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EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

EN CONTEXTO
LUIS ESPINOZA SOTO

ABSTRACT. The objective of this work is to summarize the historical and social
influences of Darwin’s theory presented in On the Origin of Species by Means of
Natural Selection. I highlight the concept of “science” as used in the scientific
revolution, a calling to explain how natural elements function regarding ob-
servable causes. “Natural theology” will share its functionalist approach with
Darwin’s theory. The Age of Enlightenment and the French Revolution will
shape a belligerent political climate, in which the new ideas on transformation
will be related to the revolt against the established social order (reflected in the
1829-1830 debates between Cuvier and Geoffoy). In England, the core of the
Industrial Revolution, biological ideas were specially considered from a social
viewpoint. Finally, I will mention some biographical elements of Darwin, his
liberal family atmosphere, the places he visited during his journey, the political
economy of his times, and his relations to practical livestock breeders.

KEY WORDS. Darwin, social context of theories, natural theology, French


Revolution, Enlightenment, Malthus, Smith, Kropotkin, Cuvier, Geoffroy.

I. INTRODUCCIÓN
El objetivo central del presente escrito es intentar reunir y sintetizar
algunos de los elementos históricos y culturales que influyeron en la
conformación de la teoría presentada por Charles Darwin (1809-1882) en
Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la conservación
de las razas favorecidas en la lucha por la existencia (1859). Ello lo veo necesario
por, al menos, cuatro razones entrelazadas:
1. Por la estructura misma del libro. Si bien la tarea primordial de la obra
es fundamentar (con un gran contingente de hechos) la hipótesis de la
modificación de las especies por selección natural y sus implicaciones
conceptuales en diferentes disciplinas (botánica, paleontología, sistemáti-
ca, psicología humana, etología, etc.), también busca señalar las críticas y
dificultades, tanto propias como las de hipótesis rivales (evolución lamarc-
kiana, teología natural o creacionismo). En no pocas ocasiones, la línea

Becario “Incentivo a la investigación”, Departamento de Filosofía, Universidad de Santiago


de Chile. / luis.espinosas@usach.cl

Ludus Vitalis, vol. XXII, num. 41, 2014, pp. 43-70.


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argumentativa de Darwin se centra en mostrar las deficiencias de explica-


ciones aceptadas (ej. teología natural) frente a hechos problemáticos (ej.
órganos vestigiales), en contraste con la nueva explicación evolutiva.
2. “Espíritu” e historia de la época. Como toda teoría, algunos presupuestos
básicos se enmarcan dentro de “tradiciones epistémicas” de larga data,
destacándose la revolución científica —influencia mecanicista— y ciertos
descubrimientos clave que ayudarían a cimentar el pensamiento evolucio-
nista. Considerar a la Ilustración y la Revolución Francesa resultará impor-
tante, pues constituyen el trasfondo científico-político bajo el cual se
interpretarán las nuevas ideas de la transmutación de las especies, gene-
ralmente asociadas al llamado de cambio del orden social establecido,
propuesto por liberales y círculos radicales. La revolución industrial, por
otro lado, conjugaría en la Inglaterra del siglo XIX las ideas de progreso
político-social (reflejadas en el avance tecnológico) con el hacinamiento,
pobreza y desigualdad provocadas por la masiva emigración del campo
hacia la ciudad y las paupérrimas condiciones laborales del nuevo “prole-
tario”, conformando un beligerante escenario donde debatir las ideas
evolutivas.
3. Competencia y capitalismo. Diversos autores han planteado la impor-
tancia de contingencias históricas dentro del pensamiento darwiniano.
Gould (1997) señala que los lugares visitados durante el viaje en el Beagle
(en su mayoría selvas amazónicas) predispusieron a considerar al proceso
de selección natural como competencia entre organismos, más que coope-
ración. Relativo al mismo concepto, Marx ve reflejada la aplicación políti-
co-económica realizada por la Inglaterra del siglo XIX de las ideas
maltusianas, mismo constructo que jugaría un papel importante en la
“lucha por la existencia”. Muñoz (2007), desde un plano semejante, destaca
que en el concepto de “naturaleza humana”, tanto Darwin, Hobbes, Smith
y Malthus desarrollan una actitud competitiva. Suárez (1998) plantea la
influencia de la economía política de la época victoriana, al ver la similitud
entre el principio de divergencia de caracteres darwiniano y la división del
trabajo presentada por Smith.
4. Maneras de narrar la ciencia. Con relación a lo anterior, Bowler y Moros
(2007) señalan que existen diferentes modelos de como “contar” la ciencia
y sus hechos históricos. A su juicio, Gavin de Beer, Michael Ghiselin y Ernst
Mayr presentan a Darwin como un científico “valiente” que produce sus
hipótesis con base en una acumulación de informaciones procedentes de
diversos ámbitos, como los restos fósiles o la cría de animales, aceptando
sus implicaciones con independencia de sus creencias personales. En
contraste, el historiador marxista Robert Young, así como en la biografía
escrita por Adrián Desmond y James Moore se recalca la analogía entre la
“lucha por la existencia” y la economía competitiva de libre mercado.
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Con base en lo anterior, y consciente que los elementos reunidos a


continuación no constituyen una lista exhaustiva y que su presentación es
superficial, considero importante tal amalgama disciplinar pues, por una
parte, permitirá comprender una serie de hechos que, si dejamos los
llamados “factores externos” de la creación científica de lado, resultan
totalmente ininteligibles (p.ej., porque pese a que la teoría darwiniana hace
referencia al mecanismo de cambio evolutivo principal de todos los orga-
nismos, los debates se hayan concentrado principalmente en “el nuevo
estatus humano”, o porque algunos autores la consideran un simple
producto social de la época victoriana). Por otra parte, es posible vislum-
brar cierta relación entre los errores comunes o malas interpretaciones de
Darwin (inferir un ideal de progreso o teleología natural) con las teorías
biológicas de aquel entonces. Finalmente, creo altamente útil y enriquece-
dor contextualizar el origen de los productos científicos, ya que permite
comprender con mayor profundidad el complejo papel epistémico-social
bajo el cual se crean, desarrollan y debaten las ideas.

II. REVOLUCIÓN CIENTÍFICA


La revolución científica de los siglos XVI y XVII marcaron un corte con la
ideología imperante en ese entonces, el cristianismo. Si bien, tanto Kepler,
Bacon, Descartes, Boyle, Newton y Pascal (todos autores icónicos del
proceso) eran creyentes en un Dios personal creador 1 de leyes universales,
cuantificables e inmutables, plantearon la necesidad de tratar racional-
mente los fenómenos naturales (Moreno, 2003, pag. 28). Se promovió la
filosofía mecanicista, la cual señala que las explicaciones científicas deben
consistir en leyes generales y no basarse en poderes singulares de los
objetos naturales; en otras palabras, “la revolución científica se caracterizó
por un rechazo a todo tipo de explicación en términos de causas finales 2”
(Andrade, 2000, pag. XVI). A juicio del mismo autor, detrás de la posición
mecanicista se encuentran principios básicos de la investigación no expli-
citados totalmente, que resultan invisibles al análisis, a saber:
a. Existencia de un nivel fundamental de descripción. Es al nivel de los
componentes fundamentales de la materia donde hay que buscar las
explicaciones de la naturaleza, incluyendo la vida.
b. Descomponibilidad de los sistemas en partes constitutivas separadas.
El análisis y la descomposición en partes permiten entender las propieda-
des de los objetos de estudio. Es decir, la vida es explicable en términos de
sus unidades constitutivas últimas, ya sea que se definan como células o
como macromoléculas.
c. Existencia de leyes físicas eternas e inmutables que explican el com-
portamiento de la naturaleza.
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d. Identificación de la realidad con lo físicamente mesurable y cuantifi-


cable, es decir, lo cualitativo es reductible a lo cuantitativo.
e. Ausencia de propósito o finalidades intrínsecas en la naturaleza
(Andrade, 2000, pag. XVII).
Si bien en siglos posteriores existió una diversidad que escapa a la fácil
generalización, ya que varias posturas no aceptaron alguno de estos
principios (ej. el vitalismo implícito de la postura lamarckiana o en otros
autores relacionados con la ilustración, como Diderot), quisiera destacar
que esta concepción de ciencia (de raíces claramente fisicalistas) será
compartida por Darwin. Encontramos en las páginas de El origen una
explicación netamente mecanicista de las “bellas” adaptaciones entre las
funciones, anatomía o instintos de diversos seres vivos a su hábitat, no
considerándose válido, epistémicamente hablando, basarse en milagros.
Sumado a la influencia anterior, Moreno presenta lo que a su juicio
fueron tres descubrimientos científicos que contribuyeron a cimentar el
desarrollo de las teorías evolutivas:

Uno, la creciente percepción de la infinidad del espacio por los avances de la


astronomía, con una consiguiente aproximación a la idea del carácter también
infinito del tiempo (Toulmin y Goodfield, 1965). Otro fue la comprensión por
representantes de la nueva ciencia de la geología como Thomas Burnet (1635-
1715) o John Woodward (1665-1728) de que la Tierra había estado sometida en el
pasado a profundos cambios. Todos los descubrimientos sobre los sedimentos, el
vulcanismo, los plegamientos o la erosión contribuyeron a reforzar la idea de
la inmensa edad del planeta (Albritton 1980). Por último, el descubrimiento de
faunas y floras extrañas y riquísimas durante los viajes de navegantes europeos en los
siglos dieciséis a dieciocho, y sobre todo el estudio de los fósiles, pusieron en duda la
literalidad del relato bíblico (Mayr, 1982). El descubrimiento de fósiles de
organismos extintos (¿cómo podían extinguirse seres diseñados por la mente
divina?) y la asociación de determinados fósiles con ciertos estratos (estratigra-
fía) llevaron a Robert Hooke (1635-1703) y a Steno (1638-1686) a la conclusión
de que los estratos más bajos presentaban fósiles más antiguos que los estratos
superiores (Moreno, 2003, pag. 26).

Tanto la percepción de infinitud espacial, los cambios sufridos por la


Tierra, nuevas faunas y floras, como el descubrimiento de fósiles apuntan
a un solo concepto: historicidad y con ello a cambio. Al tener en mente el
principal llamado de la revolución científica —apelar a explicaciones
racionales de los fenómenos naturales— se produce una serie de profun-
das preguntas a uno de los constructos teóricos más influyente en las
ciencias de la época, la teología natural, en tanto lo “temporal” cuestiona
la índole “estática e inmutable” de la creación.
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III. TEOLOGÍA NATURAL:


EL DISEÑO DIVINO EN EL MUNDO NATURAL
La cosmovisión presentada por la teología natural se basa en la conjunción
de ciertos elementos del credo cristiano con algunos avances de la revolu-
ción científica, y tuvo una especial influencia en el desarrollo histórico de
la biología (y en los argumentos presentados en el Origen de las especies).
Desde el cristianismo, narra que el origen de nuestro planeta, animales y
humanos fue un acto de creación divina. En el siglo XVI, y a causa de la
reforma protestante iniciada por Martín Lutero (1483-1546) y Juan Calvino
(1509-1564), se promueve el estudio bíblico personal, eliminándose del
texto sagrado numerosos comentarios interpretativos de la iglesia Católi-
ca. Esto provoca una lectura literal del Génesis, el cual, señala Larson:

El primer capítulo del Génesis dice que Dios creó primero los cielos y la Tierra,
luego las plantas y los animales, y finalmente los seres humanos, todo ello en
seis días. Se dice que todos los tipos de plantas y animales se reproducen “según
su especie”. Si se lee literalmente esto, esto excluye la evolución de una
“especie” de planta o animal a otra. Con respecto a los seres humanos, el relato
afirma que Dios los creó expresamente a su propia imagen y semejanza. El
segundo capítulo del Génesis contiene un relato alternativo de la creación, en
el que el orden de aparición de las formas de vida en la Tierra se invierte en
cierto modo, pero con un énfasis similar en la creación divina de los seres
humanos. Es realmente en este segundo relato donde se presenta por primera
vez a Adán y Eva como progenitores de la raza humana, tras haberlos formado
Dios de manera directa como hombre y mujer (Larson, 2007, pag. 27).

A mediados del siglo XVII, el arzobispo anglicano James Ussher (1581-1656),


basándose en la línea genealógica contenida en la Biblia, la edad promedio
de los seres humanos y de las figuras bíblicas, calculó que la Tierra fue
creada en el año 4004 AC. Obviamente era una temporalidad demasiado
baja como para permitir cualquier proceso gradual de desarrollo y evolu-
ción orgánica. El diluvio universal de Noé fue también tomado como un
suceso real, que podría explicar los cambios en la superficie de la Tierra,
así como el origen de las montañas y las rocas con fósiles incrustados
(Bowler, Moros, pag. 438). De aquí se puede inferir que la mayoría de las
teorías de la Tierra propuestas hacia 1700, además de la explicación de un
conjunto de hechos descubiertos en la revolución científica, estaban in-
fluenciadas por la Biblia 3.
La revolución científica, por su parte, contribuyó en la orientación
materialista al estudiar la naturaleza, al vislumbrar el cosmos como una
compleja máquina creada por un Dios sensato e inteligente, insertando
leyes universales para su automantenimiento. Estudiar el mundo natural
es desentrañar el plan de creación divino, su obra. Así se logra conciliar el
llamado a tomar en consideración sólo explicaciones racionales de los
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fenómenos, con la creencia de que es justamente Dios quien creó las leyes
que los posibilitan.
Se suele señalar a John Ray (1627-1705) en su libro Sabiduría de Dios
manifestada en la obra de la Creación (1691) junto a William Paley (1743-1805)
en Teología natural, o evidencia de la existencia y atributos de la divinidad (1802)
como dos de los más grandes defensores de la teología natural y el famoso
“razonamiento basado en el diseño”. En esencia, éste plantea que en el
mundo vivo existen estructuras tan complejas y bien adaptadas a sus
funciones orgánicas (pensemos en cuán complejo es el ojo para cumplir
su tarea) que la mejor explicación posible es aceptar un Dios inteligente y
creador. En este sentido, Paley introduce la analogía entre un caminante,
quien se encuentra en una playa un reloj (un naturalista que observa un
animal con estructuras adaptadas para una función valiosa en su medio)
y por su complicado diseño y buen funcionamiento es imposible que surja
desde el mero azar o por causas naturales (como podría serlo, aparente-
mente, una piedra), pues cada uno de sus elementos fueron “puestos” para
cumplir con el buen funcionamiento del organismo y, si las diferentes
partes hubiesen tenido diferente forma, lugar u orden, no podría cumplir
tal propósito. De este modo, se hace necesaria la existencia de un relojero
consciente (Dios) para explicar la complejidad del funcionamiento del
mundo natural. Debemos también tener en cuenta la profunda influencia
de Platón (la idea de esencia) y Aristóteles (la idea de especie) en la filosofía
cristiana, pues, relativo a los seres orgánicos, se creía en la existencia de un
eidos o “forma”, trascendente a las representaciones imperfectas que se dan
en la realidad. Estas “esencias inmutables” habrían sido creadas por Dios
de acuerdo con un plan prestablecido, que supone una graduación desde
los objetos inanimados (carácter físico) a las formas más altas (carácter
espiritual). Dado que los humanos tenemos ambas, nuestro lugar es entre
los animales y los ángeles. En ello consiste la eterna, perfecta y muy
antropocéntrica “escalera del ser” (Futuyma, 2005, pag. 4)
Si bien se suele tachar de confrontativa la conjunción ciencia y religión
(con el caso paradigmático de Galileo) se puede señalar que la creencia en
que el mundo fue creado a partir de un plan divino, y que podríamos
descubrirlo, motivó varias investigaciones científicas. Carlos Linneo (1707-
1778), padre de la nomenclatura zoológica moderna, en su Sistema natural,
en tres reinos de la naturaleza, según clases, órdenes, géneros y especies, con
características, diferencias, sinónimos, lugares (1735), realizó exhaustivas cla-
sificaciones entre plantas y animales, esperanzado de encontrar el patrón
divino (Futuyma, 2005, pag. 4). Bowler agrega los siguientes ejemplos:

Paleontólogos como Buckland utilizaron el concepto de adaptación para en-


tender el estilo de vida y el entorno de las especies fósiles que describían, y
postularon una serie de creaciones, cada una de ellas adaptada al clima de un
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periodo geológico concreto. Otros usos más imaginativos del razonamiento


basado en el diseño procedían de naturalistas como Louis Agassiz y Richard
Owen, que buscaban patrones que reunieran la totalidad de la Creación en un
conjunto integral (Bowler, Moros, pag. 446).

Es fácil constatar que la teología natural contiene una serie de presuposi-


ciones fuertes en su observación de la naturaleza. La “escala natural”
presenta a las especies como ideas “inmutables” (i.e., la tesis del esencia-
lismo), y promueve la búsqueda de “patrones comunes” de los seres vivos,
en contraste a la variabilidad inherente del pensamiento poblacional
darwiniano. Al creer que los organismos están perfectamente adaptados
a su medio, muestra no sólo “inteligencia en el creador” sino también una
teleología, pues avanzan en complejidad (desde seres inorgánicos a ani-
males y humanos), y llega finalmente a un ser con carácter moral, con un
estatus especial. Este aspecto permite entender por qué mucho biólogos
(como Alfred Wallace), pese a compartir y afirmar las tesis de Darwin, no
aceptan que la inteligencia o mente humana tuvieran un origen evolutivo
(Moreno, 2003, pag. 35). Por otro lado, el escaso tiempo otorgado entre la
creación de la Tierra y el periodo actual dejaba fuera cualquier evolución
de manera estrictamente material. Sin embargo, pese a la diferencia del
enfoque teológico y el darwiniano, ambos comparten el concepto de
“función de” como herramienta bajo la cual observar a los seres orgánicos,
pues en ambos el fenómeno a explicar era la aparente “belleza y adapta-
ción” de los seres vivos a su hábitat. Mientras que uno responsabilizó a
Dios, el otro a un proceso netamente mecánico y “ciego”: la selección
natural.
La teología natural, aunque no se note a primeras, al presentar un orden
esquemático de la naturaleza, y detrás de ella la inteligencia de un creador
todopoderoso, era utilizada políticamente para defender el orden estable-
cido:

De hecho, las clases dominantes británicas en el ámbito de la cultura conside-


raban que la teología natural era uno de los baluartes más firmes contra la
agitación social, puesto que reforzaba la idea de jerarquía estable, ese poderoso
antídoto contra la insurgencia civil y la rebelión. En este sentido, la doctrina
teológica se integraba plenamente en los valores y actitudes sociales de los
hombres más influyentes de los primeros años del siglo (Browne, 2007, pag.
27).

¿Por qué en la Inglaterra de principios del siglo XIX se vivió un complejo


panorama político? ¿Qué relación guarda ello con la teología natural? Para
comprender tal aplicación social de la teoría, debemos destacar el papel
de la Revolución Francesa y de la Ilustración.
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LA POLÍTICA Y FILOSOFÍA EN LA CIENCIA:


LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LA ILUSTRACIÓN
Durante finales del siglo XVII se llevó a cabo en Francia un proceso
político-social que influiría a toda Europa: La Ilustración y la Revolución
Francesa como su fundamento teórico, definida por Christie del siguiente
modo:

La Ilustración fue esencialmente un programa de reforma creado por filósofos


y científicos dedicados a cambiar el terreno intelectual, político y social en que
los humanos se habían vistos obligados a vivir hasta entonces. En particular
buscaban un mayor grado de libertad política individual y de igualdad social
del que existía en ese momento. Una clave para lograr eso era la liberación
intelectual, y este presupuesto de la Ilustración hizo que la ciencia fuera central
para sus aspiraciones, pues los pensadores ilustrados erigieron la ciencia como
modelo de lo que el espíritu humano puede lograr cuando está sometido a
restricciones. La obra de Galileo, Descartes, Bacon y Newton fue usada como
ejemplar, como portadora de verdadero conocimiento acerca de la naturaleza.
Este conocimiento auténtico no sólo liberaba a la mente humana de los grilletes
de la religión, supersticiosa y la metafísica pasada de moda, sino que podía
dirigirse hacia fines materiales productivos que incrementarían la prosperidad
y con ello garantizarían el progreso político y social (Christie, 1990, pag. 46).

A lo largo de la década de 1790, en Francia, el rey Luis XVI perdió la cabeza


y la Iglesia católica romana fue prohibida (Larson, 2007, pag. 30); las
constantes revueltas, luchas antirrevolucionarias y el “reinado del terror”
generaron un complejo clima beligerante. La hipótesis de progreso políti-
co-filosófico inserta en varios escritos de la Ilustración, más que defenderse
con argumentaciones biológicas originales, fue utilizada para mostrar que
la idea de un “planificador inteligente” resultaba innecesaria 4, lo que
convierte, en este contexto, a la defensa de una explicación material de los
orígenes de la vida como un ataque a los cimientos, tanto del orden social
establecido, como de la autoridad político-religiosa, y se presenta como
“revolucionaria”. En general, las élites, conservadores y religiosos (promo-
nárquicas) formaron un solo bando (influidos abiertamente por la teología
natural), y las ideas de “progreso político-social” y “transmutación de las
especies”, si bien diferentes, fueron “empaquetadas” como pertenecientes
al mismo sector liberal. Al referirse a ese complejo escenario histórico,
Suárez afirma:

La Europa de la primera mitad del siglo XIX fue escenario de profundos


cambios sociales, derivados de complejas luchas entre las clases de la naciente
sociedad industrial (obreros y burgueses) y aquellas representantes del antiguo
régimen (aristocracia, clero, campesinos y artesanos). La Revolución Francesa
(una revolución catalogada como “burguesa”) no terminó, de una vez por
todas, con el antiguo régimen. Muchos aristócratas, que habían sido despoja-
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dos de sus tierras, las recuperaron en los primeros años del siglo XIX al
comprarlas con nombres falsos. En ocasiones, los miembros de esta clase se
hacían eco de las demandas de campesinos y artesanos que veían destruidas
sus antiguas formas de vida y sus tradiciones con el advenimiento de la
producción industrial y la destrucción de los lazos comunitarios ancestrales en
el campo y la ciudad. Así, algunos de los movimientos de protesta de campe-
sinos y artesanos —que proliferaron entre 1815 y 1830, y luego en la década de
los 1840s— fueron encabezados y utilizados por la vieja aristocracia con el fin
de recuperar sus privilegios perdidos. Asimismo, el clero seguía teniendo gran
influencia sobre el campesinado y la aristocracia: en general, las regiones
dominadas por la Iglesia católica en Francia (el sur y el centro) eran profunda-
mente promonárquicas y antiburguesas, mientras que las zonas protestantes
del norte y el este eran profundamente anticlericales y republicanas (Suárez,
1998, pag. 159).

Sobre su influencia en Inglaterra, sostiene que:

Si bien la situación política en Inglaterra no había llegado a ser tan explosiva,


las demandas de la nueva clase burguesa liberal también habían llegado a un
clímax en 1832. El partido Whig (liberal) había conquistado la mayoría de los
lugares en el Parlamento y una serie de revueltas de obreros y burgueses los
obligaron a presentar una reforma electoral que ampliaba la base de electores,
así como a modificar una serie de leyes en favor del desarrollo capitalista y en
contra de los intereses de la aristocracia y la Iglesia anglicana. Con la llegada
de los Whig al parlamento (liderados por lord John Russell) también llegaron
representantes de movimientos más radicales, que pedían voto universal y
otras reformas. Los Tories (el partido conservador), por su parte, temían que
una revolución social acabaría con el sistema de gobierno inglés, en el que los
intereses del rey (el Estado) y la Iglesia se encontraban estrechamente unidos.
Mientras esto pasaba en el Parlamento, las calles de las ciudades inglesas eran
escenario de enfrentamientos, mítines, marchas y saqueos (Suárez, 1988, pags.
160-161).

Además de este inestable escenario político, debemos tener en mente todo


el proceso de transformaciones tecnológicas, económicas y sociales produ-
cidas por la revolución industrial, especialmente en Gran Bretaña. Duran-
te los siglo XVIII y XIX ocurre una increíble explosión de invenciones y
desarrollos técnicos en diferentes disciplinas, como la invención de la
primera vacuna (1796), el primer termómetro de mercurio (1714 y desarro-
llo posterior), el acero moderno, el desciframiento de la “Piedra Roseta”
(1799), y demás. Cabe señalar aquí que la máquina de vapor (1712) sería
uno de los más revolucionarios; antes, la única fuerza mecánica disponible
consistía en el molino de viento y la rueda de agua, que ofrecía general-
mente diez caballos de fuerza, o a lo más, setenta y cinco 5. En 1780, James
Watt, basándose en los descubrimientos anteriores de Recomen, constru-
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yó un motor con potencia cercana a los mil caballos de fuerza. En otras


palabras, nace una tecnología que otorga más de diez veces la potencia de
los mecanismos generadores convencionales, altamente manipulable, no
dependiente de contingencias climáticas (como el molino de viento) y con
insumos fácilmente accesibles.
Como se puede inferir, la aplicación de la máquina de vapor a los
campos de la industria textil (al permitir un método para hilar mecánico),
agrícola (arado movido a vapor), minería (extracción de agua) al transpor-
te 6 (velocidad de viaje mucho mayor, aumentando la inmediatez de la
comunicación y abriendo nuevas rutas de comercio), imprenta (abarató
costes al necesitar menos personal y aumentó la producción. Transformó
las relaciones sociales, particularmente de dos maneras. Por una parte,
aumentó radicalmente los niveles de producción, sustituyó el sistema
doméstico por la fábrica, promovió la automatización y la división del
trabajo, y obligó al campo a desplazarse a la ciudad. Por otra parte,
implícitamente, fue un “ejemplo vivo” del ideal de progreso inserto en la
Ilustración, pues se solía considerar al binomio ciencia-tecnología como
dos caras de la misma moneda, utilizable para el bienestar humano. Sobre
la conjunción entre desarrollo tecnológico, aplicación social y utopía nos
dice Bowler:

El vapor sustituiría al trabajo humano y animal como fuente principal de


energía. La maquinaria también mantendría a raya a los trabajadores. Ure
ansiaba un futuro en el que los seres humanos y las máquinas funcionarían
juntos en armonía, todos regulados por un ingenio central. Los comentaristas
como Ure daban por sentado que la ciencia era la fuente primordial de inno-
vación técnica. Para ellos, el aprovechamiento de la filosofía natural con fines
prácticos era la principal explicación del progreso industrial británico durante
aquel siglo (Bowler, pag. 507).

El progreso era palpable, aunque sesgado. La acelerada industrialización


y el éxodo masivo a las ciudades produjeron hacinamiento, tanto de
obreros como de marginados. “Decenas de miles vivían aglomerados en
barrios que no contaban con las mínimas condiciones de higiene, y el
crimen, la muerte y prostitución proliferaban” (Suárez, 2001, pag. 173).
Conflictos entre terratenientes y manufactureros, burgueses y asalariados,
provincias y metrópolis, hambrientos y ricos se presentaban en una socie-
dad bastante dividida. La “Declaración de los derechos del pueblo” (1838),
según Browne (2007, pag. 45), atemorizaba profundamente a la clase
política dominante, pues aquella planteaba las ideas de sufragio universal
masculino, voto secreto, distritos electorales, abolición de los requisitos de
propiedad para acceder a la Cámara de los Comunes, pago a los parlamen-
tarios y Parlamentos anuales. Eran tiempos de transformaciones político-
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sociales profundas, desarrollo económico desigual e ideas progresistas,


fundadas en las utopías ilustradas.
En este contexto, Suárez (2001) plantea la existencia de dos condiciones
históricas influyentes en el pensamiento darwiniano. La primera, la gran
difusión de las ideas de los naturalistas franceses Jean Baptiste de Lamarck
y Geoffroy Saint Hilaire en un sector liberal de los jóvenes estudiantes de
Inglaterra; la segunda, la relación entre el liberalismo político de Smith y
el principio de divergencia de caracteres presente en la teoría darwiniana.
Esbozaré la primera.

V. FORMACIÓN DE PROFESIONALES
E INFLUENCIA DE LOS BIÓLOGOS FRANCESES
En la Europa del siglo XVIII y aun en la primera mitad del siglo XIX, el
ejercicio de cargos públicos o profesiones no requería de educación previa
en universidades o centros de enseñanza reconocidos, y era común que
los aristócratas los heredaran, es decir, imperaba un sistema donde el
individuo ocupaba su posición según su riqueza, estatus social o convic-
ciones religiosas. En Inglaterra, el grupo aristócrata acostumbraba estudiar
en las universidades anglicanas de Oxford y Cambridge, y controlaban,
entre otros, el Colegio Real de Cirujanos y el de Medicina, que ejercía un
“monopolio” de la enseñanza de la medicina en los hospitales. Poseer tales
puestos políticos era clave para mantenerse como clase influyente, que era
un obstáculo para las políticas modernas impulsadas por sectores liberales.
En contraste, las clases medias asistían a la Universidad de Edimburgo o
bien a escuelas privadas de medicina en Londres, para luego de realizar
alguna estancia corta en París.
El Colegio Real de Cirujanos, en 1822-24, modificó su reglamento y dejó
de aceptar los certificados que ofrecían las escuelas privadas, pues ellas y
los maestros ajenos a la aristocracia habían causado una disminución en
el número de pupilos y pacientes en los hospitales controlados. Como
consecuencia, aumentaron los estudiantes escoceses e ingleses que viaja-
ron a París para obtener su certificación profesional (de 30 en 1815, a 200
en 1828 (Desmond, 1992, citado por Suárez, pag. 165)) con lo que se
difundieron tanto en la Universidad de Edimburgo, como en la de Lon-
dres, las ideas de los autores franceses Jean Baptiste de Lamarck (1744-
1829) y Geoffroy Saint Hilaire (1772-1844). Lamarck, en su Filosofía zoológica
(1802) formula la primera teoría de la evolución biológica, la cual, según
Larson (2007, pags. 60-63), se puede sintetizar del siguiente modo:
1. Los organismos vivos se generaron espontáneamente a partir de una
fuerza o fluido vital. La vida, entonces, no es una propiedad de la
materia misma, sino de su organización, pero todavía referida sólo a
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causas mecánicas, lo que constituye una explicación netamente mate-


rialista.
2. Una vez formados los organismos, tal fluido vital sigue actuando en
ellos, llevándolos —con sus descendientes— a formas más especiali-
zadas. La vida tiende naturalmente al progreso ascendente, a mayor
complejidad, formando una escalera, donde, obviamente, el hombre
se encuentra en la cúspide. ¿Cómo el fluido impulsa la evolución? De
dos maneras:
a. Los estímulos internos y requisitos externos hacen que el fluido se
concentre en determinadas partes del cuerpo, estimulando la salida
de un órgano nuevo.
b. El fluido se concentra naturalmente en los órganos utilizados,
escapando de los no utilizados, haciendo que los primeros se desarro-
llen más, y los segundos se atrofien, creando la “adaptación”. Por lo
tanto, un cambio medioambiental repercutirá directamente en la fisio-
logía del animal.
3. Las características adquiridas que establezca el fluido serán heredita-
rias.
En general, se suelen contraponer las ideas lamarckianas a las de Dar-
win con el clásico caso de la jirafa, presentándolas como incompatibles.
Ello es un error, pues el mismo autor del Origen defiende que el principio
de uso y desuso podría jugar un papel en el proceso evolutivo, siempre
subordinado al poder mayor de la selección natural. Este hecho refleja uno
de los principales problemas en la teoría darwiniana original: la carencia
de una teoría de la herencia. Por otra parte, dado que la finalidad de los
libros de enseñanza, más que hacer un compendio de errores, es destacar
los aciertos, se suele valorar el pasado en tanto es útil al presente, lo que
constituye un sesgo historiográfico potente.
El principio de uso y desuso, así como el progreso inherente de los
organismos de Lamarck, resultaron terreno fértil para aplicaciones políti-
co-sociales, pues, desde esta perspectiva, se puede argumentar que al
modificar el ambiente (la organización social), aunado a la voluntad y
actividad del individuo, se lograría una maleabilidad inmensa, lo que haría
imposible legitimar, como con la teología natural, un orden social desigual
bajo la bandera de ser “el estado natural”. En tanto “leyes naturales”,
independientes del actuar humano, adquirían las propiedades de univer-
sales, necesarias y moralmente aceptables. Es probable que por ello, en la
década de 1830, Lamarck se asocie con sectores sociales radicales, compro-
metidos con hipótesis materialistas extremas. En contraste, durante el
mismo periodo, las ideas de uno de sus discípulos, el zoólogo Geoffroy
Saint Hilaire, se hicieron muy populares en las escuelas privadas de
medicina (Suárez, pag. 165).
ESPINOZA SOTO / "EL ORIGEN" EN CONTEXTO / 55

En 1829, año de la muerte de Lamarck, Georges Cuvier (1769-1832), el


“león de la ciencia francesa del siglo XIX, fundador de la anatomía compa-
rada y paleontología moderna”, le dedicaría un elogio, donde, implícita-
mente, atacaría sus ideas así como las de Geoffroy. Dada la importancia
social y teórica de Cuvier, así como sus famosos debates con Geoffroy
durante 1830, es necesario esquematizar algunos de sus postulados, con
base en Ochoa y Barahona (2009):
1. Condiciones de existencia. Principio que expresa “que la operación que
realiza cada parte y cada órgano del ser viviente en conjunto es necesaria
para su persistencia” (Ochoa, Barahona, 2009, pag. 39). Este es el núcleo
de la postura funcionalista de Cuvier, pues conecta y subordina la morfo-
logía de los organismos a cumplir una función.
2. Correlación de las partes. “Cada órgano está conectado funcionalmente
con los otros, no siendo entidades aisladas, sino agregados” (Ochoa,
Barahona, 2009, pag. 40). Es decir, si por ejemplo, al analizar los dientes de
un animal reconocemos que éstos son como deben ser para alimentarse
con carne, podemos estar seguros, sin más exámenes, de que todo el
sistema digestivo es apropiado para tal dieta, y que su esqueleto, órganos
locomotores, sensoriales, están organizados para potenciar su habilidad
de caza.
3. Subordinación de caracteres. El órgano funcional más importante es el
sistema nervioso, al cual todos los demás deberían subordinarse. Esto tiene,
en conjunción con los demás principios, dos consecuencias importantes.
Por una parte, los órganos se mantienen invariables, pues resulta imposi-
ble la modificación aislada de un carácter. Por otra, al ser el eje el sistema
nervioso, planteó la existencia de sólo cuatro tipos anatómicos en el reino
animal: vertebrados (con columna vertebral); moluscos (dotados de con-
chas); articulados (semejantes a insectos), y radiados (ej. estrella de mar)
(Larson, 2007, pag. 24). Todas las demás variaciones eran superficiales.
4. Catastrofismo geológico. En 1796, y con el fin de dar cuenta de la gran
cantidad de especies extintas descubiertas —a través de sus fósiles—
Cuvier señaló que “todos los animales fósiles diferían de las especies
modernas y ninguna especie moderna existía en forma auténticamente
fósil” (Larson, 2007, pag. 21). A nuestros ojos ello no es ninguna novedad,
pero fue el primer autor en admitir la extinción de organismos como hecho
natural 7. Al intentar explicar la relación entre columnas geológicas y
fósiles, propuso una pauta histórica de inundaciones catastróficas, a las
que le seguían periodos de elevación de terrenos (Larson, 2007, pag. 21).
El catastrofismo geológico defendido por Cuvier propone que el cambio
terrestre se debe esencialmente a situaciones que escapan a las fuerzas
observadas comúnmente, pues son cambios bruscos o repentinos, producto
de “intervenciones divinas” o dependientes de fuerzas sobrenaturales.
56 / LUDUS VITALIS / vol. XXII / num. 41 / 2014

5. Creacionismo continuo. Luego de las extinciones en una zona, ésta es


invadida por especies que vivían en otra área. De este modo, las especies
no evolucionan, sino que migran. ¿No habría entonces un punto, luego de
catástrofes sucesivas, cuando ya no existan más especies? Para evitar tal
problema, Cuvier propone como hipótesis auxiliar la constante creación
de especies.
Cuvier realizó tres ácidas críticas a la postura lamarckiana. En primer lugar,
su principio de correlación de las partes, al plantear que están tan interre-
lacionadas entre sí en equilibrio perfecto, correspondiéndose unas con
otras y formando un sistema único funcional, las imposibilita de cambiar
sin hacerlo las demás, eliminando a priori toda posibilidad de evolución
orgánica. En segundo lugar, en su trabajo (en el Museo Nacional de
Francia) albergaba una —si no la mejor— colección de fósiles del mundo,
que no era sino la acumulación desordenada de restos orgánicos (plantas
sobre peces, conchas sobre animales), lo que hacía imposible pensar cómo
los organismos se relacionaban con su hábitat, descartando el mecanismo
evolutivo de Lamarck. Finalmente, y relativo también al registro fósil, sus
investigaciones arrojaban la inexistencia de una clara relación gradual
entre los organismos o, si existía, sería saltacionista. Tal posibilidad queda-
ba descartada por los principios antes señalados, ya que alterar de manera
aislada cualquier característica podría alterar, a juicio de Cuvier, la estrecha
relación entre estructura y función.
Geoffroy, al contrario del funcionalismo de Cuvier, defendía el forma-
lismo morfológico, esto es, la hipótesis de que “la forma no se origina de
una función, sino es la forma la que encuentra una función determinada”
(Ochoa, Baharona, 2009, pag. 43). En breve, las aves no tienen alas para
volar, sino que vuelan porque tienen alas. Su postura se fundamenta en
tres principios básicos:
1. Unidad de composición orgánica. Plantea que las estructuras de todos
los animales podían ser reducidas a un limitado número de órganos
componentes. En la naturaleza no existe “verdadera novedad”, sino pe-
queña variación y reutilización de materiales, en otras palabras, la exis-
tencia de una unidad de tipo detrás de todos los organismos.
2. Principio de conexión de las partes. Es un método que consiste en poder
abstraer, a partir de la variedad encontrada en la naturaleza, un esquema
arquetípico invariable, donde, al aplicarlo a otros seres vivos, sus partes,
pese a que se expandan, contraigan o atrofien, no necesiten de elementos
nuevos para poder representarlo. Es decir, tener una idea básica bajo la
cual, si la rotamos, expandimos o torcemos, nos sirva para poder encarnar
una generalidad mayor de seres vivos, siempre manteniendo sus relacio-
nes mutuas. Básicamente, es la idea de que, para representar la forma “T”,
se postule la conjunción de dos “I”, en diferente posición.
ESPINOZA SOTO / "EL ORIGEN" EN CONTEXTO / 57

3. Ley de compensación. Consiste en “que en cuanto al rendimiento


económico del organismo entero, algunas partes se desarrollen más a
expensas de otras, las cuales resultan disminuidas” (Ochoa, Barahona,
2009, pag. 44). Todos los animales tienen un costo energético predefinido,
el cual pueden variar en sus órganos. La idea es que la naturaleza para
consumir de un lado ahorra en otro; por ejemplo, si una vaca genera
mucha leche, será difícil que forme músculos.
El principio de conexión de las partes es el núcleo de la “anatomía
filosófica” propuesta por Geoffroy en 1807, la cual tenía por idea principal
que, detrás de la variabilidad de vertebrados, se encontraba un único plan
de creación. En 1829, Pierre Meyranx y Laurencet enviaron a la Real
Academia de Ciencias de Francia un escrito donde mencionaban que, “si
acomodamos a un molusco en cierta posición invertida, la anatomía del
vertebrado presentaría cierta proporción topológica semejante a éste”
(Ochoa, Barahona, 2009, pag. 48). Geoffroy interpretó las conclusiones del
escrito como una prueba importante a su teoría, pues permitía reducir uno
de los planes anatómicos de Cuvier (el molusco) a los vertebrados, cues-
tionando implícitamente tanto su taxonomía como al principio de corre-
lación de las partes. La respuesta de Cuvier no se hizo esperar, y criticó
duramente el principio de unidad de composición así como la conclusión
sobre los moluscos, porque, a su parecer, aunque ambos tipos de organis-
mos tuvieran ciertas semejanzas, no eran razón suficiente para concluir
que ambos estaban construidos bajo el mismo plan. Ambos autores eran
reconocidos, y Geoffroy decidió defender sus ideas, y propuso una serie
de debates en la Academia de Ciencias de Francia.
De estos debates, dejando de lado las interesantes anécdotas científicas,
es posible extraer dos consecuencias importantes para la teoría de la
evolución, una biológica y otra social. Por un lado, Ochoa y Barahona
(2009) defienden que estas controversias son un posible origen intelectual
de los conceptos de analogía y homología modernas, planteados de ma-
nera diferente por Richard Owen y Charles Darwin. La hipótesis central
es mostrar cómo la discusión entre formalismo (Owen) y funcionalismo
(Darwin), fue heredara de ese debate, y que influyó en la conceptualiza-
ción de los términos. En segundo lugar, en el debate del 5 de abril, Cuvier
señaló que la variación del esternón en aves, mamíferos y reptiles era
demasiado grande como para existir una unidad subyacente, tal como
proponía Geoffroy. Sostuvo además, que “el único medio por el cual
podemos entender la biología es la explicación teleológica” (Ochoa, Bara-
hona, 2009, pag. 52) y calificó de “metafísicas” todas las ideas de su
oponente. El “nuevo contexto” del debate es presentado del siguiente
modo:
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Ese mismo día, el debate se tornó tenso debido a la preocupación de los


miembros de la Academia por reconocer que la controversia no tenía solución.
Estaba claro que Cuvier y Geoffroy diferían considerablemente en su forma de
pensar; ambos planteaban sus memorias de acuerdo con sus investigaciones y
ninguno de ellos convencía a su oponente; por ejemplo, Geoffroy exponía
diversos ejemplos de sus famosas teratologías, los huesos del cráneo y la
relación de estructuras análogas formales entre vertebrados e insectos, mien-
tras que Cuvier examinaba con lujos de detalle la características del reino
animal hasta puntualizar en cada uno de los órganos de algún animal para
probar que la unidad de la composición no existe. Además, debido a que la
audiencia en la Academia se llenaba cada semana, el ruido que generaban los
comentarios hacía que el debate pareciera más como un espectáculo teatral que
como una seria discusión científica (Ochoa, Barahona, 2009, pags. 52-53).

El debate no parecía dar con ganador alguno. El conjunto de hechos


presentados no era suficiente, pues ambas teorías podían explicar “igual
de bien”. Creo que para comprender realmente el papel social que jugaron
algunas teorías biológicas, así como la resistencia o aceptación de ideas
evolutivas, tenemos que considerar que esa situación de “incertidumbre”
no era algo raro, pues era una ciencia de “grandes principios explicativos”,
lo que hacía poco probable la existencia de un “experimento crucial”
revelador, que hubiera hecho posible interpretar los hechos de manera
diferente. Por ello es necesario evaluar las teorías evolutivas, no sólo en su
contexto científico, sino también en su carga político-social. Sobre el deba-
te, Suárez narra:

Los debates se prolongaron por dos meses, ante auditorios llenos de estudian-
tes parisinos e ingleses, así como de representantes de las distintas facciones
de la sociedad: monárquicos y liberales, radicales y conservadores. Es de
imaginarse que, dada la temperatura política del momento (previo al estallido
de la Revolución), el debate adquiría fuertes implicaciones. Aquí estaban en
lucha una concepción progresista del cambio natural (Geoffroy), contra una
concepción fijista que apelaba a la intervención directa de una voluntad
superior para dar cuenta del orden natural (Cuvier) (Suárez, pag. 169).

Más adelante agrega:

A partir de la década de los 1830s, y hasta bien entrado el siglo XIX, las ideas
de Geoffroy fueron tomadas como bandera de los movimientos progresistas
liberales en Inglaterra, y muchos transformistas (como Richard Owen) se
apoyaron en ellas. Sabemos que la anatomía de Geoffroy era de un gran
atractivo para los médicos y pensadores liberales convencidos de que la natu-
raleza, como la sociedad, estaba regida por las leyes del cambio continuo y
ordenado. Un cambio que se concebía como progresivo y uniforme, y que
llevaría a la sociedad —como a la naturaleza— de las formas más simples de
existencia a las más complejas (Suárez, pag. 169).
ESPINOZA SOTO / "EL ORIGEN" EN CONTEXTO / 59

De esta forma, se infiere fácilmente que, desde un plano social, la hipótesis


de transmutación de las especies tuvo una carga política liberal, al asociarse
con posturas materialistas contrarias a la fe y el conservadurismo aristó-
crata, pues promueven un cambio social, fundamentado en “leyes natu-
rales”. Por otro lado, tanto la “cadena del ser” aristotélica, como el modelo
lamarckiano y, más aún, la teología natural, consideraban al ser humano
con un estatus especial, frente a los demás seres vivos. Esto podría explicar
en parte por qué, luego de que Darwin planteara su teoría, los debates se
centraran o bien en la negativa de aceptar que el hombre está a la par
—biológicamente hablando— de cualquier animal, o en el rechazo de la
“selección natural” como mecanismo de cambio, pues quitaba relevancia
a cualquier aspecto teleológico a la evolución.
Teniendo en mente algunas de las perspectivas e influencias teóricas de
la época, así como su trasfondo político, quisiera destacar ciertos apartados
de la vida de Darwin considerados como intelectualmente relevantes en
su teoría.

VI. BREVE ESBOZO BIOGRÁFICO DE DARWIN


Charles Robert Darwin nació en Sheresbury, Inglaterra, en abril de 1809.
Fue el quinto hijo dentro de su familia. Su padre, Robert Waring Darwin,
era médico casado con Susannah Wedgwood. Tuvo dos abuelos que
jugaron un papel importante en el florecimiento intelectual del siglo XVIII:
Erasmus Darwin, poeta, y para muchos un pensador evolucionista prema-
turo, y Josia Wedgwood, famoso industrial ceramista. Se suele destacar en
sus biografías que su familia fue de posición destacada y respetable dentro
de la sociedad. En este sentido señala Browne:

Esta combinación bastante moderna de prosperidad económica industrial,


posición social respetable, escepticismo religioso y orígenes cultivados, garan-
tizó que Darwin contara siempre con un lugar en la sociedad de clase media
alta y con la perspectiva de recibir una herencia acomodada, elementos ambos
que ejercieron de auténticas condiciones materiales para sus logros posteriores.
Nació, por así decirlo, en el seno de la intelectualidad económicamente acomo-
dada de Gran Bretaña (Browne, 2007, pag 20).

El medio intelectual de los Darwin claramente era liberal o Whig. Durante


tres generaciones los médicos de la familia habían sido educados en la
Universidad de Edimburgo, la cual, como antes señalamos, era un bastión
del pensamiento progresista de Inglaterra del siglo XVIII e inicios del XIX
(Suárez, pag. 170). En 1825, su padre lo envía a la Escuela de Medicina de
Edimburgo, donde comenzó a estudiar tal carrera. Si bien se retiró dos
años después por dos experiencias traumáticas con la cirugía —con la
promesa de nunca ser médico— fue alumno del zoólogo Robert Grant,
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quien lo introdujo a las ideas de Lamarck y a los círculos radicales de


Edimburgo. En 1828, ingresa en el Christ College, en Cambridge, con el fin
de ordenarse sacerdote de la Iglesia anglicana. Pese a que la familia no era
especialmente religiosa, convertirse en vicario era una posición destacable
como profesión de clase media. Lo interesante es que su círculo de amigos,
así como de profesores, cambió mucho. En un contexto aristócrata y
anglicano, se relacionó con el reverendo John Henslow (1796-1861), botá-
nico e historiador. En su formación cursó matemáticas, cultura clásica y
teológica, y atendió en su último año las conferencias públicas de Adam
Sedgwick (1785- 1873) donde se enteró del catastrofismo. Dado que en
Cambridge era obligatoria la lectura de la Teología natural de Paley, se
familiarizó con sus principios, y resulta bastante evidente que su perfil
funcionalista, al momento de estudiar los seres vivos, será una influencia
mayor en su trabajo posterior.
Tras los exámenes finales de 1831, y luego de pasar dos semanas como
ayudante del profesor Sedgwick examinando las antiguas rocas de Gales,
regresa a su casa natal en Sherewsbury, donde encuentra una carta de
Henslow en la que le ofrecía realizar un viaje por todo el mundo en un
buque cartográfico británico, el H.M.S. Beagle. La invitación provenía del
capitán Robert FitzRoy (1805-1885), el cual obtuvo permiso para poder
llevar a un acompañante que además recolectara especímenes de historia
natural. Tendría las comodidades de un capitán, pero debía pagarse el
pasaje. El viaje, en narrativa de Browne,

se prolongó desde diciembre de 1831 hasta octubre de 1836, periodo durante


el cual visitaron el archipiélago de Cabo Verde, las islas Malvinas y muchas
localizaciones costeras de Sudamérica, entre las que se encontraban Río de
Janeiro, Buenos Aires, Tierra del Fuego, Valparaíso y la isla de Chiloé, a la que
le siguieron las islas Galápagos, Tahití, Nueva Zelanda, Australia, Tasmania
muy brevemente y el archipiélago de Cocos (islas Keeling) del océano Índico,
para concluir en el cabo de Buena Esperanza, Santa Helena y la isla de
Ascensión. En Sudamérica, Darwin realizó en solitario varias expediciones
tierra adentro muy prolongadas, incluido un viaje a través de los Andes
(Browne, 2007, pag. 31).

Mientras realizaba su viaje, FitzRoy le regala un ejemplar de los Elementos


de geología, de Charles Lyell (1797-1875) donde, basándose en la hipótesis
del “vulcanismo de estado estacionario” defendida por James Hutton en
el siglo XVIII, plantea que los fenómenos geológicos observables en la
actualidad deberían ser explicados también con base en fuerzas obser-
vables actualmente, lo cual rompe con la lógica “catastrofista” y cimenta
el uniformismo geológico. De esta postura, dos elementos resultarán muy
influyentes en el pensamiento darwiniano: sólo apelar a causas obser-
vables actualmente (y en eso se basa la analogía entre selección artificial y
ESPINOZA SOTO / "EL ORIGEN" EN CONTEXTO / 61

la natural), y aceptar que pequeños cambios a lo largo de mucho tiempo


pueden producir cambios profundos que, si bien es una de las tesis básicas
del uniformismo geológico, también se encuentra inserto en la selección
natural, al ser su modus operandi siempre gradual. En este sentido, el
gradualismo geológico abriría las puertas para un gradualismo biológico
(Browne, pags. 41-42).
Al volver en 1836, reparte sus especímenes del Beagle entre los expertos
de Inglaterra. Henslow lo ayudó a obtener ayuda de la hacienda pública
y publicar la Zoología del viaje de H.M.S. Beagle (cinco partes, 1839-1843),
donde expertos describen su colección de animales. Además, publica El
viaje del Beagle (1839) donde relata su aventura, lo que da renombre como
autor. En 1837, a cuatro o cinco meses de volver, acepta que las especies
surgieron sin ayuda divina (Browne, pag. 50). Pese a desconocerse el lugar
o el torrente de ideas que lo hicieron aceptar tal hipótesis, se considera a
las aves de las Galápagos como posibles responsables o, a lo menos,
generadoras de incertidumbres. En marzo de 1837, las aves fueron clasifi-
cadas por John Gould, quien hizo notar que cada una de ellas estaba
especialmente adaptada para comer o bien insectos, o cactus, o semillas,
clasificándolas finalmente en especies diferentes, muy semejantes. Dado
que Darwin no había etiquetado su lugar de origen (Browne, pag. 51), no
podría probarse que fueran de islas distintas aunque lo consideró plausi-
ble, cuestionándose que un creador racional no habría hecho tantas especies
de pinzones diferentes para poblar las pequeñas islas de un archipiélago.
La única posibilidad era que tales especies se hubiesen adaptado a cada
ambiente particular. (Larson, pag. 92). La idea de transmutación ya se
presentaba y sólo faltaba el mecanismo de cambio.
Durante 1837, el Parlamento de Inglaterra estaba dominado por los
liberales, y muchas cuestiones del orden social y político se debatían en los
círculos a los que Darwin asistía. Su hermano Erasmus pertenecía a un
ambiente claramente liberal, donde una de sus amigas, Henriette Marti-
neau, era una conocida defensora de las ideas de Thomas Malthus (1776-
1834) desarrolladas en su Ensayo sobre el principio de la población (1798), las
cuales eran bien conocidas, pues habían servido como fundamento a la
llamada “Nueva Ley de los Pobres 8” (1834). Dado que este autor tendrá
una especial importancia en la teoría darwiniana, quisiera rescatar algunos
de sus postulados:
1. En todas las especies, mientras que su población aumenta de manera
geométrica (2,4) los alimentos lo hacen a tasas aritméticas (1,2,3).
2. Dado que los alimentos son insuficientes para mantener a todos los
individuos, “la necesidad, esa imperiosa ley de la naturaleza que todo lo
impregna, restringe su población dentro de los límites prescritos. Entre las
plantas y los animales, los efectos de esa necesidad son la pérdida de
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fertilidad, la enfermedad y la muerte prematura. En la humanidad, pro-


duce la miseria y el vicio” (Malthus, citado en Larson, pag. 96).
3. De no intervenir obstáculos represivos, como hambruna, pestes o
guerras, se produciría un declive progresivo de la raza humana, desenca-
denándose una “catástrofe demográfica”, en la que los recursos alimenti-
cios no darían abasto para la población.
Los rigores de la sociedad —señala nuestro clérigo anglicano— recaen
por lo general sobre los enfermos y pobres, los miembros más débiles de
la sociedad. Era voluntad de Dios que sucediera así y, por ello, no debemos
mostrarnos caritativos con aquellos grupos, pues sólo los animaríamos a
reproducirse más y acentuar la escasez de alimentos. Es fácil comprender
por qué las ideas de Malthus adquirieron popularidad y relevancia en la
política de Inglaterra, al ser una respuesta práctica a las condiciones de
hacinamiento y pobreza de gran parte de la población. Eran problemas
sociales transversalmente debatidos, por lo cual no resultaría extraño que
Darwin estuviera al tanto y leyera el libro. Ese momento se recoge en la
Libreta D, apunte fechado el 28 de septiembre de 1838 (Browne, pag. 54).
Lo que rescata Darwin de Malthus no es la exaltación moral de la guerra,
o su aplicación social, sino considerar que en la naturaleza las especies
tienden a aumentar su población. Por la “economía natural” los recursos
son limitados, imponiendo una constricción a su aumento. Es por ello que
los individuos de la misma especie deberán luchar para satisfacer sus
necesidades. En otras palabras, señala que el aumento demográfico de la
población está limitado por los recursos disponibles, de naturaleza limita-
da. Muñoz (2009) cree que el destacar la competencia en la naturaleza es
una visión prevaleciente desde el siglo XVI, coincidente con el surgimiento
del capitalismo. Tanto en Thomas Hobbes (1588-1679), en Adam Smith
(1723- 1790), en Thomas Malthus y en Darwin, se considera dentro de lo
“humano”, o en la estructura social, la competencia como una condición
constante. Para ejemplificar, extraigo el siguiente fragmento de las notas
de Darwin:

Cuando se encuentran dos razas de hombres, actúan exactamente igual que


dos especies animales (luchan, se comen el uno al otro, se contagian enferme-
dades mutuamente, etc.), pero entonces llega la lucha más mortífera, en la que
se decide quién posee la organización o los instintos (el intelecto en el ser
humano) mejor adaptado para triunfar (citado por Larson, 2007, pag. 99, de
Darwin’s Notebooks, p. 414).

Por otro lado, y relativo también al papel contextual de ciertos elementos


de la teoría darwiniana, Gould (1997), al rescatar una de las hipótesis de
Daniel P. Todes en “Darwin’s Malthusian metaphor and Russian evolu-
tionary thought, 1859-1917”, señala que los lugares visitados en el viaje del
ESPINOZA SOTO / "EL ORIGEN" EN CONTEXTO / 63

Beagle jugaron un papel muy influyente en la dinámica de la selección


natural, que en palabras de Darwin:

Utilizo este término en un sentido amplio y metafórico, que incluye la depen-


dencia de un ser respecto de otro y, lo que es más importante, no sólo la vida
del individuo, sino el éxito en dejar descendientes. De dos animales caninos
en tiempo de escasez puede decirse verdaderamente que luchan entre sí para
dirimir quién obtendrá alimento y vivirá. Pero de una planta en el límite de un
desierto se dice que lucha por la vida contra la sequedad... Como el muérdago
es diseminado por aves, su existencia depende de ellas; y metafóricamente
puede decirse que lucha con otras plantas que poseen frutos, tentando a las
aves a devorar y así diseminar sus semillas (Darwin, pag. 85).

Pese a ser una metáfora totalmente abstracta de las interacciones entre los
seres vivos, ha sido interpretada generalmente como una lucha, una
confrontación sangrienta donde la competencia es la regla inherente de la
evolución. Basándose en los escritos de autores rusos referentes a la
evolución (puntualmente a Piotr Kropotkin), Gould señala que la selección
natural podría también ser tomada como la cooperación entre organismos
para sobrevivir, al ser el apoyo mutuo el principal mecanismo evolutivo,
no la competencia directa. En este sentido, existirían dos tipos de compe-
tencia, aquella entre organismos por la obtención de recursos y aquella
entre el conjunto de organismos (y sus relaciones recíprocas) en pos de
sobrevivir en algún ambiente, que lleva a la cooperación. ¿Por qué Darwin
—y autores ingleses como Huxley— destacan el papel competitivo de la
selección natural, por sobre la ayuda mutua? Gould nos dice lo siguiente:

Cuando era joven, mucho antes de su conversión al radicalismo político,


Kropotkin pasó cinco años en Siberia (1862-1866), justo después de que Darwin
publicara El origen de las especies. Fue allí como oficial militar, pero su misión
sirvió de tapadera conveniente a su anhelo de estudiar la geología, la geografía
y la zoología del vasto interior de Rusia. Allí, en el polo opuesto a las experien-
cias tropicales de Darwin, vivió en el ambiente menos propicio a la interpreta-
ción de Malthus. Observó un mundo escasamente poblado, barrido por
frecuentes catástrofes que amenazaban a las pocas especies capaces de encon-
trar un lugar en una tal desolación. Como discípulo potencial de Darwin, buscó
la competencia, pero a duras penas halló alguna. En cambio, observó continua-
mente los beneficios de la ayuda mutua al habérselas con un rigor exterior que
amenazaba a todos por igual y que no podía superarse mediante los análogos
de la guerra y el boxeo.

Lo que destaca Gould es que, según Todes, una diferencia esencial entre
el pensamiento de Darwin y su discípulo evolutivo Kropotokin fue el
ambiente que observaron. Mientras la selva sobrepoblada era un terreno
propicio para la competencia y la falta de recursos por la alta población,
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que respalda la teoría de Malthus, Rusia era el polo opuesto: grandes


superficies de tierra inhóspita infrapobladas, donde la competencia, si
existía, era sobrevivir al medio.
Paralelo a sus lecturas de Malthus, Darwin encontró otra influencia
importante en los reportes de criadores y ganaderos relativos a la creación
de razas y variedades. De ellos constató que jugaban un papel “pasivo” en
el proceso, pues no podían ni prever ni causar las variaciones, sino sólo
seleccionar y conservar las características que aparecían “espontáneamen-
te” en la población que reproducían. A este mecanismo lo llamaría “selec-
ción artificial”, por la dirección que le otorgan los humanos de acuerdo con
sus intereses. Se asume que no había dos individuos idénticos en una
población, y su hipótesis es que la variación existente y la buscada por el
criador no tenían conexión, sino que era totalmente “azarosa”, es decir,
que no dependían de las necesidades del organismo o de la especie. La
producción “azarosa 9” de características dentro de una población será uno
de los elementos esenciales de la teoría de Darwin, pues es la materia bajo
la cual trabaja la selección natural.
Pese a que ciertos elementos de la teoría ya estuviesen explicitados en
1837, y en el año siguiente ya estuviese listo su esqueleto, durante los
siguientes quince Darwin recolectó hechos e informes que complementa-
rán su postura, así como a refinar su armazón teórico (Suárez, pag. 178).
Suárez señala que uno de esos elementos fue el problema de cómo explicar
el origen de la diversidad biológica, cuna del posterior “principio de
divergencia de caracteres”, concepto en el cual varios autores ven la
influencia del zoólogo Milne-Edwards y del antes mencionado Adam
Smith.
Milne-Edwards, en el Diccionario clásico de historia natural (1827) (obra
presente en el Beagle), enunció por primera vez el principio de división del
trabajo en contexto biológico, bajo el cual se fundamenta que, a medida
que los organismos se hacen más complejos diferentes partes de su cuerpo
se especializan en funciones específicas. Según Schweber, la idea de espe-
cialización funcional resultará importante para que Darwin construya la
hipótesis de que el factor principal en la diferenciación ecológica es la
especialización funcional. Aquí cabe señalar que no sólo desde la biología
existía la idea de que la competencia y la división del trabajo resultan
provechosas al ejecutar acciones, sino que la misma industrialización
inglesa se basaba en ella. Suárez señala lo siguiente:

Si bien la evidencia de que Darwin leyó a Smith es indirecta, debe notarse que
Smith fue el único autor en hablar de divergencia de caracteres: es la división del
trabajo la que altera el carácter (esto es, la ocupación u oficio de los trabajado-
res), no el carácter el que genera la división del trabajo. Así formulado, el
principio de Adam Smith parece cercano a la noción darwiniana de que la
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diversidad ecológica (esto es, la diversificación de caracteres y en última


instancia la especialización) resulta de la especialización fisiológica, y no al
revés (Suárez, pag. 180).

Como se mencionó anteriormente, Darwin ya poseía los elementos cen-


trales de su teoría para 1838, pero no escribió ninguna cosa relacionada
hasta cerca de veinte años después. Se suele mencionar que una de las
posibles razones era la férrea oposición científica hacia las ideas de trans-
mutación, por lo que sus investigaciones posteriores buscaban anticiparse
a posibles críticas, como las que encontró el libro de Robert Chambers
(1802-1871), Vestiges of the Natural History of Creation (1844). Tal escrito,
ampliamente debatido por posiciones antitransformistas, tuvo la conse-
cuencia “sociológica” de allanar el terreno y mejorar la opinión pública
hacia las ideas evolutivas. En el mismo sentido, Herbert Spencer jugó un
papel semejante cuando, en la década de 1850, propuso su idea evolutiva
al conjugar ciertos principios lamarckianos y una visión maltusiana del
progreso social, cuando inventó la frase “supervivencia del más apto”. Lo
destacable de este hecho es que, si bien consisten en posiciones transfor-
mistas, distan mucho de la postura darwiniana, pues ambas mantienen
una direccionalidad evolutiva (hacia el progreso biológico) y consideran
al ser humano como el pináculo de este proceso. Dejar de otorgarnos un
pedestal especial en el reino animal, y pasar a ocupar una simple rama del
árbol evolutivo, es quizás uno de los cambios paradigmáticos más impor-
tantes en la historia de las ideas.
El 18 de junio de 1858, Darwin recibiría una carta del evolucionista
Alfred Wallace (1823- 1913), donde, a su parecer, se veían reflejados los
principales conceptos clave de la selección natural, lo que consideró era
un resumen de su teoría. Le entregó el manuscrito a Lyell, quien conocía
bien el trabajo que había realizado Darwin durante aquellos años, y quien
logró, junto con Joseph Hooker, que la Linnean Society de Londres publi-
cara el ensayo de Wallace junto con dos escritos anteriores no publicados
de Darwin sobre la selección natural (Larson, 2007, 106). Los tres escritos
fueron leídos el primero de julio del mismo año, con los autores ordenados
de manera alfabética. De inmediato Darwin comenzó a redactar una
versión más completa, titulada El origen de las especies por medio de la selección
natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la existencia.

CONCLUSIÓN
A lo largo del escrito he intentado sintetizar algunas de las influencias
sociales dentro del contexto histórico bajo el cual se gestó el pensamiento
darwiniano. No es una lista completa, y claramente su tratamiento es
superficial, pero la creo útil para analizar el complejo papel epistémico-so-
cial de los productos científicos. ¿Deja de ser su teoría “científica” porque
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se entremezclan principios de la revolución científica, el enfoque funcio-


nalista de la teología natural, uniformismo geológico, la “competencia”
inserta de selvas amazónicas y en posturas económicas como la de Smith,
es decir, elementos con carga social? Ocurriría sólo si tenemos un concepto
bastante estrecho de lo que es “ciencia” y su relación con el medio social.
Cuando aceptamos que los científicos, así como sus productos, son crea-
dos, enseñados, debatidos, reconocidos y utilizados en un contexto social,
la vieja discusión entre “internalismo” y “externalismo” pierde fuerza, lo
que da paso a una mirada más real de nuestro quehacer intelectual.
Dejando de lado las conclusiones que en cada sección he presentado,
quisiera destacar dos puntos importantes. Por una parte, la importancia
de la carga política de la teoría de la evolución. Esto se refleja particular-
mente en el debate Cuvier-Geoffroy donde, al presentarse dos teorías
diferentes que podían explicar un conjunto de hechos, y al existir un clima
de “incertidumbre epistémica” sobre qué era lo cierto, las creencias perso-
nales jugaron un papel activo de la manera en cómo interpretar la naturaleza.
Al estudiar la historia de cualquier disciplina científica se encuentran
ejemplos semejantes. Ahora bien, ¿nuestro modo de enseñar las ciencias
es acorde con esta realidad? No lo creo. En general, y pese a que multitud
de autores toman enfoques historiográficos relativos a estos temas, en el
aula se suele considerar a la historia como un simple compendio de
anécdotas.
En segundo lugar, y cercano a lo anterior, al mirar la historia asociada
al proceso de distanciamiento con el que se estudia el pasado, es más fácil
darnos cuenta de los prejuicios que heredamos. Siguiendo el enfoque de
Gould, si bien la metáfora de la selección natural no implica necesariamen-
te una competencia feroz entre organismos, así ha sido interpretada, lo
que deja de lado la posibilidad de la cooperación como factor evolutivo, y
que se ha convertido en una “ortodoxia” darwiniana. Recordemos que,
cuando Lynn Margulis (1938- 2011) propuso su “teoría de la endosimbiosis
serial” (la cual postula que el origen de la célula eucariota fue producto de
la fusión de tres bacterias prexistentes: una que aporta los microtúbulos,
otra ciertas capacidades metabólicas y la actual mitocondria) el manuscrito
original fue rechazado diecisiete veces, publicándose finalmente en 1967
(cerca de dos años después de su elaboración) (Sampedro, 2002, pag. 39).
Ahora es una teoría aceptada, y el caso nos llama a preguntarnos: ¿cuáles
son los prejuicios inherentes de nuestro tiempo? Buscar lo que cotidiana-
mente se nos presenta como invisible enriquece nuestro conocimiento.
Finalmente, no es posible evitar mencionar que, pese a todas las influen-
cias antes mencionadas, el genio y paciencia de Darwin al momento de
reunir lentamente sus datos es innegable. Su pensamiento tiene elementos
originales (como la importancia de la variabilidad individual inherente de
las poblaciones), que se nutrió con los informes de sus contemporáneos y
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con las discusiones biológicas históricas adquiridas durante su formación


científica. Sin lugar a dudas, la teoría de la evolución por selección natural
es una de las más influyentes, que altera nuestra visión del mundo natural,
e implícitamente, de nosotros mismos.
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NOTAS

1 La posible influencia del Dios cristiano en la ciencia la presenta Bowler y Moros


(2005, pag. 431) del siguiente modo: “Pero el historiador también ha de tener
presente la posibilidad de que las creencias religiosas de los científicos influ-
yan efectivamente en el tipo de ciencia que hacen. Stanley Jaki (1978) ha
sostenido que la noción cristiana de Dios como legislador tuvo gran impor-
tancia para establecer el concepto de leyes naturales que podían interpretarse
mediante análisis racional”.
2 Robert Boyle (1627-1691) “admitió a regañadientes que de vez en cuando la
deidad intervenía en el mundo mediante milagros —después de todo, el
cristianismo se basa en los sucesos milagrosos recogidos en la Biblia— pero
recalcaba que, pese a esas raras excepciones, las leyes de la naturaleza ejercían
un dominio absoluto sobre el mundo. Las leyes sólo podían preservar estruc-
turas impuestas por una creación inicial sobrenatural; por sí mismas no eran
capaces de crear nada” (Bowler, Moros, 2007, pags. 444-445). Obviamente,
esta conjunción entre ciencia y religión no es general. Por ejemplo, es cono-
cida la anécdota relativa al astrónomo francés Pierre-Simon Laplace, quien al
presentar su teoría de la condensación nebular a Napoleón en 1802, y éste
cuestionarle la falta de Dios en el argumento, respondió: “no necesito esa
hipótesis” (Larson, 2007, pag. 53).
3 Por ejemplo, George Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788) planteó que,
para poder reconciliar los descubrimientos científicos con el Génesis, podía-
mos interpretar los días de la Creación como eras geológicas.
4 Con esto se niega la hipótesis que plantea que Darwin “simplemente” tomó el
principio de progreso de la Ilustración y lo aplicó al orden biológico. Referido
al mismo tema, Moreno señala: “si existiera una conexión directa e inevitable
entre el concepto de progreso ilimitado y continuo y la evolución [darwinia-
na], los grandes naturalistas del dieciocho, imbuidos de pensamiento ilustra-
do, deberían haber sido evolucionistas. Pero ni Buffon, ni Diderot, ni Bonnet,
ni muchos otros, convirtieron el concepto filosófico-político de progreso en
una teoría científica sobre la evolución (Mayr 1982)” (Moreno, pag. 29).
5 Me refiero a la rueda más grande de toda Europa, construida en 1682 en el
palacio de Versalles.
6 Pese a que recién en 1804 se confecciona la primera locomotora para una
factoría al sur de Gales, en 1807 el barco a vapor, y en 1830 la “Rocket” abre
el primer servicio para uso público en Gran Bretaña (además de muchos
detalles y sutilezas históricas importantes) mi interés radica en presentar una
visión de conjunto.
7 “Antes de Cuvier, los naturalistas europeos sostenían, en general, que ninguna
especie —siendo todas ellas perfectas en su creación original— se había
extinguido jamás. Los fósiles no tenían una importancia fundamental: tales
objetos eran simples juegos de la naturaleza o restos de algunas especies aún
vivas.” (Larson, 2007, pag. 22).
8 La “Antigua Ley de los Pobres”, desde el siglo XVII, consistía esencialmente en
ayudas y subsidios legales a los pobres financiadas con impuestos, con la idea
original de evitar el vagabundeo. Una de las modificaciones más importantes
fue la realizada en 1795, motivada por las malas cosechas en Inglaterra y las
Guerras Napoleónicas, planteando el aumento de ayuda y nuevos tipos de
subsidios. Dado los niveles altos de desempleo y mendicidad de la Revolu-
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ción Industrial, se produjo una revisión de la vieja ley, dando origen a la


Nueva Ley de los Pobres antes mencionada (Rodríguez, 2003, pags. 119-122).
9 Según Suárez (1998), la idea de variación azarosas es un elemento completa-
mente original en las teorías transformistas de la época, pues tanto para
Lamarck (idea de progreso global), como para Geoffroy (idea de complejidad
gradual desde planes básicos) había un proceso dirigido. En cambio, el
mecanismo de Darwin hace hincapié en las circunstancias históricas y las
variaciones disponibles como explicación de la historia de las especies (pag.
176).
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