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2.

El Barroco

Existe un sin número de enfoques teóricos sobre el Barroco. Sin embargo, como apunta
Maravall (1983: 23), se trata de una entidad tan amplia y diversa que cada estudio,
descripción o interpretación siempre será parcial. Entonces es comprensible la
incapacidad de emprender aquí una revisión exhaustiva de la materia, pero además ese
esfuerzo resultaría infructuoso: es posible que ninguna obra, y sobre todo una pieza de
teatro menor, presente todo lo barroco. Por ello, junto con la fundamentación general,
nos centramos en aquellas perspectivas de estudio que han hecho topografía sobre las
haces del Barroco que nos son de interés.

2.1 Emplazamiento renacentista

El Barroco se encuentra emplazado en el Renacimiento. En 1887 el arquitecto e


historiador germano Cornelius Gurlitt afirmó tempranamente que “el Barroco era un
estilo basado inicialmente en formas clásicas renacentistas, que derivaba hacia unos
exaltados modos de expresión, y que tuvo su origen en Italia, en Roma principalmente,
siendo responsable de ello la Compañía de Jesús” (Hatzfeld, 1973: 12). El relato de
Hatzfeld ilustra claramente cómo llegó a suceder esto:

Existía en España un gusto barroco permanente y eterno, que daba preferencia a lo raro, a lo
complicado y a lo divino sobre lo terrestre, bello y mundano. Este gusto resistió la influencia
clásica greco-romana del renacimiento italiano, modificándola “a la española”, y propagó este
gusto renacentista modificado a la propia Italia. Fue allí, entonces, en Nápoles y en Roma
particularmente, donde se originó el Barroco histórico. Se extendió éste por Francia, Alemania e
Inglaterra, y regresó a la misma España, donde sobrepujó sus peculiares tendencias en fenómenos
tan exorbitantes como el “conceptismo” y el “churriguerismo” (1973: 28).

Hatzfeld (1973) también brinda una explicación sobre aquella predisposición barroca del
alma española, que se adhirió a la oleada renacentista proveniente de Italia y se contagió
luego a Roma de regreso: “tanto el origen como la exageración del Barroco en España
están en razón directa de ese espíritu mozárabe que, en tiempos pasados, creó el arte

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‘mudéjar’ y la literatura ‘aljamiada’” (28-29). En otras palabras, una teoría del “‘eterno
barroco’ español, concebido como herencia árabe que, en un momento de la historia,
derrotó al puro Renacimiento italiano y produjo el Barroco histórico” (29).

Resulta razonable asimismo la explicación de cómo aquel espíritu español consiguió, en


el buen sentido, “contaminar” la oleada renacentista proveniente: “La razón está en que
el ideal común del humanismo renacentista se había perdido y las armazones vacías
estaban expuestas a toda clase de modificaciones, exactamente igual que en el arte. El
barroco implica la tendencia por la cual las nuevas ideologías religiosas y políticas de la
Contrarreforma y el absolutismo seleccionaron algunas de las formas manieristas y las
llenaron de nuevo con contenido” (Hatzfeld, 1973: 233).

Cabe recordar que el manierismo es el periodo transicional entre Renacimiento y


Barroco, caracterizado por el amaneramiento o decadencia del ideal artístico
renacentista, que “implica la tendencia por la cual, del siglo XVI en adelante, los
inteligentes estilos renacentistas de Petrarca y Ariosto decayeron en una multiplicidad de
maniere, tendencia especialmente evidente fuera de Italia. Se puede hablar de
prolongación, acortamiento, expansión, reducción, distorsión, pero no hubo una maniera
general única” (Hatzfeld, 1973: 233).

Por lo anterior, resulta coherente que los orígenes del Barroco se remonten a una figura
influyente y tradicionalmente enmarcada como renacentista: Miguel Ángel, “que fue, en
verdad, el artista responsable de este movimiento, espiritualmente comprometido en él,
en todos los campos del arte: escultura, pintura, arquitectura y poesía” (Hatzfeld, 1973:
13). La coyuntura entre Renacimiento y Barroco, e incluso entre Italia y España, queda
claramente expuesta al determinar quiénes fueron los padres de la forma y el alma del
segundo periodo: “Parece, en verdad, que si el italiano Miguel Ángel es el padre del
Barroco formal, tal como Wölfflin dejó establecido al principio de nuestro estudio, no
parece haber duda de que el español San Ignacio [de Loyola, fundador de la Compañía
de Jesús y líder en la Contrarreforma,] sea el padre del espíritu del Barroco”.

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2.2 Continuidad medieval: lo gótico, trascendental y didáctico del Barroco

El Barroco se encuentra emplazado en el arte renacentista, pero su apertura a la


acumulación y síntesis de estéticas le permite incorporar una segunda fuente en la que
puede apreciarse otro pilar. En palabras de Orozco, citado por Pulido (2004: 386), “el
Barroco debe entenderse atendiendo tanto a la vida sensual del renacimiento como al
trascendentalismo medieval”. Y es que para Lafuente Ferrari, citado por Hatzfeld (1973:
32), es el arte gótico la estética europea por excelencia, interrumpida por el
Renacimiento y recuperada por el Barroco, cuando afirma que este último “no fue un
echarse a perder del arte clásico, sino la espontánea reacción del arte occidental, que
trata de reanudar la continuidad de su propio devenir”.

Hatzfeld (1973: 31-32) comenta el juicio de Lafuente Ferrari, pero equilibra el posible
desvanecimiento del teórico —al aseverar que puede señalarse alguna como la estética
legítima de Europa— apuntando a una síntesis entre las estéticas gótica y renacentista:

Lafuente Ferrari no cree en absoluto que el Renacimiento italiano sea la forma de expresión
normal del arte occidental. El Renacimiento vino más bien a interrumpir de un modo artificial el
arte Gótico, que era su verdadera expresión, y lo que hace el Barroco es un intento de volver a
unir lo que el Renacimiento había roto, sin renunciar sin embargo a las adquisiciones de éste (…)
Hagamos notar cómo el punto fundamental que aquí se expone es el de un estilo barroco [en] que
se asimila las adquisiciones del Renacimiento conservando un sustrato gótico.

Precisamente hacia esa solución teórica apunta también el juicio de Spitzer, citado por
Pulido (2004: 384), cuando afirma que el Barroco “consiste en la reelaboración de dos
ideas, una medieval, otra renacentista, en una tercera idea, que nos muestra la polaridad
entre los sentidos y la nada, la belleza y la muerte, lo temporal y lo eterno”.

¿Continuidad de la verdadera expresión artística europea o tercero resultante de la


síntesis de estéticas opuestas? Lo cierto es que el Barroco presenta múltiples anclajes en
ambas aguas y que uno de ellos, que nos conviene mencionar aquí, es el didactismo
medieval, de fuerte arraigo en los territorios de la Contrarreforma, y que inviste al arte
del periodo con una misión pedagógica, la cual bien podría tener las mismas tres

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preocupaciones que indica Walter Benjamin, citado por Pulido (2004: 388), cuando
afirma que “la afinidad material entre el Cristianismo barroco y el medieval es triple. La
lucha contra los dioses paganos, el triunfo de la alegoría y la mortificación de la carne
son igualmente necesarios”.

Por ello el estilo vio un útil en la oscuridad moralizante de lo gótico-siniestro, que


encuentra una de sus más vehementes manifestaciones en La divina comedia y en el
Infierno del tríptico renacentista de El jardín de las delicias. De esto resulta ejemplar el
género pictórico de las vanitas, composiciones alegóricas que ilustraban un sentido de
vacuidad de la existencia.

Figura 1. Juan de Valdés Leal. Finis gloriae mundi. Adelante, dos cadáveres en descomposición
(un obispo y un caballero) devorados por insectos. Atrás, la mano llagada de Jesucristo
sosteniendo la balanza del juicio. En los platos, las inscripciones “ni más” y “ni menos”, el
primero contiene los pecados capitales y el otro las virtudes. Acompañan esqueletos y una
lechuza y un murciélago (considerados animales infernales).

En materia teatral, Calderón fue notable exponente de este didactismo alegórico y


ascético, en autos sacramentales como El gran teatro del mundo y El gran mercado del
mundo. Pero no toda la literatura dramática podía ser de corte religioso; se requería un
teatro para la irrisión del llamado vulgo y que equilibrara de esta forma la solemnidad de

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las comedias en los intermedios. Aún así, el entremés, con su comicidad burlesca, y
dado el marco de la estricta vigilancia de la autoridad eclesiástica y la posterior censura
que sufrió, no se alejó de este interés adoctrinador, pues, recordando a Pérez de León,
citado por Maestro (2005: 203), si la comedia “es el policía del estado, el entremés es el
de barrio”.

El pensamiento analógico (del griego ana, repetición o comparación, y logos, razón), el


cual hace posible la conformación de alegorías —o sea la representación que intenta
materializar un concepto que no goza de forma, como la justicia en una balanza o la
vanidad en un espejo— también permitió al Barroco la explotación del extenso e
intrincado listado de tropos y figuras de pensamiento, así como el diseño de andamiajes
de mayor envergadura semiótica, como fue el escenificar de manera simplificada la
complejidad del mundo en un microcosmos teatral, poblado de representaciones
sencillas de los vicios, virtudes y estamentos integrantes de la jerarquía social y divina.
Este recurso, el del teatro del mundo, tan frecuente en ese existencialismo
shakespeariano, fue un móvil pedagógico recurrente en la España de la Contrarreforma,
que se plasmó no solo en los autos sacramentales calderonianos sino también en el
género del entremés de figuras, género al que pertenece la Laurea crítica.

En este marco, no resulta extraño que el entremés de figuras pueda relacionarse con una
obra tan lejana en género, tema y estilo como La divina comedia. Dante emplea una
técnica de desplazamiento del personaje a través de los escenarios alegóricos, en un
intento por recorrer las diversas haces del reino de la fe, de modo análogo al recorrido
del tríptico de El jardín de las delicias, obra también de desplazamiento por escenas en
que la mirada tiene la oportunidad de recorrer un universo. De manera inversa, pero
sobre la misma técnica, se presenta el desfile carnavalesco de figuras, caricaturas de
notorios vicios sociales; aquí son los “escenarios” del universo social los que se
desplazan ante un punto fijo en la mirada escrutadora del juez evaluador. En ambos tipos
de literatura prospera la misma clase de técnica didáctica del recorrido temático.

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2.3 Acumulación, síntesis y tensión de opuestos

El Barroco se presenta al espectador en una síntesis, muchas veces paradójica, de


numerosas características que complican su intelección. Acaso será la misma
contradicción de sus bases —en las que se disputan las formas y luces renacentistas con
el espíritu y oscurantismo medieval contrarreformista— el factor genético de un estilo
en constante tensión, entre la unidad y la multiplicidad, entre el centro y la elipse, la
majestuosidad y la deformidad, la atención y la fuga de los principios clásicos, las luces
y las sombras, la vitalidad y la decadencia, la belleza y la fealdad. Y acaso habrá sido la
misma decisión de incorporar la estética renacentista en lugar de intentar reemplazarla,
la primera manifestación de un principio creador que seguiría operando por acumulación
y síntesis de lenguajes, de manera contraria al principio operativo clásico de sustitución.

Son numerosas y variadas las fuentes del Barroco. En las letras, “hay que tener en
cuenta, por tanto, un copioso conjunto de elementos como la literatura y la cultura
clásicas, la literatura de los Santos Padres, géneros y formas literarias medievales como
el romancero, el Renacimiento español y sobre todo el italiano, con la poesía amorosa o
la literatura ascética y mística y un largo etcétera” (Pulido, 2004: 386-387). En el teatro
breve se registra “la deuda hacia la facecia que le presta [al entremés] su almacén de
anécdotas; hacia la Celestina que le traspasa el motivo del honor deformado para el uso
del hampa y los ladrones; hacia la novela picaresca que le brinda el tema del hambre
inmortal y una fauna de tipejos; hacia el folklor al que remeda en la fusión de atmósfera
verista con quimeras fantásticas” (Asensio, 1971: 44-45), además del carnaval medieval
y la commedia dell’arte italiana. En la cultura, el que ha sido llamado espíritu del
Barroco, su órgano motor, se nutrió de, al menos, dos fuentes: el misticismo mozárabe y
la didáctica gótico medieval, la cual fue el instrumento adoctrinador por excelencia.

El claroscuro caravaggiano es una de las muestras más ilustrativas de esta tensión


binaria. En la pintura de Caravaggio, el contraste entre luces y sombras se utiliza para
aumentar el dramatismo, por ejemplo aquí de la escena religiosa en la que santo Tomás

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comprueba la herida intercostal de Jesús, y también para focalizar al espectador —dirigir
su mirada, atendiendo al sentido pedagógico del estilo— sobre lo importante. El impulso
racionalista del santo es contrarrestado cuando la fe se materializa de manera sensitiva y
el espectador hiende con el mismo asombro el costado del Redentor en compañía de
testigos. La catarsis aristotélica es acomodada en la dirección que el aparato dominante
lo desea, y la emoción resultante de la apreciación de la obra de arte le hace creer al fiel
que también ha palpado la santa herida. Resulta curioso que la génesis del Barroco sea
también alegórica: luces renacentistas y voluntad de sapiencia que contrastan en síntesis
con las sombras góticas adoctrinadoras de la fe.

Figura 2. Caravaggio. La incredulidad de santo Tomás. Disponible en


http://parroquiasanjosemariabu.org/2012/11/17/comienzan-los-retiros-para-madres/

2.4 Principios clásicos

El emplazamiento renacentista del Barroco conduce inmediatamente a la pregunta por la


atención del periodo sobre los principios clásicos. La premisa principal al respecto, y
que se repite constantemente en la literatura académica, es que “si el Renacimiento es un
periodo fundamentalmente platónico, el Barroco lo será aristotélico, aun cuando se
nieguen o modifiquen teorías e ideas del autor griego —y el teatro ocupa en este sentido
un lugar importante—” (Pulido, 2004: 396).

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Dicha tensión, entre tradición e innovación, se presenta en el Arte nuevo de hacer
comedias en nuestro tiempo, de Lope de Vega. Como lo relata Pulido (2004: 410-411),
citando a Emilio Orozco, “el manifiesto fue un encargo de la Academia que debía ser
leído ante un auditorio de defensores de las reglas aristotélicas, de ahí que el término
arte del título aluda a las reglas que se ejemplificaban en los modelos de la antigüedad
clásica (…) y con el término nuevo se apunte a un teatro diferente al anterior (…)”.

Los tratamientos que recibieron los principios clásicos, ya se trate de su atención


estricta, reinterpretación, e incluso acomodamiento, o desatención, registra en todo caso
un sentido práctico según los fines del orden establecido, como puede esperarse de un
lenguaje artístico al servicio del aparato de poder. Recordemos que en la época el teatro
fue el divertimento más concurrido, abierto a pobres y a ricos, y así se necesitaba de un
espectáculo funcional “para emocionar o divertir al vulgo [y] por tanto, Lope tiene que
complacer a unos y a otros, lo que no le impide [o mejor, le exige] romper con la
separación entre lo elevado y lo popular, la comedia y la tragedia” (Pulido, 2004: 411).

También la catarsis aristotélica tuvo un reacomodamiento. Como explica Hatzfeld


(1973: 30-31), “las realizaciones renacentistas del humanismo estaban completamente
gastadas y la interpretación católica de la Poética de Aristóteles les infundió nueva vida.
La catarsis aristotélica, tomada como instrumento para luchar con las pasiones, era una
ayuda muy oportuna, que permitió a la contrarreforma utilizar la poesía y la teoría para
la propaganda moral”. Pero no solo la poesía y la teoría; agregaríamos al teórico alemán
que en todas las ramas del arte se aprecian muestras de la movilización de la catarsis en
dicha dirección. De ese propósito es clara evidencia la construcción majestuosa de los
retablos —y el diseño exterior e interior de los templos en general—. No podía ser
menos que un desconocido éxtasis, que, por ignoto, se asociaba con la manifestación
terrenal del reino divino, la sensación que propinaba la esmerada y estratégica
composición semiótica de los retablos, en la que el hombre, empequeñecido ante la
colosal altura, era el elemento más vano, efímero e intrascendente en la ascendente y a
primera vista interminable jerarquía de figuras y escenas sacras, que simulaba ser el

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mismo orden de los cielos, y en donde la opulenta decoración no temía sacrificar el
mensaje de humildad del proclamado mesías, con tal de conseguir un lenguaje que, por
su mismo esplendor, pasara por ser la lengua de Dios.

Figura 3. Retablo de la Catedral metropolitana de la Ciudad de México. Tomada de


http://www.obrasweb.mx/arquitectura/2013/08/15/catedral-metropolitana-celebra-200-anos-de-
su-construccion

Otro principio de la Poética aristotélica reinterpretado por el Barroco es el de la mimesis,


y es aquí en donde se puede hallar una respuesta al cuestionamiento sobre el interés de
calcar la sociedad por parte del entremés, y con ello de Laurea crítica. Al respecto, nos
aclara Rosés Lozano, citado por Pulido (2004: 408), que en el Barroco “la poiesis
reemplaza a la mimesis: el texto literario no se plantea copiar la naturaleza o imitar el
arte, sino crearse”, con lo que se reafirma el carácter de decadencia, que referimos en
nuestro capítulo primero, acerca de la crítica en el entremés barroco en comparación con
el renacentista, como se observa en el contraste entre las piezas de Lope de Rueda o
Cervantes y las del entremés de figuras, simplificando el verismo del humor crítico en
burla social.

Aun así, y como referimos en el mismo lugar, el género conserva un ancla en la realidad
dado el interés pedagógico que surge como una amonestación social, en lo que se
observa un seguimiento de los principios del prodesse et delectare, educar con agrado,

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formulados por Horacio en su Arte poética: “Prácticamente, los españoles representan el
prodesse en novelas ejemplares y picarescas, así como en los autos sacramentales; el
delectare, en la comedia ligera y en las poquísimas obras del tipo de Las Soledades”
(Hatzfeld, 1973: 102). Estos preceptos horacianos se hacen presentes en el teatro
jesuítico, como lo refiere Menéndez (2006: 499): “ellos [los jesuitas] seguirán la estela
de los marbetes clásicos del ‘deleitar y aprovechar’ y de lo ‘dulce y lo útil’ como
paradigmas de sus creaciones literarias. De ahí la consideración de la obra dramática
como ‘sermón disfrazado’ de la que hace eco el P. Juan Bonifacio, o la caracterización
de ‘sermones azucarados’ a la que se refiere el P. Valdivia”. Ciertamente, la burla social
del entremés de figuras aplica estos principios, y esta cuestión resultará de importancia a
la hora de estudiar el discutido valor crítico de Laurea crítica, obra parida por un escolar
de la Compañía de Jesús.

Finalmente, la exploración de la dificultad es la definición de primera mano que entrega


el sentido común acerca del estilo barroco, y es que “parece evidente que la primera
novedad destacable de la expresión barroca es la dificultad que, cuando es llevada a
ciertos extremos, se considera oscuridad” (Pulido, 2004: 396). Como lo señala la misma
autora, tal dificultad “constituía una violación de la máxima de la claridad que
Aristóteles había exigido para la expresión” (396), pero se incorporó al estilo como una
muestra de majestuosidad y grandilocuencia. Además esta desobediencia a Aristóteles,
paradójicamente, permitía cumplir con otro postulado aristotélico, el de la analogía
horizontal en la gran cadena del ser, y de paso complacer a Platón en la analogía de
sentido vertical entre las formas terrenales y divinas, pues “el universo creado es una
réplica exhaustiva del mundo de las ideas” —continuidad y plenitud, según García
(2004: 483)—, lo que “permitía a la poesía épica o trágica una complicación
extraordinaria de sintaxis y lexis para que el estilo de imitación correspondiese a la
supuesta complejidad y universalidad de su materia” (Beverley, 1981: 39).

Cabe agregar que, aunque la complicación presentó utilidad en la mayoría de las


manifestaciones artísticas barrocas, su aplicación en el plano de la forma del lenguaje, el

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cultismo, se hizo inaceptable para diferentes actores dentro de las diversas esferas de la
sociedad, tanto de la aristocracia como de los ámbitos religioso y popular: “Los
desvanecimientos de los que llamáis cultos son risa del pueblo y endechas de la religión
cristiana” (Cascales, citado por Pulido, 2004: 396). Las razones del rechazo de la
dificultad en el cultismo se abordan en el título posterior de este capítulo sobre el
lenguaje barroco.

2.5 El espíritu del Barroco

El arte barroco es la plétora, el fortín y el ariete del espíritu de la Contrarreforma. En


1492 España decreta la expulsión de los judíos y finaliza la reconquista de siete siglos de
la ocupación árabe. La primera identidad española, Castilla, debe su nombre a los
fortines que se iban construyendo al avance de la retoma de los territorios. Bajo la
misma política, y en el mismo año, se publica la primera gramática del idioma
castellano, otro fortín con el que se erigía en imperio la amurallada España y avanzaba
en el ajedrez europeo. La floreciente nación se robustecía en territorios: el casamiento de
Isabel y Fernando fue un matrimonio político de sus coronas, Castilla y Aragón, y luego
se anexaron otros, como Granada, Navarra y una enorme porción del nuevo continente.
España se hizo finalmente castillo: la unión política y espiritual de los reyes se selló con
el matrimonio político y espiritual del imperio con la fe católica. En él, gramática,
religión y, luego, arte fueron las armas.

Reinar sobre la fe le permitía a España reinar sobre los hijos de Dios —o sea todo
hombre—, y por ello no iba a permitir el resquebrajamiento de la doctrina cristiana. Para
hacer frente a la reforma protestante, se fortificó más aún y su brazo religioso elevó
armas en una Contrarreforma. El espíritu español ya había sido nutrido del misticismo
arábigo durante setecientos setenta años y soportaría, por ello, el elevar aún más las
murallas de la fe con drásticas medidas doctrinales, en una estrategia en la que el arte

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constituyó el medio propagandístico 15 y didáctico por excelencia. Belicismo de acción-
reacción: “acción: en los templos protestantes no debe haber imágenes; reacción: donde
los protestantes no ponen nada, la Santa Iglesia lo pondrá todo” (Schwerfel, 2008:
19’02’’).

Desde el Concilio de Trento (1545-1563) se había decidido respaldar los dogmas y


prácticas que generaron la discordia protestante. Con el Barroco no solo se continuaron
explotando los pasajes bíblicos para la talla y pintura de escenas religiosas, sino que
además se les imprimió un mayor dramatismo, lo que, junto con la compleja
ornamentación labrada en el metal más parecido a lo divino, iba encaminado a generar
un éxtasis sensitivo que hiciera más palpable la fe. En la literatura también se buscó un
vehículo que movilizara la pasión, pues “esta correspondencia entre Dios y el hombre
exigía, en todo caso, una relación comunicable y, por ende, un lenguaje religioso que
canalizara tal relación” (García, 2004: 486). Se halló en la analogía este vehículo del
pensamiento, pues esta “ofrecía el orden y el sentido necesarios para un sistema que se
asentaba, todavía, en una visión teológica del mundo. Porque la analogía era, en efecto,
inseparable del discurso religioso: lo analógico, y no lo lógico, era la única manera de
franquear la distancia entre lo infinito y lo finito [Aristóteles], lo natural y lo
sobrenatural [Platón]” (García, 2004: 486) [la cursiva es nuestra]. Y en conexión con las
artes plásticas y la literatura, el teatro contó siempre con una finalidad moralizante, tanto
en sus géneros sacros como vulgares, y en sus escenarios, ya fueran iglesias, palacios,
tarimas o calles procesionales. En síntesis, se trataba de un arte trascendental y sensitivo
que dio un robustecimiento vigoroso a la materialización de la fe, como lo definía
Pinder, citado por Hatzfeld (1973: 13-14), “un alzarse hacia la espiritualización, no
conocida hasta entonces, con el fin de sobreponerse a la materia”, o como lo resolvía
Spitzer, citado por Hatzfeld (1973: 42), “el catolicismo mediterráneo —español o
italiano— ha encontrado en la misma sensualidad la expresión de lo trascendente”.

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Como nos lo recuerda Rama (1998: 34), citando a Maravall, “la época barroca es la primera de la
historia europea que debe atender a la ideologización de muchedumbres, apelando a formas masivas para
transmitir su mensaje, cosa que hará con rigor programático”.

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2.6 El arte de la crisis

Afirma Hatzfeld (1973: 43) que, “por lo que hace al problema barroco, el simple estudio
literario de la forma ha perdido todo sentido si se separa de la historia de las ideas”.
Consideramos aquí, de manera general, que esa historia de las ideas se precisa para la
comprensión, no solo de la forma literaria, sino de todo el problema de lo barroco, lo
mismo que de cualquier otro estilo, pues es ese rastreo el que permite entender la lógica
cultural que encierran los rasgos de una expresión artística. Tal vez es Maravall (1983)
en su trabajo sobre La cultura del Barroco quien mejor ha puesto de relieve la incidencia
de los hechos sociales en los signos de la cultura española de la época, en una
interpretación que nos parece un escrutinio de la psiquis social aurisecular.

Maravall (1983: 309-310) ha llamado al Barroco arte de la crisis. Según el historiador


español, “la conciencia social de crisis que pesa sobre los hombres en la primera mitad
del XVII suscita una visión del mundo en la que halla expresión el desorden íntimo bajo
el que las mentes de esa época se sienten anegadas” (309). Por ello concluye que “el
Barroco parte de una conciencia del mal y del dolor y la expresa” (310).

Como lo recuerda Maravall (1983: 309),

piénsese en lo que significa, respecto a España, la aparición de las cuatro grandes pestes, cuyas
pérdidas por algunos historiadores han sido calculadas (…) sobre una cuarta parte de la
población. Y con la peste forman cotejo (…) el hambre y la miseria. También el resto de los
países europeos, y más todavía, eso sí, cuando las pérdidas de la Guerra de los Treinta años
castigan tan severamente extensas zonas, conocen espectáculos dolorosos en sus campos y
ciudades.

En 1517, un hombre de filosofía agustina clavaba en las puertas de un importante templo


en Wittenberg, Alemania, un documento que cuestionaba la venta de indulgencias. Era
una práctica oficial el mercadeo del perdón, con la cual la iglesia católica financiaba
obras monumentales como la Basílica de San Pedro. Aquel templo, la Iglesia de Todos
los Santos, custodiaba entre sus miles de reliquias los frascos con la leche de la Virgen
María, la paja del nacimiento de Jesús y la momia de un inocente masacrado por el rey

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Herodes. Martín Lutero, al clavar sus famosas 95 tesis en la puerta de una de las
principales bóvedas del fetichismo religioso, abrió una grieta que partiría en dos la tabla
del cristianismo y daría entrada a un largo periodo de conflictos político-religiosos que
ensombrecerían a Europa, la que

fue entonces también testigo de una serie de cambios radicales en el panorama internacional y de
unas guerras de alcance desconocido hasta entonces. Es el caso de la llamada de los Treinta Años,
que afectó a un alto número de países, tantos que se habla de este conflicto bélico como de la
primera guerra mundial de la edad moderna. Ella supuso el final de la hegemonía de España en
Europa y la desintegración del Imperio Romano Germánico en beneficio de Francia y Suecia.
(Red Española de Historia y Arqueología, 2012: 02’08’’)

El hombre del XVII fue espectador y representante de la tragicomedia de una España


que, al mismo tiempo que brillaba en su mayor esplendor en el campo de las artes, y
cuyos logros literarios dieron nombre a un Siglo de Oro, también veía resquebrajar su
supremacía territorial en el viejo continente y lloraba las pérdidas humanas y materiales
de la guerra. Como lo analiza Maravall (1983: 310), “la serie de violentas tensiones en
que las sociedades de la época se ven sumidas trastorna la ordenada visión de las cosas y
de la sociedad misma”. Las consecuencias psicológicas se reflejan en el arte como una
serie de tópicos recurrentes, el cual registra así mismo la paradoja social: la visión del
mundo al revés, la locura del mundo, el mundo como teatro y el teatro del mundo, la
dificultad, el laberinto, el ocultamiento y la exaltada espiritualidad, son algunos de ellos.
Todo llevaba al hombre barroco a enclaustrarse en una de dos posiciones: “una tensión
entre la vida y el espíritu, con dos vías de escape: la negación ascética de la vida [santa
Teresa o san Juan de la Cruz] o la ironía [Quevedo y Cervantes]” (Hankhamer, citado
por Hatzfeld, 1973: 24).

Puede interpretarse entonces que el Barroco, aunque impuesto en los reinos de ultramar,
encajó además en la cosmovisión de una Indias desgarrada por la aculturación,
enajenada, desposeída, ultrajada, saqueada y asesinada. Los mismos tópicos psicológicos
mencionados echaron sus raíces en Hispanoamérica, no por la sola razón de adquirir una
cultura impuesta, sino porque además aquellos tópicos constituyeron un código cultural

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que sirvió a esta tierra para expresar, de modo análogo, su trastornado y convulsionado
orden social16.

2.7 Teatro del mundo y el mundo como teatro

Como señala Aparicio (1999: 18), “el teatro barroco es un microcosmos, una miniatura
del mundo, y a la vez el mundo entero del XVII es teatro barroco”. Hay pues en la época
una doble proyección del teatro: hacia afuera, como útil didáctico de la doctrina, pero
también de entretenimiento, que figuró el principal medio de la propaganda oficial —y
prefiguró los modernos aparatos publicitarios de dominación masiva—; y hacia adentro,
como un enraizado tópico psicológico que le llevó al hombre barroco a representarse
como actor efímero y transitorio de una tragicomedia terrena, como se observa desde
Shakespeare hasta Calderón. Esto indica lo que tantas veces se ha repetido del Barroco:
que en él el teatro es mundo y el mundo es teatro.

En Indias, en donde muchos de los aspectos propios del Nuevo Mundo agudizaron
rasgos del estilo —como que los fines de sujeción requirieran un fortalecimiento de los
medios y mensajes propagandísticos—, se hallan muestras destacables del máximo
provecho de los espacios de la vida social para usarlos como prolongación del escenario
y del relato del dominador. Así, por ejemplo, “la necesidad de celebrar misas
multitudinarias a cielo abierto da lugar a una creación original: los retablos exteriores. A
diferencia de Europa, donde solo el interior de las iglesias está saturado de imágenes y

16
Hasta hoy, los signos del mismo alfabeto continúan vigentes en una Hispanoamérica que sigue teniendo
mucho de cultura barroca y que no ha logrado, ni querido, deshacerse de este lenguaje, que se convirtió en
su lengua madre, como no ha logrado reponerse de la crisis descubridora e individualizarse como sujeto
político. Como apuntó Picón-Salas (1980: 123): “A pesar de casi dos siglos de enciclopedismo y de crítica
moderna, los hispanoamericanos no nos evadimos enteramente aún del laberinto barroco. Pesa en nuestra
sensibilidad estética y en muchas formas complicadas de psicología colectiva”. Arriesgamos a decir, bajo
el riesgo de estar influidos por el mismo desvanecimiento crítico de Lafuente Ferrari, ya citado, que es el
Barroco, y no las estéticas antecedentes —precolombina— o precedentes —como el modernismo—, la
esencial expresión del arte hispanoamericano hasta este momento. Sin embargo, si se trata de un delirio
crítico, nos tendría que acompañar en él Alejo Carpentier, quien “llego a proponer al estilo barroco como
forma específica del arte del continente” (Rama, 1998: 35).

61
de símbolos, en América, tanto el interior como las fachadas se cargan de detalles
artísticos” (Bauer, 2008: 06’08’’). Con este proceder se consiguió una teatralización de
la plaza que, como sabemos, ha sido centro común de encuentro, socialización y
esparcimiento, modo en el cual se hace del transeúnte también un espectador de la
representación perpetua que acontece sobre las fachadas de los templos.

En afinidad con la sensibilidad dramática de la época, se instala en la psique comunitaria


una comprensión alegórica del mundo como una obra dramática. Para Calderón, Dios es
el autor de un libreto humano que divide la sociedad en clases sociales estereotipadas.
Para el existencialismo shakespeareano, como en el célebre monólogo de Macbeth, el
hombre es un pobre actor que se pavonea y agita en su cuarto de hora en el escenario y
luego no se lo escucha más, y la vida es un relato, contado por un idiota, lleno de ruido y
de furia que nada significan. Y para el género del entremés de figuras, la sociedad
popular es un desfile carnavalesco de entes ridículos con el cual se satirizan los peores
defectos de la humanidad.

2.8 Parodia e imitación

La parodia en el Barroco se origina como un revés, parecido a un negativo fotográfico,


de la imitación en el Renacimiento. Ball (1980: 90) recuerda que esta última combina “la
definición neo-aristotélica del texto como mímesis de la Naturaleza” con “el precepto
horaciano que recomienda al poeta la imitatio de los mejores modelos literarios”, pues
“como la Naturaleza misma está concebida como un gran libro escrito, ya leído por los
autores clásicos, la escritura renacentista viene a ser una imitación mediada, una nueva
lectura de otros textos que han repetido el mismo gesto”. Así, la buena obra del escritor
renacentista depende de la correcta imitación de los modelos clásicos. Incluso refiere
Ball, en el mismo lugar, que

para demostrar que un autor contemporáneo ha sabido "imitar" correctamente la Naturaleza, el


comentarista de la época aduce una lista de los loci y sententiae que su protagonista ha imitado de
los poetas canonizados. Lo nuevo del texto poético, el suplemento que éste añade per variationem

62
al ya perfecto modelo, es recuperado por una tradición que lo convierte a su vez en otro modelo
más, disponible para una cadena ilimitada de imitaciones futuras (90).

Pero hacia fines del siglo XVI ocurre un cambio ideológico en la función de la praxis
imitativa. Este giro en España tiene al menos tres causas: primera, la proliferación de la
producción artística que repercute en un desgaste de los modelos (Ball, 1977: 90);
segunda, la rivalidad entre autores que lleva al deseo de superar el canon (Ball, 1977: 90;
Ivanov, 2006), y tercera, el sentimiento de desencanto del ideal de mundo, producto del
estado de crisis social, que condujo al hombre barroco a subvertir con degradación los
paradigmas de la utopía estética grecolatina (Ivanov, 2006). En el Barroco surgen dos
tipos de imitación, una de signo positivo y otra de signo negativo, como sugiere Ball
(1977: 90) tomando como caso ejemplar a Góngora: “La alternación de burlas y veras a
través de toda su producción [refiriéndose a la del cordobés] divide esta operación
poética en dos modos. La imitación positiva postula un modelo deficiente que necesita el
suplemento idealista del nuevo texto, y la imitación negativa, o parodia, apunta a un
modelo falso o exagerado que necesita la reducción materialista del texto paródico”. La
imitación paródica actúa por reacción a las tres circunstancias nombradas, [1]
enriqueciendo la producción artística como reacción al desgaste de las líneas
renacentistas, [2] como arma satírico burlesca en la rivalidad entre autores (como la
habida entre Góngora y Quevedo), y [3] como expresión del desencanto frente a la
realidad y frente a los presupuestos clasicistas idealizadores de la belleza 17.

Góngora es un caso representativo del giro de la imitación en el Barroco, tanto por el


deseo de superación del canon en la imitación positiva, como por ser autor prolífico y
blanco recurrente a la vez de la imitación negativa o parodia. Ball (1977) reseña esta
trayectoria del poeta cordobés dividiéndola en tres etapas. En la primera, entre 1580 y
1600, imita modelos del petrarquismo, como Garcilaso, Bernardo, Torquato Tasso,

17
Ivanov (2006) refiere ejemplos de esta última, como la desidealización burlesca de la amada y del amor
cortés, y la profanación de la mitología grecorromana, a lo cual se suma, a nuestro parecer, la comicidad
de lo obsceno y lo grotesco, en la que vemos un redescubrimiento de la materialidad del cuerpo (orina,
mocos, heces, toda clase de defectos físicos) en contestación paródica hacia la idealización y divinización
del mundo clásico.

63
Ariosto, Sannazaro y Minturno, pero “aún dentro del marco convencional de la
imitación petrarquista como ‘emulación’ del modelo, el texto gongorino aparece como
una afirmación polémica de superioridad”. Al respecto, Ball (1977: 91) recuerda el
comentario de Schulz-Buschhaus sobre el soneto La dulce boca que a gustar convida
imitado de Torquato Tasso: “Góngora traslada el soneto de Tasso, no como un discípulo
que esté buscando para sí y para su lenguaje nuevas posibilidades literarias, sino como
un rival, que transforma intencionadamente el poema del célebre poeta italiano y lo
‘corrige,’ para decirlo así, desde la perspectiva de una estética nueva”. En el mismo
periodo, el poeta parodia figuras del amor patético o romántico como Durandarte,
Belerma, Doña Alda, Gaiferos, Melisendra, Hero y Leandro.

La segunda etapa, entre 1600 y 1611, es un periodo transicional en que se “confirma la


postura individualista de Góngora en su renombre creciente como poeta lírico y burlesco
y en la enemistad declarada de sus rivales Lope y Quevedo” (91) y en donde “el
creciente corpus de la obra gongorina ya expone su virtuosismo en la imitación y en la
parodia al mismo peligro de mecanización a manos de sus discípulos o rivales” (92),
punto en que el escritor se convertiría ya, a nuestro parecer, en fuente lo suficientemente
robusta tanto para la imitación de otros cultistas como para el remedo paródico de sus
detractores.

La tercera etapa culmina las ambiciones de Góngora —“de mi pluma deseo hacer algo
no para los muchos”— con la Fábula de Polifemo y Galatea (1612), las Soledades
(1613) y la Fábula de Píramo y Tisbe (1618). Al respecto de estas obras, Ball (1977: 92)
sostiene que “lo más asombroso del fenómeno culterano es que las obras que reclaman
con mayor justificación el laurel de la superioridad para Góngora son precisamente
‘imitaciones’” que tienen en Ovidio su modelo. De las intenciones de Góngora explica el
investigador que “al inscribir tanto las obras culteranas como su autoparodia [la Fábula
de Píramo y Tisbe] en una competencia con el único poeta clásico de ingenio parecido al
suyo y por eso autoritativo para medir su propio éxito, Góngora se dirige al mismo

64
público de su modelo, es decir, un público universal de lectores cultos, y reclama la
misma valorización universal para su obra positiva y su desengaño con ella” (92).

Este estatus de Luis de Góngora, por el que se ubicó como una de las figuras centrales
de las letras del Barroco, le posicionó como principal foco de la imitación y la parodia,
no solo por españoles, sino además por ingleses, franceses, portugueses e italianos
(Sánchez, 2012). De la misma manera, es un hecho que el poeta y dramaturgo cordobés
constituyó el eje de la imitación en el Barroco latinoamericano. Sánchez (2012) estudia
la estela del gongorismo en América y, para el caso hispanoamericano, asocia los
siguientes autores (representativos, suponemos, pues podrían encontrarse otros de menor
reputación literaria): sor Juana Inés de la Cruz, Juan de Espinosa Medrano, Hernando
Domínguez Camargo, Bernardo de Balbuena, Pedro de Oña, Diego Sáenz de Ovecuri,
Fray Juan de Ayllón, Rodrigo Carvajal y Robles, Luis de Tejada y Guzmán, Pedro de
Peralta Barnuevo, Mateo Rosas de Oquendo, Juan del Valle y Caviedes y Luis Antonio
de Oviedo y Herrera. Pero en dicho rastreo no se menciona la imitación negativa, o sea
la parodia, lo que conduce a entender que Góngora no fue vórtice general de discordia
en la colonia como sí lo fue en España y el resto de Europa. De manera tal que la
parodia del cultismo de Laurea crítica, del bogotano Fernando Fernández de
Valenzuela, no solo representa una temprana muestra de la crítica literaria en
Hispanoamérica, sino también una de las pocas ocasiones —o quizás la única, hasta
donde deja ver nuestro rastreo— en que se rebatió la estética de Góngora desde Indias.

2.9 Ocultamiento

Afirmaba Hatzfeld (1973: 14) que “el Barroco es el estilo del punto de vista pictórico
con perspectiva y profundidad, que somete la multiplicidad de sus elementos a una idea
central, con una visión sin límites y una relativa oscuridad que evita los detalles y los
perfiles agudos, siendo al mismo tiempo un estilo que en lugar de revelar su arte, lo
esconde”. La cita permite una lectura que recuerda la fusión de opuestos en el estilo y la
importancia de inspeccionar siempre ambos polos del contraste. Así, en la multiplicidad

65
de elementos se debe identificar cuál es la unidad desde la que parten las líneas, el punto
de fuga en el horizonte de la pieza; la pupila no puede cerrarse sobre las partes
iluminadas que atraen al ojo ante una visión sin límites, sino abrirse para escudriñar lo
que sugieren las zonas oscuras; y la pregunta no debe hacerse exclusivamente sobre lo
que se revela, sino también sobre lo que se esconde, por lo cual es tan importante
recorrer los numerosos detalles del lleno como detenerse a pensar sobre el vacío, e
importa tanto lo que se dice como su silencio.

Dado este orden de asuntos, Sánchez-Piérola (2001) se pregunta sobre “¿Qué sentido
tiene el afán exhibicionista barroco?”, es decir, qué explicación tiene la tendencia a la
multiplicación de detalles, al exceso ornamental, a dar plena luz a ciertos espacios
mientras otros se dedican a la sombra, y concluye que la exhibición también es un acto
de ocultamiento: “exhibir es mostrar, poner algo delante. ¿Delante de qué? De otra cosa,
que queda detrás, oculta. Por lo tanto, el acto de exhibir implica al acto de ocultar.
Siempre que se exhibe algo, se está ocultando aquello que no se exhibe. El barroco en
tanto puesta en escena nos remite a la pregunta por el ocultamiento”.

Este ocultamiento es otro de los artificios de un estilo que lo mismo se recarga de


detalles como de artilugios, y por ello constituye un procedimiento que merece atención.
Lo que remite a la pregunta sobre “¿cómo funciona el ocultamiento barroco?” que,
según Sánchez-Piérola (2001),

es un despiste. El recargamiento y los adornos barrocos apartan la atención del centro, que es
siempre un vacío. El horror al vacío del barroco se expresa en la decoración alrededor de un vacío
justamente. De allí que el barroco opte por la línea curva y quebrada en vez de la línea recta: su
estilo no es decir las cosas directamente, sino del modo menos directo posible. El interés del
barroco por el dinamismo se debe a que instaura un movimiento centrífugo que parte de un vacío
para alejarse de él. El vacío queda detrás de los decorados y los ornamentos. El silencio detrás de
la grandilocuencia.

Pero el ocultamiento y el silencio aun deben tener una justificación, lo que remite a la
pregunta ¿por qué la necesidad de esconder y callar, o de insinuar (mostrar o decir a
medias)? Pensamos que parte de la respuesta se halla en el peso de las restricciones

66
morales del aparato dominador, que llevó a recurrir al empleo de técnicas como la
ironía, la sátira y aun la parodia, que no constituyeron en todos los casos un medio de
burla y jolgorio sino también un modo de encubrir la subversión, enmascaramiento que
se realizaba unas veces para deleitar el intelecto, cuando este descubre el mensaje, y
otras por la intención de impugnar un orden desde un terreno estable y seguro.

En Indias, en donde la restricción bien pudo ser mayor que en la metrópoli, también
pueden encontrarse usos destacables y elaborados del ocultamiento y del silencio, como
en sor Juana Inés de la Cruz. Al respecto del Primero sueño, Lizama (2015: 7) piensa
que las alusiones a personajes femeninos de la mitología, —Nictimene, las hijas de
Minias y Alcione— “que corresponden a mujeres que no siguieron las reglas
establecidas por los hombres”, son una manera de enmascarar “su crítica a la Iglesia
Católica, por censurar el conocimiento y ser un ente opresor”, en lo que vemos por
nuestra parte una afrenta al patriarcado18. Por otra parte, la monja mexicana responde a
los señalamientos que le hizo el obispo de Puebla en una carta que escribe el religioso
bajo el pseudónimo de Filotea de la Cruz. Si bien en la Respuesta a sor Filotea de la
Cruz, la décima musa niega frontalmente todas las imputaciones del obispo, Segura
(1994: 44) afirma que en la negación la monja “emplea lo que Josefina Ludmer llama
‘tricks of the weak’”, en donde “negar es un truco de los débiles ‘which here,’ de
acuerdo con Ludmer, ‘separates the field of saying (the law of the other) from the field
of knowing (my law)’”, de manera tal que la negación sobre una verdad, como discurso
que parte del reconocimiento de la propia debilidad ante el inquisidor, se convierte en el
ejercicio de un acto de poder sobre el conocimiento que es vedado a quien lo inquiere.
Estos dos casos demuestran que ante la represión, el sentido del discurso barroco debe
buscarse debajo de máscaras —como la sumisión o la locura—, entre líneas, leyendo en

18
Según Soriano (2000: 71-74), Nictimene “sintió un amor criminal por su padre”, las mineidas eran
“incrédulas de la deidad de Baco, en vez de acudir a sus cultos, proseguían laboriosas sus tejidos y se
entretenían en narrarse las leyendas de Píramo y Tisbe o de Marte y Venus” y Alcione “había
transformado en peces (…) a sus incautos amantes”.

67
línea curva y quebrada, recorriendo las ondulaciones de la insinuación (del latín sinuare,
senos, serpenteos), en el silencio, e incluso en lo opuesto a lo que se dice.

2.10 El pliegue

Deleuze (1989) dedica una obra completa a reflexionar sobre El pliegue como una
función operatoria de este estilo:

El Barroco no remite a una esencia, sino más bien a una función operatoria, a un rasgo. No cesa
de hacer pliegues. No inventa la cosa: ya había todos los pliegues procedentes de Oriente, los
pliegues griegos, romanos, románicos, góticos, clásicos… Pero él curva y recurva los pliegues,
los lleva hasta el infinito, pliegue sobre pliegue, pliegue según pliegue. El rasgo del Barroco es el
pliegue que va hasta el infinito (11).

El pliegue es el constituyente de lo múltiple, que “no sólo es lo que tiene muchas partes,
sino lo que está plegado de muchas maneras” (11), y del laberinto, pues “se dice que un
laberinto es múltiple, etimológicamente, porque tiene muchos pliegues” (11). También
la sucesión de parodias configuran una acumulación de pliegues en la materia remedada.
En ese truculento ondular se muestra y se esconde, se promete y se niega, y por ello el
ocultamiento barroco es un plegado del secreto. El Barroco llena el espacio circundante
con un exceso de pliegues, como los del arabesco, y en ello no se refleja sino el horror
vacui, heredado al arte bizantino y la decoración islámica. Por lo mismo, el pliegue
también hace una poética del silencio, pues el plegado artificioso no esconde motivo
alguno. Riza el espacio en espectacular artificio, y asimismo riza el tiempo retardando la
intelección del espectador, envolviéndolo en una encantadora pero vacua fantasía, y por
lo tanto el pliegue asume el padrinazgo de la dificultad. Este misterio es la manipulación
artificiosa de la catarsis aristotélica, que extasía y doblega, hasta elevar el sentimiento
místico a la altura de la fe contrarreformista.

68
Figura 4. Bernini. Éxtasis de la beata Ludovica Albertoni. Ejemplo del uso material del pliegue
para dar voluptuosidad del efecto dramático, en la escena religiosa de la transverberación de la
beata. Tomado de http://www.jmhdezhdez.com/2015/05/extasis-de-santa-teresa-bernini.html

Al respecto de que Miguel Ángel sea el padre de la forma barroca, nos preguntamos
entonces si el malicioso pliegue de la sonrisa de la Mona Lisa, ese impávido mostrar y
ocultar, no es un indicio de que esa misma voluntad artística del pintor de la Capilla
Sixtina estaba también ya presente en Leonardo da Vinci19.

2.11 El Lenguaje barroco

Hacia 1535 el humanista y erasmista español Juan de Valdés escribió su Diálogo sobre
la lengua, un tratado en el que reflexionó sobre el origen y asuntos gramaticales,
ortográficos, lexicales y estilísticos del castellano, en una boga por posicionar esta
lengua al nivel de las más prestigiosas. La ideología estilística allí defendida, en
correspondencia con la renacentista de la época, se inclinaba a favor de la naturalidad y
en contra de cualquier impostura: “el estilo que tengo me es natural, y sin afectacion
ninguna escrivo como hablo, solamente tengo cuidado de usar de vocablos que
signifiquen bien lo que quiero dezir, y digolo quanto mas llanamente me es possible,

19
Aclaramos que la antítesis Mona Lisa y son-risa, aunque llamativa, no es sino un juego conceptista
propiciado por el azar en el idioma español. La Gioconda obtuvo su nombre merced a una tesis sobre la
identidad de la modelo: Lisa Gherardini (esposa de Francesco Bartolomeo de Giocondo), al que se añadió
el título de Mona, o señora en el antiguo italiano. Nos resulta de valor, sin embargo, apreciar y referir la
coincidencia, que pareciera nutrir con un repliegue más el misterio que envuelve a la obra, ya que en
Laurea crítica ocurre un fenómeno similar, que adelante se refiere.

69
porque a mi parecer en ninguna lengua esta bien el afectacion” (Romera-Navarro, 1929:
217). Pero en el siguiente siglo, la afectación sustituye a la naturalidad y este giro se
instituye como una característica del lenguaje del Barroco:

Si durante una parte del siglo XVI el ideal estilístico expuesto por Valdés en su Diálogo de la
lengua “escribo como hablo” tuvo su manifestación en el ámbito literario, pronto este ideal de la
naturalidad va a ser sustituido por el de afectación, característica ya del Barroco que Menéndez
Pidal ha visto “como un cambio de dirección en sentido opuesto, cambio producido por necesidad
biológica, digámoslo así, por haber agotado sus posibilidades la norma de naturaleza y llaneza
imperante en el siglo XVI” (Pulido, 2004: 389-390).

El empleo de la dificultad en la expresión se rodeó de un imperativo moral, como señaló


Gracián con autoridad: “cuanto más escondida la razón, y que cuesta más, hace más
estimado el concepto, despiértase con el reparo la atención, solicítase la oscuridad, luego
lo exquisito de la solución desempeña sazonadamente el misterio” (Pulido, 2004: 398-
399). Pero la afectación mejor recibida fue la del plano del contenido de la expresión; en
cambio la dificultad del plano formal, con el mismo tono moral, fue generalmente
despreciada, como la sancionaba el primer Jáuregui en su Discurso poético de 1623:

Hay pues, en los autores dos suertes de obscuridad diversísimas: la una consiste en las palabras,
esto es, en el orden y modo de la locución, y en el estilo del lenguaje solo; la otra en las
sentencias, esto es, en la materia y argumento mismo, y en los conceptos y pensamientos dél. Esta
segunda obscuridad, o bien la llamamos dificultad, es la más veces loable (…) Mas la otra, que
sólo resulta de las palabras, es y será eternamente abominable por mil razones (Pulido, 2004:
391).

Estas dos vertientes del uso del lenguaje en literatura: la del contenido y la de su
expresión; se han entendido como escuelas claramente diferenciadas y opuestas a partir
de Menéndez Pelayo: conceptismo y cultismo, respectivamente (Pulido, 2004: 391). Sin
embargo, la tajante diferenciación y oposición de estas categorías ha sido también
discutida amplia y repetidamente. Parafraseamos a Pulido (2004: 392-393) en dicha
exposición: Croce, poco entusiasta del Barroco, unifica ambas corrientes por
considerarlas un vicio de forma. Curtius reconoce que al descender al estudio concreto
es imposible separar en la práctica conceptismo y cultismo; pronto, Dámaso Alonso
señala la presencia en Góngora de numerosos elementos conceptistas; Menéndez Pidal

70
califica las tendencias de estilos hermanos, de modo análogo que Antonio Villanova,
quien señala igual identidad de principios en ambos movimientos; pero la explicación
más clara llega por parte de Parker, Lázaro Carreter y Félix Monge, quienes “niegan la
oposición de conceptismo y culteranismo y dan prioridad al conceptismo entendido
como manifestación más extensa y general en la que se inscribirá el culteranismo” (393).

Para Pulido (2004: 392), la discriminación entre los dos movimientos ha sido superada
por los estudios al referirse a “los tópicos que por erróneos la crítica no ha tardado en
desechar”. Así, propone que “resulta más operativo hablar de las nociones de concepto,
culto, dificultad y otras en la literatura del XVII (…)” (Pulido, 2004: 394). Pero
pensamos que se apresura la autora a descartar los términos. Nos adherimos a la visión
de Parker, mencionada por la misma investigadora, quien “cree justificable y útil
mantener la separación” (Pulido, 2004: 393). Consideramos que la distinción es patente
desde el mismo enfrentamiento que se registró entre los defensores de la dificultad del
contenido y los de la expresión en el siglo XVII, y así suprimirla del cuerpo teórico
conllevaría a anular conceptos que permiten diferenciar los movimientos, dificultaría la
lectura futura de la bibliografía disponible y entorpecería el estudio subsiguiente del
fenómeno.

Lo que sí debe tenerse en cuenta es que el contraste entre conceptismo y cultismo no


ocurre entre pares nacidos de una misma bifurcación, como suele imaginarse, sino entre
el tronco y su rama, como lo señalaron Parker, Lázaro Carreter y Monge. Y es que tiene
sentido ver el conceptismo como una materia más general de la que brota el cultismo,
cuando se le aprecia como García (2004) (cuyas ideas vale la pena reseñar aquí en
extenso), más allá de una estética, como un sistema de pensamiento de base analógica,
que se perfiló y perfeccionó en función de los objetivos de los entes de poder, con “el
valor histórico de ser el síntoma y la expresión de toda una época” (García, 2004: 483):
la época del Barroco.

71
Diversos pensadores han señalado la inclinación del pensamiento analógico para crear
falacias. Por ejemplo, para Gastón Bachelard (1993: 105) la analogía era un obstáculo
epistemológico que “conduce a plantear una supradeterminación muy característica de la
mentalidad precientífica”. Y fue la analogía la forma de conocimiento en el Barroco, la
que “seguía teniendo un contenido gnoseológico; no porque con ella se pretendiera
acceder a una comprensión científica de la realidad, sino porque los presupuestos
gnoseológicos de la sociedad se encontraban en otros ámbitos (lo político, lo estético, lo
moral y lo religioso) donde el ficcionalismo de la analogía podía instalarse
legítimamente como una forma de conocimiento” (García, 2004: 486).

La analogía es la esencia misma del conceptismo. Al respecto sigue siendo punto de


partida la definición de conceptismo que dio Gracián (2002: 7) en su Agudeza y arte de
ingenio en 1648: “Desuerte que se puede definir el concepto. Es un acto de
entendimiento, que exprime la correspondencia, que se halla entre los objetos”, tangibles
o intangibles. Desde la apreciación de Collard (citado por Pulido, 2004: 400), el título
del estudio del jesuita es preciso en iluminar la cuestión: “la agudeza es la facultad
intelectual que halla las correspondencias y las armonías entre los objetos y que, a través
del sistema metafórico, transmite la idea y regala el intelecto; el arte incluye el trabajo
de lima que pule la obra con fines estéticos deleitables a la vista y al oído” [las cursivas
son nuestras]. Queda por definir la función del ingenio, sobre el cual reflexiona García
(2004: 491):

La elección lingüística de Gracián resulta coherente y significativa, porque el concepto, en su


sistema, no es el resultado de una deducción natural de la presentación analógica del mundo, sino
un trabajo desarrollado por el ingenio (…) La conclusión la escribe el propio Gracián: “De aquí
se saca con evidencia que el concepto, que la agudeza, consiste también en artificio, y el
superlativo de todos…” Este artificio superlativo tiene el designio de provocar una profunda
emoción estética, indisociable de la virtud con que, por medio de tal artificio, se consigue
reencontrar la razón analógica del mundo.

Esta razón analógica del mundo es la que fusiona el principio platónico, según el cual el
mundo creado es una réplica del mundo de las ideas, con el principio aristotélico de
continuidad en la gran cadena del ser. Se trata de un sistema que se representaría con el

72
cruce de un principio vertical, de la analogía de lo divino con lo terreno, con otro
horizontal, de analogía de lo terreno con lo terreno (García, 2004: 483). De esta manera
la analogía funcionó perfectamente para estructurar la sociedad Barroca en el orden
esperado en torno a un centro teológico, pues “lo analógico, y no lo lógico, era la única
manera de franquear la distancia entre lo infinito y lo finito [Aristóteles], lo natural y lo
sobrenatural [Platón]” (García, 2004: 486).

Resultó entonces fundamental controlar los senderos de sentido del lenguaje por los que
se movilizaba la mentalidad del hombre barroco, y “esta correspondencia entre Dios y el
hombre exigía, en todo caso, una relación comunicable y, por ende, un lenguaje religioso
que canalizara tal relación. Pues el lenguaje, efectivamente, es el instrumento
movilizador de cualquier sistema de ficción analógica” (García, 2004: 486).

Atendiendo al rol protagónico del pensamiento analógico en la sociedad barroca


española, logra comprenderse al conceptismo como la base del cultismo y, también, el
que estos dos estilos generalmente suelan entremezclarse incluso en las obras de sus más
claros representantes, como lo ha visto “Lázaro Carreter, que caracteriza de forma
independiente los estilos de Quevedo y Góngora, [y] afirma que entre ambos se pueden
encontrar contactos (conceptismo variado en Góngora, metaforismo exacerbado en
Quevedo)” (Pulido, 2004: 393). La causa de este fenómeno, el de la oposición de dos
movimientos que no obstante comparten sus fundamentos, ha de residir, como lo hemos
señalado desde el inicio del apartado, en la búsqueda de la dificultad:

Ahora bien, si Góngora es difícil, también lo es Quevedo, y pocos autores se han percatado, como
lo ha hecho Lázaro Carreter, de que las críticas vertidas por Jáuregui en su Discurso iban
dirigidas contra los dos destacados escritores barrocos, así como de que la dificultad del autor de
los Sueños tiene la misma base que la del autor de las Soledades: la intensificación de recursos
expresivos junto a la riqueza y la complejidad de sus temas (Pulido, 2004: 404).

Pero debe encontrarse la razón que explique la pugna entre los dos movimientos hijos de
la complicación barroca. Esta es que el conceptismo se ha considerado la expresión
propia del alma española (Pulido, 2004: 403), un espíritu de talante místico heredado de

73
la larga visita de árabes y judíos, sembrado sobre la posibilidad del sentido, el
razonamiento analógico que veía amenazadas sus vías de comunicación por la distorsión
cultista extraña a España:

la afectación “conceptista” sería la exageración de un fenómeno hispano, y por lo tanto aceptable,


mientras que la afectación “cultista” respondería a la exageración de una tendencia
extranjerizante, rechazable, que apostaba además por el estudio del estilo en sí al margen de la
sustancia que encerraba, sustancia a la que prestaban atención los conceptistas que, de esta forma,
quedaban insertos en cierta moral” (Pulido, 2004: 404).

De esta manera, se ve a Góngora como un “renegado de la patria”, como lo refiere


Collard (1968: 335), citando el Discurso poético de Jáuregui: “Juntamente se olvida el
valiente ejercicio y más propio de los ingenios de España, que es emplearse en altos
concetos y en agudezas y sentencias maravillosas”. También se lo ve como un hereje,
pues, continuando con Collard, quien a su vez cita a Cascales, “era así fácil aplicar el
término ‘ateo’ a ese nadismo de Góngora: ‘En fin todo esto es un humor grueso que se le
ha subido al autor de este ateísmo y a sus sectarios, que, como humo, se ha de evaporar y
resolver poco a poco en nada’” (1968: 334-335). La subversión de ambos cultos la
sintetiza el mismo Collard cuando sugiere que “estas reflexiones expresan el modo de
pensar de lo que podríamos llamar la ‘ortodoxia conceptista’ frente a la ‘herejía culta’ de
Góngora” (335).

Por lo anterior, tiene sentido la conocida anécdota de conformación del vocablo


culteranismo, como la unión de culto y luterano, en el gracejo de un juego conceptista
que demuestra claramente el desprecio por el cultismo, y también logra comprenderse el
carácter conflictivo de las razones y discursos enfrentados en metralla de invectivas y
apologías a ambos lados del Atlántico, así como los escudos de “combativa auto-
alabanza” que se levantan desde el gongorismo, como el de Anastasio de la Rivera que
inicia así un poema: “Poeta soi gongorino,/ imitador valeroso/ del estilo que no
entienden/ en este siglo los tontos” (Collard, 1968: 336).

74
Góngora llevó las posibilidades del cultismo al máximo punto conocido: “no sólo
escribe para cultos, sino que aun escribiendo para la clase culta de su época sobrepasa
los límites de intelección y formación literarias de ésta (…) El principal problema que
tuvo el autor de las Soledades fue la ausencia de lectores preparados para leer y entender
su poesía, que sin duda necesitaba un nuevo lector” (Pulido, 2004: 397). El carácter
colosal de su propuesta estética se erigió también en la propuesta de un nuevo lenguaje
poético. Por ello el cordobés figuró el bastión más importante de la corriente y su
nombre propio valió de sinónimo para renombrarla en gongorismo, y así mismo su
nombre, figura y obra fueron el blanco recurrente de constantes afrentas y apologías
literarias, tanto en la metrópoli como en las colonias de ultramar.

2.12 El Barroco de Indias

Mirado desde el punto de vista de Deleuze (1989), el Barroco de Indias es un nuevo


pliegue del Barroco, con lo cual este otro doblez de la estética se suma al estilo
completo. Con esto queremos insistir en el propósito de suprimir el carácter marginal
que rodea al Barroco americano derivado de la perspectiva eurocéntrica de los estudios,
para que el fenómeno de lo barroco reciba una apreciación completa.

Los esfuerzos iniciales se concentraron en analizar la producción colonial comparándola


con el canon artístico del viejo continente y aplicando las teorías que surgieron en su
propio marco cultural20. Pero en este enfoque tradicional, que “interpreta la producción
del periodo como un simple reflejo o traslación de modelos estéticos metropolitanos”
(Moraña, 2005: 27-28), no tenían cabida los factores socio-culturales propios del nuevo
mundo, los cuales tendrían que encontrarse representados de alguna manera en sus
creaciones estéticas. Como resultado, muy pocas obras y autores del nuevo continente

20
Desde una perspectiva más eurocéntrica, en ocasiones el interés ha sido el de analizar los problemas de
la cultura española en América (Picón-Salas, 1980: 123).

75
fueron estudiados a fondo y valorados por la crítica21. Desde esta óptica, los juicios
estéticos sobre obras situadas por fuera de este canon podían ser tan descalificadores y
carentes de esmero, como el que lanzó Camacho (1978: 102) sobre Laurea crítica, quien
tras una reflexión de escasas ocho y media páginas afirmó que “sólo podemos valorar la
sátira de Valenzuela como una muestra de lo que se pensaba en los medios más
retrasados en literatura. Y, en efecto, el único valor del entremés, como resulta evidente,
es su calidad de muestra, de ejemplo”.

La aparición del concepto de Barroco de Indias, debido a Mariano Picón-Salas, Alfonso


Reyes y Pedro Enríquez Ureña en los años cuarenta (Valle, 2006: 116), constituyó el
punto de apoyo para apalancar un giro en el panorama de los estudios. Como señaló
Picón-Salas (1980: 121), no hay una época de mayor complicación y contradicción
interior que la del Barroco, y en especial el Barroco hispánico, “ya que un intenso
momento de la cultura española se asocia de modo significativo a esa voluntad de
enrevesamiento, de vitalismo en extrema tensión (…) de fuga de lo concreto, de
audacísima modernidad en la forma y de extrema vejez en el contenido”.

También un intenso momento, o crítico si se quiere, es el que supone la aculturación de


las civilizaciones nativas americanas por la invasión y colonización españolas,
generándose un momento de profunda crisis que habló el lenguaje de la crisis que es el
Barroco mismo. Pero este pliegue americano del código estilístico debía presentar sus
variaciones específicas —no tenidas en cuenta por el enfoque tradicional de los
estudios— dado que “en Hispanoamérica el problema presenta nuevas metamorfosis,
debido [1] al aditamento de un medio más primitivo, [2] a la influencia híbrida que en la
obra cultural produce el choque de las razas y [3] la acción violenta del trasplante”
(Picón-Salas, 1980: 122).

21
Leonardo Acosta (1984: 29) refería en su momento que “los casos típicos del barroco literario
americano que siempre se citan son los de Bernardo de Balbuena (o Valbuena), Carlos sigüenza y
Góngora [sic.] y sor Juana Inés de la Cruz, en México. En el Perú, el caso extremo es el del autor del
Elogio de don Luis de Góngora, Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo”.

76
De esta clase de indicaciones, con marcado interés sociológico e histórico, surge el
concepto de Barroco de Indias. Como define Santiago (2007: 125) al nuevo enfoque,
este, “sin desconocer la dependencia, postula un abandono de la mirada eurocéntrica
sobre los textos y enfatiza en los análisis la incidencia de las condiciones de producción
cultural en América, para advertir las particularidades locales” [la cursiva es nuestra]. Se
trata de una perspectiva bifronte, cuyo avance solo es posible si se despliega en dos
sentidos mancomunados: “enfocando el análisis de los textos y [de] la cultura
americana” (Moraña, 2005: 12). Por ello, como se percibe en los trabajos situados desde
esta perspectiva, el discurso académico no se centra exclusivamente en el marco de la
estética, sino que presenta un necesario enclave en la relectura de la historia tocando en
un análisis crítico del discurso. Debido a esta hibridación, Moraña (2005: 11) define al
giro teórico como uno de tipo crítico-ideológico. Crítico, precisamente por la
reinterpretación que hace de la historia cultural americana, la cual se esclarece por —y
alimenta a la vez— la reinterpretación de la producción cultural colonial. Ideológico, por
el mismo cambio de paradigma, en el que ha funcionado el empleo de “teorías
postestructuralistas” (11). Con su reseña del cuerpo autoral, Santiago (2007: 125)
permite reconocer algunas de las direcciones en que avanza el estudio del Barroco
hispanoamericano:

A su conformación contribuyen los aportes teóricos de Antonio Cornejo Polar, Ángel Rama, los
estudios sobre el sujeto criollo de Bernard Lavallé, sobre los letrados coloniales de Magdalena
Chocano Mena, y el enfoque americanista en la interpretación de los textos de Mabel Moraña,
María Alba Pastor Llaneza, Margo Glantz, Jacques Lafaye, Raquel Chang-Rodríguez, José
Antonio Mazzotti y Beatriz González-Stephan, entre otros22 [la cursiva es nuestra].

A partir del giro, como expresa Moraña (2005: 11), “la investigación ha sido
especialmente fructífera en la recuperación de textos, autores y formas discursivas que
no integraban hasta ahora el repertorio monumentalizado de las letras coloniales” 23,

22
Nos parece acertado incluir los estudios de John Beverley (1981; 1988), que son reveladores de la
relación entre la estética y la dinámica social, cultural y económica del nuevo mundo y de este en relación
con la metrópoli española.
23
Aprovechamos también la cita para hacer notar que este enfoque teórico da cabida a “formas
discursivas” que no encajan en la clasificación de los géneros literarios tradicionales. Para una historia y

77
aunque esta afirmación debe entenderse guardando las proporciones. El progreso de los
estudios se da a la par del descubrimiento y análisis de las obras producidas en la
colonia, lo que ocurre lentamente en el terreno literario dada la dificultad de hallar los
textos, muchos de los cuales se perdieron para siempre mientras que los conservados
permanecen ocultos en archivos inexplorados, pero sobre todo a causa del desinterés
académico que pesa sobre nuestra génesis literaria, como reconoce Orjuela (1983: 262)
al quejarse del “desafecto que la crítica ha mostrado por la literatura colonial”.

2.12.1 La mixtura

Si para el Barroco europeo la acumulación, tensión y síntesis de lenguajes es fórmula


inherente, este comportamiento en Indias, que en términos de la antropología cultural
lleva por nombre sincretismo, en términos estéticos se traduce mejor como una mixtura,
una mezcla, lo que hace del Barroco americano un arte mestizo.

El acercamiento a este Barroco se facilita al apreciarlo en las artes visuales, como


pintura, escultura, talla y arquitectura. En la ilustración siguiente se aprecia La Virgen-
Cerro, cuadro anónimo de origen tardío, c. 1730. Como en los retablos de los templos,
se encuentra la jerarquía católica, pero interpretada a la luz de la cosmovisión indígena.
La figura central, la Virgen María, se encarna en la madre tierra, representada con la
geometría del cerro Rico de Potosí, lugar prehispánico de adoración al dios Pachacámac.
Pero, si los retablos castellanos son una didáctica de la historia religiosa occidental, este
retablo potosino aprovecha la estructura para enseñar la historia autóctona: la llegada del
emperador inca Huayna Capac en 1462 y el estruendo (potojsi) que, ocurrido en medio
de la exploración del volcán inactivo, dio nombre al lugar; el descubrimiento de los
yacimientos de plata por un indígena cuidador de llamas en 1554, tras la fogata nocturna
que al apagarse evidenció unos hilos del metal que se había derretido; los dioses Inti (el

un análisis de la producción cultural indiana resulta indispensable la evaluación de esta producción


exótica.

78
sol) y Quilla (la luna). Todo esto, en fusión con el relato sobre el nuevo orden:
autoridades eclesiásticas (papa, cardenal y obispo, a la izquierda), gubernamentales (el
emperador Carlos V y su séquito, a la derecha) y las autoridades divinas, que sobra
mencionar (arriba).

Figura 5. Anónimo, La Virgen-Cerro. Casa Nacional de la Moneda, Potosí, Bolivia. Tomado de


https://pedroquerejazu.wordpress.com/2014/08/14/el-cerro-rico-de-potosi-la-maravilla-de-
america/

Este arte mestizo no combina azarosamente los elementos de las cosmovisiones en


juego, sino que los ordena a conciencia para generar un mensaje inteligible en medio de
su multiplicidad de significantes y no obstante de la naturaleza distinta de las dos
vertientes de simbolismo.

En cada región de América el Barroco deriva en particularidades, dadas las condiciones


cosmovisivas de las comunidades y su entorno. La arquitectura, que se ocupó
mayoritariamente de la construcción de templos, tendrá mayor presencia en México,
Potosí, Cuzco y Ouro Preto, debido a los metales preciosos de sus minas, necesarios para
los propósitos ornamentales interiores. La tradición guaraní del trabajo con la madera

79
predispondrá al grupo nativo para el aprendizaje jesuita de las técnicas de talla y
arquitectura con este material. Al sur del río de La Plata, la escasez de artistas fijará que
las obras se importen por tráfico y comercio desde Brasil. También, como refiere
Moraña (2005: 47), citando a Céspedes del Castillo, la arquitectura será más ventilada en
zonas más calurosas, se utilizarán materiales como quincha, caña y barro en zonas
sísmicas y hasta las características de la piedra, roja volcánica en la Nueva España o la
muy blanca y porosa de Arequipa, que resta pesadez arquitectónica, tendrán
repercusiones estéticas.

La barrera del lenguaje hará que castas como la mestiza (unión de español e indígena) y
mulata (español y negro) destaquen en las artes visuales. De esta manera, el arte y oficio
de las letras será ejercido mayoritariamente por los criollos que, como sugiere Beverley
(1981: 39), debían ser instruidos en este oficio para fijar burocracias administrativas
locales que aminoraran la carga del gobierno español. Pero el responsable de la
burocracia no era el sencillo operario sobre determinados documentos de oficina, como
en nuestros días, sino que demandaba una formación intelectual integral en letras. El
letrado participará de igual modo del aparato de documentación de gobierno, de los
textos de la fe y otras tareas escriturales, pues son ocupaciones enmarcadas en la misma
noción de literatura, la que es atravesada por los procedimientos estéticos del lenguaje.

Su producción, en el estricto sentido literario, se esmerará por incluir elementos locales


dentro de la práctica de los esquemas peninsulares, como los cronotopos y cuadros de
costumbres de la sociedad colonial en La endiablada, del español residente en Cuzco
Juan Mogrovejo de la Cerda, y en Laurea crítica, del bogotano Fernández de
Valenzuela; se preocupará por insertar su palabra en la dinámica de las discusiones
estéticas metropolitanas, como el Apologético en favor de don Luis de Góngora, del
cuzqueño Juan de Espinosa Medrano, y su contraparte, la crítica, como el mismo
entremés santafereño; elevará algunos tópicos barrocos por encima de su base
peninsular, como el drama de la sangre de la pasión de Cristo, en pluma del
neogranadino Hernando Domínguez Camargo; tratará de instruir en virtudes morales a

80
los nuevos gobernantes virreinales venidos desde España, como la Comedia de san
Francisco de Borja, del mexicano Matías de Bocanegra; sentará una voz crítica de
protesta hacia el orden colonial, entre los pliegues de los diversos artilugios barrocos de
ocultamiento, como la Carta atenagórica de la décima musa mexicana, o la sátira de los
españoles radicados en Perú, Mateo Rosas de Oquendo y, el más incisivo, Juan del Valle
y Caviedes; delineará un rasgo de individualismo moderno 24 con el relato autobiográfico
confesional, como en la Relación autobiográfica de la monja chilena Úrsula Suárez;
aunque con mucha menor frecuencia que las artes plásticas, incluirá la presencia
indígena, como el auto sacramental escrito en quechua Uska páukar o El hijo pródigo
del “Lunarejo” De Espinosa Medrano, y también la presencia negra, como ocasión de
irrisión en entremeses y villancicos (Swiadon, 2006); se ocupara de historiar la colonia,
como El carnero, del bogotano Juan Rodríguez Freyle, y de describir y exaltar la
naturaleza, como el poema de inspiración quiteña A un salto por donde se despeña el
arroyo de Chillo de Domínguez Camargo.

Cabe mencionar que América también será influencia para el Barroco literario español.
Destacamos la comedia de Calderón La aurora en Copacabana, que relata la aparición y
talla de la virgen católica por el escultor indígena Francisco Tito Yupanqui; el guajalote
que Góngora sirve en la cena nupcial de su Soledad primera y que concilia con la
herencia griega, cuando “Himeneo a sus mesas destina”, y también la parodia del habla
esclava del mismo poeta cordobés en un poema de 1609 para la celebración del Corpus:

Pongamos fustana
e bailemo alegra;
que aunque samo negra,
sa hermosa tu.
Zambambú, morenica del Congo,
zambambú.
Vamo a la sagraria, prima,
veremo la procesión (Picón-Salas, 1980: 136).

24
Es de recordar que la modernidad inicia precisamente en la época del Barroco y que así sus problemas,
como el del individualismo, también se perfilan desde el arte del periodo. Muestra de ello es la conciencia
autoral en la preocupación de los derechos de autor de Cervantes, como refiere Beverley (1988: 222).

81
2.12.2 Sumisión y subversión

Anotaba Picón-Salas (1980: 123) que los hispanoamericanos no hemos logrado


esclarecer las cuestiones de nuestro origen, a causa de “[1] el doble prejuicio —liberal o
conservador, pero igualmente negativo— de estar contra España en una forma de
nacionalismo adolescente, o [2] de idealizarla con opuesto espíritu colonialista”. Es
decir, nuestras introspecciones culturales han sido sesgadas en veces, ya por un afán de
contra-identificación hacia la cultura española que, a todas luces es la principal base de
nuestra identidad, o ya por el motivo contrario, o sea la brega de un reconocimiento
dentro de la cultura dominadora. En esto, la nuestra es todavía una sociedad criolla, que
busca distanciarse del aparato aculturador y a la vez ganar un reconocimiento y lugar
dentro de él. Reconocer y evadir este condicionante de nuestra visión, este prejuicio, nos
parece un fundamento para el investigador del Barroco americano, ya que puede
percibirse una pérdida de la objetividad en algunos estudios, por uno u otro motivo de
los mencionados. Pensamos aquí que la clave para entender la subversión dentro del arte
colonial es desprenderla del supuesto de que esta actuaba sobre la base de la idealización
de una utopía. En otras palabras, la subversión no buscaba, en términos generales,
restablecer los derechos de las comunidades oprimidas (nativos americanos, negros
traídos en esclavitud y criollos desprestigiados) en un proyecto de construcción de un
nuevo reino. Además, porque la subversión no era una sola; en cada grupo se subvertía
por intereses propios.

Para empezar, puede identificarse una subversión para la supervivencia del legado
ancestral. Como señala el historiador Mujica, “hay por parte de la población andina una
lectura distinta del santoral católico y una utilización distinta de sus imágenes, que eran,
digamos, los indios conversos o mestizos conversos, que utilizan la fe cristiana como
cortina de humo para continuar con sus viejas creencias” (Bauer, 2008b, 11’48’’). Vivo
ejemplo es la santería de los esclavos africanos, quienes cobijaron sus prácticas
religiosas e ídolos bajo el manto del catolicismo. Allí, para la muestra, el culto al orisha

82
yoruba Changó se disfrazó con el manto de san Marcos y de santa Bárbara25. También,
en las cruces atriales mexicanas se observa claramente el sincretismo.

Figura 6. Cruz atrial en Tultitlán, México. Tomado de http://cruces.piensa.com/index_es_html26

Pero este sincretismo, por el cual se travisten los significantes indianos con los ropajes
de los significantes peninsulares, puede ser también la forma de reclamar un poder, o por
lo menos de participar de él, como puede interpretarse en el Niño Jesús inca. Siguiendo
con Mujica (Bauer, 2008b, 10’58’’), “lo interesante de esta pintura es que reúne los dos
reclamos de la nobleza incaica en el siglo XVIII, que es tener acceso, poder ingresar a

25
Este sincretismo es cantado a mediados del siglo XX por el dúo cubano Celina y Reutilio en aquel
clásico: santa Bárbara bendita / para ti surge mi lira / santa Bárbara bendita / para ti surge mi lira / y con
emoción se inspira / ante tu imagen bonita / Que viva Changó / ¡Que viva Changó, señores!
26
Según Tinajero (2014), la multiplicidad de elementos de esta cruz presenta unidad temática en la pasión
y crucifixión de Cristo. De la vertiente europea se representan de manera transparente los ramos de
bienvenida, el gallo de la negación del mesías, la columna a la que fue atado el profeta y la corona de
espinas, entre otros elementos. De la vertiente americana, se funden con el relato cristiano rostros indios,
manos y la exhalación de una vírgula (símbolo de la palabra), como representación de quienes abofetearon
e insultaron a Jesús, algunos chimallis (escudos de batalla) suman a la escena el carácter guerrero propio
de los pueblos centroamericanos, y los arabescos del barroco son cambiados aquí por remates fitomorfos.

83
las órdenes religiosas, que a los indios les estaba vetado y, luego, la autonomía política
(…) El transformar al niño Jesús en una especie de rey-sacerdote y convertirlo en inca y
venerarlo se convirtió en un símbolo subversivo del catolicismo andino”. Este
procedimiento indígena es como el inverso de la arquitectura colonizadora en suelo
americano: poner un símbolo indiano debajo o dentro de otro católico.

Figura 7. Anónimo cusqueño. Niño Jesús inca. Tomado de Mora y Odone (2011)

Pero estas pugnas por el poder no fueron exclusivas del mundo americano. Beverley
(1981) nos lo recuerda respecto a Góngora en su Carta en respuesta a los ataques contra
su poesía. Según el investigador, citando a Jaime Concha,

ya muy entrado el siglo XVII el letrado seguía siendo un ser indefinible, es decir, huérfano de una
clara definición social (…) Ser noble, ser sacerdote, ser ganapán, eran cosas muy nítidas,
aristotélica y escolásticamente nítidas en la conciencia colectiva del periodo. No así el letrado,
cuya práctica social no encajaba plenamente dentro de la mentalidad excluyentemente nobiliaria
de los estamentos dominantes (38).

El ascenso social en la sociedad barroca comenzaba a delinearse por la vía del capital,
atenuando el requerimiento de la nobleza de sangre, para lo cual el letrado veía favorable

84
impulsar una moral de autoridad conferida por su trabajo, y esta sería una tercera línea
de medro27:

De allí que Góngora [en su Carta] insiste en que su poesía requiere un trabajo especifico en su
composición e interpretación y que en esto consiste su utilidad. Su cultivo de la dificultad
significa una sublimación estamental por parte del emisor y receptor a la vez, una autoridad.
Frente a la amenaza de una naciente cultura burguesa, la poética del gongorismo implica una
especie de fetiche aristocrático de una forma extremadamente elaborada, vista como noble o
sublime porque elude la comprensión del vulgo y se sitúa fuera de la órbita del mercado y del
dinero como medio de cambio y posesión28 (38).

El anterior análisis de Mujica respecto a la brega social indígena que llegó a


“transformar al niño Jesús en una especie de rey-sacerdote y convertirlo en inca” para
así participar del aparato, coincide con el análisis de Beverley (1981: 39) respecto al
gongorismo, que ritualiza y pseudo-universaliza el ámbito simbólico del letrado, o sea
los centros de acumulación y legislación imperial (la corte, los virreinatos, las ciudades),
por medio de un lenguaje heroico que “crea poeta y príncipe”, con lo cual se auto
atribuye una autoridad. Es decir, son ejemplos a ambos lados del Atlántico de un arte
que, más allá de conducir un placer estético, moviliza discursos que intentan reordenar
unos hilos de las redes de poder para instalarse en él.

La evidencia de las tensiones entre diferentes sectores (religioso, político, económico-


burgués y letrado) en estas sociedades que inician la modernidad permite comprender,
primero, que no hubo un aparato de poder, sino un poder multifocal, y, además, sin
jerarquía, sin subordinación entre algunos de los focos, por ejemplo entre los poderes
eclesiástico y gubernamental; y segundo, que la subversión no siempre se presentó entre

27
El oficio letrado como modo de ascenso social se demuestra también, por ejemplo, en las razones que da
para buscar un grado el personaje principal del Entremés de don Pantalón de Mondapoços (1578): “(…)
porque ya quel Rey nuestro Señor a quien Dios prospere largos años no me haya hecho aquellas mercedes
que yo merezco por los grandes y eroycos hechos que hecho en esta guerra de Portugal tengo para hello,
vengo a sumarme a las letras, que suficiente ciencia tengo para ello, y donde no mi linaje y la mucha
merçed que vm. me hará serán parte para que no se me mengüe” (Lobato, 1998: 218).
28
Cabe recordar que, de manera reaccionaria, en su Carta el cordobés llama a su poesía “trabajo”, a pesar
de ser una “palabra que había adquirido en el siglo XVI una connotación peyorativa y plebeya” (38) y que
se opuso a publicar su obra en vida, la cual circuló siempre en manuscritos entre la élite, no obstante de su
situación económica a menudo precaria (36).

85
la clase oprimida y la opresora, entre colonizados y colonizadores, sino que existió
subversión entre los focos mismos del poder oficial, como lo demuestra en la Nueva
España La comedia de san Francisco de Borja, escrita y representada por Matías de
Bocanegra en 1640 para recibir al nuevo virrey, pieza que es para Sainz (2011: 381) y
otros “un ejemplo del teatro como instrumento político en la Compañía de Jesús”. Según
la investigadora, “el mensaje político de nuestra comedia se transmite mediante un
conjunto de elementos literarios que está pensado para la educación del príncipe, en este
caso la del representante de la monarquía en México” (384). Poniendo la vida del santo
como modelo, que fue también tercer general de la orden jesuita, “queda claro que uno
de los propósitos es la alabanza, pero existe otro: mostrar al gobernante cómo debe
ejecutar su poder” (386). Y esta forma de gobernar era, para los jesuitas, la contraria de
los postulados maquiavélicos que hicieron carrera con El príncipe (386-387) que,
recordemos, favorece las acciones de estado necesarias, aunque estas sacrifiquen los
valores morales, religiosos y humanos. Se trata entonces de una estética que no subvierte
el marco oficialista, pues se moviliza en consonancia general con los elementos que le
caracterizan, pero se interesa en subvertir un discurso de gobierno, ya que Matías de
Bocanegra “ejemplifica a través de Borja su idea de príncipe ideal y, en definitiva, la
idea también de la propia orden jesuita. Como ya se ha indicado, un objetivo de esta
obra es la educación del príncipe en la fe católica al igual que ocurre con los textos
antimaquiavélicos propios de la Contrarreforma” (387).

Respecto a la sumisión, que no hace falta demostrar por evidente, es preciso indicar que
aquel prejuicio de “nacionalismo adolescente”, del que hablaba Picón-Salas, puede hacer
que se la idealice, viendo en cada práctica barroca una opresión demoniaca para los
conversos. En esto, es de destacar la forma en que Magalahes interpreta el Barroco
brasilero, contrario al pronóstico de un arte de sometimiento, como un arte en el que hay
“una alegría, hay una joie de vivre, hay un aspecto de valorización de lo humano, hay
una sensualidad latente. De modo que hay una identidad del Barroco brasilero muy
diferente del Barroco de la América española” (Schwerfel, 2008: 10’54’’), interpretación
que Hug generaliza al continente: “El multiculturalismo que se inicia con el Barroco,

86
que incluye a los negros, a los indígenas, es otro elemento emancipador. Si el misionero
jesuita enseña escultura o composición a un indígena en Paraguay, no puedo ver nada de
sumiso, yo veo mucha emancipación en ello, e igual en Brasil” (Schwerfel, 2008:
15’56’’). Sin negar que haya un arma ideológica del imperio en el arte barroco apuntada
a América, un artefacto de adoctrinamiento, pensamos que lo anterior es, sin embargo,
aceptable en algunos casos más, por ejemplo la identificación mexicana con la pintura
de la virgen morena guadalupana, que envolvieron en leyenda de aparición y llegaron a
confrontar en una airada manifestación contra la Virgen de los Remedios, emblema de
los peninsulares; o la aceptación que ganaron los jesuitas entre los guaraníes gracias al
modo de presentación horizontal, no vertical, con que buscaron relacionarse; y la
colaboración de esclavos brasileros, donando el polvillo de oro de sus cabellos tras el
trabajo en las minas para la decoración de las iglesias, como solución al impedimento
administrativo de utilizar el oro extraído en estos propósitos y dirigirlo por completo a
Portugal.

No se trató entonces en todos los casos de una sumisión triste, como tampoco se trató de
una subversión airada y frontal; fue, más bien, una mixtura de ambas reacciones dentro
de un instinto de supervivencia al estado de crisis social y cultural, una “moral de
acomodación”, como la define Maravall (1983: 325), que se manifestó en el jugueteo
extraño de los signos del arte alrededor de las imposiciones materiales del Nuevo
Mundo, pues “la mente barroca, por encima de guerras y muertes, de engaños y
crueldades, de miseria y dolor, afirmará una última concordancia de los más opuestos
elementos, no porque elimine todos aquellos males, sino porque los adapte
recíprocamente, como a ellos se adapta el hombre. Por eso, en fin de cuentas, todo
comportamiento barroco es una moral de acomodación (…)”. Este Barroco de
supervivencia, que señala Maravall para el caso español, y que coincide con el caso
indiano, bien puede representarse, para cerrar, en la respuesta vital, necesariamente
obediente pero esencialmente indómita, de una naturaleza que crece geométrica y
estilísticamente, zigzagueando entre los constreñimientos de un plan organizacional

87
urbano, que depende del proyecto pero a la vez lo subvierte, como puede ocurrir en una
anónima calle actual:

Figura 8. Fotografía anónima. Árbol que crece entre los adoquines de una acera. Tomada de
http://www.topota.net/search/label/arbol

2.12.3 La academia jesuita y el espíritu del Barroco indiano

Fue una de las medidas de la Contrarreforma dar respaldo a las diferentes órdenes
religiosas en el objetivo de fortalecer la fe. Como es sabido, la orden con papel más
notorio, tanto en España como en América, fue la Compañía de Jesús, fundada entre
1538 y 1541 por Ignacio de Loyola, uno de los principales líderes de la reforma católica
cuyo carácter y empresa fueron fiel anticipo del quijotesco personaje cervantino, y en
quien Wölfflin ha visto al padre del espíritu del Barroco. El Barroco no habría
germinado con la riqueza de matices propios en Indias, sino que se habría manifestado
con la ajenidad de un trasplante, de no ser por la actuación singular de la Compañía, que
del mismo modo permitió que un alma, no casta sino mestiza, se insertara en el Barroco
americano.

88
La labor misionera jesuita se mantuvo delineada por la personalidad de su fundador 29.
Loyola, tras una larga convalecencia causada por su oficio inicial de militar, se auto
concibió como un caballero de Cristo, en un ideal de trascendencia nutrido por su afición
a los libros de caballería y varias lecturas teológicas y místicas a las que se entregó. Se
desprendió de sus posesiones, peregrinó como anacoreta y practicó la caridad, la oración
y la mortificación física. Llegó a marchar a Jerusalén para cristianizar y promovió una
cruzada hacia oriente. Aprendió latín en una escuela de gramática con niños. Mantuvo
inquietudes erasmistas y fue procesado varias veces por filoalumbradismo. En resumidas
cuentas, el discurso vital del personaje marcó las márgenes del jesuitismo en América: la
bondad, la educación, el desprendimiento material, la evangelización de tierras lejanas y
la búsqueda de la utopía.

En América, la población originaria era objeto de abusos y atrocidades. Las noticias de


los desmanes inquietaron en España y hasta el papa Pablo II proclamó la libertad de los
indígenas en una bula de 1532. Pero la distancia geográfica le impedía a la autoridad
peninsular el completo dominio de los reinos de ultramar. Las misiones evangelizadoras
jesuitas llegaron a los territorios americanos en el trascurso de la segunda mitad del siglo
XVI, y entre los obstáculos se encontraron con un escepticismo sobre la utilidad y
posibilidad de convertir a la población nativa. Los jesuitas tuvieron éxito en donde otras
órdenes habían fallado o logrado escasos éxitos. Se acercaron a los naturales con tono de
familiaridad. Fueron permisivos con el sincretismo religioso. Con el tiempo,
consiguieron construir reducciones indígenas, amparadas bajo la ley, que no daban
entrada a blancos, negros ni mestizos: unidades administrativas que contaban con una
plaza central, una iglesia, un cabildo, calles, empalizadas, fosos y caballería para la
defensa, manera en que se daba orden no solo a la vida religiosa sino también a la
económica y política. Aquí reside la explicación del porqué los indígenas se prestaron

29
Base de la historia de la Compañía de Jesús en los dos siguientes párrafos es el portal temático
Expulsión y exilio de los jesuitas de los dominios de Carlos III de la biblioteca virtual Miguel de
Cervantes, consultado en 20 de enero de 2016 en
http://www.cervantesvirtual.com/portales/expulsion_jesuitas/presentacion/

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con voluntad a la aculturación: buscando la protección contra la acción de los
encomenderos y las incursiones portuguesas para hacer esclavos; y se encuentra también
la razón de la mixtura arquitectónica, escultural y pictórica del Barroco indiano en la
pedagogía sincretista jesuita que, como resulta natural, fue cuestionada por estratos
religiosos y gubernamentales. La Compañía bien pudo considerar esta como la
oportunidad de conseguir la utopía, levantando una sociedad basada en la civilización
europea, pero alejada de las malas costumbres y vicios del viejo mundo, pues incluso,
más tarde, los logros económicos y sociales de la orden se interpretaron como un
complot y le ocasionaron su expulsión y extinción a finales del siglo XVIII.

En los centros urbanos, merced a la renta que produjeron con la eficaz administración de
cultivos, los jesuitas construyeron destacados centros educativos, como también ocurrió
en España. Aquí, el interés jesuita fue el de formar letrados:

Tempranamente describió el padre Juan Sánchez Baquero la función de la Orden de Jesús que, a
diferencia de las órdenes mendicantes consagradas a la evangelización de los indios, vino a
atender “la nueva juventud nacida en esta tierra, de ingenios delicados y muy hábiles,
acompañados con una grande facilidad y propensión para el bien o el mal” conduciendo la
ociosidad en que vivían hacia “el ejercicio de las letras para el cual faltaban maestros y cuidado”
“con que estaban muy decaídas las letras y más pobladas las plazas que las escuelas” (Rama,
1998: 31).

Pero, ¿para qué educar el intelecto en una colonia, en una unidad administrativa que se
pretende mantener bajo control? La respuesta, como lo ha hecho ver Beverley (1981: 39-
40), es que “era preciso desarrollar un estado civil colonial en el que la función de las
letras —jurisprudencia, pedagogía, discurso político-moral, belles lettres, religiosidad,
etc.— escondiera y aminorara la necesidad de gobernar a través de un monopolio de los
medios de violencia”. Entonces la población criolla era la más adecuada para entrenarse
en la administración de la parte operativa, no dirigente, de la burocracia colonial, por el
acceso directo a la lengua y cultura metropolitanas, a la vez que su ubicación de casta
degradada restringía sus derechos y le mantenía bajo el dominio.

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La Edad Moderna inicia para el viejo y el nuevo mundo en la sociedad barroca: la
globalización, el adoctrinamiento de masas, el capital como una línea de ascenso al
poder distinta de la nobleza, la producción en cadena y en masa, el orden burocrático,
los sistemas de titulación, la competitividad y el individualismo, son problemas actuales
que se perfilan desde la época. Los letrados criollos debieron asumir el problema de la
obtención de títulos académicos y el medro para escalar hasta posiciones de relativo
privilegio, en una época en que el intelecto puesto al servicio del arte literario denotaba
capacidad para ejercer los cargos administrativos y eclesiásticos. En esta dinámica era
fundamental una pedagogía exitosa y la jesuita fue un prodigio para la época, como lo
evidencian los tempranos intelectos de escritores como De Espinosa Medrano, que
escribió su primera obra, El rapto de Proserpina, sin llegar a los quince años y
Fernández de Valenzuela, que escribió su extenso tratado de gramática latina, el
Thesaurus linguae latinae, a los trece años de edad.

El teatro, en cuanto móvil de la moral y del entrenamiento en letras así como de


demostración social de los logros de los colegios, fue un instrumento pedagógico
esencial, a tal punto que hoy se estudia el teatro escolar como una rama del arte del
periodo, y se destaca especialmente el de la orden jesuita. El repertorio de obras del
teatro escolar hispano, en ambos lados del Atlántico, cuenta a la fecha 1397 registros,
según el Catálogo del Antiguo Teatro Escolar Hispánico (CATEH), de la revista digital
TeatrEsco30. De estas, 163 corresponden al virreinato de la Nueva España (127 jesuitas),
128 al virreinato del Perú (102 jesuitas) y dos de las Antillas, sumando 293 piezas
hispanoamericanas, 229 de ellas del teatro de la Compañía de Jesús. Son números que
hablan de la apropiación del arte dramático en las colonias cuando se los compara con el
total de piezas conservadas del repertorio de obras jesuitas españolas: 221, según la
investigación de Menéndez (2004: 425).

30
En el día 4 de enero de 2016 en http://parnaseo.uv.es/fmi/iwp/cgi?-db=Catalogo-Antiguo-Teatro-
Escolar_Server&-loadframes

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Esta clase de indagaciones nos permite confrontar a Laurea crítica, pieza bogotana
enmarcada en el teatro jesuita, con la producción entremesil de la Compañía en España y
el resto de América. Este teatro se rigió por la Ratio atque Institutio Studiorum Societatis
Iesu (Plan oficial de estudios de la Compañía de Jesús), conocida como Ratio studiorum,
que configuró el primer sistema educativo de la historia occidental. En el documento se
define al teatro como un instrumento pedagógico de importancia y se expiden
condiciones para su realización. Como refiere Sainz (2011: 383), “en contraste con los
dramas de la época, [este teatro] es estrictamente religioso. Es importante recordar la
imposición de evitar temas profanos —una de las cuatro normas que dictó la Ratio
(1599) fue precisamente el uso de temas piadosos y no del mundo pagano—”. Dado
esto, nos resulta de especial interés que la pieza neogranadina, de burla social, no
desarrolla una temática religiosa ni siquiera de modo tangencial —ya que corresponde
plenamente con el reciente género entremesil de esquema de figuras, de corte laico— y,
más aún, que sea el único entremés de figuras del teatro jesuita hispano a ambos lados
del Atlántico31.

¿Constituye una frontal insubordinación la ruptura de Laurea crítica con los


fundamentos del teatro jesuita? Consideramos que este tipo de transgresiones hacen
parte del intrincado fenómeno en que se superponen la sumisión y la subversión en el
Barroco americano, y que es el resultado de la misma acción jesuita que combinó el
adoctrinamiento con la permisión del sincretismo indígena y con el cultivo del intelecto
criollo y mestizo. Como refiere Moraña (2005: 40), “ese intento de ósmosis de los
intelectuales del barroco virreinal con el humanismo renacentista no es tampoco casual.
Forma parte de la cultura colonial de la época, que tiene uno de sus pilares en el
humanismo y la pedagogía jesuíticos, propuesto como contramodelo de las tendencias

31
Esta aseveración nuestra surge de la consulta de dos fuentes: 1. para el marco español, de la revisión de
la compilación de entremeses de Menéndez (2004; 2006), investigación ambiciosa que pretendió recoger
todas las obras conservadas y de referencia del teatro de la Compañía de Jesús; y 2. para el marco
hispanoamericano, de la consulta del CATEH, tras revisar las descripciones de las obras arrojadas por el
cruce de términos de búsqueda “jesuita” en el campo “Autor”, “Nueva España”, “Perú” y “Antillas” en el
campo “Lugar de Representación/Composición” (términos geográficos que abarcan en el catálogo toda la
América española), y “entremés” en el campo inferior de términos adicionales.

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disolventes del protestantismo”. Este modo jesuita de ser y de actuar sería el responsable
de lo que proponemos identificar como el espíritu del Barroco de Indias, que lo mismo
sirvió en sus inicios para la aculturación propuesta por el nuevo orden, como para
fomentar rasgos de autenticidad en los grupos productores americanos, rasgos de
autenticidad que se instituirían luego como rasgos de identidad y servirían
posteriormente, ya fundados en la tradición, para cimentar los ejes simbólicos de la
Independencia32.

32
Ejemplos representativos de esto son el sincretismo de la virgen morena guadalupana, que constituyó
símbolo de la independencia mexicana, y la leyenda alrededor de la primera santa americana, figura que
inicialmente fue símbolo del triunfo de la evangelización en Indias, pero que posteriormente se convertiría
en una “profecía política (…) que va a ser retomada después por el propio san Martín, según la cual santa
Rosa [de Lima] habría dicho que después que los españoles gobernaran cien años, el cetro caería de sus
manos y retornaría a un inca, y es así que santa Rosa se convierte después en la patrona de la
independencia americana” (Bauer, 2008b, 08’05’’). Lo mismo, la cultura letrada, abonada por la acción
jesuita y requerida para el funcionamiento del aparato burocrático colonial, luego del tránsito adolescente
por el que los criollos reclaman reconocimiento de la metrópoli con la calidad de su producción,
maduraría como signos de autosuficiencia, autonomía y ánimos independentistas.

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