Вы находитесь на странице: 1из 20

Catolicismo primitivo

Introducción

Por José Miguel Arráiz

1845 fue el año en el que John Henry Newman era recibido en la Iglesia Católica luego de un largo proceso de
conversión. Habiendo sido durante 20 años presbítero en la Iglesia Anglicana, sostenía de acuerdo con la
teología protestante, que la Iglesia Católica era una perversión de la Iglesia de Cristo que se había apartado del
evangelio al agregar doctrinas puramente humanas a las reveladas por Dios. Como un miembro destacado del
movimiento de Oxford, afiliación de la Alta Iglesia Anglicana que buscaba recuperar sus tradiciones más
antiguas, comenzó un estudio profundo de la Iglesia primitiva y de los padres de la Iglesia que le llevó a
concluir que el anglicanismo se encontraba en realidad, en la misma posición que las herejías de los primeros
siglos, oponiéndose a la Iglesia de Cristo.

El año 2000 fue la fecha en que Alex Jones era recibido en la Iglesia Católica junto con parte de la que fue la
congregación que lideró como pastor pentecostal. En su influyente ministerio ejercido como pastor durante 40
años no podía estar más lejos del catolicismo. Como muchos de sus contemporáneos evangélicos enseñaba
que la Iglesia Católica era una secta, la “ramera de Babilonia”, y el Papa el “anticristo”, sin embargo en un
intento de innovar propone a su congregación experimentar un servicio religioso del siglo I para lo cual
comienza a estudiar la iglesia primitiva directamente de las fuentes primarias: los propios textos patrísticos. A
medida que avanza en su investigación incorpora doctrinas y prácticas que sólo podían ser descritas como
católicas, cosa que preocupa a algunos miembros de su congregación que le acusan de haberse contaminado
de “catolicismo”. Si bien él replica que su intención era sólo incorporar doctrinas y prácticas existentes en el
cristianismo primitivo, eventualmente termina aceptando su acercamiento a la Iglesia Católica y concluye que
el catolicismo contenía en sí mismo la totalidad del cristianismo.

Estas dos conversiones separadas por casi dos siglos de diferencia no son ni por mucho excepcionales. J. H.
Newman no fue el único miembro del movimiento de Oxford en terminar abrazando la fe católica. Entre otros
conversos destacados de la época se puede mencionar a Robert Hugh Benson (hijo del arzobispo de
Canterbury y sacerdote anglicano quien luego de su conversión se ordenó sacerdote católico), Henry Edward
Manning (quien al igual que J. H. Newman llegó a ser cardenal de la Iglesia Católica), Gerard Manley
Hopkins (sacerdote jesuita y renombrado poeta), John Chapman OSB (sacerdote católico benedictino),
Thomas William Allies (historiador de la Iglesia), Augusta Theodosia Drane (religiosa dominica), Frederick
William Faber (sacerdote católico), Lady Georgiana Fullerton (novelista inglesa), Robert Stephen Hawker
(converso en su lecho de muerte al catolicismo), James Hope-Scott (abogado inglés), George Jackson Mivart
(biólogo inglés), Henry Nutcombe Oxenham, (historiador católico), Augustus Pugin (arquitecto inglés),
Edward Caswall (compositor religioso), William George Ward (teólogo y matemático inglés).

Igualmente en la actualidad junto con el pastor Alex Jones, no han sido pocos los casos de conversiones
célebres al catolicismo. Conocidos son los casos de Graham Leonard (obispo anglicano), Michel Viot (obispo
luterano frances), Scott Hann (pastor evangélico), Jimmy Akin (pastor evangélico), Marcus Grodi (pastor
evangélico), Ulf Ekman (quien fue el pastor luterano más influyente de Suecia), Fernando Casanova (pastor
evangélico), Dave Armstrong, etc.

En todos estos casos un factor clave en su conversión fue descubrir a través del estudio de la Iglesia primitiva
cómo la fe católica contiene la plenitud de la fe cristiana, y ésta, más que una evolución transformista de las
doctrinas del evangelio, son un desarrollo homogéneo del mismo, de igual manera que una semilla se
convierte en árbol pero sigue siendo la misma.
Pero… ¿qué puede haber en los textos cristianos primitivos que al ser descubierto por tantos hermanos
cristianos de otras denominaciones termina conduciéndoles a la fe católica?

Si realmente la Iglesia Católica es producto de una corrupción que comenzó a partir del siglo IV cuando la
Religión Católica llegó a ser la religión oficial del Imperio Romano (la hipótesis aceptada en el
protestantismo), ¿qué puede encontrarse en los textos cristianos de los primeros siglos que pueda hoy por hoy
identificar al cristianismo primitivo con el catolicismo?

La siguiente serie de artículos titulada “Catolicismo Primitivo” pretenderá hacer el mismo recorrido que todos
estos conversos notables, comenzando por los escritos de los padres apostólicos, aquellos que tuvieron
contacto directo con los apóstoles, hasta llegar a los padres de la Iglesia de los primeros siglos. Se podrá
especial atención en aquellos textos que describan doctrinas controversiales que los protestantes modernos
rechazan hoy en la Iglesia Católica, de manera de dilucidar si representan un genuino desarrollo de la doctrina
cristiana.

La Didaché

Por José Miguel Arráiz

Didaché es una palabra griega que significa “enseñanza”, de allí que el título completo de la obra sea “La
instrucción del Señor a los gentiles por medio de los doce apóstoles”, o de forma más resumida
“Instrucciones de los apóstoles”. Es considerado como uno de los documentos más importantes de la Iglesia
primitiva perteneciente al grupo de escritos de los Padres Apostólicos[1]. Aunque la fecha de su composición
no se conoce con exactitud algunos autores opinan fue escrito aproximadamente entre los años 50 al 70, otros
lo situan entre comienzos y mediados del siglo II.

Doctrina

El Bautismo

En la Didaché se encuentra información de valioso interés apologético porque se describen las prácticas
católicas de bautizar tanto por inmersión[2] como por infusión[3]:

“Acerca del bautismo, bautizad de esta manera: Dichas con anterioridad todas estas cosas, bautizad en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en agua viva [corriente]. Si no tienes agua viva, bautiza
con otra agua; si no puedes hacerlo con agua fría, hazlo con caliente. Si no tuvieres una ni otra, derrama
agua en la cabeza tres veces en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Antes del bautismo,
ayunen el bautizante y el bautizando y algunos otros que puedan. Al bautizando, empero, le mandarás ayunar
uno o dos días antes.” (Didaché 7,1-4)

Esto es relevante porque algunas denominaciones protestantes han entendido que sólo es válido el bautismo
por inmersión. Argumentan que la palabra “bautismo” es una romanización (bapto o baptizo) cuyo significado
es «lavar» o «sumergir», y eso implica que la forma de bautizar ha de ser de esa manera. De allí que el
bautismo por inmersión es el que se suele aplicar en comunidades eclesiales protestantes como las bautistas y
evangélicas, además de algunas sectas como La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y
los Testigos de Jehová. Sin embargo el texto de la Didaché demuestra que para los primeros cristianos el
significado de la palabra no establecía una manera fija para la administración del sacramento, y que este podía
variar de acuerdo a las circunstancias[4].

El texto de la Didaché también arroja mucha luz sobre la antigua polémica relacionada a la formula de
bautismal, sobre si en la Iglesia primitiva se bautizaba sólo en nombre de Jesús como se menciona en Hechos
2,38; 8,16; 10,48; 19,5, o en nombre de la Trinidad como Jesús ordena en Mateo 28,19. Esto, porque la
Didaché también hace referencia al bautismo en nombre del Señor (Didaché 9) pero cuando indica las
palabras a utilizar al momento de bautizar se dice que ha de hacerse en nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo:

“Que nadie coma ni beba de vuestra acción de gracias, sino los bautizados en nombre del Señor…”
(Didaché 9)

“…bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Didaché 7)

Esto apoya la tesis de que efectivamente cuando en la Escritura se hace referencia al bautismo en nombre de
Jesús lo que se hacía era hacer referencia de forma abreviada al bautismo en nombre de la Trinidad,
diferenciandolo así de otros bautismos como el de Juan el bautista. También descarta el hecho de que la
fórmula Trinitaria haya sido una interpolación tardía originada en el siglo IV, tal como han supuesto algunas
sectas que rechazan la doctrina de la Trinidad[5].

La forma de orar

Respecto a la forma de orar, la Didaché presenta instrucciones muy interesantes de orden apologético de cara
a las críticas del protestantismo con respecto a las oraciones prefabricadas católicas. Esto, porque si bien el
protestantismo ha visto tradicionalmente en este tipo de oraciones un tipo de oración vacía, aquí se enseña
precisamente a recitar el “Padre Nuestro”, una oración ciertamente prefabricada, como contraposición a la
oración de los hipócritas[6].

“Tampoco oréis a la manera de los hipócritas, sino que, como el Señor lo mandó en su Evangelio, así
oraréis: Padre nuestro celestial, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad como en el
cielo, así en la tierra. El pan nuestro de nuestra subsistencia dánoslo hoy y perdónanos nuestra deuda, así
como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos lleves a la tentación, mas líbranos del mal.
Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos. Así oraréis tres veces al día.” (Didaché 8,2-3)

La celebración de la Eucaristía

Si bien en la Didaché no encontramos un testimonio explícito a favor de la presencia real de Cristo en la


Eucaristía, doctrina católica rechazada casi unánimemente por el protestantismo, si encontramos un texto que
la insinúa implícitamente al exigir que sólo puedan acceder a ella los bautizados por ser un alimento sagrado.

“Respecto a la acción de gracias, daréis gracias de esta manera: Primeramente, sobre el cáliz: Te damos
gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo, la que nos diste a conocer por medio de Jesús,
tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos. Luego, sobre el fragmento: Te damos gracias, Padre nuestro, por la
vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos.
Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los
confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente. Que nadie,
empero, coma ni beba de vuestra acción de gracias, sino los bautizados en el nombre del Señor, pues
acerca de ello dijo el Señor: No deis lo santo a los perros” (Didaché 9,1-4)
Muchas denominaciones cristianas no católicas a raíz de la Reforma Protestante han rechazado también el
carácter sacrificial de la Eucaristía al leer en Hebreos 9,28 que “Cristo ha sido ofrecido en sacrificio una sola
vez para quitar los pecados de muchos”, por eso para ellos Misa católica es una abominación[7]. En la
Didaché por el contrario vemos que los primeros cristianos veían la Eucaristía como el sacrificio puro y
perfecto profetizado por el profeta Malaquías “Pues desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi
Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación
pura.” (Malaquías 1,11).

“Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gracias, … Porque éste es el sacrificio del que dijo el
Señor: En todo lugar y en todo tiempo se me ofrece un sacrificio puro, porque yo soy rey grande, dice el
Señor, y mi Nombre es admirable entre las naciones.” (Didaché 14,1-3)

Cabe resaltar que la doctrina católica no enseña que Cristo se “resacrifica” en cada Misa como asumen
muchos protestantes de forma errónea. Lo que enseña es que el único sacrificio de Cristo es presentado a Dios
Padre en cada Eucaristía, y por eso en el Catecismo oficial de la Iglesia Católica se ensena que “actualiza el
único sacrificio de Cristo Salvador”(CEC 1330) y no que lo “repite”.

Confesión de los pecados

En contraposición con la práctica común dentro del protestantismo donde la persona se confiesa directo con
Dios, en la Didaché encontramos un temprano testimonio de la disciplina penitencial de la Iglesia primitiva
que inicialmente implicaba una confesión pública de los pecados ante los presbíteros y la comunidad tal como
se menciona en la Sagrada Escritura (Hechos 19,18; Santiago 5,16) y cuya forma de desarrolló paulatinamente
hasta la confesión auricular que conocemos hoy en día[8].

“Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a
fin de que vuestro sacrificio sea puro.” (Didaché14,1)

La limosna

Se encuentra también una breve mención a la limosna como una obra piadosa ordenada en el evangelio.

“Respecto a vuestras oraciones, limosnas y todas las demás acciones, las haréis conforme lo tenéis mandado
en el Evangelio de nuestro Señor.” (Didaché 15,4)

Ahora, ¿se refería esta limosna también a la contribución voluntaria de los fieles para el sostenimiento de la
Iglesia y la ayuda de los más necesitados mencionada en Romanos 15,26-28; 1 Corintios 16,1; 2 Corintios
8,10? Si bien el texto no lo indica es bastante probable. Lo que si parece ser seguro es la ausencia total de la
práctica del diezmo tal como la ha adoptado el protestantismo y que ha sido derivada de la Ley Mosaica
prescrita en el Antiguo Testamento. La norma cristiana reflejada en la Didaché es por el contrario la misma
norma evangélica donde cada creyente debe contribuir no con un estricto 10%, sino “según el dictamen de su
corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría.” (2 Corintios 9,7)

Segunda venida de Cristo

Según se observa en la Didaché los cristianos en la Iglesia primitiva tenían pensaban que no podía ser
predicho el momento de la segunda venida de Cristo, tentación en la que han caido una y otra vez numerosas
sectas (Adventistas, Testigos de Jehová,Creciendo en Gracia, etc.). Para los primeros cristianos había que
estar preparados precisamente por la razon contraria: porque al no saber ni el día ni la hora, lo prudente era
evitar que los tomara desprevenidos.
“Vigilad sobre vuestra vida; no se apaguen vuestras linternas ni se desciñan vuestros lomos, sino estad
preparados, porque no sabéis la hora en que va a venir vuestro Señor” (Didaché 16,1-2)

Justificación y Salvación

En cuanto a la doctrina de la justificación la Didaché hace un aporte rico en doctrina para un texto cristiano
tan breve y antiguo. Rechaza por un lado y con antelación al pelagianismo, herejía que surgió formalmente en
el siglo V donde el hombre se justifica por sus propios méritos y no por la gracia de Dios mediante la fe:

“Luego, tampoco nosotros, que fuimos por su voluntad llamados en Jesucristo, nos justificamos por
nuestros propios méritos, ni por nuestra sabiduría, inteligencia y piedad, o por las obras que hacemos en
santidad de corazón, sino por la fe, por la que el Dios omnipotente justificó a todos desde el principio.”
(Didaché 32,4)

Pero al mismo tiempo rechaza con antelación la herejía adoptada por Lutero y el protestantismo en donde sólo
la fe basta para salvarse (“Sola Fides”) aunque no esté acompañada de la obediencia a los mandamientos y a
una vida conforme a la voluntad de Dios. Rechaza también la idea de que la salvación no se pueda perder
(doctrina protestante “Salvo siempre salvo”) señalando que de nada sirve haber tenido fe durante mucho
tiempo si la muerte no sorprende al creyente en gracia de Dios[9].

“Reuníos con frecuencia, inquiriendo lo que conviene a vuestras almas. Porque de nada os servirá todo el
tiempo de vuestra fe, si no sois perfectos en el último momento.” (Didaché 16,2-3)

——————————————————————————–

NOTAS

[1] Se conocen como Padres Apostólicos a aquellos autores del cristianismo primitivo que tuvieron algún
contacto con uno o más apóstoles. Son un subconjunto dentro de los Padres de la Iglesia que se compone de
escritores del primer siglo y comienzos del segundo, cuyos escritos tienen una profunda importancia en el
conocimiento de la fe cristiana primitiva. Se caracterizan por ser textos descriptivos o normativos que tratan
de explicar la naturaleza de la novedosa doctrina cristiana.

[2] El bautismo por inmersión se realiza sumergiendo totalmente al bautizado en el agua.

[3] El bautismo por infusión se realiza derramando agua sobre la cabeza.

[4] De la misma manera que en la Sagrada Escritura se observa que la forma de bautizar no siempre pudo ser
por inmersión. A este respecto se puede mencionar el hecho de que San Pablo parece ser bautizado en una
casa y de pie. En Hechos 22,16 se narra un bautismo en Jerusalén de 3000 personas en un mismo día, y dado
que se trata de una ciudad que no cuenta con ningún rio se hace difícil creer que se sumergiera esa cantidad de
personas en algún estanque o algún poso donde se tomara el agua para beber.

[5] Quienes han argumentado que la fórmula bautismal en nombre de las Tres Divinas Personas mencionada
en Mateo 28,19 es una interpolación tardía buscan apoyo en los escritos de Eusebio de Cesárea, historiador de
la Iglesia del siglo IV, haciendo notar que antes del Concilio de Nicea (año 325) citaba Mateo 28,19
escribiendo “Haced discípulos a todas las gentes, bautizándolos en mi nombre” y posteriormente comenzó a
citar el texto como lo conocemos hoy. Sin embargo, esto, más que probar que en la antigüedad se solía citar la
Escritura de forma no textual, no tiene fuerza con respecto a la evidencia documental en la que la totalidad de
manuscritos bíblicos existentes (incluyendo los más antiguos) se lee la fórmula completa: “…bautizándolos en
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. (Vea a este respecto: ¿Bautismo sólo en nombre de
Jesús?)

[6] En el catolicismo no se cree que una oración sea vana por estar prefabricada. Se cree que cuando Jesús
advierte que al orar no hay que “charlar mucho como los gentiles que se figuran que por su palabrería van a
ser escuchados” (Mateo 6,7) no critica la repetición en sí misma, que el propio Jesús llegó a utilizar (Mateo
26,43-44) y que encontramos frecuentemente en oraciones presentes en la Sagrada Escritura (Isaías 6,2-3;
Daniel 3,52-57; Salmo 136; 150; Apocalipsis 4,8; etc.) ni la oración larga de la que el mismo Señor dio
ejemplo en Getsemaní (Mateo 26,39.42.44) y al permanecer la noche entera en oración. Se cree que la crítica
se refiere por el contrario a la forma de orar de los paganos que veían la oración como una especie de fórmulas
mágicas que al repetirlas mecánicamente lograban sus objetivos, tal como hacían, por ejemplo, los sacerdotes
de Baal en el Antiguo Testamento demostrando prácticas interminables patológicas en la oración (1 Reyes
18,26). (Puede consultar al respecto mi libro Conversaciones con mis amigos evangélicos, Createspace 2014,
Primera Edición, p. 170)

[7] Por otro lado, si se lee la Epístola a los Hebreos en su contexto (capítulos 9 y 10) se observa que su
propósito no era rechazar el carácter sacrificial de la Eucaristía, sino amonestar a aquellos cristianos que
extrañaban los sacrificios rituales de la Antigua Alianza a no caer en ellos y judaizar. El cristiano no tiene
necesidad dichos sacrificios que no eran más que una prefiguración del sacrificio Eucarístico.

[8] Si bien la confesión auricular pudo desarrollarse en su forma exterior a través del tiempo, su esencia, que
radica en el hecho reconocido de la reconciliación del pecador por medio de la autoridad de la Iglesia se
desprende del poder que Cristo otorgó a sus apóstoles, cuando les dijo que “a quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Juan 20,23).

[9] Para más detalles respecto a la doctrina católica sobre la justificación puede consultar mis
libros Conversaciones con mis amigos evangélicos, Createspace 2014, Primera Edición, p. 52s) y Compendio
de Apologética Católica Creatspace 2014, Segunda Edición, p. 205

San Clemente Romano

Por José Miguel Arráiz

Introducción

San Clemente Romano fue el tercer sucesor de San Pedro y obispo de Roma, tal como afirma San Ireneo de
Lyon en su tratado Contra las herejías[1] y Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica[2], quienes
también le identifican con el colaborador de San Pablo mencionado en el Nuevo Testamento (Filipenses.4,3).
Se piensa que conoció personalmente a San Pedro y San Pablo. Eusebio fija su pontificado entre los años 92 al
101. Hay algunas tradiciones que afirman que murió martir[3].

Doctrina

Carta a los Corintios

Aunque se le atribuyen varios escritos, se le considera auténtica la carta a la comunidad de Corinto, escrita
para disciplinar a la comunidad que atravesaba una crisis al haber depuesto de sus cargos a los presbíteros
legítimamente constituidos. Dicha carta fue considerada por algunos notables cristianos como canónica, al
punto que figura en el Nuevo Testamento presentado por Cirilo patriarca de Alejandría al Rey Carlos I, que se
conserva en el museo británico.

En lo que a nosotros respecta, cuenta con un rico contenido apologético en varios temas como la primacía
petrina, la justificación, la sucesión apostólica y la unidad de la Iglesia.

Primacía petrina

En lo que respecta al tema del primado de San Pedro es un documento importante porque recoge nos deja una
evidencia implícita de que ya en pleno siglo I, San Clemente, como obispo de Roma y sucesor de San Pedro,
contaba con una clara conciencia de su primacía como cabeza visible de la Iglesia, y por lo tanto, de su misión
de mantener la unidad y.ortodoxia. De allí que al escribir a la comunidad de Corinto comienza disculpandose
de su tardanza en haber atendido el problema:

“A causa de las repentinas y sucesivas calamidades y tribulaciones que nos han sobrevenido, creemos,
hermanos, haber vuelto algo tardíamente nuestra atención a los asuntos discutidos entre vosotros. Nos
referimos, carísimos, a la sedición, extraña y ajena a los elegidos de Dios, abominable y sacrílega, que unos
cuantos sujetos, gentes arrojadas y arrogantes, han encendido hasta punto tal de insensatez, que vuestro
nombre, venerable y celebradísimo y digno del amor de todos los hombres, ha venido a ser gravemente
ultrajado..” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 1,1)

Posteriormente continúa utilizando un tono de autoridad que sería completamente inapropiado en caso de
carecer de jurisdicción sobre una iglesia tan distante.

“Mas si algunos desobedecieren a las amonestaciones que por nuestro medio os ha dirigido Él mismo,
sepan que se harán reos de no pequeño pecado y se exponen a grave peligro. Mas nosotros seremos
inocentes de este pecado y pediremos con ferviente oración y súplica al Artífice de todas las cosas que guarde
íntegro en todo el mundo el número contado de sus escogidos, por medio de su siervo amado
Jesucristo” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 59,1)

Justificación y Salvación

En el tema de la justificación por la fe San Clemente nos hace otro rico aporte. Afirma por un lado que el
hombre se justifica por la fe y no por las obras, pero añade que también es necesario hacer buenas obras y
cumplir los mandamientos para salvarse, de allí que haya que esforzarse perseverando en el bien para
encontrarse en el número de los salvados. No salva para San Clemente la mera fe fiducial conforme al
pensamiento de Lutero, sino la fe que obra por la caridad, conforme a la doctrina católica.

“En conclusión, todos fueron glorificados y engrandecidos, no por méritos propios ni por sus obras o
justicias que practicaron sino por voluntad de Dios. Luego tampoco nosotros, que fuimos por su voluntad
llamados en Jesucristo, nos justificamos por nuestros propios méritos, ni por nuestra sabiduría,
inteligencia, piedad, o por las obras que hacemos en santidad de corazón, sino por la fe, por la que el Dios
omnipotente justificó a todos desde el principio.” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 32,3-4)

“Unámonos, pues, a aquellos a quienes fue dada la gracia de parte de Dios; revistámonos de concordia
manteniéndonos en el espíritu de humildad y continencia, justificados por nuestras obras y no por nuestras
palabras.” (Clemente Romano,Carta a los Corintios 30,3)

“Tomemos por ejemplo a Enoc, quien, hallado justo en la obediencia, fue trasladado, sin que se hallara
rastro de su muerte.” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 9,3)
“Abraham, que fue dicho amigo de Dios, fue encontrado fiel por haber sido obediente a las palabras de
Dios.” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 10,1)

“Vigilad, carísimos, no sea que sus beneficios, que son muchos, se conviertan para nosotros en motivo de
condenación, caso de no hacer en toda concordia, llevando conducta digna de Él, lo que es bueno y
agradable en su presencia.” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 21,1)

“Ahora bien, ¿qué vamos a hacer, hermanos? ¿Vamos a ser desidiosos en el bien obrar y abandonaremos
la caridad? No permita el Señor que tal suceda, por lo menos en nosotros, sino apresurémonos a llevar a
cabo toda obra buena con fervor y generosidad de ánimo. En efecto, el mismo Artífice y Dueño de todas las
cosas se regocija y complace en sus obras … Ya vimos cómo todos los justos se adornaron con buenas obras,
y el Señor mismo, engalanado con ellas, se alegró. En resolución, teniendo este dechado, acerquémonos
intrépidamente a su voluntad, y con toda nuestra fuerza obremos obra de justicia” (Clemente Romano, Carta
a los Corintios33,1-2.7)

“Ahora, pues, por nuestra parte, luchemos por hallarnos en el número de los que le esperan, a fin de ser
también partícipes de los dones prometidos. Mas, ¿cómo lograr esto, carísimos? Lograrémoslo a condición
de que nuestra mente esté fielmente afianzada en Dios; a condición de que busquemos doquiera lo agradable
y acepto a Él; a condición, finalmente, de que cumplamos de modo acabado cuanto dice con sus designios
irreprochables y sigamos el camino de la verdad, arrojando lejos de nosotros toda injusticia y maldad,
avaricia, contiendas, malicia y engaños, chismes y calumnias, odio a Dios, soberbia y jactancia, vanagloria e
inhospitalidad. Porque los que tales cosas hacen son odiosos a Dios, y no sólo los que las hacen, sino quienes
las aprueban y consienten.” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 35,4-6)

“Porque vive Dios y vive el Señor Jesucristo y el Espíritu Santo, y también la fe y la esperanza de los
escogidos, que sólo el que en espíritu de humildad y perseverante modestia cumpliere sin volver atrás las
justificaciones y mandamientos dados por Dios, sólo ése será ordenado y escogido en el número de los que se
salvan por medio de Jesucristo, por el cual se le da a Dios la gloria por los siglos de los
siglos. Amén.”(Clemente Romano, Carta a los Corintios 58,2)

La Sucesión Apostólica

En esta carta tenemos también otro testimonio importante desde el punto de vista apologético, porque nos ha
dejado una definición explícita de la doctrina católica de la sucesión apostólica, en la cual se establece que es
el propio Jesucristo quien instituye a los apóstoles, los cuales obedeciendo su voluntad instituyen a los obispos
como sus sucesores en el ministerio apostólico.

“Los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios. En
resumen, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo: una y otra cosa, por ende, sucedieron
ordenadamente por voluntad de Dios. Así, pues, habiendo los Apóstoles recibido los mandatos y plenamente
asegurados por la resurrección del Señor Jesucristo y confirmados en la fe por la palabra de Dios, salieron,
llenos de la certidumbre que les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de que el reino de Dios
estaba para llegar. Y así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que
obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos ―después de probarlos
por el espíritu― por inspectores y ministros de los que habían de creer. Y esto no era novedad, pues de
mucho tiempo atrás se había ya escrito acerca de tales inspectores y ministros. La Escritura, en efecto, dice
así en algún lugar: Estableceré a los inspectores de ellos en justicia y a sus ministros en fe…

También nuestros Apóstoles tuvieron conocimiento, por inspiración de nuestro Señor Jesucristo, que habría
contienda sobre este nombre y dignidad del episcopado. Por esta causa, pues, como tuvieran perfecto
conocimiento de lo por venir, establecieron a los susodichos y juntamente impusieron para delante la norma
de que, en muriendo éstos, otros que fueran varones aprobados les sucedieran en el ministerio. Ahora, pues,
a hombres establecidos por los Apóstoles, o posteriormente por otros eximios varones con consentimiento
de la Iglesia entera; hombres que han servido irreprochablemente al rebaño de Cristo con espíritu de
humildad, pacífica y desinteresadamente; atestiguados, además, durante mucho tiempo por todos; a tales
hombres, os decimos, no creemos que se los pueda expulsar justamente de su ministerio. Y es así que
cometeremos un pecado nada pequeño si deponemos de su puesto de obispos a quiénes intachable y
religiosamente han ofrecido los dones” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 42,1-5; 44,1-4)

Divisiones entre cristianos

Otro elemento importante es la condena que hace San Clemente a las divisiones entre los cristianos, al punto
de hacerse merecedor el cismático de las más graves penas:

“¿A qué fin desgarramos y despedazamos los miembros de Cristo y nos sublevamos contra nuestro propio
cuerpo, llegando a punto tal de insensatez que nos olvidamos de que somos los unos miembros de los
otros? Acordaos de las palabras de Jesús, Señor nuestro. Él dijo, en efecto: ¡Ay de aquel hombre! Más le
valiera no haber nacido que escandalizar a uno solo de mis escogidos. Mejor le fuera que le colgaran una
piedra de molino al cuello y le hundieran en el mar que no extraviar a uno solo de mis escogidos. Vuestra
escisión extravió a muchos, desalentó a muchos, hizo dudar a muchos, nos sumió en la tristeza a todos
nosotros. Y, sin embargo, vuestra sedición es contumaz” (Clemente Romano, Carta a los Corintios 46,7-9)

__________________________________________________________________

[1] San Ireneo en sus Adversus haereses o tratado contra las herejías señala que “luego de haber fundado y
edificado la Iglesia los beatos Apóstoles, entregaron el servicio del episcopado a Lino: a este Lino lo
recuerda Pablo en sus cartas a Timoteo (2 Tim 4,21). Anacleto lo sucedió. Después de él, en tercer lugar
desde los Apóstoles, Clemente heredó el episcopado, el cual vio a los beatos Apóstoles y con ellos confirió, y
tuvo ante los ojos la predicación y Tradición de los Apóstoles que todavía resonaba; y no él solo, porque aún
vivían entonces muchos que de los Apóstoles habían recibido la doctrina. En tiempo de este mismo Clemente
suscitándose una disensión no pequeña entre los hermanos que estaban en Corinto, la Iglesia de Roma
escribió la carta más autorizada a los Corintos, para congregarlos en la paz y reparar su fe, y para
anunciarles la Tradición que poco tiempo antes había recibido de los Apóstoles”(San Ireneo de Lyon, Contra
las herejías, 3, 3)

[2] Narra Eusebio que “Pablo también da testimonio de que Clemente (el cual, a su vez, fue establecido tercer
obispo de la iglesia de Roma) fue su colaborador y compañero de combate.” (Eusebio de Cesarea, Historia
Eclesiástica, III, 4, 9)

[3] Johannes Quasten señala lo siguiente en su obra Patrología I, publicada por la Biblioteca de Autores
Cristianos: “Las Pseudo-Clementinas, que hacen a Clemente miembro de la familia imperial de los Flavios, no
son en modo alguno dignas de fe. Merece aún menos confianza la opinión de Dión Casio (Hist. Rom. 67,14),
según el cual Clemente sería nada menos que el mismo cónsul Tito Flavio Clemente, de la familia imperial,
ejecutado el año 95 ó 96 por profesar la fe de Cristo. Tampoco consta históricamente el martirio del cuarto
obispo de Roma. El Martyrium S. Clementis, escrito en griego, es del siglo IV y presenta, además, un carácter
puramente legendario.”
San Ignacio de Antioquía

Por José Miguel Arráiz

San Ignacio de Antioquía fue discípulo de San Pablo y San Juan y el segundo sucesor de San Pedro como
obispo en el sede de Antioquía. Nació entre los años 30 al 35 AD y murió martir devorado por las fieras el
mes de enero del año 107 durante el reinado del emperador romano Trajano. De camino a Roma escribió siete
epístolas dirigidas a las iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralia, Filadelfia, Esmirna, Roma y una carta a San
Policarpo.

Doctrina

Divinidad de Cristo

Gracias a San Ignacio recibimos el testimonio de un discípulo directo de los apóstoles que nos ayuda a
comprender cuan clara estaba en la iglesia primitiva la conciencia sobre la divinidad de Cristo, lo cual nos es
bastante útil a la hora de combatir los ataques de algunas sectas.

Los testigos de Jehová y otras sectas de tipo arriano[1], por ejemplo, niegan que los primeros cristianos
creyesen y aceptasen la divinidad de Jesucristo. Para estas sectas, Jesucristo no sería verdadero Dios, no
habría compartido la naturaleza del Padre y del Espíritu Santo, sino que sería sólo una creatura. Los católicos
en cambio profesamos creer en un solo Dios en Tres Personas divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los
cuales comparten una misma naturaleza divina.

Estas sectas suponen que la doctrina de la divinidad de Cristo se impuso como producto de las manipulaciones
del emperador Constantino durante el siglo IV, que quizo divinizar a Cristo con fines políticos. En las
epístolas de San Ignacio, sin embargo, encontramos un testimonio de varios siglos de antigüedad que
demuestra que para una época tan temprana ya se aceptaba la divinidad plena de Jesucristo. A este respecto
escribe San Ignacio en sus cartas:

“Hay un solo Dios, el cual se manifestó a sí mismo por medio de Jesucristo, su hijo, que es Palabra suya,
que procedió del silencio, y de todo en todo agradó a Aquel que le había enviado.” (Ignacio de
Antioquía, Carta a los Magnesios 8,1)

“Ignacio, por sobrenombre Portador de Dios: A la bendecida en grandeza de Dios con plenitud: a la
predestinada desde antes de los siglos a servir por siempre para gloria duradera e inconmovible, gloria
unida y escogida por gracia de la pasión verdadera y por voluntad de Dios Padre y de Jesucristo nuestro
Dios; a la Iglesia digna de toda bienaventuranza, que está en Éfeso de Asia, mi saludo cordialísimo en
Jesucristo y en la alegría sin mácula.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 1)

Admite con palabras simples los puntos claves de la cristología católica, incluyendo el dogma de la
encarnación:

“Un médico hay, sin embargo, que es carnal a par que espiritual, engendrado y no engendrado, en la carne
hecho Dios, hijo de María e hijo de Dios, primero pasible y luego impasible, Jesucristo nuestro
Señor.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios7,2)

“Desde aquel punto, quedó destruida toda hechicería y desapareció toda iniquidad. Derribada quedó la
ignorancia, deshecho el antiguo imperio, desde el momento en que se mostró Dios hecho hombre” (Ignacio
de Antioquía, Carta a los Efesios 19,1)
“La verdad es que nuestro Dios Jesús, el Ungido, fue llevado por María en su seno conforme a la
dispensación de Dios; del linaje, cierto, de David; por obra, empero, del Espíritu Santo. El cual nació y fue
bautizado, a fin de purificar el agua con su pasión.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 18,2)

A lo largo de sus epístolas continúa una y otra vez reconociendo a Jesucristo como su Dios, al mismo tiempo
que afirma que existe solamente un Dios:

“Ignacio, por sobrenombre Portador de Dios: A la Iglesia que alcanzó misericordia en la magnificencia del
Padre altísimo y de Jesucristo su único Hijo: la que es amada y está iluminada por voluntad de Aquel que ha
querido todas las cosas que existen, según la fe y la caridad de Jesucristo Dios nuestro.”(Ignacio de
Antioquía, Carta a los Romanos 1)

“Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios.”(Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 4,3)

“Yo glorifico a Jesucristo, Dios, que es quien hasta tal punto os ha hecho sabios; pues muy bien me di cuenta
de cuán apercibidos estáis de fe inconmovible, bien así como si estuvierais clavados, en carne y en espíritu,
sobre la cruz de Jesucristo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Esmiornitas 1,1)

Ante la herejía de los gnósticos que sostenía que Cristo no había tenido cuerpo real sino aparente, y por lo
tanto, sufrido en la cruz en apariencia, afirma implícitamente la doctrina tradicional católica explicada
posteriormente a través del término “unión hipostática”: Cristo es verdadero Dios pero también verdadero
hombre:

“Yo, por mi parte, sé muy bien sabido, y en ello pongo mi fe, que, después de su resurrección, permaneció el
Señor en su carne. Y así, cuando se presentó a Pedro y sus compañeros, les dijo: Tocadme, palpadme y ved
cómo yo no soy un espíritu incorpóreo. Y al punto le tocaron y creyeron, quedando compenetrados con su
carne y con su espíritu. Por eso despreciaron la misma muerte o, más bien, se mostraron superiores a la
muerte. Es más, después de su resurrección, comió y bebió con ellos, como hombre de carne que era, si
bien espiritualmente estaba hecho una cosa con su Padre.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Esmiornitas 3,3)

San Ignacio también rechaza uno de los elementos que llegaría a ser clave en la doctrina del arrianismo, el
cual, al considerar a Jesucristo como un ser creado, o lo que es lo mismo, en suponer que hubo un momento
en el tiempo en que Jesucristo no existió. Para él en cambio, Cristo está por encima del tiempo y es
intemporal:

“…Aguarda al que está por encima del tiempo, al Intemporal, al Invisible, que por nosotros se hizo visible;
al Impalpable, al Impasible, que por nosotros se hizo pasible: al que por todos los modos sufrió por
nosotros?” (Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 3,2)

Eucaristía

Es bastante más explícito que la Didaché en admitir la presencia real de Cristo en la Eucaristía, doctrina que
en la antiguedad fue rechazada también por las herejías de origen gnóstico. Para los docetas, una secta
gnóstica de la época, el pan y vino consagrados no podían convertirse realmente en cuerpo y sangre de Cristo,
dado que partían de la concepción ya mencionada de que Cristo no habría tenido cuerpo real sino aparente.
San Ignacio en contra de esto reafirmó la fe tradicional de la Iglesia:
“Apártanse [los docetas] también de la Eucaristía y de la oración, porque no confiesan que la Eucaristía es
la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la misma que padeció por nuestros pecados, la misma que, por su
bondad, resucitóla el Padre. Así, pues, los que contradicen al don de Dios, mueren y perecen entre sus
disquisiciones. ¡Cuánto mejor les fuera celebrar la Eucaristía, a fin de que resucitaran! Conviene, por tanto,
apartarse de tales gentes, y ni privada ni públicamente hablar de ellos” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Esmirniotas 7,1-2)

Probablemente inspirado en el capítulo 6 del evangelio de Juan, llama a la Eucaristía “medicina de la


inmortalidad” y a su carne el “pan de Dios”:

“…partiendo de un mismo pan, que es medicina de inmortalidad, antídoto para no morir, sino vivir por
siempre en Cristo Jesús.” (Ignacio de Antioquia, Carta a los Efesios 20,2)

“No siento placer por la comida corruptible ni me atraen los deleites de esta vida. El pan de Dios quiero,
que es la carne de Jesucristo, del linaje de David; su sangre quiero por bebida, que es amor
incorruptible. (Ignacio de Antioquia, Carta a los Romanos 7,3)”

“Poned, pues, todo ahínco, en usar de una sola Eucaristía; porque una sola es la carne de Nuestro Señor
Jesucristo y un sólo cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar, así como no hay más que un solo
obispo, juntamente con el colegio de ancianos y con todos los diáconos, consiervos míos. De esta manera,
todo cuanto hiciereis, lo haréis según Dios.” (Ignacio de Antioquia, Carta a los Filadelfios 4)

Admite por válida sólo la Eucaristía celebrada por un obispo que cuente con una legítima sucesión apostólica.

“Solo aquella Eucaristía ha de tenerse por válida, que se celebra bajo el obispo o aquel a quien él se lo
encargare…No es lícito sin el obispo ni bautizar ni celebrar ágapes.” (Ignacio de Antioquia, Carta a los
Esmirniotas 8,1)

Exhorta también a los cristianos a celebrar la Eucaristía frecuentemente:

“Por lo tanto, poned empeño en reuniros con más frecuencia para celebrar la Eucaristía de Dios y
tributarle gloria” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 13,1)

La Iglesia Católica y su constitución jerárquica

De San Ignacio tenemos el primer testimonio que se ha conservado en donde se llama a la Iglesia cristiana
“Iglesia Católica”. Escribe: “donde quiera que esté Jesucristo, allí está la Iglesia Católica”. Arroja también
mucha luz sobre la organización jerárquica de la Iglesia de su tiempo, pues dirije sus cartas a iglesias
destinatarias que contaban con una jerarquía tripartita perfectamente definida: un obispo que las gobernaba
(episcopado monárquico), un colegio de presbíteros subordinado a él, y uno o más diáconos.

“Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de ancianos como a los Apóstoles; en cuanto
a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de Dios. Que nadie sin contar con el obispo, haga nada
de cuanto atañe a la Iglesia. Sólo aquella Eucaristía ha de tenerse por válida que se celebre por el obispo o
por quien de él tenga autorización. Dondequiera que apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre, al
modo que dondequiera que estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia Católica. Sin contar con el obispo, no es
lícito ni bautizar ni celebrar la Eucaristía; sino, más bien, aquello que él aprobare, eso es también lo
agradable a Dios, a fin de que cuanto hiciereis sea seguro y válido.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Esmirniotas 8,1-2)
“Como quiera, pues, que en las personas susodichas contemple en la fe a toda vuestra muchedumbre y a
todos os cobré amor, yo os exhorto a que pongáis empeño por hacerlo todo en la concordia de
Dios, presidiendo el obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los ancianos, que representan el colegio de los
Apóstoles, y teniendo los diáconos, para mí dulcísimos, encomendado el ministerio de Jesucristo, el que antes
de los siglos estaba junto al Padre y se manifestó al fin de los tiempos.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Magnesios 6,1)

“Síguese de ahí que os conviene correr a una con el sentir de vuestro obispo, que es justamente lo que ya
hacéis. En efecto, vuestro colegio de ancianos, digno del nombre que lleva, digno, otrosi, de Dios, así está
armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas de una lira.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Efesios 4,1)

“Así, pues, a todos vosotros tuve la suerte de veros en la persona de Damas, obispo vuestro digno de Dios, y
de vuestros dignos presbíteros Bajo y Apolonio, así como del diácono Soción, consiervo mío, de quien ojalá
me fuera a mí dado gozar, pues se somete a su obispo como a la gracia de Dios y al colegio de ancianos
como a la ley de Jesucristo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 2,1)

Lo mismo se observa a lo largo de sus epístolas (Carta a los Efesios 1,3; 3,2; 4,1; Carta a los Magnesios 2;
3,1; 6,1; 7,1; 13,1; 15,1; Carta a los Trailianos 1,1; 3,1; 12,2; Carta a los Filadelfios 1; 3,2; 7,1-2; Carta a
Policarpo 1; 6,1; Carta a los Esmirniotas 8,1-2; 12,2.)

Algo importante en todo esto es que San Ignacio habla a una audiencia de la cual asume que al igual que él
conoce bien que esta estructura jerárquica la tienen todas las iglesias cristianas:

“Mas comoquiera que la caridad no me consiente callar acerca de vosotros, de ahí mi propósito de
exhortaros a que corráis todos a una con el pensamiento y sentir de Dios, pues Jesucristo, vivir nuestro del
que nada ha de ser capaz de separarnos, es el pensamiento del Padre, al modo que también los obispos,
establecidos por los confines de la tierra, están en el pensamiento y sentir de Jesucristo.” (Ignacio de
Antioquía, Carta a los Efesios 3,2)

Esto apoya la tesis tradicional de que el episcopado monárquico ha tenido su origen en los propios apóstoles, y
por lo tanto, en Jesucristo mismo, y no ha sido, como ha supuesto buena parte de la teología
contemporánea[2], un tardío desarrollo de la doctrina cristiana. A este respecto explica el historiador y
patrólogo Daniel Ruiz Bueno:

“Este ha sido por largo tiempo otro de los tropiezos de la crítica para admitir la autenticidad de las cartas de
San Ignacio, pues con ellas había de tragarse un episcopado monárquico y una jerarquía perfectamente
definida a fines del siglo I, con lo que caían por tierra muchas caras teorías. Pero las teorías son las teorías
y los textos son los textos. Ahora bien, los textos de las cartas ignacianas nos atestiguan con absoluta
diafanidad y con machacona insistencia que cada Iglesia –Antioquía, Esmirna, Efeso, Trales, Filadelfia –
tiene a su cabeza un ἐπίσκοπος, “intendente, inspector”, autoridad suprema en la comunidad, que se agrega
como dependiente y subordinado suyo, un πρεσβυτέριον, colegio de “ancianos” que le asiste como una
especie de “senado”, y un tercer cuerpo de diáconos o ministros.”[3]

El historiador católico José Orlandis añade:

“Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los Apóstoles y, mientras éstos vivieron, permanecieron
bajo su autoridad superior, dirigidas por un colegio de presbíteros que ordenaba su vida litúrgica y
disciplinar. Este régimen puede atestiguarse especialmente en las Iglesias paulinas, fundadas por el Apóstol
de las Gentes. Pero a medida que los Apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado
monárquico, que ya se había introducido desde un primer momento en otras iglesias particulares. El obispo
era el jefe de la Iglesia, pastor de los fieles, y en cuanto sucesor de los Apóstoles, poseía la plenitud del
sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.”[4]

La herejía y el cisma

Para San Ignacio la sucesión de obispos en línea directa hasta los apóstoles es uno de los pilares necesarios
para que la Iglesia se mantenga incorruptible y no ceda a la tentación de caer en herejías y cismas:

“Así, estando en medio de ellos, di un grito, clamé con fuerte voz, con voz de Dios: “¡Atención a vuestro
obispo, al colegio de ancianos y a los diáconos!” Cierto que hubo quien sospechó que yo dije eso por saber
de antemano la escisión de algunos de ellos; pero pongo por testigo a Aquel por quien llevo estas cadenas,
que no lo supe por carne de hombre. Fue antes bien el Espíritu quien dio este pregón: “Guardad vuestra
carne como templo de Dios. Amad la unión. Huid de las escisiones. Sed imitadores de Jesucristo, como
también Él lo es de su Padre.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 7,1-2)

“A lo que sí os exhorto ―pero no yo, sino la caridad de Jesucristo― es a que uséis sólo del alimento
cristiano y os abstengáis de toda hierba ajena, que es la herejía. Los herejes entretejen a Jesucristo con sus
propias especulaciones, presentándose como dignos de todo crédito, cuando son en realidad como quienes
brindan un veneno mortífero diluido en vino con miel. El incauto que gustosamente se lo toma, bebe en
funesto placer su propia muerte. ¡Alerta, pues, contra los tales! Y así será con la condición de que no os
engriáis y os mantengáis inseparables de Jesucristo Dios, de vuestro obispo y de las ordenaciones de los
Apóstoles. El que está dentro del altar es puro; mas el que está fuera del altar, no es puro. Quiero decir, el
que hace algo a espaldas del obispo y del colegio de los ancianos, ése es el que no está puro y limpio en su
conciencia.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Tralianos 6-7)

Identifica la herejía como un pecado gravísimo, incluso más que el adulterio, porque corrompe la verdadara
fe:

“Ahora bien, si los que cometen ese pecado [adulterio] según la carne merecen la muerte, ¡cuánto más el
que corrompa, con su mala doctrina, la fe de Dios, por la que Jesucristo fue crucificado! Ese tal,
convertido en un impuro, irá al fuego inextinguible y, lo mismo que él, quienquiera lo escuchare.

La causa, justamente, porque el Señor consintió recibir ungüento sobre su cabeza,fue para infundir
incorrupción a la Iglesia. No os dejéis ungir del pestilente ungüento de la doctrina del príncipe de este
mundo, no sea que os lleve cautivos lejos de la vida que nos ha sido propuesta como galardón” (Ignacio de
Antioquía, Carta a los Efesios16,2; 17,1-2)

“Que nadie, pues, os engañe, como, en efecto, no os dejáis engañar, siendo como sois, íntegramente de Dios.
Porque como sea cierto que ninguna herejía, que pudiera atormentaros, tenga asiento entre vosotros,
prueba es ello de que vivís según Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 8,1)

Añade también que aquellos que han caido en herejía pueden arrepentirse y volver al seno de la Iglesia
Católica:

“Ahora bien, por lo que a mí toca, hice lo que me cumplía como hombre siempre dispuesto a la unión; porque
donde hay escisión e ira no habita Dios. Eso sí, a todos los que se arrepienten les perdona el Señor, con la
condición de que su arrepentimiento termine en la unidad de Dios y en el senado del obispo. Yo confío en la
gracia de Jesucristo, que Él desatará de vosotros toda ligadura. Sin embargo, yo os exhorto a que nada
hagáis por espíritu de contienda, sino cual dice a discípulos de Cristo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Filadelfios 8,1-2)
“Apartaos de las malas hierbas, que no cultiva Jesucristo, pues no son los herejes plantación del Padre. Y no
lo digo porque hallara yo entre vosotros escisión; lo que hallé fue limpieza. Y es así que, cuantos son de Dios
y de Jesucristo, ésos son los que están al lado del obispo. Ahora que, cuantos, arrepentidos, volvieren a la
unidad de la Iglesia, también ésos serán de Dios, a fin de que vivan conforme a Jesucristo. No os llevéis a
engaño, hermanos míos. Si alguno sigue a un cismático, no hereda el reino de Dios. El que camina en sentir
ajeno a la Iglesia, ése no puede tener parte en la pasión del Señor.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Efesios 8,1)

Importante es además congregarse en comunidad en la Iglesia, y contrasta esta actitud con la del soberbio que
dice tener fe pero no acude a la reunión de los fieles:

“Que nadie se llame a engaño. Si alguno no está dentro del ámbito del altar, se priva del pan de Dios.
Porque si la oración de uno o dos tiene tanta fuerza, ¡cuánto más la del obispo juntamente con toda la
Iglesia! Así, pues, el que no acude a la reunión de los fieles, ése es ya un soberbio y él mismo pronuncia su
propia sentencia. Porque escrito está: Dios resiste a los soberbios. Pongamos, por ende, empeño en no
resistir al obispo, a fin de estar sometidos a Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios5,2-3)

Justificación por la fe

Su doctrina sobre la justificación se mantiene en consonancia con la de todos los primeros padres: somos
justificados por la fe, pero por la fe que va unida a la caridad, por lo tanto, la fe que salva es aquella que es
una verdadera fidelidad que nos lleva a permanecer unidos y firmes en la obediencia a Dios y sus
mandamientos hasta el fin:

“Los carnales no pueden practicar las obras espirituales, ni los espirituales las carnales, al modo que la fe
no sufre las obras de la infidelidad ni la infidelidad las de la fe. Sin embargo, aun lo que hacéis según la
carne se convierte en espiritual, pues todo lo hacéis en Jesucristo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Efesios 8,2)

“Nada de todo eso se os oculta a vosotros, como tengáis en grado acabado para con Jesucristo aquella fe y
caridad que son principio y término de la vida. El principio, quiero decir, la fe; el término, la caridad. Las
dos, trabadas en unidad, son Dios, y todo lo demás, que atañe a la perfección y santidad, se sigue de ellas.
Nadie, que proclama la fe, peca; ni nadie, que posee la caridad, aborrece. El árbol se manifiesta por sus
frutos. Del mismo modo, los que profesan ser de Cristo, por sus obras se pondrán de manifiesto. Porque no
está ahora el negocio en proclamar la fe, sino en mantenerse en la fuerza de ella hasta el fin.” (Ignacio de
Antioquía, Carta a los Efesios 14,1-2)

Está claro que pensaba, a diferencia de los reformadores protestantes, que la salvación fuese algo que se podía
perder si no se permanecía en estado de gracia. Tan es así que pide oraciones por su salvación, para que sea
hallado digno y no reprobado al momento de morir:

“Yo pido a Dios que me escuchéis con amor, no sea que mi carta se convierta en testimonio contra vosotros.
Rogad también por mí, pues necesito de vuestra caridad ante la misericordia de Dios, a fin de hacerme digno
de aquella herencia, que me toca alcanzar, y no ser declarado réprobo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Tralianos 12,3)

Primado de la Sede Romana

Aunque a lo largo de sus cartas San Ignacio no toca el tema de la primacía jurisdiccional de la iglesia de Roma
como sede de los sucesores de San Pedro, no pasa desapercibido a una lectura atenta de sus cartas el tono
distinto que utiliza al dirigirse a la iglesia de Roma. Puede hacer el ejercicio y comparar el saludo que dirige
en cada una de las distintas iglesias con el saludo que dirige a aquela que “preside en Roma”, que
está “puesta a la cabeza de la caridad”. El tono resalta no sólo por la cantidad de alabanzas y elogios, sino
por la deferencia propia de quien se dirige a un superior, dando por entendido que Roma presidía sobre el
resto de las iglesias y no sólo sobre su propio territorio.

“Ignacio, por sobrenombre Portador de Dios: a la Iglesia que alcanzó misericordia en la magnificencia del
Padre altísimo y de Jesucristo su único Hijo; la que es amada y está iluminada por la voluntad de Aquel que
ha querido todas las cosas que existen, según la fe y la caridad de Jesucristo Dios nuestro; Iglesia, además,
que preside en la capital del territorio de los romanos; digna ella de Dios, digna de todo decoro, digna de
toda bienaventuranza, digna de alabanza, digna de alcanzar cuanto desee, digna de toda santidad; y puesta a
la cabeza de la caridad, seguidora que es de la ley de Cristo y adornada con el nombre de Dios: mi saludo en
el hombre de Jesucristo, Hijo del Padre…” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, Prólogo)

Y al estar puesta “a la cabeza de la caridad” imparte instrucción también a las demás iglesias y a la propia
iglesia de la que San Ignacio es obispo:

“A nadie jamás tuvisteis envidia; a otros habéis enseñado a no tenerla. Ahora, pues, lo que yo quiero es
que lo que a otros mandáis cuando los instruís como a discípulos del Señor, sea también firme respecto de
mí. Lo único que para mí habéis de pedir es fuerza, tanto interior como exterior, a fin de que no sólo hable,
sino que esté también decidido; para que no solamente, digo, me llame cristiano, sino que me muestre como
tal.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 3,1)

Significativo también que aunque no deja el cuidado de su iglesia a ninguna otra, sí lo hace con Roma,
pidiendo que haga con ella el oficio de obispo.

“Acordaos en vuestras oraciones de la Iglesia de Siria, que tiene ahora, en lugar de mí, por pastor a
Dios. Sólo Jesucristo y vuestra caridad harán con ella oficio de obispo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Romanos 9)

Se deduce también que San Ignacio conocía bien el hecho de que la iglesia de Roma fue gobernada por San
Pedro y San Pablo:

“No os doy yo mandatos como Pedro y Pablo. Ellos fueron Apóstoles; yo no soy más que un condenado a
muerte; ellos fueron libres; yo, hasta el presente, soy un esclavo…” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Romanos 4,3)

Virginidad de María

San Ignacio habla de la virginidad de María como de un milagro tan asombroso que quedó oculto al mismo
Satanás, aunque no es suficientemente explícito como tener certeza de que se refería no solo a a la virginidad
antes del parto, sino también a la virginidad en, y después del parto:

“Quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la
muerte del Señor: tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios.” (Ignacio de
Antioquía, Carta a los Efesios 19,1)

El domingo como dia del Señor

Los adventistas del Septimo día y otras sectas sabatistas acusan a la Iglesia Católica de sustituir el sábado por
el domingo como día de reposo, violando el mandamiento de Dios. Aseguran también que este cambio se
debió a manipulaciones del emperador Constantino durante el siglo IV para imponer a “escondidas” el culto al
Dios Sol.

Sin embargo, casi tres siglos antes, San Ignacio afirmó que aquellos que guardaban el sábado y no el domingo
como los cristianos se habían dejado engañar por doctrinas extrañas y han terminado judaizando, pero que los
cristianos guardaban como día del Señor el domingo en virtud de que fue el día en que resucitó el Señor.

“No os dejéis engañar por doctrinas extrañas ni por esos cuentos viejos que no sirven para nada. Porque si
hasta el presente vivimos a estilo de judíos, confesamos no haber recibido la gracia ...

Ahora bien, si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a la novedad de esperanza, no
guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo, día en que también amaneció nuestra vida por
gracia del Señor y mérito de su muerte ―misterio que algunos niegan, siendo así que por él recibimos la
gracia de creer y por él sufrimos, a fin de ser hallados discípulos de Jesucristo, nuestro solo
Maestro.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 8,1; 9,1)

“Absurda cosa es llevar a Jesucristo en la boca y vivir judaicamente. Porque no fue el cristianismo el que
creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo, en el que se ha congregado toda lengua que cree en
Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 10,3)

“Mas si alguno os viniere con interpretaciones sobre judaísmo, no le escuchéis. Porque más vale oír el
cristianismo de labios de un hombre con circuncisión que no el judaísmo de labios de un
incircunciso.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios6,1)

Es probable que estas advertencias se deban a que todavía había algunos cristianos que se aferraban a las
antiguas ordenanzas de la Ley Mosaica (circuncisión, diezmo, sábado como día de reposo, alimentos impuros)
conflicto que ya dejó huella en el Nuevo Testamento y que desencadenó el Concilio de Jerusalén (Hechos
15). El propio San Pablo, de quien fue discípulo San Ignacio, ya en el Nuevo Testamento había advertido en la
misma línea: “Por tanto, que nadie os critique por cuestiones de comida o bebida, o a propósito de fiestas, de
novilunios o sábados.”(Colosenses 2,16)

Matrimonio y celibato

San Ignacio se mantiene en la misma línea de San Pablo respecto a sus recomendaciones sobre el celibato y el
matrimonio. El apóstol de los gentiles había escrito a la comunidad de Corinto que el celibato era el estado
ideal para servir al Señor: “Digo a los célibes y a las viudas: Bien les está quedarse como yo. Pero si no
pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse… El no casado se preocupa de las cosas del
Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su
mujer; tanto dividido.” (1 Corintios 7,8-9;33-34). Las recomendaciones de San Ignacio son prácticamente
idénticas:

“Igualmente, predica a mis hermanos, en nombre de Jesucristo, que amen a sus esposas como el Señor a la
Iglesia. Si alguno se siente capaz de permanecer en castidad para honrar la carne del Señor, que
permanezca sin engreimiento. Si se engríe, está perdido, y si se estimare en más que el obispo, está
corrompido. Respecto a los que se casan, esposos y esposas, conviene que celebren su enlace con
conocimiento del obispo, a fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo. Que todo se
haga para honra de Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 5,1-2)

Desprendimiento y pobreza espiritual


La perspectiva de la Iglesia primitiva respecto a la importancia de los bienes materiales y del desprendimiento
de los mismos, era muy distinta a las teologías heréticas contemporáneas que circulan y se popularizan en
comunidades eclesiales protestantes e incluso en algunas comunidades católicas. A diferencia, por ejemplo, de
lo que se conoce como “teología de la prosperidad”, para San Ignacio los bienes de este mundo e incluso la
vida no valen nada en comparación con la vida eterna, por lo que la codicia es más bien un estorbo y un
obstáculo:

“De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. Para mí, mejor es
morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. ” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Romanos 6,1)

“No tengáis a Jesucristo en la boca y luego codiciéis el mundo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los
Romanos 7,1)

NOTAS

[1] El arrianismo es una herejía del siglo IV que tomó su nombre de Arrio (256-336) sacerdote de Alejandría y
después obispo libio, quien desde el 318 propagó la idea de que no hay tres personas en Dios sino una sola
persona, el Padre. Jesucristo no era Dios, sino que había sido creado por Dios de la nada como punto de apoyo
para su Plan. El Hijo es, por lo tanto, criatura y el ser del Hijo tiene un principio; ha habido, por lo tanto, un
tiempo en que él no existía. Al sostener esta teoría, negaba la eternidad del Verbo, lo cual equivale a negar su
divinidad. Desde esta perspectiva Jesús no es verdaderamente Dios. Aunque Arrio se ocupó principalmente de
despojar de la divinidad a Jesucristo, hizo lo mismo con el Espíritu Santo, que igualmente lo percibía como
creatura, e incluso inferior al Verbo.

[2] Se ha ido haciendo cada vez más común entre los teólogos modernos aceptar la hipótesis del tardío
desarrollo del episcopado monárquico, como explica Francis A. Sullivan (From Apostles to Bishops, The
Newman Press, New York 2001). El mismo autor se adhiere en dicha obra a esa hipótesis.

[3] Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Biblioteca de Autores Cristianos 65, Quinta Edición, Madrid
1985, pág. 421-422

[4] José Orlandis, Breve Historia del Cristianismo, Ediciones RIALP, Sexta edición, Madrid 1999, Pág. 25-26
San Policarpo de Esmirna

Por José Miguel Arráiz

San Policarpo fue obispo de Esmirna y uno de los discípulos del apóstol San Juan Evangelista. Gozó de gran
pretigio, admiración y fama de santidad. Tuvo como discípulo al también insigne San Ireneo de Lyon. Murió
martir a los ochentaiseis años quemado en la hoguera por negarse a adorar al Cesar y a los dioses de los
romanos.

Se conserva de él una carta que escribió a los filipenses a petición de San Ignacio de Antioquía, quien también
murió martir y a quien se encontró cuando iba camino a su propio martirio. Se conserva además una texto que
representa la más antigua narración que se conoce de un martirio cristiano fuera del Nuevo Testamento. Fue
escrito aproximadamente en el año 156 d.C., unos meses después del acontecimiento que narra, representando
un testimonio auténtico de quienes presenciaron personalmente la heroica muerte de San Policarpo.

Doctrina

Justificación y Salvación

La doctrina de San Policarpo, al igual que la Didaché y los primeros padres es una lúcida exposición de la
doctrina católica de la justificación completamente libre tanto de pelagianismo como de luteranismo. A este
respecto recuerda que somos salvados por gracia y no por obras:

“Sin haberle visto, vosotros creéis en Él con alegría inenarrable y glorificada, alegría a la que muchos
desean entrar, sabiendo, como saben, que de pura gracia fuistes salvados, y no por vuestras obras, sino por
voluntad de Dios, por medio de Jesucristo”(San Policarpo, Carta a los Filipenses 1,3)

A la vez enseña que la sola fe no salva sino va acompañada de la obediencia a los mandamientos y una
conducta digna de Dios:

“Le fe que os ha sido dada, es la madre de todos nosotros, a condición de que le acompañe la esperanza y la
preceda la caridad; caridad digo, para con Dios, para con Cristo y para con el prójimo” (San
Policarpo, Carta a los Filipenses 3,3)

“Si en este siglo le agradáremos, recibiremos en pago el venidero, según Él nos prometió resucitarnos de
entre los muertos y que, si llevamos una conducta digna de Él, reinaremos también con Él. Caso, eso sí, de
que tengamos fe” (San Policarpo,Carta a los Filipenses 5,2)

“El que a Él (Jesucristo) le resucitó de entre los muertos, también nos resucitará a nosotros, con tal de que
cumplamos su voluntad y caminemos en sus mandamientos y amemos lo que él amó, apartados de toda
iniquidad, defraudación, codicia de dinero, malediscencia, falso testimonio…; no volviendo mal por mal, ni
injuria por injuria, ni golpe por golpe, ni maldición por maldición ” (San Policarpo, Carta a los
Filipenses 2,2)

Veneración de los santos y las reliquias

En el Martirio de Policarpo encontramos un testimonio importantísimo a favor de la doctrina católica en


diversos sentidos.

En primer lugar, porque atestigua que para una época siglos anterior al Concilio de Nicea los cristianos
rendían a Cristo culto de adoración, cosa que niegan muchas sectas de corte arriano, como los testigos de
Jehová.
En segundo lugar, porque se distingue lúcidamente la diferencia entre la adoración que sólo corresponde a
Dios y la veneración que corresponde a los mártires y santos. Desde esta comprensión proclaman que a
Jesucristo le adoraban como hijo de Dios, pero a los santos y mártires les veneraban como modelos a imitar y
ejemplos de santidad:

“Nosotros ni podremos jamás abandonar a Cristo, que murió pr la salvación del mundo entero de los que se
salvan; Él, inocente por nosotros pecadores, ni hemos de rendir culto a otro fuera de Él. Porque a Cristo le
adoramos como a Hijo de Dios que es; mas a los mártires les tributamos con toda justicia el homenaje de
nuestro afecto como a discípulos e imitadores del Señor, por el amor insuperable que mostraron a su rey y
maestro” (Martírio de Policarpo, 17, 2-3)

Se menciona también explícitamente la veneración de las reliquias de los santos y mártires y la


conmemoración de su martirio.

“Como viera, pues, el centiruón la porfia de los judíos, poniendo el cuerpo en medio, lo mandó quemar a
usanza pagana. De este modo, por lo menos pudimos nosotros recoger los huesos del mártir, más preciosos
que piedras de valor, y más estimados que oro puro, los que depositamos en un lugar conveniente. Allí,
según nos fuere posible, reunidos en júbilo y alegría, nos concederá el Señor celebrar el natalicio del
martirio de Policarpo, para memoria de los que acabaron su combate y ejercicio y preparación de los qu
etienen aún que combatir” (Martírio de Policarpo, 18, 1-3)

Desprendimiento y pobreza espiritual

Al igual que San Ignacio, denuncia la codicia como el principio de todos los males, exhortando a evitar el
apego desordenado a los bienes materiales:

“Principio de todos los males, es el amor al dinero. Ahora bien, sabiendo como sabemos que nada traijmos
con nosotros al mundo, y nada hemos de llevarnos, armémonos con las armas de la justicia y amaestrémonos
los unos a los otros, ante todo a caminar en el mandamiento del Señor.” (San Policarpo, Carta a los
Filipenses4,1)

Вам также может понравиться