Lorena Murillo S.]
∗∗
Fondation Maison des sciences sociales de l’homme (fmsh), Francia. Correo electrónico: <wiev@msh-paris.fr>.
Introducción
Los acontecimientos importantes que ocurren a la escala de una nación no pasan directa
y simplemente a la historia; éstos sacuden por mucho tiempo la memoria, suscitan emo-
ciones, conmueven a la opinión pública y se asocian con debates que nos explican tanto el
presente como el pasado.
Así, más de dos siglos después –y no sólo en Francia– las pasiones en torno a 1789 aún
están lejos de haberse apagado; basta evocar el nombre de Robespierre para que resurjan
discusiones que quizá podrían suponerse cerradas. Contra lo que afirmaba el historiador
François Furet, podríamos decir que la Revolución en realidad aún no ha terminado.1
Entonces, ¿cómo podríamos pensar que, apenas medio siglo después, ello ha ocurrido
con respecto al mayo de 1968? ¿Cómo podríamos volver la página si la distancia que nos
separa de aquellos enfrentamientos es mínima en la escala de la historia? ¿Cómo podría-
mos reducir a una mera cuestión de conocimiento histórico las tensiones y confrontaciones
de ideas sobre el sentido o el alcance de hechos que no tienen sino cincuenta años de an-
tigüedad? ¿Cómo no tener en cuenta, asimismo, que muchos de los protagonistas del 68
aún viven, se expresan e incluso a veces ocupan un lugar destacado en el debate público?
Memoria, historia
Una gran parte de los actores y testigos de los “acontecimientos” de 1968, como les llama-
ban en Francia los más hostiles al movimiento de mayo, aún siguen con vida; la memoria
colectiva está plena de innumerables memorias individuales, activas y contrastadas, tam-
bién a veces cambiantes, como toda memoria. Mayo del 68 pertenece aún a sus actores y a
sus testigos. Ello no quiere decir, sin embargo, que lo que ellos digan sea la Biblia. A la vez,
desde hace ya bastante tiempo, el mes de mayo del 68 está inscrito en los libros de texto es-
colar y pertenece también a la historia.
El quincuagésimo aniversario de Mayo del 1968 puede entonces parecer peculiar, pues
se trata, a la vez, de rememoración y conmemoración, de memoria y de historia, en tiem-
pos en los que, además, el “presentismo”, según la bella expresión del historiador François
Hartog (2003) parece imponerse sobre la historia.
Nosotros nos interesaremos aquí, en particular, por la experiencia francesa, con lo cual
no queremos decir que sea la más importante de lo que fue una ola mundial, o la más de-
terminante, sino simplemente porque es la que conocemos mejor y de la cual sabemos que
1
La expresión “la Revolución ha terminado” aparece por vez primera bajo su pluma, en 1978 (Furet, 1978).
54 ⎥ Michel Wieviorka
Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales⎥ Universidad Nacional Autónoma de México
Nueva Época, Año lxiii, núm. 234 ⎥ septiembre-diciembre de 2018 ⎥ pp. 53-66⎥ ISSN-2448-492X
doi: http://dx.doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65686
sigue siendo un referente imprescindible no sólo para la historia nacional francesa, sino a
escala mundial.
La experiencia francesa presenta muchas particularidades, algunas de las cuales derivan
más bien de la historia y, las otras, de la sociología.
Desde el punto de vista histórico, hay que señalar que, en los cincuenta años transcu-
rridos entre el fin de la Primera Guerra Mundial, en 1918, y mayo de 1968, Francia había
vivido muchos episodios de gran relevancia: las Ligas y el peligro fascista de 1934, el Frente
Popular, la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Indochina, la de Argelia… y después,
nada de tal magnitud, a no ser, quizá, desde hace poco, el terrorismo contemporáneo del
yihad, la guerra contra Daech, los horrores en Charlie Hebdo y en el supermercado de ali-
mentos judíos Hyperkasher (enero de 2015), en el Bataclan (noviembre de 2015) o en Niza
(julio de 2016).
Lo cierto es que, desde 1968, ya no volvió a ocurrir otro gran episodio histórico, de gue-
rra, de colonización o de descolonización, ni siquiera alguna gran sacudida cultural y social.
Pero éste no es el caso de otros países en los que aquel año fue definitorio y en los que, más
adelante, otros acontecimientos relevantes marcaron la historia –por ejemplo, Alemania y
su reunificación, la salida de Checoslovaquia del Imperio soviético y, después, en sentido
inverso, la división de Alemania en dos países, etc.
Por otra parte, habría que ponerse de acuerdo sobre la periodización histórica, efecti-
vamente, e interrogarse sobre la ruptura que constituye eventualmente el Mayo de 1968:
¿el movimiento concluye una fase a partir de la cual Francia salió de la historia para inau-
gurar un periodo post-histórico que habría de durar medio siglo? ¿Debemos ver en él el
momento de una ruptura? Pero, entonces, ¿qué decir de otra periodización que sitúa más
tarde, hacia 1973, la verdadera mutación del país, en términos culturales y económicos, al
igual que en otras naciones?
En el caso de Francia, Mayo de 1968 ocurre, en efecto, en un momento de pleno creci-
miento y no tiene nada que ver con las consecuencias de la guerra de Yom Kipur (octubre
de 1973) y la primera crisis petrolera, con los cambios acelerados de la inmigración –que
se tornan de población, si bien habían sido de trabajo–, con las modificaciones aceleradas
en la organización del trabajo y la administración, con el inicio del desempleo masivo y de
la exclusión, con los pródromos de la crisis urbana y, finalmente, con el fin de “los Treinta
Gloriosos”, lo cual no tuvo relación alguna con 1968. Esto podría invitarnos a distinguir el
cambio cultural que fue, efectivamente, espectacular tras el 68, de las transformaciones po-
líticas, sociales y económicas, claramente posteriores.
En términos generales, estas observaciones nos conducen a una reflexión sociológica
y no sólo histórica. Pues aquí tenemos, cuando menos, dos grandes hipótesis que ameri-
tan ser examinadas.
La primera consiste en ver el mayo francés como un momento singular en el que el actor
incipiente, característico de una nueva era, postindustrial –el movimiento estudiantil– surge
en el espacio, con toda su juventud y arrastra en su movilización al actor decadente de una era
agonizante, industrial –el movimiento obrero– que entonces vive sus últimos días. De acuerdo
con esta hipótesis, Mayo del 68 viene a decirnos que un país como Francia pasa de un tipo de
sociedad a otro; ésta será, en particular, la lectura que propone Alain Touraine (1968).
La segunda hipótesis se interesa, sobre todo, en la carga cultural del movimiento y habla
–como lo hacen Edgar Morin, Claude Lefort y Cornelius Castoriadis (Morin, Lefort y Cou-
dray, 1968)– de una “brecha” cultural, pero sin referirse a un cambio de tipo de sociedad.
Un movimiento planetario
Pero el 68 no fue monopolio de Francia; es un fenómeno mundial, que hoy se diría “global”,
a riesgo de caer en un anacronismo. El movimiento de aquel entonces, en lo que tiene de im-
pugnación cultural, juvenil, estudiantil, política también, preexiste a los “acontecimientos”
del mayo francés, propiamente dicho. Quienes en ese momento dieron muestras de ma-
yor comprensión frente a la revuelta estudiantil que inicia en Francia en la Universidad de
Nanterre, con el movimiento del 22 de marzo –en particular, los sociólogos Alain Touraine
y Edgar Morin– fechan el nacimiento de ese conjunto mundial de protestas en el año 1964
y en el Free Speech Movement de Berkeley, cuando los estudiantes de esa universidad cali-
forniana protestaron contra la prohibición de que se realizaran ahí actividades políticas, en
el contexto del inicio de la guerra de Vietnam. Y antes del bello mes de mayo, desde finales
de enero de 1968, en Polonia, la impugnación del régimen se presenta como una manifes-
tación contra aquella censura que acababa de prohibir un espectáculo, con lo que revistió
ahí también el carácter cultural, intelectual, estudiantil, etc., que será la particularidad de
las protestas en Europa Central, con fuerte impacto político, anti-totalitario. En ciertos as-
pectos, sin embargo, esa revuelta inserta al país –y a otros en la misma época– en la gran
oleada mundial de lo que se convertirá en el movimiento de 1968. Así, en febrero, en Che-
coslovaquia inicia la “Primavera de Praga”, al tiempo que en Italia los estudiantes ocupan
la Universidad de Roma y, más adelante, en el mes de mayo, numerosos países en todos los
continentes son testigos de fuertes movimientos de protesta.
No obstante, esos movimientos eran políticamente contradictorios, al menos si conside-
ramos la geopolítica mundial de aquel entonces. Así, si bien en Estados Unidos y, en grados
diversos, en Europa occidental se reprobaba la guerra estadounidense en Vietnam, dando
así lugar a que se suscitara cierta simpatía hacia los enemigos comunistas del ejército de
Estados Unidos, en contrapartida, en Polonia y en Checoslovaquia lo que había era un re-
chazo a la influencia del comunismo en la sociedad.
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De esta forma, Francia fue parte de un movimiento planetario que inició antes de mayo
de 1968 y del cual se convirtió, en el imaginario mundial, en un ícono, quizá incluso consi-
derado el principal o el más significativo. En contra de lo que solía escribir la prensa, incluso
aquella llamada “de referencia”, la sociedad ya estaba en ebullición mucho antes de los “acon-
tecimientos”. Sólo como resultado de una total ceguera es posible enteder que el 15 de marzo
de 1968 el diario Le Monde afirmara, bajo la pluma prestigiada de Pierre Viansson-Ponté,
al inicio de un artículo que desde entonces sería citado con frecuencia:
Lo que caracteriza hoy en día a nuestra vida pública es el aburrimiento. Los franceses se aburren.
No participan ni de cerca ni de lejos en las grandes convulsiones que sacuden al mundo, la gue-
rra de Vietnam les conmueve, sí, pero no los toca realmente (Viansson-Ponté, 1968)
Y fue esa misma ceguera la que le llevó a concluir: “La anestesia tiene el peligro de provo-
car consunción. Y, en caso extremo, como se ha visto, un país también puede perecer de
aburrimiento.”
¿Perecer de aburrimiento? Desde hacía tiempo, por el contrario, había señales de que no
toda Francia estaba anestesiada, como fue por ejemplo el “affaire Langlois”, llamado así por
Henri Langlois, el fundador y director de la cinemateca francesa, quien era venerado por los
cinéfilos y fue destituido por André Malraux, ministro de Cultura, que le reprochaba (con toda
razón, pero eso no era lo esencial) una gestión desastrosa; las protestas, en febrero, fueron
lo suficientemente importantes para hacer que el gobierno reculara y reintegrara a Langlois
en su puesto, en abril de 1968. Asimismo, en materia social, las huelgas de la Rhodiaceta, in-
mortalizada por el cineasta Chris Marker, y de Berliet, en 1967; las manifestaciones contra
las disposiciones relativas a la seguridad social, en Mans; o bien, en otro ámbito, los análi-
sis de Serge Mallet (1963) sobre la “nueva clase obrera”, ya desde 1963, invitaban a pensar
que estaba ocurriendo algo que no era ni por anestesia ni por aburrimiento.
Contra lo que suele creerse, el movimiento francés, al menos en mayo de 1968, no estaba
siendo políticamente estructurado, dirigido u organizado por ideologías y grupos izquier-
distas, revolucionarios, marxista-leninistas, anarquistas u otros. Fue, antes que nada, una
revuelta cultural, que operaba en red, por contagio, y arremetía con gran espontaneidad
contra diversas formas de autoridad bastante arcaicas: el orden del mandarinato que rei-
naba en las universidades, la sumisión de la televisión a un poder político envejecido, pero
también, pese a lo que afirmara Régis Debray diez años después –“Mayo cumple de manera
cabal los anhelos del capital, incluso a costa de violar sus tabúes y provocar su ira” (Debray,
2
Al igual que con respecto a muchos otros momentos de la historia, remito aquí a los numerosos escritos de Daniel
Cohn-Bendit, como por ejemplo, su Forget 68 (2008), y al libro de Alain Geismar, Mon Mai 1968 (2008).
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pudieron ser penetradas por ideologías de izquierda: cuando éstas comienzan a imponerse,
la descomposición amenaza, el fin de la lucha, y la radicalización y la tentación de violen-
cia nunca están lejos. En la historia de las luchas sociales y culturales en Francia, Mayo del
68 es excepcional, porque ese movimiento actúa en nombre de la sociedad civil y de sus as-
piraciones, sin volverse en ningún momento del lado del Estado. Pero, en este país el peso
de las tendencias políticas que sueñan de una u otra forma con tomar el poder del Estado
siempre es considerable y es por ello que las interpretaciones dominantes sobre el movi-
miento quisieron ver en él –ésta vez, en forma equivocada– un tropismo político orientado
hacia el Estado.
Esta extraña disociación entre el sentido de la acción y las categorías que dan cuenta de ellas
ha afectado también, profundamente, a las ciencias humanas y sociales.
Desde antes del 68 y sobre todo después, pero muy poco durante el mes de mayo, las di-
versas modalidades de enfoque de esas disciplinas estaban en gran medida dominadas por
el estructuralismo, en sus variantes: el marxismo, que se renovaba intelectualmente por el
fuerte impulso de Louis Althusser y, en segundo lugar, con más suavidad, de Nicos Pou-
lantzas; la antropología, con la inmensa figura de Claude Lévi-Strauss; la sociología, con
Pierre Bourdieu; la filosofía y la historia, con Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques De-
rrida y tantos otros, etc., definieron la interpretación principal del movimiento de mayo, la
cual posteriormente adoptaron muchos de sus actores y de quienes después quisieron re-
conocerse en ella. Sin embargo, el error que cometen Luc Ferry y Alain Renaut, a mediados
de la década de 1980, fue criticar a Mayo del 68, en un libro titulado La pensée 68 (Ferry y
Renaut, 1985), en el que reprueban el antihumanismo que atribuyen al movimiento, pero
confunden las formas de pensamiento y las ideologías nacidas antes y que prosperaron des-
pués, con el sentido y la protesta del mes de mayo.
Ahora bien, hubo una corriente de las ciencias humanas y sociales se rehusó a seguir por
esa pendiente que no dudaba en proclamar la muerte del Sujeto y en repudiarlo, en lugar
de lo cual veía en el mes de mayo la expresión de sujetos que devenían actores. Y no es por
casualidad que quienes mejor encarnaron ese tipo de enfoque, Alain Touraine y Edgar Mo-
rin, este último muy cercano a Cornelius Castoriadis y Claude Lefort (fundadores, al fin de
la Segunda Guerra, de Socialisme ou barbarie, un grupo marxista cuya principal cualidad,
sin embargo, era el antidogmatismo), estaban íntimamente interesados en el movimiento
de mayo: el uno y el otro conocían bien la experiencia estadounidense, ambos enseñaban
en Nanterre, donde estudiaba entonces Dany Cohn-Bendit, uno de los principales impul-
sores de la naciente protesta, con el “movimiento del 22 de marzo”; ambos, cada uno a su
manera, tomaron partido a favor del movimiento de mayo de 1968, tanto en su postura pú-
blica como en sus análisis (Morin, Lefort y Coudray, 1968; Touraine, 1968).
De esta manera, ellos encarnan una línea de pensamiento que tendrían que defender desde
tres frentes, ante tres familias de adversarios intelectuales y políticos: en primer lugar, todos
aquellos que, de una u otra forma, se alzaron como los enemigos de Mayo del 68, entre ellos
los sociólogos, que solían referirse al movimiento como a una crisis universitaria. Mencio-
naré tan solo a Aron, Crozier y Boudon. Raymond Aron aclamó con un “¡Viva De Gaulle!”
el discurso del Jefe de Estado –quien el 30 de mayo de 1968 retomaba el control, justo an-
tes de la imponente manifestación de apoyo al régimen, en Campos Elíseos–, si bien muy
poco antes había criticado al general De Gaulle por sus expresiones con respecto a los ju-
díos: “pueblo elitista, seguro de sí mismo y dominador” (durante una conferencia de prensa,
el 27 de noviembre de 1967), por las cuales decía inquietarle que se estuviera entrando en
una era hecha de “maledicencia” y “sospecha”. Aron se refirió al movimiento como a un
“psicodrama”, antes de publicar La révolution introuvable, en el que precisa su análisis, muy
hostil (Aron, 1968). Por su parte, Michel Crozier también criticó al sistema universitario,
utilizando un tono sarcástico para dar cuenta del movimiento, que él también había po-
dido ver de cerca, dado que era profesor en Nanterre. Asi, relata en sus memorias cómo:
[…] fue en mi aula precisamente, en Nanterre, en la que entonces daba clases, donde Daniel
Cohn-Bendit hizo su debut, un día de noviembre de 1967 […] Sea como fuere, esa revolución
definitivamente no iba en la misma línea en la que, hasta entonces, había sido mi compromiso
como sociólogo y como intelectual (Crozier, 2002).
Y Raymond Boudon analizó al movimiento de Mayo de 1968 como una crisis de salidas
profesionales para los universitarios, de efectos perversos y frustraciones (Boudon, 1969).
El segundo frente –para quienes proponen analizarlo en términos de movimiento, de
acción y de subjetividad de los actores– fue aquel en el que se enfrentan a los partidarios
de la interpretación izquierdista, revolucionaria, de una acción que en absoluto fue así. Me
parece que, hoy en día, podemos afirmar que las interpretaciones revolucionarias de Mayo
del 1968 han quedado desmentidas, lo cual han aceptado sin reserva algunos que, como
Henri Weber, las defendieron en su momento. Y, sin embargo, ese tipo de pensamiento sigue
rondando en muchos discursos que, desde aquella época, acompañan a las luchas sociales.
Por último, el tercer frente, que no fue siempre o exactamente la misma cosa, es aquel en
el que los sociólogos del movimiento, de la acción y de la subjetividad de los actores se topan
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En efecto, Mayo del 68 nos invita, primero, a no refutar las perspectivas “globales” con
base en las que derivan de ese “nacionalismo metodológico” que Ulrich Beck (2006) cri-
ticaba enérgicamente, sino más bien a articular los niveles de análisis, dado que si bien la
revuelta agitó a todo el planeta, en su conjunto, no por ello debemos ignorar las particula-
ridades propias de las sociedades nacionales en las que vivimos.
Y, sobre todo, a partir de esto, lo que hemos dicho sobre las oposiciones en los análisis
relativos a las interpretaciones del Mayo de 1968 podría conducir a que las disciplinas de las
ciencias humanas y sociales cobren más conciencia del asunto de fondo que constituye el
núcleo actual de sus tensiones intelectuales internas: ¿se debe partir, en los análisis concre-
tos, de los actores o del sistema? ¿De la subjetividad de los individuos o de las estructuras?
¿De las relaciones sociales y también de las rupturas entre actores, o de las determinacio-
nes que les son externas?
En las décadas de 1970 y 1980, las ciencias humanas y sociales parecían organizarse en torno
a algunos grandes paradigmas; más adelante, como ya se dijo, esas disciplinas vivieron apa-
rentemente una especie de desestructuración intelectual, una dispersión de las orientaciones
teóricas. Si hoy es excesivo o prematuro hablar de una recomposición, podemos sin embargo
hacer notar que quizá se estén esbozando de nuevo algunas polarizaciones (Socio, 2016) entre
el pensamiento determinista y las referencias a otras formas de abordar los hechos sociales.
Entre esos nuevos abordajes, los más activos hoy en día son, por una parte, los que pro-
ceden de la subjetividad de los actores y, por la otra, los que se interesan en las interacciones
entre actores. Pero los enfoques interaccionistas son en esencia a-históricos y apolíticos, in-
cluso cuando también hay que hablar de historia y de política, como en el caso del 68. De
ahí que, si acaso existe alguna mínima continuidad entre lo que podemos comprender del
68 y las perspectivas contemporáneas de la acción, hay que buscarla en los enfoques sobre
el sujeto y el movimiento, más que los que analizan las interacciones.
Conclusión
Es posible extraer dos tipos de balances del 68 y de su impacto. El primero es general y con-
cierne al legado del 68, en todo caso, en Francia.
En términos políticos, el legado es escaso e incluso negativo: los actores del 68 no supieron
dar de inmediato una continuidad política a su movimiento y la única tentativa importante
–encarnada en los líderes identificados como de centro-izquierda, Pierre Mendès-Franca y
Michel Rocard– no fue más allá de un mitin sin futuro, en el Estadio Charlety, en París, el
27 de mayo –de hecho, después de ello el régimen retomó las riendas con Georges Pompi-
dou, sucesor del general De Gaulle a la presidencia de la República. Y después del 68, en el
reflujo del movimiento, Francia vivió una decena de años de plomo, en los que varias or-
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ganizaciones de izquierda quisieron revivir, de manera cada vez más artificial, las fantasías
revolucionarias que hacían las veces de una interpretación de la vida social. Francia casi es-
capó entonces al terrorismo de la extrema izquierda, que fue tan devastador en Italia, pero
cuya sombra no se ha alejado del todo, como lo vivió y después relató uno de los líderes del
68, después convertido en dirigente “maoísta”, Alain Geismar.3
En términos intelectuales, el impacto del 68 tampoco es muy brillante, dado que las ideo-
logías de izquierda y, con ellas, algunas variantes de la terminología marxista en las ciencias
humanas y sociales, pero también el estructuralismo que proclama la muerte el sujeto, pros-
peraron hasta finales de los años setenta, cuando aparecieron los “nuevos filósofos”, lo que
significaba en esencia que se daba vuelta a esa hoja.
Socialmente, en cambio, el 68 sí produjo en Francia a avances espectaculares en el mundo
del trabajo; los acuerdos de Grenelle significaron, en efecto, un alza promedio de 10% del
salario para todos los trabajadores –en una época en la que no había desempleo– y la revalo-
rización enorme del salario mínimo, así como la posibilidad de instalar secciones sindicales
en las empresas, lo que no había sido autorizado hasta entonces.
Por último, en lo cultural, el 68 marcó de manera perdurable a la sociedad francesa, que
salió de sus arcaísmos, aunque también, dirán los más hostiles, puso fin al sentido mismo
de la autoridad.
Un segundo tipo de balance concierne más particularmente a las ciencias humanas y
sociales.
En cierta forma, el recordatorio de lo que fueron el 68 y los análisis que sobre el mismo
se propusieron –al calor de los acontecimientos o casi– constituye una invitación a acen-
tuar la polarización principal de los debates de la época y de los años subsecuentes, pero
sin encerrarse en ello, y a explicitar lo que constituye una oposición paradigmática entre
concepciones del sujeto, de la subjetivación, de la acción y de las relaciones sociales, y las
perspectivas sobre la determinación, las estructuras, los sistemas, los mecanismos abstrac-
tos, las instancias o los aparatos.
Existen otras oposiciones a los enfoques estructuralistas o deterministas, además de las
que constituyen las tradiciones que encarnan Touraine o Morin, ya se trate –como hemos
visto– de corrientes interaccionistas, en su diversidad, de las ciencias cognitivas, a las que
Bronner y Géhin son finalmente afectos, o incluso a perspectivas estratégicas o utilitaristas,
también con toda su variedad. Y si no hay razón alguna para adherirse a esos enfoques –
que se oponen, más que complementarse–, ello no impide considerar fundamental la brecha
que los separa de los modos de razonamiento deterministas más rígidos o más sistemáticos.
Finalmente, Mayo del 68 surgió en sociedades en las que no sólo estaban florecientes las
ideas revolucionarias, sino en las que la violencia gozaba de una verdadera aura, en medios
3
Véase su libro, L’engranage terroriste (1981).
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Sobre el autor
Referencias bibliográficas
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Nueva Época, Año lxiii, núm. 234 ⎥ septiembre-diciembre de 2018 ⎥ pp. 67-84⎥ ISSN-2448-492X
doi: http://dx.doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65810
ABSTRACT RESUMEN
In this article, the author analyses the role of En el presente artículo, el autor analiza el papel
irony in one of the texts that had the most in- que juega la ironía en uno de los textos que más
fluence in the 1968 movements around the influyeron en los movimientos de 1968 alrede-
world: The One-dimensional Man, by Herbert dor del mundo: El hombre unidimensional, de
Marcuse. Understanding irony as an evident Herbert Marcuse. Entendiendo la ironía como
sign of human two-dimensionality, and em- una muestra evidente de la bidimensionalidad
phasizing its dialectical potential, the author humana y haciendo énfasis en su potencial dia-
questions the subversive viability and the spe- léctico, el autor se cuestiona sobre la viabilidad
cific characteristics of every type of irony. To subversiva y las características particulares de
conclude, he focuses in the operability of irony cada tipo de ironía. Para concluir se centra en
in Marcuse’s work to encourage resilience and la operatividad que tiene la ironía en la obra
increase the possibility of inspiring political en- de Marcuse para fomentar el desarrollo de re-
gagement through it. siliencia y aumentar la posibilidad de inspirar
participación política a través de ella.
Keywords: 1968 movements; Herbert Marcuse; Palabras clave: movimientos de 1968; Herbert
One-dimensional Man; irony; political engage- Marcuse; El hombre unidimensional; ironía; ac-
ment. tivismo político.
The joke played by history on Herbert Marcuse’s One-dimensional Man was almost imme-
diate. Written in the early l960’s, although arguably in preparation for the previous thirty
years, the book expressed a profound pessimism about the chances for meaningful discontent
in a culture that had lost its critical edge, a society that no longer had a revolutionary subject
∗
History Department, University of California, Berkeley. E-mail: <martjay@berkeley.edu>.
in the working class, and a politics that pretended to be democratic while tacitly continuing
the totalitarianism it ostensibly opposed. Whatever promise there might be in the technolo-
gical advances of modern industrial society to alleviate suffering and share abundance was
thwarted, so Marcuse argued, by the fetish of a purely instrumentalized reason that mas-
ked the irrationality of the capitalist system as a whole. The passage from critical theory to
liberating practice was blocked, and Marx’s injunction in the eleventh Thesis on Feuerbach
no longer to interpret, but instead to change society, could not be meaningfully honored.
“The critical theory of society,” Marcuse grimly concluded, “possesses no concepts which
could bridge the gap between the present and future; holding no promise and showing no
success, it remains negative” (Marcuse, 1991: 257). The only alternative he could envisage
was a vague gesture of solidarity with those who remained marginalized by the system, the
outcasts who quixotically devote their lives to what he called, somewhat melodramatically
in capital letters, “the Great Refusal”.
Although Marcuse had already introduced the distinction between one and two-dimen-
sionality as early as the 1930’s, the book also made available to an American audience for
the first time many of the arguments of his erstwhile colleagues at the Institute of Social Re-
search, in particular Max Horkheimer and Theodor Adorno’s Dialectic of Enlightenment, a
work not yet translated, indeed no longer even in print in German, and thus virtually un-
known in the English-speaking world.1 It also tacitly drew on the contention of Friedrich
Pollock that “state capitalism” –or what was sometimes called “organized capitalism”– had
somehow contrived to suspend the contradictions that Marx had insisted would create a
terminal crisis that would culminate, as Luxemburg famously put it, either in “socialism
or barbarism”.
But whereas the analyses of Horkheimer, Adorno and Pollock had been conceived in
the desperate years of the Second World War, at what arguably was the nadir of modern
Western civilization, One-dimensional Man appeared at a very different historical juncture,
a time when desperation had given way to a certain complacency about the superiority of
“the American way of life” to totalitarianisms of the right and left. A great deal of its power
was derived from the relentless and unqualified way Marcuse debunked that assumption,
daring to question the value of the welfare state, denouncing the “end of ideology” thesis as
itself ideological, and linking trends in academic philosophy with those in society as a whole.
If as Adorno famously said in Minima Moralia, “in psychoanalysis nothing is true except
the exaggerations” (Adorno, 1978: 49), One-dimensional Man also seemed to get to truths
that were hitherto occluded because its author was willing without apology to push his ar-
guments to hyperbolic extremes. His was certainly not the vision of America that most of
1
The earlier discussions are noted in Shapiro (1970: 184). He challenges the idea that somehow “two-dimensionality”
is normal and “one-dimensionality” an aberration caused by technological domination.
68 ⎥ Martin Jay
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our citizens shared in 1964; indeed, the point of the book was precisely that they had been
prevented from seeing through it by the mystifying ruses of our culture. But, in its very in-
transigent excessiveness, it hoped to open a tear in the fabric of the bland consensus that
still prevailed. This expression of hope, to be sure, was still more of a “message in a bottle”
(Flaschenpost) for an uncertain posterity than a clarion call to immediate action, but it was
still meant as an act of defiance against impotent resignation.2
The joke history had in store for Marcuse was, of course, that almost immediately af-
ter he had declared critique exhausted and practical intervention in the world fruitless, the
upheaval of the l960’s proved him, at least to many observers, woefully wrong. It became
possible for some to say, as Douglas Kellner was still able to do as late as l988, that:
Marcuse exaggerated the stability of capitalism and failed to analyze adequately its crisis-tenden-
cies and contradictions. Consequently, his theory of “one-dimensional” society cannot account
either for the eruption of social revolt on a global sale in the 1960’s, or for the global crisis of ca-
pitalism in the 1970’s and 1980’s (Kellner, 1988: 180).
In the works that followed One-dimensional Man, especially the 1969 Essay on Liberation,
Marcuse himself cautiously acknowledged he had been deaf to the rumblings beneath his feet.
But if perhaps less than precise in the short run, it is not so clear that One-dimensional
Man was mistaken in its general observations about the ways in which capitalism had suc-
ceeded in blunting or containing forces that purported to subvert it. It is hard to not wonder
who has been proven the better prophet, when Kellner goes on to say that:
[Marcuse] failed to perceive the extent to which his theory articulated a stage of historical deve-
lopment that was soon coming to a close and that would give way to a new era marked by a world
crisis of capitalism and by social revolt and revolutionary struggles both within and without ad-
vanced capitalist societies (Kellner, 1988: 180).
It is not, however, my intention here to assign marks for prescience or to play the tired game
of making solemn pronouncements about where we are in the never-ending story of the
terminal crisis of capitalism, pronouncing the glass half-empty or proclaiming it instead as
2
The later dispute between Marcuse and his erstwhile Institut colleagues over when the bottle was to be uncorked
is treated in Voigts (2010). He notes that the metaphor was first used by Horkheimer in a letter written to Adorno in
1940 (Voigts, 2010: 21). It reappeared in a number of places, none perhaps as well-known as in Minima Moralia, where
Adorno wrote “Even at the time the hope of leaving behind messages in bottles on the flood of barbarism bursting on
Europe was an amiable illusion: the desperate letters stuck in the mud of the spring of rejuvenescence and were worked
up by a band of Noble Human-Beings and other riff-raff into highly artistic but inexpensive wall ornaments” (Adorno,
1978: 209). Interestingly, the “even then” refers to the early 20th century reception of Nietzsche, not his own era, but the
phrase seemed even more apt for his own predicament as an exile in America.
half full. It is perhaps better to rehearse the now familiar lament –was it first voiced by Rus-
sell Jacoby?– that the problem with late capitalism is that it is never late enough, and then
move on to other questions. The one in particular I want to address is not how we can ex-
plain the ironic reversal of One-dimensional Man’s analysis, or to ponder why the reversal
itself was not to last, but rather the role of irony itself in One-dimensional Man. What, I
want to ask, is its relationship to the concept of two-dimensionality, which Marcuse inhe-
rited from Hegel? Is there a difference between an ironic distinction between surface and
depth and the dialectical one posited by Marcuse and other Hegelian Marxists? Must we
furthermore differentiate among varieties of irony to do justice to its dialectical potential?
But before we address these questions, we have to pause to consider a troubling possibil-
ity: that irony in any and all of its forms may have become impotent in the modern world,
losing whatever subversive potential it may once have had. It was precisely this threat that
Adorno had considered in an aphorism in Minima Moralia titled “Juvenal’s error,” composed
in 1947 (Adorno, 1974: 209). The title refers to the Roman poet’s claim that it was “difficult
not to write satire,” which Adorno claims is no longer the case in the modern world, a de-
nial he extends to irony as well. Irony, Adorno argues,
[…] convicts its object by presenting it as what it purports to be; and without passing judgment,
as if leaving a blank for the observing subject, measures it against its being-in-itself. It shows up
the negative by confronting the positive with its own claim to positivity.” (Adorno, 1974: 210).3
It thus needs no conceptual mediation or even interpretation, but rather relies on an inter-
subjective consensus about values, which it can then tacitly employ as a standard by which
to measure and find wanting the status quo. It is thus comparable to what the Frankfurt
School liked to call “immanent critique,” which drew its critical edge from invoking a so-
ciety’s noble ideals against the bleak reality that dubiously claimed to embody them. The
critical ground of irony and immanent critique alike is thus outrage at the actual betrayal
of laudable ideals, ideals shared by all in a society, that are woefully unrealized. For irony,
like immanent critique, must take seriously the ideologies that are falsely claimed to des-
cribe a reality that fails to live up to them, ideologies which nonetheless contain values and
goals worth striving to realize.
But writing in the shadow of the Second World War, Adorno sourly concluded that both
satire and irony are no longer possible:
3
Whether Adorno himself honored this prohibition on irony is questionable. In Minima Moralia, after all, he
employed a number of ironic inversions –e.g., “melancholy science” for Nietzsche’s “gay science,” “the whole is the
untrue” for Hegel’s “the whole is the true”– which suggested he expected his readers to be able to read ironically. For
a discussion, see Rose (1978: 16).
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Irony’s medium, the difference between ideology and reality, has disappeared. The former resigns
itself to confirmation of reality by its mere duplication. Irony used to say: such it claims to be, but
such it is; today, however, the world, even in its most radical lie, falls back on the argument that
things are like this, a simple finding which coincides, for it, with the good. There is not a crevice in
the cliff of the established order in which the ironist might hook a fingernail (Adorno, 1974: 211).
Here we get an anticipation of Marcuse’s claim that flat one-dimensionality is now the order
of the day. Neither irony nor immanent critique is possible when no yawning gap between
ideology and reality exists to produce the necessary outrage to motivate them. Instead, all
that is left is a dull affirmation of a status quo by disillusioned and passive observers who
have utterly lost whatever hope they might once have harbored that there is any meaning-
ful alternative. The indignation that fueled satire and irony from Juvenal to modern times
is now a fading memory; we have learned, Adorno seems to be saying, to love the culture
industry in the same way the citizens of Orwell’s Oceana loved Big Brother –is it a coinci-
dence that the aphorism “Juvenal’s error” was composed the same year as 1984?– and can
no longer rely on a tacit consensus that something better is both desirable and possible.
Was irony still operative in One-dimensional Man? Is it something Marcuse validated in
itself or merely used as a tool in the service of a post-ironic alternative? Does he, in fact, have
a consistent attitude towards its function in the world whose bleak prospects he laments in
his book? The first thing that must be acknowledged is that Marcuse’s rhetoric often derives
its power from his indignant insistence that what claims to be the case is in fact reversed by
reality. In the very first paragraphs of the book’s preface, we are told, inter alia, that:
[…] we submit to the peaceful production of the means of destruction, to the perfection of waste,
to being educated for a defense which deforms the defenders and that which they defend [and]
the political needs of society become individual needs and aspirations, their satisfaction promo-
tes business and the commonweal, and the whole appears to be the very embodiment of Reason.
And yet this society is irrational as a whole (Marcuse, 1991: xli).
Reading passages like this in 1971, Ronald Aronson, one of Marcuse’s most devoted stu-
dents, could claim that they are “rich with irony, joining terms and concepts kept apart by
the mass media: perfection and waste; productivity and destruction, growth and repres-
sion, peace and war, capabilities and domination.” (Aronson, 1971: 261). Irony in this sense
indeed remains a central tool of Marcuse’s analysis as the book develops, one celebrated
example being his critique of repressive or controlled desublimation, in which unconstra-
ined libidinal energy serves the smoother functioning of a still unfree social and cultural
order, rather than the liberation it promises (an argument that appears in another form
around the same time in his critique of repressive tolerance).
Marcuse’s reliance on irony indeed went the surface rhetoric of his argument. In fact,
in 1970, an orthodox Marxist critic, the philosopher of law Mitchell Franklin, could con-
tribute an essay to Telos titled “The irony of the beautiful soul in Marcuse,” lamenting the
ways in which Romantic notions of subjective irony had allegedly infected Marcuse’s entire
philosophy with an impotent Idealism that was the opposite of a robust dialectical materi-
alism (Franklin, 1970).4 The term “beautiful soul” was, of course, taken from Hegel, whose
critique of Romantic irony as “infinite absolute negativity” (Hegel, 1920: 93-94) informed
Franklin’s claim that Marcuse had fallen prey to an existentialist fetish of ambiguity, nihi-
lation and endless displacement, which failed to acknowledge the still vibrant role of the
working class as the revolutionary subject of history. Franklin’s confidence that orthodox
dialectical materialism could still serve as an antidote to the disengaged “beautiful souls”
of Romantic ironists unable to throw their lot in with the progressive forces of history was
misplaced in 1970 –as even the editors of Telos themselves acknowledged (Delfini and Pic-
cone, 1986: 54) – and seems even more so today. But his sensitivity to the central role of
irony in Marcuse’s oeuvre is worth noting.
The question, of course, is what kind of irony was it and did it have the nefarious impli-
cations that orthodox dialecticians like Franklin claimed it did? To answer this question, let
me distinguish among three kinds of irony which I will call: 1) cynical, 2) paradoxical or un-
stable, and 3) dramatic or world historical, and then offer some thoughts on what might be
seen as a fourth alternative. Cynical irony, expressing a loss of confidence in a meaningful
gap between ideal and reality, was already accelerating in the interwar era, especially during
the heyday of the “new objectivity” in the Germany out of which the Frankfurt School had
emerged. It shows itself in the “cool conduct,” to borrow Helmut Lethen’s phrase, that col-
lapsed the distinction between interiority and exteriority, producing a self that is an armored
shell with no soft core of authenticity beneath (Lethen, 2002). It has even been discerned
in the plays and poetry of Bertolt Brecht, by for example Peter Sloterdijk in his Critique of
Cynical Reason. Noting that Brecht urged his public not to live off the “good old values,” but
to start with the “bad new reality,” he writes,
Obviously, a new quality of irony and a non-affirmative form of affirmation makes itself felt here.
In this irony, it is not a subject that has ‘stayed clean’ that reveals itself, who, distanced, above
the fronts, the melee, and the tumult, tries to save its integrity. It is rather the irony of a bashed
ego who has got caught up in the clockwork (rather like Charlie Chaplin in Modern Times) who
4
Franklin taught at the University of New York, Buffalo, where he was a mentor of many of Telos’s founding figures
during their graduate school days. When he died in 1986, the journal had a special section of essays in his honor
(Delfini and Piccone, 1986).
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makes its hands as dirty as the circumstances are and who, in the midst of the goings-on, only
takes care to observe alertly what it encounters (Sloterdijk, 1988: 441).
With Brecht, Sloterdijk contends, “the pugnacious irony appropriate to modernity makes
itself felt: cynical irony. It does not resist reality with ‘imagined fantasies’ but exercises re-
sistance in the form of unresisting accommodation” (Sloterdijk, 1988: 441).
Such cynical irony might still be at home in the world described by Adorno in Minima
Moralia in which there is no crevice in the cliff of the established order to allow ironic dis-
tance to gain a critical foothold. It also reappeared in the heyday of postmodernism in the
l990’s (Bewes, 1997: 37-41), when imbued with melancholic affect, it could imply impotent
surrender to the incoherence of a world that defied both understanding and transforma-
tion. But it is certainly hard to reconcile with the frankly utopian impulse –whether or not
fleshed out by “imagined fantasies”– that could still motivate Marcuse to write One-dimen-
sional Man. For all his respect for Brecht, whose “estrangement effect” he praises in that
book and elsewhere, Marcuse did not embrace this kind of tactic, which risked the loss of
any critical distance from that entangling clockwork in which it is enmeshed.
Another alternative, which we might call “paradoxical” or “unstable,” is more closely allied
with the “beautiful soul” often identified with the German Romantics, in particular Fried-
rich Schlegel, who developed it in the 1790’s in his Kritische and Athenäums Fragmente. It
operates on an essentially philosophical level. From its perspective, there are two stubbornly
constant obstacles to attaining the full truth. The first arises from the inadequacy of lan-
guage to communicate the content of thought or the intention of the speaker, what in a later
vocabulary would be the gap in every sign between signifier and signified. All language is a
thus only a fragment of or a limited perspective on a perpetually inaccessible totality. Irony
expresses this transcendental condition of language, in which subjects are always fractured,
at once empirical and ideal, never at one with their authentic selves. As Schlegel famously
put it, “irony is a permanent parabasis,” referring to the trope in Greek tragedy in which the
dramatic action is interrupted by the chorus stepping to the front of the stage and directly
addressing the audience. What parabasis implies, in other words, is the denial of seamless
narrative, non-reflective immediacy, and unity of action without something happening to
undermine it. Parabasis is permanent because the apparent immediacy of the chorus’s ad-
dress is itself open to reflective interruption, and so on down. Every intended meaning is
thwarted, or at least distorted, by the imperfect medium of its expression, which is in ex-
cess of what is deliberately meant. In addition to parabasis, the favored trope of unstable
irony is catachresis, in which, among other things, words fail to mean or refer unambigu-
ously to one thing in particular.
In addition to the ironic implications of language’s unsublatable self-contestation, un-
stable irony drew on another, more metaphysical assumption: the paradoxical impossibility
and yet necessity of questing after the Absolute. Any attempt to know the Absolute, to reach
the unconditioned foundation of meaning and express it adequately, is bound to fail because
such knowledge would necessarily falsify it in the very act of conditioning it –as shown in
vain attempts to define God’s characteristics in a positive way– but we cannot refrain from
searching for it. Thus, Socratic questioning is the model of infinite striving for a knowledge
that is always just out of the reach of the questioner. Both poetry and philosophy for the
Romantic believer in paradoxical irony are forever becoming and never finished, always
striving and never reaching a state of satiation.
It was, of course, this version of radical, destabilizing irony that attracted the critical at-
tention of later commentators like Kierkegaard in the 19th century and the admiration of
post-structuralists in the 20th. To cite a typical formulation from Kevin Newmark’s recent
Irony on Occasion, written in the tradition of Derrida and de Man, irony is “this self-resist-
ing –that is, infinitely, although non-reflexively repetitive– truth about the literary structure
of all possible philosophical meaning.” (Newmark, 2012: 38). Here we have an essentially
transcendental argument about the human condition, the inevitably rhetorical cum liter-
ary refraction of even the most stringently philosophical reasoning, and the impossibility
of ever escaping from the ambiguities that ensue. Shorn of the anxiety that infused the Ro-
mantic worldview, it could evolve into a staple of popular culture. As one student of “the
ironic” in more recent history has noted, whereas the Romantics were still in search of au-
thenticity in one form or another, it has become “comfortable with the artifices of mass
culture, and the phantasmagoria of symbols and representations that accompany a capital-
ist economic order” (Saler, 2004: 140). Not much of this version of irony can obviously be
found in Marcuse’s worldview.
How congenial was it instead to a third variant, which can be called dramatic or world-his-
torical irony? In dramatic irony, the audience is given access to a knowledge of foretold
outcomes or at least hidden meanings that are denied the characters in the play, allowing
its members a critical distance from the action as it unfolds. We have early knowledge that
is denied, say, to Oedipus and Othello, until the end of the play. Likewise, in what might be
called “world-historical irony,” we benefit from a kind of proleptic hindsight, which grants
us a superior, more total knowledge in comparison with that of the characters in a drama
whose outcome they cannot foretell. Their intentions, we can appreciate as they cannot, have
unintended consequences. That is, we adopt in advance the position of the last historian, an
omniscient narrator who can see the shape of the meta-narrative after it has fully unfolded.
Hegel’s critique of the Romantics, which we’ve noted was invoked by orthodox dialecti-
cal materialists like Mitchell Franklin against Marcuse, sought to historicize what had been
transcendentalized by Schlegel in precisely this way. As in the case of the melancholic “un-
happiness consciousness” itself, Hegel saw paradoxical irony as a necessary, but ultimately
surpassable moment in a dialectical process that he believed would have a comic rather than
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ironic outcome, revealing itself as more of a good totality than a bad infinity. The plural-
ism of partial viewpoints, expressing irreconcilable subjective perspectivalism, that fueled
the Romantic distrust of the Absolute were all folded into one meta-subjective standpoint,
which sublated rather than abolished them. The Romantics’ ironic detachment, ultimately
frivolous for Hegel because of its escape from the serious business of living a meaningful
life, was overcome in a synthesis of subject and object, in which engagement rather than
distance defined the human investment in the world in which we were thrown. For Hegel,
in short, individual moments in the dialectical process, however negative, contradictory or
partial, should be understood as a necessary stage in an historical theodicy.
Kierkegaard shared Hegel’s insistence that aesthetic detachment—hovering above the
world as in the case of Romantic beautiful souls who refused to get their hands dirty--was
an inadequate response to the challenges of our existence, ultimately lacking in the seri-
ousness that true commitment entailed. Where, however, he differed was in his refusal to
embrace the positive sublation of the ironic standpoint, the submersion, we might say, of
the figure of Socrates, the critical questioner, in the speculative truth of Platonic Reason.5
As one commentator has put it, Kierkegaard honored “the uniquely personal contribution
of Socrates to the foundations of the dialectical imagination” (Ferguson, 1995: 42). But it
was more of a negative than positive version of the dialectic. Despite the unintended conse-
quences of subjective actions, the self for Kierkegaard is not to be dissolved into an objective
process ruled by the “cunning of Reason.” For Kierkegaard, the arrow of irony is reversed.
All moments of apparent positivity should be understood ironically as illusory consola-
tions for the inherently unsublatable distance between subject and object, individual and
collectivity, human and divine. For Hegel, in contrast, individual moments in the dialecti-
cal process, however negative, contradictory or partial, should be understood ironically as
a necessary stage in an historical theodicy.
Where, to return to our main question, does Marcuse stand in this shifting terrain of
attitudes towards irony? At his bleakest, he echoes the bitter complaint of Adorno in Min-
ima Moralia that there is no space for ironic distance in the present one-dimensional world.
It is, he tells us, a world “in which ideas, aspirations, and objectives that, by their content,
transcend the established universe of discourse and action are either repelled or reduced
to terms of this universe” (Marcuse, 1991: 12). The “total mobilization” of all media to de-
fend the status quo has made communication of “transcending contents […] technically
impossible […] the impossibility of speaking a non-reified language, of communicating the
negative…has materialized” (Marcuse, 1991: 68). Even the potentially productive discontent
of the “unhappiness consciousness” has been blunted by the rise of the pseudo-happiness
produced by “repressive desublimation.” Indeed, the very concept of Reason, which remained
5
For a useful discussion of their differing attitudes towards irony, see Taylor (1980: 94-95).
for Marcuse a standard by which social injustice and oppression could be measured, was in
danger of losing its critical edge: “in this society, the rational rather than the irrational be-
comes the most effective vehicle of mystification” (Marcuse, 1991: 189).
With pronouncements like these, Marcuse demonstrated how much in the early 1960’s
he still shared with the Horkheimer and Adorno of the late 1940’s. It may thus seem, as crit-
ics like Franklin argued, that this attitude brought him close to the unengaged “beautiful
soul” decried by Hegel, but it is not because he, or they, saw the world through the subjective
irony of Romantic infinite unsublatable reflexivity. Nor, as we have already argued, did he
adopt the Brechtian ironic cynicism that dove into the “bad new reality” and never found a
way to come up for air. Instead, Marcuse’ mobilization of both the rhetoric of irony and the
contention that it was evident in the objective workings of the world in which he lived was
based on a Hegelian belief –now more desperate hope than self-confident certainty– that
despite everything, a second dimension was still at least a potentiality in a one-dimensional
world. Pace Franklin, he too anchored his own position in a redemptive meta-narrative in
which the negativity of the Great Refusal would somehow, some day be turned into the uto-
pian positivity of a world in which art and technology, Reason and the libido, freedom and
democracy were reconciled without contradiction.
If therefore we have to identify the type of irony present in One-dimensional Man, it is
neither that of the beautiful soul hovering above the world in order to keep his hands clean
nor the cynical realist fully immersed in it, but that of the chastened, but still hopeful his-
torical materialist who believes the future can still redeem the promises of the past, however
much they are now thwarted. It is the irony of a narrator of an unfolding story that, against
all odds, he thinks still has a chance of ending happily. But because he has no faith in any
immanent force or movement or agency who can serve as the heroic protagonist of the
story, it is also the irony of an impatient spectator who has the honesty not to identify him-
self with a Promethean pseudo-agent able to make rather than suffer his fate.
At the end of the book, Marcuse locates the feeble repository of whatever promise of
a future alternative there might be in the realm of art, which he claims is the enclave of a
genuinely emancipatory rationality that defies the irrationality of instrumental reason. He
already calls on what in his last work he would identify as the “aesthetic dimension” (Mar-
cuse, 1978) as the only plausible answer, at least for now, to one-dimensional society, even
going so far as to assert that “the more blatantly irrational the society becomes, the greater
the rationality of the artistic universe” (Marcuse, 1978: 239). In what is a final ironic gesture,
he concludes that “the advancing one-dimensional society alters the relationship between
the rational and irrational. Contrasted with the fantastic and insane aspects of its rational-
ity, the realm of the irrational becomes the home of the really rational –of the ideas which
may ‘promote the art of life’” (Marcuse, 1978: 247). But because it is ultimately life that must
be changed, rather than art serving as a permanent refuge from it, Marcuse refused the aes-
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thetic escape from engaged commitment to transforming life that Kierkegaard and Hegel
alike had condemned in Romanticism.
Marcuse, in short, maintained a position that cannot be identified with the elevated irony
of the beautiful soul perpetually hovering above the world or with the cynical irony of the
armored subject striving to survive amidst its ruins, let alone with the radical irony of the
post-modernist skeptic who places us eternally in the prison-house or reflecting hall of mir-
rors of language. It is rather the irony of a latter-day Hegelian, stubbornly holding on to a
world-historical perspective, who believes we can ultimately move beyond the stage of “in-
finite absolute negativity” into a more positive “comic” reconciliation beyond irony of any
kind. His pessimism about doing so in the immediate future thus never descended into the
interminably melancholic lassitude that Kierkegaard for one identified with the ironic atti-
tude at its most self-abnegating.
Another way to characterize the ironic moment in One-dimensional Man is to identify
it with what is sometimes called “stable irony,” which J.M. Bernstein describes in The Phi-
losophy of the Novel as dividing:
[The] readership into “us” and “them,” aligning the knowing reader with the author in a space of
truth, a space free from vanity and self-deception […] the epistemic effect of a stable irony is to
establish a community between author and reader, a community of the undeceived, a commu-
nity of truth whose authority is the authorial separation of appearance and reality which only the
knowing can recognize (Bernstein, 1984: 161).
As in the case of Socratic irony, it can employ temporary dissimulation in the service of ul-
timately moving us towards virtue. For all its apparent despair, One-dimensional Man was
in fact written with the faith that such a community, however small, could exist and grow.
And as the success of the book in stimulating its expansion shows, it was for a while at least
a viable assumption. In fact, that we are still reading it today, fifty years later, suggests that
such a community of readers who find themselves largely in agreement with its arguments
has not entirely vanished.
But I also think we would be fooling ourselves if we didn’t take seriously the intervening
changes, what at the beginning of this paper I described as the ironic jokes played by history
on many of those arguments. As a result, it is increasingly difficult to mobilize the confidence
that we are part of a meaningful “community of the undeceived” who really know which
way history is going or even should be going and can make sense of the forces or agencies
that will help us move in the right direction. For we may well be closer to a situation al-
ready characterized by Jürgen Habermas back in 1985 as “die neue Unübersichtlichkeit,” the
“new unsurveyability” (Habermas, 1985) in which we cannot plausibly adopt the position
of a world-historical narrator capable of sustaining the stable irony based on an imagined
In his ironic-equivocal speech [his curse] Oedipus knows of the tragic-ironic reversal of his pros-
perity into adversity because he stands in relation to himself at the ironic distance of the spectator.
And by means of this ironic-equivocal speech Oedipus brings about the tragic-ironic reversal of
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his prosperity into adversity because he stands in relation to himself at the ironic distance of the
author [in the sense of unwittingly authoring his own fate] (Menke, 2009: 50).
In other words, the subject-positions of the unwitting author of an ironic reversal, who
is responsible for doing the deed, and that of the knowing spectator who understands its
meaning from afar merge in the end. Much can be said about this merger, but what is im-
portant for our purposes is that it precludes the “cool conduct” of both the cynical ironist
and the beautiful, but detached soul hovering above the world. Instead, it embodies at least
in part that engagement in existence that both Kierkegaard and Hegel defended, each in
his own way, an engagement that implies that irony need not be without practical impli-
cations in the way we confront the challenges of life, even if we cannot always bring about
exactly what we intend.
The implication of all this will, I hope, become clearer if we turn in conclusion to yet an-
other commentator on the meaning of irony, the philosopher and psychoanalyst Jonathan
Lear, who titled the Tanner Lectures on Human Values he gave at Harvard in 2008 A Case
for Irony (Lear, 2011). Drawing on Kierkegaard’s analysis of Socratic irony, but distancing
himself from the Dane’s negative interpretation, at least in his early writings, of its dangers,
Lear argues that an ironic existence can be a productive path towards what he calls the pur-
suit of human excellence. To the extent that it is a form of detachment, it is detachment from
social pretense, alienation from given social roles, but is also one accompanied by a kind of
uncanny longing for what is lost. Thus, “developing a capacity for ironic disruption may be
a manifestation of seriousness about one’s practical identity. It is not merely a disruption of
one’s practical identity; it is a form of loyalty to it” (Lear, 2011: 22). That is, it involves a rec-
ognition that although the pretense of already living up to ideals needs to be shattered, the
ideals themselves can still function to impel us forward. Is there a way in which this personal
quest has an implication beyond the self, an implication that might even be understood as
political? Lear contends that the point of irony correctly understood is
[…] not simply to destroy pretenses, but to inject a certain form of not-knowing into polis life….
it shows the difficulty of becoming human: not just the arduousness of maintaining a practical
identity in the face of temptation, but the difficulty of getting the hang of a certain kind of playful,
disrupting existence to understand –that is, to grasp practically– the limits of human understan-
ding of such excellence (Lear, 2011: 36).
Rather than leading to the superficial relativism of Rorty’s liberal ironist who distrusts all
final vocabularies and refuses to see any narrative as definitive, Lear claims that this kind
of irony can lead to a more serious and intense engagement with what turns out to be one’s
own final vocabulary.
Taking off his philosopher’s hat and putting on his psychoanalyst’s, Lear then argues that
unconscious psychic fantasies are a source of the ideal that we still yearn for when we real-
ize the inadequacy of social pretense and allow an uncanny return of what is repressed, an
unheimlich refusal to be “at home” in the present world and in our present identities. Rather
than understanding psychic unity on the basis of ego strength to be the ultimate goal of our
lives, he argues that experiencing the ironic disruption produced by this return is a much
clearer sign of a life well lived. Instead of seeking to tame our desires and relinquish our
fantasies in the name of ego-strength or rational mastery,
[…] it would seem to be rational to call into question the ultimate rationality of the picture of ra-
tionality as simply consisting in my ability to step back and reflect on how well or badly items of
consciousness conform to my conscious practical identity (Lear, 2011: 67).
Irony therefore allows us to remain within the unresolved tension between what in the
terms Christoph Menke introduces in his discussion of tragedy are the “irony of agency”
and “the poet’s irony” in the sense that it involves a certain responsibility for our destinies
with an awareness that there are times when we have to surrender to forces or desires that
are outside of that control. But unlike the tragic outcome of an Oedipus Rex, in which both
ironic reversals conspire to turn our prosperity into adversity, it has the opposite potential:
to move us towards more meaningful lives well spent in the pursuit of ideals worth pursuing.
In short, we know we are not fully in control, but we don’t relinquish the responsibility of
acting as if our actions are meaningful in determining outcomes.
And so, we arrive in conclusion back at One-dimensional Man with an enriched under-
standing of the role of irony in its underlying make-up. For if we concede the untenability
of the larger world-historical narrative that Marcuse himself could not entirely abandon,
we can still find in his insistence on the superiority of a two-dimensional understanding
of the human condition over its one-dimensional alternative something akin to what Jon-
athan Lear calls the committed pursuit of personal excellence, albeit with the potential to
transcend the purely personal. It as an ironic attitude that is neither cynical nor disengaged,
but instead resists accommodation to social pretense and draws on the unfulfilled fantasies
of our unconscious to fuel our striving beyond the status quo. Like the irony Menke dis-
cerns in Greek tragedy, it both acknowledges the force of external circumstances and the
vagaries of fortune, but also helps us to see that we are responsible at least in part for our
fate. It may not provide the reassurance of Socratic or dramatic irony at its most knowing,
but in a world that will not grant us such knowledge, it keeps alive the negative power of
two-dimensionality that Marcuse so eloquently defended. It may not lead to a melodramatic
Great Refusal intransigently rejecting the totality of oppressive circumstances in our lives,
but it may give us the resilience to keep marshalling all the little refusals that can make even
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damaged lives worth living. And in so doing, it may also inspire a meaningful political en-
gagement, one that moves beyond the pursuit of personal excellence to something larger. In
that pursuit, there may well be a positive role for irony with all of its inherent two-dimen-
sionality and resistance to settled meanings, rather than rejecting it as merely a marker of
impotent cynicism, aesthetic escapism or the reveries of a beautiful soul hovering above a
fallen world it cannot hope to change.
Martin Jay is the Sidney Hellman Ehrman Professor of History at the University of Cali-
fornia, Berkeley. Martin Jay’s recent research interests include European intellectual history
(19th -20th Century), Marxist theory, visual discourse and culture, lying in politics, and mo-
dernist nominalism. His research interests have been groundbreaking in connecting history
with other academic and intellectual activities, such as the Critical Theory of the Frank-
furt School, other figures and methods in continental Social Theory, Cultural Criticism,
and Historiography, among many others. He is the author of many books, including, most
recently: The Virtues of Mendacity: On Lying in Politics (2010); and Essays from the Edge:
Parerga and Paralipomena (2011); Reason after Its Eclipse. On Late Critical Theory (2016).
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The author, a well know theorist and activist of El autor, teórico y activista del movimiento de
the civil rights movement and the movement los derechos civiles y de los movimientos contra
against the Vietnam War, published the first la guerra en Vietnam, publicó la primera parte
part of this article in 1968. There, he analyses de este artículo en 1968. En él, analiza la emer-
the emergence of the New Left in the United gencia de la Nueva Izquierda en Estados Unidos
States –and its global connection– through the –y su conexión global– a partir de la estructura
social structure, the actors’ class background social, la pertenencia de clase de los propios ac-
and their cultural configuration to account for tores y su configuración cultural para dar cuenta
the aspirations and limits that accompanied the de las aspiraciones y limitantes que acompaña-
middle class youth that lead this movement. The ron a la juventud de clase media que encabezó
dilemmas that emerged between the racial, eth- este movimiento. Los dilemas que emergieron
nic, social and economic axes that defined the entre la configuración étnico-racial, social y
actors framed the diverse social movements and económica de los actores enmarcados en el mo-
throw light on the promises, scope and weak- vimiento por los derechos humanos arrojan luz
nesses that characterized them. sobre las promesas, alcances y debilidades que
In the post scriptum, written explicitly for éste tuvo. En el post scriptum, escrito explíci-
the Revista Mexicana de Ciencias Políticas y So- tamente para la Revista Mexicana de Ciencias
ciales 50 years later with a great analytical and Políticas y Sociales 50 años después, con una gran
existential wisdom, the author inspects the way sabiduría analítica y existencial, el autor revisa
in which class profile, radicalization and sepa- el modo como el perfil de clase, la radicaliza-
ratism led to an isolation of the New Left from ción y el separatismo condujo a un aislamiento
the natural support basis it should have reached. de la Nueva Izquierda de las naturales bases de
It evaluates the consequences of its integration apoyo que debió haber alcanzado. Evalúa las
either to the Old Left or to the system, as it ma- consecuencias ya sea de su integración a la Vieja
nifests in the turn towards right that progressive Izquierda o bien al sistema, tal como se mani-
and democratic sectors had in the United States. fiestan en el viraje a la derecha que los sectores
∗
Institute for Advanced Study, School of Social Science, Princeton University. E-mail: <walzer@ias.edu>.
Keywords: New Left; 1960s civil rights move- Palabras clave: Nueva Izquierda; movimiento
ment; Vietnam War; movement radicalization; de derechos sociales de los sesenta; guerra de
political theory; United States. Vietnam; radicalización del movimiento; teoría
política; Estados Unidos.
Introduction
It is not easy to get at the New Left. Already encumbered with its own myths, hard
pressed by the endemic frustrations and outrages of American society, racially split, infil-
trated by Old Left sectarians, the object of a curious literary cult, it is no longer the open
movement of the early sixties with its buoyant optimism and transparent passion. Whe-
ther anything at all survives of the radical efflorescence of those years is itself a question. I am
going to answer that question in the affirmative, but only after a rather tortuous descrip-
tion of what has been a tortuous, though also very short, history. Rarely in the past has a
“new” radicalism been confronted so quickly with so many impossible cho·ices; rarely has the
political resiliency and stamina of the young been so severely tested. Today, a sense of isola-
tion, an embittered mood, a dangerous desperation mark many elements of the New Left
like so many scars of battles fought and lost: the collapse of the civil rights movement, the
failure to organize the poor, the continued escalation of the Vietnam war.
The war is perhaps the most important explanation for all that has happened. It is
for many of us, and especially for young radicals, a daily humiliation simply to live in the
United States while that war is waged in our name. And that humiliation breeds the terri-
ble anger (and the self-hate) and the desire for dramatic “confrontations” that have become
characteristic of many student leftists. But there are other reasons, if not better ones, more
deeply rooted in the experiences of the past seven years.
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Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales⎥ Universidad Nacional Autónoma de México
Nueva Época, Año lxiii, núm. 234 ⎥ septiembr-ediciembre de 2018 ⎥ pp. 85-98⎥ ISSN-2448-492X
doi: http://dx.doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65558
As a visible political movement, the New Left has its origin in the wave of sympathy and
support for the Negro civil-rights struggle that swept northern campuses in the early six-
ties and culminated in Mississippi Summer 1964. But if the militancy of black students
is easy enough to account for, that of their white counterparts is not. Negro radicalism,
even in its most extreme forms, fits admirably into any of a dozen conventional explana-
tions; the white New Leftists are harder to figure out. The struggle for civil rights was
less the cause than the occasion for their commitment. Once the call went out, it be-
came clear that many of them had been waiting –but why had they been waiting?– and
that they had been prepared for political action by something other than the sheer oppres-
siveness of their surroundings.
New Leftists tended to be middle-class students, often at the most prestigious of our
universities. Theirs was the radicalism of a generation for whom neither security nor money
had ever been a problem. Their parents, by and large, had been children during the worst
of the Depression, had married and raised families of their own during the War and the
post-war boom of the forties, and had rarely managed to convey to their offspring any
sense but that of easy expectation. They had outlived, outgrown, or outmanoeuvred the var-
ious radicalisms of their youth, arriving finally, many of them, at a state of mind which
eager sociologists called the end of ideology. They were comfortable, often newly comfort-
able, and their children inherited from them, in addition to their comforts, only the
vaguest idealism, corroded by a new and very strong feeling for the possible pleasures of
private life. Yet many of these same children became New Left radicals.
It is a cliché of current political analysis that the New Left grew up as a youthful re-
volt against the emptiness and hypocrisy of middle-class life. As with most other clichés,
there is a truth here, but a truth badly stated. Middle-class life is both interesting and
honest enough so long as its discipline serves a real purpose, that is, the pursuit of security
and wealth by men and women who possess (or remember having possessed) neither.
The radicalism of young people today is not so much a revolt against the emptiness of
their parents’ lives –for their parents’ lives have often been full of struggle, risk-taking,
and achievement– as against the possible emptiness of their own lives were they simply
to take over what their parents have won. For many of them the discipline of profes-
sional careers and suburban respectability makes no sense: it will bring them nothing
they don’t already have.
Like every new generation, they want useful and exciting work to do. But what is
the useful and exciting work of the post-affluent generation? There is a very old “Old Left”
answer to this question, to the effect that only when material goods have been won is it
possible to pursue moral goods. “ First feed the face, and then talk right and wrong.” The
faces of middle-class America are well-fed, so now it is the time to talk. And of course the
first thing young people have to say is that the world they would have inherited (and
will yet inherit) from their parents is all wrong. They mean partly that it is wrong that
their easy affluence isn’t more widely shared, that in the pursuit of security and wealth
so many Americans have been left so far behind.
But the specific content of New Left radicalism is not determined by the culture of
poverty any more than it is determined by southern Negro culture –neither of which it’s
leading participants can possibly know, but rather by the culture of plenty. And what
New Leftists dislike about the culture of plenty is precisely that controlled efficiency, that
careful calculation, that concentration on self and family, that inwardly focused zeal, all
of which have been central to the rise of the middle class as a whole and of this or that
ethnic group into the middle class, and all of which today’s poor will one day emulate.
The politics of this culture is largely passive (whatever its conventional moral commit-
ments), marked by the same inward concentration: middle-class Americans surrender
almost eagerly the very idea of an active public life, forgo the excitements of political
action, and seek instead (and get) protection and peace of mind at the hands of a benev-
olent state bureaucracy.
The New Left defines itself by opposition: hence its counter-ethos, focused outward,
reaching for personal contacts beyond the family circle, emphasizing spontaneity and open-
ness. And hence its counter-politics, demanding a share in the perils and pleasures of power,
planning to replace benevolent administration (or certain specified benevolent administra-
tors) with small group democracy and popular participation. It might well be said of most
New Leftists that they can afford to be warm, loose, open, and free; that they have time
enough and to spare for public activity; and that they have been well trained indeed in all
the skills necessary for political participation. But this is no disparagement of their zeal; it
merely suggests that their zeal is closely connected, as is everyone else’s, to their social po-
sition. New Leftism is the politics of a post-affluent class, or of some part of that class, and
is probably a politics fully available only to members of that class.
Unfortunately, however, it has only sometimes been possible for young radicals to
centre their activities in those social areas or to concentrate on those issues where their
ideology and experience are directly relevant. Most often they have been driven by the
condition of their society and by the moral demands of their age to involve themselves in
the life and politics of pre-affluent groups. Thus, some of them have engaged themselves
in the Negro struggle for equality and others in the war (some even in the War) on poverty.
And they have sought, as best they could, to apply their ideology and act out their zeal in
radically unfamiliar circumstances.
The primary result of this effort is the theory and practice of community organizing,
the central theme and the dominant mystique of the New Left today.
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Community Organizing
Stage one: passivity –sporadic violence. This is a period of oppression sullenly endured.
Poverty is opposed and sometimes overcome only by individual efforts. The poor, whether
identified ethnically, racially, or simply economically, constitute what Marx called a class
in itself but not for itself. Its members are invisible as men; they are treated in effect
like things. Occasionally they rebel against this treatment, but the rebellions are formless,
without discipline or program, rural or urban jacqueries.
Stage two: early mobilization –demonstrations, riots– sectarian activity. Now group
consciousness begins to develop and with it there comes aproliferation of (generally tiny)
associations of militants who claim to represent the group as a whole and who turn
out radical, often imaginative, programs in its name. Sometimes these are secret associ-
ations, pledged brotherhoods with blood oaths and an esoteric lingo; sometimes open
bands of ideological zealots; sometimes they are made up of home-grown militants;
sometimes, as in the case of the New Left today, of missionary radicals. These sectarian
clubs really represent nobody, but they do help to stir up and they also symbolize a new
mood of self-assertion, manifest also in demonstrations, strikes, and riots –in which the
sectarians play a part, sometimes an important part. None of these, however, can yet be
sustained; nor, when they are brutally suppressed, do they leave behind significant or-
ganizational residues.
Stage three: high mobilization –political parties and machines, trade unions. Genu-
inely representative organizations at last appear, usually operating within the political
or economic system, challenging its present elites but not necessarily its basic structure.
These organizations can be more or less radical in character, their agitators commonly
employ a populist rhetoric of one sort or another. The sectarian militants are gradually
pushed out of them, however, as large numbers of men and women rush to join, ready
now to accept the discipline and share in the hard work necessary to sustain co-operative
action. Bloc voting and strikes are typical expressions of the new political competence
of previously oppressed and excluded social classes. Both, it should be said, have only
limited purposes.
Stage four: partial success –accommodation. The oppressed groups, or a significant num-
ber of their members, break into the affluent or near-affluent world, which expands to
admit them. Unlike the old aristocracy, the Western middle classes seem capable of in-
finite expansion. This is true in large part because of the economic growth which they
champion, but it is also true because the middle classes have no exclusive style; their way
of life can be imitated and sustained at different income levels. Hence rising groups have
been able to establish themselves, if not on the peaks of bourgeois wealth and power, then,
so to speak, on the slopes –higher or lower. They seize one or another local government,
and use its financial resources to help themselves. They win bargaining power in one or
another industry and use that to boost wages, establish grievance machinery, etc. These
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are real successes, which should not be denigrated; they are also partial successes, which
do not fulfil the programs of stages two and three.
Stage five: demobilization –bureaucracy. Even partial successes have to be defended, but
they don’t have to be defended by the same kind of organizations that achieved them. The
relatively high level of mobilization and action necessary to the achievement now ceases
to be necessary. Active participants are largely displaced by competent bureaucrats; open
struggle gives way to private negotiation. Tests of strength still occasionally occur; it is
possible to imagine temporary reversions to stage three. But by and large accommoda-
tion works; it gives rise to a characteristic passivity, manifest now as privatization, the
enjoyment of the limited delights of middle-class society, the rearing of children capable
of a new discontent.
This is the long-term process into which New Leftists have inserted themselves by jour-
neying south or into the slums and ghettos of our northern cities. Their stated purpose is
to avoid its likely outcome. They are, after all, the products of that outcome, and so they
know or think they know, and even more they feel, how awful it is. I suspect they have
some difficulty communicating that sense, even if it does serve to reinforce the natural de-
fensiveness of oppressed and deprived social groups. Has there ever been a myth more
generally useful than that of the poor little rich boy, here personified by the young radical
from the suburbs who seeksrefuge in the slums? But since this young radical is committed
to teaching slum dwellers those political skills necessary toescapethe slums, and sincethat
escape is widely desired, his position must be extraordinarily ambivalent and painful.
For where will the poor go when they escape (either individually or collectively) except
into one or another section of middle-class America? This is a difficulty which some
New Leftistshave resolved byfinding, orpretending to find, values among the poor superior
to those they knew at home; the poor already have a collective life –a life focused outward
to the street and the gang rather than inward to the family– and, above all, a personal
looseness and spontaneity which any middle-class American, so it is said, might well envy
(and which many do envy). Hence they need freedom and power –to be what they are–
rather than bourgeois wealth and security. Possibly a discovery of some moral significance
is involved here, even if it is often marred by a perverse sentimentality. But what political
conclusions can be drawn from it? On the one hand, the poor cannot win even minimal po-
litical power without transforming themselves, not totally, but in important ways. And on
the other, post-affluent middle-class men and women cannot become either poor or Ne-
gro, no matter how hard they try. Such parallels as may exist between New Left and ghetto
styles are temporary and coincidental, not harbingers of a shared future.
In practice, New Left community organizers move in two rather different directions,
both of which lead them away from the specific content of their own ideology, away from
participatory democracy if not from small groups. Some of them –perhaps the best of
them– throw themselves into the conventional Old Left work of organizing the poor into
unions and political machines, striving for marginal differentiation, but often rediscov-
ering Old Left illusions about the long-term effects of their work. They argue, as Marxists
did before them, that this time accommodation will not be possible, this time the orga-
nized poor will lead a revolution rather than another invasion of middle-class society.
Other New Leftists have pursued the logic of their sentimental identification with the poor
as far as it will go. They identify not only with the American poor, but with the poor the
world over; they see the ghetto writ large in the Third World; they describe ghetto riots and
guerrilla insurrections as if they were the same thing. They extend their commitment at
the expense of its efficacy and perhaps because it has had, so far, so little efficacy. And
then they eagerly await what they can hardly participate in: an apocalyptic Third World
challenge to the America they grew up in. What the American poor make of all this
can only be imagined.
New Leftists went into the slums for two reasons: because they were conventional mid-
dle-class youth, well-trained and highly competent, with something to teach; because they
were unconventional middle-class youth, radically discontented, contemporary narodniks,
certain that they had something to learn. The two reasons were both good ones, but
the tension between them was hard to live with, especially in difficult conditions of daily
struggle and danger. What has often (not always) happened, I think, is that middle-class
radicals at work in the slums and ghettos have lost confidence in their own talents, above
all in the value of their critical faculties and self-discipline, and have become the passive
advocates of the going form of slum and ghetto militancy (as of the going form of Third
World militancy), whatever its precise content. This is perhaps especially the case with
Black Power, which seems so entirely at odds with any authentic New Left ideology, but
which few New Leftists would today repudiate. It is also true more generally: the moral
and psychic tensions of the encounter in the ghetto, for example, go a long way toward ex-
plaining the current New Left view of violence, with its peculiar mix of fascination and fear.
Violence is one of the things middleclass radicals learned about among the poor, from
the poor themselves, and from the oppressors of the poor. The New Left originally was
committed to non-violence, indeed to a special sort of gentleness, openness, personal
contact, and cooperation –all of these post-affluent values. America as a whole was and
is differently committed, and the politics of personal contact was first transformed into
the politics of “confrontation” with all its rhetorical extravagance and misplaced emo-
tion through the experience of community organizing, the encounter with the other
America. The young missionary in the slums had endlessly to prove himself in the face of
local suspicion and police brutality. Often in proving himself he lost, himself, surren-
dered his special vision and his greatest strengths, and ceased to be useful to the people
he had come to help. Among experienced New Leftists, community organizing is said to
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have a “ radicalizing” effect; perhaps it does; it also has an alienating effect, turning mid-
dle-class radicals into vicarious guerrillas and Leninist ideologues –neither of these being
much-needed sorts of people in America today.
The continued escalation of the Vietnam war has served to aggravate all these tendencies.
It over-determines the New Left thrust toward rage, alienation, self-hate, and ideologi-
cal rigidity; it produces an apolitical politics in which what seems to be at issue is more
often the integrity of the individuals involved than the policy of the state. I don’t mean
to suggest that the New Left response to the war –there hasn’t, of course, been a uni-
form response– has been irrational or even that it’s wrong; I’m not sure what a proper
response would be. America these days is infinitely hard on its radicals. All of us have
come, however reluctantly, to share Allen Ginsberg’s vision: “I saw the best minds of
my generation destroyed by madness, starving, hysterical, naked.” Perhaps New Lef-
tists are especially susceptible, and not only because they are –as they undoubtedly
are– among the best minds of the new generation; they are especially susceptible also
because of their anomalous position in the other America. Their authentic ideology is
a response to the special world of affluence, efficiency, and bureaucracy; their authen-
tic politics is one of participation and personal responsibility. But neither this ideology
nor this politics provides any adequate means of coping with a brutal, immoral, and
seemingly endless war, or with the men who carry on that war. In a peculiar way New
Leftism is parasitic on liberalism; it takes off, so to speak, from the peaks of liberal suc-
cess. When liberals act like the ugliest reactionaries, the New Left is disarmed –capable
certainly of the most passionate denunciations, the most outraged expressions of be-
trayal and contempt, all of this well-deserved, but utterly incapable of effective action and
sometimes even of coherent thought. Young radicals have talked a great deal about
building a mass movement against the war, but the techniques they have adopted (and
which are probably most appropriate to them) are ill-suited to that goal. They tend ins-
tead to create enclaves of moral men in an ugly and insane world, men whose mark is
not their commitment of middle-class competence and discipline to a cause, but rather
their willingness to “put their bodies on the line.” But what else ought they to do? It is
not as if anyone had succeeded in building an anti-war movement distinguished by its
size, its unity, or its effectiveness, which New Leftists might join or where they might
work part-time even while maintaining their enclave. In the absence of a meaningful
liberalism the burden of moral expression has fallen disproportionately on them, and
they have both assumed that burden and suffered from it.
At the same time, the war has intensified an ideological development that began
in the slums. It has led New Leftists to see the affluent world from which they came
as a world literally dependent upon the systematic exploitation of masses of men at
home and abroad. The theory of imperialism is today more widely accepted in the
United States than at any time in the recent past (with some reason, after all), and
this means that one of the most important Old Left ideologies has become a prevalent
New Left ideology. The more post-affluent radicals are driven to confront the pain-
ful realities of the pre-affluent world, the more such old ideologies are likely to gain
ground. For they have, whatever their intellectual cogency, a certain moral relevance
to the social conditions in which they were bred. Not necessarily such a relevance as
will make them useful guides to political action: their effect is more often to make
possible plausible explanations for the failure of whatever action is undertaken, and
then to provide plausible reasons for a withdrawal from a corrupted America into
sectarian rectitude. So the New Left inherits not the victories but the defeats of the past,
and insofar as it makes its peace with that inheritance, begins to transform itself from a
moral enclave into a political sect. That transformation has not yet gone very far; the New
Left still possesses many of its original qualities. Whether these can survive the Vietnam
war, however, is a hard question.
So long as that war continues, opposition to it is bound to grow, and the New Left
forms of that opposition –most crucially draft resistance– are also going to grow. Draft
resistance is not likely to end the war; nor is the New Left, having carried personal respon-
sibility to such a pitch, likely to function usefully in whatever more moderate anti-war
movement the country may eventually produce. Too many New Leftists have come
to doubt the very capacity of the country to offer a politics they might support. The best
that can be hoped for is that draft resistance will shame liberals into a less pusillanimous
opposition to the war. Then the moral fellowship that it generates in the New Left will not
be so totally alienated from American life as to be incapable of functioning creatively in
the post-war world.
Post Scriptum
I wrote this essay early in 1968; it was published that same year. I am writing now half a
century later. My account of the New Left was based on personal experience; I was inten-
sely engaged in both the civil rights and anti-war movements. But I was a little older than
the student radicals, and I had effectively aligned myself with the “old left” by joining the
editorial board of Dissent magazine. So I worked closely with my more youthful comrades
–but also watched them with a sometimes wary eye. I think that my account of their poli-
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tics and of its likely ineffectiveness was mostly right; my sense of their (and our) future was
mostly wrong. Here in the United States, it’s not been a good half century.
The breakup of the 1960s Left continued in the years after 1968. A strident militancy
replaced community organizing, both among black civil rights activists and among the an-
ti-war warriors, who were almost entirely white. The nationalism of the Black Panthers, who
paraded proudly with guns in hand, may have met some kind of emotional need, but it did
not make for an effective politics. Minorities need allies; they need to build coalitions if they
are to advance their interests, and the Panthers were determined to go it alone.
The militancy of anti-war politics was of a similar kind, drifting toward violence, aim-
ing to “bring the war home.” The fact is that we, the anti-war activists, had already, by 1968,
turned the country against the war. And now we needed to take credit for that, claim vic-
tory, even if it was incomplete –and work to build the largest possible movement to actually
stop the war. But that’s just what we didn’t do. Militancy and violence produced a sectarian
politics; the war dragged on, and the New Left pretty much disappeared. Well, there was a
brief appearance of an American Maoism--much less interesting than the French variety.
What happened to the young radicals? Some of them simply returned to the middle class
from which they had come; they became, as one of their sharpest critics remarked, dentists.
The best of them, after some period of recovery, joined the older left and went to work with
labor unions and the established organizations of the liberal-left –defending free speech,
voting rights, and the welfare state. Many of the women of the 1960s became the feminists
of the 1970s. Feminism and gay rights are the success stories of the past half century.
But the larger success that I foresaw –of blacks, and women, and Hispanic and Asian im-
migrants, and every minority group, fighting their way into a steadily expanding and more
and more secure middle class– has not come to pass. That kind of success depended on an
expanding economy and also on the ability of the old left, of the labor movement and its
allies, to shape economic policy. Instead we have endured neo-liberal economics, growing
inequality, and the creation of a new class, the “precariat”–men and women living on the
edge, their lives precarious, their income and well-being vulnerable to unemployment and
foreclosure. And the Democratic Party, which looked in the 1930s and again in the 1960s
as if it were becoming the American version of Social Democracy, drifted rightwards and
became the advocate of a gentler neo-liberalism.
The New Left, of course, disdained social democracy, but that was in fact the future it
should have aimed at –the best we could have done. I now suspect that the drift of Amer-
ican politics toward the right and then the farther right began in the 1960s. Let me tell a
story that suggests the beginning.
In 1967 I was co-chair of the Cambridge Neighborhood Committee on Vietnam. We
were attempting to organize the city against the war. As part of our organizing effort, we put
a statement on the election ballot affirming the city’s opposition to the war –so we could go
door to door asking for votes. In the November referendum, 40% of the Cambridge elector-
ate voted against the war. A graduate student in sociology did a statistical study of the vote
and discovered (to our dismay) that the greater the value of your house, the higher the rent
you paid, the more likely you were to vote against the war. We lost every working class, ev-
ery ethnic neighborhood, in the city.
We should have expected this, though being old and new leftists, with conventional views
about the working class, we didn’t. The people canvassing for us were middle-class students,
just like the students I described in my essay. Because they were students and while they
were students, they were exempt from the draft. Going door to door, they were talking to
people whose kids weren’t exempt; many of them were in Vietnam. This was a cross-class
engagement, but not one that pushed worker families toward the left. The push was in the
other direction –and it was greatly intensified by some of the anti-war activists who insisted
on carrying Viet Cong flags in every demonstration. We offended the patriotism of the peo-
ple we were trying to convince. We should have been carrying American flags and arguing
that patriotism required opposition to the war.
So that was the beginning of the Left’s break with its natural (as we thought) constit-
uency –the first appearance of the people who became the “Reagan Democrats,” many of
whom, with their children, ended up voting for Donald Trump. Of course, many other
things happened between 1968 and 2016. The rightward drift of many (not all) American
workers doesn’t have to do only with the supposed lack of patriotism on the left. Social is-
sues like abortion and gay marriage, which didn’t figure at all in New Left politics, have also
had a major impact. But the simple fact that the Left can’t mobilize its old class base goes a
long way toward explaining our current situation: inequality, vulnerability, anger, frustra-
tion –and Trumpism.
But maybe, just maybe, we are on the brink of a leftist revival –which will be, again, the
work of the young.
Michael Walzer
August, 2018
96 ⎥ Michael Walzer
Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales⎥ Universidad Nacional Autónoma de México
Nueva Época, Año lxiii, núm. 234 ⎥ septiembr-ediciembre de 2018 ⎥ pp. 85-98⎥ ISSN-2448-492X
doi: http://dx.doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65558
Michael Walzer is Professor Emeritus at the Institute for Advanced Study. He is one
of America’s foremost political thinkers. He has written about a wide variety of topics in
political theory and moral philosophy, including political obligation, just and unjust war,
nationalism and ethnicity, economic justice, and the welfare state. He has played a critical
role in the revival of a practical, issue-focused ethics and in the development of a pluralist
approach to political and moral life. He served as co-editor of the political journal Dissent
for more than three decades, retiring in 2014. Currently, he is working on issues having to
do with international justice and the connection of religion and politics, and also on a co-
llaborative project focused on the history of Jewish political thought. Walzer’s most recent
books include Arguing about War (2004), and Paradox of Liberation (2015), A Foreign Po-
licy for the Left (2018).
ABSTRACT RESUMEN
In this article, the author offers an approach to En este artículo el autor ofrece un acercamiento
his personal and academic development during a lo que fue su formación personal y acadé-
the 1960s and how they laid the foundations mica durante la década de 1960 y cómo ellas
for his contributions in the field of sociology. sentaron las bases para sus contribuciones en
Pointing out those years as a moment in which el ámbito de la sociología. Señalando esos años
a tumultuous social conscience, strongly in- como un momento en el que una tumultuosa
fluenced by the New Left, broke with the static conciencia social, fuertemente influida por la
rationalization of modernity, the author analyzes Nueva Izquierda, rompió con la racionalización
his radicalization in Marxism during his student estática de la modernidad, el autor analiza su
years at Harvard and his eventual distancing radicalización en el marxismo durante su estan-
from it. He also explores how the Vietnam war cia en Harvard y su eventual distanciamiento
and specific events of the time shaped an enti- del mismo. Asimismo, relata cómo la guerra de
re generation, through pointing to the possible Vietnam y ciertos eventos específicos de la épo-
existence of alternative social orders. ca moldearon a toda una generación, a través de
apuntar hacia la posible existencia de órdenes
sociales alternativos.
Keywords: May 1968; 60s’ generation; Sociolo- Palabras clave: mayo del 68; generación de los
gy in the 1960s; New Left; cultural theory. sesenta; sociología en los sesenta; Nueva Iz-
quierda; teoría de la cultura.
∗
Lillian Chavenson Saden Professor of Sociology, Yale University. E-mail: <jeffrey.alexander@yale.edu>. This
article re-elaborates a previous version included in Sica and Turner (2005).
There are currents that run through the affairs of men and women. They wash over us,
cleanse us, and push us head over heels into some unknown place. They knock us over,
wear us out, and sometimes almost kill us. They leave us gasping in their wake and grate-
ful for being left alive.
The sixties marked another episode in the long history of rebellions against this worldly
asceticism that challenge standard understandings of “modernity.” Even modernity’s great-
est champions knew that the rationalization of the world comes at a price. Weber heard the
sirens of this-worldly mysticism, eroticism, estheticism, and fundamentalism, but thought
they could be resisted. Marx believed that communism would get the problems right, and
provide an alternative modern world. Durkheim put his faith in the secular sacred. Simmel
looked to art. Parsons saw the other side of the pattern variables, and the strains modernity
placed on men, but believed that balance could be preserved by hearth and home. Habermas
looked nostalgically at the life world, but thought it could be insulated from instrumen-
tal rationality and segregated in the ethical sphere. Modernity’s critics, of course, had an
easier time. Condemning modernity as abstract morality, Nietzsche yearned for myth and
Dionysus. Dismissing modernity as disciplinary rationality, Foucault pursued the private
cultivation of the aesthetic self, finding release through ecstatic, transgressive experience.
Awareness of the doubleness of modernity has never been organized into a systematic
theory of the emotional and moral contradictions that simultaneously fuel and threaten to
destroy it (Alexander, 2013). But the contradictions are there, in the real life of modern so-
cieties for all to experience and sometimes even to see.
The cost of rationalization is a tumultuous unconscious. Individuals slip fully into the
unconscious during nighttime dreaming, but they are also continuously motivated by un-
conscious fantasies when they are awake, even if they are able to keep such unconscious
“primary process” disciplined by the reality principle in emotionally relatively adaptive
ways. There is social unconscious too, and it is informed by the tumultuous unconscious
of individuals; it is revealed in the dreams and nightmares that propel popular symbolic
life, in movies and television dramas about love and sex, death and violence; in painted and
sculpted representations of primordial archetypes, transcendental tranquility, and chaotic
passion; in novels about adventure beyond control, intimacy beyond conflict, and remorse
without end; in music that is apocalyptic beyond imagination, ecstatic beyond reason, and
sublime beyond our most luxuriant dreams.
The dreams of popular culture are the messengers of the social unconscious, revealing
the underside of modern order (Danesi, forthcoming). This underside is real. It may not
take an institutionalized form, but it provides constant temptation, promising transcendence
and threatening damnation beyond good and evil. It fuels social, ideological, and religious
movements, utopians hopes for civil and personal repair, for social justice and love, and
dystopian dreams of revenge and destruction.
There are times in human history when the social unconscious breaks boldly into the light
of day. Such outbreaks mark wars and revolution, but, as well, the great public movements
of moral compassion and religious awakening that try to set things right in some funda-
mental way. Inchoate and diffuse, these moments point to alternative social orders even if
they do not clearly define them, much less indicate how they can be achieved. For all their
unrealism, these outbreaks provide the fuel that societies need to create and procreate. Ra-
tionalization can kill. Social life needs to be fed by the social unconscious if it is to survive.
The sixties marked a great outbreak of the social unconscious. In the last part of the 19th
century there had also been enormous waves of anxiety, utopia, and rebellion, in response
to the ratcheting up of economic rationalization in the bureaucracy-building age. In some
national contexts, these outbreaks helped to humanize capitalism and create social democ-
racy. In others, they unleashed the fanaticisms of fascism, communism, and militarism that
threatened to destroy civilization, and came very close. Yet, the turmoil, fears, and cross-
class solidarities generated during the Second World War had the effect of creating another
surge of social rationalization. The postwar settlement upgraded and enlarged rational con-
trol. Should it have been surprising, two decades later, that what Herbert Marcuse called
“surplus repression” in the most modernized societies became for many younger people
difficult to bear? (Marcuse, 1955).
The sixties were sparked by specific events and not only by such longstanding contra-
dictions in the collective unconscious of modernity. In the United States, the civil rights
movement opened up dreams of interracial harmony. The horrendous war in Vietnam pol-
luted America, the vanguard of modern rationalization, and triggered a vast social movement
for peace. There was also the emergence of a new kind of music, rock and roll, which fu-
elled a youth culture and allowed private visions of love and violence to take on new public
texture and economic might.
These secular rhythms and historically specific events entered the life cycle of my gen-
eration of Americans at a formative stage. Our socialization in the quiet 1950s and early
1960s had nurtured an ambition to fit in and to get ahead. We postwar baby boomers, like
our parents, were models of this-worldly asceticism and disciplined self-control. Yet, as
the popular culture of that time reveals, we also experienced the anxiety and the romantic
yearning that marks the doubleness of modern life.
During the sixties, the social unconscious reached up and grabbed us by our collective
throat. It shook us violently, and turned our world upside down.1 Our parents had deceived
us, our teachers were oppressors, our political leaders criminals, our criminals saints. The
1
Binary references to distopian and utopian themes of apocalypse and salvation were continuous themes in contem-
porary efforts to understand the sixties, e.g., Hayess (1969) and Dickstein (1977). On rock and roll as a continuation
of the Romantic movement in Western aesthetics, see Campbell (1987; 2006).
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old world was dying; a new one was being born. My generation experienced the sixties as
a liminal state. Teetering at the edge of the old times, we lived in a communitas that adum-
brated the new age, when the fragmented, isolated, and rationalized world of modernity
would be left behind.2
I was a sixties communard, a noncommissioned foot soldier in this new generational
army of social and personal salvation, struggling with “my brothers and my sisters” to
bring about the new world that we believed was already in the making. Fresh from the as-
cetics and romantics of Los Angeles public high school life, I arrived at Harvard College in
1965, just in time to catch the generational tidal wave as it gathered strength. I experienced
drugs, sex, and rock and roll in real time, my modernist dreams of grace through achieve-
ment for a while seeming almost completely fading away. So did my once powerful sense
of the realness of social reality, of the legitimacy of social power, of the reasoned basis for
the social and cultural structures of modern American life. The abyss had opened up. Ev-
erything holy was profaned; all that was solid was melting into air. I experienced the social
construction of reality.
Liminality ruled my sophomore year. Fellow editors at the Harvard Crimson, the qua-
si-professional student newspaper, provided my most rigorous education, and my most
coherent writing appeared in its feature pages. The year is frenetic in memory, an often un-
happy, sometimes ecstatic blur. When spring came, I threw open my living room windows
to blare Beatles and Stones songs into the Lowell House yard.
In my junior year, I began to stick my head above the ether and breathe the intellec-
tual air. With the bemused good will of my social studies tutor, Mark Roberts, I structured
an individual tutorial around writings on social utopia. Paul Goodman, Herbert Marcuse,
David Riesman, and Kenneth Keniston gave me my first sense of social theory, of how disci-
plined imagination can stretch abstract intellect to connect with emotional and moral need.
In my senior year, I joined the radical student group Students for a Democratic Society
(sds). Disrupting a faculty meeting to protest Harvard’s willing to host the Reserved Officers
Training Command (rotc), we received an official disciplinary warning. We threatened a
“sleep in” against Harvard’s notorious “parietals,” the restrictions on female visiting hours,
but they were relaxed before we could try it out. We organized a New Left study group,
meeting weekly in future socialist historian’s Michael Kazin’s college rooms. We wondered
whether there was a social theory that could tie the fragments of our lives together, fold
them into our overwhelming angst, and tell us how radical social change would make it go
away. In our intensive study groups, I first encountered such concepts as cultural contradic-
tion and post-industrial society. They seemed to explain our unhappy consciousness and
2
For an anthropological theory of communitas and liminality, see Turner (1995).
legitimate our rebellious actions. We felt angry because we were fodder for the new class,
being trained to produce commodities that nobody would need.
I experienced the aesthetic pleasure of an intellectual system. The same theory could ex-
plain the liberating qualities of the new world and the oppression of the old. This pleasure
was so vivid that I became a lifelong theorist. It made me thirsty for even bigger things. I
would eventually give up Marxism, and later Parsonianism, but I would remain commit-
ted to grand theory, the kind that C. Wright Mills, he of the pragmatic school of American
radicalism, claimed to despise (Wright, 1959).
That one could tie normative hope and empirical realism neatly together hooked me for
life. Sociological theory became sixties manqué. Intellectual ratiocination would provide an
antidote to social rationalization. The commitment to intellectual play remained long after
the commitment to the possibility of a world organized by social play disappeared (Brown,
1966). Creative social theorizing provided me a pathway from liminality to adulthood, and
eventually an income.
The sixties made me into a social theorist. It created the space not only to make the world
anew, but to think it anew, and to think about thinking it. Yet, while I shared this experi-
ence with many others, not only in the United States but also around the world, what we
took from the sixties was never exactly the same. Distinctive experiences in my life course
separated me from some of the influential themes of my intellectual generation, even as I
remained deeply connected to others. This dialectic of separation and connection led me
to cultural and democratic theory, which I continue to pursue today.
The cultural and political radicalism of the sixties focused on emotions and morality,
on the structure and restructuring of internal life. Subjectivity was everything, “changing
consciousness” and “raising consciousness” the mantras of the day. When I became a Marx-
ist, it was decidedly of the New Left kind.3 Materialism was our enemy, not only in society
but also in social theory. We associated orthodox, economistic Marxism with Soviet com-
munism, and we considered the latter to be an object lesson in social rationalization and
domination, not their alternative. Commodity fetishism was the force against which we
fought, not the poverty of scarce commodities. Weber’s iron cage and bureaucratic rational-
ity were the main dangers, not a particular kind of distributive regime. This was “Western
Marxism” with a vengeance, the very embodiment of the theoretical perspective at which
Perry Anderson would later take aim (Anderson, 1976), but which he and his colleagues
and predecessors in the New Left Review had done so much to spawn.
When we spoke about “interest,” it was not monetary but motivational. Making revolution
meant engaging in intensive dialogue, passionate social drama, and radical reinterpretation.
3
For some representative texts of this very particular Marxism, see, e.g., Sklar (1969); New Left Review (1977); Poster
(1975); Avineri (1969); Cockburn and Blackburn (1969); Marcuse (1964); Wellmer (1971).
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4
These lectures were published as Walzer (1970).
interpretation of inner life. The idea had come to me while reading Samuel Gompers’ auto-
biography, Seventy Years of Life and Labor (1920). It struck me that the centerpiece of that
Bildungsroman was Gompers’ vivid account of his narrow escape from horse-mounted mi-
litia during a labor strike in 1877, the “year of violence.” If he had not leaped into a sewer
and pulled a manhole cover over his head, Gompers believed, he would have been beaten,
possibly even killed. This psychological trauma, generated by imminent violence, remained
with Gompers for the rest of his life. It seemed to provide a subjective explanation for his
commitment to non-political, economic unionism. In my later theorizing about cultural
trauma, I formalized this early intellectual gut feeling in a more rigorous way (Alexander,
1982-1983; Alexander et al., 2004; 2012).
During my senior year at Harvard, my political experience became defined by the sharp-
ening tension between revolutionary militancy and democratic reform. When I joined sds,
it was already deeply split between New Left and Progressive Labor Party (plp) factions.
Initiates into the New Left caucus, like me, still read the Port Huron statement, the animat-
ing and not very Marxist principle of which was that people had the right to participate in
the decisions that affect their lives. This political maximum defined the spirit of 1960s’ New
Left activists. It was because we were animated by this spirit that we would spend hours
talking things through at meetings. Our politics were a passionate commitment to discur-
sive and disruptive engagement with the community outside. Members of plp, by contrast,
viewed themselves as labor militants, members of what they dubbed the “Worker Student
Alliance.” Rather than following the early Marx, they embraced the abstract economism of
the later Marx, advocating not socialist reform but Bolshevik revolution. They were cadre,
following policies decided by a central committee in secret meetings. We were disorganized
radical democrats. We idolized Marcuse and Sartre; their gods were Lenin, Stalin, and Mao.
During a tense and chaotic meeting that stretched long into an April night in 1969,
members of Harvard sds struggled over whether or not to “occupy” Harvard’s central ad-
ministration building, as a militant effort to stop the machinery of war. The majority voted
against initiating such a militant confrontation. A few hours later, however, in the dark-
ness of dawn, plp militants who had lost the vote stormed Harvard’s University Hall. They
pulled Deans from their offices, pushing them violently down the stairs. Members of New
Left caucus, fearing the revolution would pass us by, soon sucked in our pride and joined
the occupation. Administrative missteps, police brutality, and a very restive youth culture
transformed this political misadventure into an act of liberation. The rest of the academic
year became political carnival. Silk-screened poetry festooned the Harvard yard. We expe-
rienced our own Prague spring in Cambridge, Massachusetts. It was sixties liminality for
the last time.
That summer, after graduation, these impulses of communitas were pushed aside. With
other communards, I traveled to Chicago for the convention that split sds. New Left and
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plp factions postured militancy in a “pre-revolutionary” time. Crude slogans were created,
and scripts chanted in competitive counterpoint by militants on both sides. The plp faction
kept time by waving Mao’s little red books. Mirroring their sectarian militancy, the “Weath-
ermen” emerged on the New Left side. The “Days of Rage” followed later that summer,
militants trashing the streets and clashing with police at Chicago’s Democratic convention.
I had returned to Boston after sds split, becoming a member of what we called the
“Roxbury collective.” We wanted to provide collateral support to Black Panthers activities
in Boston’s most impoverished neighborhood, but it soon became painfully clear that, no
matter what our political beliefs, highly educated and elite white people were not entirely
welcome in this African-American community. Our Roxbury Collective suffered three
break-ins, one at gunpoint. Yet my comrades were undeterred, most deciding to postpone
post-graduate studies for the sake of the revolution. Some went underground and became
Weathermen. For me, however, the spirit of the sixties had taken a dive. I decided not to
stay but to go away.
Was it social conformity, good sense, or an increasing hunger for intellectual life that con-
vinced me not to dismiss Berkeley’s offer to allow me to study for a Ph.D. in sociology? The
program was in some disarray. Even as I attended Neil Smelser’s year-long lecture course in
sociological theory, which was at once inspiring and intimidating, I felt compelled to cre-
ate a counter-education in Marxist theory. We young leftists formed a radical study group
to explore alternative perspectives and to steel ourselves to raise critical points in Smelser’s
class. During that year, I also eagerly followed Richard Lichtman’s lectures in Marxist phi-
losophy, which presented a Hegelian reading (Lichtman, 1982). I joined the junior wing of
James Weinstein’s new journal Socialist Revolution. Under the tutelage of John Judas and
Eli Zaretsky, I studied Capital during the sweltering summer of 1970.
The coherence of this more sophisticated phase of my radical education clashed with
the growing fragmentation and polarization of radical political life. We formed a sociology
collective and did our part during street demonstrations, the rousing performances that un-
folded inside tear gas clouds. But holding back from the window breaking and systematic
“trashing,” we felt increasingly alienated from the hardened members of the revolution-
ary vanguard. Ground down by its own internal dynamics and hounded by the triumph
of backlash politics and Richard Nixon, the new left had come to resemble the old. It be-
came increasingly polluted by Stalinism and sectarianism, by desperate militancy and acts
of revolutionary terrorism.
Watching this transformation with horror and fear, I looked for a different way to do
radical politics, helping to lead more traditional organizing projects. Our sociology collec-
tive traveled to Los Angeles to stand beside workers striking the Goodyear Tire plant. We
confronted their conservative trade union leadership and produced a wall poster that pro-
vided an alternative intellectual framework for their struggle.
We did not find any converts, and the first doubts about the appropriateness of rad-
ical criticism began to form in my mind. There were still some good days ahead. When
President Nixon and Henry Kissinger ordered the bombing of Cambodia, in Spring 1970,
student groups organized massive demonstrations and a national strike. The University of
California at Berkeley was effectively shut down. Fred Block and I organized about a one
hundred-person group of sociology undergraduates, doctoral students, and even a few scat-
tered members of the faculty into the “Fremont Project.” For three months we canvassed this
working class community of General Motors employees, seeking to organize them against
the Vietnam war, demonstrating the connection between such imperialist violence and
capitalism, whose exploitation we believed such workers would be naturally against. But,
if only an hour’s drive from Berkeley, Fremont was actually a universe away. The manifest
satisfaction of Freemont residents with the American way of life mystified but also deeply
impressed me. Was commodification as alienating as the good books had said? Had capi-
talist culture really brainwashed these workers in a hegemonic way?
I began to think more about culture during my second graduate school year. Even as
I continued to sophisticate my Marxist self, particularly with Antonia Gramsci and Louis
Althusser, I exposed myself to the seduction of classical “bourgeois” social science. Leo
Lowenthal’s course on Durkheim raised big questions for me. I drew strained analogies
between hegemony and conscience collective, but I began to worry about how collective cul-
ture could actually be. Was it plausible to link its origins, much less its effects, only to class
interests and control? Was culture not more autonomous? Did it not have specifically sym-
bolic processes that exerted their own, specifically cultural effect? Robert Bellah’s seminar
on Weber sharpened these questions. Weber seemed the daring antidote for Marx. He sug-
gested that the cultural superstructure of capitalism actually had preceded the base, and
that deep and abiding concerns about the meaning of life exerted far-reaching effects not
only on culture but on social structure as well.
I spent the summer after that second year with Talcott Parsons’ The Structure of Social
Action. I understood that great 1937 work as providing an analytic framework clarifying
issues the classical thinkers had raised in a more substantive and historical way. It was the
idea of “voluntarism” that still compelled me. New Left Marxism had understood agency,
but hedged its bets with notions of ideology, false consciousness, and economic determin-
ism “in the last instance.” Parsons showed that you could not go home again. He was the
bridge over which I walked from Marxism to sociology.
Such concepts as actor, movement, institution, and role had taken their initial meanings
for me in terms of New Left Marxism. What I now understood was that classical and mod-
ern sociology could allow for collective subjectivity in quite a different way. My last piece of
Marxist work, written during my third year, expressed this transition. It was called “Repro-
duction or Socialization?” I came down on the sociological, not on the Marxist side. Faruk
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Birtek, editor of the Berkeley Journal of Sociology, decided not to publish this earnest but
awkward confrontation of my early Marxism with my emerging sociology.
I experienced the crisis of faith. I could no longer believe in the narrative of revolution-
ary salvation. The capitalism/socialism binary seemed simplistic. Mao’s Cultural Revolution
now looked repulsive. Stalinism was something I began to understand generically for the
first time. Fabianism and social democracy came to fascinate me. On Election Day in 1968,
I had marched down Massachusetts Avenue in Cambridge to “vote with my feet” against
formal democracy. On Election Day in 1972, I spent the chilly afternoon and the cold hours
of dusk canvassing for the Democratic Party’s presidential candidate, George McGovern. I
was immensely disappointed at the scale of his defeat.
Which made Nixon’s fall during the Watergate crisis of 1972-74 that much more satisfy-
ing. Nixon’s undoing was also highly instructive in a theoretical way. This evil doing, deeply
polarizing conservative, who in 1972 had been re-elected by a record landslide, was forced
from power peacefully, by the power of public persuasion. Why? Because he had acted like a
political radical. He had stepped outside the rules of civil society, secretly deployed political
cadre, and personalized power in an anti-democratic way. Public opinion forced him from
office, fearful that the instigator of the infamous “Saturday Night Massacre” would destroy
U.S. democracy’s sacred core. The discourse of American civil society powerfully expressed
itself in a vivid secular ritual, the Senate Watergate Hearings in the summer of 1973. It was
not material interest but civil interest “rightly understood,” in Tocqueville’s sense, that fu-
elled the massive but peaceful transfer of political power back to Congressional Democrats
in 1974, and to the Democratic presidential candidate Jimmy Carter two years later.
It took many more years of reading and thinking to articulate, sociologically and con-
ceptually, what I experienced during the cultural upheavals of the sixties and the politically
critical years of what I now think of as the post-sixties democratic transition. That the mean-
ing of social life is its most critical feature, that modernity is not nearly as highly rationalized
as it seems, that collective consciousness creates society, that creating civil solidarity is fun-
damental for a good society, that materialism is a cultural thing. For me, these ideas were
the seeds of the sixties. The sixties had to end before the plants that grew from these seeds
could bear fruit.
Jeffrey C. Alexander is the Lillian Chavenson Saden Professor of Sociology and co-direc-
tor of the Center for Cultural Sociology (ccs) both at Yale University. He works in the areas
of theory, culture, and politics. An exponent of the “strong program” in cultural sociology,
he has investigated the cultural codes and narratives that inform diverse areas of social life.
Some of his most recent books include: The Crisis of Journalism Reconsidered: Democra-
tic Culture, Professional Codes, Digital Future (ed. with Elizabeth Butler Breese and María
Luengo, 2016); The Dark Side of Modernity (2013), and Trauma: A Social Theory (2012).
Reference List
The Sixties and Me: From Cultural Revolution to Cultural Theory ⎥ 109
Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales⎥ Universidad Nacional Autónoma de México
Nueva Época, Año lxiii, núm. 234 ⎥ septiembre-diciembre de 2018 ⎥ pp. 99-110⎥ ISSN-2448-492X
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RESUMEN ABSTRACT
En este artículo el autor plantea como hipótesis In this article the author puts forward as an ex-
explicativa del movimiento social estudiantil de planatory hypothesis of the 1968 student social
1968 su condición modernizadora de la política movement its political modernizing capacity as
a partir del cambio social y de la violencia que a result of social change and the violence that
esta presión transformadora desencadenó en su this transformative pressure unleashed against
contra, por parte de las coaliciones gobernantes, it, on the part of the governing coalitions, sin-
desde el inicio de las manifestaciones callejeras ce the beginning of the street demonstrations
del 26 de julio hasta el 2 de octubre, fecha en from July 26 until October 2, when the gover-
la que el gobierno encabezado por el presidente nment led by President Gustavo Díaz Ordaz
Gustavo Díaz Ordaz ordenó la matanza de los ordered the killing of students opposed to state
estudiantes opositores a las instituciones del institutions, at the Plaza de las Tres Culturas, in
Estado, en la Plaza de las Tres Culturas, en Tla- Tlatelolco, in Mexico City’s downtown.
telolco, en el centro de la Ciudad de México.
Palabras clave: 1968; movimiento estudiantil; Keywords: 1968; student movement; Cold War;
Guerra Fría; Gustavo Díaz Ordaz; xix Olimpia- Gustavo Díaz Ordaz; 19th Olympic Games; poli-
das; violencia política; movimientos sociales; tical violence; social movements; Mexico.
México.
∗
Instituto de Investigaciones Sociales, unam, México. Correo electrónico: <pozashr@yahoo.com.mx>.
Introducción
El 68 mexicano fue, como los otros nueve movimientos sociales con actores políticos es-
tudiantiles,1 el punto de llegada y de partida: uno de los quiebres significativos del intenso
siglo xx cuyos efectos permanecerán durante los siguientes 30 años. Este movimiento social
tuvo como constantes la crítica y la contestación a las formas de autoridad social y política
establecida, y como sentido de la acción política, un llamado a la libertad y su necesario
contenido utópico, el llamado joven que produjo la respuesta violenta: la represión del go-
bierno. La respuesta violenta en contra de los jóvenes estudiantes fue la acción de gobierno
que detona el movimiento social, violencia que se mantiene como la constante a lo largo
del movimiento hasta el final, con la masacre escenificada en la Plaza de las Tres Culturas,
en Tlatelolco. La violencia como respuesta política que detona el movimiento social y lo
reproduce a lo largo del tiempo político construye la evidencia de un régimen de gobierno
que ha agotado la política, la negociación y la necesidad del consenso social que lo sustenta.
A partir de 1970, el nuevo gobierno de Luis Echeverría Álvarez, quien fuera Secreta-
rio de Gobernación del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, promovió lo que llamó
la “apertura democrática”, que derivó en la democracia restringida y regulada en el sistema
político de partidos, con el Partido Revolucionario Institucional (pri) como partido hege-
mónico a lo largo de 30 años, y que dejaría de serlo hasta el 2000, cuando por primera vez
pierde la Presidencia de la República, culminando así uno de los objetivos de la transición
democrática iniciada en 1994.
En México, la década de 1960 es, como en todo el mundo, un periodo de intensa trans-
formación de la sociedad como resultado de un crecimiento económico, demográfico y
urbano constantes, cambio que produce una creciente diversidad en la organización social
y engendra innovación en la cultura intelectual, estética y política. Estos cambios fueron el
fruto de las políticas económicas y sociales del régimen de la Revolución mexicana que se
conjugaron con la tendencia mundial del Estado de bienestar (Welfare State) y llega a su
límite político al final de los años sesenta y principio de los setenta, según los tiempos na-
cionales de cada país.
El cambio social operado en la década de 1960 fue resultado del crecimiento con es-
tabilidad macroeconómica, baja inflación y un tipo de cambio estable, iniciado durante el
gobierno de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) y consolidado en el periodo de Adolfo López
1
En las sociedades postindustriales –para utilizar la nomenklatura de la época– los movimientos estudiantiles tuvie-
ron lugar en Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia y España; Asia (Japón), América Latina (Argentina, Bolivia,
Brasil, Perú, Uruguay y México) y Medio Oriente (Turquía) (Solana y Comesaña, 2008: 207-227).
Mateos (1958-1964), sexenio durante el cual el crecimiento del pib anual promedio fue de
6.73%, con una inflación de 2.28%, condiciones de crecimiento que se sostienen durante el
gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), en el cual el pib creció 6.84%, el más alto en
la historia del país, con una inflación de sólo 2.76% y un tipo de cambio nominal de 12.50
por dólar y que se mantendría durante 12 años (Ortiz, 2000: 50). Este periodo de 12 años
se conoce como de “desarrollo estabilizador” y es la primera vez que aparece una política
económica transexenal, sin la diferenciación en el diseño de la política económica de los
periodos presidenciales. Este lapso de la historia económica está míticamente ligado a la fi-
gura del Secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, quien le pone nombre a la política
económica2 y la dirige durante la década de 1960. Este periodo aparece como el más exi-
toso de la tecnocracia económica en la historia del país y el Secretario de Hacienda como
el fundador de una genealogía que cubrirá la segunda mitad del siglo xx y lo traspondrá.
El modelo mexicano de desarrollo, instrumentado entre 1958 y 1970, fue impulsado por
un Estado fuerte, interventor, proteccionista y altamente regulador, con políticas públicas de
inversión en infraestructura y bienes de capital. Entre 1959 y 1970 el gasto del gobierno fe-
deral en promoción industrial y fomento comercial creció 158% y el gasto en comunicación
y transporte tuvo un incremento de 100% (Ortiz, 2000: 173). Durante esos doce años, los
distintos sectores de la economía tuvieron un incremento significativo: la electricidad mos-
tró un crecimiento real de 12.83%; el comercio, el transporte y las comunicaciones, 6.03%;
el sector manufacturero, 9.11%, a través del modelo de sustitución de importaciones y cre-
cimiento del mercado interno; los servicios se elevaron 6.65%; la construcción 8.48%; la
minería, 6.81%; siendo la agricultura el sector económico con más bajo crecimiento: ape-
nas 3.28% (Ortiz, 2000: 55).
El modelo de industrialización centralizado, que se intensificó en la posguerra, se con-
centró en México principalmente en tres áreas urbano-industriales del país y coincidió
nacionalmente con el gobierno de Miguel Alemán Valdés (1946-1952). Este modelo subor-
dinó el sector agrario en favor del industrial y del comercial, disminuyendo la inversión y
aumentando la pobreza que, aunada al incremento poblacional, hizo ineficiente el volumen
de reparto en amplios sectores sociales del campo. Esta precariedad creciente se expresó en
la migración intensa durante la década y el surgimiento de la violencia política, lo que dio
origen a las primeras guerrillas de carácter rural de la época posrevolucionaria.
El crecimiento urbano industrial fue estimulado por el aumento de la demanda externa,
lo cual elevó la producción de la planta industrial instalada y estimuló la creación de nuevas
2
La categoría de “desarrollo estabilizador” fue creada por Antonio Ortiz Mena, quien afirma: “Esta denominación la
utilicé por primera vez en un estudio que presenté sobre el desarrollo económico de México en las reuniones anuales
del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional celebradas en las ciudades de Washington en septiembre de
1969.” Posteriormente, el estudio fue publicado por Nacional Financiera (Ortiz, 1969).
empresas. Este impulso estuvo dado desde finales de los años treinta, por la Segunda Gue-
rra Mundial, hasta los años cincuenta por la guerra de Corea (1950-1953), que hace que:
[…] el número de establecimientos industriales pase de 13 500 en 1940, con 341 000 obreros a 75
000 establecimientos en 1955 con 341 000 trabajadores fabriles. Terminada la Guerra de Corea
las necesidades norteamericanas vuelven a la normalidad y en la economía mexicana se regis-
tran cambios, el ritmo de crecimiento de las empresas continúa hasta llegar a 136 000 en 1965,
no obstante –según el Censo Industrial– el número de obreros se mantiene estacionario en 1 200
000 (Basurto, 1980: 62-64).
3
El criterio oficial de diferenciación censal entre los centros de población urbano y rural dado por concentraciones de
2 500 personas fue creado en 1960 y desde entonces ha sido muy discutido ya que, desde el punto de vista económico,
existen comunidades con mayor número de habitantes que se dedican exclusivamente a actividades agrícolas, por no
establecer criterios de carácter social, como la organización comunitaria, de fuerte raigambre indígena, en la posesión
colectiva de la tierra y en la organización social del trabajo. A estas formas de organización habrá que agregar criterios
analíticos de carácter cultural, como fiestas y formas de coerción religiosa y familiar, todas ellas de carácter rural.
4
Entre 1930 y 1950 la Ciudad de México se extiende dentro del Distrito Federal hacia las delegaciones que rodean la
Ciudad Central. A partir de 1960 se transforma en Zona Metropolitana al expandirse hacia algunos municipios del
Estado de México. (Garza, 2001, cuadro 1: 610).
El poblamiento rural
Muchas de estas poblaciones eran indígenas, monolingües y con una economía familiar de
autosubsistencia. En 1950, del total de 98 590 localidades en todo el país, 97 607 tenían me-
nos de 2 500 habitantes, con una población de 14 790 299 habitantes en conjunto, sobre una
población total de 25 779 254; 57% de los habitantes de la nación vivía en estos núcleos de po-
blación. Para 1970 el total de localidades con menos de 2 500 habitantes disminuyó a 95 410,
con 19 916 682 habitantes, sobre una población total en el país de 48 225 238, es decir, 41%
(Aguilar y Graizbord, 2001: 586, cuadro 7). Esta distribución espacial de la población –fenó-
meno común en América Latina– incrementó las desigualdades sociales y condicionó la calidad
de los servicios que recibían las poblaciones, en la medida en que los beneficios sociales en
educación, salud, agua potable, se hacían más costosos para poder acceder a ese tipo de po-
blación dispersa y distante de los centros urbanos que concentraban los servicios a distribuir
y los recursos presupuestales para hacerlo. La población agropecuaria económicamente ac-
tiva se incrementó de la siguiente forma: en 1940 eran 3 831 086 trabajadores; en 1950, 4 823
901; en 1960 la población ocupada en el campo alcanzó su máximo: 6 164 930, para empezar
a decrecer al final de la década; en 1970 bajó a 5 636 116 trabajadores (cuadro 1).
Cuadro 1
Estructura ocupacional de la pea agropecuaria
en el estado de Guerrero y los dos líderes más importantes fueron Genaro Vázquez y Lucio
Cabañas Barrientos. Un tercer movimiento guerrillero se desarrolló en el estado de Chi-
huahua, dirigido por Arturo Gámiz García, principal dirigente de la guerrilla que el 23 de
septiembre de 1965 perdió la vida durante el asalto al cuartel en Ciudad Madera, Chihuahua.
Este brote guerrillero no logró trascender a su primer intento de acción militar pero quedó
fijo en la memoria colectiva de la izquierda, la cual se conjugó con el clima de violencia
producido por la represión militar en contra del movimiento estudiantil de 1968, haciendo
aparecer las demandas democráticas de cambio político como poco viables y acreditando
la vía armada en varios sectores de izquierda.
En el plano simbólico, la fecha del 23 de septiembre se transforma en el mito fundador
que da nombre al movimiento guerrillero revolucionario moderno en México (por simetría
simbólica, como lo fue con el fracaso al asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, el 26
de julio de 1953). El 15 de marzo de 1973, en la ciudad de Guadalajara se funda la más im-
portante organización guerrillera moderna en México: la Liga 23 de septiembre. Los brotes
de los movimientos guerrilleros en los años sesenta son paralelos a los movimientos socia-
les de los sectores medios urbanos.
las periferias que edificaron redes sociales articuladas desde los pueblos de Oaxaca –por
poner un ejemplo– hasta Ciudad Nezahualcóyotl o la periferia de Los Ángeles, California,
Estados Unidos.
Uno de los resultados sociales del crecimiento económico fue la ampliación de los secto-
res medios urbanos.
El mejoramiento económico de los sectores medios (55% de la categoría de ingresos in-
termedios en 1960 y 63% en 1970) elevó su nivel de vida; su nuevo poder de compra incidió
en la ampliación del sector servicios de la economía y con él el incremento y diversifica-
ción de la demanda de servicios de educación y de bienes culturales asociados a la calidad
de vida propia de las ciudades (cuadro 2).
Cuadro 2
Evolución de la distribución de la renta en México
(% de la renta nacional)
Los sectores medios (urbanos y rurales), con la creciente expansión de sus ingresos, fueron
los usufructuarios de la diversidad de productos expuestos en el mercado y de los productos
industriales de bienes que produjo la industrialización protegida por el Estado: electrodo-
mésticos, línea blanca, un creciente consumo de autos particulares y la ampliación de los
supermercados y tiendas de autoservicio, en un mercado de rápido proceso de expansión
de bienes de consumo durable.
Este tipo de consumo se incorporó como parte de una nueva concepción de “vida mo-
derna” como vida urbana, en la que los beneficios sociales para el disfrute y el empleo del
ocio se volvieron parte de los nuevos derechos sociales, con un creciente consumo de pro-
ductos de entretenimiento, información y espectáculos.
La primera estación de televisión concesionada en México y América Latina fue xhtv Ca-
nal 4, que inició su transmisión el 1 de septiembre de 1950 con la emisión del cuarto informe
de gobierno del presidente Miguel Alemán. El 21 de marzo de 1951 se inicia la transmi-
sión de la segunda concesión dada a la empresa Televimex, propiedad de Emilio Azcárraga
Vidaurreta; la primera emisión fue un partido de béisbol desde el Parque Delta (posterior-
mente conocido como Parque del Seguro Social), en la Ciudad de México. En 1956, con la
fusión de los canales 2, 4 y 5 nace Telesistema Mexicano. El 2 de marzo de 1959, el Canal
11 inicia con una programación regular y es la primera estación de televisión gubernamen-
tal en México de tipo educativo y cultural sin fines comerciales.5
En 1960 había en el país 412 radiodifusoras y 23 televisoras, 1 850 publicaciones, entre
diarios, semanarios, publicaciones quincenales y otros. Para 1970 había aumentado a 650 emi-
soras de radio, 64 televisoras y 2 067 publicaciones de carácter informativo y de opinión en
todo el país (sic, 1962: 165,). Los medios de comunicación masiva “aseguraron la participa-
ción creciente de los valores de la sociedad global” (Philip, 1972: 68) en la sociedad mexicana.
La concentración de medios de comunicación en la Ciudad de México y la dinámica
urbana del movimiento estudiantil de 1968, concentrado prioritariamente en la capital,
hizo que fuera el movimiento social más publicitado nacional e internacionalmente hasta
entonces en México. A la concentración de los medios nacionales se sumaron 4 377 repre-
sentantes de diversos medios de comunicación mundial que estaban acreditados en México
para cubrir los xix Juegos Olímpicos. Estos periodistas mostraron al mundo la represión
del gobierno, con lo que anularon la capacidad que éste había tenido hasta entonces de ce-
rrar las fronteras físicas e informativas para evitar la difusión sobre el uso de la violencia y
la represión política del movimiento estudiantil.
El aumento de las llamadas “clases medias” creó una demanda creciente de educación su-
perior para sus hijos, que después de la Gran Depresión (1929-1934), con la expansión
económica de la Segunda Guerra Mundial, vieron consolidada su estabilidad y movilidad
social, la que consagraron con la “legítima aspiración” de que sus hijos tuvieran un título
universitario. Entre 1950 y 1970 la expansión de la matrícula universitaria y tecnológica
fue sorprendente: mientras que en 1950 había 32 143 estudiantes, en 1960 aumentó a más
del doble, con 75 434 estudiantes, y al final de la década la población estudiantil llegó a 208
944, en las instituciones de educación superior (anuies, s/f).
5
La primera estación gubernamental en América Latina fue el Canal 7, de Argentina, que comenzó a transmitir en
1951.
sexual. Fue el tiempo en el que se refunda la pareja y el mundo de lo erótico con la parti-
cipación activa de las mujeres que rompen el prejuicio del deber ser femenino, concebido
como pasividad sexual sin iniciativa.
La difusión de la psicología en los medios masivos de comunicación, pero sobre todo en
las revistas de venta masiva (Life en Español, Selecciones y las revistas femeninas), aunado
a la propagación de las terapias psicoanalíticas individuales y de grupo (las hubo de todo
tipo: la más escandalosa fue la que llamaron del “grito primario”) reforzaron la individua-
lidad masculina y femenina, pero principalmente redefinieron la infancia, no como una
etapa biológica que se finiquitaba a partir de cierta edad, sino que, en palabras de Freud,
se volvía destino, predeterminación de la vida adulta que la vitalidad de los años sesenta
recompuso. A mediados de siglo xx, Roland Barthes relativizó la sentencia freudiana al afir-
mar que la infancia no es destino y no fija la vida en la niñez, sino que la acompaña todo
el tiempo (Barthes, 1975).
La expansión de la matricula irá transformando, a lo largo de la década de 1960, las
identidades colectivas tradicionales de los estudiantes, empezando por relacionada con la
institución en donde se estudia, de las que en los años sesenta había dos principales: el Ins-
tituto Politécnico Nacional (ipn) y la Universidad Nacional Autónoma de México (unam).
Esta adscripción institucional daba diversas formas de solidaridad y coerción grupal.
Las identidades tradicionales simples empezaban por las formas de organización in-
mediata de los agregados estudiantiles, desde el salón de clases hasta las asociaciones de
estudiantes de cada una de las escuelas y facultades. A estas formas de autoidentificación
estudiantil se sumaron la derivada de la pertenencia a los equipos de futbol americano, a
las porras y otras formas de asociación y competencia entre los estudiantes de las escuelas
de educación media y superior: Antes del movimiento estudiantil de 1968 se era “puma” de
la unam o “burro blanco” del Politécnico.
El sisma de la tradición
La otra revolución cultural que se dio en la década de 1960 ocurrió en la más antigua de las
instituciones de Occidente: la Iglesia católica. Inició en Ahuacatitlán, Morelos, en el con-
vento benedictino fundado y dirigido por el sacerdote belga, Gregorio Le Mercie, quien a
través de un rescripto papal obtiene en 1946 la autorización para fundar el monasterio. La
sustancia de la revolución cultural inició con la introducción del psicoanálisis para que los
novicios aceptaran su vocación religiosa y no la vivieran como una huida del mundo y por
miedo a la vida secular. Esta revolución fue conocida como “la libertad de las vocaciones”.
El sacerdote fue acompañado por el psicoanalista Erich Fromm, perteneciente al Instituto
de Investigación Social de la Escuela de Frankfurt.
Entre la segunda mitad de los años cincuenta y mediados de los años sesenta del siglo xx
se inicia en México un periodo de cambio caracterizado por el agotamiento de la repre-
sentación social totalizante de la Revolución mexicana. Éste había sido, durante décadas, el
horizonte cultural en cuyo interior se realizaba la acción simbólica de los dirigentes políti-
cos, la producción intelectual y la creación de las élites artísticas de la sociedad mexicana.
En los años sesenta, los grupos que formaban las principales corrientes y grupos de
poder que habían construido la cultura política y la identidad de las sucesivas coaliciones
gobernantes del régimen estaban, en el imaginario colectivo, alineadas en dos tendencias:
la izquierda y la derecha de la Revolución mexicana, cada una con proyectos de gobierno,
tradiciones ideológicas y genealogías de personajes claramente diferenciadas.
La izquierda de la revolución aparecía, en la representación colectiva, con un ejercicio
popular de gobierno, “populista” para la tecnocracia y “revolucionario” para los ideólogos
de la izquierda de los años sesenta, en la que el gobierno abrió los conductos legales a las
movilizaciones laborales y agrarias para apoyar e institucionalizar las demandas y reivindi-
caciones sociales, como fue el caso de la reforma agraria y el apoyo al movimiento obrero en
contra de los empresarios regiomontanos. El vínculo entre el gobierno y los movimientos
laborales y agrarios establecidos a través de la institucionalización corporativa tuvo un do-
ble objetivo: consolidar al grupo cardenista en los conflictos por el poder frente a los otros
grupos revolucionarios y enfrentar a las empresas y gobiernos extranjeros en apoyo a los
movimientos laborales. Estas medidas nacionalistas del gobierno consolidaron el control del
Estado en los que se consideraban sectores estratégicos de la economía para preservar la so-
beranía nacional, como fue el caso de las expropiaciones petrolera y ferrocarrilera en 1938.
La nacionalización de estas empresas dio origen a una nueva relación laboral en la cual los
obreros se concibieron no como empleados sino como copropietarios de las empresas na-
cionalizadas. La práctica política de movilización social en apoyo al gobierno construyó un
modelo de Estado fuerte, con bases sociales de sustentación amplias y cautivas, interventor,
regulador y proteccionista tanto de la economía como de la política, se erigió como régi-
men político nacionalista que en la defensa de la soberanía se definía como antiimperialista.
La derecha de la Revolución mexicana se representaba en el imaginario colectivo como
modernizadora, con una práctica de gobierno que buscaba consolidar un Estado desarrollista
y promotor del crecimiento económico a través del estímulo y de garantías a los sectores
privados y empresariales. Esta corriente política tenía una posición abierta a la negocia-
ción con los intereses privados, tanto nacionales como extranjeros y una posición abierta
a los estados metropolitanos. En la práctica del poder priorizaba la estabilidad frente a las
movilizaciones sociales y la confrontación, las que fueron crecientemente sustituidas por la
institucionalización de las relaciones políticas con reglas claras de subordinación que valora-
ban la disciplina corporativa y la delegación del mando a la jerarquía de la autoridad política.
La concepción de un trabajador copropietario de las empresas estatales, surgido en el
cardenismo, es parte de la ideología estatista a la que se enfrentará Miguel Alemán en la
modernización del Estado, concebida ésta como la diferenciación entre la empresa y los
trabajadores, y derivaba en la exclusión de los sindicatos populares corporativos de la direc-
ción de las instituciones paraestatales y del proyecto del país. Esta dirección sindical devino,
a partir de 1948, en las burocracias sindicales.
Ambas corrientes compartían, en la década de los sesenta, una versión del desarrollo
económico a partir de la llamada economía mixta, que era una combinación de la partici-
pación estatal y privada en la economía nacional. La diferencia entre las dos ideologías se
establecía en el tipo de participación, el peso y el papel que cada una de las partes jugaba
en el conjunto de la economía nacional.
El movimiento estudiantil de 1968, como movimiento social, confrontó con sus deman-
das y sus acciones políticas los contenidos sustantivos y los mecanismos de reproducción
de los instrumentos institucionales de dominación y control social que constituían la base
para la reproducción del régimen político de corte autoritario, vigente en México en 1968.
Este movimiento social expresa a nivel nacional –como lo hicieron los otros nueve movi-
mientos estudiantiles importantes de ese año en el mundo– la conjugación de tradiciones
de cultura política particular en sus prácticas contestatarias y opositoras y en sus formas de
organización en sus sociedades nacionales.
En 1968, la irrupción mundial de los movimientos sociales paralelos mostró el cambio
mundial e hizo evidente el final de una época histórico política que llegaba a su límite y el
inicio del agotamiento de las instituciones sociales y estatales que garantizaban la inserción
estable de las naciones en la Guerra Fría, instituciones surgidas y consolidadas entre el fi-
nal de la Segunda Guerra Mundial en 1945 y la guerra de Corea (1951-1953). El conjunto
de los gobiernos se movía entre la represión abierta a la oposición política con el fin polí-
tico declarado de “preservar el orden nacional y luchar en contra de los comunistas” o la
inclusión de grupos políticos en las instituciones del Estado a través de procedimientos de-
mocráticos que hacían funcional un sistema político electoral de partidos “tradicionales”,
instituciones acreditadas en el sistema político electoral de partidos y en el Estado nacio-
nal. La gobernabilidad políticamente estable se preservaba con una conjunción de violencia
selectiva y no generalizada, como la prueba de acreditación social institucional, condición
rota por los golpes de Estado y las guerras sucias de los años setenta y ochenta.
Es en esos días cuando inicia la ruptura generacional y la posible continuidad del peso
ideológico y simbólico de la cultura política de la Revolución mexicana y su encadenamiento
en el tiempo impuesto por la tradición al cambio del pasado como futuro: único y posible.
El movimiento de 68 fue un movimiento esencialmente de jóvenes con una cultura cada
vez más cosmopolita y el nivel de educación más alto de la sociedad mexicana con una ins-
trucción media y superior.
Este movimiento social mostró el agotamiento de los recursos políticos, ideológicos y
simbólicos del régimen vigente: el límite creíble por los actores sociales urbanos y los secto-
res medios de la cultura política de gobierno formada por valores, orientaciones y creencias
que daban sustento a la tradición de un gobierno vertical y de moral pública autoritaria con
la que los gobernantes se autojustificaban como los guardianes del orden político y social
heredado y “vigente”, produciendo un desfase cada vez mayor entre el régimen político y el
cambio social. Esta forma de gobierno culmina en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, quien
fue cada vez más autoritario y cerrado: autorreferencial, su gobierno fue cercado por su in-
capacidad frente al cambio social y la pérdida creciente de gobernabilidad, viéndose orillado
cada vez más al uso de la violencia como su único recurso para la permanencia en el poder.
El ejercicio gubernamental de un régimen político consolidado a lo largo de treinta años
(de 1938 a 1968) que en el año de 68 se muestra sin solución a los problemas sociales, con
una gobernabilidad deslegitimada y agotado en su representación y aceptación social, agotó
la credibilidad institucional y los instrumentos de Estado para dirigir y controlar la orga-
nización social de las principales clases y capas sociales.
Sobre el autor
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González de León Cruces, José y Rabel Romero, Cecilia (eds.) La población de México,
RESUMEN ABSTRACT
El artículo aborda la manera en que 1968 fue un The article examines the way in which 1968
momento de definición dentro de la república de represented a moment of definition within the
las letras, ya que se pueden identificar claramente republic of letters, as two distinct ways of be-
dos formas de actuar frente a la trágica coyuntu- having can be clearly identified vis-à-vis the
ra. Por un lado, estuvieron aquellos escritores que tragic events. On the one hand, there were those
sintieron la obligación de ejercer la crítica contra writers who felt obliged to criticize the authori-
la autoritaria y violenta reacción del gobierno de tarian and violent reaction of the Díaz Ordaz’
Díaz Ordaz frente al movimiento estudiantil y, administration against the student movement
por el otro, personalidades de la literatura que, ya and, on the other, literature icons who suppor-
fuera por participar laboralmente en el gobierno ted the regime –actively or silently– as they had
o por compartir sus posiciones políticas e ideo- a post within the administration or shared its
lógicas, dieron su apoyo –activo o silencioso- al political and ideological position. Finally, the
régimen. Finalmente, se refieren las consecuen- author refers to the impact this dispute had on
cias que dicha disputa tuvo en la reflexión sobre the understanding of the role of intellectuals in
el papel de los intelectuales en la lucha por la de- the struggle for Mexico’s democratization.
mocratización de nuestro país.
∗
Universidad Pedagógica Nacional, México. Correo electrónico: <conequis@hotmail.com>. Alguna información
presentada en este artículo aparece en dos de mis libros anteriores (Rodríguez, 2001; 2015).
Palabras clave: intelectuales; poder político; Keywords: intellectuals; political power; stu-
movimiento estudiantil; 1968; México. dent movement; 1968; Mexico.
En 1968 estaban por cumplirse cuatro décadas de que José Vasconcelos encabezara el último
intento de la intelligentsia nacional por hacerse del poder político en nuestro país. Después
de 1929, año en que sufrió una humillante derrota electoral frente al candidato de los mili-
tares, la intelectualidad mexicana vivió un largo periodo durante el cual debió renunciar al
anhelo de tomar en sus manos las riendas de la nación. Desde entonces se parapetó al inte-
rior de las fronteras de su propia soberanía, la república de las letras, para desde ahí resistir
la atmósfera anti-intelectual que se consolidó con el paso de los años.
De manera paulatina se generó una imagen negativa de la vida literaria en nuestro país,
que era percibida como un espacio frívolo, cooptado por unos cuantos individuos para los
cuales México era una provincia temerosa, desconfiada e ignorante de la modernidad im-
perante en las metrópolis. La exigencia de algunos escritores y otros creadores artísticos de
romper los muros que nos impedían observar lo que había más allá de nuestras fronteras
fue una de las características centrales que definieron a un grupo de individuos que, poco
a poco y a contracorriente de las concepciones hegemónicas consolidadas al amparo del
nacionalismo revolucionario, empezaron a ser figuras protagónicas del medio cultural. La
insistencia en la necesidad de ver más allá de la “cortina de nopal” fue una de las razones
por las que fueron vituperados desde el establishment político-cultural afín a los gobiernos
en turno, generándose así un ambiente anti-intelectual, es decir, una atmósfera cargada de
un profundo desdén hacia ese conjunto social que tenía en la cultura, la creación literaria
y el ejercicio de la reflexión crítica su razón de ser identitaria.
En la primera parte de la década de 1960 aún no se percibían señales que anunciaran el
fin del periodo de crecimiento económico que se había iniciado en nuestro país en los años
cuarenta. Además, a pesar del surgimiento de algunos movimientos sociales de resisten-
cia que fueron rápidamente reprimidos, el Estado mexicano podía continuar ufanándose
de mantener la estabilidad política necesaria para los afanes de desarrollo económico. En
suma, el sistema político posrevolucionario parecía funcionar de manera eficiente.
En esas circunstancias económicas y sociales se fue consolidando la imagen de que los
intelectuales eran sujetos frívolos y mundanos que actuaban exclusivamente en defensa de
sus intereses editoriales, estéticos y políticos, ajenos a los intereses y anhelos de la pobla-
ción. En 1965, Carlos Fuentes publicó el artículo “No creo que sea obligación del escritor
engrosar las filas de los menesterosos” (Fuentes, 1965), el cual fue acompañado por un di-
vertimento de una página y algunos otros recuadros, titulado “Lo que la mafia se llevó” en
En gran medida, el escritor, en México, le da una voz a quienes no pueden hacerse escuchar. Pero,
también, al hablar públicamente le da una voz a la cultura en general y a la literatura en parti-
cular: opone el lenguaje de la pasión, de la convicción, del riesgo y de la duda a un lenguaje: el
secuestrado por el poder para dar cimiento a una retórica del conformismo y el engaño (Fuen-
tes, 1992: 64-65).
Frente a esta convicción de que eran los poseedores del uso legítimo la crítica, surge de
forma natural una pregunta: ¿quién garantiza que lo que esos individuos pensaban y opi-
naban era lo que la sociedad afónica quería y necesitaba decir? De cara a la inexistencia de
espacios reales para la expresión de la ciudadanía en virtud de la cooptación de los medios
de comunicación, la ausencia de partidos políticos independientes, la censura imperante en
el ámbito cultural y noticioso, y demás características sociopolíticas del sistema posrevo-
lucionario, es posible entender que esos intelectuales se asumieran como una de las pocas
posibilidades de expresión de opiniones y crítica política.
1
Las fotografías eran de Héctor García, mientras que se asignaba el pseudónimo de “Walt Disney” al autor de los
textos en las viñetas (Disney y García, 1965).
En el verano de 1968 sectores sociales que durante décadas habían jugado el papel de ob-
servadores apacibles de los afanes en busca del progreso, pero cuyas posibilidades reales de
intervención en la toma de las decisiones políticas eran prácticamente inexistentes, súbita-
mente se encontraron con la posibilidad de hacerse oír, de expresarse, de exigir la apertura
de niveles mínimos de participación política. Su espacio fue la calle; sus medios, las manifes-
taciones y los mítines; sus escritos, las pintas y el volanteo. Hablaron, marcharon, gritaron y
en su momento guardaron un ensordecedor silencio. Se dejaron ver. Recuperaron algo que
creían haber perdido o, por lo menos, parecía inservible: la voz. Décadas de silencio roto
esporádicamente por gritos aislados llegaron a su fin. El país no volvería a ser el mismo.
La coyuntura de movilización social posibilitó que la palabra, el lenguaje convertido en
literatura y crítica en voz de los escritores viviera a plenitud su doble carácter, así como la
singularidad social y política a la que dio pie. Por una parte, su alejamiento de las grandes
masas, pues, dado que la lectura en particular y la cultura en general no eran artículos de
primera necesidad no eran consumidas de forma cuantiosa. Por el otro lado, a pesar de esa
escasísima demanda de libros, revistas y suplementos culturales, desde el poder se cuidaba
con especial atención cualquier tipo de expresión que difiriera de las concepciones ideo-
lógicas oficiales. El temor del poder a la palabra escrita, a la crítica pública, sumado a sus
afanes autoritarios, construía esa enorme ironía que caracterizaba a la relación entre cul-
tura y política en nuestro país: los escritores eran prácticamente ignorados por la sociedad,
pero eran muy vigilados y censurados desde el Estado.
En 1968 la crítica dentro de los espacios naturales para su ejercicio era prácticamente
inexistente, pues aquéllos estaban cooptados por opinadores y plumas afines al poder. En el
océano de los medios de comunicación, “La cultura en México”, suplemento cultural del se-
manario Siempre!, se convirtió en una isla. Junto con los periódicos El Día y Excélsior, este
último dirigido por Julio Scherer –en el cual cada ocho días aparecía la columna de Daniel
Cosío Villegas– completaban la tenue y exigua voz discordante a la que la población inte-
resada en acceder a otras opiniones distintas a la oficial podía tener acceso.
La historia del verano del año olímpico en nuestro país es bastante conocida. Un asunto
menor, una pelea entre estudiantes de dos escuelas de bachillerato, escaló rápidamente hasta
convertirse en un movimiento social con resonancia nacional, a partir de la intervención
violenta de los aparatos represivos estatales. De una golpiza por parte del cuerpo de gra-
naderos a estudiantes y profesores de las escuelas involucradas en la querella se llegó, en el
transcurso de unos cuantos días, a la utilización por parte del ejército del poder de fuego de
una bazuca para derruir la puerta de la Preparatoria Número 1 de la Universidad Nacional
Autónoma de México (unam), a fin de detener a los adolescentes que se habían protegido
ahí después de una manifestación de protesta por la represión contra sus compañeros de
las otras escuelas. La huelga entonces se generalizó entre las principales instituciones edu-
cativas de la capital. Las formas de lucha y resistencia implementadas por los estudiantes
hicieron remontar el conflicto hacia otros espacios urbanos y sociales.
Casi de manera unánime, los medios se encargaron de asumir como suya la versión ofi-
cial sobre el movimiento y, posteriormente, su trágico fin. Las descalificaciones y asignación
de responsabilidades por parte del Estado dieron cuerpo a lo que Federico Campbell defi-
nió como la novela del poder, la narración e imposición de su verdad.2 En esa labor fueron
muy útiles algunos intelectuales renombrados que tenían acceso a la tribuna pública en
virtud de ser articulistas en diversos medios o que directamente eran empleados del go-
bierno mexicano.
Sobre este último punto es necesario tener presente que históricamente en nuestro país
han existido por lo menos dos formas de justificar la participación laboral de los intelectua-
les dentro de las instancias estatales. Algunos esgrimían argumentos en el sentido de que así
se abrían la oportunidad de actuar directamente en los espacios donde se tomaban las de-
cisiones para, desde ahí, tener la posibilidad de influir positivamente en ellas. Sin embargo,
existía otra razón más veraz, pragmática y simple: trabajar en la administración pública
2
“En 1968 el Poder novelizó a través de la prensa los acontecimientos del 2 de octubre y estatuyó su verdad de los
hechos. En cierto modo Gustavo Díaz Ordaz escribió una mala novela sobre la masacre, pero nadie creyó en su versión
y todo mundo dedujo, como en aquella obra de Agatha Christie, que el narrador era el asesino” (Campbell, 1994: 142).
permitía contar con las condiciones dinerarias y de disposición de tiempo para poder de-
dicarse a leer y escribir. De tal forma, es conocida la participación de una enorme cantidad
de escritores afamados (y no tanto) dentro del organigrama burocrático oficial, siendo el
servicio diplomático su oficina más socorrida.
Para 1968 muchos eminentes escritores e intelectuales habían participado en labores de
gobierno, entre ellos José Vasconcelos, Alfonso Reyes, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet,
Enrique González Martínez. En ese año la Secretaría de Educación era ocupada por Agustín
Yáñez, quien había designado a Mauricio Magdaleno como subsecretario, a José Luis Mar-
tínez como director del Instituto Nacional de Bellas Artes y a Martín Luis Guzmán como
presidente de la Comisión de Libro de Texto Gratuito. Por su parte, Octavio Paz era el em-
bajador de México en la India.
Los acontecimientos de 1968 confirmaron por enésima vez la tesis de que el ámbito cul-
tural es un espacio cruzado por los conflictos y contradicciones existentes en la sociedad.
Es decir, se mostró con toda claridad la falsedad y error de sostener que la cultura debiera
ser un espacio libre de contaminaciones políticas e ideológicas, en donde imperan única-
mente las reflexiones y disputas de índole estético. La cultura está atravesada por la política
y así se demostró con la participación abierta de intelectuales, de escritores prestigiados,
en ambas trincheras. El movimiento estudiantil iniciado ese verano no fue la excepción, los
acontecimientos obligaron a los intelectuales a tomar partido, ya fuera participando abier-
tamente en la discusión a favor de uno u otro contendiente, o absteniéndose de hacerlo,
como forma de expresar su apoyo a la postura gubernamental.
Frente al movimiento estudiantil, la intelectualidad que decidió tomar partido ac-
tivamente desde sus tribunas y espacios se dividió claramente en dos bandos. Por una
parte, estaban aquellos que por sus vínculos tanto laborales como ideológicos con el go-
bierno diazordacista asumieron una posición de denostación a los jóvenes, repitiendo
los argumentos y las descalificaciones provenientes de las oficinas estatales. En la otra
trinchera se ubicaron aquellos que gradualmente empezaron a involucrarse a favor de la
exigencia y necesidad de apertura de mínimas condiciones de democracia y de libertad
de expresión, cuestiones que estaban siendo enarboladas por el movimiento estudian-
til. En este segundo grupo los escritores que tenían su foro en “La cultura en México”
jugaron un papel protagónico.
A lo largo de los acontecimientos, Gustavo Díaz Ordaz, quien veía con desdén y temor
a los intelectuales, se encargó de hacer saber a la sociedad en general y a sus colabores en
particular que él era el poseedor del poder del Estado, el cual, desde una perspectiva au-
toritaria, es incuestionable. Cuando en pleno auge de los acontecimientos de aquel verano
Agustín Yáñez presentó su renuncia a la Secretaría de Educación Pública, pues no estaba
completamente de acuerdo con la política represiva ejercida contra los estudiantes, recibió
toda la furia protocolaria de su superior:
El presidente leyó el papel, lo rompió en cuatro pedazos hacia el secretario y alzó la voz:
–Se ha tardado usted más de la cuenta. Y ya debería saberlo: a mí ningún hijo de la chingada
me renuncia. ¡De qué forro le salió! [...] ¡váyase a cumplir un poco mejor su cometido! (Volpi,
1998: 411-412).
Por su parte, Martín Luis Guzmán, el prestigiado autor de La sombra del caudillo y El
águila y la serpiente, desde su cargo como responsable de la Comisión Nacional de los Li-
bros de Texto, fue tan solo un mudo testigo de los acontecimientos de aquellos meses. El
reconocimiento oficial a ambas actitudes fue ejemplar: además de la humillación recibida
directamente del presidente, meses después Yáñez sería motivo de mofa y escarnio en las
páginas del libelo El Móndrigo; en comparación, al bien portado Guzmán dos años después
se le reconocería su gesto de abstenerse de decir cualquier cosa al otorgársele una senadu-
ría que habría de ocupar de 1970-1976.
El silencio cómplice –ya fuera obligado o por convicción– de algunos contrastó con la
participación activa de otros en apoyo a Díaz Ordaz. Salvador Novo, quien en 1965 había
sido nombrado Cronista de la Ciudad de México y que en 1967 había ganado el Premio Na-
cional de Literatura, a través de sus columnas semanales en la revista Hoy y en El Heraldo de
México externó claramente su opinión en el sentido de que los estudiantes estaban siendo
manipulados por intereses y fuerzas oscuras que tan solo anhelaban la destrucción por sí
misma. Son “instrumento ciego de consignas oscuras”, afirmó. Asimismo, en su discurso
de aceptación del Premio Nacional de Literatura, señaló: “Prometo continuar mis trabajos
con ferviente anhelo, para así sumarme a las tareas de un país que ve en usted, señor Pre-
sidente, al guía que infatigablemente realiza, en todos los campos de la vida nacional, los
sueños redentores de la Revolución” (Campbell, 1984: 51).
Simultáneamente a la denuncia sobre la utilización infame de los jóvenes mexicanos por
parte de intereses sórdidos, Novo se volcaba en elogios y halagos a la figura del presidente,
quien incluso lo había honrado aceptando la invitación para festejar el cuarto aniversario
de su toma de posesión con una comida en la casa del escritor. Exultante por tan grande ho-
nor, el cronista no escatimaba adjetivos positivos en su crónica del acontecimiento:
Lo que no puedo expresar es el afecto, el impulso de servir de algo a su lado y a sus órdenes, que
despierta la sinceridad, la sencillez, la inteligencia y la humanidad de este hombre magnífico –y
la irritación que causa pensar que haya quienes se obstinen en cerrar los ojos o en volver la es-
palda y apretar los puños mezquinos ante su mano ante todos tendida (Novo, 1998: 406).
Su apoyo a la política represiva del gobierno le valió que en una ocasión la fachada de su
casa amaneciera pintarrajeada con insultos y consignas (“Novo con los soldados”, “Novo:
escribe la crónica de la toma de la unam” y “Popular entre la tropa”).
En contraste con estos escritores afines y colaboradores del régimen, los acontecimientos
de aquel verano olímpico obligaron a que paulatinamente el grupo de escritores conformado
por Fernando Benítez, alrededor de “La cultura en México”, se involucrara en las discusio-
nes sobre el significado del movimiento estudiantil y las respuestas que el gobierno estaba
dando. Si bien el último número de julio publicó un largo artículo testimonial de Carlos
Fuentes sobre el mayo francés, acompañado de otro texto sobre la invasión a Checoslovaquia
por el ejército de la Unión Soviética, fue hasta finales de agosto cuando podemos encontrar
los primeros comentarios respecto de los hechos que estaban aconteciendo en nuestro país.
El ejemplar 340, publicado el 21 de agosto con el título de “México 1968 ¿represión o de-
mocracia?”, fue una auténtica declaración de inicio de hostilidades. Firmado con las iniciales
de Fernando Benítez, justificaba así dedicar prácticamente todo el número al conflicto: “La
unanimidad con que la llamada ‘prensa nacional’ practicó la anti-información o la noticia
ficción acerca de los sucesos de julio, es una de las razones por las cuales hemos creído con-
veniente dedicarles nuestro suplemento” (Benítez, 1968a). Aparecieron ahí textos de Pablo
González Casanova, Víctor Flores Olea, Juan García Ponce, Rosario Castellanos, Ricardo
Guerra, Carlos Monsiváis, José Carlos Becerra, María Luis Mendoza, Raúl Cosío, José de la
Colina, Gustavo Sainz, Julieta Campos, Gerardo de la Torre, Parménides García Saldaña.
Además, se reproducía el discurso que el rector del unam, Javier Barros Sierra, había dado
el 1 de agosto, al concluir la marcha de desagravio por la violenta violación de los recintos
universitarios durante la madrugada del 31 de julio, en la cual el ejército había hecho al vo-
lar con un bazukazo la entrada de la Preparatoria 1.
Fue hasta el 11 septiembre cuando los autores del suplemento decidieron que a partir de
esa entrega comenzarían a publicar de manera sistemática una serie de testimonios sobre
el movimiento estudiantil. Paulatinamente, la cantidad de páginas dedicadas a analizar los
acontecimientos se incrementaría. El 18 de septiembre se publicaron tres artículos, mien-
tras que el del 25 septiembre se dedicó por entero a abordar los hechos, presentando una
cronología de los mismos, la reproducción del pliego petitorio, así como diversas reseñas
de marchas y mítines efectuados hasta ese momento.
El número 346, publicado justamente el miércoles 2 de octubre, contenía cuatro artícu-
los sobre el movimiento estudiantil. De forma premonitoria, el texto de Carlos Monsiváis
se tituló: “Notas a partir de una brillante campaña militar”. Lo acompañaba un escrito en
el que Juan García Ponce hacía una fuerte crítica a los argumentos oficiales que intentaban
justificar la actividad represiva del ejército contra los jóvenes estudiantes en las calles de la
Ciudad de México.
La masacre en la Plaza de las Tres Culturas, con la consecuente persecución y encarcela-
miento de multitud de personas, modificó drásticamente el panorama político. Juan García
Ponce, miembro de la Asamblea de Intelectuales y Artistas, fue detenido el 4 de octubre,
después de haber entregado en Excélsior un manifiesto de protesta por la masacre ocurrida
dos días antes. En tal atmósfera, Fernando Benítez comentó a José Emilio Pacheco y a Car-
los Monsiváis la necesidad urgente de protestar frente a lo sucedido en Tlatelolco: “Tenemos
la obligación de denunciar este crimen monstruoso, aunque sea el último número del suple-
mento que hagamos” (Monsiváis, 1978). A pesar de la urgencia coyuntural y la convicción
política de los responsables de “La cultura en México”, debieron pasar tres números para
que aparecieran en sus páginas tales reflexiones y análisis críticos.
Mientras aquel grupo discutía y decidía cómo armar el ejemplar dedicado a denunciar la
masacre, el 7 de octubre se publicaron en la primera página de El Universal las declaraciones
de Elena Garro, en las que acusaba a muchos intelectuales de ser los responsables directos de
haber contaminado con sus ideas extranjerizantes y textos sediciosos e infamantes a la sana
juventud nacional que virginalmente se preparaba para hacer su entrada a la modernidad.
Entre los nombres que salieron a relucir estaban: Luis Villoro, José Luis Ceceña, Jesús Silva
Herzog, Ricardo Guerra, Rosario Castellanos, Roberto Páramo, Víctor Flores Olea, Fran-
cisco López Cámara, Leopoldo Zea, José Escudero, Eduardo Lizalde, Jaime Shelley, Sergio
Mondragón, José Luis Cuevas, Leonora Carrington y Carlos Monsiváis.
La escritora concluía su incendiaria declaración a la prensa de forma contundente:
Con sus afirmaciones, la autora de Los recuerdos del porvenir reforzaba la explicación oficial
que asignaba la responsabilidad de la revuelta a la república de las letras, pues, afirmaba,
diversos intelectuales, profesores universitarios y escritores eran los causantes de haber en-
turbiado y corrompido las diáfanas y saludables mentes de los jóvenes. A partir de ahí la
ofensiva contra la intelligentsia se agudizó.
Es conocido el hecho de que Octavio Paz, quien se desempeñaba como embajador de
México en la India, renunció a su cargo a raíz de la masacre del 2 de octubre (Rodríguez,
2015: 101 y ss). La reacción gubernamental contra él no se hizo esperar. Lo primero fue se-
ñalar que el poeta no había renunciado, sino que había sido cesado por enjuiciar al gobierno,
dando crédito a informes de terceros en vez de consultar directamente con las instancias ofi-
ciales. Paz se vio obligado entonces a dirimir públicamente los hechos, señalando que había
solicitado a la Secretaría de Relaciones Exteriores ponerlo a disponibilidad, pues dentro de
la normatividad de la institución no existía la fórmula de la renuncia.
3
También se leía: “‘Tus corresponsales’ dotaron de armas de alta potencia, dinamita y odio [...] tu condena debió
dirigirse a esos intelectuales, esos ‘directores del desastre de los jóvenes’.”
dores del movimiento eran ciudadanos de la república de las letras, “La cultura en México”
expresaba la siguiente declaración de principios y de distinción de su identidad gremial:
¿Es culpable la clase intelectual de lo ocurrido? En el fondo sí es culpable, del mismo modo que
fueron culpables los pensadores e intelectuales de la Independencia, la Reforma y la Revolución
de 1910. Ellos son los que piensan, los que se informan, los que enseñan, los que transmiten las
ideas filosóficas, los conocimientos, las corrientes del pensamiento contemporáneo, la lucha de
todos los intelectuales del mundo actual contra la desigualdad, la injusticia, la rigidez de los sis-
temas autoritarios, la enajenación del hombre (Benítez, 1968b).
El texto terminaba señalando que del lado de los intelectuales estaba la inteligencia y la dig-
nidad, mientras que en el lado del gobierno se encontraba el servilismo, la retórica vacía
y el oportunismo. Para no dejar lugar a dudas se recordaba cuáles eran las fronteras so-
beranas entre las dos repúblicas –la de los políticos profesionales y la de los intelectuales
y escritores–, en qué consistía la diferencia cualitativa característica de ambas ciudadanías y,
por supuesto, la distinción que caracterizaba a la de las letras. El guante arrojado por el ré-
gimen de Díaz Ordaz, similar al de color blanco utilizado por los integrantes del batallón
“Olimpia”, había sido recogido por los escritores, quienes lo devolvían poniendo por de-
lante su superioridad ética y moral.
El 6 de noviembre “La cultura en México” dedicó su editorial “Actitudes. Nuestra soli-
daridad con Octavio Paz”, firmada por Benítez, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y
Vicente Rojo, a comentar la renuncia del poeta a su cargo de embajador en la India. El texto
enfatizaba las incongruencias y contradicciones de las versiones oficiales sobre el cese de
Paz y aprovechaba para expresar claramente la concepción que los escritores tenían de su
autoridad moral sobre la burocracia. Ahí se exponía:
Octavio Paz [...] asumió su progenitura de poeta y de mexicano, lo que significa asumir una res-
ponsabilidad total. Ahí queda por un lado la prosa burocrática de los que no dimiten nunca, punto
final a una honrosa trayectoria de veinticinco años, y por el otro, un breve poema donde la ira y
el desprecio han sido expresados con una claridad deslumbradora. Su terrible peso ha inclinado
la balanza a favor de la justicia y de la verdad sin equívocos y ya de una manera definitiva, pues
tal es el privilegio de un gran poeta (Benítez et al., 1968).
La república de las letras cerraba filas junto a Paz. Desde París, inmediatamente después
de conocer la noticia sobre su renuncia a la embajada, Carlos Fuentes le escribió para ofre-
cerle solidaridad, casa, ayuda económica o lo que necesitara, y junto con Gabriel García
Márquez, Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa y José Donoso, acudió a recibirlo a su llegada
semanas después a Barcelona.
El poder había mostrado cuáles eran sus atributos, en dónde radicaba su capacidad de
decisión y acción sobre la sociedad y de qué tipo era su lenguaje. Frente a él los escritores
reafirmaban su convicción de que su monopolio sobre el buen uso de las palabras era su
soberanía y que, por ende, la razón les pertenecía. Para los escritores las fronteras estaban
delimitadas con precisión y cada uno de esos poderes era ejercido de forma absoluta por
sus poseedores particulares en sus respectivos ámbitos. El lenguaje de los gobernantes era
burocrático y anquilosado; el de los escritores era de una “claridad deslumbradora” y de un
“terrible peso” que inclinaba la balanza de la justicia y la verdad a su favor.
José Revueltas cayó preso en noviembre de 1968. Mientras tanto, Octavio Paz inició un
largo periplo por diversas ciudades y universidades europeas y estadounidenses, que signi-
ficó un exilio de facto que terminaría hasta febrero de 1971, una vez concluido el gobierno
de Gustavo Díaz Ordaz.
Con este clima de represión y reflujo concluyó el año olímpico. Una nueva fase, carac-
terizada por las secuelas de los recientes turbulentos acontecimientos, estaba por empezar.
Las consecuencias del 68 serían de larga duración, tanto así que treinta años después altos
representantes de ambas repúblicas de nueva cuenta polemizarían acremente sobre el des-
linde de responsabilidades de aquellos trágicos acontecimientos.4
En los primeros meses de 1969 empezó a circular subrepticiamente en México el célebre li-
belo titulado El Móndrigo, que fue un intento gubernamental por combatir a los escritores
en su propia arena, en las letras, en las publicaciones. El libro, editado bajo una firma inexis-
tente (Editorial Alba Roja, s.c.l.), se distribuía de manera gratuita por correo. Pretendía ser
el diario de un estudiante muerto (del cual nunca se daba el nombre), el 2 de octubre, en el
Edificio Chihuahua de la Unidad Habitacional Tlatelolco, quien traía atado a su cintura un
portafolio donde, además de 3 587 pesos, cantidad bastante respetable para esa época, ha-
bía cargado un legajo de 250 páginas que constituían esas crónicas personales.
El panfleto presenta una estrambótica versión en la cual el movimiento estudiantil había
sido una operación organizada por diversos grupos e intereses nacionales e internaciona-
4
En febrero de 1998, a raíz de la publicación de La presidencia imperial, de Enrique Krauze, el expresidente Luis
Echeverría descalificó al autor acusándolo de no ser un historiador, sino tan solo un escritor de panfletos, extendiendo
la afrenta hasta Octavio Paz, pues lo responsabilizó de que Krauze hubiera escrito en 1987 un artículo contra Carlos
Fuentes con el objetivo de que el director de Vuelta tuviera menos competencia en la disputa por el Premio Nobel. La
respuesta de ambos no se hizo esperar, sumándose a la de algunos exlíderes del movimiento y diputados de oposición.
Ellos le espetaron a Echeverría que era un calumniador intentando eludir su responsabilidad, al argüir otra vez el ab-
surdo de que, en la tarde del 2 de octubre, los estudiantes habían empezado el tiroteo contra el ejército (Reforma, 1999).
les (desde la cia hasta políticos autóctonos que habían colaborado en gobiernos anteriores,
pasando por intelectuales y diversas organizaciones políticas de izquierda) que tenía como
objetivo final el derrocamiento del gobierno de Díaz Ordaz, mediante un golpe de Estado
para imponer una dictadura afín a los intereses estadounidenses. En sus páginas desfilaban
los nombres de una multitud de personajes de la política y de la cultura, a quienes se res-
ponsabilizaba de haber instigado al movimiento estudiantil. De estos últimos, además de
los señalados meses atrás por Elena Garro, ahora se agregaban a la lista: Juan José Arreola,
Daniel Cosío Villegas, Julio Scherer y Excélsior, Rosario Castellanos, Mario de la Cueva,
Eli de Gortari, Alonso Aguilar, Leopoldo Zea, Víctor Flores Olea y Luis Villoro, entre otros.
A través de esa pluma anónima el poder despotricaba contra la traición y cobardía de
la república de las letras e, incluso, aprovechaba para mofarse del elemento central que la
distinguía, así como de algunos aspectos de la imagen estereotipada que los caracterizaba.
Ahí se leía:
Me río de los escritores, de los periodistas y de los filósofos que, para expresar su pensamiento,
su emoción y su ciencia, acuden a la palabra que es la deformación del pensamiento y tienen
que recurrir al tormentoso trabajo de escribir… ¡qué horrible es eso de escribir!... Debe de ser
muy malo como para que les paguen por eso […] ¡Oh!, los lentes de mis amigos que son para
algo elegante y que les da aspecto de intelectualidad […] Compadezco a los hombres que tienen
sonrisas de triunfo después de un mal artículo, o de un peor libro, o de un infame cuadro (Anó-
nimo, s.f.: 154-155).
Un “intelectual” es –y procederé sin jerarquizar– dentro del mundo de las fantasías populares
mexicanas el enemigo innato, el desprecio a lo espontáneo y lo puro, el desafío a nuestras tra-
diciones, la negación de nuestro modo de ser, el demonizador de la realidad guadalupana, el
blasfemo, el perverso, el pervertido, el hombre que nos desprecia, la burla orgánica hacía todo
lo que somos y constituimos. Para el político, por ejemplo, el intelectual ha sido [...] la opor-
tunidad de corporeizar su culpa (popsicología) o el reproche que un académico impertinente
le arroja, no advirtiendo que la política es asunto de toma y retención del poder, no de la sabi-
duría, o, finalmente, la forma en la que se manifiesta el resentimiento de los-que-no-llegaron
(Monsiváis, 1969).
Todo denigramiento irracional hace las veces de homenaje ferviente. En el presente empeño ofi-
cial de adjudicarle a los “intelectuales” (las comillas, insisto, son suyas) la responsabilidad por las
desgracias antes atribuida a la Naturaleza, el antiintelectualismo eleva a su mezquino modo a los
“intelectuales” al orden de hacedores de la realidad. De este ensalzamiento a la inversa que unos
respondan y otros se hagan merecedores (Monsiváis, 1969).
1970 empezó con una atmósfera marcada por el proceso electoral presidencial, que se de-
sarrollaría a mediados de año. Durante los meses de campaña el clima de linchamiento
moral contra los escritores se mantuvo incólume. Por ejemplo, en marzo, en las páginas de
El Día se publicó una caricatura titulada “La nueva pirámide”, hecha por Alberto Bel-
trán, en donde se afirmaba que era natural que existieran grupos de intelectuales que se
sentaran sobre los demás, de la misma forma en que anteriormente los aristócratas lo ha-
bían hecho. En la punta de esa pirámide, por encima de todos, se veía a José Luis Cuevas
diciendo: “Mueran los petates y los nopales”; a Carlos Monsiváis exclamando: “Abajo los
aztecas”; a Fernando Benítez confesando: “¡Somos genios!”, y a Carlos Fuentes declarando:
“Somos aristócratas intelectuales”. Octavio Paz era el único en silencio.
La respuesta en las páginas de “La cultura en México” corrió a cargo de Carlos Fuentes.
El autor de La región más transparente apuntaba que era significativo que en esas viñetas
los intelectuales se ubicaran en los lugares que antes habrían ocupado los explotadores y
represores, y se preguntaba:
¿Cómo hemos llegado a tan privilegiada posición? Sencillísimo: trabajando con independencia
del erario público y manteniendo una actitud crítica y libre ante un poder que, en México, todo
lo avasalla, todo lo compra, todo lo corrompe, todo lo somete. En efecto, como México no hay
dos: sólo que aquí se convierten en opresores del pueblo quienes se oponen a los opresores del
pueblo (Fuentes, 1970: ii).
El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz llegó a su fin el 30 de noviembre de 1970. Un día des-
pués Luis Echeverría Álvarez asumió la presidencia del país, dando inicio una nueva fase
en la relación entre el poder político y los intelectuales. A partir de la entrada del nuevo go-
bierno su estrategia para convivir con la república de las letras se modificó radicalmente. El
ahora presidente, quien durante el régimen anterior había sido Secretario de Gobernación,
comprendió que el sistema debía abrir ciertas válvulas de escape para aliviar las presiones
sociales que se habían evidenciado dos años atrás. En esa estrategia la intelligentsia estaba
llamada a jugar un papel central. La modificación planteada ocasionaría fuertes disputas al
interior del gremio intelectual, pues el tema de su papel en la sociedad y, en consecuencia,
del tipo de vínculos que debían construir con el poder, ocuparía nuevamente su reflexión.
Las pasiones hicieron acto de presencia.
La necesidad de reconstruir un tejido social desgarrado pasaba por tener el apoyo, en-
tre otros, de los sectores ilustrados del país. Bajo el aura de la apertura democrática, de la
integración y asunción de una serie de banderas y expectativas que habían hecho su apari-
ción en 1968, el nuevo gobierno enfiló hacia esas metas parte de sus esfuerzos. El intento
echeverrista de acercarse a los intelectuales y de integrar al gobierno a muchos de los que
habían manifestado su descontento y anhelo por construir nuevas formas de participación
política tuvo estrategias claras y perfectamente detectables. El reparto de dinero a través
de puestos burocráticos, viajes, becas y demás estímulos de esa índole fueron abundantes.
Las consecuencias de lo sucedido el jueves 10 de junio de 1971, cuando grupos parami-
litares organizados por el gobierno masacraron la primera marcha de importancia que se
realizaba en la Ciudad de México desde 1968, también se dejaron sentir al interior del gre-
mio intelectual. Esa tarde los afanes democratizadores del régimen echeverrista, que apenas
llevaba medio año en el poder, se mostraron como una simple mascarada. La versión ofi-
cial señaló que la agresión había sido montada por la derecha nacional, en connivencia con
las autoridades de la capital del país, con el objetivo de desprestigiar a un presidente que se
caracterizaba por su voluntad democrática, por lo cual Echeverría decidió destituir tanto
al regente de la ciudad como al jefe de la policía, además de lanzar las consabidas prome-
sas de aclarar con todo detalle el caso y deslindar las respectivas responsabilidades en un
plazo máximo de dos semanas.
La sociedad una vez más se estremeció y la república de las letras se enfrentó a una nueva
coyuntura que habría de fraccionarla: confiar en los afanes democratizadores de Echeve-
rría pues –decían– el peligro de la imposición de algún gobierno de tufo fascista era real, o
mantener la distancia y autonomía necesaria para que el ejercicio de la crítica pudiera rea-
lizarse a cabalidad. El gremio se dividió entre quienes consideraban pertinente dar un voto
de confianza al nuevo presidente en sus afanes democratizadores de cara a la existencia
real de una ofensiva de los sectores sociales y políticos de derecha, y por otra parte los que
sostenían la obligación intelectual de mantener la autonomía y distancia del poder guberna-
mental como requisito fundamental para realizar la actividad intelectual por antonomasia:
una crítica libre, independiente, sin compromisos.
Aquellos fueron los años de:
• la sentencia “Echeverría o el fascismo” sostenida por Fernando Benítez y avalada
por Carlos Fuentes;
• el “Caso Padilla”, que significó la primera gran ruptura de los intelectuales latinoame-
ricanos con la Revolución cubana, la cual hasta ese entonces tenía un apoyo casi
unánime dentro de la república de las letras;
• el gobierno mexicano financiando apoyos dinerarios directos, becas y viajes al ex-
tranjero para los creadores artísticos e intelectuales;
• el regreso de Octavio Paz a México y la fundación de Plural bajo los auspicios Julio
Scherer, director de Excélsior;
• la consolidación de Luis Spota como el cronista y novelista representativo del régimen;
• la participación de Octavio Paz y Carlos Fuentes en los trabajos fundacionales del
Partido Mexicano de los Trabajadores;
• el “jet de redilas”, es decir, de los viajes pagados por el gobierno a muchas persona-
lidades de la cultura y la intelligentsia para que acompañaran al primer mandatario
a algunas giras internacionales. Paseos que concluían con la necesaria exención de
revisiones aduanales para que los viajeros pudieran ingresar libremente la “fayuca”
comprada en los lugares visitados;
• los libelos contra Daniel Cosío Villegas a raíz de sus trabajos críticos sobre la figura
presidencial;
• el golpe al Excélsior de Scherer y el surgimiento del semanario Proceso y el diario
Unomásuno;
• el nombramiento de Carlos Fuentes como embajador de México en Francia, cargo
al cual renunció tiempo después, cuando el expresidente Gustavo Díaz Ordaz fue
nombrado embajador en España, etc.
Todo lo anterior caminó junto a una infinidad de historias y anécdotas cuyo común deno-
minador fue haberse desarrollado siempre dentro de los ejes reflexivos sobre cuáles debían
ser los vínculos y los límites de las relaciones entre los intelectuales y el poder encarnado
en el espacio de los políticos profesionales.
1968 permitió atestiguar la división profunda existente en gremio intelectual, que com-
probaba que la cultura es un espacio más de la lucha en donde el poder se esfuerza por
imponer condiciones de dominio. Asimismo, con las posteriores disputas, acercamientos y
coqueteos habidos entre ese poder y la intelligentsia, fue claro que la discusión sobre la ubi-
cación de la línea divisoria de la relación entre la actividad intelectual (el ejercicio de la crítica)
y el poder es una definición arbitraria que se consolida de acuerdo con el interés y la ne-
cesidad de quien la esgrime, pues cada uno de los ciudadanos de la república de las letras
la delinea a conveniencia. Ser asesor, comisionado, proveedor/contratista, amigo, invitado
social, consejero, burócrata en distintos niveles, deudor de favores, receptor de publicidad,
asalariado, diplomático, becario, militante, corrector de discursos, etc., son algunas de las
múltiples facetas que, de acuerdo con quien sea el sujeto que se pretende ubicar, marcan los
límites de, por ejemplo, la independencia, autonomía, libertad o compromiso que garanti-
zan que un intelectual siga ejerciendo plenamente lo único a lo que está obligado: la crítica.
Así, lo que en unos es deshonra y entreguismo, en otros es reconocimiento a sus ilustres ta-
lentos, de acuerdo con quien utilice ese arbitrario y discrecional linde.
En pleno siglo xxi, ya es tiempo de pensar que este anhelo de encontrar una lámpara
similar a la utilizada por Diógenes para encontrar a los intelectuales que sí sean virtuosos,
honestos, críticos, libres, autónomos, independientes y un grandísimo etcétera no es más
que un anhelo imposible de cumplir, en virtud de se trata de un falso problema. 1968 signi-
ficó, entre otras cosas, el momento en que comenzamos a percatarnos de ello, pues nuestra
comprensión de la relación entre intelectuales, poder y sociedad se trastocó paulatinamente
al ver el accionar de la república de las letras durante los acontecimientos de aquel verano,
así como las crisis posteriores por las que pasó, al tener que definirse de cara a un régimen
que anhelaba tener a la intelligentsia de su lado. Es por ello que lo afirmado por Juan José
Arreola en el epígrafe elegido para iniciar este artículo, es absolutamente cierto: 1968 cons-
tituyó un parteaguas en la lucha entre los intelectuales y el poder político.
Sobre el autor
Referencias bibliográficas
RESUMEN ABSTRACT
En 1968 había una cultura social vivamente In 1968 there was a social culture vividly interes-
interesada en el desarrollo del arte y el pensa- ted in the development of art and thought both
miento dentro y fuera de México. La desazón inside and outside Mexico. The concern with
ante la desigualdad social, la irritación contra social inequality, the irritation against the rigi-
la rigidez del sistema político e incluso el recha- dity of the political system and even the rejection
zo al autoritarismo que se expresó en las calles of the authoritarian regime that was voiced in
entre julio y septiembre de aquel año axial fue- the streets between July and September of that
ron precedidos por la expresión de esas mismas year, were preceded by the expression of those
emociones y convicciones en las salas de teatro same emotions and convictions in theaters and
y cinematográficas, en las galerías de exposi- cinemas, exhibition galleries, the best-known
ciones, en los libros de moda y, de cuando en books and, from time to time, in the media.
cuando, en los medios de comunicación. A pe- Despite the official restrictions, which reached
sar de las restricciones oficiales, que llegaban a la blatant censorship, there was an intense cultural
franca censura, había una vida cultural intensa y life and the artistic creation found appropriate
la creación artística llegaba a tener cauces para channels to develop without restraint.
desplegarse con libertad.
Palabras clave: 1968; cultura social; creación ar- Keywords: 1968; social culture; artistic crea-
tística; cine; medios de comunicación; México. tion; cinema; media; Mexico.
∗
Instituto de Investigaciones Sociales, unam, México. Correo electrónico: <rtrejo@unam.mx>.
Introducción
“El gigantesco resplandor fue como un mensaje de esperanza y paz, como señal del opti-
mismo con que se espera que 1968 será pleno en acontecimientos felices” (Torres, 1968).
Así terminaba la crónica de las celebraciones para recibir a ese año, destacada en la primera
plana de Excélsior. Avenidas y edificios en el Distrito Federal estuvieron iluminados desde
la noche vieja. En la sociedad mexicana había un sentimiento de expectación ante un año
que parecía promisorio en transformaciones y sobre todo que, con motivo de los Juegos
Olímpicos, ofrecía la posibilidad de vincular al país con los cambios del mundo. Otro res-
plandor, muy distinto al que celebraba el reportero Torres Barrón, conmovería la historia
de México nueve meses más tarde, cuando, en Tlatelolco, una luz de bengala marcó el ini-
cio de aquella noche triste.
El de 1968 era un mundo colmado de novedades. El gobierno de Washington no sabía
cómo salir del atolladero de Vietnam; en enero lanzó la ofensiva del Tet y dos meses más tarde
soldados estadounidenses perpetraron la matanza de My Lai. En Cuba, Fidel Castro aceleró
la nacionalización de la economía y emprendió la “Ofensiva Revolucionaria”. En Memphis,
el 4 de abril fue asesinado Martin Luther King. El 4 de junio, Robert Kennedy murió bala-
ceado en Los Angeles. En Ciudad del Cabo, en diciembre de 1967 y enero de 1968, el cirujano
Christian Barnard alteró la historia de la medicina al realizar los dos primeros trasplantes de
corazón. En 1968 la Unión Soviética envió una sonda espacial que le dio la vuelta a la Luna
y meses más tarde la Apollo 8, con tres astronautas estadounidenses, hizo lo mismo. Estaba
despejado el camino para que, al siguiente año, Neil Armstrong pisara la Luna.
En México, en la Iglesia católica se expresaban diferencias entre la jerarquía tradicional
y corrientes renovadoras, como la que promovía el obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez
Arceo. En Yucatán, a fines de junio, después de 48 días de huelga, los trabajadores de Cor-
demex fueron obligados a reconocer a un sindicato patronal. Por esos días, la Coalición
Obrera Textil estalló una huelga nacional que se mantuvo dentro de los cauces del sindica-
lismo oficial, aunque se prolongó por varios meses. Para apoyar esa huelga el 14 de julio la
Confederación de Trabajadores de México (ctm) organizó en el Monumento a la Revolución
un mitin al que, según sus organizadores, acudieron 50 mil trabajadores (Rendón, 1979: 33).
En Baja California, también en junio, el Congreso estatal anuló las elecciones en Tijuana y
Mexicali después de que el Partido Acción Nacional (pan) denunció que los candidatos del
Revolucionario Institucional (pri), hicieran trampa. Una caravana de 45 mujeres del pan
de Tijuana viajó hasta la Ciudad de México, a donde llegó el 17 de julio (Venegas, 2013).
En Puebla, las diferencias entre la representación tradicional de los estudiantes univer-
sitarios y los grupos que reclamaban una elección democrática llegan a un enfrentamiento
violento el 10 de julio (Gómez, 1998). En la unam, grupos de estudiantes secuestraron va-
rios autobuses después de que un vehículo de la línea México-San Ángel Inn atropelló, en
Parte de la indiferencia moral que les rodea es la ignorancia respecto al estado jurídico de sus
procesos, la falta de organización inteligente que defienda legalmente de un modo exclusivo es-
tos casos, sin mezclarlos con los demás problemas del pueblo mexicano (Poniatowska, 1968).
Crimen y escándalo
De todo eso la sociedad mexicana se enteró con oportunidad y azoro. La televisión comen-
zaba a conectarse al mundo gracias a la Red de Microondas construida para propagar las
señales de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, apenas había 33 estaciones de televisión y
460 de radio (Comité Organizador, 1969: 159).1 La atención de los mexicanos, sin embargo,
seguía acaparada por asuntos domésticos.
Durante los primeros meses de 1968 la sociedad se conmovió con el asesinato, en Aca-
pulco, del conde Cesare D’Aquarone. Su suegra, la pintora Sofía Bassi, diría que le disparó
por accidente con una pistola. Era difícil creerle porque D’Aquarone murió de cinco balazos.
Las indagaciones periodísticas encontraron que el fallecido, de 42 años, tenía una mala re-
lación con su esposa, Clairette Diericx, de 27 años de edad. Originario de Verona, el conde
estaba con la familia de su esposa mexicana en el fraccionamiento Las Brisas, en “donde hay
unas 60 casas de multimillonarios” (Reyes Estrada, 1968). La suegra era esposa del médico
Jean Franco Bassi y según su versión los disparos se produjeron junto a la alberca, en pre-
sencia de toda la familia (Díaz Clavel, 1968).
1
Medio siglo más tarde, en México hay cerca de 900 canales de televisión –incluyendo repetidoras– y 2 mil estaciones
de radio en todo el país (ift, 2018).
Pronto se esparció la versión de que quien había disparado era la esposa del conde y
que su madre, Sofía, se había echado la culpa para evitar que la joven Claire fuera a la cár-
cel. Aquella muchacha era excepcionalmente hermosa, circunstancia que añadió interés a la
murmuración acerca de aquel episodio. El experimentado reportero Reyes Estrada (1968)
no dejó de advertir: “La ahora viuda, Clairette Diericx, mujer muy guapa, no ha declarado”
y más adelante describe a “la bella Clairette, mujer muy alta, de pelo rubio, ojos verdes y
facciones finas, que iba vestida toda de negro”. Sofía Bassi, que en 1968 tenía 55 años, es-
tuvo cinco años en prisión.2
Aquel episodio implicaba tres transgresiones importantes. Se trataba del crimen en una
familia de socialités, en donde la notoriedad se aunaba al dinero. En aquellos años la sección
de “sociales” ocupaba varias páginas en los periódicos con la reseña de ceremonias, con-
vivios y viajes de personajes famosos. Meses antes, la boda de Clairette Diericx y el conde
italiano había llamado la atención de los lectores de aquellos espacios. En segundo lugar,
no era frecuente que las averiguaciones policiacas fueran seguidas con tanta atención como
la que le dedicó a este caso la prensa mexicana en aquellos primeros meses de 1968. Y por
otra parte, el asesinato ocurrió en Acapulco, que era destino vacacional del jet-set interna-
cional. El juicio y el encarcelamiento de Sofía Bassi mostraron que los poderosos podían
caer en desgracia y eso no se veía con frecuencia en México.
Tampoco era usual que se publicaran expresiones de desesperación, como la que tuvo el
profesor Eulogio Sánchez Herrera, el 12 de junio de 1968 en El Durazno, una ranchería en
el municipio de Morelia, Michoacán. Tenía 24 años y era originario de Coahuila, en donde
estudió la Normal y luego fue asignado a la Primaria “Vicente Guerrero”, en Morelia. Des-
pués de seis meses de trabajar en la escuela, las autoridades federales no le pagaban su salario.
Agobiado por los apremios económicos, escribió una carta de despedida para su madre: “No
puedo más con esta existencia dolorosa. Ya no tengo valor para enfrentarme a la vida; la
desprecio porque no ha sabido darme más que dolores. Adiós mamacita de mi vida”. Luego,
el profesor Sánchez Herrera roció de petróleo el petate donde dormía, impregnó sus ropas
con ese combustible y se prendió fuego (Zúñiga, 1968). Sin embargo, el sacrificio de ese jo-
ven maestro en Morelia no tuvo tanta difusión como la muerte de D’Aquarone en Acapulco.
Parsimoniosa revolución
Ya en aquel último trecho de los años sesenta había un intenso cambio de costumbres, no
en toda la sociedad, pero sí, de manera peculiar, entre jóvenes de clase media. El cabello
2
Sofía Bassi murió en 1998, a los 85 años. Su hija Claire falleció en 2005, después de una enfermedad que la privó de
la vista.
largo y la ropa ajustada eran recursos para diferenciarse, lo que suscitaba rechazos. Suce-
sos para Todos, que no era una revista conservadora, publicó una serie sobre las maneras
de llevar el cabello. Dos décadas antes, en los años de la Segunda Guerra, “los jóvenes se
preocupaban de su apariencia” pero, ya en los sesenta, la “generación actual”, se explicaba,
prefería el cabello largo. En esa extensa nota Joseph G. Sorel, que muy posiblemente era un
seudónimo, cuestionaba:
Las modas marcan épocas, pero nunca se imponen de manera drástica. Para enfatizar que
en los años sesenta se experimentó una “revolución cultural”, por encima del cambio polí-
tico, el fundamental Eric Hobsbawm (2003: 244) explica que, en el mundo occidental, “el
índice verdaderamente significativo de la historia de la segunda mitad del siglo xx no es la
ideología ni el movimiento estudiantil, sino el auge de los pantalones vaqueros”.
Entre los estudiantes de 1968 la disposición a romper los convencionalismos, al menos
en el atuendo, no estaba muy extendida. Luis González de Alba, quien fue dirigente en el
movimiento de aquel año, recordó mucho después:
En 1964, en plena unam, todas las muchachas del entonces Colegio de Psicología llevaban ves-
tido, medias, zapatos de tacón y peinado esponjoso a la Sandra Dee. Era raro que un joven llevara
vaqueros; ninguno, por supuesto, se habría atrevido a llevar huaraches. Eso comenzaba a ocurrir
por la tarde, en las carreras de Letras y Filosofía, pero se veía mal (González, 2008).
El espíritu contestatario no pasaba por la vestimenta, al menos para muchos jóvenes de esos
años. Pero los valores o las creencias morales experimentaban un cambio más profundo,
aunque no siempre evidente. En 1968 era reciente la llegada a México de la píldora anticon-
ceptiva. El efecto que tenía en la que desde entonces era denominada como la revolución
sexual suscitaba desconciertos y animadversiones. Una lectora expresó esas preocupacio-
nes en una carta a la revista Sucesos:
toda actividad erótica de la mujer soltera. La sexualidad femenina es vista como algo demoniaco,
y a menos que se la “santifique” o se la domestique mediante la institución matrimonial, es cali-
ficada como prostitución (Díaz Ferrero, 1968).
Mesa redonda en el Club de Periodistas. “La mujer vista por el periodista. Derechos y deberes de
la mujer”. Participan Eduardo Deschamps, Alberto Domingo, Leonardo Femat, José Luis Parra
y Adelina Zendejas (Excélsior, 1968j).
Apertura al consumo
La clase media mexicana -o al menos en la capital del país- se desperezaba con una nove-
dosa apertura al consumo y se ilusionaba con la posibilidad del progreso. En enero de 1968
un departamento de tres recámaras, con chimenea, en la Calle Búfalo de la Colonia Del
Valle, costaba 295 mil pesos. Otro, también de tres recámaras y con 175 metros cuadrados,
valía 340 mil. Quienes querían mudarse a la Unidad Tlatelolco, inaugurada cuatro años an-
tes, podían interesarse en este anuncio:
Señorial Tlatelolco. Lujosos departamentos de 3 recámaras [...] con elevador independiente para
la servidumbre. Con todos los extraordinarios servicios de Ciudad Tlatelolco [...] y en plena ave-
nida San Juan de Letrán. Pago inicial de $8 500 a $13 500 (Excélsior, 1968d).
En 1968 el salario mínimo era en promedio de 24.15 pesos diarios, es decir, 725 pesos al mes.
Sin embargo, la expansión de la clase media y las ventas a crédito propiciaban una copiosa
oferta de productos y servicios. Un viaje de 21 días a Europa, con pasaje aéreo y traslados,
podía comprarse con 6 800 pesos. Un refrigerador Sears de 11 pies cúbicos costaba 2 888
pesos. Un bolígrafo marca Topic, de mini tapa, 12.50 pesos que era exactamente el precio
que, durante dos décadas, mantuvo el dólar.
¡Emocionantemente joven! ¡Así es el Valiant ‘68! Ya prefiera usted el fabuloso 2 puertas sin poste,
el sedán 4 puertas o el económico Valiant Especial de 2 puertas, usted obtiene líneas audaces...
maniobrabilidad... y la alegría de verse y de sentirse joven! (Excélsior, 1968l).
En la mitad superior de esa página aparecía la fotografía del automóvil fabricado por la em-
presa Automex. En la segunda mitad, destacaba la foto de una joven en minifalda tocando
una guitarra eléctrica junto a una leyenda en grandes caracteres mayúsculas que ofrecía:
“Valiant tiene el mismo fuego de mi corazón... Valiant es joven audacia... Valiant es jalón”.
Esa frase estaba rodeada de dibujos de flores como los que se empleaban en la iconografía
asociada a los hippies. La juventud era pretexto, más que destinataria, para la venta de los
más variados artefactos.
Vanguardia y farándula
Las competencias deportivas de los Juegos Olímpicos fueron precedidas por una “Olim-
piada Cultural”, con un ambicioso catálogo de eventos e invitados de todo el mundo.
Comenzó el viernes 18 de enero con la actuación, en el Palacio de Bellas Artes, del Ballet de
los Cinco Continentes, coordinado por Amalia Hernández y coreografía de Loukia de Gre-
cia, y Le’House de África -así se les anunciaba- (Excélsior, 1968e). Luego de describir
las danzas y los discursos en Bellas Artes, el reportero más influyente en la prensa es-
crita se extasiaba:
Habían caído los telones sobre la arquitectura jónica, cretense y ya sublime de Olimpia. Se reno-
vaba la escenografía que momentos antes nos hiciera recordar las huellas de siglos de los últimos
descendientes nahuatlacas, de los padres de Moctezuma y de Cuauhtémoc, de Cuitláhuac y Xico-
téncatl. [...] Un desahogo. Habíamos sentido una descarga en lo más íntimo de nosotros, porque
al hombre en muy pocas ocasiones le toca el infinito como anoche (Denegri, 1968).
Para terminar su nota, el reportero relató que al salir de Bellas Artes encontró a un joven-
cito dormido en la calle.
Nadie podía saber qué soñaba aquel muchacho pobre mientras se guarecía del frío de enero
tras una columna de Bellas Artes. Lo que sí sabemos ahora es que la antorcha olímpica no
fue el símbolo de 1968.
La Olimpiada Cultural incluyó centenares de eventos. Durante la primera semana de ju-
lio, por ejemplo, los habitantes del Distrito Federal tenían interesantes opciones si querían
ir al teatro. Se estrenaba El Rey se muere, de Eugène Ionesco, quien estuvo presente en una
de las funciones en el Teatro Jiménez Rueda. Xavier Rojas dirigió en el Teatro Tepeyac El
alma buena de Szechwan, de Bertolt Brecht, de la cual se escribió: “Los pobres no pueden
ayudarse a sí mismos, nos dice Brecht y, añade, el camino para ayudarles no es la benefi-
cencia, como tampoco el trabajo, cuando éste se verifica en condiciones de explotación”
(Reyes, 1968b). En el Teatro de la Universidad, en Avenida Chapultepec, José Estrada dirigía
El mayor general hablará de Teogonía, de José Triana, de la que se comentó: “Se halla en la
obra una preocupación constante: la de asesinar el poder” (Reyes, 1968 c). También estaban
en cartelera El día del juicio, de Rafael Solana, en el Teatro Xola; Hello Dolly, de Thornton
Wilder, con Libertad Lamarque y dirigida por Manolo Fábregas, en el teatro que llevaba su
nombre, y Los zorros, de Lillian Hellman, dirigida por José Solé, en el Teatro Insurgentes.
Un poco antes se había estrenado Marat-Sade, de Peter Weiss, que, ambientada en un
manicomio, relata la muerte del revolucionario Jean-Paul Marat, después de cometer nume-
rosos excesos, con el pretexto de que actuaba en nombre del pueblo. La dirección fue de Juan
Ibáñez, con Sergio Jiménez en el papel de Marat y Angélica María como Charlotte Corday.
Marat-Sade tiene la virtud de hacer sus planteamientos desde todos los ángulos, expone la visión
del revolucionario, que interpreta los anhelos del pueblo, del que a pesar de todo ya no forma
parte integrante; desenmascara los puntos de vista de los que ejercen el poder; contrapone a ver-
dugos y víctimas, en un juego caleidoscópico en el que tan pronto el verdugo es la víctima, como
la víctima es el verdugo; y en el que la locura es representada por los cuerdos, como la cordura
lo es por los locos; el sadismo, en sus extremos, se transforma en masoquismo, y el masoquismo,
en sadismo (Reyes, 1968a).
En el teatro, como se aprecia en las reseñas citadas, había alusiones a la desigualdad social
y el autoritarismo políticos. Los tres comentarios antes transcritos estaban firmados por
Mara Reyes, que era el seudónimo de la dramaturga Marcela del Río.3
El programa de la Olimpiada Cultural en esos días incluía jazz, con Tino Contreras,
en La Casa de la Paz; danza con el Ballet de Praga, en Bellas Artes; el Ballet de los Cinco
Continentes, en el Teatro Ferrocarrilero, y el Gran Circo de Moscú, en la Arena México
(Excélsior, 1968g).
Al margen de la vanguardia cultural había otras opciones de entretenimiento. A comien-
zos de 1968, el Teatro Blanquita ofrecía un programa con los intérpretes Celia Cruz y José
Alfredo Jiménez, la actriz Columba Domínguez, Los Cuatro Hermanos Silva y los cómicos
Resortes, Mantequilla y Borolas. La entrada costaba entre 4 y 12 pesos. En el Teatro Manolo
Fábregas había una revista con las vedettes Zulma Faiad y Amedee Chabot, las cantantes
Toña la Negra y María Victoria, el trío Los Tres diamantes y el pianista Juan Bruno Tarraza
(Excélsior, 1968b). Medio año después, los asiduos al teatro de farándula encontraban, en
el Blanquita, a Los Polivoces, Lola Beltrán, Los Picolinos, El Loco Valdés, Robertha, Boro-
las, Tino Martin y su orquesta. En el Teatro Lírico se presentaban Sonia López, La chamaca
de oro, Palillo, las Hermanitas Nuñez, Los Clayton, Los Oviedo, Los Babys y Tin Tan (Ex-
célsior, 1968g).
El cine que se podía ver en México empezaba a diversificarse en 1968. Al iniciar el año los
espectadores podían presenciar en el Cine Tlatelolco, por 8 pesos, Bella de día, de Luis Bu-
ñuel, con Catherine Deneuve; en el Ópera, por 4 pesos, se exhibía La batalla de Argel, de
Gillo Pontecorvo. Cintas como ésas cuestionaban la moral conservadora o el orden político,
pero la mayor parte del público prefería un cine menos reflexivo. Bromas SA, de Alberto
3
Mara Reyes dejó de publicar sus comentarios de teatro en el suplemento cultural de Excélsior en octubre de 1968.
Mucho después explicó por qué: “Cuando el 2 de octubre de 1968, yo vivía en el edificio Chihuahua en Tlatelolco.
Perforaron la pared de mi casa con 40 balazos y entraron los militares. Me percaté de la recolección de cadáveres que
hicieron en la madrugada. Al día siguiente leí en mi periódico que había habido 35 muertos. No soporté eso y renuncié.
En la masacre de Tlatelolco asesinaron a Mara Reyes. Nunca volví a firmar con ese nombre” (Proceso, 2007).
Mariscal, con Mauricio Garcés y Gloria Marín, se proyectaba en los cines Variedades, Ma-
jestic y Río, por 4 pesos; en el Colonial y el Jalisco la entrada costaba 3 pesos; en el Popotla
2.50 y en el Bahía y el Janitzio, 2 pesos. Otra opción, en diez cines y también a precios dife-
renciados, era El centauro Pancho Villa, de Alfonso Corona Blake, con Lucha Villa.
En la cartelera cinematográfica destacaba El mundo joven, de Vittorio de Sica, con Chris-
tine Delaroche y Nino Castelnuovo, en donde se planteaba el dilema de abortar o no. La
publicidad no mencionaba el tema central de la película, pero proclamaba: “¿La juventud
actual encontrará su placer dentro de un mundo nuevo?” (Excélsior, 1968a).
Gracias a la Olimpiada Cultural los cinéfilos tuvieron acceso a cintas que no se exhibían
en México de manera regular. Entre otras, hubo una muestra de cine japonés que trajo las
realizaciones más recientes de Akira Kurosawa y Kenji Mizoguchi. Pero en las corridas re-
gulares de los cines también se apreciaba una diversidad hasta entonces desconocida para
la exhibición fílmica en el país.
En abril se exhibió, en el Cine Tlatelolco, la críptica Blow-Up, de Michelangelo Antonioni.
Esa cinta, inspirada en un cuento de Julio Cortázar, fue parte de la Reseña de Cine que se rea-
lizaba en Acapulco cada fin de año. Los comentarios acerca de la película eran en este tono:
[…] la noción de lo que puede ser y significar el vacío en la época actual queda tan bellamente ex-
presada en Blow up, que estaremos obligados a dejar que pase algún tiempo antes de atrevernos a
negarle a su autor la paternidad de una obra de arte cinematográfica fundamental (Dallal, 1968).
En julio es reinaugurado el Cine Regis, en Avenida Juárez, con Repulsión, de Roman Po-
lanski, protagonizada por Catherine Deneuve. Definido como “sala de arte”, el Regis era
anunciado de esta manera:
¡No es un cine más, ¡Es un cine de arte! ¡Como los que hay en las principales ciudades del mundo
y se necesitaba en nuestra capital! ¡Lujo! ¡Confort! ¡Ambiente diferente al de las salas de espec-
táculos que usted conoce! Esta sala de extraordinario buen gusto será destinada a exhibir obras
cinematográficas que por su tema singular, técnica audaz, realización atrevida y otras caracterís-
ticas resultan excepcionales (Excélsior, 1968h).
Por esas fechas también se anunciaba el Cine Club de Arte A.C., con dos salas, en Tacubaya
103, esquina Juan Escutia, y Niza 35, en la Zona Rosa, en donde se exhibían “Las mejo-
res películas del mundo. Antonioni, Bergman, Fellini, Buñuel, Resnais, Truffaut” (Sucesos,
1968). Para tener acceso a ese banquete fílmico era necesario pagar una cuota como socio
del cineclub.
La cartelera abierta privilegiaba, en julio de 1968, cintas como Grand Prix, con Ives Mon-
tand, en el Cine Latino, en Paseo de la Reforma; el reestreno, en el Manacar de Insurgentes,
de Lo que el viento se llevó, con Clark Gable y Vivian Leigh (“¡En el esplendor de 70 mm!
¡Pantalla ancha y completo sonido estereofónico!”). El Cine Internacional, en la Colonia
Doctores, ofrecía A quemarropa, con Lee Marvin. El Variedades, en Avenida Juárez, Des-
pedida de casada, con Julissa, Mauricio Garcés, Elsa Cárdenas, Maura Monti, Emily Cranz,
Héctor Suárez y Ana Luisa Peluffo (Excélsior, 1968g).
La película Un largo viaje hacia la muerte, de José María Fernández Unsaín, con Igna-
cio López Tarso, Fanny Cano, Jacqueline Andere y Miguel Angel Álvarez, era anunciada
así: “¡Sicodelia de sexo, violencia y muerte!” “Conozca la verdad sobre las drogas alucinan-
tes! (l.s.d.)” “Sicodélicos colores!”. Clasificada sólo para adultos, esa cinta se refería al uso
terapéutico de la dietilamida de ácido lisérgico, lsd, y no a la alteración de la moralidad
propiciada por las drogas, como sugerían los estruendosos anuncios. Dicha película podía
verse en los cines Alameda, Ópera y Reforma, por 4 pesos; en las salas Colonial, Ermita,
Álamos, Briseño, Cervantes, Naur y La Paz, por 3 pesos; en el Popotla, 2.50; y en los cines
Máximo y Minerva la entrada costaba sólo 2 pesos (Excélsior, 1968g).
En el Cine Tlatelolco exhibían La trampa, de Sidney Harris, con Rita Tushingham y Oli-
ver Reed. Aunque estaba ambientada en una apartada cabaña en Canadá, el título de esa
cinta pareció ser premonitorio de los acontecimientos que ocurrirían en la Plaza de las Tres
Culturas, a unos pasos de la sala en donde se exhibía.
Pero la censura en el cine no sólo entorpecía la proyección de cintas novedosas o in-
cómodas, también dificultaba la filmación de historias que no le gustaban al gobierno. A
comienzos de aquel año, el director de Cinematografía de la Secretaría de Gobernación,
Mario Moya Palencia, que tenía facultades para autorizar o no las películas que se rodaban
en el país, rechazó el guión de Moctezuma, escrito por Dalton Trumbo. Allí se decía que
Moctezuma le contaba sus cuitas a un bufón corcovado. El dictamen replicó: “No puede
concebirse a un Moctezuma haciendo confidencias trascendentales a un bufón y negándo-
selas al Cihuacoatl, a los sacerdotes, o a sus parientes, príncipes y capitanes” (Perete, 1968a).
El productor de la película era el actor Kirk Douglas y desde 1964 había presentado esa
propuesta al gobierno mexicano. Quiso invertir 125 millones de pesos en el rodaje, pero el
permiso nunca fue otorgado y el proyecto quedó desechado. 4
En 1968, la Reseña de Acapulco tuvo lugar durante la segunda quincena de noviembre.
Allí y en la exhibición paralela que se hacía en el Cine Roble en la Ciudad de México, fueron
proyectadas, entre otras, La hora del lobo, del sueco Ingmar Bergman, Verano caprichoso, del
checoslovaco Jiri Menzel, Te amo, te amo, del francés Alain Resnais, y Bonnie and Clyde,
del estadounidense Arthur Penn. Para representar a México la Dirección de Cinematogra-
fía del gobierno federal seleccionó tres cintas: la primera, Patsy mi amor, de Manuel Michel,
4
Medio siglo más tarde, en 2018, el cineasta Steven Spielberg adaptó el guion de Trumbo y otro más del mismo autor
para hacer una serie de televisión producida por la empresa Amazon.
a partir de un relato de Gabriel García Márquez narra el romance de una joven universita-
ria (Ofelia Medina) con un hombre casado. Los recuerdos del porvenir, de Arturo Ripstein,
con una ambiciosa producción describe el encuentro entre soldados federales y los habi-
tantes de un pequeño poblado en tiempos de la revolución. La otra cinta era Fando y Lis,
de Alexandro Jodorowsky, artista de origen chileno que llevaba algún tiempo avecindado
en México. Fando y Lis relata la búsqueda de una ciudad mítica por parte de dos jóvenes y
está repleta de escenas esotéricas y eróticas que la hicieron, unas, casi incomprensible y las
otras, motivo de escándalo. La proyección de esa película en Acapulco estuvo acompañada
por la gritería de quienes no la aceptaban. Luego, durante varios días, la prensa registró nu-
merosos cuestionamientos a los desafíos morales que planteaba la película de Jodorowsky.
Carlos Monsiváis explicó: “La mentalidad de la clase media, la sensibilidad popular, se ad-
vierten ultrajadas, molestas, desconcertadas. Sus valores se ven negados, ridiculizados,
minimizados” (Monsiváis, 1968). Durante veinte años no se celebró otra Reseña Cinema-
tográfica en Acapulco. Aunque posiblemente hubo otras causas, se dijo que fue suspendida
debido al escándalo que ocasionó la película de Jodorowsky.
La de los sesenta fue la década del rock y la canción de autor. En ambos géneros había rup-
turas con clichés culturales y sociales y se creaban otros nuevos. La sociedad conservadora
se rehusaba a los cambios culturales, en ocasiones de manera violenta, como le sucedió al
cantante Óscar Chávez, conocido por sus interpretaciones críticas y porque en 1966 apare-
ció en la película Los caifanes de Juan Ibáñez.
Oscar Chávez, “El Caifán”, quiere copiar a Chavela Vargas y en sus canciones incluye frases muy
fuertes. Una de estas noches un cliente de lujoso restaurante no soportó esas canciones de “El
Caifán” y se levantó violentamente de su asiento y le dijo: “Ningún tipo puede pronunciar esas
palabrotas delante de mi esposa” y dicho esto le quitó la guitarra y se la puso de sombrero. ¡Ve-
rídico! (Perete, 1968b).
El compositor y cantante Luis Vivi Hernández padeció una situación similar cuando una
interpretación suya fue acusada de promover la drogadicción. La siguiente nota publicada
sin firma y que transcribimos completa, se explica sola:
glo musical. Las autoridades deben prohibir la difusión de este disco en las radiodifusoras Distrito
Federal y en el interior. El que saldrá perjudicado por grabar esta clase de melodías morbosas es el
cancionista Vivi Hernández, intérprete de canciones modernas. La mayoría de los compositores
al no encontrar temas románticos, emplean temas escabrosos sin ningún sentido, sin importar-
les el perjuicio que puedan hacer a la juventud (Excélsior, 1968i).
Esa nota aparecía destacada a la mitad de la página, en el periódico que era considerado
como diario de referencia de la vida pública mexicana. No se trataba de una información,
sino de una admonición en busca de lectores, al vincular con afán maniqueo el rock y las
drogas. Aquella melodía circuló en discos y no fue de las más conocidas del Vivi Hernán-
dez. En realidad no promueve el lsd, sino que advierte contra los perjuicios de esa droga.
El inicio de la canción es festivo:
Quiero tocar la luna y brincar en las estrellas hoy / Andar bajo del agua y con los peces platicar, oh
sí / eso solo lo hago con… lsd / Miren, brinco sobre las nubes, toco las estrellas, sí…
Luego el tono se modifica y el cantante comienza a quejarse: ¡No! ¡Quiero despertar, no quiero
estar aquí! Se escuchan voces que lo increpan: ¿Por qué lo hiciste? ¡Tonto! ¡Regresa! Y a conti-
nuación, evidentemente de vuelta y arrepentido después de un mal viaje, el intérprete canta:
No vuelvo a tomar la píldora esa que llaman lsd / Le pido al que me escuche que no sufra lo que
yo sufrí / Voy feliz en el mundo sin… lsd (Hernández, 1972).
Más allá de su calidad, que podía ser desigual, el rock tenía un espíritu crítico. José Agustín
subrayó la relación entre esa música y el ánimo inconforme en un conciso libro que apare-
ció, precisamente, en el año que nos interesa:
Cada canción de este tipo es un cartucho de dinamita para los convencionalismos y las sagradas
costumbres de los sistemas sociales que padecemos. Se puede generalizar un poco y decir que
el buen rock, en sus letras, se manifiesta en contra de la hipocresía, la mezquindad, el egoísmo,
la mojigatería, el fanatismo, el puritanismo, el patrioterismo, la guerra, la explotación, la mise-
ria social e intelectual; y lucha por la paz, el amor, la creatividad y el cambio de todo lo obsoleto
(José Agustín, 1968: 6-7).
En 1968, tres estaciones de radio transmitían música moderna en inglés. Radio Capital, en
el 1260 del cuadrante de am, Radio Éxitos, en el 790, y Radio 590, “La Pantera”, que había
nacido en agosto de 1967 (Sosa y Esquivel, 2016: 120) eran sintonizadas por los jóvenes
que querían escuchar música de rock. Muchos grupos y melodías no estaban disponibles
en discos o circulaban de manera limitada, de tal suerte que esas emisoras, sin merma de
sus intereses comerciales, tuvieron una función auténticamente pedagógica en la divulga-
ción de la música de rock.
Algunas de las canciones de rock y pop en inglés que se escuchaban en la radio del Distrito Fede-
ral en 1968 a través de Radio Éxitos, Radio Capital y Radio 590, La Pantera, eran las siguientes:
Hey Jude, con los Beatles; People got to be free, con los Rascals; Sunshine of your love y White room,
con Cream; Mrs. Robinson, con Simon y Garfunkel; Hello I love you, con los Doors; Dance to the
music, con Sly and the Family Stone; Born to be wild, con Steppenwolf; Those were the days, con
Mary Hopkin; Jumpin Jack Flash, con los Rolling Stones; Sky Pilot, con Eric Burdon y Los Ani-
males, y Revolution, con los Beatles, entre muchas otras (Mejía, 2016: 108).
Los jóvenes podían escuchar las novedades de la música en inglés que en buena medida
reivindicaba las libertades individuales, el derecho a las actividades lúdicas y, con diferen-
tes énfasis, la rebeldía. Escuchaban cantar a The Rascals: All the world over, so easy to see /
People everywhere just wanna be free / Listen, please listen, that’s the way it should be / The-
re’s peace in the valley, people got to be free (de la cancion People got to be free), y con Cream,
los muchachos mexicanos tarareaban: You said no strings could secure you at the station /
Platform ticket, restless diesels, goodbye windows / I walked into such a sad time at the sta-
tion/ As I walked out, felt my own need just beginning (White room).
Los Beatles llenaban el dial radiofónico y acompañaban a muchos jóvenes tanto en la
recreación de la búsqueda (Hey Jude), como en la colectiva. La desde entonces mítica Re-
volution consagraba las ideas de cambio (You say you want a revolution / Well, you know
/ We all want to change the world / You tell me that it’s evolution / Well, you know / We all
want to change the world). Pero, además, aquella canción de John Lennon, grabada preci-
samente en 1968, privilegiaba la transformación de las conciencias por encima del cambio
en las instituciones: You say you’ll change the constitution / Well, you know / We all want
to change your head / You tell me it’s the institution / Well, you know / You better free you
mind instead.
Con Mary Hopkin, esos jóvenes mexicanos dispuestos a traducir y tararear en inglés
recitaban una suerte de nostalgia anticipada: Those were the days my friend / We thought
they’d never end / We’d sing and dance forever and a day / We’d live the life we choose / We’d
fight and never lose / For we were young and sure to have our way (Those where the days).
Gracias a la radio aquellos jóvenes estaban al día en materia de rock en inglés, pero las
opciones para interpretar y escuchar música en vivo o rock en español eran perseguidas.
Durante un tiempo los intérpretes de esa música tocaron en cafés cantantes, que eran sitios
de reunión muy populares. Por allí pasaron numerosos grupos mexicanos de rock. Aun-
que en esos sitios no se servían bebidas alcohólicas, fueron señalados en la prensa y por las
autoridades del Distrito Federal como centros de depravación y casi todos fueron clausu-
rados alrededor de 1965. En De perfil, novela emblemática de esa generación, José Agustín
relata cómo eran los cafés cantantes:
Fue cuando estaba de veras fuerte la manía por esos antros en la ciudad. Ni sé quién me llevó. En
los tres o cuatro que conocí, jamás hubo un existencialista: nada más chamaquitos mensos (as-
pirantes a rebeldones) con suéteres de grecas, comiendo hamburguesas y tomando orange crush
(José Agustín, 1966: 148-149).
Hacia 1968, algunos cafés-cantante habían reabierto y surgieron otros nuevos. Esos esta-
blecimientos “deben entenderse como lugares libres de la vigilancia de los padres”, eran
“espacios sociales construidos por los jóvenes” (Peña, 2017: 121 y 122). Un estudioso del
rock mexicano, el fallecido Manuel Martínez Peláez, recordaba que en los cafés cantan-
tes “teóricamente sólo se consumían refrescos, cafés y naranjadas, sin que faltaran los
consumos clandestinos, pero en términos generales el público era bastante ‘fresa’ o cua-
drado” (Martínez, s/f). A pesar de ello, con frecuencia la policía llegaba y aprehendía a
los concurrentes. Ese autor recordaba algunos de los cafés cantantes que seguían funcio-
nando hacia 1968:
Ruser, Chamonix, Sótano, Schiafarelo, Pao Pao, Millet, Colo Colo, Ribbeau, La Faceta, Ula Ula,
Quid Novick, Up D Lup, La Rana Sabia, La Telaraña, Punto y Fuga, El Coyote, El Ego, Mem-
phis, Chaquiris, La Rue, Yeah Yeah, la Cigarra, La Fusa, Lovel, Barrio Latino, Dar es Salam, Ariel,
Rosseli, Trip, Harlem, A Plein Soleil, Le Chapeau Melon y hasta el Walrus y la Tortuga en Nau-
calpan (Martínez, s/f).
En esos sitios se desarrollaba el rock mexicano en español. Aquellas canciones solían refe-
rirse a temas transgresores, como las drogas y el cabello largo. Tiempo después, el músico
Armando Vázquez, del grupo “Los Ovnis”, recordaría el disco Hippies:
En el 68 hicimos el primer disco de rock original en México […] y resulta que todos los colec-
cionistas […] han pasado los años, y ahora lo sitúan como el primero de rock ácido psicodélico
original en español en México y toda Latinoamérica […] (En) el rock de Hippies de este disco
[…] teníamos ya coraje con la sociedad de que no nos dejaba ser […] bueno, ya eran muchos
años de que no te dejaban porque traías el copete, porque traías los pantalones embarrados, no
te dejaban ser, entonces ya teníamos ganas de explotar (Peña, 2017: 99-100).
Así algunos viven / llamándose humanidad / mugre / cierra los ojos y a pecar / crecer con todos ellos
/ fingir moralidades / mejor / vivir la vida y nada más / no me explico lo que quieren de mí / no mo-
lesto a nadie / déjenme vivir / no molesto a nadie / déjenme vivir / déjenme vivir (Los Ovnis, 2013).
Radio y televisión
Las tres estaciones mencionadas eran llamativos espacios en una radio fundamentalmente
dedicada a recrear tradiciones familiares y sociales. La radiodifusora más escuchada, la
xew, comenzaba sus transmisiones a las 5:40 horas, con la música de “Las mañanitas” y
el santoral del día. A las 6 se transmitía un curso de alfabetización promovido por el go-
bierno; 7:00, “Noticiero”; 7:10, “Noticiero deportivo”; a las 7:30, el programa infantil de
Cri Cri, “El grillito cantor”; 8:10, “Deportilandia”, patrocinado por las hojas de afeitar
Gillette; 8:15, “El reloj musical” de Chocolates La Azteca; 8:50, “Comentarios a la noti-
cia”, con Jacobo Zabludovsky. El resto de la programación matutina estaba dedicado a
las amas de casa.
En televisión, la misma empresa que manejaba la xew era propietaria de los tres canales
de la Ciudad de México. En el canal 2 las transmisiones abrían a las 7 de la mañana con el
curso de alfabetización, a cargo de la profesora María Elena King; a las 7:30, “Su diario Nes-
café”, con Jacobo Zabludovsky y Mario Agredano; 8:10, “La opinión editorial”, con Jacobo
Zabludovsky; 8:15, “Reloj musical”, con el “Mariachi México” de Pepe Villa; 8:45, “Bue-
nos días mis amigos”, con Juan S. Garrido y Humberto G. Tamayo; a las 9 de la mañana, la
barra para señoras que permanecían en su hogar empezaba con Gimnasia “con el prof. Ve-
llanoweth y sus modelos Evelyn y Norma y, al piano, Carmelita Molina”; 9:30, “El Dr. de sus
hijos, con el Dr. Ricardo Fernández”; 9:45, “Su menú diario, con Chepina Peralta”; 10:00,
“El mundo de la mujer, con Manola Savedra” (Excélsior, 1968c).
Por la tarde, durante la hora de la comida, el canal 2 transmitía a las 15:1,5 “Cotorreando
la noticia”, en donde los cómicos Chucho Salinas y Héctor Lechuga comentaban las infor-
maciones que leían en los diarios. A las 16:15 empezaban las telenovelas; a comienzos de
1968 a esa hora se transmitía “No quiero más lágrimas”, con Silvia Derbez y Guillermo Ze-
tina. En el canal 5, a las 18 horas, era el momento de “La media hora de Chabelo, en “Lo
que se debe hacer y lo que no se debe hacer”, espacio de consejos para que los niños supie-
ran cómo comportarse.
En 1968, la Editorial Siglo xxi anunciaba como novedades editoriales Pentagonismo, sustituto
del imperialismo, de Juan Bosch, derrocado un lustro antes como presidente de República
Dominicana; El padre Camilo Torres, del presbítero Germán Guzmán, acerca del sacerdote
guerrillero que murió en 1966 en Colombia; Ho Chi Minh en la revolución, antología de
textos políticos del Presidente vietnamita; Los hippies, expresión de una crisis, de la escri-
tora estadounidense, radicada en México, Margaret Randall.
Aquel año, entre los libros acerca de asuntos sociales y políticos, el éxito de ventas fue
El diario del Che en Bolivia. Ernesto Guevara había muerto en octubre de 1967. En México,
la revista Sucesos para Todos publicó íntegro todo ese documento, en su edición del 20 de
julio de 1968. La revista Siempre! reprodujo amplios segmentos. Pero la edición emblemá-
tica fue la de Siglo xxi, con prólogo de Fidel Castro y en portada la icónica fotografía que
tomó Alberto Korda. La primera edición del Diario en Siglo xxi fue de 10 mil ejemplares,
llevaba como fecha de impresión el 5 de julio de 1968 y costaba 30 pesos.
Editorial Era publicó El oficio de escritor, una colección de 18 entrevistas que aparecie-
ron inicialmente en The Paris Review, con creadores como Ezra Pound, T.S. Eliot, Henry
Miller, Aldous Huxley, William Faulkner y Ernest Hemingway. También se anunciaba el
segundo tomo de la biografía de Trotsky escrita por Isaac Deutscher. Luego, Era puso en
circulación Paradiso, la gran novela de José Lezama Lima, en una edición definitiva que fue
cuidada por Julio Cortázar y Carlos Monsiváis.
En Editorial Nuestro Tiempo apareció México, riqueza y miseria, de Alonso Aguilar M.
y Fernando Carmona, que documenta de manera contundente la desigualdad en el país.
El mismo sello publicó Rubén M. Jaramillo, acerca del dirigente campesino asesinado en
1962, en Morelos. De Eduardo Galeano, con un apéndice de Luis Cardoza y Aragon, Guate-
mala, país ocupado. También aparecía Vietnam, crimen del imperialismo, con textos de Luis
Quintanilla, Ignacio Garcia Téllez, Jorge Carrión, Francisco Martínez de la Vega y Alonso
Aguilar Monteverde.
La editorial Joaquín Mortiz publicó en 1968 El hombre unidimensional, de Herbert
Marcuse, un Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, como indicaba el
subtítulo; la traducción era de Juan García Ponce. En una oportuna reseña, el joven soció-
logo Gabriel Careaga escribía:
Tan solo en 1968 se agotaron tres ediciones de esa obra de Marcuse. La Serie del Volador,
de Joaquín Mortiz, fue uno de los pivotes para la expansión de la literatura joven. En 1968
esa colección publicó, entre otros, El hipogeo secreto, de Salvador Elizondo, novela en donde
se discurre acerca de la escritura; Desconsideraciones, ensayos sobre artes plásticas, de Juan
Garcia Ponce; la novela Bellísima bahía, de Ricardo Garibay, y la cardinal Poesía, 1935-1968,
de Efraín Huerta. En la colección Nueva narrativa hispánica aparecieron la novela Los pe-
ces, de Sergio Fernández, y la colección de cuentos Inventando que sueño, de José Agustín.
En Las dos orillas, dedicada a la poesía, Joaquín Mortiz publicó en 1968 Espejo humeante,
de Juan Bañuelos, y Pedir el fuego, de Marco Antonio Montes de Oca.
En noviembre de 1967 apareció Los juegos, de René Avilés Fabila, rechazada en varias
editoriales porque se burlaba de las capillas culturales y sus complicidades, aparentes o
reales, con el poder político, aunque también cuestionaba la violencia del gobierno y la co-
rrupción en la prensa. Esa novela fue publicada por el autor y en junio de 1968 hubo una
segunda edición.
La Editorial Diógenes, fundada apenas dos años antes, convocó a un concurso de no-
vela para autores jóvenes. El premio era una beca para escribir una segunda novela. Fueron
seleccionados seis libros que aparecieron entre fines de 1967 y el transcurso de 1968. Los
lectores podían votar por esas novelas enviando a la editorial una cédula que había en cada
ejemplar. El libro del desamor, de Julián Meza, narra las angustias y tensiones de una pareja
de jóvenes que viven entre la inquietud ante un mundo hostil y sus vicisitudes familiares;
Mejicanos en el espacio, de Carlos Olvera, es una parodia de ciencia ficción ubicada en 2051,
cuando el imperio estadounidense es desafiado por un grupo de exploradores mexicanos;
Pasto verde, de Parménides García Saldaña, relata la inconformidad de varios muchachos
que, para postergar el futuro convencional que los aguarda, reniegan del autoritarismo y
se solazan en la disipación del rock y la mariguana; Los hijos del polvo, de Manuel Farrill,
describe ligues y pachangas de un joven de la colonia Roma cuyas aspiraciones literarias
contrastan con la frivolidad de sus amigos; En caso de duda, de Orlando Ortiz, muestra los
afanes, el lenguaje juguetón y alburero y el sexo abierto, pero con recelos, de un grupo de
jóvenes universitarios; Larga sinfonía en D, de Margarita Dalton, describe las experiencias,
durante un viaje en lsd, de tres jóvenes que se encuentran en Londres.
La beca la ganó Orlando Ortiz; En caso de duda mostraba una trabajada arquitectura na-
rrativa. Sin embargo, la más comentada de las seis novelas fue Pasto verde, debido a la áspera
intensidad de su antisolemne lenguaje y también porque García Saldaña se convirtió en una
suerte de bestia negra de esa literatura y murió en 1982, a los 38 años. El inicio de esa no-
vela se convirtió en emblema de una forma de escribir que era, a la vez, un estado de ánimo:
Thegirlfromfrance está leyendo un poema de Rimbaud y Las flores del mal de Baudelaire y cuando
le hablo por teléfono siempre me dice que lea la Antología Económica de Silva Herzog, nena le
digo deja ya las pendejadas a un lado si sabes hablar francés de todos modos no sirve para es-
cribir bien digo si en el fondo no hay nada de nada sirven forma y estilo y hay veces que cuando
me das consejos que yo estoy en el abismo me asomo a mi ventana y veo que de mi balcón una
nena parecida a ti se va cayendo sabiendo que es la nada nena dejemos a un lado las pendejadas
y aprendamos a vivir ¡Sabor ahí! Yeah! (García Saldaña, 1968: 11).
Aquella literatura significaba una ruptura estética –y, así, cultural– con la literatura de la
Revolución mexicana. Ese quiebre era similar al de la pintura no figurativa ante la tradición
muralista o del nuevo cine frente a las películas de los años cuarenta y cincuenta Sin embargo,
la literatura sesentera estaba más directamente involucrada con la escisión generacional.
Margo Glantz, para subrayar sus peculiaridades, aunque etiquetándola involuntariamente
con un término que abultaba sus frivolidades, la llamó “literatura de la onda”. Directora de
Punto de Partida, revista de la unam abierta a la colaboración de los estudiantes, Glantz
conocía mejor que nadie la escritura de aquellos jóvenes y advertía sobre el riesgo de enca-
sillarlos en un cliché literariamente contestatario. Glantz promovió y prologó la antología
que reunió a once autores de entre 20 y 30 años. Casi todos ellos jugando a la anti-solem-
nidad, rompían en su escritura la formalidad que cuestionaban, perseguían el ritmo de la
música de rock y, en su búsqueda, construían un estilo propio que no era solamente icono-
clasta. En aquel prólogo emblemáticamente fechado en noviembre de 1968, decía:
No basta con asumir una actitud rebelde para después claudicar a su debido tiempo cuando las
vísceras lo indiquen y las arrugas lo exijan. No basta con denunciar a la generación precedente
para ser innovador y cambiar las estructuras, porque como en la comedia los papeles se truecan
y los jóvenes libertinos se transforman en viejos verdes (Glantz, 1969; 3).
Colofón
A partir de este ensayo podría sostenerse una obviedad: el movimiento de 1968 no se ex-
plica sin su entorno social y cultural. Teatro, cine, medios, escritura, formaron parte del
bagaje de experiencias, sensibilidades, novedades y convicciones que compartieron los jó-
venes de 1968, pero también el resto de la sociedad mexicana –o al menos, la sociedad del
Distrito Federal–, independientemente de que se haya involucrado o haya sido indiferente
a las movilizaciones estudiantiles.
En 1968 había una cultura social ávida ante el desarrollo del arte y el pensamiento den-
tro y fuera del país. La desazón ante la desigualdad social, la irritación contra la rigidez del
sistema político e incluso el rechazo al autoritarismo que se expresó en las calles entre julio
y septiembre de aquel año axial fueron precedidos por la expresión de esas mismas emo-
ciones y convicciones en las salas de teatro y cinematográficas, las galerías de exposiciones,
los libros de moda y, de cuando en cuando, en los medios de comunicación. A pesar de las
restricciones oficiales, que llegaban a la franca censura, había una vida cultural intensa y la
creación artística llegaba a tener cauces para desplegarse con libertad. La Olimpiada Cultural
que organizó el gobierno para legitimarse contribuyó, paradójicamente, a propiciar la exhi-
bición de obras que cuestionaban al poder político y exaltaban el ejercicio de las libertades.
El ánimo del movimiento estudiantil fue de búsqueda y creatividad como resultado de
ese contexto de efervescencia cultural. Por supuesto, no todos los estudiantes ni toda la so-
ciedad participaban de esa identificación con la modernización estética y política. En la
sociedad del 68 había, como también hemos visto, actitudes de exclusión y profundamente
autoritarias ante los afanes de cambio, lo mismo en la vestimenta y el lenguaje que ante la
uniformidad política. La estética y la ética anteriores se mantenían y eran confrontadas por
otras nuevas. En 1968 convivían y, en ocasiones, se amalgamaban dos sensibilidades en la
sociedad mexicana.
El movimiento del 68 fue consecuencia de ese ambiente de renovación, no una rup-
tura con él. Los estudiantes que se movilizaron no proponían una nueva cultura, sino que
se reconocieran sus derechos para crear, consumir y compartir la cultura abierta, hetero-
doxa, cosmopolita y libertaria que ya se expresaba en variados espacios.
La noche triste de la Plaza de las Tres Culturas quebró muchos sueños articulados en
torno a esa renovación cultural –y desde luego, segó muchas vidas. Después de aquella no-
che, la periodista María Luisa La China Mendoza, quien vivía en Tlatelolco, escribió en su
columna para El Día:
Cuando el orden se rompe no puede nadie hablar más que del orden roto. Los libros se quedan
sin leer, los espectáculos sin mirar, la música callada, el otoño sin vigencia. Este otoño de Mé-
xico, claro suave, transparente, otoño de poesía siempre, hoy tan apretado de miedo. Miedo en
la noche tlatelolquense que retumba, humea, arde. En la cama se oye el fragor, los gritos desga-
rradores, se huele al gas y se llora. Desde la ventana se ve a los jóvenes caer en medio del terror.
Golpeando sus espaldas. Son las tres de la mañana, es otoño, somos jóvenes, y estamos viendo
desde una ventana con las palabras inútiles en la boca (Mendoza, 1971: 268).
Sobre el autor
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RESUMEN ABSTRACT
En el trabajo se presenta un recuento de las si- This article presents an account of the political
tuaciones y coyunturas políticas que durante el conditions and situations that took place throu-
año trascendental de 1968 se manifestaron en ghout the world in 1968, particularly in the Latin
el mundo y de manera particular en la región American and Caribbean region. The author
de América Latina y el Caribe. Se exponen las describes the political expressions interconnec-
expresiones políticas que estuvieron interco- ted with student and youth demonstrations that
nectadas en torno a las protestas estudiantiles werw developing at that time. Also, fifty years
y juveniles que se dieron en aquellos momen- after the 1968 events, their relative importance
tos. De la misma manera, a cincuenta años de having transcended until today is highlighted.
los sucesos, se destaca la relativa importancia y
trascendencia del 68 que ha llegado hasta nues-
tros días.
Palabras clave: 1968; América Latina; Caribe; Keywords: 1968; Latin America; Caribbean;
rebelión estudiantil; protestas. student rebellion; protests.
∗
Consejo Académico del Área de las Humanidades y de las Artes, unam, México. Correo electrónico: <asantanah@
hotmail.com>.
Introducción
A 50 años de 1968 es necesario revalorar el impacto que tuvo aquel año en el imaginario
político y cultural de América Latina y el mundo. Las protestas y actos de rebeldía de los es-
tudiantes y jóvenes partícipes no fueron exclusivos de México. Tampoco es posible reducir
los acontecimientos históricos de ese año trascendental al “Mayo francés” o a la “Primavera
de Praga”. En diferentes partes del mundo y de manera particular en América Latina y el
Caribe se experimentaron una serie de sucesos que agitaron políticamente a varios países
del orbe. No sólo se trataba de alcanzar libertades políticas y establecer un nuevo orden de-
mocrático. El derrocamiento de gobiernos, la resistencia al imperialismo estadounidense y
a dictaduras militares, la búsqueda de alternativas por vía pacífica o armada, la reivindica-
ción de derechos laborales, fueron algunas de las motivaciones que causaron convulsiones
políticas.
Los diversos movimientos juveniles y estudiantiles tuvieron características específicas y
sus interacciones con grupos sociales, organizaciones y partidos políticos jugaron un papel
importante en el devenir histórico de sus países. Todo ello en el contexto de la Guerra Fría, la
influencia de la Revolución cubana y de las luchas en Vietnam, así como las manifestaciones
de la contracultura. De esta manera, en las siguientes líneas se busca destacar y reflexionar
sobre la importancia que tuvo el 68 en distintos escenarios del mundo y de nuestra América.
El mundo en 1968
Algunas voces han reconocido a 1968 como un año axial en la historia del mundo. Esto fue así
para la historia política de ciertos países, aunque no para todo el orbe; sin embargo, se puede
reconocer que en varios escenarios políticos, sociales y culturales 1968 tuvo amplias repercu-
siones. Sin duda, para el caso mexicano, fue cardinal en el desarrollo de su vida política, como
probablemente lo fue en otros, tales como Francia, por el impacto que tuvieron las protestas
estudiantiles y obreras de mayo de aquel año. Recordemos que la rebelión estudiantil fran-
cesa se extendió por diversas provincias del país europeo, incluyendo el estallamiento de una
huelga general, pero generó al mismo tiempo una ruptura con la izquierda tradicional y un
cuestionamiento a las formas políticas de gobierno imperantes en ese momento en Francia.
Se sabe que hubo tres Mayos: el levantamiento estudiantil (“la revolución juvenil”), el movimiento
reivindicativo de los trabajadores (la huelga general) y el Mayo de los políticos (la crisis del régimen).
De su encuentro, más que de su fusión, nació el Movimiento. Pero lo que hizo decisiva o explosiva
esa concordancia fue una discordancia latente y súbitamente revelada, donde la “crisis de Mayo” re-
sultó a la vez síntoma y remedio. Tres hicieron una porque una hacía dos (Debray, 2009: 41).
El gobierno del general Charles de Gaulle se vio obligado por las circunstancias a convocar
a un referéndum en todas las regiones de Francia a fin de ganar más legitimidad, ya que en
las elecciones de 1965 había perdido muchos votos, así como por el impacto de las revuel-
tas de mayo, cuando la policía ocupó distintos centros universitarios en el territorio galo.
En ese escenario europeo, surgió también en Berlín la protesta estudiantil y juvenil
que venía acumulando fuerzas desde 1967. En esa ciudad de la entonces República Fe-
deral de Alemania, el 2 de junio de aquel año muere el estudiante Benno Ohnesorg, por
los disparos que realizó la policía cuando arremetió contra una marcha de protesta de
universitarios por la visita del Sha de Irán. Este hecho agudizó el malestar y la rebelión
no sólo del movimiento estudiantil alemán contra el autoritarismo del gobierno del pre-
sidente Heinrich Luebke (1959-1969), a quien se le acusaba de haber colaborado con el
arquitecto Albert Speer en la construcción de campos de concentración, sino también
contra los medios de comunicación hegemónicos por la manipulación de los hechos.
Así, en abril de 1968, sufre un nuevo atentado el principal dirigente estudiantil del mo-
mento, Rudi Dutschke (activista que impulsaba un movimiento contra la guerra y por la
paz, así como un férreo defensor de la emancipación femenina) cuyo autor fue un ultra-
derechista de nombre Josef Bachman. Años más tarde, en la década de 1990, Dutschke
se convertiría en un activo dirigente del Partido de los Verdes, junto con Joschka Fischer,
quien llegó a ser ministro de Relaciones Exteriores en la administración del canciller Ger-
hard Schroeder (1995-2005), con la alianza del Partido Socialdemócrata de Alemania y
el Partido de los Verdes.
En marzo de aquel año de 1968 se suscitaron una serie de protestas en Varsovia por la
censura de la obra Dziady (Los antepasados, 1823), del poeta romántico Adam Mickiewicz
(1798-1855), con la justificación de que dicha obra del siglo xix contenía referencias an-
ti-rusas y contra el socialismo. La obra había sido dirigida por Kazimierz Dejmek y fue
escenificada en catorce ocasiones, la última el 30 de enero de 1968. Junto con la censura
Dejmek fue purgado del Partido Comunista y despedido del Teatro Nacional de Varsovia.
Esto dio motivo para que el 2 de marzo la Unión de Escritores y la Unión de Actores con-
denaran la prohibición. Mientras tanto, el 8 de marzo, en la Universidad de Varsovia las
protestas de los estudiantes llevaron a una serie de enfrentamientos con la policía antidis-
turbios y con brigadas de trabajadores, lo que provocó que se extendieran las protestas a
ciudades como Breslau, Cracovia, Gdansk, Gliwice, Lublin, entre otras. La rebelión juvenil
estalló tras la expulsión de dos alumnos de origen judío, Adam Michnik y Henryk Szlaj-
fer, por su crítica al régimen político dominado en aquel momento por el Partido Obrero
Unificado Polaco. La coyuntura fue aprovechada por las dos tendencias prevalecientes al
interior del partido gobernante para dirimir sus contradicciones. Resultó hegemónica la
corriente “nacionalista”, de lo que resultó una depuración del partido y una purga en el
seno de la sociedad polaca contra los ciudadanos de origen semita, acusándolos de sionis-
tas. Alrededor de trece mil polacos de origen judío se exiliaron de Polonia, principalmente
hacia los países occidentales, más que hacia Israel.
El movimiento estudiantil italiano en 1968 tuvo como elementos centrales la conver-
gencia de dos expresiones políticas de la época. Por un lado, las juventudes neofascistas y,
por el otro, las de origen maoísta, las cuales convergieron en la lucha contra la Reforma
Universitaria que llevó a la ocupación de las facultades de Arquitectura, Filosofía y Letras,
y Estadísticas. Así, el 1 de marzo de aquel año se desarrolló un fuerte enfrentamiento en-
tre los estudiantes universitarios y la policía, en lo que se conoció como la “Batalla de Valle
Giula”. Allí se encontraba la Facultad de Arquitectura de la Universidad de La Sapienza, que
había sido ocupada desde el mes de febrero por los estudiantes y que, al intentar ocuparla
nuevamente, llevó a un choque con las fuerzas del orden:
Frente a las cargas de la policía, los estudiantes reaccionaron como nunca habían hecho antes,
con lanzo [sic] piedras y resistiendo con fuerza. En los choques eran presentes tanto grupos de
izquierdas cuanto grupos de la derecha neofascista (El Itañol, 2018; Milá, 2008).
De igual manera, aquel año de 1968 contó con la trascendencia política de la desaparecida
República Socialista de Checoslavaquia, en donde se desarrolló la llamada “Primavera de
Praga”, movimiento impulsado por el bloque reformista y dirigido por Alexander Dubček,
quien intentó desarrollar un “socialismo con rostro humano”. Dicho movimiento político
generado en ese país de Europa del Este logró la erradicación temporal de la censura, la au-
tonomía en la creación artística y el inicio de una liberación de las formas socialistas del
poder político, así como una temporal reforma económica en el marco de una administra-
ción centralmente planificada. Sin duda fue una situación que impactó de manera relevante
en los países socialistas europeos.
Fue tal la crisis que provocó ese movimiento en el modelo soviético que el 21 de agosto
de 1968 tropas del Pacto de Varsovia,1 a excepción de Rumania, ocuparon militarmente
Checoslovaquia para, de acuerdo con la Doctrina Brézhnev, hacerla volver a la estabilidad
planificada en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (came).2 Recordemos que dicha
doctrina, también identificada como Doctrina de la Soberanía Limitada, fue una política
1
El Pacto de Varsovia fue establecido el 14 de junio de 1955 entre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas;
República Popular de Albania; República Democrática Alemana; República Popular de Bulgaria; República Socialista
de Checoslovaquia; República Popular de Hungría y República Popular de Polonia.
2
Al came pertenecieron como estados miembros: Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumanía, Unión
Soviética (enero de 1949); Albania (febrero de 1949); Alemania Oriental (1950); Mongolia (1962); Cuba (1972). Como
estados asociados: Yugoslavia (1964); como estados observadores: República Popular China (1950-1961), República
Popular Democrática de Corea (1956). A dicho organismo se sumarían en años posteriores a 1968, como estados miem-
bros: Cuba (1972), Vietnam (1978), en tanto que en la categoría de estados observadores: Finlandia (1973), Irak y México
(1975), Angola (1976), Nicaragua (1984), Mozambique (1985), Afganistán, Etiopía, Laos y Yemen del Sur (1986).
insertada durante el mandato de Leonid Brézhnev en 1968, como una estrategia de defensa
mutua cuando alguno de los países del llamado Pacto de Varsovia buscara transitar del so-
cialismo al capitalismo.
Así, la llamada “Primavera de Praga” llevó a que fuera desplazado del poder Alexander
Dubček y reemplazado por Gustavo Husák, convirtiéndose este último en el nuevo Secre-
tario General del Partido Comunista de Checoslovaquia, lo que garantizaba mantener la
unidad monolítica del bloque de países socialistas.
En la entonces República Federativa Socialista de Yugoslavia, la noche del 2 de junio
de 1968 los alumnos de la Universidad de Belgrado comenzaron una huelga que duró una
semana, suscitando enfrentamientos entre la policía y los estudiantes. Las protestas se origina-
ron por reformas económicas que ocasionaron el crecimiento del desempleo y la migración.
La huelga estudiantil se extendió a otras ciudades de la antigua Yugoslavia, como Sarajevo
(capital de la República Socialista de Bosnia y Herzegovina), Zagreb (capital de la Repú-
blica Socialista de Croacia) y Ljubjana (capital de la República Socialista de Eslovenia). Las
protestas estudiantiles yugoslavas, semejantes a las de Checoslovaquia, Francia y México,
fueron apoyadas por destacados intelectuales y artistas nacionales. Entre ellos la poeta Des-
anka Maksimović, el cineasta Dušan Makavejev y el actor Stevo Žigon, así como diversos
profesores universitarios. En un inicio, el gobierno yugoslavo obtuvo en voz del presidente
Josip Broz Tito una respuesta favorable para los huelguistas, al reconocer frente a las cáma-
ras de televisión, el 9 de junio, que “los estudiantes tienen razón”. Se dio así solución a las
demandas del movimiento estudiantil que en su momento tuvo un auge inusitado en ese
país socialista. Recordemos que al inicio de los años sesenta en Belgrado se realizó la pri-
mera cumbre del Movimiento de los Países No Alineados (mpna), alentado por el mismo
mandatario yugoslavo. Este Movimiento ha continuado hasta nuestros días teniendo su más
reciente cumbre en 2016, en Caracas, Venezuela.
A su vez, 1968 fue el año en el que la República Popular China celebró el ix Congreso
del Partido Comunista, periodo en el que se profundizó la llamada Gran Revolución Cul-
tural, circunstancia en que Mao Zedong, apoyado e instigado por un sector del partido (la
llamada “Banda de los Cuatro”) y por una extraordinaria movilización estudiantil (Guar-
dias Rojos), lanzó una ofensiva contra lo que se consideraba el ala derecha del pc de China
(Liu Shaoqi, Peng Zhen y Deng Xiaoping). Aquella política cultural se extendió a amplios
núcleos de la clase obrera y al interior del Ejército Popular de Liberación. Esta situación se
prolongó hasta 1978, cuando asume el poder Deng Xiaoping y se da un nuevo rumbo que
hasta nuestros días se configura en lo que se conoce como socialismo con características
chinas. Es decir, tal como lo afirmó el actual presidente chino, Xi Jinping:
un país, lo importante radica en si este ismo puede o no resolver los temas históricos que aquél
enfrenta. La historia y la realidad nos hacen saber que sólo el socialismo puede salvar a China
y sólo el socialismo con peculiaridades chinas puede ayudar al país a desarrollarse. Esto es una
conclusión histórica y opción del pueblo. A medida que se desenvuelva el socialismo con pecu-
liaridades chinas, nuestro sistema ganará en madurez cada vez más, su superioridad se hará obvia
en mayor grado y nuestro camino a seguir será más amplio (Xi Jinping, 2014: 28).
Mientras tanto, desde comienzos de 1968, los combates y las ofensivas guerrilleras en los
territorios ocupados por las tropas estadounidenses de Vietnam del Sur fueron de la mayor
relevancia. Así, se desató una poderosa insurrección popular (la llamada Ofensiva del Tet)
por parte de las fuerzas del Frente Nacional de Liberación de Vietnam, situación que per-
mitió liberar a una destacada porción del territorio vietnamita que obligó a la ocupación
militar estadounidense a replegarse hacia los alrededores de Saigón. El general Vo Nguyen
Giap, uno de los principales estrategas de la lucha de liberación del Vietnam en aquellos
años, afirmó:
Nuestra resistencia se ha convertido en la vanguardia de la lucha de los pueblos del mundo con-
tra el imperialismo yanqui agresor. Los pueblos de los países socialistas, los pueblos progresistas
del mundo consolidan aún más su unión con nosotros en la lucha contra el enemigo común. La
simpatía, el apoyo y la importante ayuda de la humanidad progresista constituyen uno de los fac-
tores determinantes en la victoria de nuestra resistencia (Vo Nguyen, 1974: b159).
Esta situación incidió a tal punto que presionó a Washington a aceptar el inicio de las con-
versaciones con Hanói en París.
A pesar de estos enormes esfuerzos, el Vietcong logró lanzar, en febrero de 1968, una ofensiva
que capturó alrededor de 80% de todas las poblaciones y aldeas; aunque más adelante per-
dieron mucho terreno, aquella ofensiva convenció a gran número de estadounidenses de la
inutilidad de la lucha y se presionó al gobierno para que se retirase de Vietnam. Esto no fi-
guraba en los planes de Johnson, si bien suspendió el bombardeo de Norvietnam (marzo de
1968) (Lowe, 1992: 352).
[…] el escritor y exconvicto Eldridge Cleaver llevó a las Naciones Unidas el caso de las Panteras
Negras (sus muertos, presos políticos, perseguidos) mucha agua había corrido en poco tiempo,
y la herencia más explosiva de la liberación negra ya era un hito mundial (Bellinghausen, 2018).
tales como Teorema, de Pier Paolo Pasolini, y en el cine de ciencia ficción, la cinta de Stan-
ley Kubric, 2001: Odisea del espacio. Por otra parte, desde la lógica comercial se proyectó
en las pantallas estadounidenses El planeta de los simios, del director Franklin James Scha-
ffner. Un fenómeno en el mundo occidental en esos años, que acompañó a la protesta, fue
la relevancia de la música y las canciones de Joan Baez, Janis Joplin y Bob Dylan, así como
de los Rolling Stones y los Beatles.
1968 es un año en el que gran parte de los países del orbe concurrieron a la mayor
fiesta del deporte amateur: los xix Juegos Olímpicos de Verano, que se celebraron en la Ciu-
dad de México y que por primera vez se transmitieron por televisión a color a todo el mundo.
Los sesenta también vieron nacer la irrupción del color en la vida cotidiana, cuya expresión máxima
fue el paso de la televisión en blanco y negro a la de color; lo mismo pasó en el cine, situación
que abrió la oportunidad de ver la realidad con la luminosidad del color (González, 2011: 291).
Aquella gesta deportiva contó con la participación de 112 países, representados por 5 516
atletas (4 735 hombres y 781 mujeres). Esta Olimpiada fue la primera que se realizó en un
país no desarrollado y de la región de América Latina y el Caribe. Además, se realizó la
primera Olimpiada Cultural y se llevaron a cabo pruebas de género y controles antidopaje.
Incluso, durante el desarrollo de los Juegos se presenciaron las protestas de dos deportistas
(Tommie Smith y John Carlos), quienes el 16 de octubre, durante la ceremonia de premia-
ción tras haber ganado los primeros lugares en la competencia de 200 metros, levantaron
uno de sus puños envuelto en un guante negro, como símbolo del poder y la resistencia del
movimiento afroestadounidense frente a la segregación negra en Estados Unidos. Asimismo,
destacó que los atletas más condecorados procedían de dos países de Europa del Este, Věra
Čáslavská (seis medallas), de la República Socialista de Checoslovaquia, y Mijaíl Voronin
(siete medallas) de la urss. Los Juegos Olímpicos se inauguraron el 12 de octubre de 1968,
en el Estadio Olímpico de la Universidad Nacional Autónoma de México, institución que,
al igual que otras universidades mexicanas, protagonizó las protestas estudiantiles de aquel
año, que culminaron el 2 de octubre con los trágicos acontecimientos de la matanza de es-
tudiantes en la Plaza de las Tres Culturas, de la moderna Unidad Habitacional de Santiago
Tlatelolco, en la Ciudad de México.
En América Latina y el Caribe el año de 1968 atestiguó una serie de acontecimientos que
impactaron de manera extraordinaria el curso de la historia regional de aquel año. Un he-
cho trascendente fue el triunfo de la Revolución cubana (el 1 de enero de 1959), que había
influido en las expectativas de transformaciones sociales a las que aspiraban distintos grupos
guerrilleros surgidos en casi todos los países latinoamericanos, donde la lucha insurrec-
cional figuraba como un punto cardinal para las ideas de la emancipación regional. En ese
contexto aconteció la caída en combate del comandante Ernesto Che Guevara, en Bolivia,
el 9 de octubre de 1967. Su imagen y sus ideas se hacían presentes en diversos escenarios de
protesta juvenil y estudiantil no sólo de América Latina, sino del mundo entero.
Al respecto nos dice el historiador Sergio Guerra Vilaboy que en los años sesenta la re-
gión latinoamericana estuvo signada por una serie de acontecimientos políticos, entre los
que destacan los siguientes:
El mantenimiento del bloqueo y la intensificación de las incursiones armadas contra Cuba, los
golpes militares reaccionarios de Brasil (caída de Goulart en abril de 1964), Bolivia (deposición
de Paz Estenssoro en noviembre de 1964), Argentina (derrocamiento de Arturo Illia en junio de
1966 junto a la salida de Cheddi Jagan del gobierno de Guyana (diciembre de 1964) y la anula-
ción de las leyes democráticas en Uruguay por el régimen de José Pachecho Areco en diciembre
de 1967, fueron otros momentos de ese mismo proceso de derechización, en el que también debe
incluirse la matanza de estudiantes mexicanos –más de 300 muertos y dos mil heridos– por el
ejército en la Plaza de las Tres Culturas (Tlatelolco) el 2 de octubre de 1968. La contraofensiva en-
caminada a frenar el impetuoso avance de las fuerzas populares y de las luchas revolucionarias se
aceleró desde 1964 en la medida en que se esparcía la rebeldía de los pueblos latinoamericanos. Los
brotes guerrilleros más importantes de los años sesenta se produjeron en Venezuela, Guatemala,
Colombia, Perú y Bolivia, aunque prácticamente ningún país latinoamericano quedó al margen
de ellos. El fracaso de la Alianza para el Progreso y la plena ebullición del movimiento revolucio-
nario a escala hemisférica, llevaron a Washington a formular lo que se llamó la doctrina Johnson,
complemento de la Mann, que proclamó el supuesto derecho de Estados Unidos a intervenir
en cualquier país en donde se consideraran amenazados sus intereses. Esta política anacrónica,
extrapolada de los tiempos del big stick, se había hecho sentir cuando los marines yanquis masa-
craron al pueblo panameño, que reclamaba su soberanía en la zona del canal en enero de 1964
y llevada aún más lejos con la ocupación militar de Santo Domingo (Guerra, 2015: 460 y 461).
Ello vino aparejado con nuevas ampliaciones del dominio del capital estadounidense en América
Latina y el notable crecimiento de la deuda externa, que pasó de menos de 3 millones de dólares
en 1945 a casi 17 mil millones en 1968. Además, la participación de los países latinoamericanos
en el mercado mundial descendió de 8.5%, en 1955, a sólo 5.3% en 1970. Ya en este último año,
la brecha entre el nivel de vida de los estadounidenses y el de los habitantes del resto del planeta
se había convertido en un gigantesco abismo: con sólo 6% de la población mundial, Estados Uni-
dos ya producía y gastaba más de 70% de los bienes del consumo del mundo (Guerra, 2015: 474).
De esta forma, la región de América Latina y el Caribe se vio orientada por una serie de
acontecimientos que fueron surgiendo a lo largo de 1968. En el caso de Guatemala, se pro-
dujo un cisma político al interior de la izquierda como resultado de la ruptura entre las
Fuerzas Armadas Rebeldes (far) y el Partido Guatemalteco del Trabajo (pgt). La orga-
nización guerrillera, que tenía entre sus principales dirigentes a Marco Antonio Yon Sosa
(caído en combate en 1969) y Turcios Lima, entre otros, había nacido dentro de un grupo
de 20 oficiales jóvenes del Ejército, en el año de 1961, que radicalizados por el influjo de la
Revolución cubana formaron inicialmente el Movimiento Revolucionario 13 de Noviem-
bre. En ese periodo de auge de la lucha guerrillera y en la coyuntura de la presidencia de
Julio César Méndez Montenegro (1966-1970), Guatemala se vio envuelta en una campaña
contrainsurgente en la que fueron asesinados más de diez mil ciudadanos.
La lucha guerrillera se recrudeció en 1968, tras el secuestro, tortura y asesinato de Ro-
gelia Cruz Martínez, quien había sido Miss Guatemala una década antes y que más tarde se
unió a la guerrilla, luego de participar en las jornadas estudiantiles de 1962. Su cadáver apa-
reció el 11 de enero de 1968 en la ciudad de Escuintla. Ante ello, el pgt respondió con una
operación armada contra personal militar de la embajada estadounidense. En ese ambiente,
el 8 de junio, la insurgencia guatemalteca llevó a cabo una operación contra el embajador
de Estados Unidos, John Gordon Mein, ante lo cual las tropas guatemaltecas respondieron
asesinando, en poco más de un año, a 2 800 intelectuales, estudiantes y líderes campesinos
y obreros. Fue una coyuntura en la que el movimiento estudiantil guatemalteco alcanzó una
destacada emergencia, incluso influenciado por el movimiento estudiantil mexicano, espe-
cialmente en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Así lo señala el siguiente testimonio:
Por demás está decir que la casualidad jugó su parte en la relación que los estudiantes de arqui-
tectura guatemaltecos tuvieron en este proceso. Por esta época, Pedro Asturias, que jugaría un
papel destacado en el proceso de restructuración de la Facultad, se encontraba en México y vi-
vió buena parte de la experiencia de 1968. Entusiasmado, saturado de perspectivas, las llevó a
Guatemala y las esparció por toda la Facultad con su proverbial capacidad para ganar adeptos.
La semilla germinaría pronto (Castañeda, 2002: 209).
Mientras tanto, en Cuba, la Revolución cobraba nuevos ímpetus con las reformas nacio-
nalizantes que se realizaban ese año, en particular sobre las empresas monopólicas de los
servicios comerciales.
En este marco se produce la ofensiva revolucionaria (marzo de 1968) que destruyó a los peque-
ños comercios creados a partir de la escasez de productos y de su deficiente distribución, como
un resurgir de elementos residuales de la burguesía que intentaba reproducirse como “solución”
a las dificultades que ellos mismos acentuaban con sus actividades, frecuentemente ilegales y
siempre opuestas a la prioridad que tenían en la acción revolucionaria los intereses de las masas
(Le Riverend, 1981: 69).
Incluso, en ese periodo revolucionario se intensifica la zafra azucarera “cuya meta de 10 mi-
llones de toneladas había requerido grandes inversiones preparatorias en 1968 y sobre todo
en 1969” (Le Riverend, 1981: 69).
En ese paisaje regional contrainsurgente, en San Salvador, el 5 de julio de 1968 se realizó
una reunión de presidentes de la región centroamericana, a la que concurrieron el coronel
Fidel Sánchez Hernández, de El Salvador; el general Anastasio Somoza Debayle, de Nicara-
gua; el general Oswaldo López Arellano, de Honduras; el profesor Joaquín Trejos Hernández,
de Costa Rica; el licenciado Julio César Méndez Montenegro, de Guatemala y el mandata-
rio estadounidense, Lyndon B. Johnson. Como ha quedado anotado, eran momentos en los
que la Revolución cubana impulsaba importantes reformas sociales y su influencia ideoló-
gica y política en América Latina generó la reacción de Washington, orientada a propuestas
sociales para el desarrollo. En aquel cónclave se destacó
[…] su reconocimiento por el apoyo de los Estados Unidos a la Alianza para el Progreso, la
cual recogía el pensamiento latinoamericano más avanzado en materia económica y social,
y pusieron de relieve que los Estados Unidos han mantenido este apoyo (Documento Final,
1968: 143-148).
En otros países centroamericanos, como Costa Rica, se fortaleció la presencia del Estado.
La política desarrollista se apoyó en la “industrialización sustitutiva de importaciones”, claro
está que dentro del marco de una economía agroexportadora. En El Salvador, en ese mismo
marco de una economía de postre (producción de bananos, café y azúcar, entre otros pro-
ductos de agroexportación), la industria azucarera se vio relativamente beneficiada por el
bloqueo establecido en Cuba. Pero la producción cafetalera seguía manteniendo el rubro
principal de la economía.
En la cuestión política seguían gobernando los militares, como era el caso de Nicaragua
(Anastasio Somoza), Honduras (Oswaldo López Arellano) y Haití (Jean Claude Duvalier),
así como en El Salvador, donde el coronel Fidel Sánchez Hernández resultó electo para el
periodo de 1967 a 1972, por el Partido de Conciliación Nacional.
En 1968, en Honduras, como producto de la crisis que afectó al Mercado Común
Centroamericano y en especial a ese país del istmo, estalló una huelga general de secto-
En este contexto, el régimen de Díaz Ordaz mostró tendencias autoritarias desde antes de 1968;
no sólo reprimió las movilizaciones populares, sino que también ejerció formas más sutiles de re-
presión política e ideológica contra la izquierda e incluso contra ciertos círculos liberales. Después
de 1968 estas tendencias se acentuaron: aparecieron grupos paramilitares, se toleró o estimuló la
multiplicación de grupos de ultraderecha y se incrementó la hostilidad hacia los medios libera-
les, particularmente a la prensa independiente (Labastida, 1981: 352 y 353).
El viernes último vivió nuestra metrópoli unas horas de escándalo y vandalismo en las más cén-
tricas avenidas de la urbe. A la sombra de una manifestación estudiantil se produjo otra, de
comunizantes y profesionales del desorden, que se dedicaron al asalto de autobuses, apedrear y
robar establecimientos comerciales, injuriar y agredir a los transeúntes y provocar la represión
de las fuerzas policiacas. El resultado del zafarrancho fue de numerosos heridos, dos camiones
convertidos en piras, aparadores destruidos e incalculables daños y perjuicios para el vecindario.
Desde luego hay que señalar y destacar que en la acción depredatoria de los manifestantes, hubo
grupos de escolares azuzados por agitadores de etiqueta roja; pero que principalmente el desor-
den fue provocado por extranjeros de filiación comunista, en su mayor parte huéspedes ilegales
de nuestro país y sobre quienes debe recaer con mayor rigor el castigo por las fechorías reali-
zadas. Aparte de sus pasaportes, unos auténticos y otros falsos, los motineros se identificaron
plenamente como peones de ajedrez del marxismo-leninismo por sus arengas, sus excitativas de
destrucción y los cartelones en que hacían profesión de fe a favor del Che Guevara, Fidel Castro,
Mao y demás apóstoles del odio y la anarquía (El Sol de México, 1968: 67).
En el caso de Puerto Rico, al calor de las acciones guerrilleras urbanas de las Fuerzas
Armadas de Liberación Nacional (faln), que buscaban la independencia, el 5 de noviem-
bre de 1968 tuvieron lugar las elecciones generales, donde resultó electo como gobernador
Luis A. Ferré, del Partido Nuevo Progresista (anexionista). En tanto que en la Cámara de
Representantes también dicha entidad partidaria obtuvo la mayoría, mientras que el Partido
Popular Democrático (estatista) logró controlar el Senado de Puerto Rico. En esas elecciones
se contó con una participación que rebasó 78% de los votantes. El Partido Independentista
Puertorriqueño (pip) no alcanzó representación. En el resto del Caribe, particularmente en
las Pequeñas Antillas, el régimen colonial prevaleció relativamente en la década de los años
sesenta, en especial por el control que tenían Gran Bretaña, los Países Bajos y Francia. La
relativa subordinación de los territorios de ultramar se ha prolongado hasta los inicios del
siglo xxi, quedando excluidos Cuba, Haití, República Dominicana y Puerto Rico. “La geo-
grafía política caribeña –demasiado tiempo a la sombra de los intereses hegemónicos de las
potencias occidentales– espera todavía la hora de su plena maduración” (Peña, 1989: 125).
En los países sudamericanos el año de 1968 fue una época que también estuvo signada
por una serie de acontecimientos políticos que fueron cardinales para el desarrollo de los
procesos electorales, así como para los gobiernos de facto prevalecientes en el área. En el
caso de Venezuela, el candidato del partido socialcristiano (copei), Rafael Caldera, ganó
las elecciones presidenciales ese año de 1968, lo cual impactó en la división del Partido Ac-
ción Democrática (socialdemócrata), y que dio origen al nacimiento en ese momento del
Movimiento Electoral del Pueblo (mep). Esa fue una de las elecciones más reñidas en Ve-
nezuela en el siglo xx, con una diferencia de apenas poco más de 32 mil votos. Fue en ese
proceso electoral cuando perdió la socialdemocracia venezolana y se dio inicio a la llamada
“democracia bipartidista”.
En el país vecino, Colombia, se recibió por vez primera la visita del Papa Pablo vi, el 22
de agosto de 1968. La visita del pontífice católico a suelo colombiano aconteció un año des-
pués de que se había publicado la Carta Encíclica Populorum Progressio (Pablo vi, 1968).
Es necesario señalar que habían pasado dos años desde la caída en combate del sacerdote y
guerrillero colombiano Camilo Torres Restrepo, integrante del Ejército de Liberación Nacio-
nal (eln). Esta organización guerrillera, que seguía combatiendo, mantuvo conversaciones
para un acuerdo de paz con el gobierno del presidente Juan Manuel Santos en 2018, en La
Habana. En los años sesenta, en Colombia se presentaba un panorama de gran desigualdad
social, donde cien niños morían diariamente por falta de alimentos. La acumulación de la
tierra cultivable –70%– estaba en manos de 2% de la población, mientras que la mayoría de
la población (74%) poseía únicamente 4% de las tierras (Darío, 2017).
En 1968 en Ecuador gobernaba José María Velasco Ibarra por quinta ocasión, con una
política favorable a los sectores dominantes y tradicionales en las estructuras de poder. Fue
derrocado cuatro años después.
En el caso de Bolivia, tenía como antecedente el foco insurreccional que había creado en
1967 el Ejército de Liberación Nacional, dirigido por el comandante Ernesto Che Guevara
cuya muerte el 9 de octubre acontece en el marco de una ofensiva contrainsurgente del go-
bierno del general René Barrientos Ortuño. Finalmente, tres combatientes de la guerrilla
dirigida por el Che (Harry Villegas, Pombo, Daniel Alarcón, Benigno, y Leonardo Tamayo,
Urbano), lograron evadir el cerco militar y llegar a la frontera con Chile, donde fueron pro-
tegidos por el senador Salvador Allende. El arribo clandestino de los guerrilleros a territorio
chileno sucedió el 17 de febrero de 1968. Inicialmente fueron retenidos por una patrulla de
carabineros, hasta que Salvador Allende y otros dirigentes de la izquierda lograron que el
gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva les diera garantía de que no serían
expulsados a Bolivia y podrían retornar a Cuba.
La salida de los cubanos fue planificada minuciosamente por Salvador Allende, quien informó
al embajador cubano en París, Baudilio Castellanos, que Chile los dejaría en Tahití. El propio
presidente del Senado chileno se embarcó con ellos en un avión lan rumbo a la isla francesa
(Cubadebate, 2009).
En Brasil se vivía, el año de 1968, bajo el poder de la dictadura militar, producto del golpe
militar del 64. Se gestó así un régimen de gobierno de:
[…] excepción que suspendió la antigua constitución de 1945 y que se basaba en actas institucio-
nales. En 1967 fue promulgada una nueva Constitución que incorporó estas actas constitucionales;
en seguida el Acta institucional núm. 5 dictada en 1968 contenía características típicas de un ré-
gimen totalitario (Bambirra y Dos Santos, 1986: 165).
Es una época en que buena parte de los cuadros de la izquierda se vuelca a la lucha armada
como una opción para terminar con la dictadura. En ese contexto, el movimiento estudiantil
que se desarrolló, específicamente en la Universidad Estatal de Río de Janeiro (uerj), pa-
dece las embestidas del régimen militar, generando un clima de fuerte represión en medio
de lo que se pretendió implantar como el “milagro brasileño”. Así, el movimiento estudian-
til va a irrumpir masivamente, como una forma de respuesta contra la dictadura: “fue la
primera muestra de rechazo público y masivo al golpe que enlutó al país por más de dos
décadas” (Donoso, 2002: 67).
En la uerj, decenas de alumnos fueron apresados, dos de ellos raptados dentro de las propias
facultades. Algunas salas de los directorios y de los centros académicos fueron invadidas por la
policía y el material de impresión y los archivos confiscados. Hacia fines de 1968 y a partir de
ese momento, el clima de la uerj era de terror. Conforme a las declaraciones de exalumnos, di-
versos profesores y directores eran responsables de pasar informaciones directas a los órganos
de seguridad del gobierno, incluso fotos y grabaciones del conflicto ocurridas en la Universidad;
alumnos “espías” cumplían funciones semejantes y hasta altos dirigentes de la uerj estaban com-
prometidos con estas prácticas (Mancebo, 2002: 184).
de distintas universidades. Ejemplos de esas protestas son las que surgieron durante el se-
gundo aniversario de la muerte del estudiante y obrero Santiago Pampillón, mártir juvenil
que simbolizó la alianza del movimiento estudiantil con el movimiento obrero. Durante la
jornada conmemorativa de aquel suceso ocurrido en Córdoba (donde cincuenta años an-
tes había emergido la más impactante rebelión estudiantil latinoamericana por la Reforma
Universitaria), el régimen militar ejerce una fuerte represión. Meses después, en marzo de
1969, se eleva la protesta por la privatización de los comedores universitarios en la ciudad
de Corrientes. La policía, al reprimir el movimiento estudiantil asistencialista, cobró la vida
del alumno de medicina Juan C. Cabral. Así, las protestas se extendieron a otros territorios
argentinos, como Buenos Aires, Tucumán, Rosario y la misma ciudad de Córdoba. La Con-
federación General del Trabajo (cgt) convocó a un paro nacional el 30 de mayo de 1969,
que comenzó de hecho desde el día 29; la policía arremete contra la manifestación obrera,
acompañada por estudiantes y pobladores, provocando la muerte de un obrero de la indus-
tria automotriz (Máximo Mena), lo que radicaliza las protestas. Para el 30 de mayo la ciudad
de Córdoba se encontraba ya ocupada por el ejército y se suscitaron diversos enfrentamien-
tos, con un saldo de alrededor de 60 muertos. Esta ola de violencia por los militares llevó
a la conclusión del llamado Cordobazo. Sin embargo, esa situación desató el arribo de un
nuevo estamento militar. “El general Oganía termina por ser depuesto sin que nadie, den-
tro y fuera de las fuerzas armadas, haga el más mínimo movimiento para defenderlo, y es
remplazado en 1970 por el general Levingston” (Kaplan, 1986: 63).
En Paraguay, en la década de 1960, al igual que en otros países latinoamericanos, emer-
gieron diversos grupos guerrilleros para hacerle frente a las embestidas de la dictadura de
Alfredo Stroessner (15 de agosto de 1954-3 de febrero de 1989), quien tuvo en sus manos
una de las dictaduras personales más prolongadas en América Latina y el Caribe. Convir-
tió a Paraguay en una especie de gran hacienda, para servicio propio y de los intereses de
las compañías estadounidenses. “Si buscáramos un parecido al régimen de Stroessner no
hallaríamos otro mejor que la tiranía vitalicia impuesta por los Somoza al pueblo nicara-
güense” (Díaz, 1986: 374).
En Chile, el año de 1968 estuvo marcado por la aparición de distintas formaciones polí-
ticas de izquierda. Una de ellas fue el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (mir), que
nace en 1967 en gran medida como producto de la influencia de la Revolución cubana. Otra
de las organizaciones progresistas destacadas fue el Movimiento de Acción Popular Uni-
tario (mapu), el cual surgió de la “escisión producida en la Democracia Cristiana en 1969
como culminación de un proceso de crítica interna a la descomposición del gobierno de
Frei” (Elgueta y Chelén, 1986: 261). La acumulación de fuerzas que logran capitalizar los
sectores progresistas de Chile en los años sesenta hizo posible la integración de la Unidad
Popular, alianza estratégica de los partidos de izquierda que logró el triunfo electoral de
la candidatura de Salvador Allende, en 1970, cuyo gobierno proponía la transición pací-
fica al socialismo. Esa propuesta sin duda mostraba las expectativas generadas en América
Latina y el Caribe en el decenio de los sesenta y tuvo como paradigma los efectos de la lla-
mada revolución del 68.
El año de 1968 fue un momento trascendental en el imaginario cultural de América
Latina. Un año antes, como parte de la trascendencia de lo latinoamericano en el mundo,
aparece en las librerías la gran novela de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. Su
primera edición con ocho mil ejemplares se hace en Buenos Aires, por parte de la Editorial
Sudamericana. Hasta nuestros días se estima que se han publicado más de 30 millones de
ejemplares y ha sido traducida a más de 35 idiomas. Al poco tiempo de ese acontecimiento
cultural, en 1968 se publica la primera edición del Diario del Che en Bolivia, la cual incluía
una introducción del comandante Fidel Castro Ruz. Otros intelectuales de la época dieron
a conocer destacadas obras que son producto de un momento trascendental de la historia
latinoamericana. Por ejemplo, el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro publicó El proceso
civilizatorio, y su compatriota Paulo Freire terminó de escribir en 1968 su ensayo Pedago-
gía del oprimido, obra editada en 1970. A la vez, Tomás Gutiérrez Alea estrena la película
Memorias del subdesarrollo y Humberto Solás dirige Lucía, dos joyas de la cinematogra-
fía cubana y latinoamericana. Mientras tanto en Chile, Miguel Littín llevó a las pantallas
su filme El chacal de Nahueltoro. Es el momento en el que el poeta Octavio Paz renuncia a su
cargo diplomático, en protesta por la matanza de estudiantes en Tlatelolco.
Reflexión final
Para las visiones del mundo occidental 1968 fue un escenario de protestas en Europa y
Estados Unidos que tenían en común el rechazo a una modernización de la sociedad capi-
talista desarrollada:
[…] la misma se identifica con nada más allá de la planificación, la racionalización y la produc-
ción de bienes de consumo según las necesidades del capitalismo organizado. Diatribas análogas
contra la tecnocracia industrial, la ideología del progreso y de la rentabilidad, los imperativos
económicos y las “leyes de la ciencia” están presentes en muchos de los documentos de la época
(Löwy, 2009: 110).
Por otro lado, se reconoce que 1968 es la emergencia de la protesta juvenil y estudiantil. Si
se prefiere, es la irrupción de proyectos revolucionarios por la vía pacífica o armada en los
países periféricos, como una respuesta crítica y contestataria al predominio del poder de
las dictaduras militares, de las oligarquías locales y del predominio de las políticas neoco-
loniales de Washington. Así también, en Europa del Este emergió la resistencia al poder de
A lo anterior hay que añadir las protestas contra las guerras imperialistas y/o coloniales, y una
poderosa ola de simpatía –no exenta de ilusiones “románticas”– hacia los movimientos de libe-
ración en los países oprimidos del Tercer Mundo. Finalmente, last but not least, tenemos que en
muchos de estos jóvenes militantes existía una profunda desconfianza hacia el modelo soviético,
considerado como un sistema autoritario-burocrático y, para algunos, como una variante del
mismo paradigma de producción y consumo de Occidente capitalista (Löwy, 2009: 110).
El mismo filósofo franco-brasileño agregó sobre aquellos sucesos del movimiento del 68,
especialmente en las sociedades desarrolladas, que con ellos se gestó una especie de utopía
social, contestataria e irreverente:
Según nuestro entender, lo que pasó en 1968 en los países latinoamericanos fue una especie
de convulsión política que se gestionó en el segmento más sensible de la sociedad, que fueron
los núcleos de la rebeldía juvenil plasmados en los campus universitarios. Los movimientos
estudiantiles mexicano, brasileño, argentino, guatemalteco y, en general, el latinoamericano
fueron el eslabón más dúctil para conducir una protesta social. Los años de 1960 constitu-
yeron un momento de crecimiento demográfico, periodo que puso de relieve a la juventud
como propulsora del cambio y de las transformaciones políticas y sociales que arribarían
en la década 1970 en varios escenarios de la región latinoamericana, con el arribo a la presi-
dencia en Chile de Salvador Allende, Omar Torrijos en Panamá, Velasco Alvarado en Perú,
y de los sandinistas en Nicaragua. Dicha situación paradójicamente generó las reacciones
opuestas al cambio con los golpes de Estado y la implantación de dictaduras militares en va-
rios países de América Latina, como medida preventiva frente a una potencial insurrección
juvenil y popular, como sucedió con los regímenes de facto que se impusieron en Guate-
mala, Honduras, El Salvador, Perú, Brasil, Ecuador, Bolivia, Chile, Uruguay y Argentina,
principalmente, en la década de 1970 y parte de los ochenta. Cincuenta años después de
1968, el momento actual nos permite revalorar esa etapa de la historia política latinoame-
ricana y del mundo, a la vez que se abre un espacio de reflexión para abrevar de la memoria
histórica de aquellos acontecimientos y encontrar una nueva luz para marchar por nuevos
rumbos y mejores derroteros, especialmente en los inicios del siglo xxi en nuestra Amé-
rica, que en el momento actual se orienta por la senda de nuevos gobiernos progresistas.
Sobre el autor
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RESUMEN ABSTRACT
Desde hace varias décadas, el movimiento estu- For several decades, the student movement of
diantil de 1968 se ha transformado en uno de 1968 has become one of the most important
los acontecimientos más importantes dentro events within public memories in Mexico. Re-
de las memorias públicas en México. Recordado membered for what happened on October 2 in
por lo ocurrido el 2 de octubre en Tlatelolco y Tlatelolco and symbolized as a watershed in the
simbolizado como uno de los principales mo- struggle for political democracy, 1968 has been
mentos en la lucha por la democracia política, el anchored in both public memories and realms
68 se ha anclado tanto en las memorias públicas of memory. Among the latter, probably one of
como en lugares de memoria. Dentro de estos the most relevant is the Plaza de las Tres Cul-
últimos, probablemente uno de los más relevan- turas, in Tlatelolco, Mexico City. In this article
tes es la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, we analyze its conformation and meanings as a
Ciudad de México. En este artículo se analiza su realm of memory, as well as the place it has been
conformación y significados en tanto lugar de occupying in national and international trauma
memoria, así como el lugar que ha ido ocupan- tourism circuits.
do en los circuitos nacionales e internacionales
del turismo de trauma.
Palabras clave: movimiento estudiantil; 1968; Keywords: student movement; 1968; realms of
lugares de memoria; Tlatelolco; turismo; trau- memory; Tlatelolco; tourism; trauma; Mexico.
ma; México.
∗
Este artículo es resultado de los proyectos de investigación “Hacia una historia del presente mexicano: régimen
político y movimientos sociales, 1960-2010” (papiit in401817) y “Memorias públicas del movimiento estudiantil de
1968”. La ayuda editorial de Laura Ferro fue fundamental para este trabajo. Por su parte, los comentarios de César Iván
Vilchis Ortega y Erandi Mejía Arregui fueron certeros y me ayudaron a pensar el texto: gracias.
∗∗
Instituto de Investigaciones Sociales, unam, México. Correo electrónico: <eallier@gmail.com>.
Introducción
El concepto “lugar de memoria” fue acuñado en la década de 1980 por el historiador francés
Pierre Nora, en el libro Les Lieux de mémoire, dividido originalmente en siete volúmenes,
que aparecieron por primera vez entre 1984 y 1992. En el primer capítulo del volumen 1,
Nora define al lugar de memoria como aquél donde “se cristaliza y se refugia la memoria”;
son aquellos lugares donde se ancla, se condensa y se expresa el capital agotado de la me-
moria colectiva (Nora, 2008a).
Un lugar de memoria siempre debería incluir los tres sentidos de la palabra otorgados
por Nora: material, simbólico y funcional. Si bien cada uno de ellos tendrá siempre grados
diferentes, los tres deben estar siempre presentes. El historiador señaló como buen ejemplo
de esta caracterización el minuto de silencio: aunque puede parecer una muestra extrema de
significación simbólica, es al mismo tiempo, el recorte material de una unidad temporal y
sirve, periódicamente, para un llamado concentrado al recuerdo de alguien (Nora, 2008a).
Por otra parte, lo que convierte a los lugares en lugares de memoria es un juego de la
memoria y la historia, una interacción de ambos factores que permite su sobredetermina-
ción recíproca. Para empezar es necesario que exista la voluntad de memoria: si ésta falta,
los lugares de memoria serán lugares de historia (Nora, 2008b).
Les Lieux de mémoire convocó a cerca de ochenta historiadores y otros tantos textos sobre
los principales lugares de memoria en Francia: La Marsellesa, los castillos de la Loire, las fron-
teras nacionales, el “gallo francés”, el 14 de julio, la figura del Rey, la “derecha” y la “izquierda”,
“morir por la patria”, Versalles, el Colegio de Francia, el Louvre, Marcel Proust, el restaurante
La Coupole, en fin, aquellos espacios que en Francia engloban la memoria nacional.
Desde entonces, la noción ha sido aplicada a otras latitudes y a otros periodos históri-
cos (Allier Montaño, 2008). Pero, ¿qué pasaría si la aplicáramos al caso mexicano? Es casi
seguro que Tlatelolco se encontraría entre los sitios elegidos para ser analizados. Tlatelolco,
el Zócalo de la Ciudad de México, Pedro Páramo de Juan Rulfo, la Virgen de Guadalupe,
la frontera con Estados Unidos, el tequila, las chinampas de Xochimilco, el Ángel de la
Independencia, el Castillo de Chapultepec, serían con seguridad algunos de los lugares se-
leccionados para entender cómo funciona la memoria nacional en México.
Si el movimiento estudiantil de 1968 se ha convertido en uno de los principales aconte-
cimientos históricos recordados por distintos sectores de la sociedad mexicana, luego de la
Independencia y la Revolución (Allier Montaño, 2015), Tlatelolco se ha transformado en
el epicentro de los recuerdos. Además, en los últimos años se ha convertido en lugar obli-
gado para una parte del turismo nacional e internacional que visita la Ciudad de México.
En este artículo, me propongo analizar Tlatelolco y, más específicamente, la Plaza de las
Tres Culturas, en su conformación como lugar de memoria. Para llevar a cabo esta geogra-
fía turística de las remembranzas abordaré en primer término la creación de Tlatelolco. En
segundo lugar, analizaré los significados otorgados a la Plaza de las Tres Culturas en tanto
lugar de memoria. En tercer término, estudiaré a Tlatelolco como lugar de memoria, de
denuncia de las injusticias. En cuarto lugar, examinaré algunas de las principales guías de tu-
rismo y los sentidos que se conceden a Tlatelolco como espacio para el turismo. Por último,
presentaré unas conclusiones tentativas.
Tlatelolco en la historia
Imagen 1
Plaza de las Tres Culturas
A finales de la década de 1960, la Unidad Habitacional fue uno de los bastiones más im-
portantes del movimiento estudiantil, tras las universidades y centros educativos (Álvarez,
1998; Monsiváis, 1999; Rodríguez, 2003); además, la Plaza de las Tres Culturas fue también
el escenario de la mayor represión militar en contra de la manifestación pacífica organizada
por los estudiantes el 2 de octubre.
En ese sentido, no está de más recordar que en 1968 surgió en la Ciudad de México una
enorme protesta estudiantil contra el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (del Partido Revolu-
cionario Institucional, pri) cuyo eje principal fue el antiautoritarismo y tuvo como demandas
centrales el cumplimiento de la Constitución, el fin de la represión gubernamental, el cas-
tigo a sus responsables, la indemnización a las familias de los muertos y heridos, la libertad
a presos políticos y la exigencia de diálogo.
Marchas, mítines y reuniones fueron el centro del movimiento, mientras la respuesta del
gobierno de Díaz Ordaz fue la represión. Si bien no todos los estudiosos del tema están de
acuerdo, muchos consideran que, aunque el movimiento continuó hasta el 6 de diciembre
de 1968 (disolución del cnh), su esplendor se vivió entre agosto y septiembre. Y casi todos
concuerdan con la idea de que el 2 de octubre habría significado su fin, debido al notable
descenso en la participación popular (Aguayo, 1998; Montemayor, 2000).1 En ese sentido,
también existe cierto consenso entre los especialistas en destacar como parte central del mo-
vimiento la reivindicación de las libertades civiles y la defensa del Estado de derecho. Así,
se le otorga un peso relevante en el proceso de democratización de la sociedad y del Estado.
El análisis de los lugares de memoria implica una exploración del pasado en el presente:
¿qué queda de la memoria histórica hoy? ¿Qué representa la Plaza de las Tres Culturas en
la actualidad? Si la Plaza de las Tres Culturas tiene su historia en tanto sitio histórico, tam-
bién lo tiene como lugar de memoria. En una investigación sobre algunos monumentos
históricos de la Ciudad de México, Martha de Alba (2002) encontró que el mensaje original
de la Plaza de las Tres Culturas (modernidad y tradición) ha sido prácticamente borrado
1
Imposible aquí detenerse en lo ocurrido en la tarde del 2 de octubre en Tlatelolco, cuando el mitin convocado por
los estudiantes fue ferozmente reprimido. Aunque no existen cifras definitivas, debe decirse que, al día siguiente, los
diarios mencionaron 30 muertos (cifra oficial manejada por el gobierno de Díaz Ordaz), 53 heridos graves y más de 1
500 presos. Según el Informe histórico a la sociedad mexicana 2006, presentado por la Fiscalía Especial para Movimien-
tos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp, 2006), documentos desclasificados que se encuentran en el National
Security Archive de la Universidad George Washington sugieren que no se puede determinar el número exacto de
muertos, aunque algunos reportes mencionan hasta 350, mientras que el estimado de la Embajada de Estados Unidos
en México era de entre 150 y 200. La Femospp también señaló que, en 1969, el Consejo Nacional de Huelga informaba
sobre cerca de 150 muertos.
por la masacre del 2 de octubre y por el terremoto de 1985.2 Para la autora este sitio sim-
boliza actualmente esas dos tragedias ligadas inevitablemente al régimen político del pri.
De Alba descubrió que las emociones expresadas frente a una foto de la Plaza son la tris-
teza, indignación y enojo contra un gobierno autoritario y rígido, que prefirió la represión
al diálogo. Enfáticamente asegura que el resto de las significaciones dadas a ese sitio ocu-
pan un lugar menor en comparación con esos dos acontecimientos recientes. Clasificando
los acontecimientos de 1968 y 1985 en el rubro “historia”, 85% de los entrevistados tiene
una relación de ese tipo con la Plaza de las Tres Culturas (39% afectiva; 22% una relación
personal; 15% política; 4% identidad nacional). En síntesis, Tlatelolco significa dos fechas
históricas: 2 de octubre de 1968 y 19 de septiembre de 1985, dos tragedias, dos heridas en
la sociedad de la Ciudad de México. Cabe señalar que las memorias de 1985 ahora se han
ligado a las del sismo de 2017 que, por una coincidencia trágica, ocurrió también un 19 de
septiembre (Allier Montaño, 2018).
No obstante, es difícil precisar cuándo ocurrió esta transformación memorial en Tla-
telolco. El 2 de octubre de 2008, el periódico Reforma publicó una encuesta sobre el 68,
intitulada “Persisten heridas”. En síntesis, se señalaba que 7 de cada 10 encuestados con-
sideraban que la masacre de Tlatelolco seguía siendo una herida abierta, aunque 58% no
tenía claro qué se conmemoraba el 2 de octubre y sólo 5% conocía el nombre de algún di-
rigente de la época. Para lo que aquí estamos analizando, en la tercera pregunta se inquiría
si el entrevistado conocía en qué lugar de la Ciudad de México había sido la matanza de
estudiantes de 1968 (Tlatelolco): 65% sí sabía, 35% lo ignoraba (Reforma, 2008). Si otras
cuestiones ligadas con el movimiento estudiantil pueden ser relativamente nebulosas para
la ciudadanía, la masacre del 2 de octubre y Tlatelolco tienen sentidos diáfanos.
En cualquier caso, lo cierto es que esta representación ligada a la tragedia no parece ser
exclusiva del imaginario de los entrevistados por Martha de Alba. En el sitio web turístico
About Español, Kiev Murillo afirmaba en 2017, bajo la entrada “Plaza de las Tres Culturas:
el doloroso eslabón histórico de México”:
La Plaza de las Tres Culturas ha sido escenario de algunos de los momentos más desgarradores
de la historia de México. El primero se remonta a la última resistencia indígena contra el asedio de
los españoles […] dando fin a los días de gloria mexica.
2
El jueves 19 de septiembre de 1985, un terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter asoló a la Ciudad de México, a
las 7:19:47 de la mañana. Se trató de un terremoto trepidatorio y oscilatorio, con epicentro en las costas de Michoacán
y Guerrero, que también se verían afectadas por la magnitud del fenómeno natural. Durante 120 segundos, la tierra
se sacudió con una intensidad que sus habitantes desconocían. El 1 de septiembre de 1986, el presidente Miguel de
la Madrid afirmó en su IV Informe de Gobierno que los edificios destruidos habían sido 412 y 5 728 habían quedado
dañados, con 100 mil familias afectadas. Para el Sistema Sismológico Nacional fueron 400 los edificios caídos y 30
mil viviendas destruidas. Con respecto a las víctimas, esta entidad informó que hubo 40 mil muertos y alrededor de 4 mil
personas rescatadas de los escombros.
El segundo acontecimiento tuvo lugar en 1968, cuando el Gobierno ordenó la represión con-
tra una multitud de estudiantes que se manifestaban de manera pacífica en la Plaza de las Tres
Culturas. De este suceso se derivaron desapariciones forzadas, encarcelamiento, torturas y per-
secuciones políticas contra los líderes del llamado Movimiento del 68.
Años más tarde, la mañana del 19 de septiembre de 1985, un terremoto de 8.5 grados Richter
devastó la Ciudad de México, dejando miles de víctimas mortales entre los escombros de los
edificios derrumbados en la unidad habitacional de Tlatelolco, justo frente a la Plaza de las Tres
Culturas (Murillo, 2017).
Para los habitantes de la Ciudad de México, Tlatelolco también evoca la masacre por parte del
ejército de estudiantes que se manifestaban, justo antes de los Juegos Olímpicos de 1968. El nú-
mero de víctimas (no oficial) se elevaría a varias centenas. Un monumento simple, sobre el costado
norte del templo, recuerda la tragedia. (Onstott, 2013).
Esta explanada posee un valor simbólico porque presenta en el mismo lugar las tres grandes cul-
turas de México: azteca, colonial y moderna […] Para muchos otros la plaza simboliza ahora la
represión del régimen autoritario en la época del pri: fue en efecto en esta plaza donde tuvo lu-
gar la “masacre de Tlatelolco”, cuando en 1968, en la época de las grandes revueltas estudiantiles,
una gran manifestación acabó en carnicería. Dolor paradójico, los Juegos Olímpicos de México
fueron inaugurados una semana después, soltando palomas de la paz en el estadio universitario
(Le Guide du Routard, 2013).
Su edición de 2018 permanece prácticamente igual, salvo el final: en lugar de decir que la
manifestación acabó en carnicería, sugiere que “cientos de estudiantes y manifestantes fueron
muertos”, además desapareció la referencia a las Olimpiadas (Le Guide du Routard, 2018: 123).
El 2 de octubre de 1968 planea sobre los edificios de la Plaza de las Tres Culturas. A prin-
cipios de 2018, el paseante podía observar diversos murales alusivos a la masacre y al 68
en los costados del Edificio Chihuahua. Además, se encuentra la “Estela de Tlatelolco”, una
piedra tallada con el nombre de los muertos conocidos del 2 de octubre.
La Estela tiene una historia. Como parte de la denuncia por el 2 de octubre, antiguos líderes
del cnh comenzaron a planear un monumento en homenaje a los estudiantes y ciudadanos
que perdieron la vida en Tlatelolco. La idea surgió como parte de las conmemoraciones de
1988. Entonces se conformó un comité para homenajear a los caídos. Compuesto por He-
berto Castillo, Cuauhtémoc Cárdenas, Rosario Ibarra de Piedra, Roberto Escudero, Raúl
Álvarez Garín, Luis González de Alba, David Huerta y otras personalidades, el comité con-
vocó a un concurso internacional para erigir un monumento que dejara testimonio de las
personas asesinadas en Tlatelolco.
El concurso fue ganado por el proyecto de Carlos Finck, Lourdes Grobet, Víctor Muñoz,
Sergio Palleroni y Carlos Santamaría. El proyecto original se llamaba “La Grieta”, y sería:
[…] una grieta sobre un cuadrángulo de 29 por 29 metros, ubicado en medio de la Plaza de las Tres
Culturas […:] una abertura de 80 y 120 metros de ancho y de 230 de profundidad (Proceso, 1989).
La grieta, a la que se descendería por una rampa, tendría en sus muros los nombres de los
caídos el 2 de octubre y su eje estaría orientado de tal modo
[…] que exactamente cada 2 de octubre, pasadas las 17 horas –justo cuando en el 68 se inició el
mitin estudiantil– el sol la alumbre completamente y ponga en relieve los nombres ahí inscri-
tos (Proceso, 1989).
Para la elaboración del monumento se conformó una comisión al mando de Raúl Álvarez
Garín y Roberto Escudero, realizando reuniones en la Unión de Vecinos y Damnificados “19
de septiembre” (Aquino, 1998). Sin embargo, el proyecto era incosteable. Su elevado precio
y la inexistencia aún de apoyo gubernamental unánime a la relevancia del movimiento en
el ámbito público, condujeron al cambio de proyecto.
Por ello, luego de cuatro años, en 1992, ante la imposibilidad de juntar los recursos
para la construcción de “La Grieta”, Álvarez Garín propuso la construcción de una placa
de bronce. El proyecto fue redactado en julio de 1993, eligiendo una placa de 240 cm x 120
cm que se anexaría a la iglesia de Santiago Tlatelolco y costaría 27 millones de pesos.3 Se
consultó con el escultor Salvador Pizarro la posibilidad de hacer la placa en piedra, quien
determinó que tendría que ser una estela independiente de cualquier muro y que el costo de
realización sería mayor que la placa de bronce. El 11 de agosto se acordó que Pizarro fuera
el ejecutor de la estela en piedra. Una vez tomada la decisión, el proyecto fue llevado ante el
Instituto de Antropología e Historia, pues debía dar su aprobación al tratarse de una zona
patrimonial (Aquino, 1998).
La propuesta fue aceptada por el inah. Finalmente, la estela tuvo unas dimensiones de
250 cm de ancho x 500 cm de alto y fue diseñada en el estudio Avant Gard. Asimismo, se
decidió incluir las palomas que diseñó Jesús Martínez en 1968. Salvador Pizarro sugirió di-
3
En ese momento, la paridad con el dólar era de 3.103.
versos elementos para sumar al diseño general de la estela, pero el comité los rechazó y sólo
aceptó que la plataforma de base contara con taludes laterales, por ser el talud un elemento
prehispánico presente en Tlatelolco. De esa manera, Pizarro realizó un bajo relieve con las
palomas y el texto, que fue plasmado en 24 placas de cantera rosa.
Para soportar las placas se realizó un muro de cemento de 7 x 2.50 m, con un grosor de 40 cm,
que a manera de T invertida se ancló en el suelo para emerger al cielo desde una plataforma de
60 cm de altura y 450 x 450 cm de base, a la que se asciende por tres breves escalones. El recu-
brimiento de esta plataforma es de recinto negro (Aquino, 1998: 305).
El terremoto de 1985 estaba fresco en la memoria, así que en previsión de sismos, se incluyó
un sistema de rieles adosado al muro para enganchar y fijar las placas de cantera.
Imagen 2
La Estela de Tlatelolco
Agustina Matus de Campos, 60 años; Jaime Pintado Gil, 18 años; Antonio Solórzano Gaona, 47
años; Juan Rojas Luna (¿); Guillermo Rivera Torres, 15 años; Luis Gómez Ortega, 20 años; Rey-
naldo Montalvo Soto, 68 años; Ana María Teuscher Kruger, 19 años; Carlos Beltrán Maciel, 27
años; Cuitláhuac Gallegos Bañuelo, 19 años; José Ignacio Caballero González, 36 años; Jorge Ra-
mírez Gómez, 59 años; Fernando Hernández Chantre, 20 años; Rosalino Martín Villanueva (¿);
Leonardo Pérez González, 29 años; Cornelio Begnino Caballero Garduño, 15 años; Gilberto Rey-
noso Ortíz, 21 años; Miguel Baranda Salas, 18 años; María Maximina Mendoza, 19 años; Cecilio
León Torres, 27 años… Y muchos otros compañeros cuyos nombres todavía no conocemos (La
Jornada, 1993: 2).4
En otra narración de la época, el historiador sonorense Juan Manuel Romero Gil aseveraba:
Luego viene un momento que eriza los sentidos: el canto del himno nacional y el encendido de las
velas que esa noche son votivas. En un rincón de los muros exteriores de la Iglesia de Tlatelolco
una señora de edad avanzada, auxiliada por un familiar coloca una ofrenda, prende veladoras y
4
En 1993, se creó a instancias de ex líderes del movimiento estudiantil la Comisión de Verdad, que entregó su informe
el 16 de diciembre de ese año. Lo más relevante fue que analizó 70 casos, pudiendo lograr la plena identificación de
38 muertos.
quema incienso. Ya en los andenes recuerdo la película Rojo Amanecer y el comentario de mis
hijos. ¡Qué cabrón el Gobierno! ¿Por qué hizo eso? (Aca Sonora, 1993: 30).5
Desde ese día, la Estela se volvió parte del paisaje de Tlatelolco y los vecinos la adoptaron.
Además, se transformó en refugio para quienes habían participado en el movimiento y para
los miembros del Comité 686 (Allier Montaño, 2015). Desde principios del siglo xxi, la Estela
de Tlatelolco se convirtió en un espacio al que acudían regularmente exlíderes del movi-
miento estudiantil para hablar de sus experiencias. Muchos ataviados con sus camisetas del
Comité 68, platicaban con los paseantes y habitantes de la Unidad sobre el 68, lo ocurrido el
2 de octubre en esa Plaza. Fausto Trejo, Ana Ignacia La Nacha Rodríguez y Leopoldo Ayala
se sentaban en la base de la Estela y narraban sus vivencias. Amablemente se tomaban fo-
tografías con quien se los pidiese, como las estrellas políticas y heroicas en que han sido
convertidos. Pero, la energía y la vida ha ido dejándolos, por lo que a principios de 2018
es difícil ver en ese lugar a los participantes del movimiento estudiantil. Sin embargo, no
dejan de estar presentes: las cenizas de Fausto Trejo fueron esparcidas en la Estela de Tlate-
lolco el 2 de octubre de 2011, a voluntad del profesor antes de su muerte (La Jornada, 2011)
Imagen 3
Frente a la Estela de Tlatelolco en 2008: Fausto Trejo, Eugenia Allier y Leopoldo Ayala
5
Agradezco a Juan Manuel Romero el envío de su texto y, sobre todo, el haber compartido conmigo sus recuerdos del 68.
6
El Comité 68 Pro Libertades Democráticas está constituido por antiguos participantes en el movimiento estudian-
til. Si bien su fecha de creación formal fue en 1998, cuando iniciaron un juicio en contra de Luis Echeverría Álvarez, lo
cierto es que para muchos de ellos el trabajo arrancó desde la década de 1970, en la revista Punto Crítico. Algunos de
sus líderes más visibles han sido Raúl Álvarez Garín, Félix Hernández Gamundi y Ana Ignacia La Nacha Rodríguez.
Por otro lado, debe mencionarse que en 2007 fue inaugurado el Memorial del 68, museo
dedicado al movimiento estudiantil, en el complejo Tlatelolco, que donó a la unam el Go-
bierno del Distrito Federal, en 2006. La creación del Memorial supuso un fuerte espaldarazo
a la generación del 68, dado que por primera vez se dedicaba un museo a algún suceso pos-
terior a la Revolución de 1910.
También fue un empuje al movimiento estudiantil, porque su realización contó con el
apoyo del Comité 68. Y es que se realizaron entrevistas “a cincuenta y siete integrantes del
movimiento estudiantil de 1968 y a figuras destacadas de los años sesenta en México” (Váz-
quez, 2007: 30), conformando así uno de los pocos museos orales en el mundo, donde la
primacía de los testimonios sobre los objetos es notoria (Allier Montaño, 2012). En 2017
cerró al público para ser rediseñado y se reinauguró el 2 de octubre de 2018, volviendo así
a una centralización de la masacre de Tlatelolco como eje del movimiento estudiantil.
Más allá de todo lo señalado, Tlatelolco es un espacio para la denuncia. La Plaza de las Tres
Culturas se ha conformado como un lugar de memoria política alternativo a los clásicos
espacios del Zócalo y el Ángel de la Independencia. Y es que los lugares de memoria polí-
tica en la Ciudad de México están de alguna manera divididos en izquierda y derecha. Si la
izquierda política quiere manifestar su enojo, molestia o inconformidad va al Zócalo. Ese
Zócalo que fue recuperado en 1968 por los estudiantes como plaza pública para expresar
desacuerdos. Ese Zócalo que desde los años sesenta se convirtió en “territorio de las pro-
testas y lugar de las celebraciones de gobierno” (Pozas, 2016):
Uno de los signos del cambio radical de la sociedad mexicana en el siglo xx se presentó durante la
década de los sesenta. Esta transformación, que mostró el arribo de México a la sociedad de masas,
se escenificó en el centro del país y de la capital de la república, “en el centro del centro”, en la “Plaza
Mayor” de la Ciudad de México, el espacio emblemático que condensa, sobreponiendo las distintas
capas arquitectónicas de los pasados de la nación, la densidad histórica del centralismo histórico de
la ciudad que da firmeza al suelo patrio. El cambio que condensa la transformación social se mues-
tra como innovación del espacio urbano y sucedió “en el centro del centro” de la República, dando
cuenta en México –como ocurría en el mundo entero– del proceso de concentración de multitudes
en las ciudades, proceso acelerado en la década de los sesenta que originó ese fenómeno sociológico,
llamado en su tiempo “la nueva sociedad urbana de masas” (Pozas, 2016: 300).
Si el Zócalo, “centro del centro”, ha sido apropiado por la izquierda, cuando la derecha
quiere expresar su inconformidad va al Ángel de la Independencia. Desde ahí se ha gritado
el recorrido “Plaza de las Tres Culturas-Zócalo” para una de las manifestaciones más con-
curridas del movimiento (Acuña, 1987):
La marcha –se dijo– tuvo varios objetivos: medir las fuerzas del movimiento, advertir al Consejo
sobre las decisiones que tomará este día en su reunión y rendir un homenaje a los estudiantes
del 68. Hemos recuperado la dignidad de la juventud –aseguró Ordorika–, aquella que quisieron
matar cuando asesinaron a alumnos en 1968, pero que en estos momentos resurge y se expresa
en miles de jóvenes que están aquí presentes y en los cuales fluye la sangre de aquellos que mu-
rieron por lo que ahora luchamos (Unomásuno, 1987: 8).
En 2012, en medio de la movilización del #Yosoy132, los estudiantes realizaron una mani-
festación partiendo de Tlatelolco. Recordemos que el movimiento estudiantil de 2012 tuvo
como origen una protesta en contra del entonces candidato a la Presidencia, Enrique Peña
Nieto, en la Universidad Iberoamericana, por su acción y omisión en el caso de la violencia
policial ejercida contra pobladores de Atenco, en 2006. El 30 de junio de 2012, los estudian-
tes organizaron la marcha “En Vela por la Democracia” para continuar con su exigencia
de democracia y reconstrucción nacional. Los estudiantes habían citado a reunión a las 18
horas, momento simbólico cercano al inicio del tiroteo en 1968. El contingente salió de Tla-
telolco rumbo a Televisa, para luego concluir su marcha en el Zócalo.
Un caudaloso río de luz, formado por miles de personas con velas; un río que se extendía más allá
de lo que la vista alcanzaba, recorrió anoche varias de las principales calles y avenidas alrededor
del Centro Histórico. Fue la marcha En Vela por la Democracia, organizada por el movimiento
#YoSoy132, que partió de la emblemática Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, hizo una pa-
rada de protesta frente a Televisa Chapultepec y concluyó en el Zócalo (García y Poy, 2012: 10).
Imagen 4
Periódico La Jornada del 1 de agosto de 2016
contexto, el 19 de junio fuerzas del orden desbloquearon una carretera cerca de la población
de Nochixtlán, Oaxaca. Luego de desalojar la vía, acudieron al pueblo. El saldo de la inter-
vención estatal fue de varios muertos, múltiples heridos y varios niños intoxicados con gas.
El 31 de julio, las víctimas decidieron dirigirse a la Plaza de las Tres Culturas y desde la Es-
tela de Tlatelolco denunciaron la “masacre” que habían sufrido. Un diario relató: “Adultos,
jóvenes, adolescentes y mujeres acudieron juntos a la simbólica Plaza de las Tres Culturas,
en Tlatelolco” (La Jornada, 2016: 3). En ningún momento se mencionaba el 2 de octubre de
1968 ni porqué los nativos de la población oaxaqueña habían elegido ese lugar para hacer su
acusación, pero para muchos habitantes de la ciudad la referencia era evidente. Para dejarlo
en claro, en la portada de ese día, La Jornada publicó una fotografía de Jair Cabrera, bajo la
leyenda “Exigimos justicia no dinero”. En la imagen se observa en primera plana a unas cin-
cuenta personas, distribuidas de alguna manera en filas, los primeros sentados, otros de pie.
Algunos de los denunciantes llevan muletas, otros cargan pancartas y hojas tamaño carta
en las que se intuyen fotografías personales. Al fondo a la izquierda, una parte del Edificio
Chihuahua, donde el 2 de octubre de 1968 actuó el Batallón Olimpia. Al fondo, en el cen-
tro y a la derecha, la Estela de Tlatelolco en primer plano y la Iglesia de Santiago Tlatelolco.
Las masacres contra la población civil no han parado en México en los últimos cincuenta
años. Muchas de ellas han sido vinculadas con el 2 de octubre de 1968, convirtiendo la fe-
cha en una suerte de “paradigma de la violencia de Estado”: la más grave, la más trágica, la
más terrible en la segunda mitad del siglo xx (Allier Montaño, 2015) Aquella que se pone
como ejemplo para explicar lo que sigue ocurriendo: una violencia que no acaba. Hablar del
10 de junio, Atenco, Aguas Blancas, Nochixtlán, Ayotzinapa, es rememorar el 2 de octubre
en Tlatelolco. Aún más: los ejemplos anteriores de 1987, 2012 y 2016 parecen mostrar que
si la imagen del 2 de octubre imprime fuerza a la violencia del presente, la Plaza de las Tres
Culturas se estaría convirtiendo en el lugar de denuncia de la violencia contemporánea. El
grito: “¡Fue una masacre!” apelaría a “Fue una masacre como la que tuvo lugar aquí.” Y ya
que el grito por la injusticia cometida en 1968 ha sido escuchado por amplios sectores de la
sociedad, las nuevas víctimas invocarían escucha y atención para sus reclamos.
Por si todo lo demás no pareciera suficiente, Tlatelolco y la Plaza de las Tres Culturas, en es-
pecial, se están convirtiendo en espacios de visita para el “turismo de trauma”. Los lugares
de memoria y los sitios de historia son espacios para el turismo, de élite o de masa. Existen
registros del turismo realizado durante la Primera Guerra Mundial por políticos, militares,
monarcas; incluso de las guías de turismo para quienes deseaban “visitar nuestros campos
de batalla y nuestros pueblos asesinos”, como la realizada por Micheline en 1917, en Fran-
cia (Brandt, 1994). El turismo llegó incluso a ir a las trincheras para vivir de cerca la guerra
(Butler y Suntikul, 2013; Lisle, 2000; Henderson, 2000; Gordon 1998).7
7
Todo el siglo xx fue testigo del turismo de guerra, desde la Primera Guerra Mundial, empezando por Vietnam e
Irlanda del Norte, y llegando hasta Kosovo.
La guerra y el turismo son extraños compañeros de cama. No es fácil ver cómo la violencia y
la atrocidad humana están conectadas a las prácticas de ocio de vacaciones en el extranjero. De
hecho, sería más apropiado sugerir que los dos eventos están rigurosamente separados, que el
turismo moderno evita explícitamente las áreas de violencia para proporcionar los lugares de va-
caciones más seguros posibles para los turistas. Uno puede imaginar unas vacaciones tranquilas
en Hawaii, pero, ¿en Sierra Leona?, ¿en Kosovo? Si bien la guerra contemporánea no entra en el
ámbito espacial del turismo moderno, la conmemoración de batallas históricas en forma de mo-
numentos conmemorativos de guerra, museos militares y representaciones de batallas constituye
una gran parte de la práctica turística contemporánea. Por lo tanto, la separación de la guerra y el
turismo puede entenderse de la siguiente manera: si la guerra se ubica “en otro lugar”, el turismo
puede garantizar la seguridad de sus consumidores, y si la guerra ocurrió “en ese momento”, el
turismo emerge como el mecanismo principal por el cual los sujetos pueden acceder y conme-
morar conflictos ya resueltos (Lisle, 2000: 91-92; traducción propia).
Han aparecido, así, diversas formas de turismo, que podemos llamar “no convencionales”;
al turismo de guerra (que abarcaría los paseos tanto durante la guerra como la visita poste-
rior a los sitios de combate), se han agregado los nombrados como trauma tourism (turismo
de trauma), remembrance tourism (turismo de recuerdo), horror tourism (turismo de ho-
rror), pain tourism (turismo de dolor), dark tourism (turismo obscuro), conformando no
sólo una forma de esparcimiento durante las vacaciones, sino un creciente campo acadé-
mico de estudio.
Los primeros trabajos del área aparecieron a mediados de la década de 1990. El libro de
John Lennon y Malcom Foley, Dark Tourism. The Attraction of Death and Disaster (2000)
fue uno de los pioneros, al indagar sobre las motivaciones que, como turistas, nos llevan
a visitar lugares donde la muerte ha estado presente. De esta forma, el thanatourism –del
término griego thanatos, que significa muerte–se refiere al turismo que busca “sitios de
muerte”: desde sillas eléctricas hasta lugares que representan la muerte, como los memo-
riales, los museos de genocidios y otras atrocidades. Asimismo, el thanatourism se vincula
con el black tourism y el grief tourism, términos que también se utilizan para designar a los
recorridos vinculados con la muerte o el duelo.8
Por su parte, el dark tourism consiste en visitar sitios donde ocurrieron tragedias sensa-
cionales, como desastres naturales (huracanes, terremotos), crímenes (robos, secuestros) e
incluso conflictos políticos (como violencia de Estado). En ese sentido, el tragedy tourism
parece referirse a cuestiones similares. De igual forma, el remembrance tourism es un tér-
mino que prefieren los gobiernos y ministerios de turismo para fomentar la visita a espacios
8
Incluso, hay una serie en Netflix llamada Dark Tourism, relativa a estas formas “alternativas” de recorridos y viajes.
La antipatía del pri hacia las libertades civiles primero atrajo la oposición en la década de 1960,
especialmente en las protestas encabezadas por estudiantes en la Ciudad de México en 1968, que
resultaron en la Masacre de Tlatelolco, donde se estima que 400 manifestantes fueron asesinados
a tiros. Aunque nunca se ha revelado quién fue realmente responsable, Tlatelolco desacreditó al
pri para siempre en la mente de muchos mexicanos. El partido llegó a depender cada vez más de
tácticas de mano dura y fraude para ganar elecciones, especialmente cuando los partidos rivales,
como el empresarial Partido Acción Nacional (pan) y el centro-izquierda Partido de la Revolu-
ción Democrática (prd), fueron ganando un apoyo creciente en las siguientes décadas (Lonely
Planet, 2018).
¿Qué más se dice del resto de esa época? Aparte de cuestiones económicas y de las elecciones
de 2000, no se mencionan otros acontecimientos históricos de la segunda mitad del siglo xx.
En Le Guide du Routard no se refiere el 68 en la historia reciente del país, pero sí, en cam-
bio, el surgimiento del zapatismo en 1994, quizá por el eco que tuvo ese acontecimiento en
Francia. En contraste, el libro Comprendre le Mexique (Roy, 2015), de Canadá, dedica un
recuadro a “Le massacre de Tlatelolco”:
En muchas guías turísticas sobre México, el 68 ocupa un lugar de la historia nacional. Pre-
sente como uno de los principales acontecimientos de la historia reciente, se considera que
la Plaza de las Tres Culturas es una de las visitas más recomendables en la Ciudad de Mé-
xico. Así, el sitio web de la guía Petit Futé aconseja:
El Centro Cultural Universitario Tlatelolco, frente a la Plaza de las Tres Culturas, le permitirá
conocer más tanto sobre la ciudad prehispánica de Tlatelolco como sobre los acontecimientos
trágicos de 1968, puesto que alberga un museo de arqueología y un memorial multimedia en re-
cuerdo de las víctimas de 1968 (Petit Futé, 2018; traducción propia).
Acudir a la Plaza de las Tres Culturas es, para muchos, una de las 100 cosas que hay que ha-
cer en México. La conocida revista turística México Desconocido (2018) sugiere, en el lugar
número 64 de su sección “100 cosas que hacer en la Ciudad de México”, “Explora la Plaza de
las Tres Culturas en Tlatelolco”. Destaca que, además de las ruinas arqueológicas, se encuen-
tran el Memorial del 68 y otros monumentos conmemorativos (México Desconocido, 2018).
Mientras que la batalla azteca dio como resultado el exterminio de un pueblo orgulloso, la historia
reciente del lugar también es violenta. En 1968, a días de la celebración de los Juegos Olímpicos de
la Ciudad de México, miles de estudiantes ocuparon la plaza para protestar por las prácticas del
gobierno mexicano. Las autoridades dispararon contra los estudiantes y mataron a decenas de ma-
nifestantes desarmados. Observa el museo memorial dedicado a las víctimas y reflexiona una vez
más sobre la brutalidad infligida por un grupo de personas sobre otro en este sitio (Expedia, 2018).
Por su parte, la revista Chilango, en su página web, refería bajo la entrada “Un día en Tla-
telolco”:
Todos –ojalá– la conocemos por haber sido el escenario de dos de los capítulos más dolorosos
de la historia de la ciudad: la matanza de estudiantes del 68 y el terremoto del 85. Algunos sólo la
conocen “de oídas”, otros han saciado su curiosidad y se han lanzado a conocer este conjunto ha-
bitacional. Ya no se queden con las ganas y dense una vuelta. Aprenderán mucho (Chilango, 2018).
En uno de los libros de comentarios de los visitantes del Memorial del 68 en Tlatelolco se lee:
La Plaza de las Tres Culturas, el memorial, el pasado, la memoria, las bases de nuestro futuro, los
proyectos: “harapos de la memoria-megalopolis 1”: Ciudad de México. Viajando pasando por la
historia, la cultura, el tiempo, el espacio.
Dejando memorias de nosotros, viviendo los espacios… inestables y precarios siempre!
(18/11/12).9
9
En todos los casos se ha respetado la sintaxis y ortografía original de los comentarios.
Por su parte, Andrés R, de Santiago de Chile, expresa en enero de 2016, en la misma página:
Una perfecta mezcla de arquitectura prehispánica, española y actual, se puede apreciar en la plaza
de las Tres Culturas, con una importante referencia a acontecimientos históricos que se han su-
cedido en ese lugar, como la matanza de estudiantes del año 68, previa a la inauguración de los
Juegos Olímpicos (Tripadvisor, 2018).
Sara Elisa, de la Ciudad de México, fue más parca en la entrada “Among us… Pirámides a
mitad de ciudad, mucho más expuestas que las del Centro Histórico”, del 15 de enero de 2016:
Ven y conoce la fuerza de Tlatelolco es impresionante todo lo que ha pasado, desde el movimiento
estudiantil sangriento del 2 de Octubre, hasta los sismos del 1985, en donde mucha gente ahora
es recordada (Tripadvisor, 2018).
Valentina V., de Mar del Plata, Argentina, parecía susurrar en agosto de 2015: “siempre está
ocupado por los fantasmas del 68. La plaza de los caídos...” (Tripadvisor, 2018).
Se trata pues de una visita para conocedores o, en todo caso, para quienes quieran co-
nocer la historia de la ciudad. Los comentarios de dos internautas, que hicieron entradas
en mayo y junio de 2015 en Tripadvisor, así lo insinúan. Rodrigochagra, de Jujuy, Argen-
tina, afirmaba:
Es necesario contratar un tour para recorrer este sitio ya que es necesario que los guías cuen-
ten la historia y cada uno de los hechos historicos sucedidos, si no se pierde la riqueza del lugar
(Tripadvisor, 2018).
También para Rohmer G., de Caracas, Venezuela, el espacio no se entendía sin una expli-
cación:
Es una plaza donde han sucedido muchas cosas lo ideal sería tomar un tour con guía para que
explique todo con detalles les recomiendo al señor Cesareo su telefono es +521551018 […] rea-
liza tours a un precio bastante bueno (Tripadvisor, 2018).
Para entender la noción de lugar de memoria es importante tener en cuenta que no es cual-
quier lugar el que se recuerda, sino aquel donde la memoria actúa. No es la tradición, sino
su laboratorio. Un lugar de memoria depende de su condición de intersección para el cru-
zamiento de distintos caminos de las memorias, así como de su capacidad para perdurar y
ser permanentemente remodelado, reabordado y revisitado. Abandonado, un lugar de me-
moria no sería sino su recuerdo.
La historia de la Plaza de las Tres Culturas y de Tlatelolco nos muestra que se trata de
un espacio central para el recuerdo en el México contemporáneo. Aludiendo a la trage-
dia, se mezclan las memorias de la época colonial, de 1968 y de 1985. En medio, se olvidan
múltiples eventos y acontecimientos históricos. Pero el olvido no es sino la contracara del
recuerdo: la memoria está compuesta a partes iguales de rememoración y de pérdida.
Los actores políticos y sociales han elegido utilizar lo acontecido el 2 de octubre de 1968
como emblema del conjunto habitacional y cultural. De esa forma, se ha transformado no
sólo en el espacio para la denuncia de la violencia estatal ejercida en 1968 a través de las mar-
chas del 2 de octubre, sino de muchas otras violencias políticas y económicas en el país. La
Plaza de las Tres Culturas se ha convertido, así, en sinónimo de espacio para la imputación
de atrocidades y la exigencia de justicia. La simbolización parece haber traspasado fronteras
para adquirir el mismo sentido en guías de turismo que recomiendan su visita a los paseantes
a la Ciudad de México, un turismo especial, un trauma tourism que busca sentidos políti-
cos, sociales y culturales en su esparcimiento, ¿y quizás también los restos de una tragedia?
Lugar de memoria, pues, en los tres sentidos de la palabra: material (la Plaza de las Tres
Culturas, en sí misma), simbólico (lugar de denuncia de las tragedias, de las violencias de
Estado) y funcional (espacio para el recuerdo de los crímenes políticos y para el esparci-
miento de turistas comprometidos), Tlatelolco es un espacio memorial, político y cultural
imprescindible para comprender el México actual.
Sobre la autora
Eugenia Allier Montaño es doctora en Historia por la École des Hautes Études en Sciences
Sociales (Francia) y realizó una estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Filo-
sóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Es miembro del Sistema
Nacional de Investigadores de México e investigadora titular del Instituto de Investigaciones
Sociales de la unam y docente en el Colegio de Estudios Latinoamericanos de la Facultad
de Filosofía y Letras de la misma institución. Su libro más reciente, en co-coordinación con
Emilio Crenzel, es Las luchas por la memoria en América Latina. Historia reciente y violen-
cia política (2015), y fue publicada la traducción al inglés, como The Struggle for Memory in
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RESUMEN ABSTRACT
Este artículo es un recuento de diversos inten- This article is an account of various institu-
tos institucionales y sociales por esclarecer lo tional and social attempts to clarify both the
acontecido y las razones que dieron lugar a la events and the reasons that led to the massacre
matanza del 2 de octubre de 1968. Se da cuenta of October 2, 1968. The work done by the Spe-
del trabajo realizado por la Fiscalía Especial para cial Prosecutor’s Office for Social and Political
Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, así Movements of the Past is reported, as well as,
como, fundamentalmente, de los documen- fundamentally, of the documentaries El grito
tales El grito (Leobardo López Aretche, 1968), (Leobardo López Aretche, 1968), Díaz Ordaz y
Díaz Ordaz y el 68 (Krauze, 1998) y Tlatelolco. el 68 (Krauze, 1998) and Tlatelolco. Las claves
Las claves de la masacre (Mendoza, 2003) como de la masacre (Mendoza, 2003, in the defense of
resguardo de la memoria de tan significativo the memory of such a significant event.
acontecimiento.
Palabras clave: memoria; genocidio; cine mexi- Keywords: memory; genocide; 1968 Mexican
cano del 68; justicia; masacre; México. cinema; justice; massacre; Mexico.
Introducción
∗
tv unam, México. Correo electrónico: <armcasas@gmail.com>.
∗∗
Facultad de Filosofía y Letras, unam, México. Correo electrónico: <leticiafloresfarfan@gmail.com>.
por la matanza, en lugar del diálogo con una juventud crítica e imaginativa que deman-
daba mayores libertades civiles y políticas en el escenario social. A 50 años pervive el deber
de la memoria, el reclamo de que se esclarezcan los hechos y se castigue judicialmente a los
culpables de los crímenes cometidos. Pero el tema de la memoria no es de fácil abordaje.
Tzvetan Todorov, en un controvertido libro titulado Los abusos de la memoria, afirma que
“la memoria se ha visto revestida de tanto prestigio a los ojos de los enemigos del totalita-
rismo, porque todo acto de reminiscencia, por humilde que fuese, ha sido asociado con la
resistencia antitotalitaria” (2000: 14). Y más allá de las precisiones teóricas sobre el concepto
de totalitarismo, en las que no nos adentraremos, es innegable que en el imaginario mexi-
cano el 2 de octubre fue producto de un abuso de autoridad, de un ejercicio criminal de las
fuerzas del Estado, un acto de represión autoritaria y totalitaria contra jóvenes estudian-
tes que ansiaban mayores libertades. La memoria siempre está sometida a dilemas, porque
es un recorte, una selección y no una apropiación plena de lo acontecido en el pasado. Por
ello, insiste Todorov, hay de usos a usos de la memoria. Pero es claro –y encomiable– que
cuando una comunidad humana ha sido víctima de actos criminales arbitrarios e injustos
luche por el resguardo de su memoria colectiva en aras de la verdad y la justicia. En tiempos
de democracia es indignante y profundamente desconsolador que a 50 años de los hechos
no hayamos logrado conocer con exactitud qué fue lo que ocurrió y, peor aún, que no se
haya logrado dar castigo a los responsables de este deplorable crimen.1
¿Por qué no hemos podido acceder a la verdad y la justicia? Si queremos comprender
los obstáculos a los que la sociedad mexicana se ha enfrentado para lograr este objetivo,
no podemos dejar de lado que, para construir la versión oficial sobre lo acontecido el 2 de
octubre de 1968 se conformó una política gubernamental que podemos denominar “ope-
ración silencio”, un manejo faccioso de la memoria, que contempló desde el ocultamiento
y destrucción de documentos impresos y fílmicos, hasta el encarcelamiento, la desapari-
ción forzada y el asesinato de opositores en el marco de un discurso de combate contra el
riesgo comunista. Esta lógica de contrainsurgencia del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz de
presentar los fenómenos sociales y políticos como la lucha del Estado en contra de fuer-
zas “oscuras”, representativas de “intereses extraños”, en la que las instituciones aparecían
como víctimas de acciones “delictivas” de grupos desestabilizadores caló hondo en el ima-
ginario social de la época.
De esta caracterización de los actores del movimiento da cuenta Enrique Krauze en el
capítulo “La presidencia imperial”, de su libro México. Biografía del poder (2017: 896-897),
en donde reproduce, con el permiso del hijo de Díaz Ordaz, fragmentos de las memorias de
su padre en los que el entonces presidente cuenta su versión de lo ocurrido en 1968. Gus-
1
Véase el artículo de Allier y Vilchis (2017), en donde los autores hacen un análisis detenido de la “producción y
recepción de la memoria de denuncia de la represión del 68 mexicano”.
tavo Díaz Ordaz afirmaba que lo sucedido el 2 de octubre de 1968 fue algo buscado por los
“agitadores”, quienes “Por fin lograron sus ‘muertitos’” y a manos de sus propios compañe-
ros. Y dice que los muertitos fueron a causa de agitadores armados, como Sócrates Campos
Lemus, quienes llevaban metralletas y dispararon “desde lo alto de uno de los edificios cer-
canos, donde no hay soldados, donde no hay policías, son ‘ellos’ los que están disparando,
la balacera dura poco”, con la consecuente respuesta del Ejército que defendía la Secretaría
de Relaciones Exteriores. Díaz Ordaz sostiene que, como los estudiantes (a los que llama
indistintamente agitadores, idealistas, “ellos”, en clara alusión a la diferencia entre los que
quieren y los que no quieren a México) no habían podido apoderarse de Palacio Nacional,
buscaron apropiarse de la Plaza de las Tres Culturas para tomar la Secretaría de Relaciones
Exteriores. Los agitadores son detenidos y llevados al Campo Militar Número 1 “para ser
examinados” y hay “requisa de metralletas”. La mayoría de los muertos, tanto alborotado-
res como soldados, “presentaron trayectorias de bala claramente verticales, balas asesinas
de los jóvenes ‘idealistas’ disparando sus metralletas desde las azoteas de los edificios Chi-
huahua y Sonora”. Por ello, afirma Díaz Ordaz que los jóvenes muertos fueron asesinados
por sus propios compañeros. Y si bien acepta que fue una jornada dolorosa y una noche
muy triste para el país, afirma que “No hay remordimientos sobre lo ocurrido, sólo la con-
vicción del deber cumplido.” Y ello es así porque asumía que esos jóvenes idealistas, esos
agitadores influenciados por ideas extranjeras, querían que México fuera de otra forma:
“Este México nos lo quieren cambiar, nos lo quieren cambiar por otro que no nos gusta. Si
queremos conservarlo y nos mantenemos unidos, no nos lo cambiarán.”
La amenaza comunista fue la obsesión de Díaz Ordaz. En el contexto del movimiento
estudiantil de 1968, el gobierno aplicó una estrategia de manipulación informativa y lincha-
miento político orientada a lograr una aceptación, por parte de la sociedad, de las respuestas
represivas como actos de legítima defensa y garantes de la seguridad nacional. Por ello,
el control sobre lo acontecido la noche fúnebre de Tlatelolco pudo darse desde el primer
momento por medio de diferentes acciones para ocultar y distorsionar los hechos, con la
participación y complicidad de numerosos funcionarios gubernamentales, militares y po-
liciales, medios de comunicación y diversos sectores de la sociedad. La operación logró su
objetivo. A 50 años el reclamo sigue vivo porque la justicia no ha llegado. Pero no lo logró
del todo porque el olvido no ha vencido.
Para dar respuesta al “reclamo de la sociedad y de sus organizaciones para el esclare-
cimiento de hechos probablemente constitutivos de delitos cometidos contra personas
vinculadas con movimientos sociales y políticos del pasado” (dof, 2002), se decretó durante
la presidencia de Vicente Fox la creación de la Fiscalía Especial para Movimientos Socia-
les y Políticos del Pasado (Femospp). El acuerdo de creación fue firmado por el entonces
Procurador General de la República, Marcial Rafael Macedo de la Concha. A la cabeza de
la Fiscalía quedó el jurista Ignacio Carrillo Prieto, quien ocupó el cargo de Fiscal Especial
[…] dictada dentro del Juicio de Amparo en Revisión 968/98 por la Suprema Corte de Justicia de
la Nación para el esclarecimiento de los hechos ocurridos con motivo de la represión por fuerzas
gubernamentales del movimiento estudiantil y popular que se desarrolló entre julio y octubre de
1968 así como de la agresión en contra de los integrantes de la manifestación estudiantil y popu-
lar del 10 de junio de 1971 acaecida en la capital de la República (pgr, 2006).
Es decir, que se deberían investigar las órdenes y acciones realizadas por los presidentes
Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez y los servidores públicos de sus respectivas
administraciones que hubieran intervenido en estos sucesos, con miras a fincar las respon-
sabilidades jurídicas correspondientes.
Los exintegrantes del Comité 68,2 Roberto Escudero, Raúl Álvarez Garín, Félix Hernán-
dez Gamundi, entre otros, expresaron su preocupación, porque el resolutivo de creación de
la Fiscalía Especial no señalaba explícitamente el delito de genocidio y, con ello, se abría la
posibilidad de que una vez más las indagatorias se fueran por otros caminos y no se llegara a
nada. En un artículo publicado en Proceso, en febrero de 2002, Guillermo Correa (2002) de-
talla los diversos intentos de enjuiciamiento de los culpables de los crímenes del 2 de octubre:
De 1968 a la fecha hubo varios intentos fallidos de enjuiciamiento a los responsables de la matanza
del 2 de octubre. Uno fue en 1971, cuando, en una denuncia presentada por Emilio Krieger y cua-
tro abogados más, se identificó como acusados a Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y Marcelino
García Barragán. Otro fue en diciembre de 1993, cuando un grupo de intelectuales y académicos
elaboró un informe sucinto y la recomendación de modificar el artículo octavo de la Constitución,
relativo a la confidencialidad de los documentos oficiales. En 1998, en el 30 aniversario de la ma-
tanza, se integró en la Cámara de Diputados la Comisión Especial Investigadora de los Sucesos del
68, que tampoco tuvo mayor trascendencia. Ese año, Álvarez Garín y otros seis exdirigentes del
movimiento estudiantil presentaron una denuncia de hechos por presuntos delitos de genocidio,
abuso de autoridad y privación ilegal de la libertad, la cual fue archivada por la pgr (Correa, 2002).
2
Es recomendable leer el libro coordinado por Álvarez Garín et al. (2018).
10 de junio de 1971, cuando Echeverría ya era Presidente, pues sus abogados interpusie-
ron recurso a fin de que se le concediera la prisión preventiva domiciliaria establecida en
el artículo 55 del Código Penal Federal. En julio de 2007, tal y como lo reportó la revista
Proceso (2007), el magistrado Jesús Guadalupe Luna Altamirano, titular del Tercer Tribu-
nal Unitario en Materia Penal del Primer Circuito, determinó que:
Si bien está acreditado el genocidio, absolutamente ninguna de las pruebas aportadas por la pgr
(a través de la Femospp) justifica siquiera de manera presuntiva la participación de Luis Echeve-
rría Álvarez en la preparación, concepción o ejecución del genocidio (Proceso, 2007).
Por tanto, exoneró por completo al octogenario expresidente. Sin embargo, pese a no haber
logrado poner tras las rejas a ninguno de los responsables de la masacre, la Fiscalía Especial
sí consiguió un significativo pronunciamiento para la memoria colectiva, dado que, por vez
primera y de manera pública y oficial, el Estado mexicano se hizo responsable del genoci-
dio de 1968 al dejar escrito en su Informe final que:
Al concluir esta investigación se constata que el régimen autoritario, a los más altos niveles de
mando, impidió, criminalizó y combatió a diversos sectores de la población que se organizaron
para exigir mayor participación democrática en las decisiones que les afectaban, y de aquellos
que quisieron poner coto al autoritarismo, al patrimonialismo, a las estructuras de mediación y
a la opresión. El combate que el régimen autoritario emprendió en contra de estos grupos na-
cionales –que se organizaron en los movimientos estudiantiles, y en la insurgencia popular– se
salió del marco legal e incurrió en crímenes de lesa humanidad y violaciones al Derecho Huma-
nitario Internacional, que culminaron en masacres, desapariciones forzadas, tortura sistemática,
y genocidio, al intentar destruir a este sector de la sociedad al que consideró ideológicamente
como su enemigo. Al efecto, se utilizaron a las instituciones del Estado, pervirtiendo a las mis-
mas (pgr, 2006).
¿Con qué contamos para conocer la verdad sobre el papel que jugaron las fuerzas de segu-
ridad del Estado en los acontecimientos del 2 de octubre de 1968?
A lo largo de estos 50 años se han escrito numerosos ensayos sobre el tema, desde la re-
copilación de testimonios (Poniatowska, González de Alba, Cazés, etc.) y estudios detenidos
de archivos documentales y fílmicos, institucionales y privados (Aguayo, Scherer, Monsiváis,
Montemayor, por citar los más relevantes), hasta la producción de diversos documentales
que incorporan nuevos materiales fílmicos, fotográficos y testimoniales, tales como el em-
blemático largometraje El grito, filmado por alumnos del Centro Universitario de Estudios
Cinematográficos (cuec), los documentales de Óscar Menéndez y Julio Pliego, los traba-
jos de investigación de Carlos Mendoza en el Canal 6 de Julio y los programas de televisión
sobre el tema de Clío en Televisa, hasta Memorial del 68, de Nicolás Echevarría en la unam
y la miniserie documental de Carlos Bolado, producida por Canal Once y tvunam, sin ol-
vidar el interesante documental del cuec, El paciente interno, que trata el tema desde una
perspectiva distinta y novedosa.
La lista de los artículos, panfletos, análisis, comentarios y reportajes es larga en exceso
si se considera que el tema no ha perdido vigencia y que ha sido abordado con diversos en-
foques. Sin embargo, la apertura de información reservada a partir de la Fiscalía Especial,
como uno de los elementos esenciales de la voluntad institucional para esclarecer los hechos,
brindó una oportunidad para estructurar nuevas líneas de investigación y análisis sobre el
material documental impreso y fílmico desde la óptica de la reconstrucción histórica, no
sólo de los acontecimientos en particular, sino también del contexto que los hizo posibles.
Mención aparte merecen las películas mexicanas de ficción que han sido influidas por
la fuerza del movimiento estudiantil o que directamente han tratado el tema. Entre las pri-
meras cabe mencionar especialmente las dos tesis de estudiantes del cuec que participaron
activamente en el movimiento. Es el caso de Tómalo como quieras (Carlos González Moran-
tes, 1971), metáfora sobre la confusión reinante en la comunidad universitaria, tanto entre
estudiantes como entre profesores, tras el resultado del movimiento, y Quizá siempre sí me
muera (Federico Weingarsthofer, 1971), que habla del imaginario confuso e inconexo que
prevalecía en la juventud al término del movimiento estudiantil. Asimismo, la tesis del Cen-
tro de Capacitación Cinematográfica, ¿Y si platicamos de agosto? (Marisa Sistach, 1980) es
una sobria y sensible visión intimista sobre el despertar a la vida amorosa y la conciencia
social durante el movimiento estudiantil de 1968. Cabe destacar que el investigador Álvaro
Vázquez Mantecón considera, en su ensayo El 68 cinematográfico, que películas industria-
les mexicanas de los años setenta, como La montaña sagrada (Alejandro Jodorowsky, 1972),
El castillo de la pureza (Arturo Ripstein, 1972) y Naufragio (Jaime Humberto Hermosillo,
1977), fueron filmes en donde “algunos realizadores optaron por la representación meta-
fórica para referirse al tema” (Vázquez, 2016: 305). De la misma manera, la película Canoa
(Felipe Cazals, 1976) trata un acontecimiento paralelo ocurrido en Puebla, basado en un
hecho real sobre el linchamiento al que incitó el cura del pueblo, al acusar a unos estudian-
tes y trabajadores de comunistas. Es importante destacar que durante los años setenta y
ochenta los medios masivos tenían prohibido hacer cualquier referencia al tema del movi-
miento estudiantil de 1968.
Entre las películas que han abordado directamente este tema en el cine mexicano se en-
cuentran Rojo amanecer (Jorge Fons, 1989), primera película de ficción que trata abiertamente
el tema de la matanza del 2 de octubre de 1968 en el cine mexicano y que concentra toda la
natural de los estudiantes hacia las cámaras; posteriormente, con la aceptación e involucra-
miento directo de los jóvenes cineastas que ya formaban parte fundamental del movimiento.
El material cinematográfico se compone de tomas únicas, como la ocupación por el Ejér-
cito de Ciudad Universitaria, filmada ingeniosamente desde la cajuela de un automóvil en
una de cuyas calaveras se colocó el lente de la cámara. Las más de ocho horas de filmación
fueron resguardadas en su momento en las casas de diversos estudiantes, en lugares tan in-
sospechados como tinacos, protegiéndolas de la ofensiva policiaca, que buscó este material
en las instalaciones de la escuela de cine. En 1969, se decidió que el estudiante del cuec con
más experiencia, Leobardo López Aretche, montara el material con la colaboración del edi-
tor profesional, Ramón Aupart, para conformar el documental que hoy conocemos como
El grito. El resultado es, como afirma Ayala Blanco, “el testimonio fílmico más completo y
coherente que existe del Movimiento, visto desde adentro […], tal como lo sintieron y vi-
vieron sus propios militantes” (Ayala, 1974: 30).
La película no ofrece un análisis ni una visión crítica del movimiento, sino un registro
testimonial, totalmente emocional, de lo que vivieron los directamente involucrados. Las
autoridades universitarias determinaron que no se exhibiera la película terminada para no
poner en riesgo a la Universidad, frente a un régimen político que tenía el poder y que era
responsable de los lamentables acontecimientos. Uno de los participantes en las filmacio-
nes guardó una copia de la película, a partir de la cual pudo sacar unos pocos duplicados
que se distribuyeron de mano a mano entre diversos grupos sociales, que la vieron siem-
pre en la clandestinidad.
No fue sino hasta el 23 de junio de 1976 cuando se hizo una proyección especial en el Sa-
lón Rojo de la Cineteca Nacional. Leobardo López Aretche, su director, se suicidó el 24 de
julio de 1970, sin haber tenido la oportunidad de asistir a una exhibición pública de la pelí-
cula. Ésta fue criticada duramente en su posterior exhibición; tanto los nuevos estudiantes
del cuec como los militantes de la izquierda radicalizada tacharon la cinta de sentimen-
tal y fatalista. Emilio García Riera escribió, en su Historia documental del cine mexicano:
[…] la película hizo clara la carencia de una verdadera tradición de cine documental en el país.
Los malos encuadres, la arbitrariedad en el montaje, las incorrespondencias entre imagen y so-
nido, el uso abusivo del zoom, todo delató el mal ejemplo de los cortos y noticieros convencionales
y adocenados, material de encargo y único cine documental que se filmaba de continuo en el
país (García, 1994: 183).
Sin embargo, como escribió el crítico de cine, Nelson Carro, el principal mérito del docu-
mento está en su capacidad para construir un complejo testimonio de aquella generación:
“El grito no explica los sucesos del 68, pero consigue hacernos sentir lo que sintieron quie-
nes participaron directamente en ellos” (Carro: 1993).
En 1999 Enrique Krauze, con la autorización de Emilio Azcárraga Jean y apoyado por
Televisa, estrena la serie de televisión México Siglo xx, con el programa Díaz Ordaz y el 68,
dirigido por el egresado del cuec, Luis Lupone, y con guion de Álvaro Vázquez Mantecón.
Las imágenes utilizadas para la producción del documental fueron tomadas de diversos
archivos fílmicos y videográficos, entre ellos los de El grito, de la Coordinación Cinemato-
gráfica del pri, de la Filmoteca de la unam, Noticieros Televisa y Fundación Miguel Alemán,
junto con archivos fotográficos y hemerográficos de la familia Díaz Ordaz, la revista Siem-
pre! y el diario El Nacional. En entrevista con Proceso, en abril de 1998, Krauze afirmó que
el programa:
No es un trabajo de reportaje especial, creo que hay muchísimo por investigar, pero éste es un
programa en el que se habla del presidente y del movimiento; el papel del Ejército no es, digamos,
de causa principal en el conflicto, éste básicamente fue el choque entre esa juventud libertaria y
un presidente autoritario aconsejado o rodeado de un aparato político muy turbio, lo que inci-
dió de modo muy negativo en el desenlace del movimiento (Proceso, 1998).
Y justificaba con ello que no se hablara directamente del papel del Ejército, del que sostuvo
que había respondido a órdenes de civiles, ni del jugado por Echeverría, al que dedicaría
otra emisión de la serie. La interpretación de este programa sobre el movimiento estudian-
til se centraba en la idea de que un régimen de mano dura se enfrentó a la ola de rebeldía de
una juventud rocanrolera, con demandas de liberación sexual e influida por ideas extranje-
ras de agitadores comunistas que querían desestabilizar al país. No realizó una investigación
profunda sobre lo acontecido y se limitaba a narrar una secuencia de hechos para concluir
con aquella entrevista de Díaz Ordaz, cuando fue nombrado embajador de México en Es-
paña, en la que se dice orgulloso del año de 1968 y habla de Tlatelolco como un incidente
penoso “en la vida de un pueblo”.
Tlatelolco, las claves de la masacre (Carlos Mendoza, 2003), de Canal Seis de Julio, es
el primer documental que aporta una hipótesis de investigación sobre lo acontecido en
México en 1968. Previo a su aparición, Carlos Mendoza ya había abordado el tema del
2 de octubre en los documentales Batallón Olimpia (1998) y Operación Galeana (2000).
Tlatelolco es producto de una rigurosa investigación histórica con base fílmica sobre lo
acontecido durante el movimiento estudiantil, sin dramatismos ni despliegues efectistas
propios de aquellos documentalistas que viven entre festivales. El trabajo de Carlos Men-
doza y de Canal Seis de Julio se apega a una retórica o narrativa tradicional (retórica antigua
le llama Wehr, 2014), dado que su objetivo es dar cuenta de los acontecimientos sociales
que registra para poder esclarecer las causas de los sucesos narrados y las circunstancias
histórico-políticas en que tuvieron lugar. Mendoza (2014-2015: 37) otorga un valor do-
cumental a las imágenes fotográficas y fílmicas y, por ello, pondera significativamente el
[…] la llegada de los contingentes militares a la Plaza de las Tres Culturas, la caída de los dos pa-
res de bengalas, el inicio de la incursión militar y el de la agresión contra soldados uniformados
y manifestantes, así como la huida de éstos y, finamente, la plaza llena de cuerpos, muchos de
ellos de soldados en posición de combate, cuando ya oscurece en el lugar (Mendoza, 2006: 91).
En tercer lugar, escenas en blanco y negro captadas por una cámara que se atribuye a una
televisora canadiense que filmó el arribo del primer batallón de fusileros paracaidistas, el
inicio del tiroteo en la Plaza y la gente corriendo para escapar de las balas. La cuarta fuente,
que parece no ser mayor a tres minutos, pero en donde se registra claramente la presencia de
los hombres de guante blanco, es atribuida al cineasta Servando González, quien filmaba por
instrucciones de la Secretaría de Gobernación desde la última ventana del extremo oriente
del piso 18 de la torre de la entonces Secretaría de Relaciones Exteriores.
Tlatelolco es el resultado de una minuciosa investigación histórica que permite estable-
cer el conjunto de circunstancias que interactuaron, las más de las veces de forma intrincada
y compleja, para dar lugar a la tragedia que se conformó como un parteaguas en la histo-
ria de México.
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RESUMEN ABSTRACT
En este artículo se ofrece una interpretación This article sets forth a comprehensive unders-
comprensiva de la relación entre las principa- tanding of the relationship between the main
les organizaciones políticas de izquierda y el Left political organizations and the 1986 stu-
movimiento estudiantil-popular de 1968 en dent-popular movement in México as a turning
México como punto de inflexión. Primero, más point. First, beyond instrumental views, we esta-
allá de las visiones instrumentalistas, situamos blish the contributions of those organizations to
las aportaciones que realizaron dichos organis- the movement and their empiric participation
mos al movimiento y la participación empírica to understand their direct influence. Secondly,
que tuvieron en él a fin de poder comprender according to the impact of their involvement,
su influencia directa. Segundo, de acuerdo con we review the main political challenges posited
los resultados de su involucramiento, recu- by the movement and how those organizations
peramos los principales retos políticos que el confronted them in their ensuing political prac-
movimiento planteó y la manera en que dichas tice. We therefore turn away the view from the
organizaciones los abordaron en su práctica guerrilla, since it is viewed as part of the set of
política subsecuente. Por eso descentramos la leftist political expressions. A line of continui-
mirada de la guerrilla situándola en el conjunto ty between the pre- and post-1968 left is drawn
de las expresiones de la izquierda. Establecemos by assuming that the phenomenon implied a
así una línea de continuidad entre la izquierda rearrangement rather than a radical rupture that
anterior y posterior a 1968 bajo la tesis de que gave birth to the so called new left. Finally, we
el fenómeno experimentado fue una recompo- consider that such a review of the process may
sición y no propiamente una ruptura radical que yield some clues to understanding the current
diera nacimiento a la llamada nueva izquierda. Mexican left.
Finalmente, pensamos que una reinterpretación
∗
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam, México. Correo electrónico: <jrmorenoelizondo@gmail.com>.
Palabras clave: 1968; izquierda mexicana; movi- Keywords: 1968; Mexican Left; social move-
mientos sociales; organizaciones políticas; México. ments; political organizations; Mexico.
Introducción
1
No me refiero aquí a la concepción idealista del régimen político de Mathias y Salama (1986) como forma de
existencia y manifestación del Estado –restringido a la sociedad política–, en la que esta última es algo abstracto y
lo primero lo concreto, como si la idea de Estado se desdoblara en el fenómeno concreto de régimen político. No
es éste el espacio para agotar la discusión, pero interesa puntualizar que por régimen político se entiende la forma
concreta que adquiere la relación Estado-sociedad civil en un determinado momento histórico. La manera en que la
sociedad política pretende regular dicha relación nunca es absolutamente autónoma y siempre se refiere al consenso
o a la resistencia proveniente de diversos actores de la sociedad civil: clases sociales, actores, sujetos, etc. En suma, es
producto de la relación de fuerzas existente en un momento histórico determinado.
res críticos del autoritarismo no sólo en el entonces Distrito Federal, sino en varios estados
del país y con muestras de solidaridad desde el extranjero. Los actores y sujetos sociales y
políticos que logró atraer se movilizaron y se posicionaron, pero no lograron madurar for-
mas orgánicas de toma de decisión y dirección colectivas, acogiéndose a las herramientas
de dirección política de los estudiantes. Todo ello configuró un poder material y una nueva
cultura política democrática y crítica para la transformación social (Jardón, 1998; Guevara,
1988; Rivas, 2007: 501-625; Zermeño, 1978).
Las organizaciones políticas de izquierda tuvieron un papel en lo que fue el movimiento
estudiantil-popular y éste inevitablemente las transformó. Construir una interpretación com-
prensiva se dificulta en la medida en que, cuando deseamos escudriñar dicha dimensión, nos
enfrentamos a visiones contrapuestas. Son conocidas las críticas que casi al comienzo reci-
bió el movimiento por parte de Vicente Lombardo Toledano y el Partido Popular Socialista
(pps), quienes consideraban que se trataba de una provocación de la cia y el imperialismo,
o planteamientos similares de Lázaro Cárdenas luego de la represión del 2 de octubre ante
el ejercicio de la violencia defensiva por parte de grupos estudiantiles (Carr, 1996: 258-259;
Jardón, 1998: 40, 101). En buena medida, luego de que el Estado usara a las organizaciones
políticas como chivo expiatorio (Zermeño, 1978: 21-22), predominó la crítica al vanguar-
dismo, la concepción de la instrumentalización del movimiento e incluso la idea de traición
por parte del Partido Comunista Mexicano (pcm) o el sectarismo atribuido al conjunto de
la izquierda, de modo particular a la vinculada al horizonte utópico socialista. De ahí se
desprendió una lectura que nulificó su participación e influencia en el movimiento o exa-
cerbó la lectura de la traición (Guevara, 1988: 38-88).
Aparejada con la visión negativa, se ha destacado la transformación del 1968 en el mo-
mento refundacional que produjo la nueva izquierda (Ortega y Solís, 2012: 27; Moguel,
1987). Todo momento fundacional se ata a un mito originario que le otorga sentido. Más
que refundar o parir una nueva izquierda, el movimiento condensó experiencias y tensio-
nes de la izquierda socialista y detonó cuestionamientos que dieron lugar a un largo proceso
de reconfiguración. La pretensión de tabula rasa constituye uno de los mitos fundacionales
sobre el que algunas expresiones políticas nacientes al calor del movimiento, como las bri-
gadas políticas, asentaron su origen en la “invención de una tradición” (Hobsbawm, 2002)
político-ideológica. No es gratuito afirmar que no fue el momento de refundación, sino de
recomposición y reconfiguración de una izquierda con continuidad histórica.
Justamente la década anterior a 1968 constituyó un periodo radical de reconfiguración
de la izquierda local, como resultado de la derrota de los movimientos ferrocarrilero y ma-
gisterial de 1958 y del triunfo de la Revolución cubana (1959). Esos organismos no eran sino
la izquierda crítica de la tradicional, nucleada en el Partido Comunista Mexicano (pcm),
el Partido Obrero-Campesino Mexicano (pocm) y el Partido Popular Socialista (pps). Se
aglutinó, por un lado, en la corriente espartaquista inaugurada por José Revueltas con la
nismos políticos, pues es bien sabido que constituyeron identidades cerradas sobre una
definición de matriz sociopolítica. Ello generó la impresión de inconmensurabilidad y un
abismo insuperable para mirar lo común. Elevarnos por sobre dichas barreras ha sido la
modesta pretensión de este artículo, analizando su práctica.
La idea que atraviesa esta reflexión es que la izquierda apenas comenzaba a construir un
proyecto sociopolítico propio,2 ligado a una realidad nacional que se hizo evidente con el
movimiento estudiantil-popular, a pesar de que las organizaciones políticas compartían
el socialismo como horizonte utópico, algunas con la perspectiva de llegar a él sin mediaciones
y otras sosteniendo que había que construir los pasos previos. Más allá del nivel programá-
tico, la izquierda dedicó parte importante de su tiempo y esfuerzo a la construcción de las
mediaciones que consideraba necesarias para el avance hacia otros momentos del proceso
de transformación –organizaciones partidarias, organizaciones sociales, poder alternativo,
instrumentos de coordinación–, así como para la defensa frente a la ofensiva represiva del
Estado. Aunque la izquierda salió derrotada del proceso, ello no se debió totalmente a la
represión y a los mecanismos de cooptación estatales, sino también a tensiones propias
del proceso, tales como la falta, el abandono o la renuncia a mantener una relación orgá-
nica con sectores populares, según el caso, y el agotamiento de la lógica de confrontación
que parecía prefigurar la toma del poder del Estado a la vuelta de la esquina, por sobre la
construcción de un proyecto a largo plazo. Esa perspectiva dominó la práctica política de
la izquierda en los años posteriores al 68.
La izquierda en el movimiento
2
Entiendo el proyecto sociopolítico como una estructura de significado con un telos político para la sociedad que
oriente la acción política singular y colectiva, que va más allá de las formulaciones programáticas, tal como ha sido
definido por Dagnino, Olvera y Panfichi (2006: 29, 41-42).
3
Arturo Vélez era miembro del Comité Central de la Liga Comunista Espartaco y de la Célula Sierra Maestra.
de las libertades y las posibilidades de la lucha legal frente al autoritarismo. Así, la necesi-
dad de vinculación que ya se expresaba en los primeros años, se fortaleció con la emisión
de un documento desde el Comité Central, titulado Notas para una línea de masas actual.
Algunas experiencias del movimiento estudiantil. El documento extraía aprendizajes del
movimiento articulados con la matriz sociopolítica maoísta, reconociendo la vinculación
con el pueblo. Ante la posible emergencia de diversos movimientos sociales, se fortaleció
la posición proclive a la vinculación práctica y material con diversos sectores, afirmándose
de modo excluyente frente a otras tareas políticas al calor de la discusión interna (Núñez,
2012: 94-110).
Luego de la ruptura de la lce, la Seccional Ho Chi Minh priorizó el enraizamiento social
y la construcción de mediaciones sociales con organizaciones de masas por sobre la con-
solidación de una estructura partidaria. La Ho Chi Minh dio continuidad y profundizó el
trabajo existente entre obreros y campesinos en Ciudad de México, Estado de México, Mo-
relos, Puebla, Oaxaca y Guerrero, con la perspectiva de asistencia técnica, jurídica, médica
o de asesoría, considerados como mecanismos de vinculación con el pueblo que el maoísmo
planteaba. Dicho organismo –la Seccional– continuó funcionando como parte de una es-
tructura desmantelada y sin dirección central, absolutizó la articulación y quedó atrapada
en el asistencialismo y el economicismo, postergando el trabajo político, programático y re-
chazando el trabajo de sistematización y teorización. Aunque intentó una organización de
militantes en 1973 y un ejercicio teórico con el Folleto verde de la misma reunión en Pue-
bla, careció de un horizonte estratégico y de proyecto político. Terminó reducida a la acción
de corto plazo, acelerado por la represión sufrida desde 1974 por la relación de apoyo que
sostenía con la Brigada Campesina de Ajusticiamiento de Lucio Cabañas. En la clandes-
tinidad se vio atravesada por una discusión interna entre el impulso de la lucha de masas
y la construcción partidaria: el sector que rechazó la conformación de una estructura de
conducción hizo que sus cuadros se diluyeran en los procesos que participaban tales como
la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (cnpa), mientras que el otro sector se opuso a su
participación en la clm (1978-1982), para luego fundirse en la Organización de Izquierda
Revolucionaria-Línea de Masas (oir-lm), a la que también se sumaron cuadros dispersos.
(Hernández, 2018; Mier, 2003: 339; Núñez, 2012: 148-180).
Una tercera vertiente se desarrolló en medio de las dos posiciones, tras la disolución de
la lce, la que planteó armonizar la articulación con las demandas y sectores sociales me-
diante la Línea de Masas como herramienta epistemológica, ética y de construcción política
con la recuperación de demandas y la construcción de un organismo de dirección política.
Eso se tradujo en una dialéctica partido-organizaciones de masas de construcción sociopo-
lítica clandestina –construyendo el Frente Popular Independiente del Valle de México– que
devendría en la Organización Revolucionaria Compañero (orc) y la estructura abierta de
masas que comenzó a crearse en 1981, conocida como el Movimiento Revolucionario del
Pueblo (mrp) (Organización, 1981). Dicha tendencia confluyó con los restos de las agru-
paciones que se escindieron de Política Popular –ap (lm)– en la década de 1970 y la que
constituyó Línea de Masas una vez que se definió la tendencia de construcción de un orga-
nismo de conducción política en la clm y la Coordinadora Revolucionaria Nacional (crn)
entre 1978 y 1982. A unos años de la derrota del principal referente en el suterm y el Frente
Nacional de Acción Popular (fnap), la clm impulsó una nueva ofensiva como parte de sus
acuerdos: el proceso de construcción de las grandes coordinadoras de masas en los secto-
res campesino y de colonias populares que decantó en la cnpa y la Coordinadora Nacional
del Movimiento Urbano Popular (Conamup).
La construcción de un polo de poder social o sociopolítico tenía como fundamento la in-
dependencia ideológica y política. Como tesis política databa de las reflexiones de Revueltas
y como táctica se generalizó en el proceso de desagregación de las bases sociales históricas
del Estado autoritario en la ofensiva de la izquierda. Tras el movimiento estudiantil, arran-
caría con los ferrocarrileros, donde la lce tenía una presencia importante. Más tarde, quien
asumió el papel fue una izquierda tradicional ligada a la Tendencia Democrática (td) del
Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (suterm) como
cabeza que propugnaba por dicha independencia política y un proyecto nacionalista revo-
lucionario, hasta ser derrotado con la intervención militar en 1976. Producto de ese mismo
impulso fue el ascenso de las coordinadoras sectoriales cnpa y Coordinadora Nacional de
Trabajadores de la Educación (cnte) en 1979, así como la Conamup (1982) y la Coordina-
dora Sindical Nacional (Cosina).
Pero esa independencia se construyó en una lucha política constante contra el Estado
autoritario, en el proceso de reestructuración capitalista, bajo una lógica de confrontación
defensiva que alcanzó un límite. La creación de las grandes coordinadoras desde fines de la
década de los setenta inauguró una coyuntura producida por la izquierda que se extendió
hasta 1984. Por la embestida represiva adquirió un carácter marcadamente defensivo con
la denuncia de la guerra sucia, que no sólo se reducía a las organizaciones político-milita-
res, con el Frente Nacional Contra la Represión (fncr) en 1978. También por la ofensiva
de la reestructuración capitalista con iniciativas como el Comité Nacional en Defensa de
la Economía Popular (cndep) y el Frente Nacional en Defensa del Salario y Contra la Aus-
teridad y la Carestía (fndscac), así como la ofensiva de las huelgas de mediados de 1983.
Los paros cívicos bajo el impulso de la Asamblea Nacional Obrero Campesina y Popular
(anocp) de finales de ese año y de mediados del siguiente dieron cuenta de la capacidad y
limitaciones de confrontación bajo la lógica de la movilización constante. El desarrollo pos-
terior es historia sabida: la retirada de la izquierda, debilitada y menguada en sus vínculos
sociales, y la reorientación de sus esfuerzos hacia la competencia electoral, abierta con la
reforma política de 1977, con vistas a las elecciones de 1988 (Anguiano, 1997: 55-116; Mo-
guel, 1987: 58-65; Modonesi, 2003).
Medio siglo hace desde aquel verano en que comenzó el movimiento estudiantil-popu-
lar. En el transcurso de ese periodo no ha sido posible subsumir el proceso bajo una lógica
legitimadora del régimen político dominante, en tanto el desarrollo que ha tenido desde
entonces ha exacerbado su dimensión coercitiva y violenta, ahora con un Estado penetrado
no sólo por grandes intereses económicos nacionales y transnacionales, sino incluso acto-
res de la esfera económica criminal, como la del narcotráfico. El asesinato y desaparición de
estudiantes de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, ha dado cuenta de esa
interpenetración. En la academia es donde han proliferado reflexiones y actividades con-
memorativas con múltiples foros, coloquios, congresos, seminarios, libros y artículos como
éste, a fin de comprender las múltiples dimensiones del fenómeno en los ámbitos local y
global. Desde aquel año de 1968, cada 2 de octubre la izquierda organiza una gran movi-
lización conmemorativa a modo de protesta por el crimen perpetrado por el Estado. Pero
las interrogantes que entonces planteó tienen relevancia para la práctica política actual y
nos permiten escudriñar brevemente qué es de la izquierda hoy día.
El socialismo ha dejado de ser el horizonte utópico para una parte importante de la iz-
quierda mexicana. Sabemos bien que no se debió únicamente a procesos endógenos, como
la renuncia expresa de las organizaciones políticas en su búsqueda de un proyecto nacional
y la emergencia del neocardenismo. También incidieron la recomposición de la hegemonía
estadounidense en el subcontinente no sólo en términos militares, desde la invasión a Pa-
namá (1989), sino también por la promoción de un modelo democrático restringido, tras
el fin de las dictaduras. A ello se suma la derrota del proceso revolucionario dirigido por el
Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln) en Nicaragua, el fin de los procesos revo-
lucionarios en Centroamérica ante la inexistencia de condiciones para continuar la lucha
armada y, finalmente, la implosión del bloque soviético. Hoy día existen dos grandes polos
de la izquierda: por un lado, uno no propiamente anticapitalista sino apenas antineoliberal
en el discurso, aunque en la práctica precise de un programa eminentemente redistributivo
y conciliador; por otro lado, un bloque anticapitalista plural y fragmentado.
Uno de esos polos data del bloque unificado en 1988 para participar de la lucha electoral,
que contendió este año electoral (2018) por sexta ocasión por la Presidencia de la Repú-
blica. Sin embargo, durante esos treinta años el espacio político erigido en el Partido de la
Revolución Democrática (prd) en 1989 se ha desgastado, arrastrando tensiones relativas a
su liderazgo, la política clientelar y el distanciamiento de las luchas y movimientos sociales.
Aunque tuvo momentos de encuentro con la otra vertiente de la izquierda, es conocido el
distanciamiento por su participación en la aprobación de la Ley sobre Derechos y Cultura
Indígena (2001) que contravinieron los Acuerdos de San Andrés (1996) y la acusación de
división a la apuesta política del zapatismo que constituyó la Otra Campaña (2005-2006).
Sobre el autor
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RESUMEN ABSTRACT
Este artículo indaga las coincidencias y diferencias This article explores the coincidences and di-
entre la movilización de las mujeres en el movi- fferences between the mobilization of women
miento estudiantil de 68 y la de las jóvenes activistas in the 1968 student movement and activism
feministas de hoy. Para ello revisa los primeros tex- by today young feminists. It examines the early
tos sobre el movimiento estudiantil, en especial works on the movement, especially those writ-
los escritos por los líderes, donde encuentra una ten by the leaders, and finds a lack of discussion
ausencia de reflexiones sobre la participación de regarding women’s participation. Lamas reco-
las mujeres. También recupera el trabajo de dos vers the works of two female authors who were
autoras que, inquietas por esa ausencia, investiga- concerned by this absence, and conducted some
ron las intervenciones de las mujeres, y registraron researches on women’s mobilization, finding a
una variedad de acciones, incluso con actitudes variety of actions, including some barely known
feministas poco conocidas. Además, da cuenta del feminist stances. The article reveals as well the
giro que algunos autores dieron posteriormente, al reassessment made by some authors later on, as
reconocer el papel de las mujeres. Por último, es- they acknowledged the role of women. Finally,
tablece cierta correlación entre las preocupaciones the author finds a certain correlation between
que impulsan la actual forma de movilización de some of the demands of today’s young feminists
las jóvenes feministas en un contexto de múltiples vis-à-vis a violent social context and those of the
violencias y la de las activistas del 68. female activists during the 1968 movement.
Palabras clave: México 68; movimiento es- Keywords: Mexico’ 68; student movement; wo-
tudiantil; movilización política de mujeres; men’s political mobilization; feminism.
feminismo.
∗
Programa Universitario de Estudios de Género, unam, México. Correo electrónico: <martalamas@gmail.com>.
Introducción
¿Cómo fue la participación de las mujeres durante el movimiento estudiantil de 1968? ¿Cómo
es la movilización feminista ahora, cincuenta años después? ¿Cuál es el vínculo entre el ayer
y el hoy? Mucho se ha escrito sobre la dinámica política del movimiento y varios líderes han
transmitido su visión sobre el proceso político y sus vicisitudes personales durante su en-
carcelamiento. En cambio, muy pocas de las participantes han puesto por escrito la forma
en la que el 68 impactó sus vidas, sus relaciones y su trayectoria política,1 y es hasta fecha
muy reciente cuando ha surgido una crítica sobre la ausencia de testimonios y reflexiones
en torno al papel crucial que jugaron las mujeres durante y después del movimiento.
En estas páginas, en la primera parte, el cuestionamiento que se ha hecho a la ausencia
de reflexiones sobre la participación de las mujeres en la mayoría de los primeros textos so-
bre el movimiento estudiantil, en especial los escritos por los líderes; en la segunda parte
doy cuenta del giro “políticamente correcto” que algunos autores han dado posteriormente
y también registro actitudes feministas poco conocidas de algunas mujeres durante el mo-
vimiento. Por último, en la tercera sección esbozo la actual forma de movilización feminista
que, en un contexto de brotes aterradores de violencia, ha desarrollado una forma creativa
de organización con autonomía y alianzas.
Dado la poca presencia política de las mujeres en el contexto de la época, resulta lógico que dicha
escasez también se reprodujera en el movimiento. En su análisis sobre los liderazgos en los movi-
mientos sociales, Morris y Staggenborg (2007) concluyen que es muy común que éstos tengan un
rostro masculino, ya que el nivel de desigualdad de género en la comunidad a la que pertenecen
los activistas es uno de los principales determinantes de la falta de mujeres en los niveles altos de
liderazgo (2007: 176). Entonces, no es extraño que dado el contexto cultural machista de la dé-
cada de 1960, la gran mayoría de los líderes que luego contarían sus historias hayan sido varones.
Sin embargo, al releer hoy lo que se publicó justo después del 68, se puede vislumbrar la
presencia de las mujeres como participantes comprometidas. En lo que fue el primer libro
que abordó parcialmente el 68, Días de guardar (1970), Carlos Monsiváis transmite elemen-
tos del ambiente cultural previo y posterior a la matanza de Tlatelolco y mezcla la crítica
política devastadora con su irónica mirada sobre una sucesión de acontecimientos artís-
ticos y sociales. Son escasas sus referencias directas a las mujeres, exceptuando alusiones
1
Caso excepcional es el de Roberta Avendaño, la Tita, representante de la Facultad de Derecho (unam) en el Consejo
Nacional de Huelga, quien en 1998 publicó sus memorias, hoy en día imposibles de conseguir.
generales, como documentar el dicho de “las muchachas primero” en la retirada del Zócalo
luego de la “Manifestación del Silencio (2017: 263) o la inevitable mancuerna de hablar de
“padres y madres de familia” (2017: 301). También nuestro escritor registra a “mujeres hin-
cadas rezando” (2017: 297) y menciona “el llanto diferenciado de las mujeres” (2017: 302).
Recuerda que “Una mujer anónima increpa a un general elevado sobre un tanque” (2017:
339) y refiere que “Mujeres enlutadas (madres, hermanas, parientes de estudiantes muertos
o desaparecidos) desfilan por el centro de la ciudad y hablan frente a la Cámara de Diputa-
dos” (2017: 339). Hace una sobria y conmovedora descripción de la madre de un estudiante
asesinado, su hijo único, en el Casco de Santo Tomás (2017: 341). Pero será mucho después,
en El 68. La tradición de la resistencia, publicado en 2008, donde Monsiváis desarrolle más
ampliamente su visión del movimiento estudiantil y donde dé cuenta de varias formas de
participación femenina, que comentaré más adelante.
En La noche de Tlatelolco (1971) aparece un amplio rango de mujeres involucradas en el
movimiento. Con el tino y la delicadeza que la caracterizan, Elena Poniatowska nos presenta
un ensamble de las voces de líderes estudiantiles, estudiantes y otros participantes, como
obreros y burócratas, e incluye testimonios de 103 mujeres, de distintas edades y condicio-
nes sociales: estudiantes (unam, ipn, Ibero), maestras (normalistas y de primaria), madres
de familia (las más numerosas), funcionarias universitarias y públicas, directoras de servi-
cios, habitantes de Tlatelolco, además de las dos líderes conocidas (la Tita y la Nacha), la
esposa de Eli de Gortari y la China Mendoza (escritora y habitante de Tlatelolco). Ponia-
towska registra palabras llenas de dolor, como las de Celia Castillo de Chávez, quien en la
explanada de la Ciudad Universitaria, el 31 de octubre declara: “Me han matado a mi hijo,
pero ahora todos ustedes son mis hijos”, y también transmite participaciones geniales, como
las de la actriz Margarita Isabel, quien armaba sketches teatrales en los mercados para hacer
que los espectadores se involucraran y discutieran. La noche de Tlatelolco es un relato que
conmueve y muestra la amplitud de la participación femenina y la conmoción compartida
que significó el movimiento estudiantil.
Sin embargo, en los textos de los líderes la variedad de la participación femenina ape-
nas se esboza. En Los días y los años (1971), el relato autobiográfico de Luis González de
Alba, algunas compañeras están intercaladas en sus recuerdos: María Elena, Selma, Mar-
jorie, Alcira, Alma, Marcia y la Tita. Él registra “los gritos de las mujeres” (1971: 10) y le
llama la atención que las muchachas tomen la palabra con más frecuencia que los hom-
bres para dirigirse a los soldados (1971: 131). Luego de comentar que María Elena y Selma
traían a la cárcel diariamente de comer, González de Alba relata cómo “en vista de que va-
rios conocidos recibíamos todos los días comida para una persona, decidimos organizar a
las familias para evitarles tanto trabajo” (1971: 162). No obstante estas menciones, no re-
gistra otras formas de acción de las mujeres. Otro líder, Gilberto Guevara Niebla, publica
veinte años después La democracia en la calle. Crónica del movimiento estudiantil mexicano
(1988), donde habla todo el tiempo en ese masculino genérico que, en castellano, subsume
a las mujeres: “los estudiantes”, “los participantes”, “los manifestantes”, “los universitarios”,
“los politécnicos”, “los compañeros”. Al analizar la riqueza social del movimiento, habla de
los sectores sociales (empleados y obreros) y de los grupos civiles (profesores, intelectua-
les, artistas, empleados públicos, profesionales, eclesiásticos, obreros, campesinos y hasta
empresarios), pero solamente menciona a las mujeres como “las amas de casa” que asistie-
ron al mitin en Tlatelolco (1988: 43).
Este tipo de omisiones llevaron a Deborah Cohen y Lessie Jo Frazier, historiadora y an-
tropóloga estadounidenses, respectivamente, a revisar las coincidencias y divergencias que
aparecen en los relatos de hombres y en los de mujeres que participaron en el 68. A ellas,
que conciben a nuestro movimiento estudiantil como una lucha que impulsó la participa-
ción ciudadana en un sentido muy general, pero que también tuvo características específicas,
les preocupaba que en muchos de los primeros textos publicados se dejaba en la sombra la
participación de las mujeres en la base, lo que menoscababa una comprensión integral de
la acción histórica. Convencidas de que fue la participación masiva de la población la que
hizo tan poderoso y amenazante al movimiento a los ojos del Estado, estaban sorprendidas
de que la versión “oficial” a cargo de los líderes no registrara a cabalidad la dimensión de la
participación de las mujeres. Según ellas, la versión de los dirigentes varones había llegado
a convertirse en el lente a través del cual se interpretaba y evaluaba el 68. Por lo que se pro-
pusieron investigar el papel que habían tenido las mujeres involucradas en ese entonces.
Cohen y Frazier vinieron a México en 1989 y entrevistaron a más de 60 mujeres que ha-
bían participado en el 68,2 registraron qué recordaban y cómo habían vivido el movimiento.
La variedad de las entrevistadas incluyó:
2
Aunque, para garantizar el anonimato, cambiaron los nombres en las citas que ponen, en este primer artículo (1993)
al final aparece la lista de las 60 entrevistadas. En los ensayos posteriores, donde reelaboran mucha de la información,
solamente aparecen los seudónimos.
Los testimonios que ofrecen las autoras resultan sorprendentes y dan nuevos elementos no
sólo para calibrar la actuación femenina en el 68, sino también para comprender aspectos
de la dinámica del movimiento estudiantil:
La verdad es que yo hacía lo que quería. Seguía a la policía a las tres de la mañana, manejaba un
camión, dirigí a 60 muchachos armados con palos para que protegieran a uno de los líderes del
movimiento […] No consideré mi participación en el 68 limitada a un papel o rol tradicional-
mente femenino. (A) pesar del hecho de que estaba en la cocina, a pesar de que iba a recoger
comida […] eso era lo que hacíamos todos, todos aquellos que no éramos líderes, mujeres y hom-
bres (Mariana, estudiante de la Facultad de Ciencias) (Cohen y Frazier, 1993: 75).
Sin plantear una experiencia femenina colectiva, pues cada una de las entrevistadas tenía
una historia distinta, Cohen y Frazier entrevén un “diferencial de participación” (1993: 81).
Ellas consideran que las mujeres se integraron igual que los hombres en todos los niveles
del movimiento: la gran mayoría en las brigadas, menos en las asambleas y pocas en el Con-
sejo Nacional de Huelga (cnh). Aunque todas las entrevistadas se refirieron a las brigadas
como la estructura democrática organizativa del movimiento, algunas estaban conscientes
de su escasa experiencia política y se sentían inseguras al hablar en las asambleas. Muchas
comentaron que los varones las presionaban para que permanecieran en los papeles tradi-
cionales o que las hacían sentir incómodas. Pero, sobre todo, muchas se comprometieron
con el movimiento en la tarea sustantiva de organizar las comidas:
El proporcionar las comidas permitía un funcionamiento efectivo y creciente. Además, las ho-
ras de comida servían para dar energía y fortalecer la lucha. Cientos de estudiantes regresaban
de sus actividades nocturnas, matinales o vespertinas y eran recibidos con una comida caliente
y un lugar donde nutrir no solamente su cuerpo, sino su espíritu (Cohen y Frazier, 1993: 82).
Hacer las compras, cocinar y limpiar después, fueron tareas laboriosas consideradas “tra-
bajo de mujeres”. Y fueron indispensables. Jaime García Reyes declara:
[…] para el 23 de septiembre, las escuelas se habían transformado para muchos de nosotros, en nues-
tras casas, sobre todo los que veníamos de provincia. Comíamos y dormíamos. Todo giraba en torno
a las escuelas […] Siempre teníamos comida en abundancia (Bellinghausen e Hiriart, 1988: 88).3
3
El testimonio aparece en Pensar el 68, de Hermann Bellinghausen y Hugo Hiriart, libro que se construye a partir
de extensas entrevistas con Raúl Álvarez Garín y Gilberto Guevara Niebla, además de que intercala breves análisis de
intelectuales y políticos. En las entrevistas y reflexiones escritas, recuerdos y análisis sobre el movimiento estudiantil,
de las 35 personas que aparecen sólo cuatro son mujeres: Roberta Avendaño –la Tita–, Teresa Jardí, Soledad Loaeza y
Elena Poniatowska. En la cronología, al final, se consigna que el 2 de agosto la Unión Nacional de Mujeres Mexicanas
También Cohen y Frazier registran que otras mujeres desecharon ese papel, pues prefe-
rían hablar en los mercados y en los autobuses, ya que descubrieron que eran buenas para
comunicarse con la gente. Algunas reformularon la propaganda política, modificando los
mensajes “intelectuales” para que se entendieran, haciendo “pequeños cuentos”, incorpo-
rando mitos populares y dichos mexicanos (Cohen y Frazier, 1993: 85). Muchas estuvieron
en las guardias nocturnas, lo que les significó muchos problemas con sus familias. Y porque
su condición femenina las hacía menos sospechosas, varias fueron mensajeras y engañaban
a la policía. Las jóvenes de clase alta usaban sus coches. Y después del 2 de octubre empezó
una nueva etapa: las mujeres se organizaron para visitar a los presos, hacer colectas, llevar-
les libros, comida, etc.
En 1993, Cohen y Frazier publican sus reflexiones junto a esos testimonios en un pri-
mer artículo titulado “No sólo cocinábamos… Historia inédita de la otra mitad del 68”. Su
propósito no fue tomar las experiencias de las mujeres como un complemento de la histo-
ria oficial ni obtener “una perspectiva de las mujeres”, sino ganar una mirada más completa
sobre lo que ocurrió. Algo que para ellas resultó muy significativo fue que la mayoría de las
mujeres que entrevistaron coincidía con la opinión de historiadores y analistas políticos va-
rones acerca de que la participación femenina no había influido mayormente en el curso del
movimiento. La mayoría de las entrevistadas no consideraba que su participación mereciera
un estudio histórico, aunque todas señalaban que el 68 había cambiado profundamente su
vida. Yo fui una de las 60 entrevistadas y ese fue mi caso: juzgué mi participación como in-
significante al mismo tiempo que reconocí que el 68 había cambiado mi vida.4
“No sólo cocinábamos” pone la atención sobre lo diverso de la participación femenina
y destaca cómo la preparación de la comida hizo posible que el movimiento se sostuviera.
Dar de comer implicaba reunir dinero, ir al mercado, preparar alimentos, limpiar y vol-
ver a empezar. Esa actividad de las mujeres, que proveyó el apoyo material y emocional
a los brigadistas, es un trabajo que hasta la fecha pasa desapercibido. Bert Klandermans
(2007), psicólogo social holandés que analiza las distintas formas de participación en los
movimientos sociales, destaca el tiempo y el esfuerzo que se invierten como dos importan-
tes dimensiones que sirven para distinguir niveles y formas de participación (2007: 362).
En el movimiento, el tiempo y el esfuerzo que tomó alimentar a cientos de brigadistas fue
protesta por la represión; se recuerda la mesa redonda del miércoles 21 de agosto, donde participa Ifigenia Martínez; se
registra que el miércoles 28, a la altura de El Caballito, el contingente estudiantil fue agredido y resultaron lesionadas
varias muchachas; también se dice que el miércoles 2 de octubre varias mujeres fueron masacradas por la fuerza
pública (Bellinghausen e Hiriart, 1988).
4
En 1968 yo tenía 20 años y fui parte de la tropa, participando en una brigada. Retrospectivamente, creo que lo único
diferente que hice en ese momento fue buscar dónde esconder a Marcelino Perelló, cuando mi entonces marido se
negó a hacerlo en nuestra casa. Ahí se acabó mi matrimonio. Y la única amiga que vivía sola en ese entonces, la poeta
y escritora Mónica Mansour, me prestó solidaria su departamento (Lamas, 2018a).
parte de lo que se califica como “trabajo emocional”, que es elemento constitutivo del man-
dato cultural de la feminidad.5
Entre los mandatos de género de nuestra cultura, el de la feminidad implica abnega-
ción que, como bien dijo Rosario Castellanos en su discurso de 1971, es una “virtud loca”
(2006). Ese mandato cultural, que se construye subjetivamente como responsabilidad indi-
vidual, en el caso de las mujeres del 68 se volvió una eficaz intervención política. Valorar lo
que representó alimentar a los brigadistas lleva a recordar la apreciación de Norbert Lech-
ner (2006) sobre la importancia del vínculo entre la sociabilidad cotidiana, los afectos y la
política. Las emociones no son solamente estados psicológicos, sino también prácticas so-
ciales y culturales que inciden en la vida pública (Ahmed, 2004). Las emociones circulan en
una economía afectiva que tiene resonancias públicas y, en las ciencias sociales, el llamado
giro afectivo explora el efecto que éstas producen en la sociedad, pues con su irrupción son
en sí mismas capaces de alterar la esfera pública. Alimentar, cuidar, escuchar, requieren
tiempo y esfuerzo, y el trabajo emocional/nutricional de las mujeres jugó un papel no sólo
durante el movimiento sino también después, luego de la masacre de Tlatelolco, cuando
muchas continuaron proveyendo el apoyo material y emocional a los presos y a sus familias.
5
Los mandatos culturales son esquemas de conducta que se inculcan y troquelan como una segunda naturaleza y se
mantienen vivos por medio de un control social poderoso y muy estrictamente organizado. Norbert Elias considera
que son resultado de un proceso histórico y de cambios en el psiquismo (Elias, 2012).
6
Publicado originalmente en la Hispanic American Historical Review, luego aparecerá en Estudios Sociológicos y
finalmente será reproducido en un libro publicado en 2013, de donde tomo las citas (Cohen y Frazier 2003).
por el reclamo feminista de inclusión, lo que pondrá los ojos de muchos en la participación
de las mujeres, que será entonces más reconocida.
A manera de ejemplo, en 1991 se publica el libro 68, de Paco Ignacio Taibo ii, donde el
autor reflexiona:
Ser mujer en el 68 no era mala cosa. Era para miles de compañeras, la oportunidad de ser igual.
El 68 era previo al feminismo. Era mejor que el feminismo. Era violentamente igualitario. Y si
no lo era, podía serlo. Un tipo, una tipa, un voto, un bote de colecta, un montón de volantes, un
riesgo. Eso, de entrada, poco importaba si tenías falda o pantalón. Y ser hombre en el 68 era me-
jor, porque existían esas mujeres (Taibo ii, 1991: 49).
Este libro tiene un capítulo titulado “Mujeres y colchones”, donde Taibo ii hace alabanzas:
“Las mujeres eran maravillosas. Eran guapas, guapísimas. Paseaban su indiscutible belleza
con desenfado y sin cosméticos” (1991: 49), y también critica a los varones:
[Las mujeres] tenían mayor sentido de lo cotidiano, eran menos limitadas que uno. Y además po-
dían reírse, y tú hacerte eco con ellas si algún primate decía que “las compañeras no podían salir
a pintar en las noches”. Éramos tan endiabladamente iguales y diferentes. Seguro habría algún
pendejo que quería que ellas organizaran la cocina del café en la Facultad, pero seguro alguno
menos pendejo diría que ese era trabajo de todos (Taibo ii, 1991: 50).
Las mujeres contaban historias familiares con furia, historias de terribles guerras por su igualdad
que atestiguaba un moretón en el brazo. Combates por la media hora más, el derecho a la ciu-
dad nocturna, el trágico descubrimiento de la ruedita de anticonceptivos. Y cada una se ganaba
doblegando a gritos y amenazas de abandono de hogar a madres recalcitrantes, abuelos retrógra-
dos, padres protopriistas (Taibo ii, 1991: 51).
Otras narraciones también consignan esas batallas y distintas formas de ganarlas. Elaine
Carey (2016) relata que cuando entrevistó en 1996 a Carmen Landa, le contó que sus jó-
venes compañeros varones simplemente asumían que las mujeres no participarían en las
guardias. Y aunque sus compañeros inicialmente rechazaron sus esfuerzos por quedarse
a las guardias, finalmente Carmen logró ser aceptada porque era la única que sabía cómo
manejar el mimeógrafo. Carey señala: “Ella fue aceptada de mala gana a condición de que
les enseñara a usar esa máquina” (2016: 95).
Chicas y mujeres activas y valientes surgen en varios relatos. Cohen y Frazier registran
la existencia de brigadas integradas únicamente por jóvenes pertenecientes a escuelas de
matrícula sólo femenina y señalan que “las estudiantes de escuelas exclusivas para muje-
res tendían más a tener una participación activa en las reuniones estratégicas e ideológicas,
que las provenientes de escuelas mixtas y que colaboraban en brigadas mixtas” (Cohen y
Frazier, 2003, en Laguardia, Lloyd y Pérez, 2013: 101).7
Como la responsabilidad de organizar y llevar a cabo las intervenciones diarias era de-
jada en manos de las miles de brigadas, preponderantemente estudiantiles y en gran medida
autónomas, sus integrantes decidían las actividades diarias que realizarían para llevar el
movimiento a las calles. La mayoría eran informativas y muchas funcionaban como briga-
das “relámpago”: subíamos a un camión y mientras uno de nosotros “echaba el rollo”, los
demás repartíamos volantes y boteábamos. Había veces que los pasajeros nos aplaudían en
señal de solidaridad e incluso nos daban dinero. Pero también hubo intervenciones más
creativas. En mi escuela, la Escuela Nacional de Antropología e Historia (enah), la brigada
“Miguel Hernández” (integrada por más mujeres que hombres) decidió que, en vez de mi-
meografiar volantes con el pliego petitorio, se copiarían poemas, y fue así que muchas veces
salió a repartir poemas. Mariángeles Comesaña cuenta que en los mercados la gente les de-
cía: “Aquí no aparece lo que piden los estudiantes”, a lo que respondían, con una seguridad
inobjetable: “Léalo usted bien y verá que sí. Ahí dice muy claramente lo que pedimos los
estudiantes” (Comesaña, 2008: 73). Entonces, organizaban de inmediato un mini-recital y
se daban vuelo leyendo los poemas impresos en los volantes.
Aunque la participación de las mujeres en el 68 no se asumió “feminista”, sí conllevó un
despertar libertario, que cuestionó en la práctica varios usos y costumbres de género. Un
ejemplo divertido y elocuente de esta especie de feminismo espontáneo me lo relató la poeta
Mariángeles Comesaña, integrante de la brigada “Miguel Hernández” de la enah. Una de sus
compañeras de brigada decidió que era muy importante entrar a las cantinas, “pues cómo
era posible que hubiese un espacio en la Ciudad de México que estuviera prohibido para las
mujeres”. Así, un grupo de chicas entraban rapidísimo, entregaban los volantes mientras los
meseros o el encargado les decían: “Sálganse, sálganse, no pueden estar aquí” y los borra-
chitos gritaban: “¡Déjenlas que se queden!” (Comesaña 2018). Acabar con la prohibición
de que las mujeres entraran a las cantinas fue, años después, una reivindicación feminista
que se logró hasta 1981 y no sin algunos incidentes violentos.
Treinta años después, desde una visión cosmopolita, Jorge Volpi (1998) analiza la con-
trovertida participación de Elena Garro (quién “denunció” que en el 68 varios intelectuales
estaban involucrados en un “complot” contra el gobierno) y, con su perspectiva marcada-
mente literaria, registra a otras escritoras que se pronunciaron respecto del 68. El escritor
7
Este señalamiento remite a una vieja discusión en el campo de la pedagogía, donde un sector de especialistas
sostiene que es mejor que niñas y niños estudien por separado, para que las mujeres no asuman las actitudes de
subordinación y timidez que suelen darse en salones mixtos, dado que los niños imponen su masculinidad precoz y
agresiva (Belausteguigoitia y Mingo 1999).
divide La imaginación y el poder en varios actos, como una obra teatral, y en el “cuarto acto”,
titulado “Los filósofos de la destrucción”, Volpi cita textos o declaraciones de Rosario Caste-
llanos, María Luisa La China Mendoza, Julieta Campos, Nancy Cárdenas y de Elena Garro
y su hija, Helena Paz. En el “quinto acto”, “La conjura de los intelectuales”, Volpi analiza las
impactantes declaraciones de Elena Garro y recuerda a otras intelectuales que escribieron
sobre el movimiento estudiantil o que participaron y fueron acusadas de estar en “la con-
jura intelectual”, como Leonora Carrington y Neus Espresate.
Pero es Monsiváis quien, cuarenta años después,8 al analizar los fenómenos más decisi-
vos de 1968 a 2008, citará como un elemento fundamental “el impulso del feminismo que
no sin grandes trabajos modifica las jerarquías del comportamiento masculino” (2008: 23).
El Monsiváis que escribe El 68. La tradición de la resistencia tiene ya una perspectiva muy
distinta al de Días de guardar. Ahora hace una cuidadosa reconstrucción de los hechos,
punteada con sus comentarios ácidos y lúcidos, por la cual, además de enterarnos de que
considera que la Tita y la Nacha son “dos mujeres a las que distinguirá su valor civil y la saña
persecutoria en su contra” (2008: 112), informa de la “chava” brigadista de la Facultad de
Ciencias a la que le gritan que el sitio de la mujer es el hogar y ella los envía al mismísimo
carajo; de las reuniones en casa de Selma Beraud; de la participación de Ifigenia Martínez,
directora de la Facultad de Economía; de la detención de Rina Lazo y Adela Salazar; de
que la poeta uruguaya Alcira, se esconde en un baño de la Torre de Humanidades cuando
el Ejército invade Ciudad Universitaria y es encontrada a punto de morir de hambre doce
días después.9 Carlos registra también un recuerdo conmovedor: “Una señora increíble, de
cuarenta y tantos años, de ropa pobretona y aspecto gastado, se acercó al tanque y le dijo
al general que debería darle vergüenza matar jóvenes, y el tipo se quedó estupefacto, no
respondió, la dejó ir” (Monsiváis, 2008: 220). También reproduce la “Letanía” que Nancy
Cárdenas publicó en La cultura en México el 30 de septiembre de 1968 (Cárdenas, 1968).
Y no se resiste a copiar el discurso del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, donde ha-
bla de las personas “damnificadas” por el movimiento estudiantil, entre las que incluye a:
[…] tantas mujeres soezmente vejadas que, además de sufrir la propia vergüenza, han llenado
de indignación a un padre, a una madre, a un esposo, a un hijo y que pudieron haber sido la es-
posa, la madre, la hermana o la hija de quienquiera de los mexicanos (Monsiváis, 2008: 128).
8
También cuarenta años después, Pablo Gómez publica 1968. La historia también está hecha de derrotas, donde
trabaja una rigurosa reconstrucción de los hechos, a partir de la lectura de los reportes policiacos y los documentos de
la Secretaría de Gobernación. Gómez registra la actividad de muchas mujeres: la empleada que arroja una máquina
de escribir a una tanqueta, los partes policiacos que consignan que jóvenes golpeadas fueron llevadas a hospitales, las
alumnas de una vocacional, detenidas, en fin, todo lo que la policía y los agentes dejaron por escrito. Sus menciones
abarcan más de 60 referencias de distintas mujeres, pero no analiza el trabajo de las brigadistas (Gómez, 2008).
9
Roberto Bolaño (1999) escribe una breve y amorosa novela sobre Alcira.
¡Mujeres soezmente vejadas! La acusación de violencia sexual por parte de los estudiantes
va totalmente en contra de los testimonios recabados, que registran la camaradería entre
mujeres y hombres, al grado de que a las mujeres no les daba miedo quedarse a hacer guar-
dia en la noche en la escuela, con ellos al lado.
Sin duda, el 68 desafió los valores sexuales tradicionales y provocó ampliaciones ines-
peradas en la vida sexual de muchas, con múltiples tránsitos de la política al sexo, del sexo
a la política.10 Los momentos intensos y peligrosos que se vivían cambiaron las relaciones
interpersonales de todo tipo. Mientras las familias se sentían amenazadas por las activida-
des de sus hijas e hijos, las jóvenes descubrían nuevas dimensiones en las relaciones con los
hombres: desde como amantes hasta como camaradas. El despertar sexual de muchas mu-
jeres estuvo ligado a su despertar político y viceversa. La amistad entre hombres y mujeres
se volvió una realidad. Podía haber una sola mujer en una brigada y todos eran camaradas.
Varias terminaron la relación con el novio, porque no apoyaba al movimiento o porque des-
aprobaba su involucramiento. La vida de muchas se transformó al quedarse de noche en las
guardias. Cohen y Frazier recogen las palabras de Luisa, de la Facultad de Ciencias Políti-
cas sobre el movimiento: “fue dar un gran paso hacia la igualdad” (1993: 98). Y como dijo
Kati: “En ese periodo éramos andróginas” (1993: 103).
Sí, y muchas fueron protofeministas. Por eso, no resulta extraño que fueran justamente
las feministas quienes salieron por primera vez a manifestarse a la calle después del 2 de
octubre. En mayo de 1971, el primer grupo de la segunda ola feminista en México, Muje-
res en Acción Solidaria (mas), decidió hacer una protesta por la celebración consumista del
día de la madre.11 Amigos preocupados por una posible represión sugirieron que pidieran
permiso al entonces Departamento del Distrito Federal, mismo que les fue negado. Pese a
ello, decidieron seguir con el plan. Tuvieron suerte, pues al mismo tiempo que iniciaba su
mitin llegaron las candidatas a Miss México a depositar una ofrenda en el Monumento a
la Madre. La mezcla de feministas y “misses” de belleza fue registrada por la televisión. Un
mes después fue la represión del “halconazo” del 10 de junio. Esas nuevas feministas, que
desafiaron al gobierno y fueron las primeras en salir a la calle, venían del movimiento es-
tudiantil del 68.
10
Seis años después de su segundo ensayo, Cohen y Frazier publicaron una antología sobre los cambios en 1968 en las
prácticas sexuales y los papeles de género, titulada Gender and Sexuality in 1968. Transformative Politics in the Cultural
Imagination (Cohen y Frazier, 2009).
11
Un recuento de esos momentos se encuentra en Acevedo et al. (1977).
¿Cómo han sido las movilizaciones feministas después del 68? En 1971, el movimiento fe-
minista de la segunda ola apareció públicamente en México,12 luego se diversificó13 y poco
a poco algunas de sus reivindicaciones –como el derecho a decidir sobre el propio cuerpo
y la igualdad de trato y de oportunidades– se filtraron en la mente de muchísimas perso-
nas. En las décadas de 1980 y 1990, gran parte de las activistas se desplazaron a fortalecer
sus incipientes organizaciones y las movilizaciones públicas fueron escasas y poco nutridas;
nada que ver con la participación masiva que tuvo el movimiento estudiantil. Además, con
el avance del neoliberalismo surgió una nueva expresión cultural que se calificó como pos-
feminismo.14 Entendido como una negación del feminismo o como una superación de él,
el posfeminismo reconfiguró el discurso feminista sobre la libertad y la autonomía en una
celebración del hecho de “ser mujer”. Byung Chul-Han considera que “el neoliberalismo es
un sistema muy eficiente, incluso inteligente, para explotar la libertad” (Chul-Han, 2014:
13) y los medios de comunicación masiva transmitieron una idea de la “liberación de la
mujer” simplemente como la de la libertad para consumir, para tener relaciones sexuales
más libres, para vivir sin ataduras (McRobbie, 2009; Genz y Brabon, 2009; Gill y Donaghue,
2013). La postura posfeminista produjo un repudio al feminismo en una cantidad de jóve-
nes que declararon: “Yo no soy feminista”, mientras otras consideraban que ser feminista
era algo del pasado (Gill y Scharff, 2001). El cine y la televisión representaron a las mujeres
jóvenes como chicas autosuficientes que, aunque ganaban dinero, también querían gustar
y ser deseadas, por lo que la industria de la belleza y la moda, aprovechando el poder ad-
quisitivo de las jóvenes solteras, las incitaron hacia la “libertad” del consumo (McRobbie,
2009). De ahí que Nancy Fraser (2013) señalara que el movimiento feminista había termi-
nado enredándose en una “amistad peligrosa” con los esfuerzos neoliberales para fortalecer
una sociedad de mercado.
A lo largo de los años noventa, eso que Chul-Han denomina “psicopolítica” (nuevas téc-
nicas de poder del capitalismo neoliberal, que penetran en nuestra psique para explotarla y
controlarla sin que nos demos cuenta), alentó una ideología individualista que, entre otras
cosas, desprecia al activismo político colectivo. Las emociones no son solamente estados
psicológicos, sino también prácticas sociales y culturales que inciden en la vida pública (Ah-
12
Un excelente trabajo sobre los primeros años del feminismo en Ciudad de México es el de Ma. Cristina González
(2001). Mi interpretación en Lamas (2000; 2006).
13
Una aproximación a las formas que ha tomado el feminismo en México se encuentra García, Millán y Pech (2007);
Espinosa (2009) y Espinosa y Lau (2011).
14
El término “posfeminismo” alude a un fenómeno político del capitalismo tardío y, al mismo tiempo, a una ten-
dencia académica y a una categoría descriptiva de la cultura popular. El posfeminismo en la política, el posfeminismo
en la academia y el posfeminismo en la cultura popular están vinculados y se entremezclan (Genz y Brabon, 2009).
med, 2004) y representan un medio muy eficaz para el control psicopolítico del ser humano.
Asimismo, los movimientos sociales tienen una dimensión emocional (Goodwin, Jasper
y Polleta, 2007). Monsiváis habló de las emociones que circularon en el movimiento estu-
diantil y las resumió como “la mezcla de indignación política y alegría comunitaria” (2008:
104). Estas emociones siguen presentes hoy en día, pero junto a una nueva: el miedo. En
1968 no existían feminicidios como ahora ni las jóvenes temían ser secuestradas o desapa-
recidas y tampoco el miedo sobrevolaba la vida cotidiana, como lo hace en la actualidad.
Obvio que la violencia en México no es igual en todo el país ni afecta de la misma ma-
nera a todas las personas: además del género, la clase social, la edad, la condición étnica y
vivir en ciertas zonas son factores que marcan diferencias sustantivas. Sin embargo, el miedo
y la preocupación por la violencia actual, alimentada y sostenida por el neoliberalismo pa-
triarcal, atraviesa de forma omnipresente el imaginario social. Y, no obstante, en México
existen muchos feminismos con variadas tendencias dentro del movimiento social, distin-
tos postulados del pensamiento político y diversos enfoques de la crítica cultural, todos ellos
preocupados u ocupados con la violencia hacia las mujeres.15 Ahora bien, la lucha contra la
violencia hacia las mujeres ha tenido gran visibilidad política y social, y ha contado con un
fuerte apoyo discursivo de todas las posiciones políticas, de todos los gobiernos y de todas
las iglesias. Ninguna otra causa feminista ha logrado más leyes, recursos y propaganda que
la lucha contra la violencia, que se ha enfocado no sólo en los brutales feminicidos, sino
también en las distintas expresiones de la violencia intrafamiliar, en la violación, la trata y,
más recientemente, en el acoso sexual. Y aunque las nuevas perspectivas de análisis y for-
mas de lucha han surgido precisamente desde el movimiento feminista, es notorio cómo la
violencia suscita más interés político que la desigualdad.
En años recientes, la mayoría de las manifestaciones por las que han salido a las calles
miles de mujeres, principalmente jóvenes, han sido para protestar contra la violencia. Un
dato: según un rastreo en medios, se registraron 124 movilizaciones feministas en los últi-
mos diez años en la Ciudad de México, de las cuales 30 correspondieron a temas de derechos
humanos, 26 a temas de derechos sexuales y reproductivos y 67 a violencia.16 O sea, más de
la mitad de las movilizaciones feministas registradas por Comunicación e Información de
la Mujer, a.c (cimac) han sido en torno a esta violencia. Y cada año las movilizaciones han
ido en aumento: en 2007 fueron 4; en 2008 sólo 1; en 2009, 2; en 2010, 1; en 2011, 2; en 2012
15
Sobre México véanse especialmente las compilaciones de Huacuz (2011) y Agoff, Casique y Castro (2013).
16
Estos datos son producto de una búsqueda de información sobre movilizaciones feministas que solicité a la agencia
cimac Noticias. El documentó se centró en la Ciudad de México, en el periodo 2007 y 2017, a partir de la cobertura en
medios que cimac tiene registrada (cimac, 2018). La clasificación en esas tres categorías es de cimac y desconozco
tanto el criterio como la metodología utilizada. En el apartado “Derechos humanos” incluyen todo lo que no son
derechos sexuales y reproductivos, como derechos laborales y cuestiones políticas (Ayotzinapa). Además, supongo
que se construyó solamente con base en el registro que tiene esa agencia periodística, sin consultar otras fuentes. De
ahí que tomo dicho registro solamente como un acercamiento incompleto.
Movimiento es algo más y algo menos que partido. Movimiento es una cultura, un quehacer de
masas que se consolida dentro de la sociedad, la atraviesa y cambia su fisonomía, aun la institu-
cional. No tiene los límites, ni las reglas ni la jerarquía del partido. Movimiento es un impulso,
una oleada, una marea (Rossanda, 1982: 221).
Ese “quehacer de masas” del movimiento feminista ha cobrado, en los últimos años, una ex-
presión creativa de movilización: las constelaciones. Según Emanuela Borzacchiello (2018)
muchas feministas están usando el concepto de “constelaciones” como metáfora de su ac-
ción política: las constelaciones son estrellas distintas que están agrupadas; pueden tener
conflictos entre ellas, pero siempre están vinculadas. Esto ocurre hoy con los diferentes
grupos de activistas. Borzacchiello señala que esta organización en constelaciones hace
que las activistas estén ligadas entre sí, sobre todo cuando se movilizan. Nunca se dirigen
solamente al Zócalo (centro del poder político), sino que se desplazan por toda la ciudad
con iniciativas diferentes, lo que permite que más gente se pueda sumar. La forma en que
las feministas se movilizaron el 8 de marzo de 2018 es muy representativa de la acción
de las constelaciones feministas. Muchas compañeras de la Ciudad de México fueron a
Chiapas, al ‘’Primer Encuentro Internacional, Político, Artístico, Deportivo y Cultural
de Mujeres que Luchan’’ y otras fueron a Oaxaca, donde hubo un encuentro sobre comu-
nalidad; sin embargo, unas más decidieron quedarse en la Ciudad de México: “el centro
no debe quedar descubierto”. Además, actuar como constelaciones no sólo implica des-
plazarse por varios lugares, sino también hacerlo en el tiempo, pues organizan eventos
a distintas horas del día.
La forma como las tecnologías de la información y las redes sociales han posibilitado
las convocatorias mundiales es un elemento distintivo de las movilizaciones feministas de
esta época. El decisivo papel que ha tenido el activismo de las feministas estadounidenses,
que ha incidido de forma determinante en otras latitudes y, por razones geográficas, espe-
cialmente en nuestro país, se debe a la aplastante influencia que tiene Estados Unidos en
el resto del mundo. Bolívar Echeverría (2008) nombró “americanización de la moderni-
dad” al proceso por el cual Estados Unidos se impone, desde el siglo xx, como la tendencia
principal de desarrollo en el conjunto de la vida económica, social y política. Así, cuando
el feminismo se vuelve a poner de moda entre las millenials17 de Estados Unidos, la “ame-
ricanización” comunicacional velozmente propaga una revaloración discursiva del mismo
y el título del libro de Chimamanda Ngozi Adichie (2012) Todos deberíamos de ser feminis-
tas,18 se convierte en la seña de identidad de una generación.
Para esta nueva oleada de feministas jóvenes la lucha contra el machismo va a retomar
una de sus formas insidiosas: el acoso sexual. En este tema, que indigna a cientos de mi-
les de jóvenes, la movilización ha sido básicamente digital19 y la causa se fortalecerá con el
escándalo mediático del #MeToo. Pero, a diferencia de las activistas estadounidenses, que
lograron que su ¡Basta ya! al acoso derivara en la campaña Time’s Up (¡Se acabó el tiempo!),
destinada a obtener recursos para pagar demandas legales, en México no se ha recurrido al
litigio jurídico. Además, como en nuestro país lo que millones de mujeres padecen todos
los días es un acoso continuo, pero que proviene de varones a los que jamás vuelven a ver,
resulta muy complicado poner una denuncia. Esa situación es muy distinta a la de tener un
jefe o maestro que asedia y hostiga, aunque ambas formen parte de la trama cultural ma-
chista. Pero, incluso en estos últimos casos existe una dificultad en nuestro país: el acceso
a la justicia es muy deficiente y desigual. ¿Qué hacer si los protocolos no sirven, si el per-
sonal que supuestamente debe atender las denuncias no está capacitado, además de que su
ejercicio profesional está plagado de prejuicios? Esa atroz carencia ha llevado a muchas ac-
tivistas feministas a hacerse justicia “por propia mano”, haciendo “escraches” y denuncias
públicas. Ya son varios los incidentes de grupos de universitarias cuya movilización contra
el acoso consiste en utilizar la denuncia pública como forma de presión para que se despida
a un maestro o se expulse a un compañero. Y aunque el acoso es una realidad repugnante
que se debe combatir, hay que tener cuidado en cómo se aborda.20
Lo indudable es que hoy, en México, hay muchísimas jóvenes que se asumen como fe-
ministas y que despliegan una variedad de acciones y reflexiones, desde sus constelaciones
y también desde formas más tradicionales de organización, como las asociaciones civiles.
Regresando al tema del 68, entre las jóvenes que se asumen como feministas, algunas
han hecho una reflexión sobre el movimiento estudiantil. Un ejemplo: en la mesa titulada
“Género, rebeldía y presente” del coloquio “1968 Cambiar el Mundo, Cambiar la Vida” (Se-
17
Así se denomina al sector etario que comprende a las personas nacidas entre 1982 y 2000 (Howe y Strauss, 2000).
18
Esta frase se convirtió en un slogan que incluso llegó a rotularse en camisetas, aun en las muy costosas de Christian
Dior (¡más de 500 euros!).
19
Tal es el caso de #MeToo, #MiPrimerAcoso, #NoTeDaVergüenza, #NoTeCalles, todas iniciativas mundiales que se
retomaron en México. En cambio, la campaña contra el acoso sexual en el Metro, “No es de hombres”, sí es mexicana.
20
Hay que combatir el acoso reconociendo su amplitud social, pero defendiendo el debido proceso. En otro lugar
desarrollo ampliamente mi postura al respecto (Lamas, 2018b).
Ahora nosotras, las feministas de las nuevas generaciones, y con la mirada que tenemos del 68
podemos ubicar cosas que han cambiado, por ejemplo, ya participamos más las mujeres, ya par-
ticipamos, incluso, a nivel estructural, en los puestos políticos de la universidad, en la academia,
en muchos escenarios. Sin embargo, cuando yo leo las entrevistas de la Nacha22 y de otras mujeres
que hablan del machismo en su Facultad, ¡híjole es mi realidad!: escuchar comentarios sexistas y
machistas en el salón de clases, en eventos académicos, salir a la calle y que te griten un piropo,
me hace pensar hasta qué punto, qué alcance puede tener el 68 al hacer que las mujeres partici-
pemos más y nos politicemos, pero también qué cosas no han cambiado y nos hacen pensar que
es necesaria más politización. Y que los hombres no siempre han tomado parte de ese proceso
de politización desde el feminismo (Seminario de la Modernidad, 2018).23
Según Monsiváis, el 68 significó una súbita politización de muchas mujeres, que luego
desembocarían en el feminismo. Indudablemente la politización es necesaria, pero para
transformar la realidad social también se requiere de agencia y la agency se constituye
como consecuencia del conjunto de procesos que se desarrollan en el mundo social, con
sus mandatos culturales y sus imperativos psíquicos (Archer, 2000). En nuestro contexto
de gravísima desigualdad social, el neoliberalismo está provocando lo que Loïc Wacquant
llama una “remasculinización del Estado” (2013: 410), que consiste en el fortalecimiento del
esquema patriarcal y la vulneración de los derechos sociales. Esta política neoliberal aborda
21
El coloquio constó de cuatro mesas con el objetivo de conocer qué piensan los jóvenes de hoy sobre el 68, para lo
cual la dinámica fue que una persona que hubiera participado en el movimiento estudiantil participara en la mesa con
tres jóvenes de entre 20 y 30 años.
22
Se refiere a Ignacia Rodríguez, líder del cnh.
23
Medina dejó en claro que la lucha feminista también requiere algo de lo que se habla poco: la participación de los
varones. En ese sentido señaló: “Una forma de hacer la revolución feminista para los hombres es que también limpien
la casa, es que también apoyen el trabajo doméstico, es que reconozcan las labores de las mujeres, es que respeten la
organización y la convocatoria política de las mujeres en las manifestaciones” (ccu-Tlatelolco, 2018).
la desigualdad entre mujeres y hombres con una perspectiva hacia las mujeres como “víc-
timas que deben ser protegidas”, lo que ha fortalecido una tendencia punitiva.24 A esto se
suma el victimismo que ha impregnado muchas demandas y discursos feministas. Sin em-
bargo, pese a lo generalizada que está la perspectiva victimista, visualizar la pluralidad de
voces y acciones feministas impide reducir la diversidad del movimiento a sólo esa postura.
Finalmente, Rossana Rossanda dijo hace mucho tiempo que: “No nos salvaremos a me-
nos que tejamos todos los hilos de esta tela desgarrada en que nos hemos convertido” (1982:
61). La riqueza del feminismo actual se deriva de la creatividad y potencia de grupos y per-
sonas que, desde posturas radicales y críticas, desarrollan formas de intervención y reflexión
políticas para retejer nuestro desgarrado tejido social. Si el movimiento estudiantil del 68
significó el rechazo al autoritarismo estatal, las actuales constelaciones del movimiento fe-
minista, que estallan con indignación y alegría en sus movilizaciones callejeras, mandan
un mensaje en contra del miedo y el terror y llenan de nuevos contenidos el viejo lema de
“lo personal es político”. Ahora sólo falta que las jóvenes empiecen a escribir sus testimo-
nios para documentar su historia.
24
Una crítica feminista a la “ilusión punitiva” se encuentra en Núñez (2018).
Sobre la autora
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RESUMEN ABSTRACT
Este artículo reflexiona sobre la reconfigura- This article reflects on the spatial reconfigura-
ción espacial derivada de los movimientos del tion resulting from the 1968’s movements as a
68 como estrategia de reafirmación del poder strategy for the reaffirmation of class power that
de clase que impulsó la consolidación del ca- prompted the consolidation of late capitalism.
pitalismo tardío. Discutimos al espacio como We discuss space as a domination device that
dispositivo de dominación que produce formas developed forms of securitization and militari-
de seguritización y militarización para imponer zation to impose conditions of production and
condiciones de producción y reproducción. Para reproduction. To analyze the post-68 legacy we
analizar el legado post-68 es necesario conside- must consider the authoritarian and repressive
rar las formas autoritarias y represivas del orden methods adopted by the ruling order to con-
dominante como método de contención de po- tain potential disruptive acts of the subalterns’
sibles actos disruptivos de la infrapolítica de los infrapolitics, that is, to consider the excesses of
subalternos, es decir, considerar los excesos de democracy are a condition, means and expres-
∗
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: <david.herrera@
comunidad.unam.mx>. Este artículo es resultado de las labores llevadas a cabo en el marco de los proyectos papiit
in303218, “Una geopolítica crítica. Por una teoría y una praxis espacial negativa y emancipatoria”, y papiit in305518,
“Desarrollo geográfico desigual y violencia: un análisis a partir de la tematización del espacio público y las rentas de
segregación”.
∗∗
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: <fabian.gluna@
comunidad.unam.mx>.
democracia como condición, medio y expresión sion of subordination. From our approach to the
de la subordinación. Al aproximarnos a las con- spatial conditions of 1968 in Mexico, we point
diciones espaciales del 68 mexicano, se señalan out some of the urban processes that guided the
algunos de los procesos urbanos que orientan la production of dominant space and that allow
producción de espacio dominante y permiten synthesizing the fracture and emptying of the
sintetizar la fractura y vaciamiento del tejido socio-spatial fabric through securitization and
socioespacial mediante la seguritización y la militarization of the everyday life. We conclude
militarización de la vida cotidiana. Finalizamos with an analysis of how the security mechanis-
con un análisis de cómo los mecanismos de se- ms and military measures that resulted from
guridad y las medidas militares derivados de los the 68’s movements constituted strategic axes
movimientos del 68 se han constituido como that support and give viability to forms of do-
ejes estratégicos que soportan y dan viabilidad mination of the world space. It is therefore a
a formas de dominación del espacio mundial. discussion that places social spatiality as funda-
Se trata, así, de una reflexión que coloca a la mental political mediation and, therefore, as an
espacialidad social como mediación política epistemological key.
fundamental y, por tanto, también como clave
epistemológica.
Introducción
Discutir sobre los diferentes movimientos que se suscitaron a finales de la década de 1960
en varias latitudes del mundo y que en 1968 alcanzaron su punto más alto y significativo
constituye una tarea fundamental para dar cuenta de las configuraciones contemporáneas
de los órdenes de dominación y de sus formas de realización espacial. El conflicto representó
un abierto cuestionamiento de las clases populares a la racionalidad política del capital y a
sus excesos como eje de sociabilidad y paradigma de vida democrática. No solamente incre-
paron al Estado moderno capitalista y sus formas de legitimación, sino también buscaron
construir una praxis política emancipatoria sustentada en la posibilidad de los sectores me-
dios y populares de descolocarse del lugar asignado por el orden hegemónico, es decir, de
construirse subjetivamente desde su propia concepción de dignidad.
Los movimientos del 68 evidenciaron el carácter intrínsecamente enajenante del capital
y su necesidad fundamental de la agencia de las distintas dimensiones de la violencia (es-
tructural, simbólica y directa) para mantenerse vigente y reproducirse. Por momentos, los
diferentes 68, con sus propias especificidades históricas y geográficas, lograron develar las
formas de coerción de clase, en las cuales se sostenía y reelaboraba la legitimidad de los es-
tados; sin embargo, los 68 también significaron un aprendizaje para las clases dominantes,
mismas que no sólo reprimieron y desarticularon las movilizaciones, sino que avanzaron y
desarrollaron modos más intensos y extensos de control material y simbólico.
Hubo una reacción de clase, con distintos grados de brutalidad, que desarrolló estrate-
gias de gubernamentalidad1 no sólo para vigilar y disciplinar posibles disrupciones, sino
para sujetar a los individuos a nuevas formas de producción de subjetividad subordinada.
De esta manera, los 68 no pueden tener una sola lectura; representan momentos cruciales
tanto para las prácticas y representaciones políticas de los subalternos, como para el desa-
rrollo de dispositivos y técnicas de regulación por parte de las élites de poder. Pero, al mismo
tiempo, los 68 representan una revolución mundial, una sola, compuesta de diversas facetas,
con confrontaciones estratégicas diferenciadas, que únicamente cobran un sentido verda-
deramente revolucionario cuando se les observa en la totalidad.
Bajo dicha ecuación de confrontación de clases, nos interesa examinar el carácter estra-
tégico de la espacialidad social como dispositivo de dominación productiva y reproductiva,
que, en nuestra consideración, se caracteriza por la normalización de formas de violencia
estructural concretizadas en procesos de militarización y seguritización.
La tesis principal que planteamos es que, frente a la crisis de orden político y de legitima-
ción que representaron los movimientos del 68, la respuesta de las élites se realizó mediante
la instrumentalización de los espacios y, dentro de ellos, los espacios urbanos como disposi-
tivos de control, regulación y dominación; es decir, se operó una solución espacio-temporal
basada en el anclaje territorial de la militarización y la seguritización como proceso cons-
titutivo de la vida cotidiana.
Este ejercicio reflexivo implica recuperar el potencial analítico de la espacialidad social
como clave epistemológica para la comprensión de la dominación y sus momentos disrup-
tivos. En esta dirección, el texto se divide en cuatro apartados. En el primero planteamos
aspectos mínimos generales sobre el espacio como un recurso estratégico en la reproducción
social y, por lo tanto, como forma de realización del poder. En el segundo desarrollamos una
aproximación básica a los 68 como cuestionamiento a los excesos políticos de la moderni-
dad, lo cual nos permite orientar, en el tercer apartado, la reflexión sobre la espacialidad de
la dominación hacia el 68 mexicano y, en el cuarto, sobre la producción estratégica de es-
pacio mundial en el capitalismo tardío y la función de la militarización y la seguritización
como estrategias de producción de una espacialidad dominante en las diversas escalas del
espacio social.
1
En los términos conceptuales planteados por Foucault (2006).
La espacialidad dominante
[…] en la producción del espacio hay algo más, un lado estratégico y político de vital impor-
tancia. La producción de espacio no es una producción cualquiera, añade algo decisivo a la
producción, puesto que también es reproducción de las relaciones de producción (Lefebvre,
1976: 231-232).
El espacio, por lo tanto, es político e ideológico (Oslender, 2002) y como tal es instrumenta-
lizado como medio de subordinación; fija en un complejo entramado material y simbólico
las jerarquías de clase para su amplificación y profundización, constituyéndose así como
el locus de la dominación. Por esta razón, el control de la producción de espacio y de las
significaciones de su experiencia representa un dispositivo de poder en tanto conjunto de
disposiciones materiales, anclajes institucionales, procedimientos y formas de subjetivación
que regulan a los sujetos y sus acciones (Foucault, 2006).
Lo que nos interesa resaltar, en un primer momento, es que la ciudad, como concreción
de la praxis espacial, representa el anclaje de las estrategias tanto de acumulación como de
regulación social, por lo que las transformaciones en sus formas y funciones, así como en
sus representaciones espaciales (la propia geografía desigual de la ciudad), implican la ins-
trumentalización de técnicas de poder donde se combinan modos de vigilancia, disciplina
y regulación de los sujetos. La cotidianidad en la ciudad es un conjunto de ritmos espa-
cio-temporales que subordinan los procesos de sociabilización en torno de los intereses de
lógica de producción (Lefebvre, 1984) y de las necesidades de legitimar un proyecto espe-
cífico de dominación. Alessandri lo menciona de la siguiente manera:
El lugar es construido como condición para la producción y para la vida, y al ser construidas, es-
tas condiciones producen un espacio jerarquizado, diferenciado, dividido, contradictorio que se
consubstancia como un modo de vida dado, como formas de relacionamiento, como ritmos cotidia-
nos, como ideología, religión y, fundamentalmente como modo de lucha. (Alessandri, 2008: 170).
2
En el sentido de los tres momentos de la producción del espacio desarrollados por Lefebvre (1976): 1) prácticas
espaciales o espacio percibido; 2) representación del espacio o espacio concebido y, 3) espacio de representación o
espacio imaginado.
3
Harvey utiliza el término fix, en inglés, por su doble acepción como arreglar y fijar.
internas de la lógica de reproducción del capital), mediante las cuales el capital realiza su
actividad revolucionaria de “destrucción creativa” y fija en el espacio nuevas condiciones
de reproducción. Este proceso ha sido ampliamente discutido en sus implicaciones sobre
formas, nuevas o renovadas, de acumulación por despojo, de acumulación ampliada y de
generación de condiciones diferenciales de renta; sin embargo, consideramos que también
puede ser planteado y desarrollado en términos de gubernamentalidad, es decir, como la
fijación espacial de una serie de mecanismos y representaciones que reconfiguran el po-
der de clase y renuevan las técnicas de regulación y control social, aspectos que se generan
para hacer frente e intentar destruir, o al menos contener, disrupciones y rupturas en el en-
tramado establecido y normalizado de la dominación, y que ello no solamente acontece en
la escala urbana, sino en realidad en todas las escalas del espacio social, como argumenta-
remos más adelante.
Las crisis del capital son también de legitimación y, por lo tanto, de regulación política;
son cuestionamientos a su proyecto de dominación. Se trata de momentos en los cuales la
praxis política de los subalternos desborda los espacios de la infrapolítica4 para confrontar
directa y visiblemente con las formas y discursos de la dominación, haciendo evidente que
no existe un sistema estable de regulación y control, por más que los discursos políticos de
la hegemonía así lo señalen. De esta forma, al igual que hay una reacción y una reestructura-
ción del modo de acumulación, el proyecto de dominación también requiere de redibujarse
y transformarse para reafirmar su vigencia, necesita vaciar de contenido y, por lo tanto, de
referencias significativas al discurso y la acción política de los subalternos.
Lo anterior implica que en el discurso público (el de la dominación) se adjetiven los
principios del discurso oculto (el de los subalternos) como perniciosos y contrarios al bien
común (Scott, 2000), reafirmando el interés de clase como eje de integración de la comuni-
dad imaginada y corporalizando al subalterno como el otro/peligroso o el otro/enemigo para
el control y erradicación de su palabra y de su cuerpo. Pero la reacción y el arreglo de clase
también pueden intentarse mediante la resignificación de las demandas, incorporando al
discurso las palabras, pero reconfigurándolas como medios de amortiguamiento que le den
continuidad a la dominación.
Como toda disputa política, el alcance y los impactos de las disrupciones de los subalternos,
así como la forma y eficacia de las reacciones y revanchas de las élites están condicionadas
por los procesos histórico-espaciales que moldean cada coyuntura específica; sin embargo,
sí podemos establecer como principio de reflexión que nuestras realidades cotidianas son,
en parte, el resultado dinámico y nunca acabado de dichas disrupciones y sus respuestas.
4
En el sentido en que James Scott (2000) desarrolla esta idea.
Imannuel Wallerstein ha definido a 1968 como una revolución mundial, la segunda de gran
envergadura desde 1848 en el sistema-mundo moderno. Como aquélla, la del 68 representó
un rotundo fracaso, pero, como su antecesora, sentó las bases para grandes transformacio-
nes en las dinámicas sociales en escala mundial. Si a mediados del siglo xix se gestaron
corrientes y movimientos antisistémicos que buscaban transformar el acomodamiento
progresivo entre conservadores, liberales y radicales (Wallerstein, 2010), para la segunda
mitad del siglo xx la gran revolución del 68 conjuraba una suerte de descontento de larga
data con respecto a dichos movimientos y corrientes, para entonces bastante instrumenta-
lizadas en la propia forma del sistema mundial en una suerte de transformismo (Gramsci,
2000), así como una protesta generalizada en torno a la configuración del sistema-mundo,
la confrontación bipolar, la consolidación de una modernidad en sentido y forma repre-
sivas, acompañada de unas capacidades técnico-científicas que, en lugar de procurar el
potencial y la emancipación humanas, se habían consolidado en la forma por excelencia de
la negación de la libertad y en el obstáculo para la trascendencia de la realidad imperante
(Marcuse, 2000; Echeverría, 1998).
La Revolución de 1968 cuestionó las verdades [y las praxis] liberales, en todas sus manifestaciones.
Cuestionó, por encima de todo, la creencia de que el Estado era un árbitro racional de la volun-
tad colectiva deliberada. Los revolucionarios de 1968 no sólo desafiaron a quienes ostentaban
el poder en los “aparatos ideológicos” del Estado, sino también a todos los movimientos antisis-
témicos clásicos, precisamente porque […] ya habían alcanzado el poder, y estaban utilizando
para sus propios fines el mito del Estado como árbitro racional (o encarnación) de la voluntad
colectiva deliberada. Reducir el Estado al papel de un mero “actor” político entre otros muchos
se convirtió en el objetivo implícito de los “nuevos” movimientos antisistémicos. Se deducía de
ello que la estrategia histórica de la “vieja izquierda” –la obtención del poder del Estado– ya no
se consideraba la estrategia crucial para la transformación de la sociedad; de hecho, para mu-
chos, estaba totalmente contraindicado (Wallerstein, 2007: 22).
que afirmamos es que la propia trascendencia del 68 cobra un sentido revolucionario única-
mente cuando se observa en la escala mundial, cuando el 68 mexicano, el Mayo francés, la
Primavera de Praga y las movilizaciones en Chicago y en tantas otras partes del mundo se
transforman en expresiones concretas de la configuración de una crisis en el sistema mun-
dial, tanto como en manifestaciones de hartazgo a las formas específicas de regulación de
la vida, de negación de la libertad y determinación de la normalidad.
En sus múltiples manifestaciones, el 68 contiene numerosos ejes de protesta y las resis-
tencias que se gestan giran en torno a ellos, en mayor o menor medida dependiendo del
contexto en donde se producen:
1. Contra la hegemonía estadounidense, el americanismo (Gramsci, 2000) como forma
hegemónica de socialización –extendida junto con el modelo de sociedad industrial
entonces vigente– y la modernidad americana (Echeverría, 2011b), que para enton-
ces se encuentra ya bastante consolidada en una gran parte del mundo;
2. El descontento, desconfianza y desilusión con la llamada “vieja izquierda” y, por lo
tanto, también con la Unión Soviética y el socialismo realmente existente, que se
muestran o bien como vías reformistas o como nuevas formas opresivas no muy ale-
jadas de la modernidad imperante en Occidente (Marcuse, 2000);
3. Una percepción generalizada sobre la forma represiva y contraria a la libertad
y a la posibilidad del surgimiento del sujeto libre y emancipado (Echeverría,
1998), manifiesta en la forma realmente existente de modernidad imperante
(Echeverría, 2011a), no importando si ésta es de cuño capitalista o pretendida-
mente socialista;
4. La necesidad de rebelión frente a las formas de regulación biopolítica, de norma-
lización y disciplinamiento social e individual, en la gubernamentalidad moderna
inaugurada desde el siglo xix (Foucault, 2008), pero que cobra en la racionalidad
técnica y productivista una lógica unidimensional de cierre del universo político y
su reducción a una sola forma de realidad (Marcuse, 2000);
5. Un rechazo a la violencia que se presenta en otras partes –llámese la zona colonial
o neo-colonial del sistema mundial– con una racionalidad (irracional) de negación
absoluta de la existencia de ciertas formas culturales y de vidas reducidas al grado
de supervivencia (Fanon, 2001; Agamben, 2014; Marramao, 2010) que se producen
como forma diferenciada y como correlato de las realidades en los centros indus-
triales avanzados.
Estos múltiples ejes de protesta y resistencia social, si bien, como hemos expresado, se mues-
tran en forma diferenciada y con particularismos en cada caso, más la rápida extensión de
las mismas manifestaciones por diversas partes del mundo, demostraron pronto su poten-
cial radical, aunque no se tratara de un movimiento unificado, o quizá precisamente por
ello. Como plantearan Lefebvre, Sartre, Lacan, Blanchot, Roy y otros, en una declaración a
favor del Mayo del 68:
[…] frente al sistema establecido, el movimiento estudiantil [los movimientos de protesta en ge-
neral, añadimos nosotros] es [son] de una importancia capital y quizás decisiva, ya que, sin hacer
promesas y, por el contrario, descartando toda afirmación prematura, opone[n] y mantiene[n]
una potencia de rechazo capaz, creemos nosotros, de abrir un porvenir (citado en Marcuse, 1968).
Esa apertura de un porvenir resulta potencialmente disruptiva frente a una realidad que se
cierra ante sí misma, que plantea en términos generales la imposibilidad de trascendencia,
que para entonces se encuentra enmarcada en una unidimensionalidad (Marcuse, 2000) que
encuentra su correlato espacial en las formas de producción desiguales y diferenciadas,
generadas por el propio capitalismo histórico en su escala mundial (Smith, 2008), en un es-
pacio unidimensional que no consigue en momento alguno borrar los espacios históricos
(Lefebvre, 2013), pero que, sin duda, los subsume a su propia dinámica y los transforma en
espacios y sociabilidades subalternas, secundarias, periféricas.
En términos generales, quizá una de las mayores contradicciones reveladas por el 68 sea
aquella inherente a la forma democrática que, tanto en sus versiones ligadas al libre mer-
cado como las que se autodenominan como populares, es decir, la democracia realmente
existente, contiene en su seno la configuración de un gran peligro en torno a su estabilidad
y su forma consolidada: el peligro de la propia vida democrática, es decir, el exceso de polí-
tica en lo político. Como afirma Rancière:
[…] el gobierno democrático se encuentra amenazado no por otra cosa más que por la vida de-
mocrática. Esta amenaza se presenta a sí misma en la forma de un perfecto doble constreñimiento
[double bind]. Por una parte, la vida democrática llama a la implementación de la visión idea-
lista del gobierno del pueblo por el pueblo. Ello implica un exceso de la actividad política que
infringe los procedimientos de buena política, autoridad, pericia científica y experiencia prag-
mática. En este caso, la buena democracia parece requerir de la reducción de este exceso político.
Sin embargo, una reducción de la acción política conlleva al empoderamiento de la “vida pri-
vada” o “búsqueda de la felicidad”, lo cual, a su vez, conduce a un incremento de las aspiraciones
y demandas que trabajan para minar la autoridad política y el comportamiento cívico. Como
resultado, la “buena democracia” refiere a una forma de gobierno capaz de domesticar al doble
exceso del compromiso político y del comportamiento egoísta inherentes a la esencia de la vida
democrática (Rancière, 2015: 55).
A partir de este planteamiento, podemos afirmar que el 68, como forma revolucionaria,
cuestiona una doble contradicción. Por una parte, aquélla referente a que, lo que hasta en-
intentar colocar las formas populares de la economía moral como herramienta política de
ruptura frente al orden de dominación.
En este sentido, partimos de una lectura del 68 mexicano como una apuesta subalterna
de enunciación política frente al orden de la policía, en el sentido que lo plantea Rancière
(1996), como un intento de deslocalización del lugar asignado dentro del orden de domi-
nación, lugar que es empírico y material, pero también simbólico y epistemológico. Así, el
68 mexicano es un rechazo a los discursos de legibilidad del poder y sus formas de anclaje
espacial (Scott, 1996), es decir, es una confrontación a la topografía de la dominación. Lo
anterior nos permite plantear a la espacialidad como ejercicio de afirmación de política y,
por lo tanto, como instrumento de dominación (Smith y Katz, 2005).
En esta dirección, la policía como ordenamiento dominante de los modos de ser e interac-
tuar (Rancière, 1996) se había realizado en la Ciudad de México a partir del modernismo
funcionalista, mismo que la había reconfigurado imponiendo un patrón de desarrollo
urbano acorde con las necesidades de acumulación del modelo de sustitución de impor-
taciones (Davis, 1999). En consecuencia, el crecimiento de la urbe, la reestructuración de
su infraestructura y equipamientos, así como de la distribución y organización de las ac-
tividades productivas y reproductivas en la entidad durante las décadas de 1950 y 1960
apuntaron a reafirmar el disciplinamiento de los sectores populares a la industrialización
y a la legitimación del orden político vigente (Ward, 2004). La producción y regulación de
la vida cotidiana citadina, tanto en sus tramas materiales como simbólicas, fue uno de los
fundamentos de gubernamentalidad más importantes donde se disputaban y definían las
relaciones de mando/obediencia y, por lo tanto, donde se realizaba el espacio dominante
como reafirmación del poder de clase.
La Ciudad de México fue uno de los ejes básicos del proyecto nacional posrevolucio-
nario del Estado mexicano –encarnado en el Partido Revolucionario Institucional (pri)– y
se constituyó en la punta de lanza y principal agente en la modernización del país (Davis,
1999), de tal manera que su morfología urbana y sus representaciones dominantes jugaron
un papel estratégico en el anclaje y desarrollo de la modernidad en su fase americanizada
(Echeverría, 2011b). La administración política, económica y social de la Ciudad de México
implicó estructurar las formas y funciones espaciales de acuerdo con los requerimientos del
proyecto de acumulación y su consiguiente dominación.
Durante la administración del regente Ernesto Uruchurtu (de 1952 a 1966), la Ciudad de
México se modernizó, con obras de infraestructura vial y de transportes, la ampliación de
equipamientos de abasto y comercio, el desarrollo de unidades habitacionales para la
creciente burocracia, el impulso de urbanizaciones para los sectores obreros y el acceso a
nuevos asentamientos como herramienta de control a las grandes y constantes oleadas de
migraciones de todo el país hacia la capital (Ward, 2004). Es decir, se territorializó el orden
de sentido y material de la policía, y el espacio de la ciudad reelaboró y reafirmó su papel
como medio de control y regulación, a la vez que se enajenó la violencia estructural y do-
minación que dichos procesos implicaban.
Estos espacios urbanos modernizados bajo los rituales de la dominación “quiebran” los
vínculos entre los sujetos y los lugares, y fracturan la apropiación de los lugares en el mo-
mento en que éstos se orientan a la satisfacción de las necesidades de la acumulación y de
legitimación de un orden de subordinación de clase, de tal suerte que:
[…] la racionalidad exacerbada en las metrópolis modernas es marcada por los mecanismos de
planeación que se materializan en el trazado de las ciudades y en las limitaciones de uso que im-
ponen control del espacio a toda la sociedad urbana (Alessandri, 2004: 85).
Hacia finales de los sesenta la política de la Ciudad de México era la policía de la ciudad; las
transformaciones de Uruchurtu habían desarticulado los barrios populares, violentando en
sus formas de vida y reproducción. Dentro de este proceso, Bolívar Echeverría (2011b) se-
ñala que las dos acciones más significativas en la estrategia de adecuación de la ciudad y su
vida cotidiana a la modernidad americana, en relación con el impacto que tuvieron en el
movimiento del 68 por los agravios que significaron para la población de la ciudad, fueron:
1. La transformación de las zonas populares del centro de la capital (en especial de la
Colonia Guerrero) por medio del desarrollo arquitectónico y urbanístico de la Uni-
dad Habitacional de Tlatelolco y la prolongación del Paseo de la Reforma;
2. La destrucción del centro como barrio universitario, con la creación de Ciudad
Universitaria, en el lejano sur, separando y fracturando el principal nodo de acti-
vidad intelectual y científica de la vida popular, del encuentro y la interacción con
los subalternos.
Los anteriores son ejemplos concretos del quiebre intencionado entre los habitantes y sus
lugares cotidianos de reproducción; se trata de la concreción de una espacialidad dada
como dispositivo de ordenamiento material y simbólico que opera un vaciamiento territo-
rial de las clases populares como técnica de gubernamentalidad. Se orquestó otro “asalto” a
la ciudad para el despojo de los bienes colectivos, a la vez que la propia estructura urbana
reafirmaba la lógica dominante de organización de la vida social mediante la regulación de
las prácticas espaciales y las formas de significar la experiencia de las mismas (Harvey, 2013).
Es frente a este proceso de reconfiguración espacial como se gesta el movimiento del
68, cuyas demandas5 se colocaban a contracorriente del orden material de policía de la ciu-
dad6 y sus excesos. El movimiento se piensa y realiza en la ocupación de la ciudad, como
un intento de posicionar a la razón política de los subalternos como un eje válido de pro-
pia subjetivación. Fue un movimiento de dignidad frente a la soberbia y el autoritarismo
del capital y sus órdenes simbólicos.
Sobre el movimiento del 68 y la Ciudad de México, Echeverría explica que:
Más allá de la aniquilación física del movimiento con la masacre del 2 de octubre en la
Plaza de las Tres Culturas, las élites articularon una estrategia de férreo control de los es-
pacios públicos de la ciudad para intentar eliminar cualquier tipo de vestigio o huella que
pudiera articular políticamente a los subalternos, tanto en sentido material como subjetivo.
Sin pretender minimizar en absoluto la trascendencia de la matanza del 2 octubre, nuestra
intención es enfatizar que fue una expresión brutal de una revancha de clase que marcó el
rumbo del orden social y de significación: la eliminación corporal de los enemigos en paralelo
a la anulación de sus posibilidades de subjetivación desde su propia razón política, proceso
que se articuló mediante la producción de dispositivos espaciales de control y regulación.
Se intensifica la vigilancia de los sectores populares a la vez que se aniquilan los espacios
significativos de los subalternos para abrir el camino a procesos de renovación urbana selec-
5
Las principales demandas del Consejo Nacional de Huelga (que coordinaba las movilizaciones) estaban dirigidas
a frenar las formas directas de represión y coerción por parte de los aparatos de Estado (como libertad de los presos
políticos, desaparición del cuerpo de ganaderos, derogación del artículo 145 del Código Penal Federal, destitución de
los jefes policiacos, indemnización a las víctimas de la represión estatal, entre otros) y que anulaban las posibilidades
de la construcción de una discurso político como eje de sociabilización.
6
Nuevamente recuperando el sentido que le da Rancière (1996) a este concepto.
tiva y especulativa (Davis, 1999). Los subalternos son sometidos mediante la reelaboración de
la ciudad, de tal manera que el espacio se constituye como dispositivo de disciplinamiento,
al ordenar los procesos de producción y de subjetivación. La seguritización se enarbola
discursivamente como forma de control de los excesos políticos, aunque en realidad le da
sentido a éstos como técnicas de dominación; así se impone una forma de democracia va-
ciada de debate político por puro control, por policía (Rancière, 2007).
La reacción al 68 mexicano representó una intensificación del proyecto neoconservador
en términos políticos y neoliberal en términos económicos, donde los procesos de legiti-
mación se sustentan cada vez más en la coerción enajenada de la violencia estructural. La
seguridad como dispositivo político se ha enunciado como el núcleo de legitimación de ór-
denes policiacos y medidas de control social (Arteaga, 2012).
En esta dirección el espacio como dispositivo de dominación va dirigiendo un orden
neoliberal con base en la fractura del tejido socioespacial, colocando a la realización de la
mercancía como valor supremo que quiebra y vacía otros modos de interacción y cons-
trucción de comunidad, buscando así imposibilitar, o al menos limitar o contener, posibles
disrupciones o cuestionamientos de la infrapolítica en el espacio de lo público, donde se de-
finen e imponen los órdenes de sentido de la vida cotidiana.
En términos de estructura urbana, la espacialidad de la dominación en la Ciudad de
México post-68 se ha caracterizado por una sistemática tendencia a la segregación, a la insu-
laridad y la suburbanización difusa como ejes concretos de la espacialidad como dispositivo
de control y disciplinamiento que educa a las personas a que se apropien y utilicen ciertos
espacios acordes con su condición de clase; se trata de la realización del principio de “cada
clase en su lugar y de acuerdo con su lugar”. Para Arteaga (2012) la Ciudad de México va
presentando cada vez con mayor intensidad las características de una sociedad de control,
donde el espacio juega un papel fundamental en la orientación y dirección de las activida-
des de la población en función de los intereses de clase.
Así, se efectúa una afirmación empírica y epistemológica de la capital como topos de la
dominación, vía la seguritización y una paulatina y sutil militarización como ejes de la po-
licía de la ciudad. En esta dirección, Pradilla señala que:
La ciudad [de México] constituye una entidad colectiva, pero su apropiación y disfrute se priva-
tiza e individualiza. Los costos siguen siendo comunitarios, pero no las ganancias. La metrópoli
se fragmenta en mil pedazos aislados en la vida económica, social y cultural, aunque son objeto
de los mismos mercados, insertos en la misma trama territorial, dominados por los mismos po-
deres económicos que determinan su papel en ella (Pradilla, 1998: 180).
zado, la afirmación que también hemos hecho sobre el 68 como revolución mundial, como
una única revolución, debe dirigir nuestra mirada a las manifestaciones y legados que ésta
tuvo en el espacio mundial, específicamente en dos aspectos: el potencial subversivo de las
manifestaciones y protestas; y las formas autoritarias de gobernabilidad y regulación so-
cial, encarnadas en la militarización y la seguritización como ejes de la nueva socialización
en el sistema mundo moderno.
6. Se mueven en torno a la cuestión “¿quiénes somos?, es decir, “son una forma de re-
chazo de esas abstracciones, de la violencia estatal económica e ideológica que ignora
quiénes somos individualmente, y también un rechazo de una inquisición científica
o administrativa que determina quién es uno” (Foucault, 1988: 6-7).
Creemos y sostenemos que dicha forma potencialmente disruptiva del ser realistas y pedir
lo imposible, de la apertura a la posibilidad de producir otras realidades, es lo que define, en
gran medida, la virulencia con que las fuerzas del orden, los aparatos de Estado, los medios
hegemónicos en general, actúan y responden contra la revolución mundial, en cada caso
específico y concreto en donde ésta se manifiesta, ya sea en México, Estados Unidos, Fran-
cia, Checoslovaquia, Senegal o cualquier otra parte del mundo. A partir de ahí se observará
claramente una tendencia hacia la militarización y la seguritización del espacio mundial, la
contención de la protesta social y su progresiva criminalización, así como la objetivación
de toda forma potencialmente subversiva como parte de una amplia conceptualización de
un enemigo interno, que no ha cesado de ser perseguido, pero que tampoco ha parado de
emerger en todas partes.
Como afirmó Benjamin, el “militarismo es la obligación del empleo universal de la vio-
lencia como medio para los fines del Estado” (Benjamin, 2012: 179) y al ser este último la
forma relacional que espacializa y concentra las relaciones de poder imperantes (Lefeb-
vre, 2009), que orgánicamente vincula a la sociedad con sus formas de dirección política,
que condensa la dominación de clase y su normalización y jerarquización a partir de la
raza y el género, el militarismo representa entonces esa violencia que media para soste-
ner y permitir la reproducción del orden engendrado por otra violencia, una de carácter
fundacional (Benjamin, 2012) que se manifiesta como política que continúa la guerra por
otros medios (Foucault, 2006). En otras palabras, al abrir la posibilidad de subvertir el
orden imperante, el 68 también propicia la reacción fascista que toda revolución fallida
acarrea, según lo observara el propio Benjamin (citado en Žižek, 2014), y ello no sola-
mente en la escala estatal/nacional y de la vida cotidiana, sino como eje de ordenamiento
de las relaciones mundiales.
Si por el contexto de la Guerra Fría configurado durante la segunda posguerra, la oposi-
ción fundamental se presenta en la forma representacional entre capitalismo y socialismo,
entre libertad y opresión –ambas como formas ideológicas que se reproducen en los dos
bandos–, como democracia contra represión o enajenación, el 68 revela una trama mu-
cho más compleja, en donde las formas represivas de la modernidad realmente existente
(Echeverría, 2011b), ya sea en su versión occidental o en aquélla emanada del sovietismo
y el establecimiento de su zona de influencia y sus satélites, eliminan la posibilidad del su-
jeto libre y emancipado (Echeverría, 1998), más allá del orden unidimensional cerrado en
sí mismo (Marcuse, 2000).
Por ello, la militarización del espacio mundial, sus expresiones concretas en diversas
regiones y los planteamientos de seguridad, bajo el mismo velo del anticomunismo o el
antiimperialismo, objetivarán cada vez más a las formas disruptivas que emanan de lo
social, de lo político (Echeverría, 1998), al representar un potencial subversivo que va
más allá de la confrontación entre élites político-económicas, ideológico-militares, ca-
racterísticas de la primera fase de la confrontación bipolar. De esta forma, la población,
en términos generales, va recobrando un papel central para los dispositivos securitarios
y en los esquemas de militarización globales. Recobrando, porque habrá que recordar que es
la población la primera que, durante la etapa de consolidación del Estado moderno, es con-
cebida como un problema de seguridad, un ente que debe ser producido acorde a las
necesidades de ordenamiento, disciplinamiento y vigilancia que permitan su adecuada
gestión y administración biopolítica, es decir, el dictado de las formas de reproducción
de la misma, en pro de asegurar el gobierno de unos sobre otros, una gubernamentali-
dad efectiva que procure la minimización de los riesgos provenientes del pueblo –como
categoría política– para pasar a la producción de regularidades y de formas de control
y vigilancia que atraviesen y determinen el propio cuerpo social, la especie y la vida –
como categorías biológicas de gestión de la reproducción social (Foucault, 2006; 2008;
Agamben, 2014; Scott, 1996).
La unidimensionalidad gestada a partir de la consolidación de la plena sociedad industrial
(Marcuse, 2000) se constituye en una forma de densificación y de totalización de relacio-
nes moderno-capitalistas que, no obstante, no llegan a absolutizarse ni a transformarse en
la determinante última y única de lo político (Echeverría, 1998), sino que, en su propia to-
talización, encuentran formas de resistencia y conformaciones históricas que obstaculizan
su absolutización (Lefebvre, 2013); así, por lo menos en las sociedades industriales avan-
zadas y a partir de las formas fascistoides de socialización, parecía haberse minimizado el
grado de resistencia efectiva de lo político.
No obstante, con el 68 aflora el agotamiento de los viejos esquemas de legitimación, de
regulación y administración poblacional, incluso de producción de identidades y de formas
de normalización de sujetidades y relaciones intersubjetivas, lo que prefigura en todo mo-
mento la propia crisis de sobreacumulación que estalla en la década de 1970 y que, junto
con la gran fractura social, demandará una serie de reajustes espacio-temporales (Harvey,
2004) para conseguir la “vuelta a la normalidad” sistémica. Esos ajustes serán de todo tipo
frente a una crisis múltiple y global: económico-financieros, políticos, ideológicos, cultu-
rales-identitarios, estratégicos, militares, tecnocientíficos.
La disputa en el espacio y por el espacio, por la apropiación del espacio social, que in-
augura el 68, profundiza el conflicto entre clases, entre identidades, entre dominación y
subalternidad que son inherentes a la propia producción del espacio dominante (Lefebvre,
2013). Esa disputa es la que, junto con el agotamiento del patrón de acumulación fordista
Al primero de ellos hemos hecho referencia; no obstante, planteamos que es éste el eje
que, en distintas escalas y en diversos ámbitos y contextos, se convierte en elemento orde-
nador por excelencia de las nuevas relaciones sociales y que va engendrando escenarios e
imaginarios securitarios que la revolución fallida del 68 lega hasta nuestros días. La milita-
rización del espacio social en escala mundial y en las diversas escalas que le componen es
hoy patente y es muestra clara del ordenamiento que se ha buscado frente a una forma dis-
ruptiva que pedía lo imposible para configurar lo real. Como ha apuntado Ceceña:
[…] el plano sobresaliente del momento que se abre con el neoliberalismo es la universaliza-
ción de la guerra bajo todas sus formas: económica con la extensión de la economía de mercado
y la financiarización del campo de definición de normas y políticas; cultural con la ampliación
conceptual –y la criminalización– de lo no civilizado, de lo ingobernable, de los viejos y nuevos
bárbaros; disciplinaria con la flexibilización del trabajo y el control del entretenimiento; y, por
supuesto, militar.
De hecho, un sistema de organización social como el capitalista, sustentado en la competencia y
en la consecuente negación del otro, es un sistema en el que la guerra es un rasgo inmanente y la
contrainsurgencia, aunque sea subliminal, es el signo disciplinador permanente. Es decir, las re-
laciones sociales en el capitalismo, o bien tienden hacia la construcción de una democracia que
a la larga elimine la propiedad privada y que, por tanto, niegue el propio capitalismo, o bien son
controladas mediante mecanismos variados que inhiban o repriman los excesos de libertad (Ce-
ceña, 2017: 23-24).
Como hemos expresado antes, es justo esa búsqueda por reprimir los excesos de libertad
lo que guía los reajustes a partir de la década de 1970. Si la guerra se extiende y se privi-
legia como eje de ordenamiento y como mediación para la consolidación de los reajustes
espacio-temporales, la militarización y la seguritización serán las expresiones máximas de
ese campo extendido que busque revertir la capacidad y la potencialidad disruptiva del 68
y su legado.
Esas formas de militarización y seguritización serán diferenciadas, dependiendo de las
escalas en donde se presenten. Queremos plantear en esta discusión la propia definición de
la escala. Tradicionalmente, ésta ha sido entendida como si fuera acercamiento al espacio
o a los territorios, es decir, como una especie de zoom que puede acercarse o alejarse y que
tiene la característica de iluminar u oscurecer determinados aspectos de la realidad; tam-
bién ha sido planteada como si fueran “tamaños” del espacio, es decir, de un gran espacio
a uno relativamente pequeño: de lo global al lugar.
Partimos aquí de la propuesta de Neil Smith (2008) para comprender a la escala como
un producto social, como parte de la propia producción del espacio social (Lefebvre, 2013).
En este sentido, la escala es parte de la producción diferencial del espacio, del desarrollo
desigual impreso por la propia dinámica del espacio relativo mundial. Por ello, la escala po-
see un valor altamente político, al ser lo político lo que la produce, y en ese sentido, como
afirma el propio Smith:
se sostiene la presencia estadounidense en escala global, pero así también los intereses de
las clases dominantes en cada uno de los escenarios donde esa confrontación se va prefigu-
rando (Johnson, 2004). Como resultado de ello, la escala más relevante para observar los
procesos de militarización y seguritización ni siquiera es donde éstos se hacen más eviden-
tes, sino donde no se perciben con tanta claridad.
Giorgio Agamben (2014), siguiendo una clara reflexión benjaminiana (Benjamin, 2008),
plantea que el estado de excepción se transformó en paradigma global de gobierno, a par-
tir de su extrapolación de la experiencia de la Segunda Guerra. Como afirma Bensoussan
(2015) y como se infiere con Fanon (2001), el estado de excepción, a decir de Benjamin,
siempre ha sido la norma, si se observa la tradición de los oprimidos, en este caso, tanto
las relaciones de clase, la invención de la raza como mediación de valor entre vidas plenas
y vidas que no merecen ser vividas (Agamben, 2008), y el género como forma de incor-
poración subalterna y subyugada de las mujeres y los anormales, dependiendo de los ejes
ordenadores de la clase y la raza.
No obstante, el estado de excepción que se globaliza a partir de la segunda posguerra
encuentra en el marco de la revolución mundial del 68, y posteriormente, el contexto idó-
neo para consolidarse y para transformarse en la normalidad de la vida pretendidamente
democrática. Como afirma Agamben:
Lejos de responder a una laguna normativa, el estado de excepción se presenta como la aper-
tura en el ordenamiento de una laguna ficticia con el objetivo de salvaguardar la existencia de
la norma y su aplicabilidad a la situación normal. La laguna no es interna a la ley, sino que tiene
que ver con su relación con la realidad, la posibilidad misma de su aplicación. Es como si el de-
recho contuviese una fractura esencial que se sitúa entre la posición de la norma y su aplicación
y que, en el caso extremo, puede ser colmada solamente a través del estado de excepción, esto es,
creando una zona en la cual la aplicación es suspendida, pero la ley permanece, como tal, en vi-
gor (Agamben, 2008: 72).
Consideraciones finales
El 68 ha legado, en los términos que aquí hemos discutido, dos grandes tendencias. La pri-
mera, una forma autoritaria de un modelo de democracia global que se basa en la noción
de contención de riesgos provenientes de sujetos y sujetidades potencialmente subversivas
con respecto a la normalidad unidimensional imperante, a partir de la militarización y la
seguritización en la producción del espacio social dominante. Y, en segundo término, la
comprensión amplia sobre el hecho de que las tendencias actuales buscan eliminar el exceso
de vida democrática y que, por ello, la democracia vigente y el estado actual de cosas que la
soportan no son la solución ni parte de ella, sino parte del problema. Tan solo negando lo
que nos niega puede plantearse la forma del ser realistas al pedir lo imposible.
la realidad vigente: el Estado y la democracia como parte del problema a resolver y la ne-
gación de la propia realidad como forma de trascenderla. Desde ese momento, numerosas
movilizaciones, movimientos y formas organizativas plantearán la trascendencia a partir de
generar los escenarios de confrontación con el poder y no de adaptarse a aquéllos produ-
cidos por él. En este camino, los intentos por densificar y totalizar los espacios que genera
el resistir, confrontar y retar al poder han sido muchos y se debaten cada vez más en for-
mas contradictorias pero constantes, en ese avanzar lento pero necio (Bartra, 2008) que
caracteriza a la vida que busca trascender el ámbito de la supervivencia (Marramao, 2010).
Para finalizar sostenemos que pensar la espacialidad social desde la teoría social crítica
permite aprehender uno de los modos en que se ejerce la dominación y, por lo tanto, vi-
sualizar y contextualizar la importancia y relevancia de comprender cómo se realizan los
procesos sociales de subordinación.
Referencias bibliográficas
Cuando hay que tomar partido, más te vale estar del lado de los justos.
Benito Taibo (2015)
¿Quiénes somos ahora? Quiero decir: ¿en qué nos ha convertido este
largo medio siglo de autoritarismos? ¿Acaso estamos de veras oyéndonos
los unos a los otros o más bien –respondiendo a un condicionamiento
militar– estamos tratando de imponer una opinión sobre las otras, des-
oyendo todo lo que tratan de decirnos los otros? ¿Seguimos siendo
intolerantes –jueces, lapidadores, demoledores de creación, censores, re-
presores– para disimular nuestra inseguridad, para enmascarar nuestras
pequeñeces? ¿Hay algún diálogo perdido que estemos dispuestos a resta-
blecer? ¿Alguna vez, me pregunto, nos aceptaremos los unos a los otros?
Tomás Eloy Martínez (1999)
RESUMEN ABSTRACT
∗
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guadalajara, México. Correo electróni-
co: <raulso@gmail.com>.
gurado con el triunfo de López Obrador, sus of López Obrador, its risks and possibilities, un-
riesgos y posibilidades, bajo una visión que der a vision that insists on building citizenship
insiste en construir ciudadanía e instituciones and republican institutions as the only means to
republicanas como requisitos para consolidar strengthen Mexican democracy and to do justi-
la democracia actual y hacer justicia al proyecto ce to the liberal-democratic project of the 1968
democrático-liberal de los jóvenes del 68. youth.
Palabras clave: movimiento de 1968; transición Keywords: 1968 student movement; transition
a la democracia; Gustavo Díaz Ordaz; neolibera- to democracy; Gustavo Díaz Ordaz; neolibera-
lismo; Andrés Manuel López Obrador; México. lism; Andrés Manuel López Obrador; Mexico.
Introducción
He escrito las siguientes notas con la impresión de que desde 1968 a la fecha ha ocurrido
una constante confrontación de la sociedad con el Estado para forzarlo a que conceda
libertades, derechos y prerrogativas; para convencerlo de que reconozca errores injus-
tificables y excesos inaceptables, que acepte regirse por leyes, cambiar sus costumbres y
diseñar, al lado de los ciudadanos, un sistema político que represente mejor la plurali-
dad de la sociedad mexicana y aplique políticas que traigan un mayor bienestar para las
comunidades.
Pero también lo he escrito con la convicción de que el presente significa apenas el co-
mienzo de una verdadera transición, la de la construcción de las instituciones republicanas
que necesitamos para que México llegue a ser una democracia liberal con sustento social,
cohesionada y habitable. En ello cuenta lo que pensemos, digamos y escribamos los ciudada-
nos. Estas líneas sólo aspiran a ser un testimonio, o más bien, una apreciación, un pequeño
saldo de cuentas, de alguien que no vivió el 68, pues era apenas un niño, pero quiere com-
prender, en lo que vale, su significado, junto al de muchas cosas que han pasado después.
Lo que sigue, entonces, es una exploración, una visión, como diría Paz, parcial y limitada,
de México y estos años.
El medio siglo del 68 coincide con el fin de un ciclo histórico. Han sido cincuenta años de
cambio incesante en diferentes planos, a ritmos distintos y con direcciones encontradas.
Cincuenta años de conflictos y reformas, de persistencias del ayer y algunos avances pro-
misorios. Todo un periodo de nuestra historia en el que han irrumpido nuevos actores,
paradigmas y formas, aunque sin reemplazar por completo a los anteriores y sin superar mu-
chas insatisfacciones heredadas. Cincuenta años que no han llevado a México a un estadio de
prosperidad, concordia y democracia plenas, pero han alterado su rostro irreversiblemente.
No se pueden entender sin el afán de los estudiantes del 68 por conquistar libertades y
derechos fundamentales. A partir de ese año, la rueda de la historia comenzó a girar con
renovada fuerza. Como nunca antes, México se propuso ser una nación contemporánea.
Vibramos al unísono con los impulsos utópicos que en muchas latitudes hacían cimbrar
modelos de autoridad y gobierno. Procuramos una manera peculiar de ser genuinamente
modernos: en la relación entre las generaciones, en el modo de interpelar al poder, me-
diante el deseo de vivir de manera más acorde con la creatividad cultural de los tiempos,
intentando que la acción política sirviera a las desatendidas causas del pueblo mexicano.
El régimen no respondió a las demandas de los jóvenes. Los políticos carecieron de acti-
tud para entablar un diálogo genuino. La crítica estudiantil disolvió su halo de legitimidad
revolucionaria y desarrollista; sacó a la luz sus figuras anacrónicas y descolocadas: el ta-
lante autoritario del sistema quedó exhibido. Entre la descalificación oficial con sus tesis de
la conspiración comunista y la conjura de los intelectuales y el desdén con el que las clases
acomodadas miraron la acción juvenil, se perdió la oportunidad de aprovechar el aspecto
reformista del movimiento. A ello también contribuyó la incapacidad del Consejo Nacional
de Huelga para encauzar el frenesí de los sectores extremistas del movimiento.
A pesar del estupor provocado por la violencia criminal del Estado, México fue otro. Me-
jor dicho, quiso ser otro y comenzó a serlo durante 1968. Ese año nació un proyecto nuevo
para el país: un horizonte de transformaciones por realizar que aún no termina de revelar su
significado y alcances. El movimiento del 68 fue derrotado sólo en apariencia porque acertó
al plantear la necesidad de superar carencias elementales en la organización de la sociedad
y atavismos inadmisibles en su conducción política. Salió victorioso porque hizo eco de
agravios históricos provocados por un sistema económico-político que repartía de manera
injusta los beneficios y las cargas del trabajo productivo. Si la nación se hubiera sustentado,
en lo político, sobre bases democráticas y, en lo económico, sobre cimientos equitativos,
el movimiento no habría pasado de ser una reyerta entre preparatorianos y policías: jamás
habría convocado a las multitudes que desafiaron con su marcha silenciosa, con su solida-
ridad callada, al arreglo político, económico y cultural de la República.
La razón más importante por la que triunfaron los jóvenes del 68 no consiste en haber
expuesto lo que no funcionaba o en haber mostrado aspectos brutalmente negativos de la
realidad mexicana. Tampoco en el radicalismo de algunos sectores que se identificaban con
las agitaciones revolucionarias de la época. Reside en que los ciudadanos comunes descu-
brieron la importancia de las reivindicaciones democráticas y liberales. Probablemente no
fue una consecuencia anticipada por nadie, sino un aprendizaje obtenido tras la experien-
cia de las asambleas y los actos de organización espontánea que permitieron a los habitantes
de la Ciudad de México sentirse dueños de sus calles, sus plazas y su destino. En el fondo,
el movimiento trascendió porque abanderó un propósito a tono con las preocupaciones
mundiales de la posguerra: vivir en una sociedad abierta, en la que tengamos derechos re-
conocidos y prerrogativas consagradas para criticar el orden social y modificarlo, en la que
podamos realizar nuestros deseos individuales y colectivos sin interferencias de burocra-
cias políticas o censores morales.
Quienes leyeron con lucidez la coyuntura, comprendieron que en 1968 México puso en
su camino, aunque a tientas, la meta de llegar a convertirse en una sociedad genuinamente
democrática, próspera, de bienestar, así como de costumbres públicas más acordes con el
nivel de desarrollo cultural y material que había alcanzado a pesar de sus desequilibrios, so-
bre todo en ciertas zonas urbanas. Al paso del tiempo, se hizo evidente que necesitábamos
aprobar estas asignaturas pendientes. Comenzó a asumirse que un régimen que no permitía
elecciones limpias, libertades sindicales y de prensa, imperio de la ley, equilibrio de pode-
res, auténtico federalismo y partidos competitivos, no podría justificarse más a partir de la
creencia de que así se garantizaba la paz social porque se lograba una evolución paulatina y
sin sobresaltos hacia una modernidad propia.1 ¿En qué consistía esta modernidad propia,
oficial, a la mexicana? En crear un sistema que se sostiene en la negociación corporativa
y la veneración presidencialista, de manera que evita una “excesiva” participación popular y
el consiguiente peligro de que sobrevengan las patologías típicas de la región latinoameri-
cana: radicalismo revolucionario, comportamiento dictatorial o anarquía. Esta defensa de
nuestro atraso político fue superada por los hechos de 1968.
La tesis de que había que preservar a toda costa el armonioso tránsito mexicano a la mo-
dernidad, evidente para el mundo en la organización de la Olimpiada, está detrás de la
narrativa que utilizó el presidente Díaz Ordaz para justificar la noche de Tlatelolco. Era de
esperarse que un gobierno acostumbrado a ejercer un poder vertical desoyera las voces
que le pedían reconocer derechos y ampliar libertades. La sordera oficial tenía historia.
Se hizo presente, por ejemplo, en las movilizaciones reprimidas de campesinos, ferroca-
rrileros, maestros y médicos, durante las décadas de 1950 y 1960, que dejaron una estela
de presos políticos, algunos asesinatos y deterioro en la legitimidad revolucionaria del sis-
tema. Un diagnóstico parecido –de proclividad al autoritarismo– aparece si se ausculta el
1
La tesis de la evolución política de México como un proceso sui generis que le permitió evitar la anarquía y la dicta-
dura, al tiempo que cambia de manera paulatina para llegar a ser, algún día, una democracia, fue argumentada por el
politólogo estadounidense Robert E. Scott, en su libro Mexican Government in Transition (Scott, 1964).
2
El doctor Salvador Nava Martínez ha sido uno de los luchadores sociales más importantes de la historia de México
en el siglo xx. Fue alcalde independiente de San Luis Potosí en 1959 y después se postuló para gobernador. Sin em-
bargo, no le fue reconocido su triunfo; su movimiento fue reprimido violentamente –incluso con víctimas fatales– y
él mismo fue encarcelado y torturado. Muchos años después volvió a la vida política y en 1991 contendió otra vez por
la gubernatura de San Luis Potosí; tampoco le fue reconocido su triunfo.
3
Aunque también hubo muchos encierros, pues los detenidos y encarcelados –ilegalmente–- en el contexto del
movimiento del 68 fueron miles. También habría que considerar los torturados, golpeados y heridos.
de acción elegidos por hombres con información insuficiente, medios limitados, intereses
y valores en juego, además de sentimientos y emociones que los pueden rebasar. Los ac-
cidentes históricos, los hechos fortuitos y no intencionados suceden, pero en el marco de
circunstancias que los hacen posibles. Un suceso de la gravedad del 2 de octubre no puede
considerarse simplemente como el resultado de una decisión infortunada de un presidente
rígido e irascible o a cargo de un colaborador perverso y maquiavélico. Tampoco como la
consecuencia no intencionada de una confusión entre agrupaciones militares o policiacas
o como el efecto de una provocación deliberada en el teatro de operaciones.
Estas vicisitudes se presentaron de un modo u otro, al igual que los errores del movi-
miento al cometer excesos que contribuyeron a desbarrancar los intentos de negociación.
Abundan las crónicas que recurren a ellas en mayor o menor medida para dar cuenta de lo
acontecido. Empero, las descripciones de esas incidencias no explican la noche de Tlate-
lolco en su dimensión histórica y significación sociopolítica. En su aspecto de comprensión
profunda, la matanza –y las miles de detenciones y encarcelamientos, las torturas, los allana-
mientos, la toma de instalaciones educativas y la violación a la autonomía universitaria– no
puede interpretarse sino como la expresión más extrema y dislocada de un establecimiento
político autoritario que encontró sus límites para realizar metas, resolver problemas y con-
trolar tensiones.
Recurrir a la violencia masiva fue el error catastrófico –en el sentido de falla sistémica–
que hizo notoria la obsolescencia de una estructura de relaciones de poder, la crisis de una
cultura política y la petrificación de una forma de vida pública. La consecuencia: el gobierno
fue incapaz de gestionar exigencias de actores sociales con expectativas democrático-libera-
les y reivindicaciones de carácter material, lo que suponía discutir abierta y horizontalmente
la estrategia para superar, o cuando menos atenuar, las desigualdades provocadas por las
relaciones económicas imperantes en la base del edificio social.4 Concurrieron, pues, fac-
tores coyunturales y estructurales para crear un escenario en el que los actores a cargo de
las decisiones clave consideraron que estaba en juego el arreglo institucional fundamental
del que dependía la continuidad del sistema político y social mexicano. Y se prefirió lanzar
4
Octavio Paz afirma, en Postdata, que “ni las peticiones de los estudiantes ponían en peligro al régimen ni éste se
enfrentaba a una situación revolucionaria”. Esto es cierto sólo en parte, pues plantear así las cosas es ignorar el contexto
socio-histórico de México y la efervescencia mundial prevaleciente en esos años, que sí configuraban oportunidades
para el surgimiento de opciones revolucionarias y su despliegue, las cuales le daban un sentido estratégico ulterior a
las demandas contenidas en el pliego petitorio estudiantil. Una situación como ésta refleja el carácter potencialmente
disruptivo que pueden tener las reivindicaciones democrático-liberales, en la medida en que pueden dar pie a otras de
carácter material o de reconocimiento de derechos culturales, etc. De ahí también su importancia. Por consiguiente,
hay que tratar de entender la decisión de Díaz Ordaz como algo más complejo que una agresión ocasionada por la
neurosis, el miedo y la inseguridad, y más sofisticado –aunque no por ello menos condenable– que una regresión a las
costumbres del mundo azteca, que es como Paz argumenta su explicación del 2 de octubre (Paz, 2014: 258).
el régimen al despeñadero de una crisis mayor –que duraría décadas– antes que propiciar
un momento de reflexión pública sobre lo público.5
Si no fuese así, si la crisis manifestada a través del conflicto del 68 no hubiera tenido tal
complejidad, es probable que las tensiones entre el movimiento y el gobierno no hubieran
desembocado en un desenlace tan desastroso. Fue la suma de esas delicadas circunstancias
históricas –sobre todo por el contexto de la Guerra Fría, los Juegos Olímpicos y un pasado
nacional cargado de agravios que podían estallar– lo que hizo verosímil para el presidente
Díaz Ordaz una narrativa que obligaba al Estado a suprimir como fuera lo que se percibía
como un brote subversivo mayor. Dejarse abrumar por ese contexto institucional, histórico
y simbólico tan avasallador impidió al gobierno manejar la situación: interpretar las de-
mandas de los jóvenes de una manera sofisticada, comprensiva y con un lenguaje sincero y
asertivo, eran los requisitos para encontrar una solución negociada al conflicto.
El desenlace fue terrible no sólo por la atrocidad de lo ocurrido y el injusto castigo in-
fligido a los manifestantes de la Plaza de las Tres Culturas, sino también porque el régimen
mostró una cara que había mantenido convenientemente oculta. Dio razón a la tesis de
que toda paz instaurada tiene su origen en un crimen. La masacre advino como la prueba,
tristemente por la sangre, de que todo un sistema, o mejor dicho, un orden histórico, se ha-
bía agotado y era urgente iniciar su reforma. Tal vez la matanza se hubiera podido evitar si
consideraciones como éstas hubiesen cruzado por la mente del Presidente de México y sus
principales colaboradores. La salida fácil, en el mal sentido del vocablo, era retroalimentar,
mediante el discurso de la descalificación, la creencia en el radicalismo del movimiento y,
por tanto, en la justeza y necesidad del tratamiento prescrito. Fue el que se eligió:
No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si
es necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar
llegaremos (Poniatowska, 1971: 256).
Con estas palabras pronunciadas por el presidente Díaz Ordaz en su informe de gobierno
del primero de septiembre de 1968, prácticamente se dio paso libre a la violencia, lo que
significó renunciar a la palabra como el recurso político por antonomasia, como la divisa
que distingue a un régimen democrático. El daño al sistema fue irreversible.
La premisa de conducción gubernamental debió haber sido, por supuesto, no anu-
lar al interlocutor: reconocer la pertinencia de sus planteamientos y actuar de manera
concertada con los jóvenes movilizados. En el plazo inmediato había que responder afir-
mativamente por lo menos a las demandas más importantes del Consejo Nacional de
5
Es célebre el comentario al respecto que hiciera Daniel Cosío Villegas: “el único remedio: hacer pública de verdad
la vida pública”, citado por Octavio Paz (2014: 257).
Los dictados de la ética y la prudencia suelen acertar en el plano teórico; ejecutarlos es cosa
distinta. Se dirá –y estoy de acuerdo– que para los dirigentes del Estado era muy compli-
cado dar un golpe de timón como el que aquí se sugiere. En contra de ello estaba la ruta de
institucionalización que el sistema siguió al concluir la etapa armada de la Revolución y
de cuyas constelaciones de intereses no podía desprenderse fácilmente. Además, a ese con-
junto de compromisos enquistados correspondía, como su correlato natural, una visión de
la política jerárquica y cerrada. Esas cargas del pasado revolucionario mexicano eran to-
davía muy pesadas a fines de los sesenta. Por eso, el telón de fondo que le da significado y
valor a los propósitos del 68 es el descontento social que se ahondó tras la incapacidad de
la Revolución hecha gobierno para cumplir sus promesas y para evitar convertirse en una
armadura de hierro impuesta sobre la sociedad.
Un autor fundamental, Daniel Cosío Villegas, analizó el fracaso de la Revolución:
México viene padeciendo hace ya algunos años una crisis que se agrava día con día; pero, como
en los casos de enfermedad mortal, nadie de la familia habla del asunto, o lo hace con un opti-
mismo trágicamente irreal. La crisis proviene de que las metas de la Revolución se han agotado,
al grado de que el término mismo de revolución carece ya de sentido. Y, como de costumbre, los
grupos políticos oficiales continúan obrando guiados por los fines más inmediatos, sin que a nin-
guno parezca importarle el destino lejano del país (Cosío Villegas, 2002: 25).
El ensayo, titulado “La crisis de México”, aparecido en 1947, fue infundadamente criticado
y casi completamente incomprendido. No agradó ni a la izquierda ni a la derecha y menos
a los representantes del mundo oficial que en esos años aún flotaban cómodamente sobre
las cálidas aguas del incuestionado discurso revolucionario. Según Enrique Krauze, “sólo
José Revueltas asimiló el sentido del ensayo”. Es un pequeño clásico. Se puede leer y re-
leer: siempre nos dirá algo sugerente. Pero la perpetua actualidad de “La crisis de México”
contiene un aspecto poco agradable que va más allá del talento de su autor. El método que
utiliza y las conclusiones a las que arriba mantienen su validez porque la realidad nacional
nunca cambió en lo esencial. Ni en los años sesenta ni en nuestros días. Este es el punto de
partida de Cosío Villegas: “Las primeras cuestiones que debieran considerarse para enten-
der la crisis, para calibrarla y resolverla, son: cuáles eran las metas de la Revolución, cuándo
se agotaron y por qué” (2002: 25).
Sigamos el argumento central de Cosío Villegas. Los principales propósitos de la Re-
volución fueron tres: 1) la conquista de la libertad política y la democracia, o sea, evitar
que el poder se concentrara de manera excesiva e indefinida en una persona o en un
grupo; 2) la promoción de la justicia social, lo que implicó realizar la Reforma Agra-
ria y responder a las reivindicaciones del movimiento obrero, gracias a la acción de un
gobierno nacional activo y promotor del desarrollo y, 3) la afirmación de los intereses
nacionales de México por encima de los promovidos en nuestro suelo por parte de po-
tencias extranjeras.
Estos conjuntos de metas, que tenían como requisitos subyacentes impulsar la educa-
ción, construir infraestructura y conjugar los factores de la producción para traer riqueza
y desarrollo, se decantaron tras un sinuoso proceso de cambios políticos en la nación. No
fueron fines conscientemente consensados por las fuerzas revolucionarias: se asumieron
más al azar de los conflictos que mediante un plan organizado y meditado. Las metas de la
Revolución se agotaron porque a pesar de sus no pocos logros materiales –carreteras, es-
cuelas, instituciones, industrias–, los gobiernos surgidos de su seno no transformaron al
país, “haciéndolo más feliz”. Sobre todo, no se consolidó un régimen verdaderamente de-
mocrático y tampoco se avanzó en la igualación de las condiciones sociales y económicas
de la mayoría de los mexicanos.
A pesar de que se proscribió la reelección, el Congreso no jugó un papel de verdadero
contrapeso y no tuvimos una prensa libre y crítica. La educación tampoco se desarrolló
con la consistencia necesaria, más allá de unos doce años en que se dejó sentir la impronta
creativa de la obra de Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública. La Re-
forma Agraria fue inconsistente e improductiva; no dio a los campesinos libertades, sino
que los sujetó al Estado. El movimiento obrero –tutelado– convirtió a las organizaciones
de los trabajadores en apéndices del gobierno. En pocas palabras, los gobernantes surgi-
dos de la Revolución no estuvieron a la altura de las metas que ésta se propuso. Ninguno
hizo mejorar de modo consistente la vida de las mayorías. A todo lo cubrió la oscura y fé-
rrea capa de la deshonestidad.
El resultado de todo esto lo sintetiza magistralmente Cosío Villegas en este párrafo car-
gado de terrible actualidad y rematado con un presagio sombrío:
[…] una corrupción administrativa general, ostentosa y agraviante, cobijada siempre bajo un
manto de impunidad al que sólo puede aspirar la más acrisolada virtud, ha dado al traste con
todo el programa de la Revolución, con sus esfuerzos y con sus conquistas, al grado de que para
el país ya importa poco saber cuál fue el programa inicial, qué esfuerzos se hicieron para lograrlo
y si se consiguieron algunos resultados. La aspiración única de México es la renovación tajante, la
verdadera purificación, que sólo quedará satisfecha con el fuego que arrase hasta la tierra misma
en que creció tanto mal (Cosío Villegas, 2002: 49-50).
¿No son los agravios recogidos por “La crisis de México” similares en lo fundamental a los
expresados por los jóvenes en 1968? ¿No manifiestan la continuidad de una estructura de
intereses enquistados en el modo de operar del sistema político nacional? Los motivos del
cnh no diferían, en esencia, de lo que originaba el malestar sentido por un gran sector del
pueblo mexicano desde el fracaso de los gobiernos revolucionarios para estar a la altura
de las aspiraciones de la gesta social de 1910. Otra pregunta que cae por su propio peso, en
este medio siglo del 68, es si el programa impulsado por Morena, la nueva fuerza hegemó-
nica nacional a partir de 2018, no contiene nada que no estuviese ya presente, desde hace
cincuenta años y más, en la lista nacional de problemas irresueltos, enfrentados de manera
equivocada o negligente por los gobiernos llamados neoliberales y por los gobiernos de la
transición democrática.
Los jóvenes del 68 le impusieron al sistema político y al país una gran responsabilidad. Le
dieron expresión a necesidades de cambio ocasionadas tanto por las insuficiencias del régi-
men nacional, como por las transformaciones culturales, políticas y económicas ocurridas
en el contexto mundial. Volvieron obligado considerar que, si se quería dar una respuesta
seria a sus demandas, había que hacer adecuaciones institucionales al gobierno y modifi-
car las relaciones entre el Estado y la sociedad. Esto, ya de por sí complicado, implicaría
transformar la economía del país y prepararla para adaptarse al nuevo mundo que estaba
surgiendo. Tan gravoso era el desafío que haría pensar que Marx se equivocó al afirmar que
las sociedades sólo se proponen las metas que pueden realizar. En el caso mexicano no es
claro que la nación y sus élites podían hacer frente a la complejidad del post 68. Acaso no
estaban siquiera plenamente conscientes de todo lo que estaba en juego. Así parece, luego
de cincuenta años de batallas con resultados ambiguos, insuficientes y desconcertantes. En
todo caso, habría que explicar las incapacidades, los conflictos y las dificultades –incluyendo
los vicios y las mezquindades– que han impedido hacer justicia cabal a las exigencias na-
cionales de cambio que han marcado nuestra época.
No era sencillo acometer las reformas que se necesitaban ni diseñar y aplicar la estra-
tegia precisa para transformar al país sin violentarlo u orientarlo para que caminara en la
dirección correcta y a la velocidad necesaria ni pecar de omisión, pero tampoco de acción
excesiva, intempestiva o con factores discordantes. Implicaba saber cómo eslabonar, en un
proceso coherente, aspectos tan diversos y potencialmente contradictorios como cambiar o
corregir el modelo de desarrollo, hacer compatibles intereses públicos y privados, proyectar
el tamaño adecuado del Estado y el alcance óptimo de las relaciones de mercado; empezar
a resolver las ineficiencias estructurales de la economía, realizar una reforma fiscal, superar
los rezagos educativos, favorecer la creación de empleos, impulsar al sector social y coope-
rativo, vincular el conocimiento y la tecnología con la vida productiva, volver eficiente a la
burocracia y eficaz a la administración, atender los reclamos sociales y las desigualdades
históricas... Acomodar, en fin, los propósitos y las visiones de políticos, funcionarios, em-
presarios, empleados, mujeres, obreros, campesinos, estudiantes, para acordar los términos
de un crecimiento económico sustentado sobre bases más sólidas.
Esta tarea, ahora lo sabemos, no requería un Estado débil, sino lo contrario: uno fuerte
pero democrático y regido por leyes, honesto, eficaz y respaldado por una ciudadanía ac-
tiva y decidida a velar por sus intereses. En vez de una sociedad egoísta o atomizada, una
comprometida con el bien público, entendido como algo que no se reduce a la suma de las
felicidades de individuos aislados. Cincuenta años después resulta evidente que había que
llamar a todas las fuerzas políticas, económicas y culturales del país a comenzar todo de
nuevo; recrear nuestro proyecto nacional, aunque sin objetivos absolutos o afán de conquis-
tas sociales totales, y considerando siempre las consecuencias posibles de nuestros actos,
intencionadas o no. La labor incluía reconstruir la lealtad civil y la legitimidad general del
sistema, revitalizar el compromiso cívico y la cohesión de la sociedad. Sobre todo, poner en
el centro de la vida nacional a la política: el diálogo como instrumento de entendimiento,
la razón pública como criterio para tender puentes entre quienes defienden intereses en-
contrados, la formación de poder ciudadano para dotar a la autoridad pública de capacidad
para evitar la corrupción y controlar la influencia del dinero en la vida pública. Revisar los
arreglos institucionales y las leyes, examinar los efectos cívicos de costumbres, modales y
formas, valorar la eficacia de las reglas que ordenan la competencia por el poder, su distri-
bución, sus límites y contrapesos. También reconsiderar el papel del gobierno y sus alcances
como conductor de la sociedad para explorar nuevas formas de coordinación con actores
emergentes que reclamaban un sitio en la arena pública. Y, claro, buscar traducir todo esto
diantes y acercarse a los sectores descontentos mediante un discurso de crítica a las cúpulas
empresariales, afirmación de la identidad revolucionaria del régimen y pomposa solidaridad
con los movimientos internacionales de izquierda. El viraje fue algo más que una ocurren-
cia derivada de la personalidad de Echeverría. Por aquellos días comenzaba a mermar de
manera más clara la capacidad del Estado para manejar las contradicciones del sistema: los
recursos para granjearse legitimidad popular a cambio de bienestar material se volvieron
escasos y las exigencias sociales aumentaron. Con todo, el gobierno de Echeverría insis-
tió en continuar y profundizar este esquema, lo que provocó que el gobierno cayera en una
crisis fiscal y de irracionalidad administrativa permanente. Hacia el final del sexenio, el sis-
tema en su conjunto derivó hacia una situación de crisis económica y una larga coyuntura
de complicaciones políticas de muy difícil manejo.
El problema se había incubado antes, cuando, por falta de autocrítica o de imaginación,
el gobierno desaprovechó la oportunidad de utilizar el alto crecimiento económico soste-
nido durante años como palanca para implantar un modelo de desarrollo a tono con las
oportunidades del momento y capaz de anticipar los desafíos que vendrían. Faltó deter-
minación y creatividad para buscar saltos cualitativos en las formas de invertir, producir,
educar, innovar, pagar impuestos, intercambiar, consumir y cuidar la hacienda pública, que
nos dieran mayor eficiencia como país y, por consiguiente, más fortaleza e independencia
económica frente al exterior. No lo hicimos a pesar de que el milagro mexicano nos había
dado margen para intentarlo. No enfrentamos con racionalidad la nueva etapa del capita-
lismo que sobrevino tras el fin de los años dorados de la posguerra, la caída de los modelos
keynesianos y el resurgimiento del liberalismo comercial a escala mundial. Estas desaten-
ciones le estallaron en las manos al sucesor de Díaz Ordaz y también al presidente López
Portillo. Desembocaron en el horror económico de inflación, devaluaciones, fuga de capi-
tales y desconfianza que tuvieron que vivir varias generaciones de mexicanos, empresarios,
obreros, campesinos, profesionistas, cabezas de familia.
Era muy difícil prever que el milagro mexicano no volvería, que la época mundial ha-
bía cambiado y que las premisas del funcionamiento de las economías nacionales serían
muy distintas. Lo que se había vuelto evidente, sin embargo, era la necesidad de enten-
der que las arcas del gobierno y la infraestructura del sector público tenían límites y que la
opción más adecuada para enfrentar la situación no pasaba por aumentar indiscriminada-
mente el número de empresas estatales (así fuere con el pretexto de la creación de empleos)
ni sobrecargar con mayores responsabilidades económicas al sector público y mucho me-
nos centrar en la Presidencia de la República la toma de decisiones en materia de finanzas
públicas y política económica en general (Zaid, 2012). Hacerse cargo de las crecientes de-
mandas sociales mediante programas públicos ineficientes y estrategias gubernamentales
equivocadas implicó el incremento del déficit fiscal, el crecimiento drástico de la deuda ex-
terior y un alza incontenible de los precios.
Esa fue la tónica del gobierno mexicano de Echeverría a López Portillo, quien en esen-
cia continuó el mismo tipo de políticas, aunque creyó, erróneamente, superar los problemas
económicos mediante la expectativa de bonanza generada por la explotación de nuevos ya-
cimientos petroleros. No previó las bajas en los precios de los hidrocarburos ni las alzas en
las tasas de interés aplicadas a los préstamos que solicitó el gobierno para sustentar la in-
versión en infraestructura petrolera. En cualquier caso, se desestimaron las advertencias
de que no era conveniente sostener la estabilidad política mediante subsidios a los precios,
buenos salarios, cargos burocráticos, concesiones sindicales, gasto social y dispendio en
oficinas gubernamentales. Es cierto que desde una perspectiva ética algunas de estas prác-
ticas se podían justificar, como el gasto social y los buenos salarios a los sectores populares,
pero sólo como un recurso provisional mientras se establecían nuevas bases para susten-
tar la viabilidad financiera del Estado y la plausibilidad del modelo de desarrollo nacional.6
El enrarecido clima político post-68 y el crecimiento de la clase media generada por la
industrialización de los últimos lustros obligaron al gobierno a liberalizar al sistema como
medida de descompresión. Por consiguiente, el presidente Echeverría implantó la “aper-
tura democrática”, que fue más retórica que real. En cualquier caso, liberó presos políticos
–entre ellos José Revueltas y Heberto Castillo, por cierto– y se mostró proclive a atender a
grupos sociales tradicionalmente excluidos, particularmente a los jóvenes, cooptó a algu-
nos líderes del movimiento del 68, reconoció la autonomía de varias universidades públicas
y fundó nuevas a lo largo y ancho del país. Para los campesinos, los obreros y los sectores
populares el gobierno de Echeverría amplió los subsidios al campo, propició un mayor re-
parto agrario, dio libertades sindicales, favoreció la mejora salarial y el control de precios
de la canasta básica de satisfactores. Además, llevó atención a la salud a zonas rurales y am-
plió muchos servicios proporcionados por el Estado.
Las medidas fueron insuficientes para restaurar la armonía social y política: el 10 de ju-
nio de 1971 el fantasma de la represión apareció de nuevo con el llamado halconazo. En esta
masacre murieron más de cien jóvenes que marchaban con destino al Zócalo de la Ciudad
de México, partiendo del Casco de Santo Tomás. Fueron brutalmente atacados por un grupo
paramilitar llamado “Los Halcones”, que tenía apoyo de militares, policías y personal de la
tristemente famosa Dirección Federal de Seguridad. Los estudiantes se manifestaban en so-
6
Cabe preguntarse si la crisis económica se habría presentado de manera similar en caso de que México hubiese sido, en
aquellos años, una democracia consolidada, con libertades de prensa y de crítica, contrapesos entre los poderes públicos
y pluralidad de partidos competitivos. Es decir, si la estabilidad y la legitimidad del régimen se hubiesen fincado en usos
republicanos del poder, ¿el régimen se habría visto obligado a romper los balances en los intercambios de bienes de autori-
dad por apoyo popular y lealtad de masas? Es imposible saberlo, aunque los años posteriores al 68, los de la transición a la
democracia, nos han enseñado que se requieren muchas condiciones para esperar mayor mesura y sensatez del gobierno,
aun cuando éste se legitime por las urnas. Paulatinamente, el sistema agotó su capital de legitimidad política –que le venía
de su capacidad para distribuir recursos–, porque recurrió demasiado a reprimir las demandas por insensibilidad política
o, simplemente, por tener sus arcas vacías y no poder atenderlas como solía hacerlo.
Los presidentes Echeverría y López Portillo inauguraron la época de los sexenios que ter-
minaban en medio de crisis económicas y políticas: descontento empresarial, polarización
social, irritación popular, devaluaciones, fuga de capitales, deuda externa inmanejable, ban-
7
El otro candidato, sin registro, fue Valentín Campa, postulado por el Partido Comunista Mexicano, en ese entonces
todavía en la clandestinidad.
carrota pública... Tal vez por eso, fueron los últimos mandatarios que tuvieron cierta manera
de pensar el país y la gestión administrativa: los últimos presidentes de origen “revoluciona-
rio”. A los ojos de los políticos de la nueva élite que los sucedió, el problema era estructural:
con audacia asumieron que había que cambiar de modelo de desarrollo y establecer nuevas
bases de funcionamiento de la economía. Pero hasta allí llegaba su entusiasmo reformista: no
era necesario transformar la política y propiciar un tránsito a la democracia que condujera
a la renovación del régimen, la maduración cívica de la ciudadanía y el desarrollo de parti-
dos políticos capaces de ser verdaderas alternativas al Partido Revolucionario Institucional
(pri). Su noción de reformar al Estado consideraba únicamente la dimensión económica
del asunto: liberar al gobierno de sus compromisos redistributivos para dejarlo sin las pre-
siones sociales que socavaban su legitimidad y la estabilidad del sistema en su conjunto. En
todo caso, las demandas de atención a problemas sociales de pobreza, salud y educación
se podían enfrentar con acciones asistenciales dedicadas a los sectores más desfavorecidos.
Al paso del tiempo llama la atención la estrechez del cambio que se pretendía implan-
tar en el país –y que se implantó–, porque no rindió buenos frutos ni en lo económico ni
en lo político. El presidente De la Madrid no sólo terminó su sexenio con una elevada in-
flación, con devaluación y quiebra de las finanzas públicas, sino también con una grave
crisis política. En el contexto de la sucesión presidencial de Miguel de la Madrid, su par-
tido, el Revolucionario Institucional, sufrió una división histórica (de la que luego surgiría
el Partido de la Revolución Democrática, prd). El Frente Democrático Nacional, producto
de una alianza de expriistas con varios partidos,8 realizó una exitosa campaña de apoyo a
la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, hijo del expresidente Lázaro Cárdenas
y hombre de izquierda moderada. La consecuencia fue que De la Madrid entregó el poder
a un sucesor acusado de llegar a Los Pinos mediante un fraude electoral. El gobierno, sin
embargo, desoyó el clamor ciudadano que exigía anular la elección y revertir los efectos de
la famosa caída del sistema, ocurrida la noche del 6 de julio de 1988.
Fiel a la visión de la nueva generación de políticos llegados al poder, el presidente Sa-
linas dio prioridad a la transformación económica del país y dejó en segundo término
la modernización política. De acuerdo con esta perspectiva, compartida por los gobier-
nos subsecuentes, hasta el del presidente Peña Nieto, urgía dejar en el pasado los viejos
compromisos del régimen con sus bases tradicionales de apoyo: descargar al Estado de la
responsabilidad de distribuir oportunidades económicas y beneficios materiales a las gran-
des mayorías. Se trataba, en otras palabras, de despolitizar la gestión del bienestar social,
el salario y el empleo: considerar estos asuntos como problemas económicos que, en teo-
ría, habrían de resolverse por los mecanismos neutrales del mercado. Para lograrlo había
8
El Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, el Partido Mexicano Socialista, el Partido Popular Socialista y el
Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional.
que expandir las libertades económicas y facilitar la operación de las empresas, reducir re-
gulaciones, abrir oportunidades comerciales, flexibilizar los procesos de trabajo, eliminar
obstáculos legales derivados de derechos laborales y medidas similares que apelaban a la
idea de la racionalidad intrínseca de los mercados y los actores económicos y que, además,
estaban en correspondencia con posiciones teóricas identificadas con el liberalismo econó-
mico, o más específicamente, con el llamado neoliberalismo y el Consenso de Washington.
Se esperaba, en suma, que, dejando libre de interferencias a la actividad de los mercados, la
economía volvería a crecer en proporciones importantes y los problemas sociales del país
–pobreza, desigualdad, empleo– se resolverían por añadidura.
La nueva élite gobernante se propuso reducir el tamaño del sector público y disciplinar las
finanzas públicas. Asimismo, como elemento clave, abrir a México a la inversión extranjera,
el comercio internacional y, en general, insertar al país en las dinámicas de la globalización.
De ahí la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (tlcan), que significó
un parteaguas en términos de la renuncia a los compromisos del viejo nacionalismo eco-
nómico de corte echeverrista. Un problema general de la política económica fue que el tipo
de capitalismo que se impulsó no fue democrático, es decir, consistente en un esquema de
reglas que brindaran oportunidades más o menos equitativas para el grueso de los empre-
sarios mexicanos. Más bien, se implantó un capitalismo exclusivo de los grupos económicos
asociados con la nueva élite política emergente y con el entorno empresarial mundial que
se configuró con el desarrollo de la nueva economía global. Esos principios de actuación
presidieron la lógica con que se asignaron y vendieron los activos del Estado que se privati-
zaron, desde los bancos hasta las empresas de televisión y telecomunicaciones. Esa práctica
ha continuado hasta ahora, en el marco de las reformas a la industria energética y petrolera
aprobadas por el gobierno del presidente Peña Nieto, lo que pone en tela de juicio el ca-
rácter democrático y republicano de la modernización impulsada por la élite en el poder.9
Muchas de las reformas aplicadas a partir del sexenio salinista tenían sentido. Obser-
var una mayor disciplina fiscal y ordenar las finanzas públicas, por ejemplo, o descargar al
Estado de la propiedad y gestión de empresas no estratégicas eran medidas necesarias. Lo
mismo se puede decir de algunos aspectos que fueron positivos de la liberalización econó-
mica y la apertura comercial –y del propio tlcan. Tales decisiones contribuyeron a modernizar
la economía nacional; seguramente favorecieron a muchos consumidores y propiciaron que
algunos sectores de la planta productiva nacional se volvieran más eficientes. Sin embargo,
cabe preguntarse si, a fin de cuentas, la distribución de las pérdidas y las ganancias fue la
óptima desde un punto de vista ético y democrático; si no hubiera sido esencial cuidar más
9
Considérese la falta de calidad en las deliberaciones que condujeron a la aprobación, en las cámaras de Diputados
y Senadores, de importantes cambios a la Constitución de 1917 en el periodo salinista, de las reformas estructurales
durante el mandato de Enrique Peña Nieto.
la apertura comercial y la inserción en la globalización, sobre todo por la velocidad y los al-
cances con que se hicieron, de manera que importantes sectores nacionales no quedaran a
expensas de las fuerzas económicas mundiales, como realmente sucedió en muchos casos;
o si no se dejaron desprotegidos grupos sociales tradicionales, como los campesinos y los
indígenas, que se vieron rebasados por reglas que terminaron destruyendo las bases eco-
nómicas, productivas y materiales sobre las que se sostenían sus condiciones de existencia.
El problema fue de concepción sobre el tipo de modernización que se buscaba: de quiénes
eran los protagonistas del cambio impulsado, de dónde se concentraban las oportunidades
y qué grupos humanos ponían la parte más costosa. Elevar los salarios, por ejemplo, nunca
fue considerada una medida estratégica para mejorar el nivel de vida de la población y for-
talecer la cohesión social, prueba de ello es que no se asumió como una condición para la
firma del tlcan o un componente en el diseño de las políticas económicas generales. Al
contrario, mantener los salarios bajos era parte de la ruta elegida para lograr la eficiencia
productiva y para que la inversión extranjera considerara atractivo a nuestro país. Tam-
poco se consideró a la educación como un aspecto prioritario de la modernización. Elevar
la calidad de la educación básica sigue siendo una asignatura pendiente desde tiempos del
presidente Salinas y hasta la actualidad. Y las tasas de cobertura educativa superior siem-
pre han sido extremadamente bajas e inadecuadas para propiciar un desarrollo económico
como el que requiere un país del tamaño y la importancia de México. Ni qué decir del apoyo
al desarrollo científico y a la transferencia de tecnología a procesos productivos, aspectos
fundamentales de la competitividad de las economías contemporáneas que no han sido un
eje de las políticas aplicadas de manera sistemática por los gobiernos mexicanos.
El presidente Salinas y los que vinieron después establecieron programas de asistencia-
lismo social para paliar las consecuencias colaterales de la liberalización económica. Pero
fueron eso: paliativos pensados para mitigar la pobreza, de manera que los gobiernos sali-
nistas y postsalinistas (es decir, los de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto)
nunca se han ocupado por establecer un modelo de desarrollo que por su propio funcio-
namiento –impulsor en sí mismo de una distribución más equitativa de la riqueza– tienda
a hacer accesorias o complementarias las políticas sociales. En un ensayo reciente, Ricardo
Becerra explica este problema de una forma que lo clarifica, pues revela la verdadera natu-
raleza de las políticas económicas imperantes:
Se configuró, así, desde hace poco más de treinta años, una política económica que ge-
neró un severo déficit de bienestar y seguridad social en la sociedad mexicana. No es éste
el lugar para profundizar sobre el tema, pero los efectos de estas políticas son evidentes.
Es paradójico que las medidas del posnacionalismo revolucionario, es decir, el salinismo
y sus continuadores panistas y peñanietistas, al final no lograron revertir la tendencia
del régimen mexicano a perder la legitimidad y el apoyo popular. Aunque puede haber
vaivenes y matices por los actores implicados y la naturaleza de las reivindicaciones en
juego, los datos no permiten lugar a dudas. Entre el 6 de julio de 1988 y el 1 de enero de
1994, con el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, hay un esla-
bonamiento claro; lo mismo ocurre del 2 de julio de 2000 a las elecciones presidenciales
de 2006 y de 2012, estas últimas muy cuestionadas en su neutralidad por diversas razo-
nes; y, por supuesto, la cadena se extiende hasta la pasada elección de 2018: manifiesta
un clamor de sectores sociales muy importantes, cada vez más amplios que, por lo que se
puede apreciar, han manifestado su inconformidad con el sistema político y socioeconó-
mico. Además, hay otro aspecto de la paradoja mencionada que resulta, quizá, aún más
sorprendente: con todo y la rudeza y espectacularidad de las recetas económicas, aplica-
das sin restricciones, no se lograron buenos desempeños en la economía mexicana que
permitieran al Estado contar con recursos suficientes para repartir bienestar, construir
infraestructura y expandir los mercados internos. La economía no ha logrado restaurar,
de manera sostenida, los niveles de crecimiento de los años del milagro mexicano. Ri-
cardo Becerra explica así lo que ocurrió:
Después de la época de shocks y crisis fiscales, a principio de los ochenta, se configuró un cor-
pus que cobijó la privatización del Estado y la naturalización de la globalización: el Consenso
de Washington y las políticas “centradas en la eficiencia económica” con la aquiescencia del Te-
soro norteamericano, el fmi y el resto de las agencias de financiamiento multilateral. El problema
central de la economía de los años setenta, decían, tenía que ver con la intervención estatal, la
regulación exagerada, el entorpecimiento de la acción de los mercados. La desigualdad derivada
de los planes de austeridad sería el costo a pagar para que, por fin, los países con Estados ex-
cesivos se incorporaran a la senda global de los mercados libres y al crecimiento a largo plazo.
Hipótesis que nunca ocurrió. En un mea culpa posterior, quien fuera el animador y artífice de los
principios clave del “Consenso de Washington”, el economista John Williamson, escribió: “Ex-
cluí deliberadamente de la lista cualquier cosa que fuera redistributiva porque suponíamos que
las consecuencias equitativas serían un subproducto de los objetivos de eficiencia [...] el Was-
hington de los años ochenta era una ciudad esencialmente despectiva en cuestiones de equidad
porque entorpecerían la eficacia de las medidas de crecimiento”. Esta enumeración de conjetu-
ras más o menos fallidas viene al caso porque las políticas económicas en México, de una u otra
forma, han estado atadas a las visiones y prejuicios de esas corrientes económicas, al menos desde
la posguerra. Casi todas las escuelas coinciden en el precepto esencial: primero crecimiento, la
igualdad es lejana consecuencia (Becerra, 2017: 242-243).
Esa carencia es la prueba irrefutable del fracaso del modelo impuesto a rajatabla, de manera
autoritaria, por la actual élite gobernante política y económica. De ahí que hoy, el déficit
de bienestar señalado, dicho sea de paso, le está cobrando la factura al pri, al Partido Ac-
ción Nacional (pan) e incluso al Partido de la Revolución Democrática (prd), a lo largo y
ancho de la nación.
En medio de todo esto, la sociedad mexicana continuó su lucha por hacer avanzar la de-
mocracia. Si el camino elegido por los sectores radicales quedó vedado, luego de la guerra
sucia y las transformaciones mundiales que pusieron en primer plano las reivindicaciones
democrático-liberales por sobre las de carácter socialista, se abrió la oportunidad para que
las clases medias urbanas, sobre todo, comenzaran a tener un papel más protagónico en el
cambio político nacional. Fueron éstas las que alimentaron el crecimiento del pan –reno-
vado también por la afiliación de empresarios provenientes de las filas oficiales–, partido
que comenzó a caminar en una lógica de acumulación de triunfos y poder electoral.10
A su vez, la irrupción de la guerrilla en Chiapas ocasionó nuevas reformas electorales
que, entre otras cosas, profundizaron la autonomía del organismo electoral y prepararon el
terreno legal para la celebración de elecciones verdaderamente limpias y competitivas. En
1997, el prd llegó al poder en la Ciudad de México y por primera vez el partido del Presi-
dente de la República, en tiempos de Ernesto Zedillo Ponce de León, perdió la mayoría de
escaños en la Cámara de Diputados. Y el 2 de julio de 2000, tras 71 años de permanecer en
el poder, el pri perdió por primera vez la Presidencia de la República a manos de un partido
(Acción Nacional) que en los hechos se limitó a dar continuidad a las políticas económicas
y sociales adoptadas desde tiempos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari. El
resto ha sido una dinámica de pérdida del poder presidencial, pluralización y empodera-
miento del sistema de partidos, languidecimiento perjudicial del viejo sector corporativo y
crecimiento sin muchos frutos –ni organización suficiente– de la sociedad civil, todo ello
en el marco de un país que se vuelve más y más desigual y mantiene su incapacidad para
resolver sus problemas fundamentales, los mismos que en 1947 había identificado Daniel
Cosío Villegas.
¿Estos episodios, sin duda trascendentes, pueden considerarse parte de un proceso de
avance democrático? ¿Expresan una continuidad con lo exigido en 1968 por aquellos jóve-
nes cándidamente reunidos en asambleas que buscaban libertad y democracia para México?
10
Cabe aclarar que también el pan supo capitalizar parte de las luchas políticas de sectores populares por reivindi-
caciones materiales, como el derecho a la vivienda y el acceso a suelo urbano para beneficio público, sobre todo en las
grandes ciudades. Es el caso de León, Guanajuato. Al respecto, véase la tesis de doctorado de Jorge Hurtado (2014).
11
Aunque no siempre, como lo demuestran los agravios percibidos por el electorado de izquierda en 2006, por lo menos.
Nunca una elección tan aburrida ha anticipado un cambio tan profundo. El cambio que se apro-
xima es el más hondo que ha vivido la política mexicana en varias generaciones. No se acerca un
simple cambio de gobierno, la transmisión del poder de un partido viejo a un partido nuevo. La
transformación por venir alterará la brújula de la política, modificará sustancialmente el meca-
nismo del poder, alterará la imagen misma de lo social.
No es una tercera alternancia sino, tal vez, una segunda transición. El año 2000 terminó siendo
un simple relevo de partidos. Hoy reconocemos la trivialidad de la hazaña. Se limpió la escalera
de la ambición modificando mínimamente la maquinaria del poder. El cambio que viene se sos-
tiene precisamente en la denuncia del carácter oligárquico de la transición levantando la promesa
de una democracia auténtica. Se ofrece, por lo pronto, una idea distinta de las instituciones, del
pluralismo, de la naturaleza del conflicto y de los modos de agregación de exigencias. No es una
propuesta reformista sino en muchos sentidos refundacional: reinventar la política, constituir
otra democracia, la verdadera (Silva-Herzog, 2018).
Estos vaticinios nos advierten de un cielo poblado de nubarrones. Casi siempre es así: cada
nueva época que llega nos sitúa en una encrucijada. Implica la posibilidad de algo me-
jor, pero también de su contrario embozado en la apariencia de lo nuevo. No puede ser de
otra manera: aunque se propongan seguir un guion distinto, los actores son los mismos,
sus intereses, sus atavismos y sus prejuicios no han cambiado en lo esencial. Sin embargo,
no podemos quedarnos atrapados en prejuicios como éstos. Tenemos que asumir que los
mexicanos, a pesar de nuestras inocultables diferencias, hemos construido una coyuntura
histórica inédita desde hace mucho tiempo en México: la oportunidad de practicar un ca-
mino de construcción democrática que combine las virtudes del liberalismo político y el
espíritu de las instituciones republicanas, por una parte, con una política de atención a la
cuestión social basada en la regulación del capitalismo en beneficio de las mayorías de la po-
blación, por la otra. Los nubarrones significan el riesgo de perdernos en el espejismo del
populismo y la reedición de una suerte de autoritarismo neopresidencialista –o sea, sin con-
Conclusión
El movimiento del 68 pretendió democratizar los usos del poder y ampliar la participa-
ción política para grupos sociales emergentes o tradicionalmente excluidos. Su significado
histórico no se puede entender si se hace abstracción del agotamiento de los aspectos auto-
ritarios del sistema político heredado de la Revolución de 1910: presidencialismo, partido
prácticamente único, corporativismo, fraude electoral, limitación de las libertades de prensa,
anulación práctica de las prerrogativas sindicales, corrupción... Tampoco si se ignora el
fracaso del régimen para brindar los beneficios del desarrollo a amplios sectores de la po-
blación. Pero esas consideraciones, más bien negativas, no extinguen el significado del 68
mexicano. Éste también tiene un contenido positivo, constructivo, de lo que puede y debe
ser y no sólo negador de lo que existe: sus tareas son las de la formación de la autoridad
popular, la participación ciudadana y la acción cívica, la forja de instituciones y reglas ca-
Por eso vale la pena –es urgente, mejor dicho– preguntarnos sobre las asignaturas pen-
dientes, las tareas legadas por el movimiento del 68 y por las que se fueron agregando durante
todos estos años. Cabe aplicar el método de Cosío Villegas al periodo posrevolucionario –
llamémoslo neoliberalismo salinista y postsalinista– que comenzó hace treinta años y llega
hasta el presente. Preguntémonos qué metas se propuso y si los hombres de los gobiernos
recientes estuvieron a esa altura. Me temo que el balance sería similar al obtenido por los go-
biernos revolucionarios. ¿De dónde podría venir el remedio a tanto mal? Don Daniel diría
que de una reafirmación de los principios y una depuración de los hombres. ¿Quién ofrece
hoy esa esperanza? No tengo la respuesta, pero sí la certeza de que lo único real que poda-
mos lograr los mexicanos, de aquí en adelante, no será obra de un hombre, por iluminado
y bien intencionado que sea, ni de un partido o de una ideología, sino de la inteligencia que
pongamos todos los ciudadanos por reconocernos los unos a los otros, escucharnos mesu-
rada y respetuosamente y asumirnos como parte del mismo país, como autores de nuestra
cultura política, creadores de nuestras instituciones y forjadores de nuestras costumbres pú-
blicas. Atreviéndonos a ser, pues, lo que quisieron ser aquellos jóvenes injusta y atrozmente
silenciados en 1968: ciudadanos.
Sobre el autor
Héctor Raúl Solís Gadea es doctor en Sociología por la New School for Social Research,
así como Fellow del Special Program for Urban and Regional Studies, del Massachusetts Insti-
tute of Technology (2002-2003). En la actualidad es rector y profesor-investigador del Centro
Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, de la Universidad de Guadalajara. Sus
temas de investigación y docencia son teoría social y política, democracia, modernidad,
filosofía política y sistema político mexicano y jalisciense Es, asimismo, columnista de Mi-
lenio Jalisco.
Referencias bibliográficas
Daniel Cohn-Bendit (DC-B): Decidí que no comentaré nada más sobre los 50 años del 68,
¡salvo con ustedes dos! Lo hice a los 2 años, a los 10 años, a los 15, a los 20, a los 25, a los
30, a los 35, a los 40, a los 45, ¡ya no tengo nada más que decir!
Lo último que hice fue Forget 68, una entrevista con Paoli y Viard, publicada por Édi-
tion de l’Aube (Cohn-Bendit, 2008).
Alain Geismar (AG): Yo personalmente acepté que grabaran algunas conversaciones, pero
muy pocas; es cierto que ya es suficiente. ¡Tal vez hagamos algo para los 100 años!
Michel Wieviorka (MW): No les pido que hagan un relato del 68, a menos que tengan algunas
jugosas revelaciones que comentar. Mi punto de partida es el siguiente: si en 1968 nos hu-
biéramos dicho: “Sería formidable que, 50 años después de la guerra, tuviéramos un debate
entre los jóvenes oficiales que eran cercanos a Foch o a Joffre”, la gente nos habría mirado
atónita, pensando que eso no tiene nada que ver con la actualidad.
Hoy hablamos del 68, lo conmemoramos, lo criticamos, aún forma parte de la experien-
cia vivida de muchas personas, a las que no les parece que se hayan dado fisuras mayores
desde entonces. Entre 1918 y 1968 sucedieron tantas cosas que para quienes estuvieron en
el 68, 1918 era como otro planeta. En ese lapso ocurrió la crisis de 1929, el Frente Popular, el
nazismo, el fascismo, la Segunda Guerra Mundial, las guerras de Indochina y de Argelia.
∗
Esta conversación fue publicada en francés en la revista Socio (Éditions de la Maison des Sciences de l’Homme), en el
número 10 (2018). Reconocemos una vez más la fructífera colaboración con Socio y agradecemos a su director, Michel
Wieviorka. [Traducción de Lorena Murillo S.]
No ha pasado nada comparable desde 1968; tal vez, hasta cierto punto, seguimos con
ese mismo entusiasmo. No es la misma relación con la historia. Quizá, incluso, con 1968
nos salimos de la historia, de la gran historia.
AG: En efecto, debe de haber quedado aún algo en el espíritu de los nuevos tiempos para
que, no hace mucho, Nicolas Sarkozy haya hecho suya la idea de que habría que acabar de
aniquilar al 68. Eso demostraba, cuando menos en ese momento, que para la derecha fran-
cesa el 68 seguía siendo un monstruo al que se debía exterminar. Pienso, sin embargo, que
para los jóvenes eso ha perdido en lo esencial el sentido que tuvo durante mucho tiempo.
DC-B: Lo cierto es que la mayoría de los actores políticos, hasta Sarkozy, siempre se refi-
rieron al 68. Incluso Macron, en su análisis de la historia, ha hablado sobre el periodo de
la revuelta. El 68 sigue siendo hasta hoy un referente para los actores de la política, ya sea
positivo o negativo.
Así lo fue para Mitterrand: el Programa Común,1 cambiar la vida, etc. En 1981 retomó
o, más bien, intentó retomar el espíritu de 1968. Fue algo que dejó una marca.
Por otra parte, para los jóvenes lo que dice Alain es cierto. Personalmente, en lo que con-
cierne al 68, me considero como el psicólogo de esta sociedad. En cuanto alguien me ve,
empieza a preguntar sobre el 68, después hablamos de Europa, de ecología, etc.
Con los jóvenes, algunos me preguntan: “¿Cómo hizo para poner en jaque a la socie-
dad?” El 68 es un mito, es el mito de “podemos conseguir todo.” Para algunos jóvenes, en
todo caso, para los que se comprometen con la política, sigue siendo algo mítico.
AG: Tienes razón. Pero en mi opinión una de las dimensiones del 68 se ha perdido, por de-
cir lo menos: la dimensión social, la huelga, las reivindicaciones, los acuerdos de Grenelle.2
Cuando les dices que el salario mínimo aumentó 30% en una noche, les parece increíble.
Todo eso ha sido ocultado, hasta por los sindicatos, nadie habla de ello.
1
El Partido Socialista (ps) y el Partido Comunista (pc) crean la Unión de la Izquierda, el 27 de junio de 1972, al
adoptar un “programa común de gobierno”. Los radicales de izquierda lo refrendan el 12 de julio. Desde entonces, el
ps, el pc y el mri [Movimiento de Radicales de Izquierda] forman un frente unido que les permite mejorar conside-
rablemente sus resultados electorales, lo que condujo finalmente a la elección de François Mitterrand a la presidencia
de la República, en 1981.
2
Los acuerdos fueron negociados en mayo de 1968, entre el gobierno del primer ministro Georges Pompidou, los
sindicatos obreros (cgt [Confederación General del Trabajo], fo [Fuerza Obrera], cfdt [Confederación Francesa
Democrática del Trabajo], cftc [Confederación Francesa de los Trabajadores Cristianos], fen [Federación de la Edu-
cación Nacional]) y las organizaciones patronales (cnpf [Consejo Nacional del Patronato Francés], pme [Pequeña y
Mediana Empresa]), dando lugar a varias reformas: aumento garantizado de 35% al salario mínimo interprofesional;
aumento de los salarios (alrededor de 7%); reducción de la jornada laboral (semana de 40 horas); reconocimiento
de las secciones sindicales en las empresas; implementación de las prestaciones familiares; incremento de la pensión
mínima de jubilación; recuperación de las jornadas de brazos caídos.
MW: En el imaginario público, el 68, antes que sindicalismo, la cgt o Grenelle, es el movi-
miento estudiantil, la ruptura cultural. La gente piensa en esto, antes que nada, cuando se
evoca el 68.
AG: Había cinco, ocho o diez millones de huelguistas, eso ya no se reivindica y ya no está
presente cuando se piensa en mayo del 68. Por una parte, los últimos que incluyeron esta
dimensión fue la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (cfdt), con la sección
sindical. Después, en algún momento, la cfdt fue a buscar acuerdos con la cgt y eliminó
una parte de la cultura sesenta-y-ochentera que representaba.
DC-B: La cfdt había intentado, justamente, ser el vínculo entre los comités de empresa y
la autogestión.
AG: Sí, sin duda, pero cuando lip cerró,3 la cfdt también pensó y explicitó el hecho de que
la utopía obrera ya no estaba en la agenda.
DC-B: Lo que es brillante en el libro de Edgar Morin, Cornelius Castoriadis y Claude Lefort
es, como su título lo indica, “el resquicio” (Morin, Lefort y Castoriadis, 1968). El resquicio,
es decir, que el movimiento estudiantil abrió un resquicio enorme que la juventud obrera
supo aprovechar. La cgt se vio entonces empujada a sumarse y, para llenar el resquicio se
llegó a la idea de Grenelle. Y cincuenta años después, cuando alguien quiere hacer una gran
negociación, ¿qué hace? ¡Un Grenelle!
El movimiento estudiantil abrió un resquicio del cual la sociedad, en diferentes niveles,
dijo: “Aprovechémoslo.”
Cuando uno ve lo que Jacques Chirac decidió hacer con Séguy,4 en Grenelle… Nosotros
fuimos muy tontos al decir: “No es nada.” ¡Pero, vamos! Los sindicatos en las empresas, la
formación profesional, el 30% de aumento al salario mínimo, todo eso fue una nueva rea-
lidad social que se metió por ese resquicio.
MW: En el imaginario actual de lo que fue el 68, ese lado social, obrero ha sido más o menos
borrado. El 68 es esencialmente cultural, “Prohibido prohibir”, “Todo es posible”; de hecho,
eso es más o menos lo que escriben Morin, Lefort y Castoriadis en su libro.
3
lip es una empresa relojera de Besançon cuyos obreros ocuparon en 1973 la fábrica, amenazada de irse a bancarrota,
y continuaron explotándola. Esta movilización no violenta contribuyó a dar mucha visibilidad al conflicto entre los
obreros y la dirección empresarial.
4
Georges Séguy era entonces secreatario general de la cgt.
DC-B: Para mí el resquicio se quedó en mi mente. Hoy debemos decir que no es posible di-
sociar los dos aspectos.
No se puede disociar, por una parte, ese movimiento cultural, esas ganas de vivir de otra
manera, de decir lo que ya no queremos de la sociedad de la posguerra, con una moral que
ya no corresponde a nada y, por otra parte, esta entrada en la modernidad de la sociedad
francesa, el inicio de la modernidad social.
AG: Esta modernidad social también significó la irrupción del mundo de los obreros es-
pecializados (oe), que hoy en día ya no existe, o muy poco. Esos oe eran campesinos que
habían dejado sus tierras, pues ya no había trabajo y entonces se habían ido a las fábricas,
y también trabajadores inmigrados reclutados masivamente para enfrentar la necesidad de
mano de obra.
DC-B: Se habla de migrantes, se habla de refugiados, pero fueron los trabajadores inmigra-
dos quienes construyeron una buena parte de varios países europeos, desde finales de la
década de 1950: Alemania, Holanda, Bélgica.
AG: En toda Europa, el automóvil se fabricaba con mano de obra de trabajadores inmigrados.
MW: Entonces, lo que ustedes dos dicen y que me parece sorprendente es que el resquicio
cultural, estudiantil, en realidad abrió todo el campo social. Y lo primero de lo que hay que
hablar es, ¿qué fue lo que estuvo en juego en ese plano?
DC.B: Debemos llegar a dar, finalmente, una coherencia a esa evolución. Existe una tercera
dimensión, que duró mucho más y que nos obliga a ser mucho más críticos de nosotros
mismos. Si aceptas esta idea de modernidad, cultural y social, se podría decir que nos tomó
un tiempo infinito acabar con la fraseología, la ideología izquierdista revolucionaria. Lo que
es contradictorio es que se abrió un resquicio, pero quienes se expresaban en ese resquicio
pertenecían al pasado, como Mao, por ejemplo.
AG: Entre los militantes activos había una búsqueda de legitimidad histórica, que remitía
a octubre de 1917.
AG: Había una legitimidad revolucionaria marxista, marxista leninista, que nos colocaba
frente al pcf [Partido Comunista Francés]. Pero ya había sido corrompida. Cada grupús-
culo trataba de regresar a aquel punto de origen en el que la revolución había sido “pura”.
Algunos iban a buscarlo en Trotsky, Stalin, Lenin, Mao, el joven Marx, porque el “viejo
Marx” no funcionaba. En las mentalidades, eso por desgracia acabó con muchas cosas que
estaban en las profundidades del movimiento y que le permitieron tener esa amplitud. Pero
el movimiento no alcanzó la envergadura deseada, pues muchos se volvieron maoístas, anar-
cos o trotskistas de la noche a la mañana. Lo que pasa es que había algo muy profundo que
cristalizó en ese momento y que fue hasta cierto punto avalado por las ideologías arcaicas
que acarreábamos. El movimiento fue devorado por las ideologías militantes.
MW: Me gustaría escucharlos conversar sobre los caminos que ambos siguieron después
de mayo del 68, etc., sobre las imágenes que entonces los unían y las trayectorias tan dis-
tintas que tuvieron después.
DC-B: Las imágenes nos acercan al principio; en las fotos aparecemos juntos. Conversamos
muchísimo, pero sólo durante unos pocos días.
AG: Cuando eso empezó, yo veía lo que estaba pasando y me preguntaba si no era excesivo.
Creo que yo era de las personas más abiertas, pero tenía muchas dudas. Yo era profesor,
los estudiantes denunciaban el modo de enseñanza universitario, pero para mí las cosas no
eran tan claras.
DC-B: Una cosa nos acerca a partir del momento en que el movimiento alcanzó cierta mag-
nitud. Con dos etapas importantes y, primero, la manifestación del 13 de mayo,5 después de
los primeros altercados, Alain Geismar y Jacques Sauvageot se encontraron en una situa-
ción difícil, pues la cgt no quería que participáramos en la manifestación. Ahí fue cuando,
subjetivamente, se dijeron: “No es posible.”
5
Manifestación del 13 de mayo de 1968 durante la cual los asalariados y los obreros se unen al movimiento estudiantil.
DC-B: De hecho, la cfdt también estaba de nuestro lado. La ruptura posterior, que duró
cincuenta años, ya estaba presente esa noche, in vivo.
AG: Estaban tan mal que me eligieron para ser el portavoz que convocara a la manifesta-
ción, en nombre de todos, incluida la cgt. Fue una ruptura muy profunda.
DC-B: Durante la primera noche de las barricadas, Alain Geismar estuvo en la camioneta
de la rtl, grabando un debate público con el vice-rector. Alain Touraine opinaba que ha-
bía que negociar con el rector y, al pasar, me tomó del brazo y me dijo: “Ven con nosotros”.
El rector empezó a discutir y, después de que alguien entró en su oficina, preguntó: “¿Al-
guno de ustedes es Daniel Cohn-Bendit?” Le dije: “Soy yo.” Entonces respondió: “Y bien,
se acabó.” Peyrefitte le había llamado y le había dicho: “No vaya a hablar con Cohn-Bendit.”
Ya ahí, en esos dos acontecimientos, se ve que la cgt y el poder tenían exactamente la
misma interpretación.
MW: Ustedes le torcieron el brazo, tanto a la cgt como al gobierno. En ese momento, ¿us-
tedes ya se conocían?
AG: Sí, desde hacía unos cuantos días. Como había una amenaza contra Dany, yo había di-
cho: “Si quiere venir a la sede del snesup [Sindicato Nacional de la Enseñanza Superior],
lo podemos albergar aquí.” Tuve la ingenuidad de pensar que la policía no entraría en la
sede de un sindicato.
6
Eugène Descamps, sindicalista, secretario general de la cfdt.
Georges Séguy y Jacques Chirac habían dicho: “Debemos hacer algo o de lo contrario eso
nunca terminará.”
Nosotros, los anarcos, fuimos incapaces de comprender cómo salir de todo ese lío, con
la idea genial de De Gaulle y de su referéndum. Nosotros, los anarcos, lo único que supi-
mos decir fue: “Elección, trampa para idiotas”, y con eso nos sacamos del juego. Era una
ideología nostálgica, incapaz de comprender la evolución de un movimiento y saber llegar
a una reforma, a algo concreto.
AG: Estoy de acuerdo con ese análisis. También está el hecho de que olvidamos que había
gente que estaba a favor del gobierno. Ellos salieron a las calles el 29 de mayo. En una reu-
nión del movimiento, el 22 de marzo, en Bellas Artes, propuse que fuéramos a trastornar
esa manifestación, pero los compañeros no quisieron. Encerrados en el movimiento, no
percibimos que había otras fuerzas en acción. Habíamos perdido de vista la posibilidad de
encontrar una vía de salida que no fuera abstracta.
DC-B: Luego ocurrió el episodio de Charléty,7 pero nadie comprendió que Charléty debía
desembocar en algo, todo el mundo regresó a concepciones revolucionario-partidistas. Li-
bertarios-anarcos como nosotros, o maoístas, trotskistas.
MW: Jean-Pierre Soissons, exministro y amigo de Edgar Faure, entonces Ministro de Educa-
ción, me confió que estaba en su oficina cuando Mendès France llamó a Faure por teléfono
para decirle: “Venga con nosotros a Charléty, ahí es donde las cosas se van a resolver.” Faure
le respondió: “Usted no ha entendido que ya se acabó y que ya es demasiado tarde.”
DC-B: Unos diez años después, yo estaba en Europe1 cuando Edgar Faure fue invitado. Me
dijo: “Yo estaba absolutamente listo para una transformación radical de la sociedad. De Gau-
lle me dio carta blanca, porque él ya no entendía nada.” También le dijo a Christian Fouchet,
el entonces Ministro del Interior: “¿Y por qué no dispara al azar?”
7
Mitin multitudinario que reunió en el estadio Charléty (al sur de París) a decenas de miles de personas con los
estudiantes de la unef [Unión Nacional de Estudiantes de Francia], los militantes y dirigentes de la cfdt, la fen, cuatro
federaciones de fo [Fuerza Obrera] y una parte de los grupos de extrema izquierda, para reflexionar sobre cómo dar
una salida política al movimiento.
8
Político radical-socialista que es considerado como uno de los recursos posibles en caso de derrumbe del régimen,
en 1968, quien estuvo presente (aunque silenciosamente) en el estadio de Charléty.
AG: Hay una narración del prefecto Grimaud,9 quien relata que le dijeron: “¡Vamos, dispare!”
DC-B: Nadie fue capaz de crear algo entre De Gaulle y los comunistas. Quizá Mendès France
y Faure podrían haber ocupado ese espacio.
AG: Maurice Clavel10 tenía cierta intuición en ese sentido, pero era un intelectual.
MW: Simplificando lo que ocurrió después, diría que uno de ellos, Dany Cohn-Bendit, re-
gresó demasiado pronto a Alemania y demasiado pronto se volvió ecologista. Y, en cuanto
al otro, Alain Geismar, fue la escalada terrorista, el flirteo con la lucha armada, el alto en la
orilla del precipicio. Ambos tuvieron trayectorias diferentes, pero al final, cincuenta años
después más o menos, en el momento de la elección presidencial, ambos dijeron: “Voto por
Macron.” Alain, ¿puedes decirnos algo sobre esta radicalización?
AG: Sucede que en los últimos momentos del 68, en el momento de retomar el trabajo, hubo
enfrentamientos mortales en Sochaux, en Flins, en la región parisina, etc. El movimiento del
22 de Marzo y los militantes de la Unión de Juventudes Comunistas Marxistas-Leninistas
(ujcml), que daría lugar a los “mao”, fueron los únicos de todos los grupos que estuvieron
físicamente en Flins. Es un dato que tuvo mucho peso para mí en aquel momento; había
quienes estaban seguros de que los policías sí dispararían. Teníamos en mente la Comuna
de París, Charonne, la masacre, la llegada del ejército.
AG: Estábamos paranoicos, pero es cierto que había movimientos militares alrededor de París.
AG: Sí, pero no estuvieron lejos. Me informaron, aunque no puedo probarlo, que había hi-
pótesis sobre acciones “húmedas” para liquidarnos; eso está muy claro en esos archivos.
Hubo movimientos militares en varios sitios alrededor de París.
9
Maurice Grimaud, prefecto de policía de París en mayo de 1968, quien fue reconocido unánimemente por haberse
rehusado a que se diera una escalada de violencia; autor de En mai, fais ce qu’il te plaît (1977).
10
Escritor cristiano, periodista y filósofo.
DC-B: El general Morillon, diputado europeo, me contó que, cuando era soldado en un
cuartel, de pronto recibieron la orden de ir a París. “Salimos del cuartel, hicimos una hora
de trayecto y, de repente, recibimos la orden de dar media vuelta.”
DC-B: Fue el momento en el que se retomó el trabajo que no se había hecho bien. De he-
cho, Grenelle sí funcionó y los negociadores consiguieron bajar la temperatura. Pero había
sitios de resistencia, personas que soñaban con algo más. Nosotros fuimos incapaces de
comprender que esos sitios no eran el futuro, sino más bien el fin.
MW: Las trayectorias del uno y del otro, a partir de ese momento, fueron sumamente distintas.
AG: El universo de aquella época, lo que pasaba en Italia, Alemania, Japón, también tuvo un
peso muy importante. El 68 representa una enorme especificidad francesa, como es evidente,
pero también el fin de la urss, que comenzaba a dibujarse, el fin del control del partido co-
munista en muchos países; es difícil aislar la dimensión francesa.
MW: Lo que me interesa es que, a pesar de haber seguido caminos políticos totalmente di-
ferentes, ambos llegaron al mismo sitio.
DC-B: En primer lugar, nuestro punto de partida fue muy diferente. Cuando Alain trata de
hacer una síntesis entre los libertarios y los maoístas es la época de los años 1970, con la lu-
chas en Italia, etc.
Lo triste es que, después del 68, nosotros mismos caímos en la trampa. En mi caso, entre
1968 y 1974-1975, me parecía que se había hecho posible la idea de la revolución. Los trots-
kistas, como Romain Goupil, pensaban que no era sino un ensayo general, todo el mundo
estaba en ese imaginario. Lo que no comprendimos fue que el proceso final, Grenelle, ha-
bía enterrado la idea revolucionaria e incluso la radicalidad.
Me tomó cuatro o cinco años comprenderlo. Y para mí vino entonces la ruptura ideo-
lógica; yo era autogestionario, sin partido.
No había entendido que, en mayo del 68, si las masas se pusieron en movimiento fue
porque, al contrario de los revolucionarios cripto-profesionales que nosotros éramos, la
gente tenía ganas de vivir y no de hacer la revolución permanentemente.
Después de un momento se detuvo y resurgieron las ganas de vivir. Comprender eso fue
la primera ruptura que llevó a los movimientos ecologistas en Alemania.
Los movimientos sociales son como las mareas, en un momento suben, pero hagas lo
que hagas, forzosamente volverán a bajar.
La única forma de estabilizar los movimientos sociales, cuando suben, es estando den-
tro de las instituciones políticas. Es lo que me abrió el camino hacia los ecologistas.
AG: En mi caso, el retraso fue más o menos el mismo. Lo que me desplazó políticamente
fue el caso lip, en 1973. Todo transcurría pacíficamente, apenas algunas peleas, pero no de
militantes profesionales, no de revolucionarios profesionales.
Nosotros habíamos auto-disuelto a la izquierda proletaria. También sucedió lo de Mu-
nich y el hecho de haber denunciado los atentados nos cortó de toda la base de os árabes,
a las que eso les había parecido muy bien.11
DC-B: Sartre justificaba los hechos de Munich. A menudo se habla de los errores de Sartre
frente a Camus, pero la finalidad es aterradora.
Sartre no “apoyaba” lo de Munich, pero negaba a quienes no eran los actores directos de
los movimientos palestinos el derecho a condenarlos; existe un texto muy claro de él, que
fue publicado en La Cause du Peuple. Dentro de los movimientos de las os que habíamos
construido, que estaban fuertes, había un movimiento de trabajadores árabes, a muchos de
los cuales les parecía magnífica la acción asesina contra los civiles israelíes; en su opinión,
la televisión había sido así puesta al servicio de los pobres revolucionarios y el mundo en-
tero hablaba del suceso.
MW: En ese momento ustedes dos, cada uno a su manera, salieron de la radicalidad, inte-
lectual y políticamente. Tomaron el camino hacia las instituciones y los partidos.
AG: Después, nos recuperamos como pudimos. Tras diez años yo me acerqué, por media-
ción de Lionel Jospin, al Partido Socialista (ps), dentro del grupo de expertos en el cual él
me integró, cuando se llevaba a cabo la campaña de 1988 de François Miterrand.
11
Durante los Juegos Olímpicos de 1972, en Munich, miembros del equipo olímpico de Israel fueron secuestrados y
asesinados por integrantes de la organización palestina Septiembre Negro.
MW: En ambos casos, para salir del pensamiento radical hacen falta elementos fuertes, mu-
cha discusión. Salir de la radicalidad es un largo camino, que nos lleva al final de la década
de 1970, tanto en el caso de uno como del otro. Hoy se dice que debe llevarse a cabo la “des-
radicalización”, término que me parece lamentable.
AG: Sartre se reunió con Baader14 en prisión; de hecho, Dany, tú formaste parte de la expe-
dición. Yo me encontré con Sartre en París y lo acompañé a la conferencia de prensa que
ofreció. Me comentó algunas cosas que omitió en su conferencia de prensa. Me dijo: “Baa-
der me dijo que el nazismo había destruido a la clase obrera y por ello ya no hay más, pero
la función existe y nos toca retomarla.”
DC-B: Sartre salió y exclamó: “¡Qué estúpido es!”, refiriéndose a Baader. Él quería hablar de
las condiciones de vida en las prisiones y Baader le había dado un curso sobre revoluciones.
Sartre estaba harto. En Stuttgart habló de las condiciones de vida en las prisiones, aunque
no había hablado ni una sola palabra al respecto con Baader. Era un tercermundismo asom-
broso, pero no se podía excluir la responsabilidad de la ideología de extrema izquierda.
Fue lo que me llevó a un proceso reformista, que, al final de la década de 1980 me con-
dujo a unirme a los ecologistas.
12
Fracción Armada Roja (en alemán, Rote Armee Fraktion) es una organización terrorista alemana de extrema iz-
quierda, que se presentaba como un movimiento de guerrilla urbana que operó en Alemania del oeste, de 1968 a 1998.
13
Líder de la Liga de Estudiantes Socialistas Alemanes (sds), organización de extrema izquierda. Fue también uno
de los fundadores del partido verde alemán Die Grünen.
14
Andreas Baader, director de la raf, también conocida como la “banda de Baader”. En 1972 estuvo implicado en
cinco atentados con bomba. Fue hallado muerto en su celda, en 1977.
AG: El ps, tal como yo lo encontré, había absorbido a muchísimos de los antiguos militan-
tes de izquierda, etc.
AG: A mí lo que me decidió a votar por Macron, dado que ya no tenía ganas de hacer pe-
ticiones, lo que fue decisivo –y yo estaba totalmente de acuerdo con tu texto, Dany– fue su
postura ante el Frente Nacional. Toda esa gente que juega con un Frente Nacional que sube
de 20% a 40%, ¡ahí está el problema! Las ideas de Macron no me chocaban particularmente.
Abrir el espectro de juegos posibles en la opinión pública francesa, ¿por qué no?, todo lo
demás se fastidió, hay que decirlo.
MW: Ustedes, ambos, fueron muy reservados en lo tocante a Nuit debout (Noche en Vela).15
A mí me parece que, en una sociedad insuficientemente abierta al debate ciudadano, Noche
en Vela aportaba algo nuevo. Me parece que ustedes dos fueron muy críticos, incluso hostiles.
DC-B: Tienes razón. Mi distanciamiento de Noche en Vela se debe sobre todo a sus por-
tavoces. Cuando aplaudes a François Ruffin o a Frédéric Lordon, quien es un soberanista
nacional, cuando ese movimiento acepta ese discurso y lo aplaude, a mí eso me hace sos-
pechar.
15
Nuit debout (literalmente, “noche en vela” o “noche en pie”) fue un movimiento surgido en la Plaza de la República
de París, el 31 de marzo de 2016, como parte del movimiento contra la Ley del Trabajo y que se extendió a otras
ciudades francesas. Este movimiento, informal y “sin etiquetas”, se propuso construir una “convergencia de las luchas”.
El 17 de marzo de 2016, entre 69 mil y 150 mil personas se manifestaron en Francia, convocadas por organizaciones
juveniles, para protestar contra la Ley del Trabajo, proyecto de ley presentado en 2016 por la ministra del Trabajo,
Myriam El Khomri, del gobierno de Manuel Valls. La protesta se magnificó el 31 de marzo 2016, pues, al llamado
de los sindicatos de asalariados y de las organizaciones juveniles, las manifestaciones reunieron entre 390 mil y 1,2
millones de personas.
En lo que me equivoqué fue en que había más que eso y sobreestimé la influencia de
Lordon y Ruffin, pues había personas, jóvenes –aunque menos de lo que se pensaba– que
querían algo nuevo. Sin embargo, Noche en Vela estaba en la misma contradicción en la
que habían estado muchas buenas conciencias que se aferraban a una crítica radical al ca-
pitalismo y estaban dispuestas a hacerla con Jean-Luc Mélenchon.
Yo ya no estoy dispuesto a decir: “Porque el capitalismo es malo, hay que hacer lo que
sea.” Yo no infantilizo a las personas.
AG: Yo sentí exactamente lo mismo. Ni siquiera fui al lugar, pero lo que se escuchaba, el
discurso dominante que expresaban algunos no me gustaba. Yo veía una especie de seu-
do-democracia directa, con cien personas en la Plaza de la República, y eso no funciona.
DC-B: Además, no tuvieron suerte: el clima estaba muy feo. En mayo de 1968 tuvimos un
clima excelente.
AG: Pero, aunque hubiera habido buen tiempo, no estoy seguro de que habría funcionado
mejor. Y también estaba el contexto de los atentados, pasaban cosas muy graves que al pa-
recer los dejaban casi indiferentes.
MW: Yo tengo un razonamiento contrario al de ustedes: fue porque ese movimiento era débil
y no fue capaz de dar más fuerza a lo mejor que tenía, por lo que se convirtió en el juguete
de Mélenchon, Lordon, etc. Ese movimiento se dejó gangrenar por su propia debilidad.
DC-B: El drama del diario Le Monde fue que no vio venir el 68. Por el contrario, decía:
“Francia se aburre”.16 A partir de entonces, en cuanto vuela la más pequeña mariposa a un
metro sobre el suelo, se aceleran. Por eso, una parte de la redacción se fue con la gente de
Noche en Vela.
Lo que al final produjo la debilidad del debate sobre la ley El Khomri17 –y ahora volve-
mos a encontrar esta situación– y que es el fenómeno de la sociedad es que, si el gobierno
propone algo, es 98% seguro que las radiodifusoras irán a entrevistar a un tipo de la cgt y
dirán: “Los sindicatos están en contra”, aunque incluso la cfdt esté de acuerdo.
Si mañana el gobierno emite los ordenamientos y la cfdt y la fo dicen: “Sí, pero…”, los
medios afirmarán que los sindicatos están en contra. Noche en Vela comparte cierto sim-
plismo; había el simplismo revolucionario, el simplismo izquierdista, el simplismo anarquista;
16
“Quand la France s’ennuie…”, título de un artículo citado con frecuencia, del editorialista de Le Monde, Pierre
Viansson-Ponté, fechado el 15 de marzo de 1968.
17
Ley sobre el trabajo que finalmente fue votada, después de una fuerte movilización sindical y un acalorado debate
parlamentario, el 21 de julio de 2016.
pero no porque en un momento dado haya habido la misma simplificación debemos acep-
tarla permanentemente.
AG: Yo también tuve la impresión de que la prensa biempensante había exagerado las co-
sas. Apoyar a Noche en Vela era ser una persona biempensante.
MW: En cierta forma, ustedes dicen: nos tomó cierto tiempo y no fue fácil salir del pensa-
miento radical y de un cierto simplismo. Y Noche en Vela nos empuja hacia un modo de
pensar del cual ustedes se emanciparon.
DC-B: En 1968 hubo un debate muy profundo entre el leninismo, los libertarios, los trots-
kistas, los maoístas, etc.; y después vino la tentativa abortada de Charléty, donde la tercera
voz de la izquierda reformista no pudo expresarse, pero fue un verdadero debate.
Hoy los movimientos no debaten, porque 90% de ellos estaba detrás de Mélenchon. Y cuando
estás detrás de Mélenchon es el fin de la historia.
AG: Lo que me permitió reconstruirme fue que yo había estado en el psu,18 apoyé al fln,19
había pertenecido a una izquierda moral, no era marxista. No habría podido ir a un movi-
miento, cuando menos al principio, que hubiera sido de alguna manera ideológico. Lo que
me molestó de Noche en Vela fue que por todas partes había ideología.
DC-B: La gran fuerza del movimiento del 22 de Marzo radicó en que fuimos capaces de tener
reformistas y revolucionarios. Jean-Pierre Duteuil, uno de mis mejores amigos en aquella
época, cuando alguien dice: “Dany es un traidor”, él responde: “Siempre fue así. Siempre
quiso discutir con todo el mundo.”
Cuando Europe Écologie logró decir: “Me importa un bledo de dónde venga usted; vea-
mos más bien lo que podemos hacer juntos”, entonces las cosas pudieron funcionar.
Es lo que hizo Macron. Tanto así que logramos reunir a personas de buena voluntad…
Dejemos de decir: “Sí, pero, eso es de la izquierda”, “Eso es de la derecha”, etc.
AG: Cuando aparecen teorías del tipo “el partido se fortalece depurándose”, la cosa se amuela.
Yo no sentí que Noche en Vela fuera un movimiento abierto, en ningún momento.
De hecho, tampoco me sumé a En Marcha. Para mí eso no tenía sentido, pero sí voté y
apoye a Macron.
18
El Partido Socialista Unificado, creado en 1960 y disuelto en 1989. Representó el ala izquierda del socialismo en
la década de 1970.
19
Frente de Liberación Nacional, creado en 1954 para obtener la independencia de Argelia, entonces colonia france-
sa, y que después de la independencia se convirtió en el único partido del país.
MW: Cuando lanzamos el llamado por una primaria de toda la izquierda y de los ecologis-
tas, tuvimos la idea de organizar debates ciudadanos. Lo que me sorprendió, en los dos o
tres debates a los que asistí, fue que los participantes no eran muy jóvenes que digamos, ni
tampoco en Noche en Vela.
Pude conocer personalmente a muchos de ellos; había en ellos nostalgia, eran personas que
tenían ganas de revivir el 68. Lo mejor de Noche en Vela, para mí, fue también el hecho de
que quería recuperar la capacidad de debatir.
DC-B: Una parte de la sociedad se unió a la Francia insumisa y la parte de la sociedad que
quería abrirse se unió a Macron. Mélenchon es la encarnación de una mistificación seu-
do-radical que tiene por modelo el peronismo castrista de América Latina: “la gente” contra
las élites mundializadas. Todo ello envuelto en una capa de plomo ideológico nacionalis-
ta-socialista. Macron abre Francia a Europa, pero, para mi gusto, le falta esa dosis de utopía
social y autogestora que nos meció en 1968. Es cierto que él aún no había nacido. ¡Nos toca
desafiarlo en ese terreno!
Daniel Cohn-Bendit fue un destacado líder del Mayo del 68 francés, conocido por su ten-
dencia anarquista. Posteriormente, devino un político y activista ecologista, tanto en Francia
como en la Unión Europea.
Alain Geismar fue, de igual modo, un destacado dirigente del Mayo del 68 francés, pro-
veniente del Sindicato Nacional de Enseñanza Superior, del cual fue elegido Secretario
General un año antes. Como tal, abanderó una transformación cultural en la universidad.
Michel Wieviorka colabora en este número con el artículo “Mayo de 1968 y las ciencias
humanas y sociales” (vid datos curriculares).
Referencias bibliográficas
Cohn-Bendit, Daniel (2008) Forget 68, entrevistas con Stéphane Paoli y Jean Viard. La-
Tour-d’Aigues: Éditions de l’Aube.
Geismar, Alain (2008) Mon Mai 68. París: Perrin.
Grimaud, Maurice (1977) En mai, fais ce qu’il te plaît. París: Stock.
Morin, Edgar; Lefort, Claude y Cornelius Castoriadis (bajo el seudónimo de Jean-Marc Cou-
dray) (1968) Mai 1968, la brèche: premières réflexions sur les événements. París: Fayard
[ed. aumentada en 2008].
Viansson-Ponté, Pierre (1968) “Quand la France s’ennuie…” Le Monde, 15 de marzo.
RESUMEN ABSTRACT
En 1968, las revueltas estudiantiles en el Este y In 1968, the student revolts in the East and the West
el Oeste estallan en condiciones muy distintas broke out in very different conditions and made
y plantean reivindicaciones diversas. Pero su si- different demands. However, their simultaneity
multaneidad revela algo en común. En efecto, did reveal something in common. These revolts
esas protestas tienen sus raíces en la crisis de las had their roots deep in the crisis of the American
hegemonías estadounidense y soviética y señalan and Soviet hegemonies and highlighted profound
cambios profundos en la jerarquía de valores. El changes in the hierarchy of values. The author here
autor busca el denominador cultural común entre seeks the cultural common denominator between
el Marzo 68 polaco y el Mayo 68 francés. March 68 in Poland and May 68 in France.
Palabras clave: Polonia; revueltas estudiantiles; Keywords: Poland; student revolts; May 68;
Mayo 68; Guerra Fría. Cold War.
Un historiador positivista tradicional rechazaría por oficio el tema de la influencia que tuvo
Mayo de 1968 en París sobre Marzo de 1968 en Polonia, pues comprende el tiempo de forma
lineal y sostiene –como en el teatro antiguo– el principio de la unidad de tiempo, de lugar y
de acción. La revuelta de la juventud estudiantil polaca, en forma de mítines, manifestaciones
en las calles y huelgas con ocupación de los locales en las universidades y escuelas superiores,
tuvo lugar del 8 al 28 de marzo de 1968 y, por tanto, se produjo antes que la de sus homólogos
franceses, italianos, alemanes o estadounidenses. Entonces, de acuerdo con esta interpre-
tación de la historia, el ejemplo de las barricadas del Barrio Latino no habría podido haber
∗
Este artículo es publicado simultáneamente en la revista Socio (Éditions de la Maison des Sciences de l’Homme),
número 10 (2018). Reconocemos una vez más la fructífera colaboración con Socio y agradecemos a su director, Michel
Wieviorka, así como al autor de este artículo. [Traducción de Lorena Murillo S.]
1
Nikita Khrouchtchev, dirigente de la Unión Soviética de 1958 a 1964, pronunció durante el xx Congreso del Partido
Comunista de la Unión Soviética el “discurso secreto”, acto “oficial” de la desestalinización, en el cual denunció los
“excesos” de la política de Stalin.
Partido para uso interno, pero se podía comprar el impreso en el mercado de las pulgas
[tianguis] y cualquiera podía conseguirlo. La impresión, sobre todo en la juventud que aún
creía en el marxismo, fue profunda y tuvo enormes repercusiones. Si el sistema, en su prác-
tica cotidiana, pisoteaba les ideal que profesaba y él mismo había inculcado, eso significaba
que era intrínsecamente malo. Por tanto, como nos lo habían enseñado con relación al capi-
talismo, había que derribar ese sistema dictatorial por medio de la revolución. También nos
habían enseñado (citando copiosamente a Lenin) que la revolución la hace la clase obrera,
pero que ésta no actúa sola; la intelligentsia, consciente de la acción que se ha de llevar a
cabo, es la que debe aportar a los medios obreros una conciencia revolucionaria. Con esta
idea en mente, Jacek Kuroń y yo escribimos un manifiesto, conocido como la Carta abierta
al Partido. En 1965, por haber redactado ese manifiesto nos arrestaron y condenaron a tres
años y medio de prisión. La Carta abierta fue publicada en francés por François Maspero
y, en polaco, por Kultura,2 en París. Esta última versión se difundió desde el extranjero de
manera clandestina dentro del país. Los jóvenes contestatarios de la Universidad de Var-
sovia leían nuestro texto y lo comentaban con fervor, pero no sin espíritu crítico. Cuando
salimos de prisión, nos recibieron como si fuéramos sus gurús y, poco después, lanzaron
la revuelta estudiantil. Los jóvenes franceses leyeron nuestro manifiesto con más simpatía
que nuestros amigos polacos y también lo hicieron circular en los liceos y universidades pa-
risinas. Entre ellos se hallaban futuros periodistas y hombres de la política, como Bernard
Guetta, Lionel Jospin o Daniel Cohn-Bendit. Por tanto, sería erróneo considerar nuestro
manifiesto, radicalmente de izquierda, como inspiración común del Mayo parisino o del
Marzo polaco, o incluso del movimiento juvenil de la “Primavera de Praga” (aun cuando
Petr Uhl3 tradujo nuestra Carta abierta y la Unión de Sindicatos Checos la publicó en 1968,
en la Universidad Charles, de Praga).
Entre los estudiantes de la Universidad de Varsovia, en la segunda mitad de la década de
1960, los espíritus se agitaban y estaba formándose el embrión de la oposición. No se trataba
de un fenómeno de masas (los iniciadores de las discusiones críticas y las acciones sumaban
no más de un centenar en la Universidad de Varsovia), pero el poder empezaba a inquietarse.
Se intentó expulsar de la universidad al líder de la juventud opositora, Adam Michnik,
pero la comisión disciplinaria no se decidió a tomar una medida tan drástica, además de
que mil estudiantes y casi 150 universitarios firmaron una petición en defensa del inculpado.
Pero había llegado el momento de que las autoridades polacas endurecieran su postura.
El Parlamento emprendió trabajos tendientes a suprimir la autonomía de los establecimien-
tos de educación superior y la censura decidió prohibir, en el escenario del Teatro Nacional
2
Revista de literatura polaca que creó y dirigió Jerzy Giedroyc en Italia y, más tarde, en París, Francia.
3
Militante marxista antiestalinista, cercano a Vaclav Havel, quien fuera uno de los actores de la Primavera de Praga,
encarcelado a raíz de esto, en 1968.
Sobre el autor
Era 1968. Yo tenía 23 años. Estaba casado con Evelyne y en unas semanas esperábamos el na-
cimiento de nuestro primer hijo.
Estudiaba entonces Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam,
de la cual más tarde sería profesor, y trabajaba como tal en la Escuela Universitaria de Cine-
matografía y como traductor para el Comité Olímpico y en una enciclopedia. También escribía
artículos y notas periodísticas breves en el suplemento cultural de la revista Siempre!, en la Ga-
ceta de la unam y en el periódico El Día; redactaba infinidad de reseñas bibliográficas críticas
para la Editorial Siglo xxi y las que me encargaba mi maestro Henrique González Casanova.
Leía, dibujaba y pintaba, hacía cuentos y poemas sin descanso.
Como dije, tenía 23 años.
El 26 de julio de 1968 empezó el movimiento estudiantil-popular que estremeció a todo
el país; desde ese dia, la vida de miles de estudiantes y sus familias se modificó para siempre:
las brigadas de información y agitación permanentes; la represión cada vez más brutal y ge-
neralizada de la policía y el ejército; la tumultuosa, histérica y ridícula reacción de la “clase
política”, el clero y la burguesía.
La implacable barbarie gubernamental se enfrentó a la generosa y alegre lucidez de los
estudiantes. Manifestaciones, declaraciones, peticiones, exigencias, reuniones, asambleas, vo-
taciones. México vivió una avalancha creciente de inteligencia y dignidad de sus jóvenes.
El 18 de septiembre los militares y la policía política tomaron por asalto Ciudad Universita-
ria y, entre los muchos capturados esa noche, me encontraba yo. Nos llevaron a todos, maestros,
estudiantes y trabajadores a los siniestros separos y después a la sombría prisión de Lecumberri.
Durante cien días penosos e infinitamente vacíos estuve preso junto a jóvenes compañe-
ros de las vocacionales y preparatorias, maestros y estudiantes de las escuelas y facultades del
Politécnico y de la Universidad. Allí hice amigos entrañables y vi y viví miserias y felicidades.
***
∗
1 Artista mexicano, San Miguel de Allende, Guanajuato, México.
A la salida nos dieron la noticia: el ejército había ocupado la Ciudad Universitaria. Ahí aprehen-
dieron a algunos miembros importantes de nuestro comité: […] Jaime Goded, poeta, sociólogo,
pintor que poblaba de carteles las paredes de la Facultad (Molina, 1978).
Presentamos aquí una selección de los dibujos con los que Jaime Goded reunió sus Cua-
dernos de la cárcel, a lo largo de aquellas jornadas terribles e interminables en Lecumberri.
Sobre el artista
Jaime Goded estudió Cinematografía en Praga y Psicología de Masas en París, así como
Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autó-
noma de México (unam), donde posteriormente impartió clases. En 1975 fue coordinador
cultural del Centro de Capacitación Cinematográfica (ccc). Se ha distinguido también en
el campo de la pintura; en San Miguel de Allende, Guanajuato (México), estableció un ta-
ller de trabajo. Se ha dedicado a la investigación científica en el campo de la comunicación
social y, como tal, es autor de Los medios de la comunicación colectiva, Cien puntos sobre la
comunicación de masas en México y El mensaje didáctico audiovisual: producción y diseño,
donde aborda los fenómenos y los procesos de producción social, creación de imagen cultural
e ideología. En Poesía y Poemas expresa las contradicciones de la sociedad contemporánea
y protesta por la alienación y la incomunicación en las relaciones humanas.
Referencias bibliográficas
Molina, Javier (1978) “El 68 como lección política” Revista de la Universidad de México,
xxxiii (4-5): 19-22.
RESUMEN ABSTRACT
El presente ensayo es una narración parcial del This paper is a partial account, from July 24 to
movimiento estudiantil de 1968, desde el 23 de October the 2nd, of the 1968 Mexican student
julio hasta el 2 de octubre, considerada como la movement. This period is considered the first
primera etapa de la lucha. En el texto se entre- stage of the struggle. This writing interwea-
tejen la descripción de los hechos y documentos ves factual description with documents from
del periodo, así como memorias de perspec- the period and subjective memories from the
tiva subjetiva del narrador, por considerar el narrator’s point of view, derived from the con-
hecho peculiar de que un detalle tan pequeño sideration that a peculiar, insignificant fact such
como un conflicto entre los estudiantes de una as a conflict between students of a high school
escuela preparatoria y una vocacional haya evo- and a vocational college, quickly evolved into a
lucionado tan rápidamente a un movimiento movement that stunned Mexican society, due to
que conmocionó a la sociedad mexicana, por the necessary courage and conviction of justice
la valentía y la convicción de justicia y trans- and transformation shown by the young men
formación necesarias que impulsaron a los and women, and the brutal violence used by the
muchachos, y la brutal violencia con la que el government to crush the rebellion.
gobierno de México canceló el levantamiento.
Palabras clave: estudiantes; huelga; violencia; Keywords: students; strike; violence; justice;
justicia; libertad; México. freedom; Mexico.
∗
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México.
Introducción
1968. Memorar y rememorar ese año no deja de ser conflictivo. Los recuerdos personales y
los colectivos se entrecruzan, se mezclan y se confunden, diseñando un conjunto polifacé-
tico, doloroso y, al mismo tiempo, entrañable. En mayo de ese año, seguimos atentamente
las noticias que nos venían de Europa de los levantamientos estudiantiles en Francia y en
Alemania, a los que rápidamente se integraron los sindicatos, los trabajadores y gran parte
de la ciudadanía de esos dos países. Por otro lado, a mí me había tocado presenciar en ese
mayo, en Berkeley y en Washington, la rebelión de los jóvenes estadounidenses contra las
políticas militaristas del Estado, rompiendo sus cartillas militares. Era muy emocionante
verlos como en un “picnic revolucionario”. Sentimientos e ideas que vuelvo a sentir cuando
en la entrada de la Facultad de Filosofía veo grandes murales fotográficos de París, de Ber-
lín, de Washington, que rememoran esos días y que nos invitan a la reflexión.
En aquellos días, en la Ciudad de México y en algunas partes del país, si bien nos inte-
resaban los acontecimientos europeos y estadounidenses, no dejaban de ser ruidos lejanos
que anunciaban una tempestad, pero que estaba tan lejana que se pensaba que nunca iba a
llegar. Aún recuerdo que un año antes había estado en Ciudad Universitaria Octavio Paz,
ofreciendo un recital de poesía. El Auditorio Justo Sierra estaba absolutamente lleno y los jó-
venes estudiantes y los maestros escuchamos con entusiasmo al poeta. Cuando terminó, uno
de los jóvenes –no recuerdo si se apellidaba Perdomo– invitó a su casa a algunos maestros, a
Paz y a Carlos Pellicer, junto a los miembros del grupo Miguel Hernández –que luego sería
parte fundamental del Comité General de Huelga de la Facultad. Después de una interesante
charla, a veces muy inquisitiva, Paz comentó que él veía a México con un futuro como el de
las naciones medias europeas y dijo textualmente que le avizoraba “un destino semejante
al de Bélgica”. Qué equivocado estaba. El 2 de octubre daría un mentís a este pronóstico.
Una de las cosas más interesantes que el gobierno mexicano hizo para celebrar la Olim-
piadas de 1968 fue lo que se llamó la Olimpiada cultural. Creo que nunca hubo antes de eso
en la historia de la ciudad una época en la que hubiera tantas actividades culturales de todo
tipo: conciertos, recitales de poesía, representaciones teatrales, conferencias, exposiciones,
funciones de danza. Un recuerdo inolvidable fue el montaje de Moctezuma II, de Sergio
Magaña, o el conmovedor recital de Evgeni Evtuchenko, que hizo que el público, sin saber
ruso y sólo con la ayuda de un papel con una breve traducción, se conmoviera al él recitar
su poema “Babi Yar”. La Ciudad de México era como un paraíso cultural.
Claro es que, por debajo de estas apariencias seductoras de una vida muy civilizada,
cruzaba un río de desencanto, de injusticia social y de deseo de cambio: huelgas como las
de los ferrocarrileros, los maestros, los médicos –que finalmente fueron reprimidas–, pro-
vocaron un fuerte rechazo hacia el Estado, mediatizado por la alegría y entusiasmo de la
futura Olimpiada.
Desarrollo
En aquellos días impartía un curso de verano para el Anteoch College, en la capital de Gua-
najuato. Como entonces el periódico se repartía hasta el atardecer en esa ciudad, fue en la
tarde del lunes 22 de julio cuando leí en una pequeña nota sobre un pleito entre los alum-
nos de la Vocacional 2 del Instituto Politécnico Nacional (ipn) y los de la Preparatoria Isaac
Ochoterena, incorporada a la unam. En ese momento no me pareció ni novedoso ni dema-
siado interesante enterarme sobre una riña entre escuelas, que era –y es– el pan diario de la
vida estudiantil. Pero al día siguiente, 23 de julio, otro enfrentamiento entre escolares tomó
el perfil de un zafarrancho: los preparatorianos de las escuelas 2 y 6 de la unam apedrearon
el edificio de la Vocacional 2, y lo que parecía casi un juego se transformó en una batalla
campal, de modo tal que intervinieron los granaderos en la Vocacional 5 cuyos alumnos
habían ido a apoyar a los de la 2. Hay que recordar que el Politécnico pertenece al sistema
de educación superior de la Secretaría de Educación Pública. Y por ello mismo, esta Se-
cretaría declaró el 24 de julio que el conflicto había sido provocado, no por los alumnos de
la vocacional sino por jóvenes ajenos a la institución (d-1, 20).1 El jueves 25, la Federación
Nacional de Estudiantes Técnicos (fnet) se presentó ante el licenciado Rodolfo González
Guevara, figura dominante en estos acontecimientos, para avisarle que el viernes 26 habría
una manifestación como protesta por la intervención policiaca.
A partir de ese momento, hubo una serie de pequeños fenómenos que daban un cariz
distinto al de un mero pleito entre estudiantes y sobre el cual es preciso reflexionar. El día
25 salió una declaración de la Unión Nacional de Estudiantes Revolucionarios (uner), en
la que se invitaba a todos los estudiantes, obreros y al pueblo de México a la celebración del
aniversario del asalto al Cuartel Moncada. Hay que recordar que el suceso era uno de los
momentos más heroicos realizados por Fidel Castro en el inicio de la Revolución Cubana.
El texto va retratando cómo esta revolución fue un movimiento que se proponía liberar al
pueblo del régimen de Batista, que lo tenía sumido en la miseria, el atraso, la explotación. El
mismo documento habla del triunfo de la Revolución y de la intervención decidida de todas
las fuerzas vivas del país, además del apoyo de los pueblos latinoamericanos “y del mundo
1
Todos los números que aparecen entre paréntesis en el texto corresponden a páginas e imágenes de Knochenhauer
(1980).
Uno se preguntaría cuáles fueron los criterios que se ejercieron para consignar a 43 estu-
diantes. El día lunes 29 de julio, el juez Eduardo Ferrer McGregor, al interrogar a los líderes
y militantes de las Juventudes Comunistas de México y del Partido Estudiantil Progresista,
que habían sido señalados como provocadores de los desórdenes, tomó en cuenta las decla-
raciones de éstos, que culpaban a los alumnos del Politécnico Nacional, sobre todo los de
las vocacionales 5 y 7. Ante esta acusación, tanto la fnet como el director del Politécnico,
Guillermo Massieu Helguera, protestaron y expresaron que los declarantes eran los verda-
deros agitadores. Ese mismo lunes hubo choques entre los estudiantes y los granaderos en
el barrio estudiantil del centro, que fueron muy violentos, a grado tal que se suspendió el
transporte público en la zona (2).
Como podemos ver, cada vez la agitación era más fuerte, porque después de estas ba-
tallas, tanto la Preparatoria 1 como las vocacionales 2 y 4 se adhirieron al paro estudiantil.
Ante esta situación, el martes 30 de julio, las fuerzas armadas entraron en acción, ocupa-
ron algunas escuelas tanto del Politécnico como de la Universidad, y Corona de Rosal,
el Secretario de Gobernación y los procuradores dieron su versión de los hechos, que
calificaron de “subversión y agitación”. Esta acción, según ellos, fue “inevitable”, y acep-
taron su responsabilidad por la intervención del ejército. El general García Barragán, jefe
del ejército mexicano, declaró que no se permitirían más desórdenes. Ese mismo día se
decretó el cierre temporal de la unam y del Instituto Politécnico Nacional. En Ciudad
Universitaria (cu) el rector Javier Barros Sierra izó la bandera a media asta en señal de
luto. En su breve discurso dijo:
Universitarios:
Hoy es un día de luto para la Universidad; la Autonomía está amenazada gravemente. Quiero
expresar que la Institución, a través de sus autoridades, maestros y estudiantes, manifiesta pro-
funda pena por lo acontecido.
La Autonomía no es una idea abstracta; es un ejercicio responsable que debe ser respetable y res-
petado por todos.
En el camino a este lugar he escuchado un clamor por la reanudación de las clases. No desaten-
deremos ese clamor y reanudaremos a la mayor brevedad posible las labores.
Una consideración más: debemos saber dirigir nuestras protestas con inteligencia y energía. ¡Que
las protestas tengan lugar en nuestra Casa de Estudios!
No cedamos a provocaciones, vengan de fuera o de adentro; entre nosotros hay muchos enmas-
carados que no respetan, no aman y no aprecian a la Autonomía Universitaria.
La Universidad es lo primero, permanezcamos unidos para defender, dentro y fuera de nuestra
Casa, las libertades de pensamiento, de reunión, de expresión y la más cara: ¡nuestra Autonomía!
¡Viva la unam! ¡Viva la Autonomía Universitaria! (d-10, 39).
maestros, estudiantes y trabajadores, tomados de los brazos, caminaron por la Avenida In-
surgentes con un espíritu universitario que propició que la gente que los vio les aplaudiera.
No podía integrarse a los grupos, porque se habían puesto cordones para que cada escuela
estuviera protegida de ingresos de provocadores. Se lanzaban “goyas”, se gritaba autono-
mía. Al frente iban las autoridades universitarias y se protestaba contra la intervención del
ejército y de la policía en los planteles de la unam y del ipn. La otra bandera era la liber-
tad de los alumnos encarcelados. Al llegar a la altura del almacén El Puerto de Liverpool,
un grupo de exaltados empezó a gritar: “¡Al Zócalo!, ¡al Zócalo!”, pero afortunadamente
la vanguardia de la marcha dio la vuelta en la avenida José María Rico para regresar a cu.
Fuimos informados por habitantes de la zona, o simplemente testigos, que a la altura del
Parque Hundido se encontraba desplegado un batallón de soldados, en posición de ata-
que, dispuesto a detener el contingente. De haber avanzado hubiera habido una masacre.
Ese mismo día, una vez más, el ejército y los granaderos disolvieron una manifestación
que se efectuaba en el Monumento a la Revolución, por el hecho de que la habían realizado
“sin autorización”.
Aquí también empezó algo que para los estudiantes fue terrible: ser joven comenzó a
ser sinónimo de delincuente. Muchas veces vimos cómo eran bajados a empujones e insul-
tos de los autobuses por las fuerzas del orden; no fue una vez, sino varias, cuando, viajando
en el ómnibus de la ruta Insurgentes-Bellas Artes, fui testigo de tales abusos. Alfonso Mar-
tínez Domínguez, presidente del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Revolucionario
Institucional, afirmó que: “ser joven no es un fuero contra el derecho ni contra la sociedad,
ni mucho menos contra la nación”. (4)
A pesar de que los estudiantes habían entregado a la Secretaría de Educación Pública el
pliego petitorio y que el licenciado González Guevara se había comprometido a dar contes-
tación para el día 8, había mucha desconfianza del cumplimiento de lo prometido. El doctor
Guillermo Massieu, el día 7 de agosto, pidió al alumnado que regresaran a los planteles y se
reanudaran las labores docentes. Por otro lado, el Consejo Nacional de Huelga del Instituto
Politécnico recordó que se vencía el plazo de 72 horas para satisfacer las demandas que les
habían hecho a las autoridades. Tal vez en esta ocasión –no lo recuerdo con precisión– fue
cuando se habló de la necesidad de que las pláticas de conciliación fueran públicas y, si se-
guimos con atención la historia de esta propuesta, podemos afirmar que ése fue un punto
en el que nunca cedieron las autoridades gubernamentales. Los universitarios, por su lado,
para apoyar la petición del Politécnico, empezaron a hacer paros en las diferentes escue-
las y facultades. En una declaración optimista de los generales Cueto y Mendiolea de ese
mismo día, se afirmó que la situación estudiantil estaba completamente “controlada”. (6)
Como se puede apreciar, esto era falso. En realidad las posiciones defensivas de los estu-
diantes se iban radicalizando, puesto que siempre eran amenazados con cargos de conjura,
rebeldía, comunismo, adjetivos de la narrativa oficial que evidentemente se hacían para sa-
tanizar a los muchachos. Universidades estatales como Sinaloa, Baja California, Tabasco;
tecnológicos de Veracruz y normales rurales se unieron al movimiento.
9 de agosto. La lucha estudiantil tomaba conciencia de que el principio de organización
era fundamental para el éxito de una empresa revolucionaria, si no, las cosas quedaban en
meras revueltas, de tal manera que se planificó en torno de la estrategia del movimiento
como a través de una asamblea plenaria, con soberanía y poder político de decisión. Como
todos sabemos, la conducción de las asambleas plenarias suele presentar muchos problemas,
por las diversas corrientes o matices con los cuales los grupos participantes se proponen
llevar a cabo la contienda. Alguien ha dicho que la mejor técnica para lograr ganar con una
propuesta es cansar con largos discursos, y hasta el hartazgo, a la asamblea, y podremos en-
tender cómo el esfuerzo por llevar a buen fin tales propuestas fue muy meritorio. Para ello
se pensó también en otro grupo con poder de decisión, como fue el Consejo Nacional de
Huelga (cnh), con diversas comisiones como: propaganda, relaciones con la provincia, fi-
nanzas, etc. Algunas de estas comisiones resultaron fallidas. Finalmente, en esos momentos
se propuso, para el día 13 de agosto, una manifestación estudiantil-popular, que partiría del
Casco de Santo Tomás hasta llegar al Zócalo.
Como podemos ver la evolución de los acontecimientos es vertiginosa. No había día
en que, por el lado estudiantil, no se tomaran medidas de presión para que se aprobase el
pliego petitorio y, por el lado de las autoridades, aumentasen las estrategias descalificado-
ras y, a la vez, conciliatorias para fracturar el movimiento. Ya en esos momentos se hablaba
de paros de maestros, utilización de todos los medios de comunicación, asambleas calle-
jeras para que la ciudadanía y el pueblo en general se enterasen de las causas de la lucha,
de invitación a participar en las brigadas. Es de señalar, aunque poco se dice, que en esos
días muchas estudiantes participaron en las brigadas, con valentía y entusiasmo. Algunas
de ellas fueron apresadas por repartir propaganda y también por guardarla. En la Universi-
dad hubo grupos conocidos como “comités de lucha” que trabajaron activamente para que
las líneas de pensamiento fueran comprendidas por el público en general. Tanto estos co-
mités como las brigadas del Politécnico trataron de encontrar los caminos más adecuados
para iniciar el diálogo con las autoridades, situación que sí se dio en varias ocasiones, pero
que nunca fueron exitosas. En estas mismas fechas se pidió la libertad de todos los deteni-
dos, tanto dirigentes estudiantiles como ciudadanos en general.
Por otro lado, desde el viernes 9 de agosto, la fnet acusó a los comités de huelga de te-
ner nexos con la cia, con lo cual empezó a generarse una ruptura entre los diversos grupos
estudiantiles, porque, si bien es cierto que la petición de libertad para todos los persegui-
dos era una de las más importantes, no dejaban de ser malas para el conjunto juvenil estas
inculpaciones; por una parte de los extremistas de izquierda, que les atribuían vínculos con
la cia y, por la otra, los de derecha, que los consideraban simpatizantes de “ideas comunis-
tas”. La histeria de la Guerra Fría iba inoculando a los grupos juveniles.
El martes 13 de agosto hubo una manifestación ya anunciada, que congregó a 150 mil
personas. En ese mitin, encabezado por la Coalición de Maestros, “se afirmó que el movi-
miento revestía ya el carácter de lucha popular” (9). Este cambio de definición de estudiantil
a popular tenía mucha miga política, puesto que ya no sólo representaba un grupo especí-
fico dentro del concepto nación, sino que ahora se veía como una manifestación de todas
las clases populares. De alguna manera dejaba de ser elitista para representar los intereses
de las clases menos favorecidas, económica y socialmente, lo que dio lugar a que las auto-
ridades acusaran al movimiento de ser “una conjura” (9).
El hecho de añadir el adjetivo “popular” no es trivial ni azaroso. Había un deseo de in-
tegrar a obreros, campesinos, artesanos, etc., mucho bajo la inspiración de la Revolución
de Mayo en Francia, que logró en el lapso de un mes integrar a todas las fuerzas vivas de
la ciudadanía francesa y provocar una huelga general, que por su fuerte orientación revo-
lucionaria ocasionó que las autoridades gubernamentales buscaran una solución rápida
y efectiva para deshacer el movimiento; a través del diálogo y las ofertas positivas que
recibieron los jóvenes revolucionarios, se logró un acuerdo y el movimiento terminó el
día 30 de ese mes, paradójicamente con el triunfo de De Gaulle, fuerte y respetado per-
sonaje de la política.
La situación en México tendría una evolución distinta. El 13 de agosto todos los grupos
estudiantiles de la República, representados en los diversos comités de huelga, decidieron
reforzar el número de manifestaciones, no sólo en la Ciudad de México, sino a lo largo y
ancho del país, especialmente en las ciudades con fuerte presencia estudiantil, lo cual pre-
ocupó a las autoridades gubernamentales y también a las universitarias. Esta efervescencia
animaba a los grupos de izquierda, pero también a los de derecha, como el muro,2 que acusó
a Manuel Marcué Pardiñas y a Heberto Castillo de ser los agitadores del movimiento. Asi-
mismo, tanto el rector Barros Sierra como el director del Politécnico, el ingeniero Massieu,
propusieron un grupo de diálogo, formado por maestros, estudiantes y miembros del cnh,
para que se entrevistara con autoridades de la Secretaría de Gobernación y del gobierno
del Distrito Federal, con el fin de que se llegara a un acuerdo justo. Si uno lee la serie de do-
cumentos que se publicaron en los diversos periódicos nacionales y sus reediciones en los
diarios locales, se toma conciencia de cómo se enrareció el proceso, así como también cada
vez más las instituciones y grupos de derecha, como el Frente Universitario Mexicano, ata-
caban a las figuras más destacadas del movimiento estudiantil, como Marcué Pardiñas, Eli
de Gortari y Heberto Castillo. Pero, por otro lado, el día 19 de agosto, el cnh propuso que
como medio de presión se utilizara como circunstancia definitiva la cercanía de las Olimpia-
das, lo que provocó en el imaginario colectivo que se fijara como una conjura el propósito
2
Movimiento Universitario de Renovadora Orientación, grupo de choque juvenil de ultraderecha ligado al Yunque,
ala fascistoide dentro del Partido Acción Nacional.
del movimiento estudiantil, lo que fue utilizado al final como argumento para acusar a los
miembros de disolución social.
Como se podía advertir por las noticias, el ataque contra los estudiantes iba en aumento.
En la tarde o en la noche se podían oír balazos, que tenían como propósito, no tanto herir
sino provocar temor.
A partir del 27 de agosto, la situación se hizo más conflictiva. Ese día se organizó otra
manifestación multitudinaria, que se calculó cuando menos en 200 mil personas asisten-
tes. En esta ocasión se partió del Museo de Antropología hasta llegar al Zócalo; recorrería
pacíficamente las avenidas Paseo de la Reforma, Juárez, la calle de Madero, para desem-
bocar en el Zócalo. Uno de los puntos que nunca aceptó el gobierno fue la realización
del diálogo en un espacio público. En esta marcha Sócrates Campos Lemus, miembro
del cnh, propuso que el lugar ideal para ello era la Plaza de la Constitución, el día 1 de
septiembre, a las 10 horas.
Dado que en el ritual cívico de la nación, ese día era considerado “el día del Presi-
dente”, esta propuesta causó una gran inquietud, tanto para Gobernación como para
el Departamento del Distrito Federal, por lo cual se inició una política de asedio a las
manifestaciones que hemos mencionado líneas atrás y que se realizaban en diversos lu-
gares. El ejército se situó en los alrededores de cu y Zacatenco. Recuerdo que ese día
en la noche estábamos en la casa de Josefina Zoraida Vázquez y Loth Knauth, quienes
habían invitado a un grupo de maestros de la Facultad de Filosofía. Charlábamos anima-
damente cuando, de repente, oímos cómo pasaban por la Avenida Revolución camiones
llenos de soldados. No eran uno o dos, sino más de diez. El efecto de inquietud y aún
de temor que suelen provocar las fuerzas armadas se hizo presente y pensábamos en los
jóvenes que se habían quedado en los edificios universitarios, a pesar de la recomen-
dación de que tuvieran cuidado. Ellos estaban dispuestos a defender las instalaciones.
Muchos estudiantes fueron aprehendidos, de los cuales 37 fueron posteriormente libe-
rados y 12 consignados.
Los pronunciamientos a favor y en contra del movimiento estudiantil y la respuesta de
las autoridades muestran cómo se había polarizado una lucha que en un principio gozaba
de la simpatía de toda la ciudadanía. Padres, políticos, asociaciones, lanzaban su cuarto de
espadas en el afán de que ya cesara el conflicto. Unos pidiendo que se cumpliera el pliego
petitorio; otros, que el gobierno usara la fuerza pública para acabar con los muchachos. El
sábado 31 de agosto, volvió a ser atacada la Prevocacional 7. Los estudiantes fueron golpea-
dos, y cuando se pidió ayuda a las patrullas, “argumentaron no poder intervenir sin órdenes
superiores” (17). Si pensamos que la escuela prevocacional es equivalente a la secundaria,
resulta un abuso mayor del Estado haber agredido a unos púberes.
Septiembre sería un nuevo punto de quiebre del movimiento y sus relaciones con el go-
bierno. La cada vez más cercana realización de los Juegos Olímpicos exacerbaba en uno y
otro caso el deseo de resolver el problema. Entre julio y agosto sólo se había escuchado la
voz del presidente Díaz Ordaz cuando dijo desde Guadalajara que tendía “su mano amiga”
para resolver el conflicto. Después fueron otros los que hablaron por él. Creo que ese 1 de
septiembre no hubo maestro ni estudiante ni trabajador vinculado con la educación que
no estuviera atento del ritual del discurso del Presidente. Creo que ese texto debe ser leído
cuidadosamente para entender las motivaciones y el punto de vista del gobernante, no para
justificarlo, pero sí para reflexionar, más allá de los sentimientos que uno pudiera tener, por
el grado de cercanía o distancia que se hubiera mantenido bajo todo el proceso. Todos los
ciudadanos, lectores o no, nos acercábamos a los diarios, preguntábamos, escuchábamos
las noticias y aun los rumores de esos acontecimientos, que ya para esos días no sólo se re-
lacionaban con un movimiento estudiantil, sino que habían calado más hondo en toda la
ciudadanía. Se podía estar de acuerdo o no, pero para nadie era indiferente lo que estaba su-
cediendo, de ahí que el informe presidencial de Gustavo Díaz Ordaz fuera oído atentamente
ese año. En otras ocasiones los informes se consideraban aburridos a morir, una especie de
“danza de los millones” o el ofrecimiento de regalos de navidad. En 1968 fue un momento
de toma de conciencia y de reflexión sobre México y su destino.
Dada la restricción de caracteres solicitados por la editorial, no se podrán hacer citas
largas de las fuentes, pero sí algunas significativas y necesarias para la comprensión del pen-
samiento del presidente Díaz Ordaz. A lo largo del texto, el informe hace referencia a algunos
de los problemas que han sido motivo de discusión durante el conflicto:
a) La inminencia de los Juegos Olímpicos y de lo que significaba para Latinoamérica que
uno de sus miembros fuera reconocido como capaz de organizarlos y celebrarlos. El
gobierno consideraba que uno de los propósitos del movimiento era desprestigiar a la
nación mexicana en el plano internacional, exhibirla una vez más como un país de re-
voltosos e inconscientes.
b) El carácter fuertemente ideológico y político que la lucha estudiantil representaba para
algunos, fueran grupos de izquierda o de derecha, según el punto de vista del contem-
plador; no hay que olvidar que en esos años, la Guerra Fría dividía a las naciones del
planeta en dos bloques ideológicos enfrentados permanentemente y que marcaba no
solamente a Latinoamérica, sino a muchos países que se habían englobado en la con-
dición de “Tercer Mundo”.
c) La necesidad de resolver todo conflicto, del uso de los medios legales para mantener el
orden y la tranquilidad; de ahí la preocupación sobre la existencia de los artículos 145
y 145bis de la Constitución Política Mexicana sobre la disolución social. Cuando en re-
ferencia a esos artículos, se pregunta el Presidente si debe considerarse delito un ataque
a la soberanía nacional, el lector actual, a su vez se cuestiona si Díaz Ordaz pensó, supo
o sólo imaginó que los disturbios causados por el movimiento estudiantil podrían lle-
var a un ataque exterior que afectara dicha soberanía.
¿Debe ser delito o no afectar la soberanía nacional, poniendo en peligro la integridad territorial
de la República, en cumplimiento de normas de acción de un gobierno extranjero? ¿Debe ser
delito o no preparar la invasión del territorio nacional o la sumisión del país a un gobierno ex-
tranjero? Estos casos son parte del artículo 145 (d-229, 484).
d) Respecto del papel de la policía, y aun de los soldados, Díaz Ordaz advierte en varias
ocasiones cómo las pugnas estudiantiles no tienen banderas universitarias, sino persona-
les, y para ello se refiere a un caso en la ciudad de Puebla que causó revuelo, puesto que
fue violento, duró varias horas, hubo un estudiante muerto y varios heridos por arma de
fuego. Como en esa ocasión los policías no intervinieron, se les culpó de lenidad. Pero
cuando la policía ha actuado, los estudiantes han protestado. La pregunta que hace es:
“el dilema es irreductible: ¿debe o no intervenir la policía?” (486) En cuanto a los solda-
dos, sostiene que el ejército mexicano debe hacerse respetar y debe ser respetado,
[…] porque tiene las armas que la nación le confió; porque lo hace cumpliendo funciones funda-
mentales para las que fue creado; y porque durante largos años, y en sobradas ocasiones, siempre
ha sido requerido por las potestades civiles (487).
Por último, cuando se trata de defender “los bienes supremos” que la nación le ha confiado,
Díaz Ordaz declara categórico: “la decisión no admite duda alguna y está tomada: defen-
deré esos principios y arrostro las consecuencias” (487). Como se puede ver, el texto ofrece
muchas perspectivas, y después de pronunciado, va a ser contemplado desde diferentes vi-
siones del mundo.
Heberto Castillo contesta el mismo 1 de septiembre y se muestra en desacuerdo con mu-
cho de lo dicho por el Presidente. Toma como ejemplo de la falta de respeto a los derechos
fundamentales del ciudadano el ataque que recibió el 28 de agosto, en que fue golpeado con
violencia, al grado de que se puso en peligro su vida. Señala Castillo que el ataque que re-
cibió fue al día siguiente que leyó un discurso en la Plaza de la Constitución, ante más de
200 mil mexicanos: “Este acto constituye una flagrante violación a las garantías individua-
les que la Constitución general de la República consagra” (d-231, 498).
A partir de ese momento, artículos, manifiestos y proclamas publicados estarían algu-
nos a favor de Díaz Ordaz (como los de la Asociación Nacional de Abogados, la Cámara
de Comercio de Puebla, la Cámara Textil de Puebla y Tlaxcala, el Comité del Auténtico Es-
tudiantado) y otros a favor del movimiento estudiantil (como del cnh y la Coalición de
Maestros de Enseñanza Media y Superior Pro Libertades Democráticas).
Los primeros días de septiembre serían agotadoramente tensos y convulsos. Si bien el
gobierno hizo una incitación para resolver el problema, no hubo día en que no hubiera
diversos mítines por la ciudad y ataques contra las reuniones que el cnh promovía. Creo
yo que había momentos en que los objetivos finales de la lucha –que originalmente eran
la defensa de la autonomía, de los derechos humanos, los derechos del estudiante– se iban
permeando por las estrategias de la Guerra Fría. En ocasiones, como el 8 de septiembre,
las fuerzas de derecha, propiciadas por el muro, hicieron un mitin de alrededor de unas 10
mil personas, en el que llevaban pancartas nacionalistas a favor de los héroes de la patria
y de desagravio a la Virgen de Guadalupe y a la bandera nacional, supuestamente ultraja-
dos por los estudiantes. Pero junto a estas expresiones nacionalistas, hicieron una botarga
que representaba al Che Guevara, que era la imagen del comunismo en Latinoamérica.
Como contrapartida, el cnh hizo otro mitin en desagravio a la libre manifestación de las
ideas políticas y sociales.
Algunos accidentes, como la volcadura de un autobús en Topilejo, en el que murieron
diez personas, enardecieron al pueblo y se produjo un zafarrancho grave, que fue consi-
derado como una acción de la gente en apoyo a los estudiantes; aunque los líderes de la
población aseguraron que no había sido así, sino por la nula atención que las autoridades
dieron al evento. Es posible que ambos motivos fueran la causa de la rebeldía del pueblo.
Se acercaban días todavía más complejos. La fecha del 15 de septiembre, que marca un
hito en la historia nacional, pudo ser utilizada por ambos bandos para sus fines. Los estu-
diantes podían con toda verdad decir: ¿cuál independencia, cual libertad, si todo acuerdo
era roto por la violencia gubernamental? Y como ariete para hacer evidente esta situación, el
cnh decidió hacer la manifestación del silencio el 13 de septiembre. Tal vez ésta fue la más
conmovedora o más impresionante de todas. Esta fecha no hay que olvidarla: conmemora
la defensa de los estudiantes del Colegio Militar de la soberanía nacional, representada en
el Castillo de Chapultepec.
Fue una marcha interminable. Multitudes estudiantiles llegaban al Zócalo, mientras se-
guían sumándose nuevos grupos a la columna que tenía su inicio a la altura del Museo de
Antropología. Había muchas mantas con lemas estudiantiles. Algunas tomadas de la Re-
volución de Mayo en Francia, como “Prohibido prohibir” o “La imaginación al poder”. Y
también, para que no se les acusara de extranjerizantes, había pancartas con las efigies de
Morelos, Hidalgo y, sobre todo, de Pancho Villa y Zapata. Se cuenta en alguna anécdota cer-
cana que había carteles de todo el santoral cívico mexicano, pero cuando alguien mostró la
de Venustiano Carranza, nadie quiso portarla. Todos recordamos una fotografía periodís-
tica de una manifestación por los Campos Elíseos, en la que aparece una joven bella, que
representaba a la Marianne de la Toma de la Bastilla. En “la marcha del silencio” no hubo
una Marianne, sino un muchacho que era la imagen viva del presidente Díaz Ordaz y que,
manteado, en regocijado silencio, hacía visajes que nos recordaba a un orangután. El de-
talle humorístico, acompañado del silencio de la marcha, creaba una atmósfera dramática,
porque establecía un vínculo de identificación de la ciudadanía testigo con la activa pro-
puesta de los chicos.
La ocupación militar de la Ciudad Universitaria ha sido un acto excesivo de fuerza que Nuestra
Casa de Estudios no merecía. De la misma manera que no mereció nunca el uso que quisieron
hacer de ella algunos universitarios y grupos ajenos a nuestra institución (d-335, 704).
La situación era decididamente crítica, porque la represión se hacía cada vez más abierta y
más frecuente. En todo el país, en mayor o menor medida, había pequeños o grandes gru-
pos de chicos que deseaban participar en el movimiento, pese a que no se les ocultaba que
era cada vez más peligroso; no era un juego, sino que su participación en la rebelión po-
día llevarlos a la cárcel o a la muerte. Dos días después, veríamos la verdad de este aserto.
El 1 y 2 de octubre la Ciudad de México y otras zonas importantes del país estaban in-
vadidas por múltiples grupos de atletas, periodistas, cineastas, intelectuales y ciudadanos
en general de todas las regiones del mundo, atentos a lo que seguramente habían leído en
la prensa de sus países y, sobre todo, a sentir y pulsar el ambiente combativo y de pugnas
internas entre la masa estudiantil y algunos trabajadores, y el gobierno mexicano, que era
su anfitrión. Se dice que esto agudizó más el conflicto por ambos lados. Los jóvenes pensa-
ron que era el mejor momento para exponer a la opinión pública del mundo la intolerancia
y falta de manejo político del gobierno de Díaz Ordaz, y éste mostrarse como un dirigente
con características difíciles de conciliar: amable y generoso como anfitrión y fuerte y po-
deroso como estadista.
Entonces pasó lo que nunca debería de haber pasado: el 2 de octubre el cnh convocó a
un mitin y manifestación a las 5 de la tarde en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco.
Allí asistieron agentes policiacos de la Dirección General de Seguridad y de la Procuradu-
ría General, al mismo tiempo que un batallón del ejército que rodeó la plaza. A las 20:30
horas se desató un tiroteo, la tropa entró en el lugar y en un fuego cruzado –que según al-
gunas versiones fidedignas no partió de los estudiantes, sino de policías que se encontraban
en la azotea del Edificio Chihuahua–, las balas alcanzaron a la multitud que allí se hallaba
reunida. Es decir, hubo claros indicios de que era una celada bien organizada para ame-
drentar y deshacer el movimiento.
La serie de textos, como La noche de Tlatelolco, de Poniatowska, o Los años y los días, de
González de Alba, dan una visión puntual y profundamente afectiva de esa noche trágica.
Porque fueran 10 mil o 15 mil los muertos y heridos, fue un crimen calculado de jóvenes,
casi niños, que asistieron a ese mitin. En esta gran metrópoli que es la Ciudad de México,
muchas de las cosas que suceden en ella no se saben o se ignoran, pero esa noche el ulular
de las sirenas, el mecánico ruido de los transportes militares, la oscuridad y el silencio en
otros sitios y, a lo lejos, el sonido de los disparos, no auguraron nada bueno.
A la mañana siguiente, la imagen de una plaza llena de zapatos abandonados –que se-
guramente en el desesperado intento de huir de las balas, de los golpes de los bayonetazos,
los abandonaron sus portadores– fue la clara muestra de una orden superior que había
mandado a asesinar a jóvenes indefensos. Porque esos muchos tiros que se escucharon y
las armas que los contenían, las traían los agentes provocadores, como siempre se supo que
había. Para nadie fue un secreto que la impotencia para biengobernar del Presidente y su
círculo del poder lo habían impulsado a autorizar este innoble acto.
Desafortunadamente el 2 de octubre fue el primer acto de una guerra sin cuartel para
los que habían participado en el movimiento y que acabaron algunos ejecutados cobarde-
mente y otros padecieron cárcel a lo largo de varios años. Triste episodio para un país que
en esos días celebraba el día de la paz y el deporte.
Conclusiones
A la luz de los 50 años de los acontecimientos de 1968, pienso que algo que se podía ha-
ber solucionado el día 24 de julio, por haber sido un sencillo pleito entre dos escuelas, cosa
frecuente, más bien fue el indicio primero de un gran descontento que había entre los jó-
venes que vivían en una sociedad profundamente paternalista y autoritaria, tanto en el
hogar como como en el mundo exterior y que el movimiento dio cauce a esas inquietudes
y a esas diferencias.
El título del ensayo parte de un conocimiento bastante frecuente que he tenido de los hu-
racanes: me han tocado vivir varios y en ellos al principio los vientos parecen simplemente
pequeños vendavales, pequeños oleajes que nos dan a la distancia el sentimiento de ser pe-
ligrosos pero lejanos, pero después de una hora o dos, el sol ardiente se apaga, el viento y
las lluvias se acrecientan y, cuando menos lo vemos, estamos en medio de un terrible co-
loso. En la evolución del movimiento creo que al gobierno le faltó inteligencia política para
evitar la violencia que fue siempre en aumento, con la pretensión de acabar con el movi-
miento. Sí lo acabó, lo aplastó y a costa de muchas vidas. También se advierte en toda la
evolución del fenómeno que hubo muchas corrientes subterráneas que incidieron en él: la
Guerra Fría, los Juegos Olímpicos, las luchas entre izquierda y derecha en el país y las pug-
nas por el poder en la cúpula gubernamental.
Sobre la autora
Eugenia Revueltas tiene el grado de doctora en Letras Hispánicas. Cursó estudios de Me-
dicina y después de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es
profesora de dicha Facultad desde 1969, donde ha impartido las asignaturas de Literatura
Moderna y Contemporánea Española, Seminario de Crítica Literaria, Teoría Literaria, His-
toria de la Cultura, entre otras. Se ha especializado en Semiótica del Teatro y en estudios
comparados entre Historia y Literatura. Durante el Año de la Amistad Mexicano-Filipino
en 1965 dio conferencias en Tokio, Manila, Yakarta, Nueva Delhi. Durante once años dirigió
la revista Punto de Partida. Ha escrito más de 130 artículos para publicaciones especializa-
das y siete libros de investigación literaria. Viajera frecuente, tiene una perspectiva amplia
sobre los problemas sociales o políticos de otras naciones, como España, Alemania y Es-
tados Unidos.
Referencia bibliográfica
Gerardo Estrada (GE): Si bien lo que sucedió en 1968 en México se explica claramente como
una resistencia al poder establecido –son los años del pri [Partido Revolucionario Institu-
cional], del partido único, del presidencialismo absoluto–, ¿por qué hubo movimientos en
todas partes del mundo? ¿Cuáles son los comunes denominadores? Porque en cada país fue-
ron distintos los motivos, pero, ¿qué es lo que tenían en común todos los jóvenes?
Víctor Flores Olea (VFO): Yo diría que como elemento común, con sus manifestaciones par-
ticulares, lo que los jóvenes expresan en todos los movimientos de la época en el mundo
fue el sentimiento de rechazo, de crítica radical a los poderes establecidos; de una manera
u otra, se habían establecido burocracias y centros de poder que dominaban el conjunto so-
cial. Yo veo que éste es el elemento común, más allá de las circunstancias particulares, que
estuvo presente en el 68 mundial.
GE: Por otra parte está la revolución sexual, ¿qué tuvo que ver en esto? La comercializa-
ción de la píldora anticonceptiva que fue pocos años antes, ¿influyó en esto, en el ánimo
de los jóvenes?
VFO: Bueno, yo veo que el movimiento o los movimientos en 68 tuvieron una extraordinaria
influencia en la modificación, en la revolución, podríamos decir, de las conductas sociales,
incluso las más inmediatas; es decir, a partir de entonces ya fue muy difícil admitir las au-
toridades verticales que no explicaban realmente la lógica de su autoridad o sus decisiones.
Yo creo que también es necesario decir que, desde el punto de vista familiar y desde el punto
de vista personal, hubo enormes cambios. También en las familias se cambia la idea del au-
toritarismo interno y se hace más democrática.
∗
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, unam, México. Correo electrónico:
<vfloresolea@gmail.com>.
∗∗
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam, México. Correo electrónico: <gerardoestrada5@hotmail.com>.
También es importante decir que esto penetra hasta las relaciones personales, hasta las
relaciones hombre-mujer y la relación sexual. ¿En qué aspecto? En que libera extraordina-
riamente el patrón victoriano que prevalecía en buena parte del mundo y hay una liberación
en muchos de sus aspectos, que naturalmente se va profundizando con el tiempo, pero que
tal vez es afirmada y relanzada potentemente por el México 68.
VFO: Tiene usted toda la razón, yo creo que siempre se atribuyó aquel movimiento a ideo-
logías externas, a iniciativas que no correspondían a la sensibilidad o a la historia mexicana
y que era necesario, entonces, extirpar, reprimir, detener, porque estaban invadiendo las
“raíces puras” y el espíritu “impoluto” de la tradición mexicana.
GE: Esa era una de las vertientes. La otra vertiente tiene que ver con que mucha gente pen-
saba, y lo piensan hoy, que todo era también una maniobra del Ing. Barros Sierra, junto con
otros aspirantes a suceder a Díaz Ordaz, y que era una especie de complot para descalificar
a uno o a otro funcionario. ¿Usted ha oído hablar de esa versión?
VFO: ¡Sí, cómo no! Esa versión fue muy extendida en su momento y seguramente hoy to-
davía es vigente en algunos –no sé si decir desvelados o desmañanados– que interpretan
terriblemente mal el pasaje. Es decir, todos los movimientos sociales para esa gente serían
el producto de una especie de mafia o de complot que estaría planificadamente en contra
del poder establecido y esa fue la línea que siguó el presidente Díaz Ordaz, que lo llevó a la
matanza del 2 de octubre.
VFO: Yo creo que Barros Sierra en aquel momento representó cuando menos dos o tres co-
sas: una, la gran dignidad e integridad universitaria; la otra, intelectualmente era un hombre
desde luego superior a quienes ejercían el poder fáctico en aquel momento.
Éste fue uno de los puntos más álgidos de la contradicción entre Barros Sierra y quienes de-
tentaban el poder. Hubo críticas a Barros Sierra, de las cuales él se burlaba políticamente y
que lo hacían ver realmente como un personaje superior, mucho más acabado, sólido, ma-
duro, que quienes se conformaron con ejercer el poder inmediato; se conformaban, pero
quisieron rebajarse y cometieron agresiones extraordinarias contra la población mexicana.
GE: Sí, [Barros Sierra] era un ejemplo moral para los jóvenes, fue un ejemplo de una figura
que contrastaba efectivamente mucho con el resto de la clase política, [aunque] no sé si in-
cluir a Barros Sierra en la clase política, pero como hablábamos, era de alguna manera una
autoridad; por eso para los jóvenes fue muy importante encontrar una figura en la cual se
pudieran reconocer.
VFO: Claro, yo creo que los hizo distinguir, también en que el establishment está integrado
por una serie de personajes con un corte determinado, que puede representar, digamos, a la
mafia; [pero también hay quien] puede representar el carácter real, la integridad de quienes
componen al poder público. Hay excepciones y no siempre se puede generalizar y cortar
todo con la misma tijera.
GE: Absolutamente. En ese sentido, la Escuela de Ciencias Políticas yo creo que jugó un
papel muy importante. Personajes como Pablo González Casanova, Henrique González Ca-
sanova, usted mismo, Enrique González Pedrero, que era el director de la Facultad, tengo
la impresión de que jugaron un papel importante, como tratando de hacer ver al poder de
qué se trataba. Y mantenían simultáneamente mucho contacto con nosotros; los otros di-
rectores de escuelas hicieron lo mismo, Ifigenia Navarrete, en el caso de Economía, Gastón
García Cantú. Hubo ahí una intermediación muy interesante, ¿no lo cree?
VFO: Hubo una intermediación –hay que decir– perdida de antemano por los universita-
rios. Yo creo que la intermediación que, en efecto, quisimos tener para bajar los ánimos del
poder público fue bastante inútil y, en cambio, los integrantes del poder político nos asimi-
laban, al grupo de revoltosos y de rebeldes contra el poder establecido.
GE: Sí, es que detrás había un rechazo a la inteligencia, es decir, de alguna manera esta con-
signa fascista de muerte a la inteligencia se cumplía; el poder veía un sospechoso en cada
personaje con un libro o bancada intelectual.
Después del papel de Barros Sierra en los orígenes, comenzaron las movilizaciones, las
grandes manifestaciones. Yo recuerdo con mucha emoción la del 27 de agosto, que fue la
más grande y dónde surgió la provocación de retar al Presidente a rendir su informe en el
Zócalo y dar respuesta a las demandas estudiantiles.
¿Qué fue pasando, por qué se fue haciendo cada vez más aguda la represión? Todo
eso habría de terminar con la toma de Ciudad Universitaria, de las instalaciones del Po-
litécnico, todavía hubo una muestra muy racional por parte de los estudiantes de deseo
de diálogo con la Manifestación del Silencio, pero después todo entró en una dinámica
muy terrible.
VFO: Yo siento que hubo una combinación de cuestiones: el tremendo temor de Díaz Or-
daz de que se llegara a los Juegos Olímpicos, el 12 de octubre, con oposiciones y tensiones
muy marcadas. Él quería que se llegara a un campo, plano sin contradicciones agudas. Y
pienso también que el gobierno entró en un círculo bastante paranoico.
Es decir, en la medida que ocurría, que pasaba el tiempo y que no se aplacaban cabalmente
los participantes en el movimiento, aquél se hacía más grande y había que romperlo, extir-
parlo de raíz. Y yo creo que por esta secuencia lógica de contradicciones y de puntos de vistas
consistentes, totalmente idiotas, pero consistentes, se llegó a la tragedia del 2 de octubre, y des-
pués, bueno los años siguientes a lo que se ha llamado contra la razón, la “guerra sucia”, que
fue otra ola de crímenes espantosos sobre los jóvenes mexicanos y la población en general.
GE: Si, ahí entramos en una dinámica que por un lado a mí me llama la atención; por un lado,
el gobierno dio pasos ambiguos, nombra a sus comisionados, para que hablen con Jorge de la
Vega Domínguez y Andrés Caso, que vistos en perspectiva, resultaron más aliados de noso-
tros los jóvenes, que del poder, porque realmente ellos protegieron a algunos de los muchachos,
los sacaron del país, etcétera. Pero ese mensaje ambiguo, el hecho de que la misma mañana del
2 de octubre estuvieran negociando con los representantes del gobierno, Gilberto Guevara, en-
tre otros, marca una especie de esquizofrenia del poder ya que por la tarde, manda a las tropas.
VFO: Lo que pasa es que la operación de las tropas en la tarde era una operación secreta en
la que probablemente participa, desde luego, muy probablemente el presidente Díaz Or-
daz, pero también el Estado Mayor presidencial, según se ha sabido posteriormente. Quiero
mencionar de manera especial el libro de Julio Scherer y de Carlos Monsiváis, en el que se
demuestra esto con una claridad terrible. Y tenemos entonces que la esquizofrenia aparente
no era más que la cobertura de decisiones criminales y atroces.
GE: Y ahí, bueno, no sé, ¿Echeverría qué tanto jugó un papel en eso?, el Secretario de Gobernación.
VFO: Bueno, según todas las opiniones del momento y las opiniones de años después, siem-
pre lo enmarcaron a él, por el puesto que ocupaba, como uno de los incitadores, de los
resortes más fuertes de la represión en contra del movimiento.
Yo creo que tuvo que ver, que es así en realidad, aunque él lo primero que hace al llegar
a la Presidencia de la República es tratar de borrar esa imagen e invita a una gran cantidad
de jóvenes, incluso de los participantes en el movimiento, universitarios, a formar parte de
puestos de gobierno de responsabilidad, en embajadas y otras funciones. Ahí hay una re-
conciliación, bueno, aparente, pero sin que se borrara, sin que se disipara la desconfianza
y el conocimiento de los responsables.
GE: Sí, bueno, yo creo que con Echeverría otra vez volvemos a lo mismo: por un lado, está
el 10 de junio de 1971, el capítulo de “los Halcones”, todo esto que es difícil pensar que el
Presidente no sabía de qué se trataba. Pero al mismo tiempo había lo que se llamó “la aper-
tura”, la apertura política por parte del gobierno, este llamado a otros personajes, a jóvenes,
a intelectuales a colaborar con él. Y ahí comienza, yo digo, algo muy importante, comienza
el camino hacia la democratización del país, hacia los cambios. Los doce años siguientes
van a ser muy importantes en ese terreno, con la reforma de Reyes Heroles. En fin, ¿cómo
ve todo ese proceso que se da?
VFO: Considero que sin duda alguna el 68 deja una huella en la historia de México extraor-
dinariamente importante y que va a estar presente prácticamente hasta nuestros días. Es
decir, yo entiendo incluso el triunfo avasallador de Andrés Manuel López Obrador, hace
escasamente un mes, como un resultado de aquellos movimientos sociales, más que de par-
tidos políticos. En que hay una oposición, un rechazo profundo del establishment político,
del poder establecido. Eso que se manifestó, vamos a decir “balbuceando”, durante veinte,
treinta o cuarenta años, ahora se encontró con un líder que ha sabido, que supo darle voz
y que ha sabido llevarlo a buen puerto, cuando menos hasta el momento, sin ninguna frac-
tura nueva en el país. Y yo espero que así siga ocurriendo. Hay esa posibilidad, creo que
hay que aprovecharla.
GE: Sobre la posibilidad de que esta nueva vida política del país con Andrés Manuel López
Obrador llegue a buen puerto, tiene que ver con algo que no existía tampoco en 68, que era
la libertad de los medios. La capacidad de los medios de criticar y de decir. Si comparamos
hoy con hace cincuenta años, vivimos en otro mundo, totalmente distinto. ¿Cómo cree us-
ted que se fue dando esto? ¿Cómo se fue ganando esta libertad de prensa, esta libertad de
opinión que hoy tenemos en todos los medios?
VFO: Yo creo que se fue ganando ejerciéndola, por la vía de la práctica. Y era muy difícil que
los medios, cada uno de ellos o en conjunto se opusieran a esa apertura que exigía la sociedad
mexicana, los jóvenes y otros sectores muy importantes, con influencia en la sociedad mexi-
cana. Se fue abriendo la prensa, se fueron abriendo otros canales de comunicación social, llegó
GE: Sí, por supuesto. Ahora, en ese sentido a mí me asalta una preocupación, debo confesarla.
Parte del tema [en 1968] era el presidencialismo excesivo, ¿no?, no sólo con su instrumento,
que era el pri. Pero, ¿no corremos el riesgo ahora, con el tamaño del triunfo de López Obra-
dor, de volver a caer en un presidencialismo como el de antaño?
VFO: Mire, Gerardo, yo pienso que los peligros siempre están abiertos. No quiero negarlos.
Pero, yo creo que en el caso de López Obrador es difícil, porque es una persona que está en
extraordinario contacto con mucha gente y esto va a ser el límite o el equilibrio real de los
poderes y de la fuerza unipersonal en alto grado del Poder Ejecutivo.
En este mes y medio que lleva como victorioso de la elección del primero de julio, yo
creo que ha mostrado en una serie de rasgos cómo está dispuesto a escuchar, a limitarse, a
revisar aspectos de su propio programa de gobierno y a hacer nuevas consultas y revisar de
nueva cuenta sus propuestas.
Como todos, tengo mis dudas de algunos nombramientos... No sé, pero ahí vamos a ver
cómo se desarrolla el escenario. Es difícil que sea un escenario de seda para todos, un ca-
mino real para todos, pero yo creo que parte del talento político de Lopez Obrador es saber
escuchar, estar en contacto con la ciudadanía, con los medios.
Es muy impresionante ver cómo desde su casa de transición o saliendo de entrevistarse con
el Presidente de la República, da ahí, en la banqueta, un resumen de lo que ocurrió diez minutos
antes en las oficinas. Esto no ha ocurrido, que yo recuerde, jamás. Entonces, esto es mi manera
de ver el principal equilibrio de los poderes que tanto preocupa a algunos. Ojalá tenga yo razón
y no quienes han encendido grandes luces rojas por esta cuestión.
GE: Sí, usted acaba de mencionar una palabra: escuchar, ser escuchado. Yo creo que lo que
une la vida individual con la colectiva en el 68 es ese deseo de los jóvenes de ser escuchados,
escuchados por sus padres, ¿no?, en un ambiente familiar autoritario, cerrado; escuchados
por el gobierno, escuchados por sus profesores mismos, la Universidad también cambió
mucho a partir de eso. Esa es la parte positiva del 68…
VFO: ¡Claro! Yo creo que a ello referimos antes, es decir, el 68 modifica radicalmente mu-
chas de las relaciones sociales, las relaciones de autoridad tradicional cambian de ciclo. No
es que se pierda la autoridad, es que cambia de ciclo. La autoridad ya no es una palabra que
baja de lo alto y se impone sin explicación, sino que son razones de ida y vuelta las que ter-
minan por señalar cuáles son las vías deseables y cuáles son las vías no deseables.
GE: Una última pregunta, que seguramente está en la mente de todos: ¿Y el 2 de octubre,
qué? ¿Algún día sabremos realmente qué pasó el 2 de octubre, cuál es la génesis? Yo en lo
personal pienso que anclarse en eso del 2 de octubre, aunque sí es una gran tragedia, es
perder de vista todo lo que fue el movimiento y toda la riqueza. Pero, de todas maneras, la
inquietud persiste, la gente quiere saber qué pasó, todavía…
VFO: Bueno, yo siento que debe haber la posibilidad de una revisión de expedientes, de do-
cumentos confidenciales del gobierno, etcétera, que confirmen tales o cuáles hipótesis. Por
cierto, ya hay algunas. Mencionaba el libro de Julio Scherer y de Carlos Monsiváis como
una hipótesis muy consistente sobre el particular y en la que han coincidido por lo demás
otros autores.
Yo pienso que la gran fuerza del 68, que estuvo presente entonces pero que se expandió
como una bola de nieve –lento, hay que decirlo, a lo largo de cuarenta o cincuenta años–
está llegando a una culminación, está llegando con López Obrador y con el gobierno que él
pueda establecer y el ambiente social que se pueda implantar con su llegada al poder, puede
significar otra ventilación extraordinaria de las relaciones sociales en México. Y por tal en-
tiendo una democratización profunda de estas relaciones sociales.
GE: El movimiento estudiantil fue un movimiento social, no estaba ligado a ninguna insti-
tución ni a ningún partido ni a ningún sindicato. ¿Cuál es el futuro político, por dónde va
el mundo en ese sentido?
VFO: Veo la corriente de los movimientos sociales como marcas de la dirección de las nue-
vas historias de los distintos países. Más que los partidos políticos, que obedecen, tal vez, a
la segunda mitad del siglo xix y el xx, ahora ha ido cambiando a que las señas políticas o
los movimientos políticos más concurridos, más socorridos, sean los movimientos sociales,
que no dependen de un partido, digamos, vertical y escalonado, sino que, por definición,
los movimientos sociales son más libres, más abiertos, más democráticos. Creo que esto va
a ir prevaleciendo en el mundo en los próximos años.
GE: Pues, le agradezco mucho su tiempo y su plática, maestro, mucho gusto compartir.
Víctor Flores Olea estudió Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México
(unam) y cursó posgrados en las universidades de Roma y París. Ha sido profesor y di-
rector de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (fcpys) de la unam y actualmente es
investigador en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humani-
dades de la misma institución. Fue embajador de México ante la urss; representante de
México en la UNESCO; subsecretario para Asuntos Multilaterales de la SER y presidente
del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Desde la década de 1960 ha
sido articulista en las revistas Política, Siempre! y en los periódicos Excélsior, El Universal y
La Jornada. Además, de su vasta actividad de dirección política, académica y cultural, con
una amplia obra publicada, ha desarrollado una importante actividad en el campo de la fo-
tografía y la literatura.
Paola Vázquez Almanza (PV): En la tarde del 26 de julio de 1968, usted y otros alumnos de
la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales se dirigieron hacia el Hemiciclo a Juárez
para realizar un mitin para conmemorar el inicio de la Revolución cubana. Ha contado us-
ted que, esa tarde, a la Alameda llegó corriendo un grupo de jóvenes advirtiendo que los
granaderos estaban reprimiendo a los estudiantes que protestaban contra la respuesta vio-
lenta de la policía en los sucesos desatados días antes en la Ciudadela. Este fue el día en el
que usted lanzó por primera vez una piedra contra un camión de policía.
¿Cómo fue evolucionando su papel en el movimiento estudiantil? ¿Cómo pasó de ser un
estudiante más en el mitin del 26 de julio a ser el responsable del “Manifiesto 2 de Octubre”?
Gerardo Estrada Rodríguez (GE): Yo me definiría como un testigo permanente, sobre todo
durante las primeras etapas del movimiento. Ciertamente, estuve en el mitin del 26 de julio,
en Tlatelolco, y viví el día de la toma de la Rectoría de la unam. Estuve siempre alrededor del
movimiento y tuve la suerte de no ser detenido, quizá porque no tenía ningún antecedente
de militancia en el Partido Comunista u otra organización de izquierda. Además, era de los
pocos que tenía automóvil en ese entonces, así que también tuve el papel de chofer durante
el movimiento estudiantil. Llevaba y traía las pancartas y también a algunos compañeros.
Fue a partir de la toma de Ciudad Universitaria cuando creció mi papel dentro del mo-
vimiento. Yo era muy cercano al Director de la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y
Sociales, Enrique Gónzalez Pedrero, y a Víctor Flores Olea, quien en ese entonces era el
Director del Centro de Estudios Latinoamericanos. Estos dos personajes fungieron como
intermediarios entre los estudiantes, las autoridades de la unam y algunos miembros del
gobierno. Otro mediador importante fue el profesor Enrique González Casanova, quien
trabajaba en la Secretaría de la Presidencia, pero su intervención era de corte oficioso,
no tanto oficial. También, en esa época, cuando tenía 22 años y estudiaba Sociología, era
muy amigo de Javier Barrios Velero, hijo del rector de la unam, el ingeniero Javier Barrios
Sierra. En ocasiones comía en su casa y sosteníamos largas pláticas en las que también par-
ticipaba su padre.
∗∗
1 Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam, México. Correo electrónico: <gerardoestrada5@hotmail.com>.
∗∗
2 Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam, México. Correo electrónico: <paovaal@gmail.com>.
PV: ¿Hubo un cambio sustancial entre el Gerardo Estrada que lanzó su primera piedra
contra la policía el 26 de julio del 68 al de la disolución del Consejo Nacional de Huelga?
¿Cómo lo cambió el movimiento? ¿Cuál fue su aprendizaje político?
PV: En 1968, ¿cuál era la principal inspiración para el movimiento estudiantil? ¿La Prima-
vera de Praga, el Mayo francés?
las noticias las imágenes de los tanques soviéticos invadiendo las calles de Budapest, Hun-
gría, en 1956. Pero, el Mayo francés era lo más explícito; la imagen romántica de esa chica
que aparece en los hombros de un compañero durante una manifestación en París nos con-
tagió de entusiasmo, al igual que algunos eslóganes como: “Hágase el amor no la guerra” o
“Prohibido prohibir.”
Pero, bueno, siempre he pensado que detrás de este fenómeno, de esa inspiración que
llegaba de otros países, había dos hechos específicos que fueron primordiales. El primero
sería la revolución sexual, que cambió totalmente las relaciones en toda la humanidad. Esa
sí fue una revolución que, inconscientemente, nos urgía a demandar más libertad. Gracias a
ella, la noción del cuerpo cambió en la danza, en las artes plásticas, en el teatro y en el cine
como evidenciaba la Nueva Ola Francesa o el Nuevo Cine Brasileño. Dentro de la revolu-
ción sexual se incluiría el feminismo y la comercialización de la píldora.
El segundo elemento que fue esencial para el movimiento estudiantil fue la globaliza-
ción y los medios de comunicación, pues gracias a ellos nos enterábamos de lo que sucedía
en el mundo. En Estados Unidos, por ejemplo, la gente desde su casa miraba en vivo cómo
mataban a sus hijos durante la guerra de Vietnam, gracias a la televisión. Y en México veía-
mos lo que sucedía en América Latina, Europa y el resto del mundo. Estos dos fenómenos
se reflejarían principalmente en una transformación de la cultura y, en consecuencia, per-
mearían la vida cotidiana.
PV: A cincuenta años del 68, ¿está usted de acuerdo con las narrativas dominantes que
existen sobre el movimiento estudiantil? Porque existe una visión del 68 que resulta en
extremo mistificadora y, en el otro polo, hay quien observa el 68 con una mirada desen-
cantada y pesimista.
GE: Yo soy muy optimista y pienso que el 68 cambió al país radicalmente. Quizá el cam-
bio se dio lentamente, pero después del movimiento hay dos señales de que poco a poco se
fue liberando la sociedad. Los jóvenes de ahora, por ejemplo, no tienen ni idea de lo que
era vivir en un mundo de censura, represión y falta de libertad de expresión. Por ejemplo,
muchas películas estaban prohibidas y algunas sólo se podían ver en los cine-clubes uni-
versitarios. Pero nosotros éramos privilegiados; la mayoría de la población no tenía acceso
a estas películas, ya que se prohibían por sus contenidos políticos o eróticos. Pero eso ha
cambiado radicalmente, hoy vivimos en una absoluta libertad de los medios de comunica-
ción y la libertad de expresión.
Años después llegará el movimiento de Cuauhtémoc Cárdenas, los movimientos en
Chihuahua y todo eso irá abriendo el camino a un proceso de democratización. Quizá el
primero de ellos fue la apertura democrática de Echeverría, cuando llamó a muchos jó-
venes a participar. En el caso de los líderes del 68, ellos no fueron cooptados, pero otros,
como Juan José Bremer, que estaba en la Facultad de Derecho, o Javier Alejo, de Economía,
se acercarán en este momento al poder. Este fue un primer paso y el segundo sería la Re-
forma Política de Jesús Reyes Heroles.
En síntesis, el 68 sí abrió una brecha que tardó en engrosarse, tardó más de tres décadas,
pero nos llevó a las elecciones presidenciales del año 2000, que significaron la alternancia
en el poder en México. También surgió un órgano electoral ciudadano, se descentralizó el
Estado y se creó un sistema electoral libre. Y, bueno, todas estas ganancias sociales se deben
al movimiento estudiantil de 1968. Pero, lo que debemos recordar es que todas estas liberta-
des políticas están siempre en riesgo y podemos retroceder como sociedad. Pasó en Chile y
en otros países que parecían tener una tradición democrática establecida. Así que debemos
estar siempre alertas y proteger esas libertades políticas que se ganaron con el movimiento.
No estoy de acuerdo con la visión trágica del 68, no se puede reducir todo a la represión
del 2 de octubre. La cultura jugó un papel importante y el movimiento también fue algo
muy lúdico, nos divertíamos mucho y la pasábamos muy bien. No fue sino hasta la toma
de cu [Ciudad Universitaria] cuando nos dimos cuenta de que el movimiento podía termi-
nar mal. Así que, bueno, antes del 2 de octubre, México, aunque no era París, era una fiesta.
PV: ¿Qué piensa que han hecho las generaciones posteriores con las libertades heredadas
por el 68?
G.E: Pienso que estas generaciones las han seguido ampliando de distintas maneras. Mu-
cha gente, después del 68, siguió el camino de la ecología, la vida sindical y otros llegaron
al extremo de irse a las guerrillas, algo que desde mi punto de vista fue un sacrificio inútil,
porque no llevó a nada. En cambio, el feminismo se desarrolló y adquirió una gran fortaleza.
Parece ser que los jóvenes de generaciones posteriores, sin el ruido y estruendo que nosotros
hicimos en el 68, siguieron luchando por la libertad. No han sido generaciones inconscien-
tes y los jóvenes siguen trabajando para ampliar las libertades, especialmente porque en
México lo que sí no ha cambiado es la desigualdad social, a pesar de que el autoritarismo
se ha ido venciendo con el paso de los años.
PV: Pensando en que el 68 fue un punto cumbre para los movimientos de izquierda, ¿qué
opina del devenir de la izquierda después del 68? ¿Qué pasó con la ideología?
GE: Como los movimientos estudiantiles del 68 eran una afrenta contra todas las institucio-
nes, como la estructura sindical o partidista, las mismas instituciones de izquierda fueron
cuestionadas y surgen así los movimientos sociales. La camisa de fuerza que implicaba la
ideología de izquierda se rompió en el 68 y se abandonó la izquierda tradicional u ortodoxa.
Y aunque sigue habiendo ideologías políticas, ya no están claramente definidas.
PV: ¿Considera posible que surja un movimiento social amplio sin necesidad de las di-
rectrices que otorgaban antes las ideologías políticas? ¿Qué opina de las nuevas formas de
hacer política?
GE: Claro, es posible; tal es el caso de los movimientos sociales en Túnez y Egipto, que co-
menzaron en las redes sociales. Evidentemente, al ser las redes algo tan vulnerable, no se
sostuvieron los movimientos y fueron más bien una especie de explosión social que desa-
pareció al poco tiempo.
El tema de la ecología, por ejemplo, me parece un asunto que puede provocar una re-
vuelta masiva en todo el mundo. La escasez del agua es una preocupación compartida y
diversos lugares han comenzado a padecer una serie de graves problemas ecológicos. Estos
movimientos que se pueden dar en el futuro representarían una lucha por la subsistencia
elemental, quizá ésta sería una nueva etapa de lucha social que nada tenga que ver con la
izquierda o las ideologías y que realmente podría unificar a todo el mundo.
PV: Como sociólogo, ¿no considera que sería oportuno pensar los movimientos estudianti-
les de 1968, no tanto como el punto de quiebre de transformación social de finales del siglo
xx, sino como el síntoma más visible de un cambio social profundo que comienza a prin-
cipios de la década de 1960, como lo sugieren autores como Ronald Inglehart o Tony Judt?
Me parece que pensar el 68 como síntoma haría más sencillo establecer similitudes con-
cretas y específicas entre los distintos movimientos estudiantiles de 1968. De igual manera,
sería más sencillo explicar el devenir del movimiento y las turbulentas expresiones políti-
cas de izquierda que se manifestaran posteriormente en la década de 1970.
GE: Creo que las precisiones históricas están bien. Es cierto que el movimiento del 68 no
surgió de la nada, surgió con la liberalización femenina y sexual, y también gracias a la vida
cultural en México, que comenzó a cambiar a finales de la década de 1950. El periodo de
la posguerra permitió que en todo el mundo comenzaran a verse las cosas de manera dis-
tinta. El movimiento estudiantil nació de una conciencia mayor de lo que significa la vida
y esa conciencia en buena medida vino de la cultura. En México se rebelaron los jóvenes
de la llamada “Ruptura” frente a la tradición y la cultura nacionalista; se enfrentaron al mu-
ralismo y a un Siqueiros que afirmaba: “No hay más ruta que la nuestra.” En la década de
1960, José Luis Cuevas y Juan Soriano rechazan la postura de Siqueiros e intentan derri-
bar la “cortina de nopal”.
PV: Usted parece ver en la cultura un importante factor para el cambio social, ¿es por este
potencial de la cultura que usted abandonó la política y se dedicó a la difusión cultural?
GE: Sí, poco a poco fui cayendo en cuenta de que yo no tenía cabida dentro de las formas
tradicionales de hacer política en México. A pesar de que yo fui cercano al pri y a Jesús Re-
yes Heroles, quien formó parte del mejor pri que ha habido, no me gustaban los modos
de hacer política de los priistas. Y aunque al dedicarme a la cultura fungí como funciona-
rio del pri, porque ser director del Instituto Nacional de Bellas Artes es un puesto político,
descubrí que la cultura es un terreno más neutral que conserva los valores que me habían
animado en el 68. Pienso especialmente en el derecho a la disidencia y la tolerancia, porque
no se crea arte si no es en libertad, con tolerancia o en la búsqueda permanente del cambio.
PV: Una de las cosas que se ensalzan del 68, en particular del Mayo francés, es la confluen-
cia de las demandas de los jóvenes y la clase obrera. ¿Cree que esta relación existió o es más
bien un mito que se ha creado alrededor del 68?
GE: Yo no creo que haya habido una liga con el movimiento obrero en ningún lugar del
mundo. Este es otro de los mitos, al igual que es un mito que el movimiento estudiantil en
México se reduce al 2 de octubre. En México no nos acercamos a los obreros y en Francia
los obreros terminaron rechazando a los estudiantes. Hay un tema que parece olvidárse-
les a quienes hablan del 68… la diferencia de clase. Los estudiantes han sido y son parte de
la clase media. Puede que la Universidad haya cambiado mucho, pero quienes llegan a ella
forman parte de una clase media muy grande. Hay una gran diferencia entre ser obrero y
ser estudiante; no es lo mismo pasar ocho horas encerrado en una fábrica que ir a clases.
Esas afinidades las buscaron los estudiantes con los obreros en todo el mundo, pero esa
alianza de la que se habla entre estudiantes y obreros es pura retórica.
PV: ¿Incluso en Francia, donde se dice que gracias a la alianza entre estudiantes y obreros
se lograron los acuerdos de Grenelle y el aumento de 30% al salario mínimo, de la noche
a la mañana?
GE: Sobre todo en Francia. Al principio parecía que era posible, pero a fin de cuentas los
obreros se alejaron de los estudiantes. Y en cuanto al tema de que se aumentó 30% el salario,
puede ser, pero tiene más que ver con que el Estado buscaba protegerse y ante la amenaza de
que pudiese contagiar la molestia a sectores como el obrero, decidió aumentar los salarios.
Si acaso hubo una identificación práctica entre estudiantes y obreros, fue una consecuen-
cia no esperada. Para los obreros en todo el mundo los estudiantes que participamos en los
movimientos no dejábamos de ser “niñitos de papá” o “hijos de familia”.
PV: Pasando al legado cultural del 68, ¿qué productos culturales de esa época lo marcaron
o cambiaron su mentalidad?
GE: El cine fue fundamental, porque éste comenzó a ser más libre y hubo muchas películas
determinantes para mi generación, como La batalla en Argel (1966), de Gillo Pontecorvo,
las películas de Costa-Gavras, o el Cinema Novo brasileño, que nos mostró los contrastes
y la pobreza de un país que pensábamos rico. El cine afectó directamente a la conciencia y
nos conmovió.
La literatura también fue clave; recuerdo la obra de Jean-Paul Sartre que se llama Los ca-
minos de la libertad (1949), que idealizaba la Resistencia francesa contra la invasión nazi. En
México, la literatura de Gustavo Sainz y José Agustín le dio voz a los jóvenes. Carlos Fuen-
tes, con La región más transparente (1958) y La muerte de Artemio Cruz (1962), ocupó un
lugar muy importante en mi generación. Con este tipo de textos se iba gestando un espí-
ritu libertario en contra de toda dictadura.
Era un ambiente, el teatro universitario era irreverente, se alejaba del formalismo y
la frivolidad de la cartelera más comercial que circulaba en la Ciudad de México. Juan
José Gurrola y Héctor Mendoza, todos ellos fueron abriendo espacios muy interesan-
tes y todo era provocación, desde el sexo hasta la política. En las artes plásticas se hizo
pintura abstracta para distanciarse de “lo mexicano”. Fue una época de experimenta-
ción también en la danza, que tuvo expresiones como el Zapata (1953), de Guillermo
Arriaga, cuya coreografía presentaba a la Patria pariendo al “Caudillo del Sur”. Todas
estas cosas como conjunto impactaron a mi generación, pero quizá el influjo de más
amplio espectro fue el cine.
PV: ¿Diría usted que, al igual que el movimiento estudiantil, este cambio en la cultura tam-
bién fue exclusivo de la clase media?
GE: Por supuesto, el movimiento estudiantil fue de la clase media y fue urbano, se dio en la
Ciudad de México. Hubo algunos ecos en otros estados de la República, pero fueron muy
pequeños.
PV: ¿El ambiente cultural de 1968 era entonces parecido al que se retrata en la película Los
caifanes (1967)? Esa película en la que Julissa, Óscar Chávez e incluso Carlos Monsiváis nos
llevan a conocer una cara experimental e irreverente de México. Ahí queda evidenciada esa
gran diferencia entre la cultura de los jóvenes del Pedregal y la cultura de los sectores so-
ciales más populares.
GE: Exacto, era un ambiente lúdico y de relajo. En Los caifanes le ponen calzones a la es-
cultura de la Diana Cazadora y eso era un acto inconcebible para el momento. La película
de Juan Ibáñez refleja esa burla hacia todos los símbolos que antes parecían sagrados. En la
televisión también hubo una expresión parecida, cuando el cómico “El Loco” Valdés contó
Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales (RMCPS): ¿Cuál fue su inserción institucio-
nal y su experiencia personal durante el movimiento de 1968?
Rosaura Ruiz (RR): El movimiento estudiantil que emergió en 1968 en distintas partes del
mundo, pero que ya llevaba fraguándose un tiempo, tuvo distintas características en cada
país, pero en todos los casos resultó de una importancia inconmensurable. En particular,
en México fue, al mismo tiempo, un suceso extraordinario y un fenómeno de profundas
bases y repercusiones en diversos ámbitos de la vida cotidiana.
En mi caso, sin duda el 68 es un parteaguas, pues el movimiento y sus efectos posteriores no
sólo curtieron mi carácter, sino que re-cursaron el camino que habría de seguir a lo largo
de mi vida. Fue en ese momento en que mis propias proyecciones hacia el futuro se definie-
ron y aclararon. Para decirlo en una frase a la que vuelvo constantemente: ese año alcancé,
junto con otros miles de mexicanas y mexicanos, mi mayoría de edad.
Muchas veces he dicho, y cada vez con mayor convencimiento, que los eventos y las expe-
riencias vividas en el marco del movimiento estudiantil fueron fundamentales en lo que
devendría mi historia personal. Sin ellas no me explicaría, no sería lo que hoy soy, ni de
forma ni de fondo. Al movimiento que inicia en el 68 debo el origen de mis convicciones,
el foco de mi pensamiento, muchos de mis sueños y temores, gran parte de mi fuerza y la
conciencia de mis propias capacidades.
Y todo esto no obstante que mi participación en el movimiento, como alumna de la Prepa 4
de la unam, fue un tanto en los márgenes, un tanto lejos del vórtice principal, pero lo sufi-
cientemente cerca como para que mi activismo fuese tan comprometido y entusiasta como
el que más. Entonces, mi perspectiva es la de una participante de base y la de un integrante
del amplio conjunto de estudiantes de preparatoria que en esos días se despidieron de su
juventud temprana para devenir cabalmente mujeres y hombres, pero aún más, ciudadanos
comprometidos con la construcción de una sociedad más justa y democrática.
En particular, en mi condición de mujer, el 68 también significó mi integración plena a la
lucha por la liberación femenina. Un esfuerzo que aún persiste y debe permanecer en resis-
∗
1 Departamento de Biología Evolutiva, Facultad de Ciencias, unam, México. Correo electrónico: <rosaura@ciencias.
unam.mx>.
tencia hasta que se vean cumplidas plenamente sus demandas de equidad y justicia social,
algo que definitivamente aún no sucede por más que se haya avanzado en ello.
RMCPS: ¿Existiría algún tipo de periodización de la forma en que se fue gestando el movi-
miento y su participación en él?
RR: Claramente, referirse al movimiento del 68 es hablar, más que de un año, de una época.
No se puede entender al 68 como un evento aislado encuadrable en una fecha específica que
aconteció por generación espontánea o en la que nació y murió un espíritu revoluciona-
rio. Hay que entender las raíces y ampliar la visión para comprender la fase histórica que va
desde el comienzo de la Revolución cubana y su triunfo el 1 de enero de 1959, hasta quizá
el 11 de septiembre de 1973, con el asesinato vil de Salvador Allende. Un evento traumá-
tico y atroz que mostró al mundo entero que el retorno y la toma del poder por parte de las
fuerzas opresoras, reaccionarias, capitalistas y elitistas era un hecho incontestable. Lo que
significó la llegada de algunas de las peores dictaduras que haya sufrido la humanidad en
América latina, África, Asia y Europa del este por igual.
Y ya que se reflexiona sobre la duración del movimiento del 68, también cabe no ho-
mogeneizar las diversas expresiones que tuvo el mismo, pues en Estados Unidos o Europa
el matiz era anticapitalistas, pacifista, antirracista, antiimperialistas y por los derechos
civiles, pero en México, al inicio, era simplemente un movimiento que surge contra la
represión de la juventud, lo que se ve claramente en los seis puntos del pliego petitorio,
bastante moderado y puntual, pero que después devino el despertar de la sociedad civil
en contra de un sistema antidemocrático, autoritario y patriarcal, luchando por princi-
pios más grandes, como la democracia, la dignidad, la justicia y el respeto a los derechos
sociales de todo el pueblo.
A nivel personal creo que uno de los momentos más significativos de ese año fue que se
dieron a un mismo tiempo distintos despertares: el de la juventud, encabezando una lucha
de varios frentes; el de la sociedad civil, como un conjunto diverso con metas comunes; el
de los universitarios, como la reserva moral del pueblo mexicano, y el de las mujeres, como
ciudadanas, entre otros más o menos visibles.
Esta profunda revolución fue, entonces, más que un movimiento de la juventud, uno
jovial, pues buscó renovar, visibilizar y poner en evidencia a un sistema social opresor, in-
tolerante, discriminador, dictatorial, machista y misógino. En México el 68 cambió la forma
de relacionarnos unos con otros y con las instituciones, con nuestros padres, entre compa-
ñeros y entre las mujeres mismas. En este último aspecto se dio un cambio radical en toda
una generación que tuvo que reaprender y reajustar su actitud hacia la vida y hacia uno
mismo. El ejemplo más claro de esto es el de algunas mujeres que tuvimos el privilegio de
comenzar a conquistar el control de nuestra propia vida, incluyendo el modo de ejercer la
sexualidad, lo que se vio fuertemente impulsado por la aparición y auge del uso de la píl-
dora anticonceptiva.
Entonces, podría decir que la periodización de mi participación en el movimiento del
68 y de la lucha por la defensa de los derechos humanos, de la autonomía universitaria, de
la libertad y por la construcción de una sociedad más justa comenzó en ese mismo año y
continúa hasta el día de hoy.
RR: En ese año los jóvenes hicimos que se escucharan nuestras demandas y adquirimos
una voz propia. Entre los aspectos más relevantes para mí de ese movimiento, como ya he
dicho, fue la lucha por la liberación femenina contra el dominio masculino en todos los as-
pectos de la vida social. Quizá una de las mayores rebeliones fue la de las mujeres contra la
ideología de género predominante, de tradición judeocristiana y capitalista, que subordina
a las mujeres al poder masculino.
Lo interesante es que el movimiento se articuló gracias a la identidad grupal y de clase
compartida por los estudiantes de instituciones públicas, sobre todo, pero no sólo, que se
transformó poco a poco en una conciencia política y crítica hacia el papel que cada uno tiene
como individuo, pero también como integrante de una comunidad más vasta y diversa. En
mi experiencia, estoy convencida de que es gracias a lo que creamos en el 68 que hoy día,
al fin, tengamos un sistema democrático plural en el que se respeta el voto popular y en el
que no sólo se ha de elegir a los gobernantes, sino al tipo de nación que queremos tener.
El 68 le permitió a toda una generación de mexicanas y mexicanos aprender a luchar, a
triunfar y a perder. En una palabra, a resistir, a sacrificarse por el bien común sin perder la
esperanza. Ese año se revelaron las raíces ocultas de la solidaridad, la empatía y la genero-
sidad del pueblo mexicano que después veríamos en el 85, en el 88 y, recientemente, en los
temblores de 2017 y en la elección de este año [2018].
Quizá el movimiento del 68 fue la escuela en la que muchas personas aprehendimos a
la vida como política y a la política como práctica. El ejemplo de los líderes y de toda una
juventud organizada, comprometida y valiente resultó, para mí y para muchos otros, la me-
jor educación cívica y una experiencia invaluable.
En esos días comprendí también que la única manera de hacer política es a partir de
principios irrenunciables, de claridad en los objetivos, del respeto la diversidad, del diálogo,
el consenso, la negociación y el acuerdo. Que la fuerza está en el convencer con la razón y
nunca en el vencer por medios violentos y la imposición de la fuerza, que anteponer los in-
tereses comunes a los individuales es el origen de la justicia y la dignidad, pero también,
que en la defensa de los derechos individuales universales se juegan los derechos sociales y
viceversa. El movimiento del 68 transformó la conciencia crítica propia de la realidad juve-
nil y estudiantil a la indignación ante la injusticia, la convicción en los actos y a la necesaria
congruencia de estos con ciertos principios inviolables. A ser consecuentes en la vida y, so-
bre todo, a ser solidarios pues como bien se ha de saber, ninguna persona se libera sola ni
en soledad se llega a ninguna parte.
RMCPS: Hoy, a 50 años, ¿cuál considera que fue el impacto del 68? ¿Cuáles sus aportes, cuá-
les sus (o nuestras) deudas?
RR: Medio siglo no es poca cosa, pero pensando desde la óptica de los procesos sociales y
culturales es apenas la fracción de un largo camino. Cinco décadas no han sido suficien-
tes para borrar la honda huella del 68 ni han bastado para frenar sus ondas expansivas que,
como ya he dicho en las preguntas previas, siguen avanzando y generando cambios que
poco a poco, a veces con retrocesos pero irrefrenablemente han ido transformando la cul-
tura en nuestro país y en tantos otros.
Sin embargo, no podemos ignorar que aún seguimos teniendo los mismos lastres y retos
como sociedad. Los gobiernos déspotas siguen presentes en muchas latitudes del mundo
dañando la vida de las mayorías y poniendo en riesgo la vida planetaria; la represión y la
violencia brutal al servicio de los grupos de poder que, en muchos casos, están coludidos
con los gobiernos o incluso son parte de ellos, siguen explotando los bienes públicos en be-
neficio de una minoría; la equidad de género sigue sin ser una realidad plena en todas las
esferas sociales o, por poner un último ejemplo, las desapariciones forzadas y la discrimi-
nación hacia la juventud siguen siendo una realidad en México.
No cabe duda que de aquel entonces a la actualidad se ha avanzado mucho y en muchos
aspectos pero, por ejemplo, la democracia real sigue siendo incipiente, hoy tenemos un Pre-
sidente electo que verdaderamente fue la opción de las mayorías, pero eso no significa que
las prácticas fraudulentas hayan desaparecido o que el sistema mismo esté ya depurado de
corrupción y sus vicios del pasado; también la justicia social y la instauración de un Estado
de derecho siguen siendo promesas sin cumplirse y la impunidad es aún la regla y no la ex-
cepción en este país en el que las muertes violentas se cuentan por decenas de miles cada
año, y así podríamos seguir hasta el cansancio.
Como mujer tampoco puedo callar que aún hoy las mexicanas tenemos que enfrentar
cotidianamente todo tipo de violencia misógina, empezando por los feminicidios y hasta la
publicidad sexista, pasando por el acoso en sus múltiples expresiones. Así también hemos
de reconocer que gracias a la escuela y las secuelas del movimiento del 68 se ha avanzado
en la instauración de cierta equidad de género en muchos espacios de la vida, aunque no
aún en las de mayor trascendencia. Esta deuda histórica avanza lentamente y a contraco-
rriente en su liquidación, pero aún no se puede decir que ya nos deshicimos de ella. Aún
no se ha visto que una mujer llegue a ser rectora de la unam, presidenta del país o que es-
tén fielmente representadas en las altas esferas del poder.
Por todo lo anterior, lo positivo y lo pendiente, no podemos olvidar la esperanza, la
fuerza y los sueños que dieron vida al movimiento del 68, menos aún podemos perdonar u
olvidar la matanza del 2 de octubre, pues, como se vio en el reciente y terrible caso de Ayot-
zinapa, la barbarie en todas su formas, incluida la institucional, sigue siendo una amenaza
que hemos de erradicar. Recordar el movimiento del 68, sus enseñanzas, deudas y deman-
das debe seguir siendo un ejercicio cotidiano que nos guíe en la construcción de la nación
que queremos ser y del futuro anhelado donde reinen la justicia, la paz, la libertad y la razón.
Gilda Waldman∗
Cincuenta años atrás, el mundo fue sacudido la profunda crítica al statu quo y la rebelión
por la aparición de movimientos estudiantiles. frente a formas cristalizadas y asfixiantes de
Éstos fueron antecedidos por las protestas autoritarismo –fuesen del capitalismo o las del
surgidas en 1966 en la Universidad Libre de entonces vigente bloque socialista–, aunque
Berlín, que exigían la democratización de la respondían también a problemas y procesos
estructura jerárquica de la universidad, la fle- internos de cada país. Así, por ejemplo, en
xibilización de los procesos de aprendizaje y el Europa occidental, las revueltas juveniles
fin del autoritarismo en la educación, gatilla- enfilaron sus dardos contra el capitalismo
dos también por la protesta de los estudiantes y la sociedad de consumo; sumado a ello,
de la Universidad de Nanterre, en Francia, en Estados Unidos las protestas se dirigieron
ante la prohibición de que los estudiantes también contra la segregación racial y la guerra
varones entraran en las habitaciones de las de Vietnam; en Checoslovaquia y Polonia, las
chicas, lo que representó la más importante, revueltas juveniles representaron un esfuerzo
masiva y extendida movilización social de la por aflojar la camisa de fuerza impuesta
segunda mitad del siglo xx. por el Partido Comunista, bajo la égida del
Si bien la efervescencia de dichas revueltas régimen soviético; en España, las protestas
tuvo su epicentro en París durante el mes fueron un intento de las nuevas generaciones
de mayo de 1968, las protestas juveniles se por clausurar la guerra civil y poner fin al
extendieron como reguero de pólvora a las franquismo y, en México, por alcanzar mayores
calles de Estados Unidos, Italia, España, libertades políticas en un país que se había
Checoeslovaquia, Polonia y México, entre modernizado, pero cuya estructura política
otros países, ligadas por un factor común: era aún profundamente autoritaria.
∗
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam, México. Correo electrónico: <gwaldman18@gmail.com>.
Casi todas las movilizaciones del 68 tuvie- actores políticos tradicionales –como ya lo
ron su punto de partida en las universidades, había teorizado Herbert Marcuse– e imbuidos
lideradas por un grupo social hasta entonces de un impulso contestatario y lúdico y de un
ausente de la escena pública: los jóvenes, vértigo de transgresión, pusieron en tela de
muchos de los cuales formaban parte de la juicio a la familia, al Estado, la escuela, los
primera generación familiar que, por efecto partidos políticos, la empresa, los sindicatos,
de la expansión educativa de la posguerra, etc., y pugnaron no sólo por transformar a
llegaban a la educación superior. Las re- la sociedad (en el sentido marxista clásico),
beliones estudiantiles sorprendieron a las sino también por cambiar la forma de vivir
sociedades en las que estallaron, al menos en el mundo.
en los países occidentales, en los cuales El torbellino desatado en 1968, que
el capitalismo experimentaba décadas de comenzó como una protesta estudiantil, se
expansión sostenida, el Estado de bienestar filtró y permeó todos los ámbitos de la vida
garantizaba la democracia y el bienestar, la social y cultural, sacudió las relaciones entre
educación se ampliaba y el futuro aparecía hombres y mujeres, transformó la familia y
como promisorio. la enseñanza, rompió con los valores patriar-
Sin embargo, las movilizaciones estu- cales, modificó las formas de ser, de hablar y
diantiles no surgieron de la nada. Ya desde de amar, reivindicó el valor de la sexualidad,
principios de la década de 1960 soplaban alentó la conquista de nuevos espacios para la
vientos de cambio: el impacto de la genera- mujer, legitimó la conciencia de los derechos
ción beat y la contracultura, la guerra de civiles y los derechos de las minorías sexuales,
Argelia, los nuevos movimientos en pro religiosas o étnicas (hasta entonces ausentes
de los derechos civiles, las protestas contra la de la agenda del movimiento obrero y la
guerra de Vietnam, el Concilio Vaticano izquierda tradicional), expandió los márgenes
Segundo convocado por el Papa Juan xxiii de la libertad personal y permitió la mani-
para sacar a la Iglesia de su estancamiento, las festación de nuevas subjetividades y nuevas
nuevas expresiones artísticas reflejadas, por maneras de imaginar el porvenir.
ejemplo, en la música y que tuvieron un gran Sin embargo, aunque las movilizaciones
impacto en la cultura popular, la aparición estudiantiles crearon el espejismo de que se
de la píldora anticonceptiva y la lucha por podían remover los cimientos del poder y
la liberación sexual, el movimiento hippie, hacer estallar el orden reinante, las revueltas
la revolución cubana que alentó en América juveniles fracasaron políticamente, aunque
Latina la formación de movimientos políticos sus conquistas culturales han perdurado en
armados, entre otras manifestaciones. el tiempo. 1968 tuvo un final distinto al que
1968 tradujo ese “espíritu de los tiempos”, soñaron los jóvenes en ese año mágico. En las
en una revolución cultural, libertaria y antiau- elecciones legislativas francesas de fines de
toritaria en la que los jóvenes, convertidos en junio de 1968, la derecha arrasó. En agosto
un nuevo sujeto histórico al margen de los de ese mismo año, los tanques soviéticos
Diana Fuentes∗
La historia del siglo xx es quizá la más difícil les escapaba de las manos, haciendo de esa
de comprender para los intérpretes contempo- empresa el resguardo de privilegios de clase,
ráneos, de entrada por aquello de la distancia de raza, de orientación sexual, de legado cul-
que debe mediar entre el acaecer de la historia tural y de ejercicio del poder político, para lo
y el momento reflexivo sobre la misma; pero, que, sin reparo alguno, establecieron alianzas
además, porque el sentido y la consistencia del estratégicas con el triunfante despliegue de la
devenir de ese siglo corto, como lo llamó Eric sociedad mercantil. En esta confrontación, se
Hobsbawm (2007: 8), están marcados por la vislumbró como nunca antes la contradicción
disyuntiva en torno a la cual se confrontaron, más flagrante de la modernidad capitalista: la
de muy diversos modos a lo largo del orbe negación fáctica de la posibilidad abierta por
y de esas décadas, dos modos de acogida del el reciente acontecer del desarrollo técnico y
mundo moderno que, sin ser los únicos, sí material de establecer formas de la vida social
resultan paradigmáticos. De un lado, aquel que, emancipadas de las arcaicas justificacio-
que congregó las enormes fuerzas que ali- nes de la inequidad social, fundaran nuevos
mentaron los discursos, los proyectos, las órdenes para la convivencia colectiva.
prácticas y las distintas insurgencias que se Una mirada atenta a esta compleja tensión
identificaban en todos los ámbitos del que- difícilmente se contenta con aceptar los
hacer social con el talante revolucionario de discursos de cierto racionalismo sobre la pro-
la época, radicalizando en muchos sentidos gresiva perfectibilidad del ordenamiento de la
los logros más sobresalientes del proyecto vida moderna desde los mismos parámetros
ilustrado. En el lado opuesto, existieron otras dispuestos por esa historia que nos antecede.
tendencias que lucharon denodadamente Una mirada dialéctica, como diría Walter
por conservar el mundo tradicional que se Benjamin (2005: 46), provoca la necesidad
∗
Facultad de Filosofía y Letras, unam, México. Correo electrónico: <dianafuentesdefuentes@gmail.com>.
pequeños momentos y los matices que ayuden de la generación que les precedía, pero fue
a visibilizar la experiencia de los procesos precisamente un miembro de esa generación,
que permitieron la organización colectiva. Revueltas, quien, atraído por la potencia del
Historias singulares que constituyen una movimiento, no sólo acompañó su causa sino
constelación que, como en el caso de las que se sumó a ella y la reflexionó, buscando
astrales, sólo adquiere una forma o un sentido conceptualizar su singularidad y su potencial
como unidad en tanto que es el observador transformador. Categorizó la propuesta del
quien articula las conexiones de una serie de 68 como un “acto teórico”, indica la autora,
acontecimientos que no tienen un vínculo en un intento por asumir la espontaneidad
inmanente ni son momentos necesarios en el y la especificidad del movimiento estudian-
devenir de una magna historia. El encuadre til, dando peso a su relevancia histórica y,
que interesa a la autora supone una suerte por tanto, a la necesidad de situarlo en el
de asomo a la experiencia de la ruptura en el encuentro entre el acaecer de lo imprevisto
tiempo cotidiano en los meses del movimiento que irrumpe en la continuidad del tiempo y
estudiantil y en los decires y haceres de sus cómo en ese mismo acto la teoría se pone en
actores, durante y después de lo vivido. juego para contrastar su capacidad explicativa
No es, entonces, una historia sobre el frente a lo real.
movimiento estudiantil, como no es un Revueltas no volvió a ser el mismo después
análisis ni una interpretación de sus alcances del 68 –por supuesto, nadie que haya estado
políticos o de sus efectos sociales. En un ahí lo fue–, la experiencia lo condujo a ir
estilo ensayístico, la autora transita por la más allá de las lecturas esquemáticas del
interpretación, el análisis, la escucha y la marxismo tradicional y atendió a la cuestión
recuperación de ciertos debates, textos, prác- de la emancipación del sujeto desde un ángulo
ticas y ejercicios creativos que han quedado que lo aproxima a un perfil libertario. Son las
oscurecidos por la historia que se concentró brigadas de estudiantes, la organización, la
en atender a los análisis y testimonios de horizontalidad en la toma de decisiones, la ca-
los líderes ampliamente reconocidos o por pacidad de comunicación interna, aquello que
la necesaria denuncia de la represión y el lo conduce a pensar en la posibilidad efectiva
posterior silenciamiento de las voces críticas. de la autogestión académica. Idea que en el
En un esfuerzo por reactualizar el discurso contexto actual escandalizaría y provocaría
crítico y así intervenir e incidir en el presente, miradas de desdén en el ámbito universitario,
Draper vuelve a la figura del intelectual más pero que en ese tiempo Revueltas vislumbraba
emblemático de la lucha y la resistencia de a través de la capacidad creativa y organizativa
aquel año: José Revueltas. En medio de la del movimiento estudiantil. Por ello, al volver
demanda por la democratización del país, los al icónico intelectual, Draper busca claves para
jóvenes del Consejo Nacional de Huelga (cnh) interpretar el 68 mexicano y los siguientes
confrontaron las petrificadas formas de hacer años de represión. Y se aproxima también a
política de la izquierda revolucionara marxista la narrativa revueltiana para tratar encontrar
El libro de Draper, tal como lo titula, ímpetu libertario de los movimientos que se
produce una constelación o una serie de dieron en 1968. Democratizar la memoria,
ellas con el fin de descentrar y emancipar quizá, sea una de las más complejas tareas
la memoria y la palabra sobre lo que fue ese del discurso crítico, pero es, sin duda, una
año paradigmático para la historia contem- labor imperiosa para mirar hacia atrás y
poránea y para nuestra historia nacional, encontrar las afinidades electivas que nos
logrando escapar a la doble tentación del unen con aquellos destellos de emancipación
anacronismo del juicio que observa límites que pueden dar bríos a las prácticas que de
o logros desde los efectos producidos por muchos modos y en muchos lugares mani-
aquellos acontecimientos, y al discurso que fiestan hoy por hoy que otra modernidad
al homenajear convierte el pasado en un es posible. A esto contribuye el proyecto de
historia marmórea. Nada sería más ajeno al Susana Draper y su México 68.
Sobre la autora
Diana Fuentes es candidata a Doctora en Filosofía por la unam y miembro del “Seminario
Universitario de la Modernidad: Versiones y Dimensiones”, de la misma Universidad. Es
profesora-investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, así como
del Colegio de Filosofía y del Centro de Estudios Sociológicos, de la unam. Fue becaria del
Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en el área de “Ensayo creativo” (2011-2012).
Sus líneas de trabajo son: teoría crítica, marxismo y filosofía política. Ha publicado diver-
sos ensayos sobre Teoría crítica, y sobre la obra de Karl Marx, Bolívar Echeverría, Adolfo
Sánchez Vázquez y Antonio Gramsci.
Referencias bibliográficas
Benjamin, Walter (2005) Tesis sobre la historia y otros fragmentos. México: Contrahistorias.
Bensaïd, Daniel (1969) Mayo 68: un ensayo general. México: era.
Cohn-Bendit, Daniel (1969) Mayo 68: un ensayo general. México: era.
Draper, Susana y Vicente Rojo-Pueyo [s/f] México 1968: modelo para armar. Archivo de
memorias desde los márgenes [en línea]. Disponible en <https://www.mexico68conver-
saciones.com/>.
Draper, Susana (2018) México 1968: experimentos de la libertad, constelaciones de la
democracia. México: Siglo xxi.
Hobsbawm, Eric (2007) Historia del siglo xx. Barcelona: Crítica.
Sandra Lorenzano∗
¿Qué queda del 68? ¿Qué queda hoy, cincuenta feminicidios… y cada día seguimos sumando
años después, de aquel movimiento juvenil, horror al horror. ¿Qué queda del 68?
político, estudiantil, libertario, complejo, Vuelvo a una novela que me resulta entra-
contradictorio, que terminó con la matanza ñable, Amuleto, de Roberto Bolaño, y que tiene
del 2 de octubre? ¿Qué queda en nuestros mucho que ver con aquella época. Se trata
jóvenes de aquellas luchas y aquellos sueños? del largo monólogo de Auxilio Lacouture,
¿Qué queda en nuestro país? Este aniversario “la madre de la poesía mexicana”, durante los
ha dado pie para reflexiones y análisis de todo doce días que duró su encierro en un baño de
tipo. Se habla de los derechos cuya conquista la Facultad de Filosofía y Letras. El personaje
es resultado de aquella época (pensemos en está construido tomando como modelo a la
el feminismo o en el ambientalismo, por uruguaya Alcira Soust Scaffo, quien llegó a
ejemplo), se habla de una apertura del sistema vivir a México en los años cincuenta. Algunas
político que también habría respondido a los épocas de su vida las conocemos con enorme
movimientos iniciados hace medio siglo, se detalle –como los años en que fue cercana
habla del papel transformador de los jóvenes. a los jóvenes infrarrealistas, Bolaño, Mario
Sin duda, ha habido avances importantes. Santiago Papasquiaro, Bruno Montané–, otras
Sin embargo, las cifras aterradoras de nues- siguen resultando un misterio. En los sesenta
tra realidad actual hacen difícil cualquier la unam se convirtió en su hogar y refugio.
atisbo de optimismo: se calcula que en los Allí estaba el 18 de septiembre de 1968, en el
últimos diez años han desaparecido más de momento en que el Ejército entró a Ciudad
35 mil personas, que más de 170 mil han Universitaria, violando la autonomía. Hay
sido asesinadas, que se han cometido 26 mil quienes dicen que mientras los soldados iban
∗
Unidad de Género de la Coordinación de Difusión Cultural y Centro Cultural Universitario Tlatelolco, unam,
México. Correo electrónico: <slorenzano.ccut@gmail.com>. Aunque la primera edición de la novela es de 1999, para
esta reseña estoy utilizando la edición de 2017.
sacando a punta de bayoneta a estudiantes, Ésta será una historia de terror. Será una
profesores y trabajadores, ella hizo sonar historia policiaca, un relato de serie negra y
las grabaciones de León Felipe, leyendo de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá
sus poemas. Lo cierto es que para evitar ir porque soy yo la que lo cuenta. Soy yo la
presa se quedó encerrada, alimentándose de que habla y por eso no lo parecerá. Pero en
poesía y papel de baño. Dicen que al salir el fondo es la historia de un crimen atroz
de su encierro tenía escorbuto y dañada (p. 12).
la dentadura. Para algunos también tenía
dañado el equilibrio psíquico. Y sin em- Desde la melancolía a veces eufórica o de-
bargo, escribía sin parar, pintaba, traducía, lirante de Auxilio, desde sus pasiones y sus
transformaba palabras en afiches y jardines amores, se reconstruye una época a través de
en fiestas poéticas. Vivía donde la invitaban los personajes del mundo de la cultura que
a quedarse y compartía libros y noches con la rodeaban: pintores, escritores, profesores,
los más jóvenes. Cultivaba jardines que se jóvenes poetas. Todos circulan por el relato
transformaron en espacios de paz y memoria. con tonos un tanto fantasmales. Hay también
Era, sin duda, una parte entrañable de la una deliciosa y delicada reconstrucción de
variopinta fauna de Filos. 1. espacios: del paisaje atisbado desde el baño
El relato creado por Bolaño, quien ya de la Facultad –los árboles, los pájaros y el
había hablado de ella en Los detectives salvajes viento de la Ciudad Universitaria– y, sobre
(1998) y que volvió a hacerlo en la novela todo, del propio Distrito Federal, vuelto esce-
póstuma 2666 (2004), hace de Alcira / Auxilio nario. Las calles del centro, las de la Colonia
una suerte de personaje mítico, especie de Juárez, los bares, los cafés, los cuartos de
núcleo originario o de vórtice de la realidad azotea… Largas caminatas van dibujando
mexicana en el que convergen el pasado y amorosamente el mapa de la ciudad. En ellas,
el futuro “recordados” a lo largo del propio como sucedía en tres novelas que de algún
y personal relato de esta militante poética. modo me recuerdan a Amuleto, como si fue-
Decía que volví a esta pequeña joya de ran vestigios de un sutil pentimento –Ulises,
la literatura porque ella me permite rastrear de Joyce, Adán Buenosayres, de Leopoldo
algunas respuestas a las preguntas que abren Marechal, y los recorridos parisinos de Ra-
esta reflexión. Y lo que esas respuestas revelan yuela, de Cortázar–, se cruzan reflexiones
es la violencia criminal que tiñe al 68. Dice la literarias, filosóficas o existenciales, con los
protagonista en el primer párrafo: pensamientos más absolutamente banales y
cotidianos. Y de ese modo las páginas van
1 ganando una densidad que de a ratos se vuelve
La exposición “Alcira Soust Scaffo. Escribir poesía,
¿vivir dónde?”, realizada en el Museo Universitario demoledoramente irónica.
de Arte Contemporáneo (unam), en el marco de las Como una pitonisa de la precariedad,
conmemoraciones por los 50 años del movimiento
estudiantil de 1968 da muestra cabal de su militancia
Auxilio parece ver, desde esa cuarta planta, no
poética y política (muac, 2018). sólo el presente de los jóvenes de México sino
también su futuro. Ambas caras del tiempo que acumula sin cesar ruinas y más ruinas
resultan dolorosas en su irreversible crueldad. y se las vuelca a los pies” (Benjamin, 1940:
Una de las escenas narradas hace alusión ix). Ese huracán, dice Benjamin, es lo que
a un futuro cercano que es a la vez el inicio llamamos progreso.
más radical: el del “parto de la Historia”: La mirada de Roberto Bolaño, a través
del monólogo de Auxilio (nombre que es a
[…] yo me sentí como si me estuvieran la vez llamada, grito, clamor), es la mirada
arrastrando hacia un quirófano. Pensé: estoy desesperanzada y oscura del filósofo judío
en el lavabo de mujeres de la Facultad de nacido –como escribiera Susan Sontag– bajo
Filosofía y Letras y soy la última que queda. el signo de Saturno.
Iba hacia el quirófano. Iba hacia el parto de ¿A cincuenta años del 8 qué es lo que
la Historia. Y también pensé (porque no soy vemos? ¿Qué ve nuestro ángel de la Historia?
tonta): todo ha acabado, los granaderos se han La novela cierra con una suerte de desfile,
marchado de la Universidad, los estudiantes marcha, manifestación de jóvenes que avanzan
han muerto en Tlatelolco, la Universidad ha cantando, y así cantando caen en el abismo
vuelto a abrirse, pero yo sigo encerrada en que tienen frente a sí.
el lavabo de la cuarta planta […] la camilla
iba cada vez más rápida por un pasillo que Y aunque el canto que escuché hablaba de
viboreaba como una vena fuera del cuerpo la guerra, de las hazañas heroicas de una ge-
[…] ¿Pero por qué tanta prisa, doctor?, ¡me neración entera de jóvenes latinoamericanos
estoy mareando!, les decía. Y los médicos sacrificados, yo supe que por encima de todo
respondían con el mismo sonsonete con que hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del
se responde a quien agoniza: porque el parto placer. Y ese canto es nuestro amuleto (p. 128).
de la Historia no puede esperar, porque si
llegamos tarde usted ya no verá nada, sólo las Aferrándonos a él atravesamos ya medio siglo
ruinas y el humo, el paisaje vacío… (p. 107). desde aquel luminoso y a la vez sangriento
y despiadado 1968. Aferrándonos a él cons-
La Historia, con mayúsculas, comienza, en- truimos memoria para buscar que se haga
tonces, con la muerte, con “las ruinas y el justicia. ¿Venimos de “la historia de un crimen
humo”. Imposible no pensar en la ix Tesis de atroz” y vamos hacia el abismo? ¿Qué queda
filosofía de la historia de Walter Benjamin realmente de aquel año, de aquellos sueños, de
(1940). Imposible no pensar en ese ángel aquellas esperanzas, de aquella utopía? ¿Cuál
de la historia que, arrastrado hacia el futuro es la herencia que reciben nuestros jóvenes
por un huracán que le impide cerrar las alas, hoy? ¿Cuál es nuestra responsabilidad en ella?
ve cómo tras de sí se acumulan los escom- Roberto Bolaño responde, como respon-
bros. “Ha vuelto su rostro hacia el pasado. demos muchos, desde el dolor, la frustración
Donde ante nosotros aparece una cadena y la melancolía. Y sin embargo: aferrados a
de acaecimientos él ve una única catástrofe nuestro amuleto.