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Una amistad íntima es siempre un regalo fabuloso. Pero si esta fortuna, además, tiene
lugar en el descorazonador ambiente de un campo de concentración, puede
convertirse en el único sentido de la existencia.
Estando juntas Milena y yo superamos el insoportable presente. Pero nuestra amistad,
con su fuerza y exclusivismos, se convirtió también en algo más: una abierta protesta
contra la humillación. Las SS podían prohibírnoslo todo, degradarnos convirtiéndonos
en números, amenazarnos con la muerte, esclavizarnos: en los sentimientos que nos
unían seguíamos siendo libres e intocables. Habíamos llegado a finales de noviembre
cuando por primera vez nos atrevimos a tomarnos de la mano, cosa que estaba
severamente prohibida. Íbamos así en la oscuridad por el callejón del Campo, en
silencio, con extraños pasos largos semejantes a los de una danza, contemplando la
pálida luz de la luna. El viento estaba totalmente calmado. En algún lugar, fuera, lejos
de nosotras se arrastraban los chanclos de madera de las demás. Para mí solo existía
la mano de Milena en la mía y el deseo de que nuestro encuentro no terminara.
(Margarete Buber-Neumann, 1987)
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Publicado en: Docta, revista de psicoanálisis, año 14 número 12, primavera 2017. Publicación de
la Asociación Psicoanalítica de Córdoba
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En parte este título lo he tomado de “Milena”, el libro en que Margarete Buber-Neumman da
testimonio de los tiempos que vivieron junto a Milena Jesenská en el campo de concentración de
Ravensbrück
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Esa Milena que muchos ya conocen de las cartas de Kafka.
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Esta escena me conmueve profundamente, y por eso la elijo para comenzar esta
búsqueda de sentido en torno a lo íntimo, que es más fuerte que todas las
barbaries, como nos dice Margarete. Me permito llamarla por su nombre, porque
no la cito en tanto autoridad, sino para compartir experiencias y producir sentidos,
en lugar de aplastarlos con verdades. No busco analizar lo que nos dice (que es
un modo de descuartizarlo) sino evocar en ustedes la experiencia viva de la
intimidad.
Lo íntimo ha de surgir (si surge, porque nunca hay garantías al respecto) a través
de las resonancias y afecciones que la lectura produzca. No en lo que dicen, pues
lo íntimo no está nunca contenido en las palabras o los textos, sino en aquello
que al leer sea evocado en los lectores, y en lo que puedan pensar. Si hemos
tenido experiencias comunes emergerá suavemente una nueva cartografía de la
intimidad (o eso espero), si la experiencia de la intimidad a la que aludo les es
ajena, solo encontrarán aquí meras palabras.
Elegí la primera cita por su potencia conmovedora y su escenario extremo, porque
el contraste hace más evidente lo que quiero plantear. Dos prisioneras se sustraen
al horror en su mutua compañía, crean una atmósfera propia. Están a la vista de
todos pero ningún otro puede ingresar. Todos las ven, pero no es lo íntimo entre
ellas lo que se expone, sólo sus gestos exteriores, porque aquello a lo que estoy
llamando íntimo no trasciende sino que nace y vive en la inmanencia. Podemos
ser espectadores o testigos de esa intimidad, pero sabemos que sólo les
pertenece a ellas. Nos damos cuenta que lo que ocurre es íntimo, pero no
sabemos qué es lo que ocurre. Nos sentimos afectados por su intimidad, pero es
suya, no estamos invitados. La intimidad ni se expone ni se oculta. Crea un
nosotros sin sustraer nada a los otros. Los demás no entran porque no vibran en
la “frecuencia” que ha gestado lo íntimo. Y es así porque es una creación vincular
gestada por la afinidad, por resonancia mutua: hay química entre nosotros, hay
onda. Los demás, sólo podemos contemplar sus signos externos, en este caso el
tomarse de la mano cuando está estrictamente prohibido y puede costarles la
vida... ¿pero qué vida sería si no pudieran tomarse de la mano? Las vemos, pero
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no participamos de su intimidad, las miradas ni las violentan ni las alientan, ya que
no existen para ellas.
Con el secreto, que pertenece a lo privado y no a lo íntimo, buscamos activamente
la exclusión. Lo íntimo no es secreto y no precisa de confesiones, aunque no las
excluye, porque nada tiene que ver con la información. Su trama es más variada y
ligera, y al mismo tiempo más intensa:
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para salir de nuevo a la superficie como si de un río nuevo se tratara, así, durante
años, desaparecía Milena de mi vida pero cuando surgía de nuevo ante mí, la
simpatía mutua resucitaba al instante, como si jamás nos hubiéramos separado.
(Margarete Buber-Neumann, 1987)
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al extremo en que ya no se dice yo, sino al extremo en el que decir yo no tiene ya
importancia alguna (Deleuze y Guattari, 1994).
Nuestras nociones dicotómicas de lo público y lo privado también llevaron a la
disociación entre lo personal y lo profesional, lo propio y lo ajeno, el yo y el otro.
Todas estas categorías son construcciones del imaginario social con efectos muy
profundos en nuestra forma de sentir, pensar, actuar. Todas ellas provienen de
una concepción que supone la trascendencia del hombre respecto a la naturaleza,
que separa el cuerpo y la mente, que alucina con la independencia e invisibiliza la
actividad vincular fosilizándola en relaciones tipificadas.
En cambio, la intimidad de la que hablo surge de una forma diferente de
cartografiar la experiencia vital para comprender aquello que la cultura occidental,
y en particular la moderna, ha dejado de lado al privilegiar una mirada que forjó
límites limitantes (que sólo separan). En esa estética de la disociación y la
independencia, cada quien sólo existe encerrado en su propia esfera, ya sea un
átomo, un individuo o un palabra. Las conexiones han sido invisibilizadas o
concebidas como pura exterioridad.
Por suerte, siempre ha habido -y siempre habrá- voces singulares como las de
Spinoza, Wittgenstein, Deleuze, entre muchas otras promovieron otra forma de
pensar y que hoy Jullien y Rolnik, y yo misma, entre muchos otros, seguimos
cultivando para hacer existir lo que me gusta llamar filosofía de los encuentros, o
pensamiento de la inmanencia. No es una mera concepción intelectual sino una
ética-estética vital que surge de la comprensión gozosa de que todo lo que existe
pertenece a la naturaleza (que no se reduce al ambiente, ni mucho menos a los
delfines o los ositos panda, sino que incluye absolutamente todos los modos de
existir, incluidos los humanos). Una filosofía de la pregnancia en la que lo singular
está entramado en lo común, donde los límites son fundantes (que separan y unen
a la vez, que hacen existir y, por lo tanto, al mismo tiempo que permiten también
constriñen e impiden), donde sólo es posible una “autonomía ligada” en la
dinámica siempre activa de los vínculos (Najmanovich, 2005). Se trata de una
estética paradójica de la existencia que desde antaño, aunque a su modo, también
promovieron los taoístas. Esa pregnancia no se deja atrapar en imágenes sólidas
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como las esferas que dividen lo público y lo privado. Su modo de existencia es
ubicuo y permea todo, por eso resulta más adecuado gestar nuevas metáforas
para pensarlo, entre las que destaco las que hablan de atmósferas o climas. La
humedad “ambiente” no es exterior a nosotros, nos constituye íntimamente, así
como nosotros contribuimos a la formación de la atmósfera. Ha surgido entre
nosotros una atmósfera de intimidad, es muy distinto que creer que existe una
“esfera íntima”. También resultan valiosas las metáforas de la afinidad química con
su dinámica de composición y la de la resonancia musical que nos “entona”.
Espero que las escenas compartidas hayan creado un clima adecuado para poder
darnos una vueltita por el diccionario sin quedar atrapados en sus supuestos. Lo
haremos de la mano de François Jullien:
Lo íntimo se dice de aquello que está “contenido en lo más profundo de un ser”; y así
hablamos de un “sentido íntimo” o de la “estructura íntima de las cosas”. Pero también
es aquello que “vincula estrechamente por medio de lo más profundo que existe”:
unión íntima, tener relaciones íntimas, ser íntimo de… El diccionario (el Robert)
enumera luego esos dos sentidos y los sitúa juntos, sin más glosas, sin pestañear,
pero, ¿qué relación hay entre ellos? ¿Y no se oponen además? (Jullien, 2016)
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Confucio se encontraba admirando las cataratas de Lüliang. El agua caía desde una
altura de trescientos pies y corría luego espumando a lo largo de cuarenta leguas. (…)
Confucio vio a un hombre nadando allí. Creyó que se trataba de un desdichado que
buscaba la muerte (…) Pero unos cientos de pasos más allá, el hombre salió del agua
(…) Confucio lo alcanzó y le preguntó:(…) ¿Tenéis un método para nadar así?
-No -respondió el hombre-, no lo tengo. Partí de dado, desarrollé un natural y alcancé
la necesidad, me dejo engullir por los torbellinos y remontar por la corriente
ascendente, sigo los movimientos del agua sin actuar para mí. (Billeter, F. 2003)
Ojalá pudieran tomarse un tiempo para saborear este texto, dejarse afectar por su
clima, hacerse íntimos de su propuesta. No se trata de entender las palabras, sino
de habitar una experiencia. Zhuangzi no explica, y yo tampoco, pues no hay nada
más que decir: quienes hayan podido intimar con el texto, lo comprenderán a su
modo. La explicación supone un significado unívoco, uniforme y exterior: el de lo
instituido. El pensamiento, en cambio, es instituyente, situado, singular, y no por
ello menos común. Ni lo íntimo ni el pensar se amoldan a las categorías fijas del
sistema (cualquiera sea), no pertenecen al orden público que regula el estado y
sus instituciones, ni tampoco al privado (que, curiosamente, también está definido
desde los instituido) sino a la inmanencia, a la experiencia vital, a esa danza que
se genera en el lenguaje de los vínculos, de las composiciones.
La intimidad (como el agua) no sabe de muros porque encuentra siempre los
recovecos para atravesarlos, penetra entre sus poros, horada sus paredes, lima
sus aristas. Una experiencia íntima nos permite percibir órdenes sutiles que de tan
cercanos no solemos ver, pero que siempre están allí conectándonos a los otros,
que no son ajenos, sino que nos constituyen:
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los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
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reconocimiento de lo común, de lo afín, de lo potenciador no pertenece al
repertorio del juicio, de la moral, sino al de la creación vincular, que es el de la
ética entendida como modo de existencia.
Cuando entramos en intimidad no es para transgredir, ni tampoco obedecer, pues
no nos regimos por los deberes ni los valores imaginarios. Lo íntimo brota de la
confianza espontánea, que no sabe de imperativos, sino que produce a partir la
propia potencia en el encuentro con lo que le es afín. En la intimidad no hay
cálculo ni prevención, no hay expectativa, ni finalidad. No hay intenciones, ni
decisiones, no hay frustraciones, ni decepciones. Disolución del “yo” y del
imaginario en un encuentro pleno no disociado.
No me detendré especialmente en la relación entre la intimidad y el sexo. Por ser
un tema demasiado trillado, y también porque el sexo no es suficiente y ni
siquiera necesario para la intimidad de la que estoy hablando, y la intimidad
tampoco es necesaria para el sexo. A veces, se dan juntos en una conjunción
radiante y dichosa, pero son muchas más en que la intimidad emerge
delicadamente en la caricia posterior y el silencio satisfecho....a veces ni siquiera.
Que habitualmente busquemos un ámbito privado para la actividad sexual no
significa que ésta sea íntima, sólo que está menos expuesta.
La intimidad no es mera cercanía. No es propiedad de ninguna relación ni siquiera
de la pareja o de la amistad. Aun cuando haya comprensión y lealtad indestructible
puede no darse ese encuentro íntimo que disuelve el yo y el tú, que disipa las
barreras de la prevención, que no espera nada. Esa intimidad del nosotros que no
es suma, sino sinergia, potenciación mutua.
En “El primer hombre” Albert Camus describe muchas veces la comunión del
protagonista con el mar, el cielo luminoso, la naturaleza: La vida, misteriosa y
resplandeciente, bastaba para colmarlo enteramente (Camus, 2001). Muchos años
después de haberlo leído, todavía reverbera en mí el eco de esa sensación de
plenitud que se da en la intimidad con la naturaleza (plenitud que no tiene nada
que ver con colmar una falta, sino que brota de la entonación común). Más aún,
vuelvo a sentir esa gracia que brota de los encuentros íntimos, donde no sólo hay
potenciación de la vida, sino también comunidad, disolución de las barreras del
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“yo”, apertura a la inmanencia. Resplandeciente momento en que nos sentimos
pertenecientes y se disipa la ilusión de la disociación.
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Resumen
Bibliografía
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