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Extracto del libro

AYLLÓN José Ramón, Ética Razonada, Madrid, Palabra 2001, pp 9-18

1. EL BIEN

El regreso de Troya fue complicado para Ulises: diez años a merced de los dioses y de los mares, y siempre
con la muerte en los talones. Cada vez que su nave arribaba en tierra extraña, una misma inquietud: «¿De
qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes de justicia, o
amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?». Desde los orígenes, la conducta
humana se enfrenta a la doble posibilidad de ser, precisamente, humana o inhumana. La libertad implica
siempre el riesgo de escoger tanto una conducta digna del hombre Como otra indigna y patológica.
Llamamos ética a la elección de la conducta digna, al esfuerzo por obrar bien, a la ciencia y al arte de
conseguirlo.

1. Necesidad de la ética

La diferencia esencial entre el hombre y los demás animales no consiste en un órgano diferente, en algo
equivalente a las alas, las aletas, el pico, las garras o las pezuñas. La novedad descansa sobre una cualidad
tan real como inmaterial: la liberta inteligente. Tan real que nos hace pertenecer a la especie homo sapiens.
El hombre y el mono tienen una diferencia genética mínima: no llega al 2%. En cambio, la diferencia
existencial es un abismo. Salvar esa distancia representaba mucho más que bajar de la rama al suelo sino
del suelo a la conquista del mundo. Fue la tarea de la inteligencia.

Sólo un animal inteligente y libre es capaz de ver la realidad como tierra en la que pueden germinar unas
semillas invisibles que llamamos posibilidades. En la rama no está escrita la flecha que podría ser. Los
metales no piden ser convertidos en automóviles. El agua no es energía eléctrica. Sin embargo, el hombre
inventa en la realidad ésas y otras muchas posibilidades inverosímiles. La libertad inteligente se convierte
así en una fabulosa hormona de crecimiento administrada a la realidad. El mundo se multiplica en mil
mundos: es el progreso.

¿Y si la posibilidad que escogemos es negativa? En esa radiografía de Nueva York que es La hoguera de las
vanidades, Tom Wolfe nos cuenta que cada año eran detenidas en el Bronx cuarenta mil personas entre las
que había de todo: incompetentes, subnormales, psicópatas, alcohólicos, payasos y buenas gentes, todos
ellos detenidos por algún tipo de enfurecimiento terminal. Pero había también otros tipos de quienes lo
mejor que podía decirse era que se trataba de seres vilmente malvados.

Por lo que sabemos, con frecuencia elegimos mal. Se dice que hemos inventado música de cámara, pero
también la cámara de gas, y que estamos obligados a elegir, pero no estamos obligados a acertar. De ahí
que sea necesaria una brújula que nos oriente en el confuso y agitado mar de la vida: eso es la ética. Y por
esa razón, si el homínido se convierte en homo sapiens, no le queda más remedio que convertirse en homo
ethicus. Es decir, no le queda más remedio que diseñar un mundo habitable. Algo que requiere elegir bien
para no acabar mal; respetar la realidad; respetarse a sí mismo; abrir los ojos y aprender a mirar; superar
la ley de la selva; no ser lobo para el hombre; usar la brújula y el mapa; saber que el terreno esta minado;
estar dispuesto a sufrir. En resumen: sostener un esfuerzo inteligente al servicio del equilibrio personal y
social. Y si se quieren emplear palabras diáfanas: hacer el bien y evitar el mal.

Un texto de Elie Wiesel: «No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas. Estaban
quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargo su carga: ¡eran niños! Sí, 10 vi con mis propios
ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla. Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo
y despierto. ¿Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No podía ser
Verdad. Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche bajo siete
vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda y las caras de los niños que vi convertirse en humo. Jamás
olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a mis sueños el rostro del
desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir» (La noche).

2. Más razones

¿Es importante la ética? Aunque ya lo hemos dicho, vale la pena repetir que la ética es importante en
grado sumo. ¿Por qué? Porque somos inteligentes: no nos gobierna el instinto ni la sensibilidad. Porque
somos libres y estamos obligados a escoger. Por lo mismo que la brújula y el mapa. Porque carecemos de
piloto automático. Porque el hombre hace honor a su condición de sujeto sujetando las riendas de su
conducta, conduciéndose. Porque estamos compuestos inteligencia y libertad: dos piezas que no encajan
bien, una mezcla inestable a veces explosiva. Porque la ley de la selva solo es buena para la selva. Porque
necesitamos vivir en sociedad. Porque es cuestión de vida o muerte. Porque queremos ser felices y el
mal nos esclaviza.

Si pasamos del «por que la ética» al «para qué» podríamos responder de forma parecida: para vivir como
lo que somos: personas. Para no vivir como lo que no somos: monos con pantalones. Para que el hombre
no sea el lobo de Hobbes. Para que la sociedad no envenene al inocente de Rousseau. Para lograr la
auténtica calidad de vida. Para ser felices.

Ya se ve que la ética es el arte de construir nuestra propia vida, y como no vivimos aislados sino en
convivencia, con nuestras acciones éticas también construimos la sociedad, y con nuestra falta de ética la
perjudicamos. Por tanto, nos encontramos quizás ante el más útil de los conocimientos humanos, ante el
más necesario: porque nos permite vivir como seres humanos, a salvo de la selva y del caos.

3. División de opiniones
La ética busca el bien. Aunque la palabra «bien» no significa lo mismo para todos, todos aspiramos a
vivir bien. Por eso debemos preguntarnos qué es lo que hace que las cosas, las acciones y la vida sean
buenas: es decir, en que consiste el bien.

Las respuestas son múltiples. Desde los tiempos de la Grecia clásica se ha dicho que el bien es el placer,
y el placer, la ausencia de dolor físico y de perturbación anímica. Pero también la Grecia clásica reconoció
que las cosas no son tan sencillas: muchas acciones y conductas profundamente buenas no están libres
de dolores ni de sorpresas y desasosiegos. Piénsese, por ejemplo, en el esfuerzo por superar con buenas
calificaciones un curso escolar, en la paciente tarea de educar a los hijos, en el trabajador que se gana la
vida en un barco o en una mina, y en tantos otros trabajos. ¿Acaso las llamas son un placer para el
bombero? ¿Es malo su trabajo por no ser placentero?

El bien se puede definir como lo que conviene a una cosa, lo que la perfecciona, con independencia del
placer o dolor que pueda ocasionar. Como es lógico, no todo lo que perfecciona a uno perfecciona a
otros (comer hierba sienta bien a la vaca, no al hombre), pero esto no significa que el bien sea subjetivo:
la necesidad del aire que respiramos o del agua que bebemos no es un capricho, es una verdad
independiente de nuestra opinión subjetiva. De modo similar, valores objetivos como la paz o la justicia
seguirán siendo valiosos para todos, aunque un loco pueda negarlos.

4. Superación del relativismo

Aceptamos en teoría la universalidad de ciertos bienes. Sin embargo, cuando se quiere hablar del bien, de
lo bueno, surge siempre, como hemos visto, cierta división de opiniones. Y surge también, contra la
unanimidad, la dificultad del relativismo: culturas que tienen o han tenido por buenos los sacrificios
humanos, la esclavitud, la poligamia, etc. El relativismo representa la eterna objeción a la pretensión de
buscar racionalmente el contenido objetivo, no subjetivo, de la palabra «bueno».

En su libro Ética: Cuestiones fundamentales, Robert Spaemann explica que esta objeción suele ignorar que la
discusión sobre la validez general del bien comenzó, precisamente, con el descubrimiento de estos
hechos. Los griegos del siglo V antes de Cristo ya empezaron a juzgar admirables o absurdas las
costumbres de los pueblos vecinos, y sus filósofos buscaron desde entonces una medida o regla con la
que medir las distintas maneras de vivir y los distintos comportamientos. A esta norma o regla la llamaron
fisis, que significa <<naturaleza>>. Siguiendo el criterio de lo natural, encontraron, por ejemplo, que la
costumbres de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho resultaba peor que su contraria.

He aquí un inesperado ejemplo. Pero lo interesante es buscar una medida universalmente válida del buen
o mal comportamiento. Pues bien: en todas las culturas existen deberes y derechos entre padres e hijos,
se valora la gratitud y la lealtad, se desprecia la mentira, se defiende la vida, se aprecia el valor de un
guerrero y la imparcialidad del juez, etc. Estas constantes atestiguan que hay valores reconocidos como
buenos en todos los tiempos y culturas y que sus contrarios son malos.

Sin embargo el relativismo propone una conducta a la carta: que cada uno haga lo que le venga en gana.
Esta postura condena como represiva a toda moral, y exige que cada uno intente ser feliz como le parezca.
Pero ser hombre no es tan sencillo como ser animal pues la vida humana no se vive espontáneamente.
«Haz lo que te guste» no responde a la cuestión «¿qué es lo que debe gustarme?». «Vive y deja vivir» no
nos dice «cómo debemos vivir». Spaemann, en un programa de la radio alemana, explicaba
admirablemente la forma más sencilla de superar el relativismo. Si, por ejemplo, colisionan los derechos
de fumadores y no fumadores que están en una misma habitación, y el conflicto se resuelve a favor de
los no fumadores, eso no ocurre porque éstos sean mejores personas, sino porque la salud que invocan
tiene preferencia sobre el placer de fumar. Y el fumador se somete a este juicio, aun cuando le desagrade,
por la sencilla razón de que comprende que es así. Quien está dispuesto a aceptar esa manera de entender
el valor que se opone a su inmediata satisfacción, es capaz de lo que se llama una acción ética.

5. Relativo no significa subjetivo.

El mundo es una compleja red de relaciones entre hechos, objetos y personas que se relacionan en el
espacio y en el tiempo. En este sentido es correcto afirmar que todo es relativo: relativo a un antes, a un
después, a un encima, debajo, al lado, cerca, lejos, dentro, fuera. Relativo, sobre todo, a la inevitable
cadena perpetua de causas y efectos que todo lo ata. Pero relativo y relativismo no significan lo mismo.
Más bien son conceptos opuestos, porque lo relativo también es objetivo: tú eres objetivamente un
muchacho de quince años, pero también eres objetivamente un alumno de tus profesores, hijo de tus
padres, amigo de tus amigos, nieto de tus abuelos, socio de un club de fútbol, cliente de un comercio
deportivo. Y cada cual te debe tratar como lo que objetiva y relativamente eres: el profesor no puede
tratarte como si fueras su hijo, tus padres no pueden tratarte como si fueras su alumno o su cliente, tu
amigo no puede tratarte como si fueras su abuelo. El relativismo, por el contrario, tiende a confundir la
realidad con el deseo, lo objetivo con «lo que a uno le parece». Tiende a sustituir el parentesco real por
un parentesco de conveniencia: «Eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de
Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa», decía don Quijote.

Todo es relativo porque todo está relacionado; y al mismo tiempo todo es objetivo en cuanto que es real,
no subjetivo ni arbitrario. Todo vestido es relativo a un clima, a una cultura, a una función, a una talla, a
un sexo: quimono, chilaba, túnica, toga, chándal, taparrabos, vaqueros, guerrera, frac. Pero en todos esos
vestidos hay algo no relativo: el respeto a lo que es un cuerpo humano, un cuerpo que se mueve, con dos
piernas y dos brazos articulados, con ojos para ver y boca para respirar. Mil vestidos pueden ser diferentes,
pero ninguno puede asfixiar, inmovilizar o aplastar. La conducta ética nace cuando la libertad puede
escoger entre formas diferentes de conducta, unas más valiosas que otras. El relativismo es peligroso
porque pretende la jerarquía subjetiva de todos los motivos, la negación de cualquier supremacía real.
Abre así la puerta del «todo vale», por donde siempre podrá entrar lo más descabellado, lo irracional. Con
esa lógica de papel, el drogadicto al que se le pregunta «¿por qué te drogas?» siempre puede responder
“«y por qué no?». Entendido como concepción subjetivista del bien, el relativismo hace imposible la ética.
Si queremos medir las conductas, necesitamos una unidad de medida igual para todos. Porque si el
kilómetro es para ti 1.000 metros, para él 900, y para otros 1.200, 850 ó 920, entonces el kilómetro no es
nada. Si la ética ha de ser criterio para distinguir entre el bien y el mal, entonces ha de ser objetiva y una,
no subjetiva y múltiple. La ética puede ser relativa en lo accidental, pero no debe serlo en lo esencial. De
la naturaleza de un recién nacido se deriva la obligación que tienen sus padres de alimentarlo y vestirlo.
Son libres para escoger entre diferentes alimentos y vestidos, pero la obligación es intocable.
Subjetivamente pueden decidir no cumplir su obligación, pero entonces están actuando objetivamente
mal.

6. Lorda: La belleza del bien

Hay quien disfruta haciendo sufrir a un pobre conejo y quien disfruta torturando a un hombre. Esto no
quiere decir que sea moralmente opinable esa acción, y que la opinión del sádico valga lo mismo que la
de todos los demás; quiere decir tan solo que se puede deformar el buen gusto, el sentido moral natural.
Nadie dudaría en calificar de degenerado al hombre que disfruta hacienda sufrir a otros. Para Aristóteles,
educar a un hombre era ensenarle a tener buen gusto para obrar: a amar lo bello y a odiar lo feo. Se trataba
de orientar y reforzar las reacciones naturales ante las acciones nobles e innobles. Los griegos pensaban
que la belleza era el mecanismo fundamental de la enseñanza moral. Por eso, querían que sus hijos
admirasen y decidiesen imitar los gestos heroicos de su tradición patria, que les transmitía la literatura y
la historia. De hecho, pensaban que la finalidad tanto de la literatura como de la historia debía ser ésta:
educar moralmente a los más jóvenes.

Es evidente que esto supone una idea muy alta de lo que es el hombre. Supone también creer que hay un
modo de vivir digno del hombre, y que educar consiste en ayudar al niño para que ame ese modo de vivir
y adquiera las costumbres que le permitan comportarse así.
A veces, nuestra civilización duda de esto. No está segura de que haya un modo de vivir moral, digno del
hombre. Y por eso no sabe educar: sabe instruir; es decir, informar al niño sobre muchas cuestiones: sabe
informarle sobre las órbitas de los planetas, la función clorofílica o la revolución francesa. Pero no sabe
decirle qué es lo que debe hacer con su vida.

Sin embargo, el lenguaje de la belleza que descubrieron los griegos sigue vigente, porque el hombre no
ha dejado de ser hombre. Sigue siendo verdad que hay acciones bellas y nobles, y acciones feas e innobles.
Las primeras nos confirman que existe la dignidad humana y las segundas también, porque, si podemos
decir que algo es innoble e indigno de un hombre, es precisamente porque tenemos alguna idea de lo
que es noble y digno.

Y esto nos lleva a una conclusión: si existe un modo de vivir digno del hombre, vale la pena hacer todo
lo posible para encontrarlo. Sería una pena dejar transcurrir la vida y no haberse enterado de lo más
importante, aunque no sea fácil.
(Juan Luis LORDA, Moral: el arte de vivir, Ed. Palabra.)

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