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MONSEÑOR MAYOL DE LUPE, SACERDOTE Y GUERRERO.

Las Waffen SS no eran una fuerza policial militarizada, eran verdaderos soldados, más aún,
constituían una fuerza de elite, tanto por su duro entrenamiento, como por la mística que se
fue imponiendo entre sus miembros.

Como señala Otto Skorzeny – él mismo integrante de las Waffen SS – Himmler no era ni el
fundador, ni el jefe, “El jefe de las Schutzsaffel (SS), desde el punto de vista militar, era
evidentemente, Adolf Hitler, y era a él a quien nosotros, soldados de las Waffen SS
prestábamos juramento de fidelidad” (cfr. su “La guerra desconocida”).

La administración y la instrucción de sus hombres fue confiada a Paul Hausser, teniente


general retirado del ejército. Hombre extremadamente severo y exigente. Aclara Skorzeny
que “Los Waffen SS no recibieron jamás orden alguna de Himmler no de Heydrich”. Las
órdenes eran recibidas por la vía jerárquica y emanaban de las jefes militares de los ejércitos
de los que formaban parte las distintas unidades de las Waffen SS.

Así, de acuerdo a la cantidad de hombres se formaban divisiones, legiones, regimientos, etc.


Entre las más conocidas se encontraban la famosa División Azul – españoles -, la División
“Wiking” – escandinavos y holandeses -, la División de Asalto Croata, la División Carlomagno
– franceses -, la División Nordland – noruegos-, la 14ta. División SS – ucranianos -, la Legión
Saint George –británicos -, etc.

Hoy nos interesa rescatar la historia de uno de los capellanes que acompañaron a las Waffen
SS, concretamente Monseñor Mayol de Lupé (o Luppe), amigo personal de Pio XII y capellán
de la Legión de Voluntarios Franceses contra el Comunismo, primero y de la División
Carlomagno después.

Proveniente de la aristocracia francesa, nació en la ciudad de París en 1873 y fue ordenado


sacerdote en el año 1900. Durante la Primera Guerra Mundial fue capellán de la Primera
División de Caballería. Cayó prisionero a poco de iniciada la guerra y, liberado a los dos años,
vuelve inmediatamente a su rol sacerdotal de capellán. Participa de combates como
Champagne y Verdún, donde plasma su heroicidad el Mariscal Pétain. Finalmente es herido
en el Somme y el fin del conflicto lo encuentra en convalecencia. Se hizo acreedor a dieciséis
medallas por su actuación en el frente.

Ya había abandonado el ejército cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. No obstante y a


pesar de encontrarse cercano a los setenta años, Monseñor Lupé se ofrece como voluntario
para ingresar al ejército francés. Su precaria salud no supera la junta médica que lo evalúa y
lo declara inepto. Se ofreció entonces de camillero, ya que en esa actividad, no sólo
cumpliría con una labor imprescindible en el apoyo a las tropas, sino que también le
permitiría asistir espiritualmente a los heridos.
Con el armisticio cesa su labor, pero la Providencia todavía le tiene preparada nuevas y más
peligrosas misiones. Al formar Jaques Doriot, con autorización del gobierno francés del
Mariscal Pétain, la “Legion des volontaires francais contre le bolchévisme” – conocida con las
siglas LVF -, los Cardenales Sibilia y Suhard lo recomiendan como capellán. Así con una edad
avanzada y una salud quebrantada, Monseñor Mayol de Lupé marcha en la Campaña del
Este hacia el frente ruso.

Claro, por primera vez los voluntarios franceses no lucharía con su uniforme, sino con el
uniforme alemán, con insignias con la bandera de Francia, y lo más duro, deberían jurar
lealtad a Adolf Hitler. Esto generó desconcierto y malestar en los hombres y fue decisiva la
intervención del Capellán al convencerlos que esos eran detalle formales frente a la gran
cruzada contra el marxismo ateo. SU protagonismo en las batallas – alguien dijo que no
usaba fusil, pero no tenía problema en romper la cabeza de cualquiera con su macizo. Quizás
la acción más destacada de LVF fue frenar el arrollador avance ruso hacia el oeste en el
verano de 1944.

Con una marcada inferioridad de hombres y medios, estos veteranos franceses, entre los que
se encontraba Monseñor Lupé – con sus más de setenta años -, impidieron el paso de los
soviéticos en Borrisov, camino a Minsk.

Sobre el final de la guerra, cuando ya el destino estaba marcado y no había esperanza alguna
de victoria, la mayoría de los integrantes de la Legión – LFV – optaron por integrarse a la
Waffen SS, en vez de retirarse como paisanos a Francia y pasar inadvertidos en un futuro
más calmo. También aquí fue determinante la arenga de Monseñor Lupé: no se trataba de
una sumisión a los alemanes, sino de unirse contra el enemigo de la civilización cristiana.
Formaron la legendaria “División Charlemagne”.

Como si fuera un designio de la Providencia que este grupo de calientes no quedara en el


olvido, la “División Carlomagno” fue la última fuerza que defendió lo que quedaba de la Gran
Alemania, en la Batalla de Berlín. Y entre ellos, alentando, asistiendo espiritualmente a los
hombres en la batalla, arengando por el buen combate, un sacerdote. Un sacerdote que
tenía muy en claro que no estaba defendiendo los errores filosófico-religiosos de Hitler y
mucho menos, el ocultismo de Himmler. Un sacerdote que bregaba y osadamente, ofrecía su
vida a los setenta y dos años, por frenar el avance del Anticristo, encarnado en las hordas
soviéticas.

Cuando todo terminó, los restos de la división volvieron a Francia, en calidad de prisioneros
de guerra. Los hombres fueron duramente increpados por el general Leclerc: “¡qué hacen
ustedes vestidos con uniformes alemanes!”, recibiendo como inesperada y varonil respuesta
de quienes se sabían condenados: “¡nosotros le preguntamos a ustedes, qué hacen vestidos
con uniformes americanos!”
No hubo piedad para ellos, a pesar de que jamás efectuaron un solo disparo contra las
fuerzas angloamericanas. Fueron fusilados sumariamente.

Monseñor Lupé fue juzgado y condenado a prisión. En 1951 fue puesto en libertad
condicional y murió en 1955, recluido en un monasterio benedictino. Con él muere toda una
leyenda de hombría de bien. Del cura soldado. Del sacerdote que dio testimonio de su fe y
de su virilidad. Del sacerdote que recibió la última confesión de millares de compatriotas y
cuya absolución, quizás, salvó sus almas, como salvó su dignidad el apoyo y la arenga heroica
en el fuego de la batalla. No hay cirugía que logre tamaños efectos. No hay palabrería que
eclipse a este testimonio de apostolado.

Murió quien luchó para que la Rusia bolchevique no siga “esparciendo sus errores, como
había advertido la Madre de Dios en su aparición en Fátima. Murió como debe morir un
sacerdote: habiendo sido un soldado de Cristo. Y él lo fue en el sentido más estricto de la
palabra, hasta el último día. Carlos García.-

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