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Las Waffen SS no eran una fuerza policial militarizada, eran verdaderos soldados, más aún,
constituían una fuerza de elite, tanto por su duro entrenamiento, como por la mística que se
fue imponiendo entre sus miembros.
Como señala Otto Skorzeny – él mismo integrante de las Waffen SS – Himmler no era ni el
fundador, ni el jefe, “El jefe de las Schutzsaffel (SS), desde el punto de vista militar, era
evidentemente, Adolf Hitler, y era a él a quien nosotros, soldados de las Waffen SS
prestábamos juramento de fidelidad” (cfr. su “La guerra desconocida”).
Hoy nos interesa rescatar la historia de uno de los capellanes que acompañaron a las Waffen
SS, concretamente Monseñor Mayol de Lupé (o Luppe), amigo personal de Pio XII y capellán
de la Legión de Voluntarios Franceses contra el Comunismo, primero y de la División
Carlomagno después.
Claro, por primera vez los voluntarios franceses no lucharía con su uniforme, sino con el
uniforme alemán, con insignias con la bandera de Francia, y lo más duro, deberían jurar
lealtad a Adolf Hitler. Esto generó desconcierto y malestar en los hombres y fue decisiva la
intervención del Capellán al convencerlos que esos eran detalle formales frente a la gran
cruzada contra el marxismo ateo. SU protagonismo en las batallas – alguien dijo que no
usaba fusil, pero no tenía problema en romper la cabeza de cualquiera con su macizo. Quizás
la acción más destacada de LVF fue frenar el arrollador avance ruso hacia el oeste en el
verano de 1944.
Con una marcada inferioridad de hombres y medios, estos veteranos franceses, entre los que
se encontraba Monseñor Lupé – con sus más de setenta años -, impidieron el paso de los
soviéticos en Borrisov, camino a Minsk.
Sobre el final de la guerra, cuando ya el destino estaba marcado y no había esperanza alguna
de victoria, la mayoría de los integrantes de la Legión – LFV – optaron por integrarse a la
Waffen SS, en vez de retirarse como paisanos a Francia y pasar inadvertidos en un futuro
más calmo. También aquí fue determinante la arenga de Monseñor Lupé: no se trataba de
una sumisión a los alemanes, sino de unirse contra el enemigo de la civilización cristiana.
Formaron la legendaria “División Charlemagne”.
Cuando todo terminó, los restos de la división volvieron a Francia, en calidad de prisioneros
de guerra. Los hombres fueron duramente increpados por el general Leclerc: “¡qué hacen
ustedes vestidos con uniformes alemanes!”, recibiendo como inesperada y varonil respuesta
de quienes se sabían condenados: “¡nosotros le preguntamos a ustedes, qué hacen vestidos
con uniformes americanos!”
No hubo piedad para ellos, a pesar de que jamás efectuaron un solo disparo contra las
fuerzas angloamericanas. Fueron fusilados sumariamente.
Monseñor Lupé fue juzgado y condenado a prisión. En 1951 fue puesto en libertad
condicional y murió en 1955, recluido en un monasterio benedictino. Con él muere toda una
leyenda de hombría de bien. Del cura soldado. Del sacerdote que dio testimonio de su fe y
de su virilidad. Del sacerdote que recibió la última confesión de millares de compatriotas y
cuya absolución, quizás, salvó sus almas, como salvó su dignidad el apoyo y la arenga heroica
en el fuego de la batalla. No hay cirugía que logre tamaños efectos. No hay palabrería que
eclipse a este testimonio de apostolado.
Murió quien luchó para que la Rusia bolchevique no siga “esparciendo sus errores, como
había advertido la Madre de Dios en su aparición en Fátima. Murió como debe morir un
sacerdote: habiendo sido un soldado de Cristo. Y él lo fue en el sentido más estricto de la
palabra, hasta el último día. Carlos García.-