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Grupo de los Goces : Maria del Valle Castro – 2017

“Querer y desear no son lo mismo”

Por Alba Flesler *

El concepto de deseo es de mucha densidad en psicoanálisis y no debe banalizarse.


Se suele confundir el deseo con el querer alguna cosa. Y se rebaja con eso la
diferencia entre querer y desear. El deseo tiene como condición la pérdida de un goce,
por eso lo que deseo no es lo que quiero, es más, muchas veces implica la pérdida del
alcance inmediato de la satisfacción, la postergación de eso que se me apetece. Para
que haya deseo, para que él se encuentre articulado, ha de partir de una falta de goce.
En esa línea, cuando atendemos al deseo de los padres no lo rebajamos a si ellos
quisieron o no quisieron tener un hijo. Podremos ubicar el lugar del niño, localizar si ha
sido o es objeto de deseo, de amor y de goce, considerar si los tres están bien
enlazados o señalar si en cambio amor, deseo y goce no encuentran un buen enlace.
Es que cada uno de ellos, el deseo, el amor y el goce, si no encuentran un límite en
los otros dos registros quedan librados a una eficacia no agujereada: si se trata del
goce, es un goce que no tiene límite, o un amor que no tiene límite, o también un
deseo puede no tenerlo. Un deseo puede ser un deseo loco, desear, desear y sólo
desear, sin ningún anclaje en alguna satisfacción. O es un amor tan amoroso que está
sostenido exclusivamente en la consistencia de la dualidad, o también un goce sin
límite: si el niño es apetecible, lo quiero morder y lo muerdo, le quiero pegar y le pego.
Al goce le ponen límite el amor y el deseo. Los padres piensan, no infrecuentemente,
en matar a sus hijos. Pero ¿por qué no los matan? Nada más ni nada menos que
porque desean que vivan y por el amor que les tienen. Los aman y desean que vivan.
Podríamos decir que tienen un deseo más fuerte que el goce que también los habita.

Pacto de pareja

Hace unos días escuchaba a unos padres que frecuentemente suelen pedirme
entrevistas para ellos en el curso del análisis de su hijo. Vienen siempre en una misma
posición: llegan culpando al hijo, dicen que él está mal, me relatan lo que hace, sus
quejas recaen sobre el niño. El mecanismo de la repetición deja al descubierto un
engranaje siempre idéntico. Ellos presentan el pacto de la pareja respecto del niño. Se
ponen de acuerdo en lo mal que está el hijo y, gracias a ese acuerdo, en ese momento
ellos no tienen ninguna pelea, pero basta correr el foco del pequeño para revelar la
verdad de la pareja y es que un goce imparable se instala entre ellos como batalla
campal. El niño queda en esos momentos como objeto de goce instrumental,
relevándolos de interrogar qué pasa en la pareja familiar. Es clave atender al

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contrapunto, porque cuando el niño responde con un síntoma no es eludible la


pregunta por la verdad que el síntoma representa.

Juguete erótico

Como bien sabemos, el juego cumple un papel esencial en la estructura de todo sujeto
en la medida en que, jugando, un niño pone en movimiento una operación magistral de
creación. Llegamos al mundo como “juguete erótico” (Freud, “Sobre la más
generalizada degradación de la vida amorosa”) de aquellos que desearon tenernos, y
sólo dejando ese papel inicial llegamos a desear juguetes, objetos que nos permitan
armar nuestro propio juego. Pues bien, ese movimiento implica una operación de
construcción por parte del sujeto cuyo trámite lo lleva a recortarse del espacio o campo
del Otro para ir dando sus pasos y diseñando una escena propia, en la cual ir
encontrando el marco para su deseo. Así el niño al comienzo no ocultará sus juegos a
la mirada de los otros, pero sí lo hará más tarde en la medida en que la escena se
despliegue en su interioridad como ensueños diurnos o fantasías. La mirada se
reposicionará, entre tanto, y pareciera –según dijo Freud– que el juego, como tal, será
abandonado. Tiendo a creer que los seres humanos seguimos jugando, sólo que los
juguetes son otros y la escena hace un viraje. Pero ¿cómo sucedió? Ocurrió que en el
juego de la infancia, el niño, al mismo tiempo que armaba una escena lúdica, producía
un texto. En ese sentido él es un creador literario. Pues bien, con esas letras, el
pequeño que juega produce una trama simbólica que será el sostén de su fantasma a
medida que reprima el juego. Para ese tiempo, ya no será el niño-objeto en el
fantasma de la madre, sino que contará con el hueco apto para colocar el objeto de su
deseo.

¿De dónde vienen?

En Sobre las teorías sexuales infantiles, de Freud, encontrarán cuál es la lógica


impresa en ese interés que los niños tienen por las preguntas, hallarán también por
qué se origina la búsqueda de saber en el ser humano. Será la caída de una creencia
la que impulsará el movimiento. Todo comienza allí, cuando se resquebraja la creencia
que el niño tiene de ser el único objeto de satisfacción para su madre. Es la pérdida de
esa ilusión la que abrirá paso a la búsqueda de saber. Entonces, la pregunta inicial
¿de dónde vienen los niños? no será sino un deseo de saber sobre el deseo de los
padres. Es inútil, por lo tanto, apelar a responderles desde una efectiva educación
sexual, porque la pregunta es por el deseo que dio causa a la llegada del intruso. ¿De
dónde vienen los niños? No es más que de allí, del deseo de los padres.

Desde ya, si los padres tuvieran que responder a tamaña pregunta diciendo sólo la
verdad, deberían expresar que los niños se originan en el deseo y lo cierto es que la

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verdad en lo que a él respecta sólo se puede decir a medias. Nadie puede decir toda
la verdad. Y los padres tampoco dicen toda la verdad y eso no quiere decir que
mientan. Es que la verdad no es asimilable a lo real que interviene en el proceso de
reproducción. Es realmente compleja la relación entre el saber, lo real y la verdad.
Pero ese tema lo abordó detenidamente Lacan, Freud aduce simplemente que los
padres mienten, que ellos echan mano a la ficción de la cigüeña y esa mentira es
determinante en el futuro investigador, pues lo lleva a buscar el saber más allá de los
padres. Sin desestimar la importancia que reviste el hecho de no mentir a los hijos,
merece señalarse que si los padres responden y lo hacen diciendo la verdad, toda la
verdad, por la estructura misma de la verdad, que sólo puede decirse a medias, ellos
no van a poder decir toda la verdad de su deseo porque no hay un saber que pueda
decir toda la verdad. Es por eso que, si los padres responden la verdad hasta el límite
de su saber, el efecto para los hijos será altamente benéfico, pues ellos, al toparse con
el límite propio de todo decir, van a seguir la búsqueda de saber más allá de los
padres. En definitiva, extenderán la suposición de saber a otros.

Las primeras preguntas que el niño formula se dirigen al Otro paterno. Si en principio
se juega una dinámica, surgen preguntas y hallan respuestas, las preguntas
continuarán avanzando hasta bordear el límite del saber y dejar en el niño un espíritu
investigador con la ostensible ganancia de avanzar en la búsqueda de más y más
saber. La pregunta se recrea más allá de los padres. Pero si el Otro no escucha al
sujeto o no ofrece sus respuestas hasta el límite de su saber, entonces el niño puede
detener la pregunta y sufrir una inhibición. La presencia de preguntas por parte del
sujeto tiene un valor clínico inmenso. Ella es el fruto, el efecto de una operación
dialéctica entre el niño y sus padres. Es tan notable su efectiva realización como los
alcances del entorpecido intento en su promoción. Muchos adultos llegan a la consulta
con un gran padecimiento, pero sin atinar a interrogar su síntoma. Una vez más, la
edad puede no coincidir con los tiempos del sujeto. Esta vez con los tiempos de la
transferencia y su relación con la búsqueda de saber. Quienes atendemos niños
recibimos con frecuencia y sin asombro preguntas tales como “¿Vivís acá?” o “¿Tenés
hijos?”: sabemos que corresponden a un tiempo de la constitución en el cual se dirigen
las preguntas al Otro por sus objetos de deseo y de goce. Pero nos asombra cuando
un adulto nos interroga, o en lugar de formularse preguntas nos pide: “Pregúnteme
usted”. Para llegar a formularse preguntas es preciso haber recorrido cada uno de los
tiempos de dialectización entre el saber y la falta de saber. Pero para que eso ocurra
los padres han de responder con la verdad.

* Fragmentos de Niños en análisis, de reciente aparición (Ed. Paidós).

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